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ArribaAbajoLibro II


ArribaAbajoCapítulo I

Es difícil enseñar el modo de predicar el Evangelio a los indios


Dos cosas entre sí tan dispares como son evangelio y guerra, difusión del evangelio de la paz y extensión de la espada de la guerra, nuestra edad ha hallado modo, de juntarlas en uno, y aun de hacerlas depender una de otra. Es verdad que la condición de los bárbaros en este Nuevo Mundo por lo común es tal que como fieras, si no se les hace alguna fuerza, nunca llegarán a vestirse de la libertad y naturaleza de hijos de Dios; mas, por otra parte, la fe es don de Dios no obra de hombres280, y por su mismo ser tan libre, que es absurdo querer arrancarla por la fuerza. Pues conciliar cosas entre sí tan contrarias como son violencia y libertad, y hacer que la inteligencia halle camino para unirlas y la industriosa caridad las torne coherentes, es obra que supera mis fuerzas e ingenio. Pero el Señor, que preparó en el evangelio aquellas bodas famosas y reales281 y ahora no halla en estas tierras más que convidados sucios y harapientos y, por decirlo en una palabra, bárbaros, enseñará a sus siervos, conforme a la divina sabiduría, el modo con que habrán de proceder para no admitir al banquete los indignos, ni tampoco rechazar por bajos y rotos a los que la divina liberalidad llamó, aunque haya que hacerles alguna fuerza conveniente, y empujarles con alguna voluntaria violencia.

De este arte tan difícil en la conversión de los bárbaros es guía y maestra la caridad, la cual todo lo sufre, todo lo espera, no hace mal, no se envanece, no piensa mal, y por decirlo en una palabra, no busca su interés282 Y el veneno de la caridad es la codicia, madrastra pésima de la propagación y crecimiento de la fe, patrocinadora de la mentira, maestra de, la temeridad, compañera de la violencia, que cubre con apariencia de bien a los esclavos de la riqueza, pero destruye su virtud interior. Es necesario, pues, extirpar de raíz la codicia, si queremos que entren muchos en el redil de Cristo, porque haciendo lo contrario no lograremos amplificar la fe cristiana, sino tornarlos enemigos cruelísimos del nombre de Cristo, y que sean del número de aquellos de quienes dice el profeta: «Los que iban tranquilamente por su camino los hicisteis contrarios»; poco antes había dicho la causa: «Porque sus manos están contra Dios, y codiciaron las heredades y las usurpa ron con violencia, e invadieron las casas y calumniaron a éste para apoderarse de su casa, y al otro para alzarse con su hacienda»283. A éstos también alude otro profeta, cuando exclama lleno de indignación: «¡Ay de aquel que allega frutos de avaricia, maligna para su propia casa, con el fin de poner en alto su nido y salvarse así de las garras del mal! No parece sino que has ido trazando la ruina de tu casa; has asolado muchos pueblos, y tu alma delinquió. Porque las piedras alzarán el grito desde el muro, y clamarán contra ti los maderos que mantienen la trabazón del edificio»284, y lo demás que se sigue.

Vaticinio que vemos con nuestros ojos cumplido en muchas de estas gentes, con más facilidad que no lo leemos en la página del profeta. La avaricia es manifiesta a todos, y el nido causa de la avaricia es el exceso de ambición, de donde se sigue un gran error de los hombres, que piensan mirar por sí, y lo que hacen es atraer sobre sí y los suyos la ruina. Es cosa que pone espanto con qué prontitud se desvanecieron las fortunas de muchos, que nada llegó a los nietos de tan grandes riquezas, por juicio oculto de Dios, pero tan manifiesto en los efectos, que toda aquella acumulación de bienes podría tenerse por cosa de magia. Vean, pues, éstos si les toca lo que dice el profeta, que asolaron muchos pueblos, pero más labraron la ruina y confusión de sus casas, antes que su gloria y esplendor. Pero de esto trataremos en otro lugar. Ahora dejemos firmemente establecido lo que es fundamento principal de todo: que al disputar del modo de predicar el evangelio a los bárbaros, no hay que oír en modo alguno a la codicia, porque sería poner en peligro la fe; y al contrario, hay que tomar siempre por maestra a una prudente caridad, la cual, cuando busca fielmente la salvación de los prójimos, encuentra en medio de las dificultades camino, y de todas maneras procura conseguir lo que desea, y aunque tropiece a veces con muchos impedimentos, suele obtener resultados felices con el favor de Dios.




ArribaAbajoCapítulo II

No es lícito hacer guerra a los bárbaros por causa de la infidelidad, aunque sea pertinaz


En este punto nos sale al paso una cuestión que ha sido ya tratada grave y copiosamente por muchos, pero que por necesidad repetiremos brevemente, a saber: si es compatible con la caridad cristiana hacer guerra a los bárbaros, a fin de que, sometidos, reciban la predicación del evangelio. Y sea lo primero en apoyo de los bárbaros, que no se han de hacer los males para que vengan bienes, lo cual lo juzga el apóstol como género de blasfemia285. Si, pues, la guerra es injusta, no hay que hacerla, aunque parezca que ha de traer la salvación cierta a la mitad del mundo. Por tanto, si constase cierto que no había otro camino para predicar la fe a los indios que la guerra injusta, habría que pensar antes que les estaba cerrada la puerta del evangelio, que no con la violación de la ley de Dios entrar a predicarles la guarda de esa ley. Porque si en la cuestión de si uno que se va a bautizar está prisionero de impíos o infieles, y no se puede llegar a él sino engañando con una mentira a los guardias, responde Agustín, luz de la teología, que hay que considerar para él cerrada la puerta de la eterna salvación, cuando para abrirla es necesario mentir286, ¿quién no ve con cuánta mayor razón respondería que si hay que abrir la puerta a la fe con la guerra injusta es preferible quede irremediablemente cerrada?

Mas porque esta demostración no deja lugar a duda, veamos lo que se sigue. Se pregunta si es causa justa de hacer la guerra la infidelidad de los bárbaros, y el hecho de que rechacen el evangelio. Brevemente respondo que en absoluto no es justa causa la infidelidad, de la que sólo Dios es juez y vengador. «El que es incrédulo, dice Juan, hace caer sobre sí la ira de Dios»; y más abajo: «El que no cree, ya está juzgado»287. Y Marcos: «El que no creyere será condenado»288. Esto cuanto a los infieles. En cuanto a los ministros del evangelio, dice Mateo: «Si no os recibieren, salíos y sacudid el polvo de vuestros pies sobre ellos»289. No dijo: sacad vuestras espadas contra ellos o arrojad vuestros dardos. ¿Cómo iba a permitir el uso del dardo o la espada el que mandó ir sin cayado ni báculo? ¿El que no sólo los mandó a predicar inermes, sino medio desnudos y descalzos, sin alforjas ni dinero? No dijo: mirad que os envío como lobos en medio de ovejas, sino al contrario, como ovejas entre lobos. «¡Qué hermosos, dice el profeta, los pies de los que evangelizan la paz y anuncian el bien!»290. Y ¡qué terribles los pies de los que vibran la espada y derraman la sangre! Y si han de ir armados los soldados de Cristo que pelean las batallas del Señor de los ejércitos, sea con las armas que muestra Pablo, gran Capitán: «Ceñidos los lomos con la verdad en la mente, y vestidos con la coraza de la justicia, y calzados los pies, prontos para la preparación del evangelio de la paz»291, y lo demás que enumera. Mas dirá alguno: ¿Qué hacer si las palabras no aprovechan y aprovecha el látigo; si les harta la paz ofrecida y temen la guerra que les amenaza? Esto está bien si son súbditos. Mas cuál sea el derecho que nos hace señores de los infieles, pregúntese a Pablo, el cual, gloriándose del poder que de Cristo había recibido, recoge velas y dice: «Qué me toca a mí juzgar a los que son de fuera? ¿Acaso no los juzgará Dios?»292. Léanse los comentarios de los santos padres, los cuales unánimemente enseñan la doctrina cierta del apóstol, que no tiene la Iglesia derecho y poder sobre los infieles, sino solamente sobre los que han entrado en el redil de Cristo por la puerta del bautismo. Por lo cual Agustín, hablando en cierto sermón con unos cristianos que se habían contaminado con sacrificios gentílicos, dice: «De los que están fuera, nosotros no juzgamos; hay que atraerlos para que crean; pero en vosotros los fieles se ha de cortar esa podredumbre»293; y más abajo: «No-quito sus ídolos, porque no tengo potestad sobre ellos; la tendré cuando sean cristianos.» Divinamente amonesta también Bernardo a Eugenio: «No conviene al vicario de Cristo la dominación del mundo, sino el apostolado, porque los príncipes de los gentiles los dominan, mas no ha de ser así entre vosotros»294. Ni se declara Pablo pronto a corregir la desobediencia de los suyos antes que la obediencia de ellos sea completa295, a saber, dice Agustín: «No puede el varón eclesiástico esgrimir el rigor de las leyes contra nadie, que no se haya él primero sometido voluntariamente a la Iglesia por la fe»296. Ya sea, pues, porque son infieles e ignoran a Cristo, o porque lo rechazan después que se les ha anunciado, no tenemos nosotros ningún derecho ni honesta causa de declararles la guerra. La cual doctrina confirma bastante con su autoridad Santo Tomás al enseñar que no corresponde a la Iglesia castigar la infidelidad en los que no han recibido la fe297.

Y porque son muchos los que han tratado con cuidado este punto, solamente haré notar que son dignos de perdón los que, guiados más bien por celo que por sabiduría, mientras engrandecen la autoridad nunca bastantemente ensalzada del romano Pontífice, pretenden extender también fuera de la Iglesia su poder y sus leyes, lo cual es tan ajeno a la verdad, que ninguno lo contradice mejor que los mismos sumos Pontífices, y el sentir perpetuo y la práctica de la Iglesia católica, que nunca castigó a los paganos o a los judíos porque rechazasen la fe de Cristo, ni creyó jamás que era justa causa de guerra la diversidad de religión. Porque, ¿cuándo ejercitó la Iglesia ningún acto de jurisdicción sobre los infieles en mil quinientos años?298. ¿Cuándo dió una sola ley? ¿Cuándo los despojó de sus bienes? ¿Cuándo los forzó a someterse a ella contra su voluntad o lo intentó siquiera? Fuera del caso de los príncipes cristianos, que teniendo en sus dominios súbditos infieles, dieron también para ellos leyes temporales. Y porque así lo opinan todos los doctos en esta materia, no hay para qué alargar la disputa, que más bien oscurecería la verdad.




ArribaAbajoCapítulo III

Algunos han creído que por causa de crímenes contra la naturaleza es lícito a los nuestros hacer la guerra a los bárbaros


Puesto que se reservó Jesucristo, juez de vivos y muertos, el castigo de la infidelidad, aun de la pertinaz y positiva, como dicen los teólogos, y ninguna ley eclesiástica da derecho a castigar a los infieles rebeldes, viene ahora la discusión de lo que puede con razón ponerse en duda, a saber: si, dejada aparte la causa de la fe, es lícito hacer guerra a los bárbaros por la poderosa razón de que cometen muchos y atroces crímenes contra la ley natural. Es decir, si se les puede forzar a que dejen la idolatría y ritos sacros abominables, el trato frecuente con el demonio, el pecado nefando con varones, los incestos con hermanas y madres, y demás crímenes de ese género.

Sería largo enumerar todas sus abominaciones, cómo se matan unos a otros sin causa, mezclan sus borracheras con sangre, tienen muchos como gran placer comer carne humana, otros inmolan niños inocentes a sus ídolos, otros celebran las exequias de los suyos vertiendo sangre ajena, y casi todos consideran la fuerza y robustez natural como apta tan sólo para hacer daño y saciar la ira, en todo iguales a bestias feroces, que toman naturalmente por presa suya los animales de menos fuerzas; y lo mismo es para ellos ser más fuertes que tener derecho a robar y saquear, y ser débil que quedar sujeto a la voluntad y antojo del más fuerte. Cuánta sea la fiereza de los bárbaros y cuán extendida por todo este Nuevo Mundo tan dilatado, cuáles sus ritos monstruosos, qué grande la tiranía de las leyes y los señores, requeriría un buen volumen para referirlo todo exactamente. Las crónicas e historias de Indias, aunque refieren muchas cosas, son, sin embargo, muy inferiores a la realidad. Porque, en cuanto atañe a nuestro propósito, es cierto que las costumbres de la mayor parte de los indios son propias de fieras, y tales que hacen verdadero el cuento de la fábula, que había unos que eran hombres en la cara, y en el cuerpo, peces, o lobos, o jabalíes. Brama, pues, de ira la turba de nuestros hombres y se alborota cuando oye referir estas atrocidades, o las ve con sus propios ojos, y se creen los soldados vengadores justísimos de tan grandes maldades, y cuanto alcancen a hacer con la espada, la muerte o el fuego contra tan abominables quebrantadores de la ley natural lo tienen a gloria; y, finalmente, sus entradas guerreras contra los bárbaros las ostentan como dignísimas de alabanza y premio ante Dios y los hombres.

