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ArribaAbajoJerusalén libertada


(Fragmento. Traducción de Tasso)139

    Canto las armas de la fe, y al héroe
que del gran Redentor la santa tumba
libró de servidumbre. En los consejos
sabio, como esforzado en las batallas,
trabajos ni peligros le arredraron,  5
ni el infernal poder, ni coligadas
el Asia y Libia en poderosa lucha,
que le acorría el cielo..............



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ArribaAbajoOrlando enamorado


Traducción del poema de Boyardo refundido por Berni140



Canto I

Angélica

    Yo siento a par del alma que no hubiera
el gran cabalgador de Rocinante
resucitado la dichosa era
de la caballeresca orden andante;
que a ser él venturoso, no se viera,
como se ve, la iniquidad triunfante,
ni viciara la sórdida codicia
la humana sociedad, como la vicia.
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    Porque hoy al interés todo se postra;
¿dó se ve ahora aquel heroico aliento
que los peligros y la muerte arrostra
para dar cima a un generoso intento?
Nuestra ufana cultura es una costra
que esconde pestilente hondo fermento;
espléndido sepulcro, por defuera
pulido jaspe, adentro gusanera.
    ¿Qué es de aquellos valientes paladines
que en el campo, en el yermo, en regia corte,
daban contra alevosos malandrines
al débil sexo y la orfandad conhorte,
llevando hasta los últimos confines
del mundo en su tizona el pasaporte,
y una dama gentil tal vez al anca,
y todo sin costarles una blanca?
    ¡Feliz edad! Mil veces te bendigo,
no a la presente, en que si alguno piensa
(y al buen manchego apelo por testigo)
salir de la justicia a la defensa,
sepa que ha de tener por enemigo
al mundo, que le guarda en recompensa
la Peña Pobre de Amadís de Gaula,
el hospital, la cárcel o una jaula.
    Un bravo capitán con eficacia
por una buena causa se apersona,
y os demanda después con mucha gracia
y con mucha modestia una corona;
y si orejeas la nación reacia,
y el monarca novel la desazona,
¡pobre de aquel que un poco recio chista!
¡Viva Su Majestad! y penca lista.
    Esotro, demagogo vocinglero,
¡gloria, dice, a la santa democracia!
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y añade en baja voz: un cargo quiero;
de Ministro de Estado, verbigracia.
Así vivieras tú, noble Rugero,
y tú, Roldán, y Cirongil de Tracia;
que ya ajustar sabríades la cuenta
a tanto perillán que nos revienta.
    Mas, aunque en el sepulcro te has hundido,
generación poética dichosa,
y está el género humano reducido
por sus pecados a vivir en prosa,
no por eso tu fama en el olvido
se hunda también bajo la misma losa,
antes perennemente clara y bella
luzca, y el alma se solace en ella.
    Ya a los Reinaldos y Ricartes veo
salir armados de la huesa oscura,
y disputarse en justa o en torneo
el prez de la destreza o la bravura;
en cada campo algún marcial trofeo;
en cada encrucijada una aventura;
¡qué de castillos, torres, hadas, magos,
jayanes, y vestiglos, y endriagos!
   Pues banquetes y zambras no se diga,
y alegre danza y música gozosa;
donde el valor depone la loriga,
y se enguirnalda de jazmín y rosa;
y la infanta heredera, que en la liga
de amor cayó, discreta a par que hermosa,
la fe recibe de su caro andante,
y se le rinde a todo su talante.
    Como el cautivo su dolor serena,
cuando la desvelada fantasía
le finge en torno la campiña amena
en que suelto y feliz vagaba un día,
y en tanto ni le escuece la cadena
ni ve el horror de su mazmorra umbría;
con el ausente amigo tiene fiesta,
y la voz de su amada oye y contesta;
    tal se calma mi espíritu doliente,
cuando de lo que fue la sombra evoco,
y corro la cortina a lo presente,
y otro mundo más bello miro y toco.
¿A quién de cuando en cuando este inocente,
este dulce soñar, no agrada un poco?
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Respira en tanto el alma y hurta al ceño
de la fortuna lo que dura el sueño.
    De estas, pues, tradiciones venerables,
señores míos, tejeré mi cuento,
si mi rudo cantar queréis afables
acoger y le dais oído atento.
Diré de Orlando hazañas memorables
en que igualó al peligro el ardimiento,
cuando por lejas tierras iba errante,
de una ingrata beldad perdido amante.
   Caso parecerá sin duda extraño
que a un hombre como Orlando141 Amor inquiete;
pero ¿cuál es el pecho tan huraño,
que a su tirana ley no se sujete?
Y de sus tiros no minora el daño
hadado arnés ni fino capacete;
antes a quien de más valor blasona
con más duras cadenas aprisiona.
Ni porque de este amor hasta el presente
ninguno hablase, es menos verdadero;
y si porque de Orlando era pariente
se lo dejó Turpín en el tintero
temiendo dar escándalo a la gente,
a mí me cumple, historiador severo,
sacarlo a luz, y nuevamente os pido
que licencia me deis y atento oído.
    De Sericana la región distante,
según antigua crónica razona,
señoreaba el rey más arrogante
que en el mundo jamás ciñó corona;
jactábase de ser, sola, bastante
a conquistar el mundo su persona.
Gradaso se llamó; tan bravo y fiero,
como leal y franco caballero.
    Y siendo propio de ánimos reales
no poner nunca a los antojos dique,
y acometer empresas colosales
por ambición, codicia, amor, despique,
haciendo desatinos garrafales
en que estados y fama echan a pique,
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antójasele al rey de Sericana
que señor ha de ser de Durindana;
    De Durindana, aquella cortadora
espada, que antes era del troyano
Héctor; y en mil combates vencedora,
como pasase de una en otra mano,
se encuentra en las del conde Orlando ahora,
que con ella el poder de Carlomano
defiende y de la Cruz la enseña santa,
y a la morisma bárbara quebranta.
    Y para que el caballo conviniera
a espada tal, ganar también quería
a Bayardo, el corcel que entonces era
del paladín Reinaldos, y tenía
de marcial brío y de veloz carrera
y bella estampa insigne nombradía;
y aun añaden que tuvo entendimiento
racional, y que fue su padre el viento.
    No tiene que envidiar el rey Gradaso
en estados, riquezas, armas, gente;
la fortuna le dio colmado el vaso
de sus favores; tiémblale el Oriente.
Y de tanta grandeza no hace caso;
no hay gloria ni poder que le contente;
desvélase, los sesos se devana
pensando en el corcel y en Durindana.
    Y después de encontrados pareceres,
viendo no ser posible que haya trato,
pues se las ha con unos mercaderes
que no venden lo suyo muy barato,
manda dejar campiñas y talleres,
manda armas aprestar; toca a rebato;
a Francia determina hacer jornada,
y lidiando ganar corcel y espada.
    Pero mientras dispone el Sericano
lo que a tan ardua empresa corresponde,
pasemos a París y a Carlomano,
que una gran justa proclamaba, adonde
todo rey, todo príncipe cristiano,
todo duque, barón, marqués y conde,
que al franco emperador reconocía,
uno en pos de otro a más andar venía.
    De famosos en armas caballeros
toda la gran París estaba llena,
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de varios climas, lenguas, trajes, fueros,
ya de cristiana ley, ya sarracena;
pues naturales llama y forasteros
el hijo de Pipino a corte plena,
do cada cual en salvedad viniese,
como traidor o apóstata no fuese.
