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Fragmentos de una leyenda154



Canto I

La familia


«Keep thy smooth words and juggling homilies
for those that know thee not».

(Lord Byron)                


    Ante la reja está de un locutorio
de monjas, a la hora de completas,
(no digo la ciudad ni el territorio
por evitar hablillas indiscretas),
la mujer del anciano don Gregorio
de Azagra, caballero de pesetas
pocas, pero de alcurnia rancia, ilustre,
a quien ni aun la pobreza empaña el lustre.
Que dio espanto a las huestes agarenas
un don Gómez de Azagra con la espada,
y añicos hizo él solo tres docenas
de moros en la Vega de Granada;
y que su sangre corre por las venas
de don Gregorio, en cuya dilatada
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prosapia no encontró jamás indicio
judaico que tiznar el Santo Oficio;
    Ni cayó de traición la mancha fea,
ni hubo sectario alguno de Mahoma,
ni abuelo con raíces en Guinea,
ni, en fin, más fe que la de Cristo y Roma;
claramente verá todo el que lea
(donde se lo permita la carcoma)
la iluminada ejecutoria antigua
que contra malas lenguas lo atestigua.
    Cuenta en sus bienes el señor de Azagra
dos minas broceadas; vasta hacienda
de campo, que le rinde renta magra;
y vieja casa de capaz vivienda,
do la vida le endulza y le avinagra
alternativamente la leyenda,
el mate, la tertulia un corto rato,
los acreedores, la mujer y el flato.
    Era también de esclarecida cuna
su mujer doña Elvira de Hinojosa;
y aunque en el matrimonio la fortuna
de su marido no medró gran cosa,
fue una santa mujer sin duda alguna;
y como tan austera, escrupulosa
y timorata que es, ciertas cosillas
que en don Gregorio ve le hacen cosquillas.
    A la tertulia sin cesar combate,
porque se viene tardes y mañanas
a beberle la aloja y chocolate,
gastando el tiempo en pláticas profanas.
Dice que su marido es un petate,
y algunas veces le llamó Juan Lanas;
quiere que todo, en fin, se le someta,
y trata a don Gregorio a la baqueta.
    Cosa muy natural seguramente
en tan alta virtud; ni pudo menos
la que abrasada en santo celo, siente,
aún más que sus pecados, los ajenos.
Y lo peor de todo es que el pariente,
cuando estalla en relámpagos y truenos
su bendita mujer, vira de bordo,
toma la capa, o calla y se hace el sordo.
    De esta feliz matrimonial coyunda
tuvo Azagra hijos dos; perdió el primero;
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y le vive Isabel, prole segunda,
que ya su corazón ocupa entero.
No ha vuelto la señora a ser fecunda;
y como la Isabel de enero a enero
en aquel monasterio se lo pasa,
no hay más que Elvira y don Gregorio en casa.
    De lo que dejo dicho se colige
que la tal Isabel es la heroína
de mi leyenda, y de rigor se exige
que la retrate. Cabellera fina,
rizada sin que el arte la ensortije,
negra; rosada cutis; coralina
boca con marfilada dentadura;
espalda, cuello y brazos, nieve pura.
    De beldad envidiados caracteres,
Isabel, en tu patria menos raros,
madre de donosísimas mujeres,
de hombres valientes y de ingenios claros;
pero en el talle esbelto única eres,
y en esos ojos, de su fuego avaros,
fuego amoroso y juntamente esquivo,
en tus tímidos párpados cautivo.
    Edúcase la niña en el convento,
sin ver ni la ciudad, ni la paterna
casa jamás. El crítico momento
de pronunciar su despedida eterna
del mundo va a llegar; y el pensamiento
(en que arrullada fue desde la tierna
infancia) de celeste desposorio,
a toda la familia es ya notorio.
    Quiere su madre, y quiere fray Facundo,
su confesor, que tome luego el velo;
y ella, a quien el recinto del profundo
retiro en que ha vivido es, bajo el cielo,
el universo todo; ella, que el mundo
recuerda como un sueño vago, al celo
del confesor y a la materna instancia,
cede sin aparente repugnancia.
    Bien que a las veces este sueño vago
le muestra un no sé qué dorado, hermoso,
que hace en el alma excitador halago,
muy diferente del claustral reposo.
Quisiera ver el valle, el río, el lago,
la montaña elevada, el mar undoso,
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y en libertad triscar por la pradera,
con alguna querida compañera;
    Objetos que no ha visto y se figura
aún más bellos acaso que la propia
naturaleza; pues la infiel pintura
de la imaginación, partes acopia,
que unidas no se ven; y es toda pura,
es toda bella y diáfana la utopia
de joven alma, que su forma aeria
y su albor virginal da a la materia.
    «¿Y este claustro ha de ser depositario
de mi existencia toda?» Isabel mira
el silencioso, umbrío, solitario
recinto; y sin saber por qué, suspira.
«¿Viviré, como vive mi canario,
que sin cesar de un lado al otro gira
de su prisión, y sin cesar se roza
contra las rejas?» Isabel solloza.
    Pero este triste pensamiento pasa,
como en el cielo fugitiva nube,
como el aura sutil que un lago rasa;
y a su nivel de nuevo el alma sube.
Por lo que fray Facundo se propasa
a declarar que no es razón se incube
con tan superfluo empeño en esa idea,
pues la niña consiente y lo desea;
    que de su inclinación sale garante,
en cuanto serlo puede el juicio humano;
pero que el corazón es inconstante;
el juvenil espíritu liviano;
y perder no se debe un solo instante
en cumplir un designio tan cristiano,
poniendo un muro indestructible, eterno,
entre el alma inocente y el infierno.
   «Esto (concluye) es lo que pide el caso:
no aburrir con sermones a la niña».
«Eso es lo que repito a cada paso»,
Elvira dice, y maliciosa guiña.
«Estoy (responde Azagra) un poco escaso;
pero con la primera plata-piña...»
Mirando a su mujer medroso calla;
la doña Elvira por un tris estalla.
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Sólo el respeto al padre la modera.
«¿Qué plata-piña?, dice, ¿cuánta han dado
tus minas, perdurable sangradera
de dinero, en este año, ni el pasado,
ni en seis años atrás? Si la primera
plata-piña es el fondo destinado
para que mi Isabel pronuncie el voto,
¿por qué no dices claro: no la doto
    «Si no han dado, darán». Aquí el enojo
de doña Elvira iba a soltar el dique,
y Azagra echaba a su sombrero el ojo,
pues no sabe qué alegue, o qué replique,
cuando el padre advirtiendo por el rojo
color de doña Elvira, que está a pique
de reventar la concentrada bilis,
«Mi don Gregario, en eso está el busilis
    (Dice con una flema, una cachaza
admirable), en que den. Pero yo pienso
que podemos hallar alguna traza...
algún arbitrio... verbigracia, un censo
sobre la hacienda». Doña Elvira abraza
la indicación con un placer inmenso:
«Ya se ve; ¿por qué no?» «Si acaso el fundo
no está gravado (agrega fray Facundo;
    y una mirada exploratoria lanza,
como que algún obstáculo presuma);
y si lo está, con una buena fianza
podemos a interés buscar la suma.
Mi compadre don Álvaro Carranza
«Al que en sus garras pilla lo despluma,
(responde Azagra). No se piense en eso;
un dos por ciento, padre, es un exceso».
    «Su tertulia de usted don Agapito...»,
repone el fraile. Elvira refunfuña:
«No le puedo tragar; es un bendito,
que come, bebe, pita, el mate empuña,
y sorbe, y charla; y no le importa un pito
que la señora de la casa gruña.
Sólo el mirarle, Dios me lo perdone,
pero no está en mi mano, me indispone».
    «¡Caridad!» «Y su tema favorito
es toma el fraile y daca la beata».
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«Hereje (dice el padre), un sambenito
le viniera de perlas. ¡Demócrata!
¡francmasón! Pero al fin don Agapito
es hombre servicial y tiene plata.
Ocurramos a él; sé que le sobra;
hará a lo menos esa buena obra».
    Ellos, por más que don Gregorio tienta
medios para salir de un compromiso
que a su cariño paternal violenta,
(pues en su corazón está indeciso,
y si accede al monjío, lo aparenta,
por amor a la paz); quiso o no quiso,
acuerdan apelar al contertulio,