Y no han faltado abogados y patrocinadores de esta opinión del vulgo. Unos porque dicen que tiene poder la Iglesia y su cabeza el romano Pontífice para castigar estos crímenes de los gentiles, en cuya opinión no me detengo por quedar ya refutada más que con nuestras palabras con las del apóstol, que, con ocasión del crimen de incesto en Corinto, el cual nadie ignora que es contra la ley natural, reprendió duramente a los fieles, pero dió testimonio que de los que eran de fuera, es a saber, los paganos, no le tocaba a él juzgarlos299. Otros más probablemente creen aportar una buena razón, atribuyendo el derecho de castigar los crímenes contra naturaleza no a la Iglesia, sino a cualquier príncipe, por precepto de la misma ley natural, al cual dan potestad y aun deber de decidir con su espada cuando una república está vejada por leyes y usos criminales y no quiere ponerse en razón; y después de someterla por la fuerza de las armas, imponerle leyes justas. Y si se les pregunta, entre muchos príncipes que son sabios y honrados, o se creen serlo, cuál ha de emprender este hecho sobre los demás, responden que, como en las otras cosas que la naturaleza hizo comunes, se ha de preferir la primera ocupación. Por tanto, pueden los españoles por derecho natural sujetar por las armas a estos bárbaros, una vez que el romano Pontífice les encomendó estas provincias, y ellos los primeros pasaron sus banderas vencedoras más allá de las columnas de Hércules y las llevaron a tierras dilatadísimas completamente ignoradas de la antigüedad. Y no es extraño que perdiesen los indios sus fortunas, cuando se les podía justísimamente quitar las vidas en castigo de sus grandes maldades. Y porque algunos dan importancia a esta opinión, y ella es conforme al gusto popular, es necesario que examinemos las razones que traen para su confirmación.

Es doctrina de Aristóteles, dicen, que la naturaleza en lo que puede proveer con la razón manda y es señora, y en lo que hace con el cuerpo, obedece y es sierva. Y más abajo: «Los bárbaros no tienen nada en que la naturaleza sea señora, por lo cual cantan los poetas que los griegos conviene que dominen a los bárbaros, y por naturaleza lo mismo es ser bárbaro que siervo»300. Habiendo, pues, sido hallados estos nuestros indios sobre manera bárbaros y feroces, y no estando dotados de razón para regirse a sí mismos y sus cosas, la misma naturaleza dispone que estén sometidos y obedezcan a los que los pueden señorear rectamente y gobernarlos de modo conveniente; y si resisten, el mismo autor enseña que se los debe someter por las armas. «Conviene, dice, usar de la guerra contra las bestias y contra los hombres que, nacidos para obedecer, rehusan estar sujetos, porque por ley natural es justa esta guerra»301. En otro lugar declara el filósofo su sentir sobre la guerra contra los bárbaros por estas palabras: «No hay que acometer, dice, las cosas de la guerra para reducir a servidumbre los que no la merecen, sino primeramente, para no ser compelidos ellos a servir a otros; en segundo lugar, para obtener el imperio en utilidad de los sometidos a él, no el imperio por sí mismo: finalmente, para someter a servidumbre a los que son dignos de ella»302. A lo mismo pueden reducirse algunos sucesos de la historia de los romanos, los cuales por su rectitud y buen juicio se cree llegaron a apoderarse del mundo, decretándolo así los divinos consejos, cuyo imperio lo vemos alabado de los santos Padres303, y lo que es más, de las mismas divinas Letras304. Pero mucho más se aventajan los cristianos a los bárbaros. que antiguamente los romanos a los demás pueblos.

La segunda razón es que los hijos de Israel sometieron por la guerra a los amorreos y demás pueblos, por su idolatría, como largamente refiere el libro de Josué y el de la Sabiduría. Pues, ¿por qué no ha de ser permitido a los cristianos adoradores del verdadero Dios vengar sus injurias y traer a los idólatras al culto de su criador? Razón que confirma la autoridad de Cipriano305. «Si antes de la venida de Cristo, dice, se guardaron estos preceptos acerca del culto de Dios y del desprecio de los ídolos, ¿cuánto más se han de guardar después de su venida?» La tercera es que si viviesen los hombres en el estado de ley natural, antes de que se formasen los reinos o se estableciese república y modo de gobierno, sería lícito al varón sabio y virtuoso retraer al malvado de sus crímenes por la palabra o por la fuerza, y castigar al contumaz, a no ser que creamos a la naturaleza tan descuidada de sí que no señalase ningún juez natural de sus leyes. y a nadie poder para dominar. Pues de la misma manera una república bien constituída tendrá también derecho de forzar a los bárbaros a vivir conforme a las normas de la razón: porque de lo contrario, muchos crímenes atrocísimos quedarían naturalmente sin enmienda ni aun posibilidad de ella; lo cual es en gran manera absurdo.

Añádase a esto que si una república llegase a ser gobernada por niños o por hombres sin juicio y medio dementes, con grave detrimento de los súbditos, sería lícito por ley de caridad a los príncipes vecinos, de derecho natural, si no pudiesen remediar de otra manera la mala administración de aquéllos. acudir a la fuerza de las armas para obligar al pueblo y a los magistrados a que se eligiesen un príncipe idóneo o, si no pudiesen conseguirlo, tomar ellos mismos la pública administración aunque reclamasen ellos gravemente. Pues bien: la nación de los indios tiene menos de equidad. juicio y prudencia que si fuesen niños o varones de juicio insano. ¿Por qué, pues, se ha de condenar que se les quite el principado por la fuerza, para su bien y a fin de que vivan en paz? Finalmente, cualquiera puede defender al inocente de una injuria o de la muerte, y si es necesario castigar al agresor, dañándole en su fortuna o en su misma vida. Pues cosa manifiesta es que entre estos bárbaros se cometen innumerables daños de inocentes, cuando cogen al primero que encuentran y le dan la muerte; y aun con los suyos son feroces, matando los niños y las mujeres y la plebe miserable, hasta el punto de haberse hallado muchos lugares inundados de sangre humana como si fuesen mataderos, de lo cual puede dar abundantes ejemplos el imperio mejicano. Por lo cual no sólo aparece lícito, antes conforme a razón, domar principalmente con las armas a bárbaros tan furiosos e insanos. Estas son las principales razones que traen algunos en favor de la guerra contra los indios.




ArribaAbajoCapítulo IV

Refutación de la doctrina anterior


Si dejada aparte la parcialidad de los bandos, que como niebla espesa suele oscurecer la luz de la verdad, atendemos sólo a los dictados de la ley eterna, no cabe duda que toda oscuridad que envuelve este problema se aclarará, quedando patente que tan inicuo es hacer lo injusto, como hacer lo justo injustamente. «Harás lo que es justo de manera justa», dice la ley divina306; palabras que declara el gran Dionisio, justo apreciador de la divina y humana sabiduría307: «Que los infieles, dice, los idólatras, los reos de crimen nefando, los incestuosos, los que no guardan pacto ni tienen misericordia, los desobedientes a sus padres, los ingratos, los facinerosos y los manchados con cualquier otro crimen308 han de ser reprimidos y castigados en sus bienes y aun en su propia cabeza, es cosa muy justa y razonable; pero falta averiguar quién y con qué, autoridad impondrá la pena». Pues no por que tú hayas pecado luego al punto nace en mí la potestad de aplicarte el castigo, a no ser que me asista el derecho y entienda legítimamente en tu causa. Ni porque una república peque dando leyes perniciosas y torpes, o su príncipe y magistrados se entreguen a perdidas costumbres, tendrá otra república vecina o su príncipe derecho a dar leyes mejores, hacer fuerza para que contra su voluntad las reciban y observen, a los que no se quieran someter forzarlos con las armas y a los renitentes privar de su fortuna y de la vida. Porque si se permite tan exorbitante poder a una república sobre otra, en breve tiempo se perturbará todo el orbe de la tierra, y se llenará el mundo de discordias y de muerte. Mucho mejor lo dispuso la ley eterna e inmutable de Dios, que ninguna sabiduría puede enmendar ni nadie puede con temeridad violar. Dice, pues, esta ley que por lo que hace a dar leyes y a castigar los delitos, el mismo derecho tiene un príncipe sobre otro príncipe, y una república sobre otra república, que tiene un ciudadano sobre otro ciudadano, un particular sobre otro particular. Solamente señalan una diferencia los preclaros ingenios que con claridad y plenitud han tratado esta cuestión, a saber: que no sólo es lícito; a la república defenderse contra el injusto agresor, lo mismo que cualquier particular, y rechazar la fuerza con la fuerza, sino que además puede por propia autoridad vengar las injurias que se le hayan inferido, lo cual no es lícito a los particulares; pues claramente muestra la razón que un ciudadano privado tiene a quién reclamar y pedir justicia, esto es, al público magistrado, del cual con razón puede esperar la reparación de la injuria; pero una república contra otra república no tiene para poder acudir a un tribunal superior y común a ambas, y, por tanto, si por sí misma no venga las injurias, sucederá que, violada y herida por todas partes, no pueda rehacerse, y perezca.

Todo lo cual, habiéndolo observado en, la misma naturaleza como en ley manifiesta, y en el uso universal de los hombres desde los tiempos más remotos, cuando alegan en sus guerras cualquier color o pretexto de justicia, los sabios todos, sagrados y profanos, establecieron que solamente es causa justa y honesta de declarar la guerra, reparar los daños o vengar las injurias propias o de los suyos, a saber: de los propios ciudadanos o de los aliados, o finalmente de los que injustamente damnificados imploran su auxilio. Fuera de esta causa de la injuria recibida o de la violación del derecho de gentes, no reconocieron nuestros mayores otra que fuese justa, ni de ganar honra, ni de acumular riquezas, ni de extender la dominación, ni aun siquiera la de propagar nuestra santa religión. Y a cuantos sin haber recibido injuria empuñaron las armas, los juzgaron más dignos del nombre de bandidos que no del de soldados. Agustín, varón de excelso ingenio, investigador incansable de cuestiones difíciles, acuciado por las calumnias de los maniqueos y gentiles contra la fe cristiana, tratando muchas veces y con diligencia todo este negocio de la guerra, determina invariablemente que la única causa que la justifica es la necesidad de repeler las injusticias309 . «Guerras justas, dice en un lugar, suelen definirse las que vengan las injurias.» Asimismo Ambrosio, tratando de la fortaleza, escribe: «No se hace ella juez de sí misma, porque si no la fortaleza sin la justicia es materia de pecado, pues cuanto es más fuerte tanto es más propensa a oprimir al débil, siendo así que aun en las guerras hay que mirar si son justas o injustas; y nunca David hizo la guerra si no fué provocado»310 . ¿Ves qué entiende Ambrosio por guerra justa? Aquella en que el príncipe, a ejemplo de David, viste las armas sólo después de ser provocado. Y en el mismo sentido define Isidoro la guerra justa, diciendo «que es la que se hace por público edicto para reclamar los bienes o para rechazar a los agresores»311

Finalmente, la guerra se hace siempre por necesidad, lo cual no se ocultó a Tulio, el cual en su tercer libro de la República, como refiere Agustín312, pues no ha llegado a nosotros esa obra, determinó que ninguna guerra emprende una república honesta, si no es por la fe o por la propia salud, entendiendo por la fe la lealtad a los pactos hechos con los confederados, y por salud el bienestar y seguridad de la república contra los agresores. Y, a la verdad, cuantas guerras se refieren en las sagradas Letras que emprendieron aquellos varones santos y esclarecidos, en los que se alaba que fueron fuertes en la guerra y deshicieron los campos de los extraños313, desde aquella primera guerra que hizo el patriarca Abraham para rescatar a Lot, su pariente314, hasta las postreras que hicieron los Macabeos por la salud de la patria, las leyes y la libertad, siempre se hace mención de alguna injuria recibida primero, de suerte que más bien aparece rehusada cuando era necesaria, que no buscada cuando no lo era, salvo el caso en que por autoridad divina se hicieron algunas cosas, que más hay que atribuir a consejos divinos que a propósito humano.

Y por pasar de los tiempos antiguos a la Iglesia católica, columna y firmamento de la verdad, tenemos el sentido y el uso constante de más de mil y cuatrocientos años, en los cuales nunca tomó las armas contra los bárbaros o los paganos, que ningún mal nos hacían, ni aconsejó a los suyos que las tomasen, teniendo príncipes poderosísimos y religiosísimos, y constando que los infieles estaban manchados con todos los crímenes. Sabe bien el pueblo fiel que Cristo, preguntado, respondió: «Oh, hombre, ¿quién me ha constituído juez entre vosotros?»315. Si los indios, enviando sus embajadores, llamasen espontáneamente a los nuestros para que les compusiesen sus diferencias, tendría tal vez algún color esta potestad que se ha introducido de dar leyes, corregir y castigar. Pero es lo cierto que ahora aguantan muy a disgusto los jueces que se les han entremetido sin llamarlos, y a los componedores forzados que no sólo dan leyes y definen el derecho a los que sólo a la fuerza lo aceptan, sino que se constituyen en crueles vengadores de delitos de los tiempos pasados. ¿Por ventura somos nosotros más sabios que nuestros antepasados? ¿Tenemos un celo de la fe más ardiente que ellos? Es mucha verdad lo que escribe Gregorio: «Los que quieren propagar la fe con aspereza y crueldad, más bien se demuestra que buscan su interés que no el de Jesucristo»316. Entretanto, ¿quién no ve el odio implacable que con su proceder despiertan en los bárbaros contra el nombre cristiano? ¿Quién no reconoce el escándalo tan grave e incurable que en ellos se produce? Todo se resume en un odio obstinado y furor contra la fe y en la ruina cierta de muchas almas. Ni es este escándalo separable de la misma causa de la fe, o pertenece al género de aquellos que se dicen no dados, sino recibidos317. Jesucristo paga sin obligación el tributo por no dar escándalo, y nosotros cuando nos apoderamos de tierras que no son nuestras, cuando hacemos vejaciones y robamos, ¿no será razón que temamos dar justo escándalo? Ello mismo clama por sí.