    Por eso de marlota y de turbante
no es de admirar que tanta gente asista:
Grandonio, que es valiente y es gigante,
y Ferraguto el de la torva vista,
y el pariente de Carlos, Balugante,
Espinel, Isolero, Matalista,
con otros muchos españoles claros,
según después la historia ha de contaros.
    Resonaba la corte de instrumentos,
trompas, tambores, pífanos, campanas;
vense con peregrinos paramentos
palafrenes correr, correr alfanas;
descógense vistosas a los vientos
banderas, ya moriscas, ya cristianas;
más finas armas no es posible verlas,
ni más diamantes y oro y plata y perlas.
    Llegado de la fiesta el primer día,
Carlos, con imperial grandeza y gala,
ardiendo en relumbrante pedrería,
a reyes y magnates hizo sala.
Ilustre y numerosa compañía
en opíparas mesas se regala.
Fueron (dice Turpín, que hizo la cuenta)
los convidados, cuatro mil y ochenta.
    A la tabla redonda está sentado
Carlos con sus valientes paladines;
y sobre el pavimento, aderezado
de alcatifas persianas, y cojines
cubiertos de velludo y de brocado,
echáronse a comer, como mastines,
los sarracenos, gente que tenía
por mesa el suelo a fuer de paganía142.
    De espaciosos salones larga hilera
ocupa el gran concurso; mano a mano
llenan cuatro monarcas la testera;
el inglés, el lombardo, el asturiano,
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y el de la encanecida cabellera,
Salomón, de Bretaña soberano.
Y los demás, según su estirpe y gente,
se van sentando sucesivamente.
    Seguíase a los duques y marqueses
el conde Galalón; y más abajo
la turba de traidores maganceses,
que honra grande reciben y agasajo,
y triscan, y se burlan descorteses
del paladín Reinaldos, porque trajo
menos lucido tren del que debía
en tan festivo y tan solemne día.
    Reinaldos, que lo nota, se amostaza,
y fingiendo jugar con la vajilla,
«Villanos condes, fementida raza
(decía en baja vez a la pandilla)
yo veré, si os encuentro por la plaza,
cómo sabéis teneros en la silla».
A solapa reían los ribaldos,
y monta en ira más y más Reinaldos.
    Balugante, que atento le miraba,
leíale en la cara el pensamiento,
y por un trujamán le preguntaba,
si en París más honroso acogimiento
a la riqueza que al valor se daba,
porque, siendo español de nacimiento,
de cristianos estilos143 no sabía,
y dar lo suyo a cada cual quería.
    Rïó Reinaldo, y sosegado el pecho,
a Balugante así tornó el recado:
«Decidle de mi parte que en el lecho
suele darse a la dama el mejor lado,
y en la mesa el glotón tiene derecho
a que le sirvan el mejor bocado;
mas que cuando la espada usar se ofrece
lleva la honra aquel que la merece».
    Regocijado, en tanto, y dulce coro
de música por una y otra banda
se oye sonar, y grandes fuentes de oro
entran henchidas de exquisita vianda.
Con la afabilidad templa el decoro
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Carlos, y en torno envía a quién la banda,
a quién la copa, a quién la espada rica,
que su real agrado significa.
    Doble aliciente a la abundancia opima
presta el rumor de plática sabrosa.
Carlos, que de la gloria la alta cima
piensa hollar, y de júbilo rebosa,
inconmovible su rudeza estima
a los vaivenes de la instable diosa:
cuando un suceso a todos de repente
arrebató los ojos y la mente.
    Entran jayanes cuatro, a cuál más fiero,
con sosegada marcha y gesto ufano,
escoltando a un armado caballero,
que conduce a una dama de la mano.
No a las pupilas matinal lucero,
no a la tez de la dama albor temprano,
ni al carmín de sus labios la corola
iguala del clavel o la amapola.
    Alda la linda, la del conde Orlando,
estaba allí, y Clarisa144, y Galïana,
con otras varias que al silencio mando,
flor de la gracia y, gentileza humana;
y todas ellas parecieron, cuando
se alzó el velo la incógnita pagana,
lo que junto al lucero es una estrella,
o lirio humilde junto a rosa bella.
    Deja el plato el glotón, y el ebrio el vaso;
todo quedó en silencio a la improvisa
aparición, si no es que se oiga acaso
el pie gentil que lis alfombras. pisa.
Acércase ella a Carlos paso a paso;
luego con un mirar y una sonrisa
que do todas las almas se apodera,
en dulce voz habló de esta manera:
    «Ínclito rey, de tu virtud la fama
ni el nombre de tus bravos caballeros
que por toda la tierra se derrama
y llega ya a sus últimos linderos,
es lo que el pecho generoso inflama
de estos que ves humildes forasteros,
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ansiosos de tentar difícil prueba
a que codicia de alto honor los lleva.
    «El que hoy en tus estados halla puerto
es, como su divisa manifiesta,
el caballero del León, Uberto;
y cúbresela negra sobrevesta,
porque fue de su casa echado a tuerto.
Yo Angélica su hermana soy, que en esta
errante vida bajo cielo extraño,
huérfana desgraciada, le acompaño.
   «Allende el Tana (donde el patrio nido
tuvo nuestra familia, antes que injusta
se le mostrase la fortuna) oído
fue el llamamiento a tu solemne justa;
y gran parte del mundo hemos corrido
hasta llegar a tu presencia augusta,
de valor y nobleza espejo claro,
y de los desvalidos firme amparo.
    «En donde (protestándote primero
que designio siniestro no le guía,
sino la profesión de caballero)
Uberto, con tu venia, desafía,
según caballeresca usanza y fuero,
a toda la presente compañía;
de punta en blanco y a caballo espera
a todo el que con él medirse quiera.
    «Mas una condición poner desea,
contra la cual ninguna excusa valga,
que de su vencedor esclavo sea
todo el que en esta lid vencido salga;
y si es acaso Uberto el que flaquea
y alguno en el justar le descabalga,
sea yo, si le place, esclava suya,
y Uberto al Asia en paz se restituya».
    Dice, y humildemente se arrodilla.
Todos la están suspensos contemplando,
y con mayor placer y maravilla
que los demás el paladín Orlando.
El corazón un dardo le aportilla,
y ya por lo más hondo le va entrando;
si bien procura la intestina guerra
disimular, y el rostro inclina a tierra.
    El primer punto fue de su rüina,
la de Francia y de Carlos, aquel punto;
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a el alma incauta un tósigo camina
que halaga, punza, inflama, todo junto.
Se pone a discurrir, y desatina;
el rostro, ya encendido, ya difunto,
bien claro al que le observa patentiza
que una extraña pasión le tiraniza.
    Mas como hallar alivio se figura,
y late menos la amorosa llaga,
cuando pone la vista en la hermosura
que le enajena y la razón le estraga,
alza los ojos y el veneno apura
que todos los sentidos le embrïaga
como el enfermo, de la sed vencido,
osa empinar el vaso prohibido.
    Cavilando, allá dentro se decía:
¡Ah loco Orlando! ¿Qué delirio es ése?
¿Consientes que una torpe fantasía
que ofende a Dios, te turbe y te embelese?
¿Dó está el valor, dó está la bizarría
que única al mundo hiciste se dijese?
Por el orbe no dabas un ochavo,
y aquí de una mujer te has hecho esclavo.
    «¿Mas de qué sirve que mi yerro vea,
si a mi flaca razón no está sujeto?
¿Qué espera el alma en desigual pelea
contra un tirano irresistible afeto?
Vana ilusión u oculto hechizo sea,
maligna estrella o superior decreto,
miro mi perdición en mi extravío,
y arrastrado me siento a pesar mío».