y hacer la fiesta en el cercano julio.
    La precedente discusión pasaba
en la mañana misma de aquel día
en que, como antes dije, Elvira hablaba
por entre la enrejada celosía
a las amigas monjas; se trataba
de la pobre Isabel... Mas todavía
no le llega su turno al locutorio,
que tiene la palabra don Gregorio.
    Acabo de decir que consentía
por el bien de la paz en el monjío.
Aun cuando el primogénito vivía
(que pereció cautivo al filo impío
de cuchilla araucana), lo tenía
por un desacordado desvarío,
bien que pacato, tímido, indolente,
nunca lo contradijo abiertamente.
    De lo que procedió que, poco a poco
y sin sentirlo, a indisoluble empeño
se viese encadenado. «¿Estaba loco,
decía, o de mí mismo no era dueño?
¿Cómo ya el concertado plan revoco?
¡Maldita dejadez! ¡fatal beleño,
que a todos los caprichos me sujeta
de ajena voluntad! Soy un trompeta...
«¿Qué digo?... Un padre bárbaro, inhumano,
que ve inmolar esa inocente niña
a un celo iluso, que a interés mundano
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sirve tal vez, o a infame socaliña,
y no osa alzar la voz, meter la mano,
porque su ama y señora no le riña,
y no regañe el necio conciliábulo
que la da en su delirio apoyo y pábulo.
    «No, ¡por Dios!, no he de ser yo quien permita
se sacrifique así, se eche una losa
sepulcral a mi pobre Isabelita;
no será que me arranquen mi amorosa,
mi cándida, mi tierna palomita.
Sin duda tronará mi santa esposa...
¡Que truene! El corro ladrará... ¡Que ladre!
Quiero ser hombre al fin, quiero ser padre.
    «Pero si ella ama el claustro, si la encanta
el claustro, como afirma el fraile seria
y gravemente (y nadie tiene tanta
proporción de juzgar en la materia),
¿debo yo de esa senda pura y santa
extravïarla, hundirla en la miseria
y corrupción del mundo? No lo creo,
porque una cosa dicen y otra veo.
    «Ella es verdad que salta y juega y ríe;
¿mas quién no juega y salta en años quince?
Nadie de tales síntomas se fíe,
que de tener se precie un ojo lince.
El que la observe, el que en su rostro espíe
ora el sollozo ahogado, ora el esguince,
verá que en sus adentros Isabela
contra ese pensamiento se rebela.
    «De cierto tiempo acá se me figura
que pensativa y lánguida la miro.
Cuando oye hablar de profesión futura,
escápasele a hurto algún suspiro.
Y si su madre la elocuencia apura
pintando las delicias del retiro,
vuelve a un lado los ojos, o impaciente
suele tocar asunto diferente.
    «¡Cuántas veces en mí clava la vista,
y luego melancólica la baja!
No se queja, es verdad; no habla; no chista;
mete ella misma el cuello en la mortaja;
en vez de que la esquive o la resista,
a las que se la ponen agasaja;
así va el corderillo al matadero,
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y le lame la mano al carnicero.
    «¿Y yo he de consentirlo? Si viviera
mi malogrado Enrique, ese consuelo,
ese apoyo, ese báculo tuviera
en mi vejez... ¿mas cómo, ¡santo cielo!,
cómo dejar me quiten mi postrera,
mi única prenda? A ti, mi Dios apelo;
tú con las fuerzas los deberes mides,
y sacrificio tanto no me pides».
    El buen señor los sesos se devana,
y no ve cómo salga del apuro.
A una mujer tan terca y casquivana
hacer la guerra cara a cara es duro.
Su inconquistable genio le amilana;
a la sordina es mucho más seguro.
Un instrumento fácil y expedito
se le presenta; y es don Agapito.
    Don Agapito Heredia, el tertuliano
de cuyo filantrópico bolsillo
iba a salir la dote; buen cristiano,
si los hay, aunque amigo del tresillo,
más que del ejercicio cuotidiano,
y nada afecto a gente de cerquillo;
injusta prevención, que no me admira
le tenga en mal olor con doña Elvira;
    pero a lo que maquina don Gregorio
circunstancia en extremo favorable;
pues el proyecto Heredia hará ilusorio,
o al menos, por lo pronto, impracticable,
con un no terminante y perentorio,
cuando con él la pretensión se entable;
para lo cual hablarle piensa al punto
con la reserva propia del asunto.
    En el suceso don Gregorio fía
haciendo entre los dos aquel enjuague;
y si más adelante otra crujía
sobreviniere que a Isabel amague,
«Con esta industria no hay temor, decía,
porque mientras la dote no se pague
(que no se pagará volente Deo),
pensar en el monjío es devaneo».
    Mientras que así discurre el caballero,
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y el vaporoso espíritu refresca
dulce esperanza, desvolvió el yesquero;
suena la piedra herida, arde la yesca;
y ya ondeante nube de ligero
humo el cigarro esparce, que la gresca
de pensamientos agitados calma,
y en deliciosa paz aduerme el alma.
    Si no estuviera yo de prisa ahora
(que a la mujer de nuestro don Gregorio,
por lo menos hará su media hora,
a la reja dejé del locutorio),
gustoso templaría la sonora
lira para cantar a mi auditorio,
tabaco amado, compañero mío,
tu blando, inexplicable poderío.
    Ya el cigarro te exhale, o ya circules
en largos tubos o enroscadas pipas,
o en polvo las narices estimules,
tú los cuidados, tú el pesar disipas.
A príncipes, magnates o gandules,
¿una incomodidad ralla las tripas?
¿abruma la fatiga? ¿enfada el ocio?
Tú eres del alma cordïal socrocio.
    Despejas tú la embarazada cholla
del sabio, y le solazas las vigilias;
más vívidos sus cuadros desarrolla
el pensamiento, cuando tú le auxilias;
y si el poeta alguna vez se atolla,
le acortes tú; la rima le concilias
que a sus esfuerzos se resiste ingrata,
y en fácil verso el numen se desata.
    Mas ahora es forzoso que se trate
de don Gregorio, que discurre y pita,
pita y discurre; y luego pide un mate:
«¡Un mate!» El buen señor se desgañita,
y el mate no parece. «¡Cunefate!
¡Serafina! ¡Tomasa! ¡Margarita!
Es de perder el juicio, ¡Dios eterno!
¡Qué crïados! ¡Qué casa! ¡Qué gobierno!
    Viene por fin el mate. «¿Y doña Elvira?»
«Salió». Gregorio pone el gesto grave,
sorbe, y a la pared atento mira.
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«¿Y Margarita donde está?» «¡Quién sabe!»
«Toma; y no más». El mozo se retira.
«Cierra esa puerta, ¡bestia!» «¿Le echo llave?»
«¡Bruto! ¿quieres aquí tenerme preso?
Júntala sólo, y márchate, camueso».
    Tras esto don Gregorio se reclina,
y echa antes de comer su larga siesta.
Despierta; pita; sorbe; Serafina
viene a decir que está la mesa puesta.
Comen. Un guachalomo, una gallina,
porotos, charqui, un pavo, tal cual fiesta
es, con su buen porqué de ají y de grasa,
lo que da la despensa de la casa.
    Un rato Azagra está meditabundo;
y ya que el buche con un trago enfría
de lagrimilla, «Es mucho fray Facundo
(dice como entre veras e ironía);
¡qué talento de fraile! y ¡qué rotundo,
qué colorado está! Por vida mía,
¡que tiene harta razón su reverencia,
para decir que engorda la abstinencia!»
    Dudando si lo que oye es befa o loa,
dice la dama con mirar perplejo:
«Aunque al siervo de Dios la envidia roa,
es hombre de virtud y de consejo».
«Y do el siervo de Dios pone la proa,
responde en tono socarrón el viejo,
no hay cosa que al esfuerzo no sucumba
de su elocuencia». Impertinente zumba,
    Y de que el buen señor se arrepintiera
en otras circunstancias. Ni al presente
osara tanto Azagra, si no fuera
que al recordar su treta, el pecho siente
bullir de gozo. Elvira no se altera:
«Resuella por la herida mi pariente»,
dice a su sayo y calla. «Fue un bonito
recurso el de la bolsa de Agapito,
    prosigue Azagra. Es franco caballero;
tengo de su amistad más de una prueba;
y prestará gustoso su dinero,
cuando tan santo fin la cosa lleva.
Hija, mañana mismo hablarle quiero».
«Nuestra Señora sus entrañas mueva,
y nuestro pensamiento ponga en planta»;
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contesta doña Elvira, y se levanta.
    Don Gregorio tomó sombrero y capa;
doña Elvira la saya y la mantilla.
Ella se va a las monjas; él se escapa