Por lo demás no van ahora las cosas de manera que pueda presumirse se han de soltar los frenos al furor y licencia militar, y lo que más importa, las leyes de nuestros católicos reyes señalan otra muy distinta manera de conducta, las cuales es justo obedecerlas. Por lo cual los ingenios más ilustres de nuestro tiempo que han tratado de propósito la causa de los indios han condenado esa manera de hacerles guerra, ya en gravísimas prelecciones jurídicas de cátedra, ya también en libros escritos con esmero318. Cuya opinión ya hace tiempo ha ganado el campo entre todos y ha merecido la aprobación de las insignes Universidades de Alcalá y Salamanca, que, según he oído decir, han condenado y proscrito un libro de cierto autor contrario a los indios, y aun del mismo Consejo de Indias, que prescribe otros modos muy diversos en las nuevas expediciones o entradas de indios, cuya conveniencia expondremos más abajo, después de contestar a las objeciones arriba propuestas.




ArribaAbajoCapítulo V

Se responde a las objecciones en favor de la conquista de los bárbaros


En primer lugar, qué quiso decir el filósofo al afirmar que los bárbaros son por naturaleza siervos, no es difícil averiguarlo tomando su discurso de más arriba. Porque juzga sabiamente que en la república bien constituída, por impulso de la misma naturaleza, unos deben mandar y otros obedecer. Lo cual es mucha verdad. De aquí colige que los griegos eran nacidos para mandar por ser más sabios, y los bárbaros para servir por ser rudos e ignorantes. ¿Qué cosa más puesta en razón que los ancianos y de maduro juicio presidan, y que los jóvenes obedezcan; que las mujeres sean regidas por los hombres, y los niños por el arbitrio de los mayores? Mas quien quisiere deducir de aquí que es lícito arrebatar a los bárbaros el poder que poseen, con la misma razón concluirá que donde reine un adolescente o una mujer se les puede por fuerza quitar el reino, y lo mismo a un rey inepto, o arrojar a un prelado indocto del pontificado. Tido lo cual a nadie se le oculta cuánto contradicen las leyes divinas y humanas. Porque una cosa es qué hay que hacer conforme a la razón y a la naturaleza, y otra qué es lo que si está hecho no se puede deshacer. Con razón, pues, reinan los más sabios y los de espíritu más noble; mas si de hecho reina un ignorante o un bárbaro, no es de derecho, sino injuria, arrojarle del poder. De lo contrario todos los mortales estarán expuestos a la rapiña y a la muerte.

Lo que se añade, tomado del mismo filósofo, sobre la guerra justa contra los bárbaros que rehusan servir, es más oscuro e infunde sospechas de que no proviene de razón filosófica, sino de la opinión popular. Puede, sin embargo, entenderse rectamente, si es que tambiénen este punto se ha de mantener religiosamente la autoridad de Aristóteles, diciendo que es justo decretar la guerra contra los bárbaros que no quieren servir, si se trata de bárbaros que no tienen república ni magistrados ni leyes, antes como fieras vagan sin asiento ni gobierno estable; de los cuales es bien sabido que los hubo en la antigüedad y los hay ahora en gran muchedumbre. Mas la guerra contra éstos no ha de consistir en llevarles la muerte y servidumbre de todas maneras, sino en una fuerza moderada con que se determinen a vivir como hombres y no como bestias. Y si Alejandro Magno, atraído por el deseo del mando, quiso llevar las banderas macedónicas por todo el mundo, no hemos de cuidarnos demasiado de lo que Aristóteles le dijo más bien adulando que filosofando. Por más que el mismo sabio en la Retórica a Alejandro no disiente de nuestros autores, pues resuelve que se ha de emprender la guerra contra los que maquinan violar injustamente la república o sus amigos o confederados319.

Pues lo que se alega de los romanos hace poco al propósito. Porque, aunque se alaba en ellos, y con razón, que rigieron a los súbditos con leyes más justas y guardaron con gran fidelidad los pactos y alianzas, sin embargo, ni ellos mismos niegan que ocuparon muchas tierras tiránicamente, y así dijo uno: «No fué el derecho quien dió las armas, sino las armas las que dieron el derecho»320, y Agustín llama a su imperio honoríficos latrocinios. Y sin embargo, si no me falta la memoria, sus historiadores más célebres sólo narran las guerras que quieren hacer creer que fueron hechas, como dice un ilustre autor, por la fe o la salud pública. Y lo que objetan de la conquista que los israelitas hicieron de los cananeos, más bien confirma poderosamente nuestra sentencia, pues cuando los sagrados expositores llegan a aquel punto, exponen con diligencia las causas de la guerra justa, y la principal que da Agustín es que es guerra justa la que manda Dios hacer, el cual sabe lo que merece cada uno, y en la que el caudillo o el pueblo más bien son ejecutores que autores. Pues como obedeció Abraham a Dios cuando le mandó dar muerte a su hijo inocente, puesto que es señor de la vida, así también debió Josué, hijo de Nave, o cualquier otro capitán, ejecutar la sentencia de Dios contra los pueblos criminales, y poner su espada al servicio del que es juez y dueño de todos. Y no se sigue de ahí que pueda un padre dar muerte a su hijo o un príncipe empuñar las armas contra un pueblo ajeno por impío que sea. A lo cual se añade que los mismos sagrados escritores acumulan razones para declarar que no fué injusta y contra el derecho de gentes la guerra de los hebreos contra los amorreos y demás pueblos de Palestina, que sería largo declarar y no son necesarias para nuestro intento. Notemos tan solamente que los santos padres enseñan con toda claridad que ni la idolatría, ni otros crímenes contra la naturaleza, fueron causa bastante para que los hebreos expussasen aquellas gentes de sus tierras y las devastasen, puesto que con tanta diligencia buscan otras causas321. Y cierto, los mismos crímenes o menores son los de nuestros bárbaros, y los que la Escritura refiere de aquellas gentes. Dice así el libro de la Sabiduría: «Miraste con horror a los antiguos moradores de tu tierra santa, pues hacían obras detestables a tus ojos con hechicerías y sacrificios impíos, matando sin piedad a sus propios hijos, comiendo las entrañas humanas y bebiendo la sangre en medio de tu sagrada tierra. A estos tales, que eran al propio tiempo padres y parricidas de aquellas criaturas abandonadas, los quisiste hacer perecer por medio de nuestros padres»322. Y lo demás que, sigue. No creo que se acuse a los indios de cosas más horrendas, ni aun a los caribes que son los más sanguinarios de todos. Por esta causa, interponiendo el Sabio la autoridad divina para la destrucción de aquellas gentes, pregunta más abajo: «¿Quién, pues, te hará cargos por haber exterminado las naciones que tú criaste? Porque no hay otro Dios sino tú, que de todas las cosas tienes cuidado, para demostrar que no hay injusticia alguna en tus juicios»323. Como si dijera: no entras en terreno ajeno, ni te entremetes a juzgar inicuamente, ni fuerzas a las gentes a que paguen con penas merecidas sus delitos.

También se alega sin razón la autoridad de Cipriano, cuyo verdadero sentido es muy otro324. Porque tratando de defender el martirio, quiere que el cristiano deteste de tal manera el culto de los ídolos, que esté dispuesto a sufrir cualquier tormento antes que cometer tal impiedad. Y en confirmación de esto nota cuánto aborreció Dios en otro tiempo la idolatría, que por causa de ella mandó a los suyos que entrasen a sangre y fuego en los extraños, y en consecuencia, cuánto más deben los fieles en tiempo de la gracia de la revelación dar gustosos su sangre antes que culto a los ídolos. Y así concluye: «Si antes de la venida de Cristo se guardaron tales preceptos sobre el culto de Dios y el desprecio de los ídolos, ¿cuánto más se han de guardar después de su venida, cuando él nos enseño no sólo de palabra, sino con la obra, habiendo padecido después de muchas injurias y afrentas su pasión y muerte de cruz, para que nosotros a su ejemplo aprendiésemos también a padecer y morir?» Hasta aquí Cipriano.

Lo que se argüía de la ley natural, milita más bien en favor de la causa de los indios. Porque no tendría por derecho natural un hombre privado potestad de imponer penas a otro hombre privado, ni fuerza alguna coactiva, siendo todos los hombres por naturaleza iguales. Mas porque no podían informarse rectamente las costumbres, ni mantenerse la sociedad en el deber plugo a todos crear el poder público, al cual traspasó cada uno su derecho, y que podría, por tanto, dar leyes y castigar a los culpados, en virtud del poder recibido de toda la multitud. Y si los magistrados o la república de los bárbaros no cumple con su oficio, tiene por juez a Dios, no, a otra república o príncipe extranjero. Porque si no, cuando delinquen gravísimamente nuestros príncipes o magistrados, tendría derecho el francés o el inglés, o el italiano a castigar los delitos de la república de España y gozar mutuamente entre sí los príncipes de esta potestad. Nada más absurdo ni pernicioso para la sociedad humana puede decirse. Ni aun consintiendo la voluntad de los súbditos puede reprimirse por la fuerza la locura e insipiencia de los gobernantes. Por tanto, si los príncipes bárbaros tratasen a sus súbditos inicua y tiránicamente, podrían ser librados los inocentes por la fuerza, si no hubiese otro medio, de su maldad e injusticia; mas si la corrupción de costumbres ha llegado a ser tal que los súbditos se plegan a ella voluntariamente, no pueden ser compelidos con violencia por los extraños a la virtud.

Ni, finalmente, es una misma razón, cuando niños o dementes gobiernan la república. Porque es conforme a la naturaleza que los niños no manden a los varones, no diferenciándose el niño, como dice Pablo, «en nada del siervo, aunque sea heredero de todo»325; y mucho menos no pueden tener los dementes derecho alguno de gobernar a los que gozan de su razón, como ni tampoco las bestias sobre el hombre. Mas estos bárbaros gobernantes y súbditos, todos son igualmente sabios o insipientes. Por lo cual, si como dice la antigua parábola, los árboles silvestres eligen por rey a la zarza, dejando al olivo, la higuera o la vid, ¿qué milagro si se queman con su fuego?326. Porque éste es, en suma, el asunto que importa, que los bárbaros no son tales por naturaleza, sino por gusto y por hábito; son niños y dementes por afición, no por su ser natural; por tanto, todo lo que delinquen, no le toca a nadie castigarlo.




ArribaAbajoCapítulo VI

La causa de hacer la guerra para defender los inocentes que sacrifican los bárbaros


Al final de esta disquisición sobre la guerra haré memoria de la opinión de teólogos ilustres que afirman se puede alegar como justo título de la guerra contra los indios la defensa de los inocentes. Dicen que si las costumbres y leyes son tan tiránicas, que lleguen a matar con frecuencia a los inocentes, como lo hacen los Caribes, para comérselos o inmolarlos a sus dioses, que entonces sí es lícito a los nuestros y a cualquier príncipe librar a estos infelices de la muerte, y si es preciso resolver el negocio por las armas y apartar a los bárbaros de tan grave crueldad. Y esto, añaden, por una razón manifiesta: porque si un hombre particular puede librar a un inocente de la muerte, aun con la muerte del agresor si fuese necesario, con mucha mayor razón le será esto lícito a una república contra otra; «porque a cada uno ha dado Dios cuidado de su prójimo», dice el Sabio327, y en otra parte: «Procura salvar a los justos que son condenados a muerte, y haz lo posible por librar a los inocentes que van a ser arrastrados al suplicio»328. Y no obsta que las mismas víctimas padezcan voluntariamente y se ofrezcan a la muerte; más aún, que resistan con todas sus fuerzas de ser libertados por los nuestros; porque no son dueños de sus vidas; y es cosa clara que si un hijo ofreciera espontáneamente el cuello al cuchillo de su padre enfurecido sería lícito, sin embargo, librarlo de la muerte aun contra su voluntad.

Así han discurrido ellos; y no pretendo contradecirles, sabiendo que es causa justa de la guerra la fe, y que ésta se ha de mantener con quien se acoge a nosotros ofendido por quien tiene más poder. Y defender a un inocente de la muerte, aunque calle él, clamando como clama la naturaleza, nadie habrá que lo niegue a quien pueda socorrerlo, antes se lo tendrá por muy encomendado. Quede, pues, establecido que es justa causa de hacer guerra a los bárbaros homicidas la defensa de los inocentes.