    Así con el arpón en el costado
se quejaba Roldán míseramente;
pero el cabello a Naimo han plateado
los años, y de amor la herida siente.
El mismo Carlomagno fue atrapado,
aunque tan sabio príncipe y prudente.
¡Tan grande es el poder de una hermosura
sobre la verde edad y la madura!
    Estaba todo el mundo embebecido;
y entre el común asombro y embeleso,
el moro Ferragú, que siempre ha sido,
aunque español, de atolondrado seso,
casi a romper sintiose decidido
por entre todos y a llevarse en peso
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la dama; y ya en un tris de hacerlo estuvo;
pero el respeto a Carlos le contuvo.
    Malgesí, nigromante caballero,
miraba atento aquel extraño grupo,
y un buen porqué del tósigo hechicero
que allí difunde Amor, también le cupo.
Pero como un fullero a otro fullero
sus tretas ocultar no siempre supo,
vio que se estaba urdiendo alguna trama,
y de su propio oficio era la dama.
    Irresoluto Carlos no sabía
qué responder a la gentil doncella,
y de pretextos varios se valía
por platicar a su sabor con ella;
saciarse de mirarla no podía,
y le parece cada vez más bella;
al fin forzosamente la despide
otorgándola todo lo que pide.
    Luego que en parte se creyó segura,
del seno Malgesí saca un cuaderno,
y una fórmula mágica murmura,
a que en baladros respondió el infierno.
Negra visión de fea catadura,
larga la cola y el testuz de cuerno,
aparece, y en voces de ira llenas
dice: «Francés maldito, ¿qué me ordenas?»
    «Saber de ti lo que se fragua quiero
(responde el mago), y qué mujer es ésta».
«Angélica, es su nombre verdadero,
(Belcebú de este modo le contesta).
Su padre Galafrón, que en lo hechicero
con el de más saber se las apuesta,
es del Catay señor; y ese lozano
mancebo es de la dama único hermano.
    «No Uberto del León, mas Argalía
se llama; oculta el nombre por cautela.
Cordura en verdes años y osadía
y generoso espíritu revela;
y cabalga un corcel que desafía
al viento mismo, y más que corre, vuela;
Bayardo en la carrera no le alcanza.
Dióselo el rey su padre, y una lanza,
    «Una lanza le dio maravillosa,
que ya en torneo, y ya en función de guerra,
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sale de todo encuentro victoriosa,
y no hay cabalgador que no eche a tierra;
hurtarle el cuerpo es imposible cosa,
y el que imagine resistirle yerra,
que ni Reinaldos, ni Roldán, ni el mundo,
si les da un tiento, aguardarán segundo.
    «De un encantado arnés, desde la greba
hasta el morrión, el joven va provisto,
y de repuesto una sortija lleva,
obra del egipciaco Trismegisto:
si se la pone, está de encanto a prueba;
si en la boca la trae, de nadie es visto.
Pero el astuto rey no tanto fía
en el brazo y las armas de Argalía,
    «como en la gran beldad de la princesa,
que a cuantos hoy la regia corte aduna,
por la codicia de tan alta presa
hará que salgan a probar fortuna
en ésta a humanos bríos vana empresa,
do romperán sus lanzas una a una,
y llevados serán forzosamente
a eterna servidumbre en el Oriente.
    «Mas ella, sin contar con el tirano
poder de su belleza encantadora,
las artes aprendió del padre anciano,
y en tan temprana edad ninguno ignora
de los secretos que el saber humano
en sus más hondos senos atesora
para hacer obedientes instrumentos,
de la ciencia a la voz, los elementos».
    Malgesí, que esto ha oído, no se tarda;
hace de Belcebú caballería,
y vuela a destruir la zalagarda
que aderezada Galafrón tenía.
Señoreaba ya la sombra parda
el orbe, y reposaba el Argalía,
sobre muelles alfombras acostado,
bajo un gran pabellón iluminado.
    Duerme distante la doncella hermosa,
tendido por la yerba el rubio pelo,
bajo la copa de un laurel frondosa
a cuyo pie serpea un arroyuelo.
Nadie dijera al verla que era cosa
terrena ni mortal, sino del cielo.
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La mágica sortija tiene puesta
que todos los encantos contrarresta.
    Montado el mago en su demonio vuela;
un buho por los aires parecía.
Desmontó al fin, y vio a la damisela,
que entre copados árboles yacía.
Servíala un jayán de centinela;
los otros rondan la ribera umbría;
mientras dormía el valeroso hermano,
velaban todos ellos, clava en mano.
    Riose el mago, y quiso, al punto mismo,
jugar a los gigantes una pieza;
sacando su cuaderno, un exorcismo
en bajo acento y temeroso reza;
de todos cuatro un blando parasismo
apoderose; cada cual bosteza,
y dejando caer la herrada porra
se tiende largo a largo y se amodorra.
    Leyendo estaba el mago, a los reflejos
de la tienda, en su libro fementido,
y atisba a los gigantes desde lejos,
que el conjuro fatal ha adormecido.
Del sabio Galafrón los aparejos
juzga haber trastornado y destruido;
y para no dejar la cosa en duda,
pone mano a la espada y la desnuda.
    A la dormida niña asió del pelo,
y a matarla iba ya, cuando la cara
a mejor luz le vio; cabal modelo
de belleza, que a un tigre enamorara.
Siente en el alma un repentino hielo,
cual si en ella una voz así le hablara:
«¿A tan bella mujer, bárbaro, hieres?
No eres tú caballero; un zafio eres».
    Mudó de intento, al suelo echó la espada,
y de asesino vuélvese en amante;
en el cándido seno la turbada
vista cebó, suspenso y palpitante.
Viola en profundo sueño sepultada,
y resolvió robársela al instante;
por imposible juzga que resista;
ya tiene Belcebú la espalda lista.
    Pensaba con aquel encantamento
haberla adormecido de manera
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que si se desplomase el firmamento,
en su sentido ni aun así volviera;
y fue a poner por obra el loco intento,
sin ocurrirle que tener pudiera
¿en el dedo el anillo de Argalía,
como por su desgracia lo tenía.
    Aquel anillo mágico bendito
el malvado designio desconcierta.
Ella despierta, y de pavor da un grito;
al grito el Argalí también despierta;
sale, y al ver que en desigual conflito
lucha la hermana a brazos, y no acierta
a desprenderse de un extraño bulto,
corre airado a vengar tamaño insulto.
    De la tienda Argalí salió en camisa,
y agarrando un bastón descomunal
(que otra cosa no pudo por la prisa)
clamaba: «Hombre soez, torpe animal,
¿te parece quizás cosa de risa
hacer a una princesa escarnio tal?
Debes de ser sin duda un forajido;
a palos te he de dar tu merecido».
    «Tenle, que se escabulle, tenle, hermano,
(dice la dama); este hombre es nigromante,
y a no ser tu sortija, esfuerzo humano
no era a poderle detener bastante».
Asiéndole Argalía de la mano
llévale, mal su grado, hacia un gigante
que, tendido a la larga, semejaba,
no que dormido, mas difunto estaba.
    Mueve y remueve el vasto corpachón,
y como de vivir no da señal,
apresuradamente un cadenón
le arranca de la porra, con el cual,
por más que el pobre mago en su aflicción
apela a su menguado arte infernal,
sin gran trabajo, asegurado es,
y aherrojado de manos y de pies.