al tajamar, en donde la pandilla
de tertulianos al pasar le atrapa.
Se habla de independencia y de malilla;
y de Marcó del Pont y de la, España,
y de cera, polvillo y telaraña.
    Eran aquellos días de funesta
memoria, en que la Patria moribunda
cambió en lutos la túnica de fiesta,
y la guirnalda en la servil coyunda.
La noble frente que miraba enhiesta
al astro de la gloria, ya en profunda
sombra eclipsado, triste inclina al suelo,
y no divisa un término a su duelo.
    Noche improvisa oscureció la aurora
de libertad. Venciste, ¡tiranía!
Mártires y cautivos atesora
allá el presidio, acá la tumba fría;
y de los hijos que la Patria llora
se ve crecer la suma cada día.
Doquiera oculto el espionaje acecha,
y va la proscripción tras la sospecha.
    Noche fue de dolor; no de letargo;
que si el pecho una vez respira aliento
de dulce libertad, no sueñe largo
desmayo, ni durable rendimiento
el opresor; vendrá desquite amargo;
de la retribución vendrá el momento;
mientras él altanero se entroniza,
arde divino fuego en la ceniza.
    Tal el estado de la Patria era;
reina Marcó del Pont; y aquella inculta,
baja, soez canalla talavera
roba, asesina, y más que todo, insulta.
El dieciséis principia su carrera,
y a la arboleda y a la mies adulta
las frutas pinta y las espigas dora,
ardiendo el campo en sed abrasadora.
    Y a par del turbio río iba y venía
nuestra tertulia en platicar discreto,
que temeroso de escondido espía
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tras cada tronco y cada parapeto,
en tímido susurro se confía
con aire de misterio y de secreto
cada vez que dan sueltas a la crítica
sobre cualquier asunto de política.
    De varias trazas eran, genios, modos;
y aunque de armas tomar ninguno fuera
(porque de los cincuenta pasan todos),
son por una mismísima tijera
cortados en tratándose de godos;
y si de Elvira el nombre no sirviera
de protección, tuvieran hoy la cancha
en parte no tan fresca ni tan ancha.
    Este de O'Higgins el valor celebra,
o de Carrera o Freire las hazañas;
quién la exacción deplora, que a una quiebra
le reduce y le saca las entrañas;
maldiciones aquél (¡qué horror!) enhebra
contra el augusto rey de las Españas;
y en profética trípode se encumbra
alguno ya, y a San Martín columbra.
    Sentada en tanto Elvira ante las rejas
del locutorio, como arriba indico,
aligeraba un poco las bandejas
de las devotas madres. Con el pico
que Dios le ha dado ensarta mil consejas,
moviendo sobre el seno el abanico,
y dando todo el grato condimento
en que consiste la sazón de un cuento;
    no el de la destrucción que hiere y mata,
mas de la caridad que muerde y pica,
con aquella prudencia timorata
y aquel celo cristiano que edifica.
De esta manera justamente trata
a don Gregorio su mujer: critica
su dejadez; su indevoción censura;
mas, propiamente hablando, no murmura.
    Sobre el programa, en fin, del ya cercano
monjío el general discurso rueda.
Tembló Isabela oyendo aquel tirano
decreto que en un claustro la empareda;
cáesele el abanico de la mano;
pierde el color; atónita se queda;
mas al imperio maternal se inmola,
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y no pronuncia una palabra sola.
    Nadie averigua si en el alma siente
inclinación al religioso estado.
¿Puede no amar la joven inocente
el santo asilo donde se ha crïado?
Aquel irreflexivo, indiferente,
pedido no diré, sino dictado
a la niñez que su sentido ignora,
indisoluble vínculo es ahora.
¡Indisoluble!... así lo juzga. El pecho
    que resignado y dócil y sumiso
natura y arte a competencia han hecho;
a quien la abnegación deber preciso,
y ajeno mando es natural derecho;
que sólo quiso, en fin, lo que otro quiso;
¿la suerte que una madre lo destina
rechazar osará? Ni aun lo imagina.
    «¿De qué me asusto? (en su interior exclama).
¿No he sido siempre destinada al velo?
¿No lo admití? ¿No lo esperé? Me llama
el cielo mismo; ¿y contradigo al cielo?
Un mundo vil, que tanto vicio infama,
¿he de poner con Dios en paralelo?
Diciendo así, conformidad serena
rayó en el alma, y mitigó la pena.
    Esto en el sobredicho locutorio;
mientras desde el paseo le decía
a su cara consorte don Gregorio:
«Bravo chasco te pegas, prenda mía».
Jamás le vio el andante consistorio
de tan jovial humor como aquel día;
¡mísero! y truena ya la nube parda
de la tormenta horrible que le aguarda.
    Luego que la oración da el campanario
de la vecina iglesia, a la morada
de don Gregorio van, donde el rosario
rezaban doña Elvira y su mesnada.
No hubo esta noche nada extraordinario
en la tertulia: naipes, varïada
conversación, el consabido mate,
cigarros, dulce, aloja y chocolate.
    Al sonar el reloj las nueve y media,
«Señores, con la música a otra parte-,
a sus contertulianos dice Heredia;
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y cuando ya, como los otros, parte,
el don Gregorio la ocasión promedia,
y a hurto en baja voz, «Quisiera hablarte,
le dice, es un favor de poca monta;
y...» «Ya sabes que está mi bolsa pronta
    para servirte», respondió Agapito.
«Negocio conclüido; no hables de eso».
«No es lo que tú imaginas; es...» «Repito
que es cosa hecha, peso sobre peso».
«¿Qué cosa?» «Los dos mil». «No necesito.
En otra muy distinta me intereso.
No quiero que prometas, ni que entregues,
ni que fíes; se trata de que niegues».
    «¿Que niegue? Es imposible, amigo es tarde».
«¡Misericordia!» «Fray Facundo vino
(eran como las cuatro de la tarde)
con un recado muy atento y fino
de tu querida esposa, que Dios guarde...»
«No pases adelante; lo adivino».
«Como me aseguraba tu anüencia,
expresada, me dijo, en su presencia...»
    «Sí, la expresé, con una soga al cuello».
«Y como entiendo que la niña anhela
meterse monja, y empeñada en ello
parece estar tu santa parentela...»
«Basta, no digas más. Echado el sello
a mi desgracia está. ¡Pobre Isabela!
Todo al revés, Heredia, me sucede.
Parece que el demonio lo hace adrede».
    «No tal; esos petardos te granjea
el hacer, como haces, a dos caras.
Si no quieres que ciña la correa
tu hija Isabel, ¿por qué no lo declaras?
Y si la pobre chica titubea,
o lo repugna, y tú la desamparas
que protegerla debes, cruel, impía,
abominable esa omisión sería.
«Y más diré. Si yo su padre fuera,
y en esa tierna edad la viera ansiosa
de vestir el sayal, lo resistiera
con todo mi poder; que no, no es cosa
en que se deba estar a la ligera
decisión de alma incauta, veleidosa,
dócil a toda voz, a todo imperio,
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el consignar la vida a un monasterio.
    «La que renuncia al mundo en esa verde
edad primera, ¿podrá ser que estime
lo que la aguarda, o sepa lo que pierde?
Y cuando, vuelta en sí, ve que la oprime
cadena eterna, y despechada muerde
el duro hierro, ¿a quién acusa, dime?
Al que su juicio leve, antojadizo,
debió haber alumbrado, y no lo hizo.
    «En dar consejos donde no hay deseo
de recibirlos, siempre hallé reparo.
Mi genio lo repugna. Mas te veo
en aflicción, y debo hablarte claro.
Tu flojedad es un delito feo.
La autoridad paterna es el amparo
natural de Isabel. Defiende, guarda
su inocente candor. ¿Qué te acobarda?»
    «¿Y entregado el dinero fue?» «Lo mismo,
porque lo tengo prometido y pronto».
«¿A quién se puso, Heredia, un sinapismo
como el de esta mujer? ¿Qué pobre tonto
sufrió jamás tan fiero despotismo?
Pero verán, si en cólera me monto,
de lo que soy capaz. Volverá al techo
paterno mi hija... volverá a mi pecho...
    «Volverás, volverás, yo te lo fío...
Harto tiempo tratada como ajena
fuiste ya, mi Isabel, regalo mío,
víctima de...» Diciendo así, refrena
la voz un repentino escalofrío;
en el hinchado esófago le suena
tumultuoso vapor; eructa, brama;
en suma, le da el flato, y va a la cama.
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Canto II