Mas esta doctrina, aunque sutilmente discurrida, es en la práctica de poca utilidad. Porque por un lado se ha de prestar esta ayuda al inocente con el menor daño del agresor, y, por tanto, no será lícito quitar a los bárbaros el dominio o la vida, si pueden ser contenidos por el temor o por alguna sujeción; y por otro es inútil querer defender a quienes con la defensa se ocasiona mayor mortandad. Y consta abundantísimamente que más vidas sin comparación han consumido las guerras de indios que ninguna tiranía de los bárbaros. Por lo cual, hablando moralmente, con dificultad, o por mejor decir nunca, se podrá alegar la defensa de los inocentes, como causa de guerra contra los indios. Porque como ya noté arriba, y conviene repetirlo, en la devastación de los cananeos y ocupación de Palestina, ni señalan los santos Padres esta causa, a pesar de que las sagradas Letras dicen que esas naciones estaban manchadas con todos los crímenes, y. además, tampoco estuvieron libres red derramamiento de mucha sangre inocente. En el libro de la Sabiduría leemos de esta manera: «Ya sacrificando sus propios hijos, ya ofreciendo sacrificios entre tinieblas, o celebrando vigilias llenas de delirios, ni respetan las vidas, ni la pureza de los matrimonios, sino que unos a otros se matan por celos, o con sus adulterios se contristan. Por todas partes se ve efusión de sangre, homicidios, hurtos y engaños, corrupción, infidelidad, alborotos, perjuicios, vejación de los buenos, olvido de Dios, contaminación de las almas, incertidumbre de los partos, inconstancia de los matrimonios, desórdenes de adulterios y lascivia, siendo el abominable culto de los ídolos la causa, el principio y fin de todos los males»329. Estas son las obras de los gentiles que recuerda el profeta con dolor del haberlas aprendido el pueblo de Dios. «Se mezclaron, dicen con los gentiles y aprendieron sus obras, y dieron culto a sus ídolos y fué para ellos un tropiezo, e inmolaron sus hijos y sus hijas a los demonios. Derramaron la sangre inocente, la sangre de sus hijos e hijas, que sacrificaban a los ídolos de Canaán»330.

Estas cosas se han referido por extenso para que no nos maravillemos tanto de las costumbres fieras y sanguinarias de nuestros bárbaros, sabiendo que es este vicio común a la idolatría, que, como dice el Sabio, «es la causa, principio y fin de todos los males». Así llegaremos a comprender que todas las razones que algunos alegan contra los indios, no faltaron a los antiguos justos que vivieron en la ley o en el evangelio contra los infieles de su tiempo y las naciones bárbaras, mas de ninguna manera las creyeron suficientes para devastarlas con la guerra.




ArribaAbajoCapítulo VII

Que todo lo dicho contra la guerra de los indios lo confirma no solamente la ley de Dios, sino también la del rey


No hemos hecho corta labor al derribar por tierra todos los motivos de guerra contra los bárbaros anteriores a nuestra entrada a ellos, a fin de que, destruído el error vulgar de los que creen hacerles beneficio al darles a cambio de su libertad. y sus tierras la fe de Jesucristo y la vida de hombres racionales, hayamos podido también refutar el error de los, que, queriendo saber más de lo que es razón, dan derecho a los nuestros para reprimir y aun castigar sus crímenes, lo cual creo haber quedado bien de manifiesto que no se puede hacer sin gran injusticia. Con esto parece quedar abierto el camino para tratar lo que han de hacer cuantos habiendo tomado parte en las guerras contra los indios, se han enriquecido abusando por derecho de guerra, del trabajo y la servidumbre de esos miserables, de los cuales sobreviven aún hoy día no pocos; si les pudo por ventura excusar la ignorancia, y si están obligados de todas maneras a restitución ellos o sus haciendas, cualesquiera que sean las manos en donde han venido a parar; y, finalmente, qué remedio se puede hallar en tan grave trastorno y perturbación. De todas estas cosas, aunque es difícil y peligroso dar voto y censura, sin embargo, con el favor de Dios trataremos en su lugar.

Ahora consideramos en general el derecho y la injusticia de declarar la guerra, y añadimos como fundamento de toda esta materia que habiéndose hecho en todos los reinos de Indias tantas guerras, y habiendo sido sometidas tantas naciones, sin embargo, a ningún linaje de indios ha sometido a esclavitud la ley real, antes, al contrario, a todos los indios los ha declarado libres y que puedan usar libremente de sus cosas y haciendas, señalando gravísimas penas a los que los hicieren esclavos suyos, como cogidos por derecho de guerra. Más aún, en todas las entradas que se hacen, o se intenta hacer, ya sea para buscar nuevas gentes, ya para explorar las ya descubiertas, se ha decretado con ley inviolable, que ni nuestros soldados acometan sin ser provocados a los bárbaros para vejarlos o hacerles mal, ni los sometan a esclavitud cualquiera que sea la forma en que hayan sido cautivados. Con la cual ley queda demostrado que ningún derecho de guerra se concede a los nuestros a causa de la barbarie y ferocidad de los indios por grande que sea.

Y porque con leyes divinas y humanas hemos echado por tierra todas las causas de hacer guerra a los indios; cerrado este camino de predicarles el evangelio, después de tenerlos sometidos por la fuerza de las armas, resta que investiguemos si queda algún otro camino para anunciar a los infieles a Cristo.




ArribaAbajoCapítulo VIII

No se puede observar exactamente entre los bárbaros la manera antigua y apostólica de predicar el Evangelio


Después de mucho meditar, me ocurren tres maneras de predicar con fruto la fe entre los bárbaros, cuya equidad y conveniencia es necesario examinar con cuidado. La primera es que siguiendo el uso e instituto de los apóstoles entre los predicadores a los gentiles confiados en el auxilio divino, sin ningún aparato militar. La segunda es no hacer entradas a gentes nuevas, sino sólo a las que ya están sometidas a los príncipes cristianos justa o injustamente, y a ellas predicar la palabra de Dios. La tercera, que entren los ministros de Dios y prediquen a Jesucristo donde todavía no ha sido anunciado, pero auxiliados con ayudas humanas y presidio de soldados que les defiendan las vidas. Los tres caminos tienen sus provechos y sus dificultades, y no es necesaria poca luz del cielo para determinar si los tres son dignos de alabanza o de vituperio, y si alguno debe preferirse a los otros en el caso que no sea posible seguirlos todos, y finalmente, ¿qué debe proveer en cada uno el siervo de Cristo.

El primer modo no hay duda que es conforme a toda conveniencia y equidad y superior a toda alabanza, consagrado por Jesucristo, capitán y apóstol de nuestra conversión, e ilustrado por los santos apóstoles, que con su paciencia y eximia pobreza vencieron el poder del mundo. De ellos dijo Isaías: «Hollarán la ciudad excelsa los pies del afligido, y los pasos de los menesterosos»331. Hay en este modo evangélico (no se puede usar palabra más alta) de predicar mucho consuelo para los ministros de Dios, que hacen una vida celestial completamente apartada de toda especie de codicia o de violencia y, por consiguiente, gustosa y libre. Porque el mismo Señor dijo: «No te abandonaré ni te desampararé»332, y en otra parte: «Cuando os envié sin alforjas ni provisiones, ¿Por ventura os faltó algo»333.Testigo sobrado es de ello nuestro padre maestro Francisco [Javier], quien dice, hablando como de otra persona, que eran tan grandes los torrentes de gozo y consolación divina que inundaban su alma durante aquella su peregrinación verdaderamente dichosa, que se veía forzado a rogar a Dios que o fortaleciese su flaqueza, o le mandase pasar de esta vida, porque no podía sufrir la fuerza de la celestial dulzura. Tal vez los hombres se resistan a creerlo, pero los experimentados saben lo que reciben, y ningún otro lo sabe, sino el que lo experimenta334.

Además, el fruto del evangelio es de esperar con razón será mayor, cuando las obras no contradigan a las palabras, sino que el predicador de Cristo con su ejemplo, su mansedumbre, su pobreza y su benignidad hiera a las almas con más fuerza que las orejas con la palabra. No se atrevía Pablo a hablar cosa de lo que por él no hiciese Cristo335. Maravillosa es la vida evangélica y atrae a sí los ojos y las almas de todos con su novedad, y cuando ven los hombres que no buscan sus cosas, sino a ellos, entonces no sé cómo se dan con gusto a sí mismos y sus cosas con ellos. Finalmente, cuantas molestias, dificultades, peligro y la misma muerte y los tormentos toquen en suerte al soldado de Cristo, pertenecen a acrecentar el colmo de su gloria; y lejos de incitarle a huir, le ofrecen la palma y el fruto preciosísimo de todos los combates, el triunfo de la cruz. Por estas razones, cuantos toman el oficio de dilatar el evangelio, consideran su suerte más dichosa, si pueden predicarlo al modo evangélico. En lo cual no hay duda que ha cabido buena dicha a los padres de la Compañía en la mayor parte de la India oriental, donde han podido anunciar a Jesucristo de manera verdaderamente apostólica a muchas naciones: a los indios, persas. árabes, etíopes, malabares, japoneses, chinos y otros innumerables.

Y, sin embargo, quien quiera seguir este modo de evangelizar con todos sus pormenores, en la mayor parte de las regiones de este mundo occidental dará pruebas manifiestas de una extrema insensatez. Sea la experiencia testigo mayor de toda excepción. Y por callar de otras regiones, solamente la Florida, primera, segunda y tercera vez, dió muerte a los predicadores que allá fueron, sin causa y sin haberlos siquiera oído, como lo probaron los Dominicos y lo experimentaron los de la Compañía más de lo que quisieran. Así que el modo y orden de los apóstoles, donde, se puede guardar cómodamente, es el mejor y más preferible; pero donde no se puede, como es por lo común entre los bárbaros, no es prudente ponerse a riesgo, bajo especie de mayor santidad, de perder la propia vida y no ganar de modo alguno la ajena. Dos causas se ofrecen de que la regla y forma de los apóstoles no pueda guardarse exactamente entre estas naciones. Una bien conocida es que estas gentes, hechas a vivir como bestias, dan muy poco lugar a costumbres humanas, sin pactos, sin misericordia y cada uno se deja llevar temerariamente de su antojo; con los; huéspedes y extranjeros no observan ningún derecho de gentes, cuando ni entre sí conocen las leyes de la naturaleza: por lo cual confiarse a la razón y libre albedrío de éstos será como pretender entablar amistad con jabalíes o cocodrilos. Y no hay aquí que esperar un verdadero martirio, que sería gran alivio en tantos trabajos, porque no se recibe la muerte por la fe, por Cristo o por la religión, sino para darles con la propia carne un manjar más sabroso a su paladar, como es común en el Brasil y en toda la costa de la mar del Norte de este Nuevo Mundo, o para proporcionarles un despojo de honra entre ellos, o finalmente porque no han visto nunca al extranjero y quieren probar cuánto podrán hacer con él. Los apóstoles predicaban a Cristo, escándalo para los judíos y locura para los gentiles336; los unos buscaban sabiduría, los otros milagro. Pero todos eran hombres de razón y los odiaban por el nombre de Cristo, y así su persecución los hacía más bienaventurados, y por ella se amplificaba más de modo admirable la gracia de Dios. Pero los bárbaros no piensan sino en que somos hombres, y aun esto mismo se han hallado muchos que por harto tiempo lo han dudado.

Otra causa hay de que no podamos poner por obra la predicación apostólica al modo de los apóstoles, y es que nos falta la facultad de hacer milagros, que los apóstoles poseían, con cuya autoridad y poder fácilmente lograban con su palabra cuanto pretendían. Eran tenidos por hombres semejantes a dioses337, y de esa manera su pobreza, su abyección, su bajeza, su falta de erudición profana, más bien les ganaba honra, que no desvío o menosprecio; pues todos admiraban su poder divino, y los gentiles prudentemente conjeturaban que eran hombres de afectos superiores y totalmente celestiales; lo cual creyeron digno las sagradas Letras de consignarlo tratando de Sergio Paulo, varón proconsular338. Pero nuestros predicadores, no pudiendo hacerse admirar y temer de los bárbaros con la majestad de tales obras, no les resta sino ser menospreciados y tenidos en poco por lo demás que muestran de pobreza e impotencia, que no es atribuído a noble y generoso ánimo, sino a miserable y adversa fortuna; y siendo los bárbaros en su mayor parte bajos y viles, por necesidad no conseguirán de ellos los nuestros sino escasez en todas las cosas. Y si bien es cierto que no se ha de predicar por la comida, mas sin la comida no se puede evangelizar. A lo cual hay que añadir que la avaricia y la ferocidad de nuestros hombres les ha soliviantado de tal manera que creen -mirar por sí matándolos sin diferencia alguna, siempre que los pueden haber a las manos. No solamente, pues, falta en este tiempo la fuerza de los milagros, sino que en lugar de ellos abundan por todas partes los crímenes, y con este gravísimo inconveniente parece cerrada por completo la puerta para el primer modo de evangelización apostólica que hemos propuesto. Hasta el punto que los superiores de nuestra Compañía han ordenado sabiamente que, bajo especie de perfección evangélica, no se han de confiar temerariamente los predicadores del evangelio al arbitrio de los bárbaros. Pues conociendo la falta de juicio y la imprudencia de los puercos y los perros hemos de pensar que también nos es mandado por Cristo no arrojar en vano las preciosas margaritas delante de ellos para que las pisen, y revolviéndose contra nosotros nos destrocen339.