    Ella, como le vio que estaba atado,
con ambas manos le registra el seno,
y el libre le quitó descomulgado,
de extraños signos y figuras lleno;
y no hubo en él tres líneas recitado,
cuando el aire se turba, estalla el trueno,
—375→
y roncas voces dicen de este modo:
«A tu servicio está el infierno todo».
    La dama respondió: «Llevad el preso
al Catay, y decid al padre mío
que desde aquí sus reglas manos beso,
y que esta muestra de mi amor le envío:
que, Malgesí cautivo, en el suceso
de la presente expedición confío;
y que, o muy mal nos andarán las manos,
o ya está cerca el fin de los cristianos».
    La cornuda legión tomó el portante
con el cautivo y al Catay le lleva,
do Galafrón encierra al nigromante
bajo la mar, en una oscura cueva.
Como tocado fue cada gigante
con el anillo, cobra vida nueva;
y entre celajes bellos de oro y grana
a poco rato apunta la mañana.
    Fácil es figuraros lo que pasa
en la corte de Carlos aquel día;
el conde Orlando, que de amor se abrasa,
salir pretende en busca de Argalía.
Dícenle los demás que se propasa
en quererse arrogar la primacía,
pues tienen, siendo el reto a todos hecho,
todos para salir igual derecho.
    «Si es sobrino de Carlos, si es valiente,
otros tan buenos, dicen, hay en rueda».
Responde Orlando que morir consiente
primero que a ninguno el paso ceda.
«Barones (dice Carlos cuerdamente),
el arbitrio a la suerte se conceda;
cada competidor su nombre escriba,
y esta urna las cédulas reciba».
    Escribe cada cual nombre y linaje;
las cedulillas urna de oro encierra;
un pajecico viene que baraje;
saca otro pajecico; otro abre y cierra.
En la primera que ha sacado el paje
dice la letra: Astolfo de Inglaterra;
síguese Ferragú; lleva el tercero
lugar Reinaldo; el cuarto es de Olivero.
    Luego salió Grandonio el corpulento,
y tras Grandonio, Serpentino, y cuando
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a Serpentino le hubo dado el viento,
Ricarte apareció, duque normando;
y, para no cansaros con el cuento,
salieron más de treinta antes que Orlando.
¡Maldito azar de cédula! ¡Siquiera
no haber sido la cuarta o la tercera!
    El paladín Astolfo, que menciona
la historia en esta parte, fue un mancebo
rico, galán, gentil de su persona,
para las damas un Adonis nuevo.
Fue bravo, y fue locuaz; de la sajona
real estirpe, en Albïón, renuevo.
Nada en verdad faltara a su alabanza,
si igualase a sus bríos su pujanza.
    Sale ya Astolfo en armas, y la gente
se agolpa a los balcones y a las rejas;
iba de ricas galas refulgente,
con rubíes y perlas que parejas
no vio jamás el mundo; especialmente
lleva un diamante en la coraza (orejas
críticas esta vez os quiero sordas)
gordo como una nuez de las más gordas.
    Brilla en el ancho escudo el anglicano
leopardo, insignia de su estirpe, y nada
en roja seda su alazán roano
de vistosas labores recamada;
hácele dar corvetas por el llano,
y llegando que llega a la estacada,
empuña la trompeta y desafía
con retumbante son al Argalía.
    El catayo, que estaba apercibido,
a justar con Astolfo al punto viene;
su hermana de escudero le ha servido;
el freno y el estribo ella le tiene.
De luto el joven estrenó un vestido,
y el del caballo en el color conviene;
blandía aquella lanza nunca vista
a la cual no hay pujanza que resista.
    Después que el uno al otro ha saludado
y el pacto de la lid de nuevo jura,
toman campo los dos con reposado
continente y serena catadura;
revuelven luego y en mitad del prado
—377→
a ensayar van su fuerza o su ventura;
y en el encuentro el duque de Inglaterra
(como era de esperar) fue echado a tierra.
    A la fortuna dice mil pesares,
y su desgracia el paladín deplora:
«Para que así en mi contra te declares,
¿qué causa he dado yo, Suerte traidora?
¿No pudiste otra vez echarme azares,
y no, crüel, precisamente ahora
que me va en ello eterna malandanza?»
Maldice escudo, arnés, caballo y lanza.
    Entre estas vanas quejas, un jayán
le lleva de la diestra al pabellón;
los otros luego a desarmarle van,
y queda el duque en calzas y jubón;
mas donde faldas hay, cuerpo galán
no necesita ajena intercesión;
de Angélica recibe y de Argalía
todo honor, agasajo y cortesía.
    Solo y sin guarda junto al agua pura
Astolfo desahoga su despecho;
Angélica se embosca en la espesura,
y sin dejarse ver le está en acecho;
y luego que la noche cierra oscura,
le lleva a reposar a un blando lecho,
y le consuela, y su custodia fía
a los cuatro gigantes y Argalía.
    No bien la tierra vio el albor primero,
al aplazado sitio se avecina
vestido Ferragú de limpio acero,
y suena desde lejos la bocina.
Monta a caballo el otro caballero
y a su nuevo contrario se encamina,
que omitiendo preámbulos avanza,
llevando en ristre la robusta lanza.
    Pero del tal caballo es bien que un breve
bosquejo antes que todo se despache;
era de esbelta forma, airosa y leve;
no hay pinta ni lunar que se le tache;
la frente, cola y pies tiñó de nieve;
en lo demás, purísimo azabache.
Rabicán se llamaba; y dicho queda
que en el correr no hay viento que le exceda.
—378→
    No hubo caballo que a la par corriese,
ni el mismo Brilladoro145, ni Bayardo;
pero por más aprisa que viniese,
a Ferragú le ha parecido tardo.
No duda derribar, mal que le pese,
del primer bote al contendor gallardo;
y ansioso de decir: la dama es mía,
cada minuto se le antoja un día.
    Los cumplimientos, pues, dejando a un lado,
como una flecha a su contrario corre.
En el choque terrible que se han dado,
firme estuvo Argalí como una torre;
el otro, ya se sabe, es derribado
por más que del estribo se socorre;
y viéndose caído, en tanta ira
el pecho se le enciende, que delira.
    Por tres cosas un hombre alza el copete:
verdes años, amor y genio altivo.
Ferraguto contaba veinte y siete,
y era de un natural soberbio, esquivo,
y está de amor, el pobre, hasta el gollete;
¿no pensáis, pues, que tuvo harto motivo
para perder paciencia y juicio y todo,
cuando se ve afrentado de este modo?
    Y afrentado en presencia de la dama,
y por uno que ser le parecía
caballero novel de poca fama,
que no hilaba mostachos todavía.
Bramando como un toro de Jarama,
saca la espada, embiste al Argalía;
con la amenazadora punta en alto,
pensando hacerle trizas, da un gran salto.
    «¡Aparta! ¡aparta! (el otro caballero
le grita). ¿El pacto olvidas? No me abajo
a reñir con quien es mi prisionero».
El español, echando espumarajo,
«Si tú reñir no quieres, yo sí quiero»
repuso, y le tiró tan recio tajo
que si otro arnés el Argalí llevara,
pudo salirle la venida cara.
    Acuden los gigantes presto, presto,
a castigar tan desusado ataque.
—379→
Es de los cuatro el más pequeño, Argesto;
Lampuzo algo mayor, insigne jaque;
y luego Ulgán, que a todo frunce el gesto,
y no por eso es menos badulaque;
el más alto es Turlón, viviente asombro,
a quien ninguno de ellos llega al hombro.
    Acércase Lampuzo y vibra un dardo
que si encantado Ferragú no fuera,
hallara en su valor débil resguardo,
y por la opuesta parte le saliera.