La enfermedad



«BRABANTIO

... My Particular grief
is of so flood-gate and o'erbearing nature
that it engluts and swallows other sorrows,
and it still itself.

DUKE

-Why, what's the matter?

BRABANTIO

-My daughter! Oh, my daughter!

SENATOR

-Dead?

BRABANTIO

-Ay, to me».

(Shakespeare)                


    Mientras afuera el sol de enero brilla,
en la cerrada alcoba el caballero
duerme; y de congojosa pesadilla
atormentado gime. El candelero
lanza una llama trémula, amarilla,
agonizante, y lanza ya el postrero
rayo en la faz que interna angustia altera,
y en la desordenada cabellera.
    Se le figura que su cara hija,
ya en el griñón cautivos los cabellos,
una tierna mirada le dirija,
hinchados de llorar los ojos bellos.
Los brazos le echa en torno; y ella, fija
su vista en la del padre, afirma en ellos
la lánguida cerviz. A la inocente
víctima va a besar la blanca frente
    ¡Fiera trasformación! La rubicunda
color de sus mejillas hondas huye;
arde en los ojos una luz profunda;
las cuencas tinte cárdeno circuye.
No llora ya. Los brazos furibunda
le opone; el beso paternal rehuye;
y a los labios poniéndose un nudoso
dedo, le dice en baja voz: «¡Mi esposo!...
    «¿Qué hay en este dictado que te asombre?
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El de mi corazón tiene las llaves...
llaves que poseer no es dado al hombre.
Mi esposo, sí, mi esposo eterno... ¿Sabes
a quién me desposaste? Oye su nombre:
¡desesperacïón! Mira los graves
grillos y la cadena que me agobia;
éstos son los arreos de la novia».
    Huye el espectro lívido, lanzando
mezcladas con gemidos maldiciones,
y alzado el rostro al cielo, exclama, dando
un grito de dolor: «¡No le perdones!»
Vuelve a otro lado el infeliz, temblando,
y al son de plañideros esquilones
lenta, enlutada procesión advierte,
y oye entonar el himno de la muerte.
    «¡Qué!... ¡ya difunta!... ¡mi Isabel!... ¡mi hermosa!
Iré a besar su tumba». Fray Facundo
sale a su encuentro en forma pavorosa:
«Los pasos vuelve atrás. Profano, inmundo
aun el paterno llanto es a la losa
de la velada virgen. Para el mundo
años ha falleció. Muerta ni viva
sueltan estas paredes su cautiva».
    Negra capa de coro al franciscano
los anchos lomos cubre; y se agiganta
de manera su cuerpo, que al humano
es dos veces igual, y aún le adelanta.
Descomunal hisopo tiene en mano,
y airado sobre Azagra lo levanta,
como si no tan sólo agua bendita
quisiera darle. Don Gregorio grita.
   Sueña que el hisopazo del robusto
reverendo el testuz le descalabra;
y como sacudido con el susto
de la visión tamaños ojos abra,
de Cunefate ve el cercano busto,
el cual, sin proferir una palabra,
con rostro imperturbable le propina
la acostumbrada taza matutina.
    «¡Qué noche! ¡qué mortal desasosiego!
¡qué sueño horrible!», don Gregorio exclama.
Incorporose, no sin pena; y luego
arrójase otra vez sobre la cama
—594→
desfallecido. En sus entrañas, fuego
febril rápidamente se derrama,
que sus fuerzas consume. Cunefate
se llevó silencioso el chocolate.
    Aquel día, el siguiente y el tercero,
leve se juzga el mal que le incomoda,
y se recurre al régimen casero,
y a la usüal farmacopea toda.
La cachanlagua se aplicó primero;
luego el culén; la doradilla; soda;
clísteres de jabón y malvavisco;
y un cordón bendecido en San Francisco.
    Ni por ésas; la fiebre no minora;
de la jaqueca el bárbaro martirio
crece; y a la disputa veladora
sigue inquieto letargo con delirio.
Por lo cual determina la señora
se llame a don Canuto Litargirio,
médico castellano celebérrimo,
y del mercurio partidario acérrimo.
    Nuestro doctor a don Gregorio pulsa;
da cien golpes la arteria por minuto;
seca la piel; la lengua está convulsa;
sanguinolento y víscido el esputo.
«¡Un chavalongo!», dice Elvira. «¡Insulsa
nomenclatura!», exclama don Canuto.
«¿Y cuántos días van, señora mía,
de enfermedad?» «Hoy es el cuarto día.»
    «Pero se le acudió muy tempranito
con la soda, el culén, friegas calientes
de unto con sal...» «Sí, sí; con el maldito
ripio de aplicaciones impotentes
que dejan vivo el fomes. ¡Qué prurito
de meterse a curar! ¡Pobres pacientes!
no se nos llama hasta que el caso apura;
se mueren; y el doctor erró la cura».
    La próvida consorte que barrunta
algo triste al oír razones tales,
«¿Encuentra usted peligro?», le pregunta.
«Aún no aparecen síntomas mortales,
dice el doctor. El caso pide junta;
que vengan Mata, Valdemor, Grajales;
—595→
y porque en tanto el morbo a más no pase,
dadme pluma y papel». Receta y vase.
    Elvira, sin dejar (como es preciso)
de suspirar y hacer algún puchero,
a fray Facundo da oportuno aviso
de la ocurrencia; el alma lo primero.
El padre comisiona a fray Narciso
para que al viejo asista; él fuera; pero
por un capricho, Azagra, inexplicable,
no quiere que le vea, ni le hable.
    Y como abriga aquel ardiente celo
por el ajeno bien, no sólo encarga
a fray Narciso le encamine al cielo;
mas a la Elvira en carta escribe larga
que, por si el accidente pone lelo
a su querido esposo o le aletarga,
haga que otorgue luego en buena forma
su testamento; y le incluyó la norma.
    Que no llore, ni plaña, ni se aflija,
mas se resigne, y todo, como debe,
a la salud eterna lo dirija
de su consorte; y pues que viste en breve
el sagrado sayal su cara hija,
haga de modo tal, que limpia lleve
el alma a mejor vida don Gregorio,
y se le abrevie al pobre el purgatorio.
    Ella, que a media voz al padre entiende
(que si ladino es él, no es ella lerda),
con eficacia a consumar atiende
el concertado plan, y el modo acuerda.
Era ya noche; en el salón se enciende
duplicado blandón; activa y cuerda
asiste a las señoras Margarita,
que una tras otra llegan de visita.
    Llénase de parientas el estrado
y de beatas; que la triste nueva
no bien a sus oídos ha llegado,
a dar consuelo, a dar la usada prueba
de su cariño van. El fresco helado,
el bizcochuelo su apetito ceba;
el chocolate, el alfajor circula.
Danse la mano caridad y gula.
    Mientras que en el estrado, casi estrecho
a tanta gente, el cuchicheo bulle,
—596→
pasa las horas cabe el triste lecho
la doña Elvira; la almohada mulle;
la colcha extiende; está en continuo acecho;
y si de cuando en cuando se escabulle,
sólo es para decir desde la puerta:
«Que no entre nadie! ¡Serafina, alerta!»
    Discurre acá y allá la servidumbre;
cuál carga a paso lento el azafate;
otro para el cigarro lleva lumbre;
otro la pasta caraqueña bate.
Y la tertulia, que, según costumbre,
se viene al husmo de la aloja y mate,
hace sobre el suceso comentarios,
o ensarta en baja voz discursos varios.
    Don Agapito Heredia, que no supo
cómo en la alcoba entrar, después que lucha
con la apostada centinela, al grupo
de los doctores silencioso escucha.
La exposición a Litargirio cupo
del caso que los llama; desembucha
raudo torrente de palabras griegas,
y explora la opinión de sus colegas.
    Grajales dice: «Es un absceso hepático».
Mata descubre congestión nefrítica.
Litargirio asegura en tono enfático
que es una vieja lúe sifilítica.
«Y debe, añade, dársele el vïático,
porque la cosa me parece crítica.
Aquel hipo, a mi ver, no es muy católico».
Su pronóstico, en suma, y es melancólico.
    Si sobre el mal, según aquí relato,
tanto difieren, ¿cómo no en la cura?
Mas Valdemor, después de un breve rato
de profundo silencio y de madura
meditación, «Señores, yo no trato
(dice con reposada catadura)
de combatir ajenas opiniones
fundadas en tan sólidas razones.
    «En mi sentir, el caso es menos grave;
ni tiene en las entrañas el asiento,
sino en el alma sola. ¿Quién no sabe
lo que puede un ahogado sentimiento,
una pasión intensa que no cabe,
que sacude el angosto alojamiento