ArribaAbajoCapítulo IX

Por qué no se hacen ahora milagros, como antiguamente, en la conversión de los infieles por los predicadores del Evangelio


Muchos se admiran y preguntan, no del todo fuera de razón, cuál es la causa de que en la predicación del evangelio a las gentes nuevamente descubiertas, no se vea aquella fuerza de hacer milagros que prometió Cristo a los suyos340, y que tiene indudablemente singular eficacia para confirmar los, dogmas sobrenaturales. Porque hay innumerables naciones cuya salvación no podemos dudar que la quiere Dios, y que más que cualesquiera otras341 se mueven por señales exteriores y obras prodigiosas a la fe, más de lo que se puede decir. Sirva de prueba la portentosa e inaudita peregrinación de los nuestros en la Florida, cuando cuatro sobrevivientes de un naufragio, llamados Cabeza de Vaca, Dorantes, Castillo y otros más, favorecidos por Dios con el don de curaciones, y haciendo obras apostólicas, hombres por lo demás soldados y profanos, viviendo diez años entre bárbaros cruelísimos, no sólo salieron ilesos, sino seguidos de infinitas muchedumbres de pueblos, recorrieron caminos inauditos, penetrando desde el mar del Norte a la mar del Sur. En la cual peregrinación, como refiere la relación fidedigna de ella, por las curaciones que hicieron y la inocencia de su vida, consiguieron tanta reputación y gloria entre los bárbaros, que casi eran adorados como dioses, y cuanto mandaban era recibido como venido del cielo. Lo cual demostró abundantemente, como uno de ellos lo dejó escrito, cuán fácil y cierto camino era para la conversión de estos gentiles la inocencia de vida, sobre todo yendo acompañada del esplendor de los milagros.

Pues, ¿por qué pensamos que se contrae la mano del Altísimo y no llama a la fe a tantos pueblos con la gracia de los milagros, como lo podía hacer tan fácilmente? Aprovecha alguna vez clamar a Dios con aquellas palabras del profeta: «Oh, Dios de todas las cosas, ten misericordia de nosotros y vuelve hacia nosotros tus ojos, y muéstranos la luz de tus piedades; infunde tu temor en las naciones, que no han pensado en buscarte, a fin de que entiendan que no hay otro Dios sino tú, y pregonen tus maravillas. Levanta tu brazo contra las naciones extrañas, para que experimenten tu poder. Porque así como a vista de sus ojos demostraste en nosotros tu santidad, así también a nuestra vista muestres en ella tu grandeza, a fin de que conozcan como nosotros hemos conocido, oh Señor, que no hay otro Dios fuera de ti. Renueva los prodigios y haz nuevas maravillas; glorifica tu mano y tu brazo derecho»342; y lo que sigue. Esta oración no parece ajena a estos tiempos y al asunto de que tratamos. Mas por qué hay tanta escasez de milagros, siendo tan grande su necesidad, es cosa que con razón atormenta el ánimo. Porque aunque los tiempos apostólicos fueron enriquecidos con más abundancia de dones del Espíritu Santo y gozaron las primicias del espíritu, sin embargo no cesó luego al punto con aquel siglo la potestad de hacer milagros. Las historias eclesiásticas refieren que toda la provincia de Iberia, próxima a Armenia, se convirtió a Jesucristo por el trabajo y los milagros de una cautiva cristiana, y en la historia de los ingleses leemos los muchos y grandes milagros que Dios, obró por Agustín, Justo y Melito y los demás monjes, y tenemos el testimonio de Gregorio Magno de lo mucho que Dios obró para la salvación de aquellas gentes. Pues ¿por qué ha desamparado Dios a nuestros tiempos, en los que tan gran parte del mundo ha sido descubierta, que, comparada con ella, Inglaterra sería como una pequeña casa en comparación de una ciudad? A muchos, pues, como digo, atormenta esta cuestión pía y de no vulgar doctrina. Sobre la cual me vienen a la mente las palabras de Agustín343, el cual, después de recordar que la vocación divina unas veces se manifiesta por señales exteriores y otras por interiores impulsos, añade: «La vocación que obra en cada hombre en particular, o en pueblos enteros, o en todo el género humano, según la oportunidad de los tiempos, es de una alta y profunda ordenación. Porque,.quién conoció el sentido del Señor, o a quién llamó a consejo?»344. A su predilecto pueblo de Israel la primera vez lo sacó de la servidumbre de Egipto, castigando a Faraón con grandes prodigios345; pero después lo restituyó de la cautividad, de Babilonia a la patria sin obrar maravillas; entonces por Moisés y Aarón, ahora por Zorobabel y Jesús346; y, sin embargo, quiere ser proclamado no menos admirable en este segundo retorno que en aquella primera entrada. Por lo cual dice Jeremías: «He aquí que vendrá tiempo, dice el Señor, en que no se dirá más: Vive el Señor que sacó a los hijos de Israel de la tierra del septentrión, y de todos los países por donde los había esparcido»347. Y no me parece desemejante a esto lo que hizo con su Iglesia, que la congregó en la infancia del evangelio con multitud de milagros y carismas varios, y ahora la reúne de la gentilidad no menos admirablemente con parquedad de milagros, proveyendo a los diversos tiempos con maneras diversas, según las leyes altísimas de su sabiduría. Sin embargo, cuanto es dado rastrear en materia tan oscura, no deja de descubrir congruencias la humana razón con tal que investigue con sobriedad, echando primero raíces y bien fundada en la caridad348. Una causa se me ofrece de tan manifiesta diversidad en el poder de hacer milagros; a saber, que en los tiempos antiguos eran necesarios y en los nuestros no lo son tanto. Porque la fe en misterios sublimes había de ser entonces inculcada a hombres que todo lo estimaban a medida de su razón y lo computaban por los cálculos comunes, cuales eran los griegos y los romanos y los demás que florecían por entonces en la sabiduría de este siglo; pues a gentes semejantes, ¿cómo habían de poder unos pocos hombres bajos e ignorantes persuadir una doctrina a que resisten todas las fuerzas del humano ingenio, que por eso la llamó el apóstol necedad de Dios349, si no estuvieran adornados de divina autoridad, firme e incontestable, y confirmada por el mismo Dios con señales, prodigios y diversos carismas?350. Lo cual también lo encomienda Pablo muchas veces: «Mi palabra, dice, y mi predicación no es con razones de la sabiduría humana que persuaden, sino en la manifestación del espíritu y de la virtud, para que vuestra fe no sea en la sabiduría de los hombres, sino en la virtud de Dios»351; y en otro lugar: «El hijo de Dios, que fué predestinado con soberano poder, según el espíritu de santificación, por su resurrección de entre los muertos, por el cual hemos recibido la gracia y el apostolado, para someter a la fe por la virtud de su nombre a todos los gentiles»352. Así, pues, la religión cristiana, cuando estaba destituída de todo humano socorro, fué fundada por Dios con milagros.

Pero en nuestros tiempos es muy diversa la condición de las cosas; porque aquellos a quienes se anuncia la fe son en todo muy inferiores en razón, en cultura, en autoridad; y los que la anuncian, por la antigüedad y prestigio de la religión, por su muchedumbre, su ingenio, su erudición y demás cualidades, son muy superiores a los antiguos. Ni el ingenio de los bárbaros es tal que sienta inquietud por las dificultades de la fe, teniendo ellos recibidas de sus mayores cosas mucho más increíbles. Y, a la verdad, si Cristo se les anuncia como conviene, se mostrarán obedientes y fáciles en creer. Finalmente, ¿qué necesidad hay de grandes milagros, cuando lo que hace falta es más inteligencia, que sienta alguna curiosidad de conocer la alteza de nuestra doctrina? Solamente un milagro se necesita para estas gentes del Nuevo Mundo, grande y singular milagro y eficacísimo para persuadir la fe: que convengan las costumbres con la fe que se predica. Este milagro basta sobradamente, y está en manos de todos los que quieran.

Trata el Crisóstomo de la escasez de milagros sobre aquellas palabras: «Que vuestra fe no sea por sabiduría de hombres, sino por la virtud de Dios»353; y demuestra primeramente que los milagros de los principios de la predicación evangélica sirvieron para producir la fe no sólo en aquel primer siglo, sino en los posteriores. Porque si se creen las maravillas obradas entonces, es cierto que la doctrina en cuya confirmación se hacen es de origen e inspiración divina, y si el gentil no cree el testimonio de la historia o la verdad de los milagros, mucho mayor milagro es que unos pocos hombres bajos, ignorantes y odiados por todos, pudieran persuadir a todo el mundo una religión tan difícil de comprender y tan opuesta a todos los apetitos humanos, la cual no la fundamentaban con la razón, ni la defendían con el poder, ni la persuadían con ningún premio visible. No necesita, pues, la fe, que ya está bien fundada con milagros, ser confirmada con otros nuevos, y aun es más útil que no los haya por ser mayor el mérito. Finalmente, de la importancia cine tiene la integridad de vida para conquistar la fe al evangelio, dice: «Aunque en nuestros tiempos hubiera milagros, ¿habría alguno que creyese? ¿Quién de los de fuera nos prestaría oídos, estando tan extendida la malicia? Porque la vida buena de los cristianos gana más autoridad con muchos que los milagros, puesto que éstos hacen criar sospecha a los hombres malos e impudentes, mas la vida pura es poderosa para tapar la boca al mismo demonio.» Hasta aquí este santo354. A lo cual se puede añadir que, de todos los milagros que hicieron los apóstoles para subyugar el mundo a Jesucristo, el mayor es este de la buena vida. «Las señales de mi apostolado en vosotros, dice San Pablo, son la paciencia en todo, los milagros, los prodigios y la virtud celestial»355; donde es digno de considerar que pone como primera señal del apostolado la paciencia y después los milagros y los prodigios. Y en otro lugar: «Sabéis, hermanos, que nuestra entrada a vosotros no fué en vano, sino que primero padecimos y fuimos afrentados»356, donde da como testimonio cierto y supremo de la verdad que anuncia, cuál fuese su vida, cuáles sus costumbres, cuán apartadas de toda avaricia, adulación y fausto. Guarde, pues, el predicador de Cristo la vida pura e inocente, y ésta tendrá la fuerza de todos los milagros.




ArribaAbajoCapítulo X

Que también el poco merecimiento de los predicadores es en parte causa de la escasez de milagros


Puede darse otra causa, además de la referida, de la escasez de los milagros. Es sabido, y no necesita larga demostración, que los milagros pueden hacerlos hombres que no tienen la caridad de Dios, como lo dice Pablo: «Si tuviere toda la fe de modo que traslade los montes y no tuviera la caridad, nada soy»357; y el mismo Señor: «Muchos me dirán en aquel día, ¿por ventura no anunciamos lo venidero en tu nombre, e hicimos otras muchas obras milagrosas? A los cuales responderé: En verdad os digo, no os conozco; apartaos de mí los que obráis la maldad»358. Sobre cuyas palabras advierte gravemente Basilio, y el autor de los Dogmas eclesiásticos359, que más hay que confiar en la vida que en los milagros, porque éstos algunas veces los pueden hacer los pecadores, como aquel que refiere el evangelio que no seguía a Cristo y arrojaba los demonios360. Mas aunque esto es verdad, sin embargo lo común y de ley general es que cuanto uno más se señale en la fe y santidad, tanto es mejor instrumento para que el Señor haga por él maravillas, y apenas habrá uno entre ciento que haya sido honrado con la gloria de los milagros, y no haya obrado con fe insigne la obra del Señor. Pues haciendo los apóstoles grandes prodigios con los enfermos aun con sólo enviar sus ceñidores o pañuelos, los hijos de cierto judío llamado Esceva, queriendo también ellos hacer obras maravillosas, invocaban el nombre de Jesucristo y nombraban a Pablo; mas merecieron oír de los espíritus malignos: «Conocemos a Jesús y sabemos quién es Pablo, mas vosotros, quién sois?361. Con lo cual nos advirtieron las divinas Letras que, aunque el nombre de Cristo es poderoso para arrojar a los enemigos de los cuerpos de los hombres, pero los pecados de los malos impiden muchas veces ese poder. ¿Qué tiene, pues, de extraño que hayan desaparecido las muestras maravillosas y extraordinarias, si, como dice el salmo: «No hemos visto nuestras señales, ni queda profeta en la tierra»362; siendo la fe menguada y habiéndose resfriado la caridad, y cuando ya es tenido por santo el que no pospone el cuidado de su alma al de su cuerpo, y venerado como varón celestial el que desprecia los halagos de la carne y las vanidades del siglo?