No hubo gato jamás, no hubo leopardo,
ni ráfaga en la mar que invierno altera,
ni exhalación tan presta el aire cruza,
a cuya vista el vulgo se espeluza,
    cual cierra el español con su enemigo,
y como si encontrase blanda pasta,
pásale la ventrera y el ombligo,
y el hierro crudo en el redaño engasta.
Ni de Lampuzo el hórrido castigo
a Ferraguto embravecido basta;
antes de nueva furia se reviste,
y al fiero Ulgán, que le amenaza, embiste.
    Doblando Ulgano el cuerpo cuanto pudo,
pensó cogerle vivo; mas, de punta
esgrimiendo el contrario, el hierro agudo
le clava en el hoyuelo do se junta
el cuello al tronco; el figurón membrudo
con el ansia mortal se descoyunta;
mira azorado, da un traspié, resbala,
se desploma, y gimiendo el alma exhala.
    Argesto al español sobre la nuca
(pues por detrás herirle a salvo intenta)
tan recio golpe da que le trabuca
el sentido; por poco no la cuenta.
Mas recobrado el moro le retruca
terrible cuchillada, truculenta,
que entra por la cadera en los riñones,
y, hace salir la sangre a borbotones.
    Mas lo peor le falta a Ferraguto;
con lento paso y grave se aproxima
Turlón, crüel, desaforado bruto,
y con la porra se le viene encima.
¿De qué le sirve al moro el resoluto
—380→
pecho, el robusto brazo y docta esgrima,
si apenas llega al monstruo a la escarcela?
Réstale un medio sólo, y a él apela.
    Al vientre el español el golpe asesta,
a la cabeza el bárbaro gigante.
Trizó la porra en átomos la cresta,
morrión, visera y cuanto halló delante;
y resurtió de la encantada testa
más que el acero dura y que el diamante;
pero sin sentimiento el moro queda,
y amortecido por el campo rueda;
    Al mismo tiempo que también caía
con la enorme barriga barrenada
Turlón, y revolcándose mugía,
como suele una res desjarretada.
Habíase retirado el Argalía
por no emplear en Ferragú la espada;
desmontando, a su hermana le encomienda,
y entre los dos le llevan a la tienda.
    Donde, volviendo en sí, protesta y jura
que prisionero ni será ni ha sido:
«¿Soy vasallo de Carlos por ventura
para verme en sus pactos comprendido?
Enamorado estoy de una hermosura
y a ganarla por armas he venido;
o me la entregas o te doy la muerte;
la ¡id no ha de acabarse de otra suerte».
    Turbó el rüido, al duque Astolfo el sueño
y al fin le fuerza a que los ojos abra.
Sale, y tomando el oficioso empeño
de mediador, esfuerza la palabra.
Mas en el pecho esquivo y zahareño
del español razón ninguna labra;
ellos predican, y él se está en sus trece,
y con los argumentos se enfurece.
    «Insensato, le dice el Argalía,
¿no ves cuán desigual la lidia fuera?
¿Piensas tener el yelmo todavía,
que dejaste hecho añicos allá fuera?
O te me rindes, o por vida mía
te mato; lo que eliges considera;
no me provoques más, que el verte inerme
pudiera al fin dejar de contenerme».
—381→
    «Si con el yelmo, el peto y el escudo
y la loriga me faltase entera,
tú armado como estás y yo desnudo,
(responde Ferragú) nada temiera.
Deja que temerario y testarudo
me exponga yo a la suerte que me espera;
¿qué te va en ello a ti si el riesgo es mío?
Callen las etiquetas y hable el brío».
    Pareciole ya aquello demasiado
al del Catay, que ardiendo en justa ira,
cuando por uno a quien haber quitado
pudo la vida, así Insultar se mira,
salta al caballo, y dice demudado:
«El que te piense convencer, delira;
mas de mi espada hacer sabrán los filos
que aprendas menos bárbaros estilos.
    «Cobra, pues, el corcel, cobra el acero,
y ya que quieres combatir, combate.
No pienses que cortés, como primero,
por verte desarmado no te mate;
justo es que al que de honor quebranta el fuero,
cual malandrín y cual follón se trate;
ven a donde te dé la espada mía;
¡salvaje! una lección de cortesía».
    Rïó de esta amenaza el bravo moro,
como de cosa que muy poco estime,
y borrar anhelando, su desdoro
monta a caballo y el acero esgrime.
«Dame, le dice, la mujer que adoro,
y de este empeño mi valor te exime;
donde no, mozalbete vagabundo,
ya estás de viaje para el otro mundo».
    No se entendió qué dijo el Argalía;
la cólera a la lengua le echa un nudo.
Embístense; cual yunque en herrería,
suena a los golpes uno y otro escudo.
Estar mirando el orbe parecía
la pavorosa lid suspenso y mudo.
Mas mi cansada voz pide que sea
en otro canto el fin de esta pelea.
—382→


Canto II

Las justas

    De un Aristarco adusto oigo el regaño:
«Poner en verso estúpidas consejas
que deleitaban a la plebe antaño,
pero que hasta los niños y las viejas
desprecian hoy, es un capricho extraño;
tenemos delicadas las orejas.
Desatinos narrar de tanto bulto
a nuestra sabia edad es un insulto.
    «¿Qué es ver una princesa en medio el prado
con un laurel por colgadura y techo,
la orilla de un arroyo por estrado,
y por dama de honor a par del lecho
un feo gigantón desaforado?
¿Qué es ver un caballero que a despecho
del sentido común y de Cervantes
despacha a dos por tres cuatro gigantes?»
    ¿Y por eso no más pasar la esponja
pretende usted a lo que llevo escrito?
Digo que son escrúpulos de monja.
Lo que viene detrás es lo bonito;
lo de hasta aquí no vale una toronja.
Si usted depone un rato ese erudito
fastidio, y va adelante con el cuento,
cosas verá que le han de dar contento.
    Verá usted jayanazos de una talla,
que con ellos Golías fue un pigmeo;
tierras visitará, que no las halla,
aunque se despestañe, en Ptolomeo;
verá esfinges y grifos, de que calla
el systema naturae de Linneo;
encantados jardines a docenas;
maravillas, en fin, a manos llenas.
    «Quodcumque ostendis mihi sic...» ¿Y acaso
exijo yo, molondro, que lo creas?
Mentir es privilegio del Parnaso,
y si lo desconoces, no me leas,
ni al Arïosto, ni a Milton, ni al Tasso,
ni al gran cantor de Aquiles, ni al de Eneas;
—383→
estudia expositores del derecho,
o toma tu compás; y buen provecho.
    Y si te place por veraz la historia,
sepas que cuelli-erguida y cari-seria,
como la ves, su parla es ilusoria,
y las mentiras por verdades feria.
Y es lo peor, que siempre da la gloria
al poder, siempre al flaco la miseria,
más que de pueblos, de tiranos aya;
al menos mi mentir es de otra laya.
    De Ferraguto y del fingido Uberto
volvamos, si os parece, a la batalla.
Son en lo fuerte iguales y en lo experto;
igual en ambos el furor estalla;
y si de pie a cabeza está cubierto
el Argalía de encantada malla,
tiene encantado el moro todo el bulto,
salvo un pequeño lunarcillo oculto.
    El que cruzarse dos exhalaciones
viese, bañando el aire en luz bermeja,
o embestirse dos líbicos leones
con sacudir horrendo de guedeja,
pudiera acaso de los dos barones
el crudo choque imaginar. Semeja,
de los aceros al brillante lampo
y raudo silbo, estremecerse el campo.