—597→
de un sistema vital, que debilita
la vejez, y el más leve soplo agita?
    «No es delirio, señores, lo que noto
en el paciente; el vago devaneo
de una mansa locura, el alboroto
de ardiente frenesí, no es lo que veo.
Es imbécil terror que pone coto
a la efusión de un íntimo deseo;
es profunda pasión que opresa gime,
y a veces lanza el peso que la oprime.
    «¡Mi hija! ¡mi hija! repite; el balbuciente
labio su nombre a cada instante exhala.
La sacrifico, es la expresión doliente
que entre ayes y gemidos intercala.
Mas doña Elvira acude prontamente,
y con dedo imperioso le señala
el santo crucifijo. Dios lo ordena,
y ella lo quiere, dice; ya es ajena.
    «Yo traspaso tal vez mi ministerio,
y mi aserción tendréis por temeraria;
pero hay, sin duda en esto algún misterio
cuya averiguación es necesaria.
Ella ejercita un absoluto imperio
que no ablandan lamento ni plegaria;
se amilana al oírla, se estremece
el extenuado enfermo, y enmudece».
    Don Agapito Heredia, que apartado
en un ángulo estaba, se apersona
ante el docto hipocrático senado,
y obtenida su venia, así razona:
«Un íntimo dolor reconcentrado,
porque el miedo en su pecho lo aprisiona,
es lo que aqueja a mi infelice amigo;
con la más firme convicción lo digo.
    «Yo a curarle me empeño, y de contado
voy a poner los medios». Con gran calma
contesta Litargirio: «Lo apurado
es el cuerpo, señores, no es el alma;
y con permiso de la junta, añado
que en lugar de estas borlas, una enjalma
al médico se debe que se mete
en lo que sólo al confesor compete.
    «Si hay en el alma intrínseca batalla,
el pulso ni lo afirma ni lo niega,
—598→
e interrogado el orinal lo calla.
¿Qué más incumbe a una persona lega?»
Contesta Valdemor: «De acuerdo se halla
conmigo mi doctísimo colega.
Fíese del espíritu la parte
a la amistad, y la del cuerpo al arte».
    Diciendo así, concluye que a su juicio
el método expectante es el más propio.
Don Canuto, que observa claro indicio,
o evidencia más bien, de antiguo acopio
de virus, quiere corregir el vicio
con el mercurio, el tártaro y el opio;
Grajales, calomel; Mata decreta
sanguijuelas, cantáridas, lanceta.
    Mientras en esta parte de la casa
sigue el debate medical, escena
harto diversa en otro sitio pasa,
donde su testamento Azagra ordena.
La triste alcoba alumbra luz escasa,
tanto que la escritura lee con pena
Panurgo Fraguadolo, el escribano,
que la trajo extendida de su mano.
    Dispone don Gregorio lo siguiente:
instituye en sus bienes heredera
a su alma sola, que perpetuamente
los deberá gozar, en la manera
que encarga a su estimado confidente
y comisario, don Julián Herrera
de Ulloa y Carvajal, primo segundo
del reverendo padre fray Facundo.
    La herencia pasará de don Gregorio
como los mayorazgos de Castilla,
pero con el servicio obligatorio
de una misa anüal en la capilla,
iglesia, monasterio u oratorio
donde quiera el patrón mandar decilla;
la cual misa se diga (que es el punto
cardinal) por el alma del difunto.
    Y porque siempre el tal servicio dure,
quede bajo estrechísimo reato
de la conciencia, y piérdase ipso jure,
en caso de omisión, el patronato.
Empero a doña Elvira se asegure
(amén del espadín y del retrato,
—599→
plata labrada y árbol gentilicio)
el goce de los bienes vitalicio.
    Y muerta doña Elvira de Hinojosa,
pase toda la herencia al comisario
y a su posteridad, con la forzosa
carga del antedicho aniversario.
Y a la de Cristo prometida esposa,
doña Isabel, su hija, el necesario
asenso el otorgante ruega y pide,
para que el patronato se valide.
    Leído el testamento, el escribano
lo da a firmar; el testador firmolo
con triste cara y temblorosa mano
y luego don Panurgo Fraguadolo
y los testigos. El doliente anciano
en la sombría estancia queda solo
con su mujer; la primanoche pasa;
toda es silencio y soledad la casa.
    Huye la negra sombra; el alba ríe;
la sonrosada luz primera asoma
sobre la cordillera; y se deslíe
en el ambiente un delicioso aroma.
Ya apenas queda torre que no envíe
su nota usada; ya no queda loma
que con el sol no brille; ya no queda
pájaro que no cante en la arboleda.
    Hora en que el toque repetido llama
de la temprana misa a la devota;
hora en que el jugador se va a la cama
maldiciendo del as y de la sota;
mientras en blando sueño joven dama
bailar cree la cuadrilla o la gavota,
y ufana de hermosura y galas, tiende
la red traidora en que las almas prende.
    No así la Isabelita, que un tesoro
de gracias acumula y no lo sabe;
y ve del alba los celajes de oro,
y oye el saludo que le canta el ave;
y luego que las madres van al coro,
sale a gozar el hálito süave
de la temprana flor, que al aire frío
se orea, salpicada de rocío.
    Es para ella el claustro y la frondosa
huerta, ciudad y plaza y alameda.
—600→
Una recién venida mariposa
que en alas ve volar de gasa y seda,
un vivo chupaflor, que nunca posa,
y de repente equilibrado queda
en el aire, o del pico apenas preso
al azahar que liba, es un suceso.
    Así corren las horas placenteras
de su vida apacible; limpia fuente
que entre peñascos nace; y plantas fieras,
el cristal no le enturbian trasparente;
pero esas ondas luego entre riberas
lozanas van, y en su fugaz corriente
¡cuánta agostada flor y mustia hoja
de que a la selva el ábrego despoja!
    Tú no lo sabes, niña; ¡al cielo plega
que no lo sepas nunca!... Ella discurre
a un lado y otro; sus claveles riega,
ceba su pajarito... Al fin se aburre.
Sobre sí misma el alma se repliega;
en odio al claustro, en odio al huerto incurre;
y la importuna reflexión la asalta
de que a su dicha alguna cosa falta.
    Echa su casa menos; menos echa...
no sabe qué. Tan rara vez alcanza
una noticia a la morada estrecha
que con su vida encierra su esperanza,
que aun de su padre nada sabe... Acecha
por una reja; un grito en lontananza
se oye; el eco del claustro lo duplica;
sólo así con el mundo comunica.
    Mas un rüido inusitado, extraño,
que en aquel monasterio no sonaba
más que una vez o dos en todo el año,
se oye en la calle; una calesa acaba
de parar a la puerta; no es engaño
de la imaginación, que ya la aldaba
da un recio golpe, y el sonoro estruendo
se va de claustro en claustro repitiendo.
    Y la campana al punto mismo avisa,
y corre desalada la tornera;
luego a la superiora vuelve aprisa,
y un recado le da. La cosa era,
según las apariencias, improvisa
y de importancia; porque sale fuera
—601→
de su celda la madre, oído el caso,
y al locutorio va, más que de paso.
    Retorna a poco rato sor Camila
(que tal el nombre fue de la abadesa),
y llama a su presencia a la pupila,
que, inclinándose, el hábito le besa.
«Dios, Isabel, que sobre ti vigila,
guíe tus pasos, dice; una calesa
te está aguardando; conducirte debe
a tu familia; volverás en breve.
    «Viene por ti tu tía, mi señora
doña Leticia». Como aquel que emprende
un largo viaje, y de la mar traidora
por la primera vez las olas hiende,
así se siente Isabelita ahora,
y toda se confunde y se sorprende,
y parece que a un tiempo su alma oprima
pavor que halaga y gozo que lastima;
    Si bien la idea del albergue amado
en que los suyos viven, la alboroza;
y no sabiendo el peligroso estado
de don Gregorio, anticipadas goza
las caricias de un padre idolatrado,
y el placer en su pecho le retoza
al pisar otra vez la cara estancia
que vio el primer pinino de su infancia.
    De este modo Isabela se divide
entre un afecto y otro y otro vario.
De las devotas madres se despide;
besa a Camila el santo escapulario,
y que por ella ruegue a Dios le pide
y a la sagrada Virgen del Rosario.
De la calesa a recibirla pronta
se abre la puerta. «¡Adiós!», repite, y monta.
—602→