A mí no me cabe duda que si volviese la fe añeja de los antiguos, su piedad y fervor de espíritu, tornarían también los milagros. Recordemos a un hombre de nuestro siglo, el bienaventurado maestro Francisco [Javier], varón de vida apostólica, de quien se refieren tantas y tan grandes maravillas, bien atestiguadas por muchos y convenientes testigos, hasta el punto que después de los apóstoles apenas se refieren mayores de otro. ¿Cuántos prodigios no obró también el maestro Gaspar [Barceo] y varios de sus compañeros en la India oriental, conforme a la medida en que fueron necesarios para la conversión de los nuevos pueblos? Los cuales se han visto de igual manera en miembros de otras sagradas religiones; y en nuestras Indias occidentales no son tampoco por completo desconocidos. A los verdaderos humildes da Dios su gracia363. Y como el sabio artífice escoge para echar el agua los caños que no están rotos, ni tienen ningún defecto, a fin de que la conduzcan a su término, y no la corrompan con su contacto, de la misma manera el Espíritu Santo, para manifestar su poder y su gloria, elige varones de tal pureza y humildad que, no atribuyéndose nada a sí mismos, devuelvan toda la gloria a Dios, de quien procede todo don perfecto, y todo lo encaminen con pura intención a la salvación de los prójimos. Y porque son pocos los siervos fieles que ni en lo poco ni en lo mucho arrebaten para sí la gloria que es de Dios, por eso son también raros los dones extraordinarios. «Pues si en las falsas riquezas, dice la eterna Verdad, no habéis sido fieles, ¿quién os fiará las verdaderas?»364; dando a entender que si nos envanecemos de cosas pueriles, como son las riquezas, el linaje, la nobleza, a que llama riquezas falsas y ajenas, porque en verdad son extrañas a nosotros e indignas del varón justo, ¿cómo no nos ensoberbeceremos si se nos confían los grandes y secretos dones del espíritu?

Estas dos causas principales me ocurren de la rareza y escasez de los milagros; una que pertenece a la justicia de Dios, otra a su sabiduría, y tienen atado y como en suspenso su soberano e inexhausto poder, para que no se derrame conforme a la abundancia de sus riquezas. Mas en todas las cosas hemos de considerar su infinita bondad, que aun lo mismo en que parece no darse y difundirse a los hombres lo acomoda y reduce a su eterna salvación. A Él sea la gloria por siempre. Amén.




ArribaAbajoCapítulo XI

De la predicación a los que ya han recibido la fe


Bastante, a lo que creo, hemos demostrado la conveniencia de retener el modo apostólico de evangelizar, donde todavía no ha sido Cristo predicado, como el más excelente y gustoso, siempre que sea posible mantenerlo; y cuando no lo consiente la malicia de la tierra o de los hombres, al menos de suspirar por él e imitarlo en lo que sea dado. Síguese que tratemos de otro género de predicación en que los oyentes son por lo común cristianos y están sometidos a nuestras leyes. Es el caso más frecuente, porque el correr de los tiempos ha hecho que en la actualidad los hombres pongan más atención en cultivar lo ya descubierto que en explorar nuevas regiones. Y en esta materia conviene advertir dos cosas principales: la primera es no ponerse de frente a la jurisdicción civil de los príncipes, la segunda mantenerse y perseverar en el cuidado espiritual de las almas con religiosidad y grande ánimo.

Es cosa averiguada que no hay nada que tanto daño cause a la instrucción y salud espiritual de los indios como la competencia entro las dos potestades, temporal y espiritual, y el menoscabo o cualquier género de lucha contra el poder civil. Y dejando ahora a un lado los otros magistrados seculares, yerran sin género de duda gravemente los que bajo especie tal vez de piedad ponen duda en el derecho de nuestros reyes, y de su gobierno y administración, moviendo disputa sobre el derecho y título con que los españoles dominan a los indios, si nos han sido traspasados por transmisión hereditaria de sus príncipes a los nuestros, o si los hemos conquistado con guerra justa; disputa que conduce o a que se abandone el domino y administración de las indias, o al menos se debilite grandemente. Y si en tales opiniones se cede un poco, y no se reprimen con mano fuerte, no se pueden decir los males y ruina universal que se seguirá, y la gravísima perturbación y desorden de todas las cosas. Y no es que yo me proponga ahora defender las guerras pasadas y los sucesos de ellas, y todas las alteraciones y revueltas que ha habido en el Perú; pero sí advierto como punto muy religioso y útil que no conviene disputar más en este asunto, sino que, como de cosa ya prescrita, debe proceder con toda buena fe el siervo de Cristo. Y no hay que empeñarse en sutilizar más y buscar soluciones recónditas y profundas; porque aun concediendo que se hubiese errado gravemente en la usurpación del dominio de las Indias, sin embargo, ni se puede ya restituir, porque no hay a quien hacer la restitución ni modo de efectuarla; y sobre todo, aunque se pudiese, una vez que han recibido la religión cristiana, no lo sufriría la evidente injuria que se haría a la fe, y el peligro gravísimo en que quedaría. Porque aunque la disciplina cristiana no permite forzar violentamente a los infieles a que profesen la fe, sobre todo si la fuerza se hace por príncipes extraños; sin embargo, una vez recibida con derecho o sin él quiere y manda que en manera ninguna se la abandone, y ordena severamente reprimir y castigar a los apóstatas. De lo cual quedan decretos antiguos de los Padres en el Concilio Toledano: «Conviene, dicen, que la fe que han recibido aun por la fuerza o necesitados a ello sean obligados a mantenerla, para que no sea blasfemado el nombre de Dios, y la fe que han recibido sea tenida en menosprecio»365. «Porque más fuerza de derecho tiene, dice Agustín, el carácter divino que les quedó impreso en el bautismo»366.

Añádase a esto que no es oficio de los súbditos discutir estas cuestiones, sino más bien dar todo honor a los príncipes. Ciertamente el imperio introducido en el mundo por los Césares, quien lo examine sin pasión de ánimo, hallará que en gran parte fué tiránico; y, sin embargo, los apóstoles Pedro y Pablo no enseñaron que se hubiese de resistir a su dominación, antes al contrario, mandaron tributarles honor y obediencia, y pagarles los tributos, y esto no solamente por temor al castigo, sino también por obligación de conciencia367. Y aun dado caso que a las otras gentes dominasen los romanos con algún derecho, a los judíos ciertamente los habían invadido injustamente, y, sin embargo, el Señor no reprende el censo, ni pagar los tributos, antes Él mismo los paga368, no usando de la libertad que le daba su condición de hijo del rey supremo. Y aunque reprendió duramente en Herodes muchas cosas Juan Bautista, nunca condenó su potestad369; más aún: en el libro de los Hechos de los Apóstoles se da por resuelto que los soldados, como aquel centurión, justa y lícitamente sirven las armas de los romanos370. Finalmente, a pesar de que la acumulación de grandes riquezas y los derechos de los imperios, la mayor parte de las veces se han introducido con injusticia, sin embargo, vemos que las sagradas Letras respetan a los príncipes su poder, y mandan a los súbditos que les presten obediencia. Así pues, ya sea que el dominio de las Indias haya sido usurpado injustamente, ya sea, lo que más bien hay que creer y proclamar, a lo menos en cuanto toca a la administración real, con derecho y debidamente, de ninguna manera es conveniente poner en duda el derecho de los príncipes cristianos a la gobernación de las Indias, que por lo demás es utilísima a los naturales para su salvación eterna.

Cuando el operario evangélico se hubiese persuadido de estas verdades, podrá sin ofensa de nadie y sin escrúpulo propio meter su hoz en esta dilatadísima mies, y pensar en la salvación de los indios y de los que tienen su administración, y emplear fielmente todo su trabajo, estando cierto de que entra en una vastísima selva, llena de grandes asperezas, pero muy acomodada para la fertilidad del evangelio, con tal que arda en los pechos el celo de la honra de Dios, y no falte la paciencia junto con la confianza. Y porque lo que se refiere al punto segundo del modo de conservar la disciplina eclesiástica y religiosa, así en los nuestros como en los indios que ya han recibido la fe, requiere más largo discurso, y se tratará en los libros siguientes, quede ahora por asentado que al modo que en el arte militar no se da por terminada la conquista y dominio de una provincia, hasta que haciendo asiento se establece una colonia y edifica un presidio, de la misma manera, en la conversión de estos infieles no hay que esperar ganancia segura hasta que con ánimo firme se apliquen todos los conatos, cuidados y determinaciones, a corregirlos, instruirlos y llevarlos a perfecto estado. Porque nada crece con seguridad de repente.




ArribaAbajoCapítulo XII

De las misiones necesarias para predicar el Evangelio a los bárbaros


Siendo patente que a la mayor parte de los infieles no se puede entrar a la manera apostólica, y por otra parte conquistarlos primero, para que una vez sometidos reciban la fe cristiana, hemos demostrado con muchos y graves argumentos que es cosa prohibida; ocurren no pequeñas dificultades acerca del modo y camino que debe seguirse para introducir en ellos la palabra de Dios. Mas porque es necesario que sea predicado el evangelio a todas las gentes conforme al mandato y promesa del Salvador, y no hay ninguna porción de hombres que haya dejado por incurable el criador de todos los hombres, se sigue que es necesario discurrir algún nuevo modo de predicar el evangelio, que sea acomodado a la condición nueva de estas naciones.

Los bárbaros muestran un natural que parece mezclado de hombre y de fiera, y sus costumbres son tales, que más que hombres parecen monstruos de hombre; por lo cual hay que entablar con ellos un trato que sea en parte humano y en parte fiero, hasta que comiencen poco a poco a deponer su nativa fiereza, y a amansarse y hacerse a la disciplina y costumbres propias de hombres. Por lo cual no podemos dejar de tratar con especial cuidado de las misiones, ya sea las destinadas a explorar naciones desconocidas, ya aquellas en que se recorren las ya descubiertas, unas veces con prolijas navegaciones, otras por caminos de tierra. Y en ambas clases ocurren cada día en este Nuevo Mundo y provincias de la mar del Sur nuevas gentes hasta ahora desconocidas, cuya salvación de ninguna manera podemos menospreciar. Conviene, pues, que vayan juntamente soldados que lleven los socorros necesarios para la vida humana en tan largas y peligrosas expediciones, y juntamente predicadores de la fe, que militan bajo la bandera de Cristo, para sacar las almas criadas por Dios de la tiranía de Satanás. Ambos es necesario que vayan juntos, soldado y sacerdote, como lo muestra no sólo la razón, sino la experiencia comprobada con largo uso. Por tanto, si alguna esperanza hay de lograr la conversión de los bárbaros, en estas expediciones consiste. De las cuales diremos primero lo que se refiere a las leyes de la milicia conforme a la suprema ley de Dios, y después cuanto parezca conveniente acerca de la predicación y conversión de los gentiles; primero lo que es animal, después lo que es espiritual371.

Tres cosas, pues, se pueden discutir: la primera, con qué razón o derecho se pueden hacer entradas a tierra de bárbaros; segunda, qué es lícito hacer en ellas a los nuestros; tercera, si los cristianos provocados con injurias y con qué injurias, pueden someter a su dominación a los bárbaros, por la guerra o por la fuerza.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Con qué derecho pueden los cristianos hacer entradas a las tierras de los bárbaros


Con qué derecho entren los cristianos en los estados de los bárbaros, o puedan entrar, si alguien me lo pregunta, le responderé fácilmente que no necesitan de otro derecho que el común de la naturaleza, por ser hombres. A cualquiera es lícito peregrinar donde quiera, y no hay derecho a excluir del suelo que hizo Dios común a todos al huésped pacífico que no hace daño ni da sospechas. Por lo cual las leyes de la China, que ponen pena capital al extranjero que entra en su territorio sin permiso real, son indudablemente inicuas y contrarias al derecho natural. Porque por no decir otras causas, ciertamente el deseo ingénito que tiene todo hombre de aprender cosas nuevas y verlas por sus propios ojos da derecho a cualquiera a recorrer si le place las regiones más apartadas y conocerlas, lo cual no poco ayuda a la noticia de las cosas humanas y a las ciencias físicas, como dijo el poeta, que tejiendo las alabanzas del hombre sagaz y prudente dice que vió las costumbres de muchos hombres y sus ciudades372. Así que a los enemigos, como dignos de castigo, les impedimos la entrada a nuestro territorio; pero no a los demás, a no ser que con razón den motivo de sospecha. Más aún: es propio del ejercicio de la mercadería llevar a los extraños lo que abunda entre los suyos, y a su vez lo que sobra a ellos traerlo a los propios; porque así plugo al común autor del género humano, asociar entre sí a todos los mortales y mantenerlos unidos en la mutua comunicación, a fin de que sean mutuamente unos para otros de provecho y utilidad. Y como en sociedades de los hombres y repúblicas vemos que unos cuidan de unas cosas y otros de otras, porque uno hace calzado, otro edifica casas, así también unió con cierta suerte de confederación las diversas regiones de la tierra, al darles a unas feracidad en una cosa y a otras en otra; y no juzgó que pertenecía a la felicidad humana lo que cantó el poeta: «Cada pedazo de la tierra producirá todas las cosas»373. No sé si habrá otra región más rica en plata que pueda ponerse enfrente de este Perú, que de casi todas las demás cosas se hallaba antes sumamente falto. En una parte abundan los metales, en otra las piedras preciosas, en otra las maderas, la pimienta, las hierbas medicinales, la seda, las manufacturas y mil otras cosas. Así, pues, los que navegando o peregrinando por naciones extranjeras buscan su comodidad y provecho, siéndoles a la vez útiles a ellas, ¿quién duda que hacen una obra excelente? Mas dirá alguno que en éstos reina la codicia y la rapacidad excesiva, y en otros muchos la curiosidad dañosa o la vana ostentación, más que el deseo de aprender o comunicar algo útil, y que no es ningún motivo honesto, sino sed de avaricia lo que les lleva. ¿Quién podrá negar esto? Mas téngase presente que no tratamos ahora de lo que hace el vicio de los hombres, sino de lo que concede la común utilidad. Es, pues, permitido, lo es sin duda ninguna, penetrar en el territorio de los bárbaros, y si se resisten a ello sin haber recibido ninguna injuria, sin tener con fundamento sospecha de ella, obran contra la justicia.