    Su espada el Argalí derecha y alta
levanta, y luego atrás la echó ligero,
hasta que ya a la punta poco falta
para frisar con el arzón trasero;
y en los estribos afirmado, asalta
al moro, y un fendiente tan certero
le asienta en la mollera desarmada,
que creyó la contienda terminada.
    Pero como no ya cabeza rota,
antes tan al contrario le sucede
que no se ve de sangre ni una gota,
dos pasos admirado retrocede.
Ferragú dolorido se alborota,
y dando fuerza al brazo cuanta puede,
«Veamos, dice, si la lid concluyo,
y si este acero corta más que el tuyo».
    Y con un altibajo fulminante
que hallara entrada en un peñasco alpino,
—384→
la cabeza y el yelmo relumbrante
se figuró tajar como un pepino;
mas en un yelmo da, que no es bastante
ni a rasguñarlo el filo damasquino.
A su vez Ferraguto se retira;
el asombro hace treguas a la ira.
    Suspensa queda la cruel porfía
un rato breve en pausa silenciosa,
cual un instante en borrascoso día
el viento calla en la floresta hojosa.
El primero que habló fue el Argalía:
«Quiero, señor, que sepas una cosa:
con este arnés de hadadas piezas hecho
tu espada ni otra alguna es de provecho.
    «Desiste, pues, de un insensato duelo
que ha de traerte al fin mengua y bochorno».
Responde el moro: «Así me salve el cielo,
como este escudo y malla y cuanto en torno
a mi persona ves, llevarlo suelo,
más que para defensa, por adorno;
ir armado o desnudo no me importa,
porque en mi piel ningún acero corta.
    «Dame, pues, tu amistad, y hágala firme
el parentesco; que delirio extraño
fuera con desventaja resistirme
tanta, y con tan forzosa afrenta y daño.
Yo de aquí sin la dama no he de irme,
si bien supiera estar lidiando un año.
Si por esposa me la das, contigo
a estrecha unión y eterna paz me obligo».
    «Para que yo su mano te ofreciera,
(dice Argalía) tu valor te abona;
pero su gusto es condición primera;
y darte posesión de su persona
sin consultarla, hacer la cuenta fuera,
como dice el refrán, sin la patrona.
Veamos si te admite por su dueño;
si no te admite, seguirá el empeño».
    Habiendo el moro en ello consentido,
va el otro a consultarla, como es justo.
Fue un hombre Ferragú descomedido,
y de un mirar desapacible, adusto;
bronco en el habla, inculto en el vestido,
y que en lavarse hallaba poco gusto;
—385→
toda la cara de vedijas llena,
el pelo grifo y la color morena.
    Ella, que un novio quiere blanco y rubio,
responde que el galán no le acomoda.
Derramando de lágrimas diluvio,
«No me hablen, dice, en semejante boda.
Aunque arda como el Etna o el Vesubio,
y aunque en dote me dé la España toda,
antes que suya quiero verme muerta,
o por el mundo andar de puerta en puerta.
    «Torna, pues, caro hermano, por tu vida;
renueva con el moro la pelea;
y mientras de tu anillo socorrida
me pongo en salvo yo, sin que él me vea,
tú en hallando ocasión vuelve la brida,
déjale en la estacada, y espolea.
De las Ardeñas tomaré el sendero,
do juntarme otra vez contigo espero».
    Renuevan los barones la quimera,
después que el uno al otro ha referido
no haber forma ni modo de que quiera
la niña recibirle por marido.
Ferraguto se obstina, mate o muera,
en que sin ella no ha de haber partido;
y ella sin más ni más tomó el portante
dejando en la estacada al pobre amante.
    Búscala con los ojos el pagano,
que siente en verla alivio a la fatiga;
y como a todos lados mira en vano,
no sabe lo que piense o lo que diga.
En esto el otro aguija a Rabicano,
que no hay hombre ni diablo que le siga;
y sin decir adiós, hasta la vuelta,
por el bosque se va a carrera suelta.
    Quieto se estuvo el moro en confianza
de que volviese luego el Argalía.
Perdiendo finalmente la esperanza,
de corazón a entrambos maldecía:
«Nada te librará de mi venganza,
dice, tu necia hermana ha de ser mía
a tu pesar, siquiera la más honda
sima de los infiernos os esconda».
    Impaciente, iracundo, enfurecido,
hinca las dos espuelas, y ligero
—386→
parte en pos del cobarde, mal nacido,
(que tal le juzga) indigno caballero,
y de la que a su amor ha respondido
con desdén tan esquivo y altanero.
Recorre el campo, en las cabañas entra,
anda de bosque en bosque, a nadie encuentra.
    Astolfo, en tanto, que la lid miraba,
al ver que uno en pos de otro a gran carrera
se alejaba del campo, y que no estaba
tampoco allí la hermosa carcelera,
a la fortuna muchas gracias daba
de hallarse libre cuando no lo espera.
Plazo no quiere dar a su ventura;
vístese a toda prisa la armadura.
    Quebrárase la lanza al paladino
en el pasado encuentro, y arrimada
mira por dicha suya a un verde pino
la del fingido Uberto, la encantada,
la invencible, cubierta de oro fino,
y de bellas labores entallada;
tómala sin saber lo que encubría,
pensando a su señor volverla un día.
    Mientras lleno de júbilo espolea,
cual cautivo a la luz restitüído,
quiere la suerte que a Reinaldos vea,
y a relatarle va lo sucedido.
Reinaldos, que del mismo pie cojea
que Oriando y Ferraguto, ha decidido
ir de los fugitivos en alcance;
quiere, hasta verle el fin, jugar el lance.
    Tanto el amor le trae al retortero,
que sin tornar palabra al del Leopardo
vuelve la brida, el estrellado acero
hincando en los ijares a Bayardo.
Parte cual rayo el animal ligero,
y óyese motejar de flojo y tardo.
De los gustos del amo poco sabe,
y de las penas gran porción le cabe.
    Llega en tanto a París el rozagante
duque, y aún no ha desabrochado el peto,
cuando en su estancia entró el señor de Anglante146,
—387→
pidiendo nuevas del amado objeto:
«¿Dónde queda ese moro petulante?
¿Dónde el de Montalbán?» pregunta inquieto.
Donosamente Astolfo desembucha;
impaciente, anhelante, Orlando escucha.
    Y al entender que es ida la doncella,
y que el hermano huyendo se retira,
y Ferragú y Reinaldos van tras ella,
al duque con torcidos ojos mira.
Reniega de sí mismo y de su estrella;
abatido después gime, suspira;
repélase las barbas, rompe en llanto.
¡Que en alma tal, amor pudiese tanto!
    En la cama arrojándose, decía:
«¡Tiránica pasión, que a nada cede,
y se ahonda en el alma cada día,
y no hay solaz, no hay gusto que no acede!
¿Qué disputado prez, qué nombradía,
qué aplauso humano contentarme puede?
Lides, ¡adiós! ¡adiós, mi noble espada!
La existencia de Orlando es acabada.
    «¡Oh, si diese a mis ansias refrigerio
mi adorada beldad! ¡si coronara
mi amorosa pasión! por el imperio
de la tierra mi dicha no trocara.
Pero si para eterno vituperio
del nombre mío, está mi prenda cara
destinada a otro dueño, ¡inicua Suerte!
nada te pido ya, sino la muerte.
    «¿Qué puedo hacer? El corazón desmaya,
desigual a tan bárbaro suplicio;
entre tinieblas vivo, en que no raya
de una esperanza el más remoto indicio.