Canto III

La chacra155


«Mais l'amour sur ma vie est encore loin d'éclore;
c'est un astre de feu dont cette heure est l'aurore».

(Lamartine)                


    ¡Al campo! ¡Al campo! La ciudad me enoja.
Esas tristes paredes do refleja,
la luz solar intensa, ardiente, roja,
no quiero ver, ni del balcón la reja,
donde una flor cautiva se deshoja,
e inclinándose lánguida semeja
suspirar por la alegre compañía
de sus hermanas en la selva umbría.
    ¡Al campo! digo yo como Tancredo;
mas no en verdad al campo de batalla,
donde el tronar del bronce infunde miedo
y el zumbar de la bala y la metralla;
ni al campo donde el bárbaro denuedo
de un falso honor, teutónica antigualla,
dos pechos pone a dos contrarias puntas
por ofensas reales o presuntas;
    Sino al campo que alegra fuente pura
con el rumor de su cristal parlero;
y de la selva a la hospital verdura,
de paz y holganza asilo verdadero;
do el aura entre los árboles murmura,
y la diuca revuela y el jilguero;
y de trémulos iris coronada
salta del monte al valle la cascada;
    Y a la colina que, al rayar la aurora,
la ciudad nebulosa me descubre,
mientras el suelo en derredor colora
de azules lirios genial octubre;
do fresco baño el río, y mugidora
vaca me ofrece su tendida ubre,
o salgo envuelto en poncho campesino
a respirar el soplo matutino;
—603→
    A la animada trilla, y al rodeo,
de fuerza y de valor muestra bizarra;
del pensamiento al vago devaneo
bajo el toldo frondoso de la parra;
al bullicioso rancho, al vapuleo,
al canto alegre, a la locuaz guitarra,
cuando chocan caballos pecho a pecho,
y en los horcones se estremece el techo.
    Pláceme ver en la llanura al guazo,
que, al hombro el poncho, rápido galopa;
o con certero pulso arroja el lazo
sobre la res que elige de la tropa.
Pláceme ver paciendo en el ribazo,
que una niebla sutil tal vez arropa,
la grey lanuda, y por los valles huecos
de su ronco balido oír los ecos.
    Pláceme penetrar quebrada umbrosa,
y dando suelta al pensamiento mío,
fijar la vista en la corriente undosa
con que apacible se desliza el río,
a cuyo murmurar visión hermosa
evoca el alma en dulce desvarío;
visión de alegres días que corrieron
sobre mi vida, y para siempre huyeron;
    y se desvanecieron, cual la cinta
de aéreo iris que en la azul esfera
deshace el viento, o cual la varia tinta
que, cuando el sol termina su carrera,
blanco vellón de vagas nubes pinta,
o cumbres de nevada cordillera,
y el soplo de la noche las destiñe,
y parda franja al horizonte ciñe.
    Véolos otra vez aquellos días,
aquellos campos, encantada estancia,
templo de las alegres fantasías
a que dio culto mi inocente infancia;
selvas que el sol no agosta, a que las frías
escarchas nunca embotan la fragancia;
—604→
cielo... ¿más claro acaso?... No, sombrío,
nebuloso tal vez... Mas era el mío.
    Naturaleza da una madre sola,
y da una sola patria... En vano, en vano
se adopta nueva tierra; no se enrola
el corazón más que una vez; la mano
ajenos estandartes enarbola;
te llama extraña gente ciudadano...
¿Qué importa? ¡No prescriben los derechos
del patrio nido en los humanos pechos!
    ¡Al campo! ¡Al campo! Allí la peregrina
planta que, floreciendo en el destierro,
suspira por su valle o su colina,
simpatiza conmigo; el río, el cerro
me engaña un breve instante y me alucina;
y no me avisa ingrata voz que yerro,
ni disipando el lisonjero hechizo
oigo decir a nadie: ¡advenedizo!
   Pero volviendo al cuento comenzado,
digo que don Gregorio en tiempo breve
tanto convaleció, que trasladado
es a vecina chacra donde eleve
el tono de sus nervios relajado
la salubre impresión de un aire leve,
puro, que el grande pueblo adonde mora
se hallaba entonces sucio, como ahora.
    Y haciendo a cada cual justicia neta,
digo también que, no al doctor Grajales
la salud le debió, ni a la lanceta,
ni a doctas confecciones mercuriales;
sino a la terapéutica discreta
de Valdemor, que sólo cordïales
y anodinos a el alma enferma aplica,
que no se hallan en frascos de botica.
    Es en sustancia el régimen süave
que llama antiflogístico la ciencia.
A doña Elvira alejan (ya se sabe
que era toda flogisto por esencia)
y empeño fue dificultoso y grave,
pues le parece cargo de conciencia
—605→
que, si muere, no lleve don Gregorio
su recomendación al purgatorio.
    Y más interesada que la suya,
ni que tanto la carga le aligere
cuando de su prisión el alma huya,
no puede haber. Repugna, Pues, no quiere,
por más que se le diga y se le arguya,
de su lado apartarse. Que se muere
su caro esposo, exclama sollozando,
y en trance tal, si no le asiste, ¿cuándo?
    Del tono moderado por instantes
al de la ira y la soberbia pasa.
«¡Qué par de consejeros importantes!...
Señor don Agapito, en esta casa
mando yo... Vomitivos y purgantes,
mi buen doctor, prescriba usted sin tasa;
en cuanto a lo demás no le consulto,
y su proposición es un insulto».
    Pero al oír que deja el monasterio,
y que su hija prontamente llega,
toma un semblante la contienda serio;
ya no es ira la suya, es rabia ciega.
Propásase al baldón, al improperio;
grita, patea, jura. Al que la ruega,
al que la insta, ordénale que calle,
y le muestra la puerta de la calle.
    Don Agapito, que, si bien modesto
y circunspecto, nada emprende en balde,
tiene ya prevenida para esto
la intervención del cura y del alcalde.
En el rostro de Elvira descompuesto,
al carmín desaloja el albayalde;
el furor la enajena, la sofoca;
de la casa se va como una loca.
    No volvió más; sucede a la señora
la señorita; el suspirado abrazo,
al padre alienta, sana, corrobora;
sola Isabel le cuida; el tierno brazo
le tiene la cabeza y le incorpora;
tal vez la calva frente en su regazo
posa; tal vez, solícita enfermera,
a su lado pasó la noche entera.
    Tal vez, abriendo angélica sonrisa
frescos labios, do el viento aromas bebe,
—606→
el revuelto cabello asiendo, alisa
con la mano gentil de pura nieve.
De báculo le sirve si va a misa,
si por el corredor los pasos mueve;
diviértele el fastidio; le consuela;
la que le ceba el mate es Isabela.
    ¡Y él también, cuánto la ama! ¡Pobre anciano!
¡Cuántas veces en tanto que dormita,
velándole ella en el sillón cercano,
decir le oye: «¡Isabel! ¡lsabelita!»;