Mas dejando aparte esta utilidad común que la naturaleza concede a todos los hombres, todavía tienen los crístianos un motivo especialísimo, y un derecho, que les da el criador de todas las cosas, derecho singular, que les permite enseñar lo que ellos han aprendido de Dios a los demás mortales, cuya salvación eterna deben desear y procurar. Pues el que dijo: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura»374, les abría entrada franca en cualquier parte de la tierra, y quienes intenten cerrarla y alejar de sí a los heraldos y mensajeros de Dios sin haberlos oído, no solamente son convencidos de hacer contra su eterna salvación, sino que infieren además una afrentosa injuria a la república cristiana. Pues si los bárbaros deben ser amonestados y despertados con la predicación evangélica, y no pueden serlo solamente por la entrada de uno u otro sacerdote, ya sea por la condición feroz de los bárbaros, ya por la inmensa distancia de las regiones, en las que necesariamente tienen que estar destituídos de todo humano socorro, se sigue con evidencia que es necesaria la reunión de muchos hombres y el aparato de todas las cosas convenientes; las cuales dos cosas forman el concepto de expedición o entrada. Por todo lo cual creo bien demostrado que las nuevas expediciones o entradas, como vulgarmente se llaman, para explorar las tierras y la vida de los indios, si se consideran en sí mismas, están llenas de equidad y son un verdadero servicio que se hace en favor de ellos.

No parece favorecer mucho Aristóteles en la Política a los peregrinos. «Los extranjeros, dice, suscitan sediciones, hasta que llegan a fundirse con los otros»375. Por lo cual los que admiten extranjeros o advenedizos han sido agitados de muchas sediciones, y acumula de ello muchos ejemplos. Por lo demás, aunque las ciudades bien y rectamente constituídas deben con razón tener sospecha de la muchedumbre de extranjeros, y les es lícita, por tanto, la expulsión de algunos de ellos; pero en las naciones bárbaras la situación es muy distinta, y precisamente por eso necesitan de los extraños, para organizar debidamente su república; más aún, para poder tener república digna de este nombre, puesto que hacen más bien vida de fieras, y, por tanto, se les ha de atraer a la vida social y a leyes conforme a la naturaleza, y si resisten, forzarlos de alguna manera, excluyendo, sin embargo, la esclavitud y la muerte, lo cual más bien hay que considerarlo como un beneficio. Y por tan cierto lo tuvo el Filósofo, que a los bárbaras que rehusan obedecer determina ser justo por naturaleza someterlos con la guerra376, lo cual nosotros lo admitimos con la siguiente moderación, que no permitimos de ninguna manera tomar por esclavos a los bárbaros, o matarlos o aniquilarlos, porque no admitimos ninguna esclavitud connatural al hombre; pero consentimos sean encomendados generosamente a los que son mejores y más sabios para que los rijan y enseñen en orden a su salvación.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Lo que es lícito a los cristianos en las tierras de los bárbaros


De lo dicho se sigue que cuanto es necesario a ese fin honesto arriba señalado es lícito a los nuestros que van a tierras de bárbaros por ley natural y por la cristiana; más aún: no les está vedado cuanto sea conveniente, con tal que se guarde lo que dondequiera hay que observar, pero en esta materia es más necesario, a saber, que se tenga el medio conveniente y nada se haga demasiado. Pues como la naturaleza de los bárbaros es muy inconstante y desleal, es necesario que los que están entre ellos miren por su seguridad y ni deseen hacer daño ni permitan tampoco que se lo hagan a ellos; por tanto, lo que se refiere a la propia guarda y defensa, nadie ha de culpar a los cristianos que lo procuren con cuidado. A lo cual se encamina la ocupación de puertos para arribo y seguridad de las naves, la erección y defensa de fortalezas, y los domas presidios de soldados, adonde puedan refugiarse en caso de peligro, y que mantengan en temor a los bárbaros cuanto sea necesario. Esto es lo que han hecho comúnmente los portugueses en la mayor parte de las ciudades marítimas de oriente, no sin gloria insigne de ellos y utilidad de la república cristiana, y nadie hay que no se lo tenga en mucho. Y si algún recalcitrante dice que esto es hacer injuria, porque no habría príncipe entre nosotros que no llevase muy a mal y se opusiese con todas sus fuerzas, si los extranjeros levantasen fortalezas y defensas en su reino, tenga éste tal presente, como es razón, que la condición de los bárbaros es tal que no sufre ninguna injuria si alguno se defiende contra las injurias de ellos; lo cual no sucede entre los maestros, que se conducen humanamente y conforme, a quien son; porque como el que anduviese armado entre los suyos les haría injuria, si es entre los extraños o de quien con fundamento se puede temer, más bien ha de ser alabado de cauto y prudente. Añádase a esto que a los mismos bárbaros les interesa que los nuestros tengan trato con ellos con la mayor seguridad y duración que sea posible, para que puedan recibir las enseñanzas de la fe cristiana y de su eterna salvación. Y este es, como hemos dicho, el motivo de llevar aparato y disciplina militar.

En lo que se refiere a los tratos y mercancías, no hay cosa particular que advertir, fuera de que los precios se determinen por el juicio de algún hombre virtuoso y prudente. En lo cual tiene no poca dificultad la cuestión de si se pueden trocar nuestras mercancías por el precio en que los bárbaros las estiman. Porque los brazaletes, los cuchillejos, los espejuelos, las cuentas de vidrio y otras semejantes niñerías las tienen en tanto precio que gustan de trocarlas por oro y plata en no pequeñas cantidades, y aun por magníficas esmeraldas. No es nuestro intento tratar estas cosas en particular. Pero demos por asentado que es lícito trocar con ellos todo género de mercancías, y que el precio no es posible determinarlo por una ley o norma fija, sino a juicio de algún hombre docto que vea cuánta abundancia tienen ellos de loque traen a cambiar, y cuánto aprecian para el uso de la vida o para su ornato loque toman de los nuestros, para que, bien vistas y pesadas todas las circunstancias, determine los precios que hay que tener por justos.

En cuanto a cultivar los campos y producir frutos, con tal que no se les ocupen las tierras a ellos necesarias o ya cultivadas, no hay duda que ha de tomarse por beneficio que cultiven los nuestros los campos abandonados y hagan sementeras e introduzcan las semillas de Europa. Y lo mismo se ha de decir de los ganados, donde existen riquísimos pastos sin ningún uso, porque los bárbaros descuidan comúnmente las vacas y las ovejas, y gustan más de la caza. Finalmente, cuanta utilidad puedan los nuestros sacar del suelo sin perjuicio de ellos, antes con provecho, no hay duda que les corresponde por derecho natural. Por tanto, lo que atañe al laboreo de las minas de oro y plata, que es de lo que los nuestros más se cuidan, se les ha de dar por concedido, cuanto los indios lo tienen en menosprecio. Y así el cavar los metales o buscar los granos de oro en los lavaderos de los ríos, o pescar las perlas del fondo del mar, o sacar las piedras preciosas, o, finalmente, buscar cuanto es raro y desconocido o tenido en poco por los indios, no es contra la justicia que los aficionados a esas cosas las procuren con su diligencia e industria. Pero se ha de cuidar que los nuestros no arrebaten por fuerza o engaño lo que está ocupado y tenido en precio por los naturales, o que éstos sean formados a servir al provecho de los nuestros, y no al suyo, las cuales ambas cosas están llenas de peligro.




ArribaAbajoCapítulo XV

Cuándo es lícito hacer la guerra a los indios infieles


Cuando los bárbaros, como muchas veces sucede, sin ser provocados con injurias, antes tratados con humanidad y haciéndoles beneficios, siguen haciendo daño a los nuestros, o quebrantando los pactos procuran nuestro mal, pretenden echar por tierra las fortalezas, devastan los campos, destruyen los frutos, intentan poner fuego a las naves, roban con engaño las comidas o se niegan a darlas, o meditan cualquier otra injuria, es lícito a los nuestros defenderse y mirar por sí, pudiendo además resarcirse de los daños recibidos y vengar la afrenta, y, si fuere preciso, usar de energía y seguir su derecho con la fuerza de las armas. Porque hemos señalado como causa justa de la guerra cuando el príncipe empuña las armas provocado por injurias. Pero téngase suma advertencia en no tasar las injurias de los bárbaros al modo que las de los demás hombres. Porque siendo los indios de ingenio corto y pueril, más bien han de ser tratados como niños o mujeres, o, mejor, aun como bestias, que no tanto se quiera tomar seria venganza de sus insultos, cuanto castigarlos y atemorizarlos, y más que en aguzar la espada hay que pensar en el azote para que, corregidos, aprendan a temer y obedecer. No hay que llegar a las primeras a los horrores de la guerra, como quemar los poblados, herir o matar a los hombres, reducirlos a perpetua esclavitud y demás calamidades que van unidas a la guerra. Mas hasta dónde hay que llegar y dónde detener el paso lo determinará mejor y más seguramente la caridad y prudencia del capitán cristiano, con tal que se acuerde que es cristiano y que debe mostrar su religión en la palabra y el ejemplo, y que más que cuidar de sus incomodidades o injurias debe procurar ganar para Dios la mercancía preciosa de las almas.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Oficio de predicador evangélico con sus compañeros de camino


Hechas estas aclaraciones, vengamos ya a tratar del oficio del predicador evangélico en la reducción de los nuevos infieles. Y sea la primera advertencia que, como tiene que anunciar el evangelio de un modo nuevo y rodeado de soldados y aparato vario, en contra de la antigua manera, no por eso crea que es menos apóstol, ni pierda el ánimo, como si no predicase el evangelio de modo evangélico. Conviene que el siervo de Dios se someta en todo prontamente a la voluntad divina y consienta generosamente en ser regido por la eterna sabiduría. No son unos mismos todos los tiempos, pero todos los hizo Dios buenos en su propia oportunidad377. Quien busque no su propia gloria, sino la de Dios, no llevará a mal que a un nuevo linaje de hombres haya que aplicar una nueva manera de evangelizar. Muchas veces aquella áurea gloria y deslumbrante resplandor de la antigüedad, en lo que a nosotros, se refiere, sabe a fausto y oropel y a un inmoderado deseo de renombre. Porque ¿qué instituto hay más apostólico que vivir donde quiera y en todas las cosas de manera que sepa cierto el siervo de Dios que con lo que tiene le basta, ya tenga abundancia o padezca penuria?378. Unas veces los predicadores de Cristo evangelizaron sin alforjas y sin doble túnica379; pero otras veces llevan también capa380, y se les manda preparar recaudo para que no les falte nada381. Y si es la turba profana de soldados y seculares lo que le da pesadumbre, acuérdese de Pablo cuando navegaba al cuidado de Julio Centurión, con la cohorte itálica, manchada de la superstición gentílica382; recuerde que al mismo doctor de las gentes le vió Roma cabeza del mundo, cuando por primera vez entró en ella, atado con cadenas y custodiado por una guardia de soldados383.¿Quién lo creyera? La entrada del mayor predicador en la más grande de las ciudades; qué ajena, que incómoda podría creerse si se atiende a razones humanas; mas considerando las divinas: «mis cosas, dice el mismo apóstol, mas bien se han convertido en provecho del evangelio384; porque la palabra de Dios no está atada con cadenas»385. Por lo cual nos exhorta gloriosamente el valiente capitán de la milicia del cielo a que nos portemos en todas las cosas como ministros de Dios, no solamente en vigilias, ayunos, castidad, ciencia, longanimidad, mansedumbre, unción del Espíritu Santo, caridad sincera, palabras de verdad, sino en lo que el apóstol puso primero, en mucha paciencia, en medio de tribulaciones, de necesidades, de angustias, de azotes, de cárceles, de sediciones, de trabajos; finalmente, con fortaleza de Dios, con las armas de la justicia para combatir a diestro y a siniestro, en medio de honras y deshonras, de infamia y de buena fama, tenidos por embaucadores siendo verídicos, por desconocidos aunque conocidos, casi moribundos siendo así que vivimos, como castigados mas no muertos, como melancólicos estando siempre alegres, como menesterosos siendo así que enriquecemos a muchos, como que nada tenemos y todo lo poseemos386.