Y para que tormentos nuevos haya,
y en mis desvelos dé al través el juicio,
osa el de Montalbano y osa el Moro
(¡maldición!) disputarme mi tesoro.
    «Tras ella van, como en el bosque umbrío
da caza el tigre a pávida corcilla;
y mientras el amado dueño mío
corre peligro tanto, ¡yo (¡mancilla
eterna a mi valor!) sin albedrío,
sin alma, con la mano en la mejilla,
—388→
como flaca mujer me quejo al cielo,
y busco en necias lágrimas consuelo!
    «Si morir desamado es a la postre
la recompensa que a mis penas cabe,
¿por qué dejar que así este afán me postre
y que mi fama en ignominia acabe?
Salga yo, y por mi dama el mundo arrostre,
que más dulce en la lid la muerte sabe,
y un piadoso mirar de mi señora
felicísima hará mi última hora».
    Así diciendo de la cama salta,
que no hay en ella alivio a su congoja;
tropa de pensamientos mil le asalta;
ora esto, ora aquello se le antoja;
como el enfermo a quien el sueño falta,
no puede sosegar, todo le enoja.
Mas llegada que fue la sombra oscura,
viste escondidamente la armadura.
    Rojo sacó el pavés, desnudo y liso;
mudó yelmo, cimera, armas y traje;
y encabalgando a Brillador, no quiso
escudero llevar, doncel ni paje.
Deja a París; dejara el paraíso
por el horror de un páramo salvaje;
y se encamina entre dudosas señas,
tras la beldad que adora, a las Ardeñas.
    Tres caballeros van a la ventura:
el conde Orlando, senador romano,
Ferraguto, el de torva catadura,
y el ínclito barón de Montalbano.
Y en tanto Carlomagno que apresura
las anunciadas justas, llama a Gano,
a Salomón, Ricarte, Naimo el viejo,
y a todos los demás de su consejo.
    Manda que armado a espada y lanza venga
el caballero que justar quisiere,
y mientras en la silla se sostenga,
a todos los demás bizarro espere;
y que una bella rosa en premio obtenga
el que de nadie derribado fuere;
una rosa de perlas, en memoria
de la feliz, pacífica victoria.
Todos este decreto confirmaron,
como a la antigua usanza conveniente,
—389→
y por toda París lo promulgaron
cuarenta reyes de armas a la gente.
Caballos y lorigas se aprestaron,
blasones y divisas juntamente;
y Serpentino, el español guerrero,
nombrado fue mantenedor primero.
    Jamás sacó la Aurora igual tesoro
de alegre luz al mundo alborozado.
Carlos entró, con imperial decoro,
en la festiva plaza, desarmado,
sobre un caballo que era una ascua de oro,
en la derecha el cetro, espada al lado,
escoltándole en vez de alabarderos
condes, barones y altos caballeros.
    He aquí que Serpentín sale a la arena
en ricas galas y en arnés lumbroso;
un melado corcel rige y sofrena,
que en los traseros pies se alza brioso;
los hierros tasca, que de espumas llena,
y cual si le viniese estrecho el coso
y a su pesar sufriese freno y cincha,
vuélvese inquieto y las narices hincha.
    Y bien le semejaba en el denuedo
el caballero que sobre él venía,
que en altivo ademán y rostro acedo
parece que a la tierra desafía.
Señálale la gente con el dedo
su destreza alabando y gallardía,
y de una en otra boca se derrama
de su linaje y su valor la fama.
    Luciente en el escudo reverbera
estrella de oro en campo azul celeste,
conforme en los colores la cimera,
como la recamada sobreveste.
Y porque hablar de todas largo fuera,
no hay pieza que gran suma no le cueste;
ricas piedras llevaba a centenares
en las orlas, hebillas y alamares.
    Luego que el coso paseado tiene,
calando la visera hace que rompa
la esperada señal el aire, y suene
marcial clarín y retadora trompa.
Gran multitud de justadores viene
con larga comitiva y rica pompa
—390→
de jóvenes donceles y de pajes;
bate el viento una selva de plumajes.
    Sale al campo Angelino de Burdeos
trayendo, en indio147 fondo, blanca luna;
gran maestro de justas y torneos,
que añadir quiere a cien victorias una;
diviértese en hacer caracoleos,
como quien cierto está de su fortuna,
y muestra luego a Serpentín la frente;
embisten ambos denodadamente.
    Y do el escudo al yelmo está vecino
le dio el cristiano al moro en la cabeza.
Doblose tanto cuanto Serpentino,
pero con nuevo aliento se endereza;
el otro al suelo por las ancas vino,
y fue rodando no pequeña pieza;
y viva el moro y Serpentino viva,
en alta se oye aclamación festiva.
    ¡Oh cómo Balugante se abandona
al gozo, oyendo el popular saludo
a su hijo amado! Con real corona
llegó un anciano, a escaques el escudo;
Salomón era, el rey de la bretona
gente, y un bayo monta cernejudo.
Serpentino acomete como un rayo,
y van por tierra Salomón y el bayo.
    Ricarte luego, haciéndose adelante,
magnífico señor de Normandía,
que lleva, en fondo argén, león rampante,
y cabalga una hermosa yegua pía,
al hijo arremetió de Balugante,
y en el pavés de arábiga ataujía
tal bote recibió, que en raudo vuelo
baja, las plantas levantando al cielo.
    Echa Astolfo a su lanza entonces mano
(digo, a la que tomó de junto al pino),
trayendo en escarlata el anglicano
leopardo de oro; mas, ¡duro destino!,
hubo de tropezar el buen roano,
y no pudo evitar el paladino
venir a tierra, con tan mal suceso
que al diestro pie se le disloca un hueso.
—391→
    Sintieron mucho todos este acaso,
y Serpentino más, según sospecho,
que con fatiga y con peligro escaso
el derribarle daba ya por hecho.
A mal agüero tuvo Astolfo el caso,
y llevar se hace, renqueando, al lecho,
do el hueso le ajustó con mano lista
y con potente ensalmo un algebrista.
    Urgel Danés en tanto la visera
para medirse con el moro cala,
llevando su famosa empresa, que era
en campo gules argentada escala;
un basilisco de oro en la cimera
por ojos de diamantes fuego exhala.
El lomo oprime de un frisón que al Elba
afeitó el prado y sacudió la selva.
    De las trompetas al sonoro canto
enristran uno y otro los lanzones;
temblar la tierra pareció de espanto
al recio choque de los dos barones;
pero a su bote Urgel dio empuje tanto,
que Serpentino, alzando los talones,
precipitado por las ancas baja,
y el yelmo de oro entre la arena encaja.
    Así quedaba Urgel del campo dueño;
mas Balugante de furor se enciende,
y su propio peligro en el empeño
de dar venganza al hijo desatiende;
viene a la liza con airado ceño,
y por la grupa a su pesar desciende;
tras el cual Isolero entra en el coso,
de Ferraguto hermano valeroso.
    Llevaba en el pavés dorada barca
que en verdes aguas los costados moja;
disparando el bridón, el fuste abarca,
e impetüoso contra Urgel se arroja;
mas el bravo señor de Dinamarca148
a Isoler de la silla desaloja,
que de la noble lanza al golpe esquivo
sin sentido cayó y apenas vivo.
—392→
    Gualter de Mauleón de roja escama
mostraba en campo de oro una serpiente;
y luego que también tuvo por cama
la tierra, «¿Lidiaremos locamente
los de una misma ley?», Urgel, exclama:
«Moros, ¿do estáis, que no os hacéis al frente?
Con vosotros habérmelas espero,
no con ningún cristiano caballero».