y puestas la una mano en la otra mano,
¡cuántas veces a ti, Virgen bendita,
los ojos vuelve, y presintiendo azares
en su orfandad, te ruega que la ampares!
    Por la ciudad en tanto la noticia
de la nueva beldad al punto vuela.
¡Visitas mil! No es ella la que oficia
en el salón, sino una tía abuela;
la que por ella fue; doña Leticia
de Azagra Valdovinos y Varela,
la más discreta y más cabal matrona
que llenó estrado, o que oprimió poltrona.
    Doquiera que la niña ver se deja,
tras sí arrastra las almas con la vista.
Lleva desaliñada la guedeja;
no le cortó el vestido la modista;
mas en gracia, en beldad, no hay su pareja;
viejo ni mozo no hay que la resista.
Dicen al ver su cara y cuerpo y traza
los hombres, ¡ángel! las mujeres, ¡guaza!
    No canta... Importa poco. A el alma cuela
de aquella voz la innata melodía,
mejor que la más dulce cantinela
de la hechicera Malibrán García.
No baila... Pero tiene la Isabela
un talante, un andar, que sentaría,
si no de Chipre a la deidad liviana,
a la casta hermosura de Dïana.
    Pero la historia es menester que siga,
Recibe la carreta el cargamento;
el carretero unce y empertiga;
los perezosos bueyes al violento
primer arranque la picana obliga;
y rueda estremeciendo el pavimento
—607→
la vacilante mole, y con chirridos
horrorosos taladra los oídos.
    Iban en la carreta Margarita,
Tomasa, el consabido negro paje,
con la balumba bárbara, infinita
de que consta un doméstico menaje,
y que llevar consigo necesita
todo el que alguna vez al campo viaje,
si vivir al estilo, no le agrada,
de nuestros padres en la edad dorada.
    Cabalgan en unión y compañía
de tal cual obsequioso tertuliano,
el don Gregorio, la Isabel, la tía,
y Cunefate. Un espacioso llano
(que allá y acá interrumpe una alquería,
hermosa con los dones del verano),
y de una acequia el mal seguro puente,
huella la cabalgata lentamente.
    Y luego entre la salva vocinglera
de una turba de perros ladradores,
recibe de naranjos larga hilera
a nuestros polvorientos viajadores,
que, apenas desmontados, la escalera
suben; y ya en los altos corredores,
vasto paisaje admiran de sembrados,
potreros, rancherías y arbolados.
    Don Agapito, de la chacra dueño,
cariñoso a los huéspedes atiende;
a la doña Leticia rinde el sueño;
y el don Gregorio su cigarro enciende;
mientras Isabelita el halagüeño
panorama, que ante ella el campo extiende,
goza con emoción, que no le cabe
dentro del pecho, y descifrar no sabe.
    Allá eleva la torre de la aldea
su pardo fuste; acá la choza exhala
blanca espiral; la viña verdeguea;
la higuera ostenta su frondosa gala;
susurrando un ciprés se bambolea;
el toro muge; el corderillo bala;
pelado risco arroja en la llanura,
dominador jayán, su sombra oscura.
    No hay verde seto de tupida zarza
do a su amador la tórtola no arrulle,
—608→
ni umbrío bosquecillo que no esparza
perfume grato, si agitado bulle;
navega ufano el ánade; la garza
cándida en el estero se zabulle;
todo semeja que a gozar incita,
y que de amor y de placer palpita.
    ¿Qué sientes, Isabel, en el otero
cuando cuelga la noche su cortina
lúgubre, y paso a paso el valle entero
ocupa, y su fanal en la colina
occidental enciende ya el lucero,
que al pálido crepúsculo domina,
como lámpara triste que destella
sobre un sepulcro, triste pero bella?
    Y cuando persiguiendo la pintada
mariposa, te internas en la espesa
arboleda, y te paras agitada
de secreto pesar ¿qué te embelesa?
En el recinto oscuro tu mirada
¿qué fija así? ¿Qué suspensión es ésa?
¿A qué mágico canto, a qué rüido
misterioso diriges el oído?
    Y cuando ves el baile de la choza,
y la sonora voz de la vihuela
los descuidados pechos alboroza
de la rústica turba ¿qué revela
al tuyo aquel mirar que tanto goza
en lo que mira, aquel mirar que anhela,
y el que responde cariñoso y grato,
y el que tímido amor hurtó al recato?
    Pero el alegre canto bien publica
lo que habla de los ojos el idioma,
y lo que en bajo acento se platica;
y qué dice la mano que se toma,
o se esquiva, o se da; qué significa
aquel rubor que a la mejilla asoma,
cuál es de los suspiros el sentido,
y del adiós mil veces repetido.
    ¿Mas qué te turba ahora y te amilana,
pobre Isabel? Pausada, grave, austera,
como el consejo de una madre anciana,
el viento trae, tu pecho reverbera,
la conocida voz de la campana
del monasterio; voz que se apodera
—609→
del alma toda, y cada son que emite
ven, niña, ven, parece que repite.
    Como de caballeros joven tropa,
en cierto drama, de alborozo llenos,
se ven banquetear, henchir la copa,
brindar, reír; y cuando piensan menos,
en grave marcha, en luenga y parda ropa,
entra una procesión cantando trenos
de penitencia, y para la alegría
en aflicción, y en funeral la orgía;
    así al oír aquella voz sonora,
a la visión de mundanal contento,
a la dulce emoción encantadora
(germen de un imperioso sentimiento,
destello de un incendio que devora)
temor sucede y mustio abatimiento.
A el alma inquieta aquella voz reclama;
es voz del otro mundo, que la llama.
    ¿Tan joven, y tan tímida, y tan pura,
y un roedor remordimiento abriga?
¿A los goces de un ángel de dulzura
se mezcla ya de un sinsabor la liga?
¿Es que la copa de mortal ventura
siempre esconde un fermento que atosiga?
¿O nuestros propios míseros errores
ponen tal vez la espina entre las flores?
    Yo no lo sé. Mas hay un pensamiento
que a todas horas en el alma nace
de Isabel; que acibara su contento,
y no deja que libre se solace;
las eternas paredes del convento...
¡tumba de vivos en que el alma yace!
¡desierta melancólica morada,
a los placeres... al amor cerrada!
    ¿Al amor? sí; no hay duda; ya Isabela
pronunció la palabra misteriosa;
la mágica palabra que revela
una existencia nueva, deliciosa,
excelsa; los mil ecos que encarcela
el corazón, bandada bulliciosa,
despiertan, y más pura y encendida
la llama centellea de la vida.
    Yo no daré (qué fastidioso haría
el cuento a mis lectores) el diario
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del padre, de la hija y de la tía
en este hermoso albergue solitario.
Un día pasa, y otro, y otro día
sin que nada notable, nada vario
suceda allí; la noche al fin primera
de marzo vino, en esta historia era.