   El valiente Espinela de Almería,
que una palma llevaba por emblema,
con este mote en español es mía,
oyendo a Urgel de cólera se quema,
y corre a castigar su altanería;
pero el bravo Danés con mucha flema
la furia de Espinel sosiega y calma,
a despecho del mote y de la palma.
    Entonces Matalista, gran sujeto,
hermano de la hermosa Flordespina,
vengar pretende el temerario reto,
y al Danés, lanza en ristre, se encamina,
diciendo en baja voz a Mahometo
que, si no es un embuste su doctrina,
lo muestre allí, y a sostenerle salga;
pero no hay Mahometo que le valga.
    Ni con más dicha el cordobés Garfaño
justó; llevaba en negro blanca torre,
y cabalgaba un pisador castaño,
que ya sin dueño por el campo corre.
Grandonio llega, feo bulto, extraño;
ahora, Urgel, si el cielo no te acorre,
en gran peligro estás, que el mundo entero
animal no crió más bravo y fiero.
    Sobre un negro pavés lleva el gigante
esculpido un Mahoma horrendo de oro;
monta un frisón que es casi un elefante
y escarba el suelo y muge como un toro.
Múdase, en verle, a todos el semblante;
todo cristiano teme y todo moro;
el conde Gano entre las filas pasa
diciendo que está malo y se va a casa.
    Lo mismo hizo Macario de Lausana,
Falcón y Pinabelo y otros ciento;
el de Altarripa dijo: Hasta mañana;
a unos ofende el sol, a otros el viento;
—393→
sólo de aquella pérfida y villana
casta quedó Grifón; ora de intento,
ora de empacho; o desacuerdo sea,
o que escurrirse a los demás no vea.
    Corriendo en tanto el gigantón disforme
todo el recinto por do pasa atruena,
como un torrente que el invierno forme,
y, ya ni tajamar ni dique enfrena;
el gran caballo bajo el peso enorme
se hunde y casi se atasca entre la arena;
quebranta en su carrera los peñascos,
y hace temblar la tierra con los cascos.
    Con el Danés cerró el jayán crüel,
y en el escudo le metió el lanzón;
menudas piezas lo hace, y de tropel
a tierra van caballo y campeón.
Acorre el duque Naimo al pobre Urgel,
que apenas puede articular razón;
quedó de la caída asaz maltrecho,
y en todo un mes no estuvo de provecho.
Cual corre ufano el toro por la plaza
después que al lidiador de más denuedo
herido deja, y nadie le embaraza,
y, a todos tiene en talanquera el miedo,
tal el gigante bufa y amenaza.
Sale (y fuera mejor estarse quedo)
Turpín el arzobispo, y viene abajo
como un despatarrado renacuajo.
    Sale Grifión, el magancés Villano,
y avínole en el polvo hundir la cresta.
«¡Flor de la cristiandad!, dice el pagano
con mucha sorna, ¿qué cachaza es ésta?
¿Quién se presenta ahora? Muy temprano,
a lo que veo, os enfadó la fiesta».
Embiste Guido el borgoñón, que trae
en verde un avefénix de oro, y cae.
    Y no más venturoso es Angilero,
que lleva en gules tres palomas blancas;
Avino, Abolio, Otón y Bellenguero
se apea uno tras otro por las ancas;
Beltrán, que estatua pareció de acero,
abierto cae de brazos y de zancas;
y Geraldo, aunque gordo, al suelo vino
haciendo con los pies un remolino.
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    Sobre un tostado palafrén volvía
Astolfo, y, aunque sano de la tumba,
sin armas, no creyendo que este día
mostrarse en ellas otra vez le incumba,
del cortesano y del galante hacía,
con ciertas damas que le daban zumba;
cuando Grandonio de un terrible bote
descabalgaba al asturiano Argote.
    Hizo volar de Hugón yelmo y peluca;
que fue cosa de risa y de deporte.
Al viejo Naimo por un tris desnuca;
moteja a Carlomagno y a la corte.
Y Carlos, como nadie le retruca,
no sabe de qué modo se reporte,
y ya apenas su cólera disfraza;
cuando llega Oliveros a la plaza.
    Parece que más claro luce el día,
y que la cristiandad su rostro enhiesta.
Rico de galas el marqués venía,
con yelmo de oro y blanca sobrevesta.
Salúdanle las gentes a porfía,
y quién al uno y quién al otro apuesta,
Suena la trompa, y blandeando avanza
el gigante soez su gruesa lanza.
    Al duro choque van de tal manera
que no hay lengua mortal que lo relate;
cada cual premedita y delibera
o matar al contrario o que él le mate.
Helos ya en la mitad de la carrera;
toda voz calla, y todo pecho late.
Empínase Oliveros cuanto alcanza,
y al monstruo en el escudo hunde la lanza.
    De siete gruesas planchas fue el escudo,
pasolas la lanzada todas siete,
y rota la coraza en el nervudo
pecho del enemigo el hierro mete.
Pero Grandonio en la cabeza un crudo
golpe le da; quebrántale el almete,
y descabalga al campeón de Francia,
haciéndole rodar a gran distancia.
    A la vista del yelmo hecho pedazos
pensaron todos que le hubiese muerto;
Carlos corrió, y al desatar los lazos
de la armadura hallóle casi yerto.
—395→
Sacaron al marqués del sitio en brazos,
y una semana fue el sanarle incierto,
sintiendo Carlos mucho el accidente,
que a Oliveros amaba tiernamente.
    ¡Válame Dios, y lo que echó de fieros,
de pullas el jayán y de bravatas!
«¿No queda ya, decía, otro Oliveros
que quiera por el suelo andar a gatas?
¡Oh danzarines, más que caballeros!
Venid por glorias, que os las doy baratas.
¡Oh Valiente, oh sin par Tabla Redonda,
cuando no hay nadie aquí que le responda!»
    Bufando de vergüenza Carlomano,
«¿Somos o no franceses?, vocifera,
¿ha de llevarse el prez este pagano,
y entre mis pares hay quien lo tolera?
¿Qué es de ese perillán de Montalbano?
¿Ese babieca de Roldán qué espera?
¿Se premiará con menos que un dogal
plantarme de este modo, a tiempo tal?
    «Presto verán si soy un rey de palo,
y si mi autoridad echo en olvido».
Tanto se prolongaba el intervalo,
que Astolfo se creyó comprometido:
«Probemos de Grandonio el varapalo,
y sea lo que Dios fuere servido»,
entre sí dice; y como el caso apura,
vístese incontinenti la armadura.
    Aunque con pocas esperanzas iba
de salir muy airoso de este lance,
propio creyó de su lealtad nativa
servir a su señor a todo trance.
Está el concurso en grande expectativa;
y al ver de Astolfo el no esperado avance,
con solapada risa en más de un corro
se oye decir: «¡Pardiez! ¡Bravo socorro!»
    El noble duque en ademán sumiso
ante el mohino emperador se agacha:
«Dame, le dice, de justar permiso;
quiero el honor francés dejar sin tacha».
Carlos, que en vano disuadirle quiso,
«Ve, dice, ¡por amor de Dios, despacha!»
Y añade a media voz mirando en torno:
«No nos faltaba más que este bochorno».
—396→
    Reconocido a tan benigna audiencia
corre Astolfo al jayán, y le reprocha
su avilantez y bárbara insolencia,
y con punzantes dichos le agarrocha.
Pero ya es tiempo, si otorgáis licencia,
de dar nuevos colores a la brocha;
cobre alientos la exhausta fantasía,
para reanimar la historia mía.