    Isabela dormía (era la una
o poco más); y despertando acaso,
en el contiguo corredor alguna
persona cree sentir, que a lento paso
va y viene. Lanza la creciente luna,
trasmontando los cerros del ocaso,
un rayo, que se rompe en una reja
y en el opuesto muro la bosqueja.
    Y en el espacio que la luna tasa,
a la luz en aquel opuesto muro,
nota Isabel que un hombre a veces pasa,
quiero decir de un hombre el trazo oscuro,
con manta y guarapón. Es de la casa,
según se ve, por el andar seguro,
y por no haber un perro que le ladre.
«¿Un crïado tal vez? ¿tal vez mi padre?»
    Isabela concluye que no puede
ser sino algún crïado; y ya no tarda
en dormirse otra vez, cuando sucede
lo que tanto la turba y acobarda,
que respirar apenas le concede
y encomendarse al ángel de su guarda;
llegose el hombre a la cerrada puerta,
que hallarse suele rara vez abierta;
    porque esta alcoba sólo comunica
con el cuarto vecino, do acostada
doña Leticia duerme. El hombre aplica
con la mayor frescura a la vedada
puerta una llave... «¡Dios!... ¿Qué significa?...
¡Sin duda algún ladrón!... ¡Desventurada!»
El hombre entró... Después, con gesto grave,
cerró otra vez la puerta y la echó llave.
    Y luego con la misma flema arroja
sobre la tierra el guarapón; se quita
la grosera chamanta azul y roja,
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y... «¡Socorro! ¡socorro! Isabel grita.
¡Un hombre!... ¡un hombre!» «¡Cielos!... ¿quién aloja
ahora en este cuarto?... ¡Señorita!,
dice el mancebo (que lo era), ha sido
un desgraciado error... ¡No más rüido!»
    «Silencio ¡por la Virgen! Si usted llama,
me pierde para siempre. Yo venía,
como suelo, a dormir en esa cama,
por supuesto creyéndola vacía...
¡Silencio!... Sois mujer, sois una dama;
ser causa de mi muerte os pesaría;
sabed que soy... mi suerte deposito
en vuestra compasión... soy un proscrito».
    «Salga usted luego, pues; salga usted luego»...
dice ella y tiembla. «Salgo en el instante;
pero ¡por Dios! ni una palabra, os ruego,
ni una palabra a nadie... El más distante
rastro, el menor indicio de que llego
a este sitio, a perderme era bastante,
¡y ojalá que a mí solo!.. Hay una vida
cara, preciosa en mí comprometida.
    «¡Adiós!» «El cielo de peligro os guarde»,
dice Isabel, del joven apiadada.
Iba a salir; mas por desgracia es tarde;
de Gregorio a la voz, viene alarmada
la gente de la casa, haciendo alarde
de garrote, puñal, pistola, espada.
«Hija, dice el anciano, ¿qué sentiste,
qué te asustó, que tales voces diste?»
    «Nada, caro papá. -Fue un susto vano».
Aunque las voces de Isabel ha oído
Gregorio solo, que si bien lejano
tiene su cuarto y lecho, no ha podido
esta noche dormir el pobre anciano,
juraban los demás no haber sentido,
sino visto también extraña gente,
que pinta cada cual diversamente.
    Dos guazos, asegura Cunefate;
el negro, tres; hombre hubo que vio cinco:
el dicho ajeno cada cual rebate,
y se aferra en el suyo con ahínco.
«No puede ser». «Sí tal». «Es disparate»...
Y en esto allí se apareció de un brinco
un perro extraño, que en la voz los gestos,
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da de inquietud indicios manifiestos.
    Huele y escarba en el umbral vecino,
y gritos da como que avisa o llama.
Afortunadamente un inquilino
llega, que como suyo lo reclama.
«Señor, dice el patán, que era ladino,
yo no he visto moverse ni una rama,
¿Hombre en la chacra extraño?... ¡Tontería!
¡Tanto perro!... y la luna como el día».
    Azagra al fin se vuelve satisfecho,
pero dejando guardia suficiente
para que estén alerta y en acecho
por si en la casa algún rumor se siente.
Vese Isabel en un terrible estrecho:
salir el mozo es imposible; hay gente
alrededor que vela; ¿pero dónde
le dará asilo? ¿en qué lugar le esconde?
    ¡En su alcoba un mancebo! ¿Y a qué hora?
Solamente el pensarlo la estremece
y hasta su frente de rubor colora.
Fuerza es se vaya luego, antes que empiece
el matutino albor; que si la aurora
le encuentra en este sitio, el riesgo crece;
o más bien es preciso ¡horrible idea!
que todo el mundo y su papá le vea.
    Es menester que al punto le desvíe
de este lugar, concluye Isabelita,
o que su vida a mi papá confíe
y al favor celestial de la bendita
madre de la Merced. ¡Ella le guíe,
que a los cautivos las cadenas quita!
Esto entre sí; y en tímido, confuso,
piadoso acento, al joven lo propuso.
    Que alcance su secreto alma nacida
resiste él, y de nuevo recomienda
a Isabel a guardarlo: «Que la vida,
dice, va en él, la estimación, la hacienda
de... Pero libre el paso a la salida
parece... El cielo os guarde». «Él os defienda».
Paró un instante, a ver si alguien cuidase
del largo corredor; y visto, vase.
    El corredor estaba despejado,
y atravesarle sin peligro pudo;
pero dos o tres gradas no ha bajado
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de la escalera, cuando un grito agudo
de alarma a la familia aquel menguado
negrito dio, que así medio desnudo
como está, de la tierra se levanta,
y le sigue, y le agarra de la manta.
    «Suelta, dice el mancebo, o te traspaso
con esta daga el corazón». Su presa
soltó el negrito, y hacia atrás dio un paso;
el otro corre; una arboleda espesa
le oculta; monta en su caballo; al raso
sale después; e impávido atraviesa
cercas, potreros, huertas, viñas, soto,
dejando a la familia en alboroto.
    Uno coge puñal, otro machete;
otro un descomunal bastón agarra.
Éste en el denso matorral se mete;
aquél registra el huerto, aquél la parra;
y Cunefate, alzado a matasiete,
le jura escarmentar si le echa garra;
todo es correr por campos y por cerros,
gritar de guazos y ladrar de perros.
    Y mientras de este modo se alborota
la chacra, y la feliz doña Leticia,
que vence en el dormir a la marmota,
ni un instante de sueño desperdicia,
la asustada Isabel reza devota,
con el oído puesto a la noticia
que a su regreso cada cual relata,
y que el patrón recibe en gorro y bata.
    Y cuando ha oído que el ladrón supuesto
escapa, y no se sabe a do camina,
gracias por un favor tan manifiesto
rinde a Dios; y corriendo la cortina
(pues el calor de estiva noche el puesto
cede ya a la frescura matutina)
hunde otra vez la frente en la almohada,
y queda en dulce sueño sepultada.