Encendido el soldado de Cristo con estas voces del heraldo celestial, después de haberse aplicado al trabajo y ponerse todo en manos de Dios, conviene que comience a pensar lo que debe hacer con los demás. Y entienda primero con diligencia su oficio con los compañeros del viaje marítimo o terrestre, y para conservarlos en cuanto sea posible en la observancia de la vida cristiana, guarde la benevolencia con todos, hecho todo a todos para ganarlos a todos para Cristo387; sea suave y afable, su conversación esté condimentada con la sal de la gracia, y sepa cómo ha de responder a cada uno388; y, sin embargo, sea avaro del tiempo389, para vacar a ratos a sí mismo y a Dios. Aprenda a sobrellevar las enfermedades de todos390y no agradarse de sí, y al que sorprenda en algún delito, si es espiritual, instruirlo con espíritu de, suavidad391, y, como dice el apóstol, corregir a todos, enseñarlos y esforzarse porque sean perfectos en Cristo Jesús392. Para conseguir esto, proponga con frecuencia la palabra de Dios con un espíritu y una virtud que quebrante las piedras393. Y no le serán impedimento los lugares y tiempos, sabiendo que Pablo oró en la orilla del mar394, y predicó en las plazas, bajo las tiendas y en la nave, creyendo que todos los lugares eran a propósito para la palabra de Dios. Exhorte a todos principalmente a la penitencia, oiga sin descanso sus confesiones, y no se espante por la muchedumbre o grandeza de los delitos, sabiendo que la sangre de Cristo es propiciación para los pecados de todo el mundo395. En suma, dos cosas debe con gran cuidado procurar: una, mirar por la salvación de los suyos con la palabra y la obra cuanto pueda; otra y la principal, que les encomiende seriamente y con frecuencia el cuidado de los infieles y neófitos, no sea que, ofendidos con las injurias de los nuestros o con sus malas obras, blasfemen el nombre del Señor. Les enseñará con frecuencia, conforme a lo arriba expuesto, lo que les es lícito o ilícito, y después lo que es conveniente que hagan, y aunque son soldados, sin embargo deben cumplir en alguna manera el oficio de apóstoles. Finalmente, cuide con todas sus fuerzas el siervo de Cristo que los cristianos, ya que no militan por Cristo, como es razón, al menos no le hagan guerra a muerte, hechos, como dice el profeta, lazo de especulación y red extendida en el Tabor396.




ArribaAbajoCapítulo XVII

Cómo se ha de haber el siervo de Cristo en la conversión de los infieles


Habida con los nuestros la diligencia que se ha dicho, vengamos a la conversión de los infieles, por cuya causa ha emprendido el varón de Dios este trabajo; en la cual pondrá como obrero fiel todo el esfuerzo que le dicte su caridad, acordándose que hace la obra del señor, revolviendo en su ánimo y considerando con la mayor atención que nadie viene a Cristo sino aquel a quien trae el Padre397, y que la fe es un don de Dios398; y que los corazones de los hombres están en las manos de Dios y les lleva a donde quiere399; y que la voluntad es preparada por el Señor y otros muchos lugares en que el Espíritu Santo nos quiere cerciorar que nada es nuestra industria y diligencia para la vocación de los gentiles al evangelio, sino que es obra solamente de la misericordia y gracia preveniente de Dios. Entréguese por tanto, del todo a la oración y a la plegaria asidua y ferviente, poniendo toda su esperanza en la gracia celestial, y tocando un día y otro día con gran perseverancia las puertas de la divina misericordia. Y aunque en cualquier negocio hay que confiar en el auxilio de la oración, en este de la conversión de los infieles no hay nada más necesario, ni más poderoso, porque ella es la que alcanza la gracia a que hay que atribuir el beneficio de la fe.

Por eso los apóstoles, habiendo dejado las demás obras de beneficencia; «nosotros, dijeron, nos emplearemos en la oración y en el ministerio de la palabra»400; tan unidas entre sí creían estas dos cosas. Nunca Pedro ni Juan ni Pablo predicaron al pueblo sin haber antes elevado a Dios su oración. Y Dionisio Aeropagita advierte que antes de toda acción, sobre todo teológica, dice él, conviene que preceda la oración401. Y Agustín, queriendo enseñar al orador sagrado, le amonesta que al principio de su discurso se ponga a sí y todas sus cosas y el fruto de su predicación en las manos de Dios402, «en las que estamos, dice, nosotros y nuestras palabras»403. Y el mismo Jesucristo, mediador de Dios y los hombres, no manda a sus apóstoles a predicar sino después de haber pasado la noche vigilando en la oración404; porque no tanto debe el fiel ministro de Dios esperar el fruto de su discurso y su diligencia, cuanto de sus oraciones. Y no se ha de contentar con sus sacrificios y preces asiduas y fervientes, sino que debe pedir con toda diligencia auxilio a otros siervos de Cristo, para que por muchas suertes de personas se den gracias a Dios por él405, y el consentimiento de los hermanos consiga del Padre cuanto pidieren en nombre de Cristo406.Pablo, varón de tantos merecimientos para con Dios, en todas sus cartas pide con instancia que oren por él, para que la palabra de Dios corra y se llene de gloria407; para verse libre de hombres malos e importunos408; para que le sea dada confianza en su palabra; para que anuncie la palabra de Dios como conviene409. Recordando estas y otras semejantes palabras el siervo de Dios, ponga la más firme esperanza de su ministerio en las eficaces y fervientes oraciones propias y de los suyos.

Dé en segundo lugar la mayor importancia al buen ejemplo de integridad de vida e inocencia, mostrándose paciente, benigno, humilde, benéfico, continente, manso y, sobre todo, encendido de amor y caridad a Cristo y a sus hermanos. Nuestros discursos tal vez no los entiendan bien los bárbaros; pero los ejemplos de virtud en todas partes hablan con claridad, y son entendidos perfectamente, y son muy poderosos para persuadir. Ponga particular cuidado en mostrar a los bárbaros confianza y sincera benevolencia, y una como providencia paternal de ellos. Nada gana tanto la confianza de los corazones como la beneficencia, y quien quiera que otro le escuche, hágale buenas obras. Por lo cual manda Cristo a los apóstoles, cuando los envía a predicar410, que curen los enfermos, limpien los leprosos, arrojen a los demonios y den gratis lo que gratis recibieron; como si quisiera dar a entender que el camino más seguro para atraer a los hombres al evangelio es la bondad y la beneficencia. Vean los infieles, vean los catecúmenos, vean los neófitos en él un padre y protector; interceda muchas veces por ellos ante el capitán y la justicia, defiéndalos de las injurias de los soldados, provea a su pobreza aún con la propia mendicidad. Si hay que imponer algún castigo, no lo haga por sí mismo. Atesore más bien como padre para sus hijos, y no sólo dé sus cosas, sino entréguese a sí mismo con gusto por su salvación, a pesar de que amándolos él más, sea menos amado de ellos411. Y no busque lo que den, sino el fruto de sus almas412. No se puede decir cuán eficaz sea para persuadir la caridad y las entrañas dignas de un apóstol.

Conviene, sin embargo, pues todo hay que decirlo, que de tal manera muestre su caridad que no se fíe incautamente de los bárbaros, lo cual ha acontecido a algunos de los nuestros, que por fiarse más de lo justo han pagado cara su temeridad. Nada hay más mudable que el natural de los bárbaros. Cuando el apóstol Pablo naufraga, le muestran humanidad encendiendo una hoguera; al morderle la víbora le creen homicida, y poco después, cuando ven que no le ha hecho daño la mordedura, lo tienen por Dios413. Esta es la condición de los bárbaros. Los que ayer os tenían por su mayor amigo, hoy, sin deciros la causa, os mandarán matar, y a quien poco antes tenían por homicida y digno de muerte, ahora, si a mano viene, adorarán por Dios. Por tanto, el siervo de Cristo que es fiel y prudente, hará por ellos cuanto pueda, y, sin embargo, no se descuidará de sí.

La tercera parte del ministerio evangélico la reclama para sí la palabra de Dios, en la cual es preciso trabajar con gran esfuerzo e incansablemente. En primer lugar, en adquirir algún uso del lenguaje, por sí mismo o al menos por un intérprete fiel, si se pudiere haber. No enseñe muchas cosas o difíciles, sino pocas y esas repitiéndolas muchas veces, y así les mostrará los elementos de la palabra de Dios como a niños, e imitando la industria del maestro Francisco [Javier], les repetirá en lengua vulgar y familiar a ellos los principales misterios de la fe y los mandamientos de la ley cristiana; deshará claramente sus fábulas y bagatelas; usará de ejemplos y comparaciones acomodados a ellos en cuanto sea posible, les hará preguntas de modo agradable. Si ve en alguno algo de ingenio y juicio entable disputas no filosóficas, sino populares. Use de señales exteriores, y haga mucho caso de las ceremonias y de todo el culto de la Iglesia, porque así instruirá mejor a hombres de tan baja inteligencia. Unas veces en públicos sermones a sus tiempos otras en conversaciones particulares. Halagar con palabras, invitar con premios, atemorizar con amenazas, persuadir con ejemplos; pero todo con la virtud de Cristo, no con sabiduría de hombres. Dios, padre de misericordias, estará con su siervo en todas las cosas, a fin de que la palabra del evangelio sea recibida, no como palabra de hombres, sino como lo es en verdad, palabra de Dios414. Mas porque trataremos de esta materia más extensamente al exponer el orden y modo del catecismo, baste haber dado ahora una idea ligera del oficio del predicador evangélico.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Tres impedimentos que estorban mucho la conversión de los infieles


Et demonio, enemigo del linaje humano, atormentado de acerbísima envidia, procura con todas sus fuerzas y artificio que en la conversión de los gentiles a la fe la obra de Dios no prospere; y así levanta innumerables impedimentos para, arrebatar el fruto de la divina semilla de los corazones de los oyentes. Contra todos ellos conviene que esté apercibido y firme el soldado de Cristo, para no echar pie atrás en la obra comenzada, herido por las asperezas, y para esforzarse en aplicar los remedios oportunos, conociendo bien las artes del adversario. La entrada estará tal vez abierta y patente415, pero los enemigos son muchos. Y aunque tropieza la palabra de Dios con varios obstáculos, tres, sin embargo, son los principales: uno que proviene de los nuestros, otro de los extraños y el tercero de los mismos a quienes se anuncia la fe.

Y, comenzando por los nuestros, retarda mucho la conversión verdadera de muchos indios los pésimos ejemplos y perdidas costumbres de los cristianos. Si uno edifica y otro destruye, ¿qué ganan sino mayor trabajo?416. No hallo mayor dificultad que ésta en el presente asunto; porque no conociendo los bárbaros nuestra religión, a todos nos creen iguales; y así el crimen de este y del otro redunda en infamia de todos, y lo que es peor, se vuelve el nombre cristiano odioso a los infieles. A este daño, ¿qué remedio se puede aplicar, sino refrenar la licencia de nuestros hombres, por cuantos modos sea posible, hasta que cese el mal que hacen a las almas miserables de los indios? En segundo lugar, guárdese cuidadosamente lo que Agustín encomienda en el libro del modo de catequizar a los rudos417: que se amoneste a los que han de recibir la fe, que no midan nuestra religión por las costumbres de nuestros hombres, sino por su conveniencia y santidad; si ven entre los nuestros alguno bueno y honrado, que ese vive conforme a su fe y a la ley de Dios; si ven otros soberbios, avaros lujuriosos y crueles, que a esos también nosotros los aborrecernos, y que, según nuestra ley, sufrirán mucho mayores penas de sus delitos. Que en todas suerte de hombres hay buenos y malos; y que a nadie hace fuerza Cristo, sino que les reserva para el futuro premios y castigos justos según sus méritos. Sobre esto hay que procurar en cuanto se pueda que se aparten los indios del trato y familiaridad con los viciosos, y poner hombres buenos a los ojos de los bárbaros, haciendo que sólo traten con ellos. Para lo cual será de mucha monta la voluntad religiosa y bien dispuesta del capitán, que refrene y castigue la demasiada insolencia de los suyos.

Mas también sufren los aspirantes a la fe grave molestia de sus connaturales, unas veces de los señores y principejos, que llevan a mal se pasen los suyos a otra ley y, sobre todo, de los hechiceros y embaucadores y maestros de la idolatría, los cuales, comidos de avaricia y ambición, ven que pierden su lucro y su reputación con el crecimiento de la fe cristiana. Estos, como en otro tiempo Jamnes y Mambre a Moisés418y Elimas a Pablo y Bernabé, resisten obstinadamente a la verdad419. Como los brachmanes en la India y los bonzos en el Japón, así son en el Nuevo Reino los piaches, y en este nuestro Perú los humos. Ciertamente hay que intentar con suavidad y diligencia ganar la voluntad de los señores y curacas y conquistarla para Jesucristo, mostrándoles cómo los suyos les servirán mejor conforme a nuestra ley, y ganarán mucha reputación; y cuidando de tratar con ellos más ordinariamente y con mayor liberalidad. Por lo cual erraron gravemente los nuestros en la muerte de Atabalipa, príncipe Inga, de lo cual se quejan sus sucesores, diciendo que si se hubiesen conquistado la voluntad del príncipe, en breve hubiera recibido la fe muy fácilmente todo el imperio de los Ingas. Porque es maravillosa la sumisión que todos los bárbaros tiene a sus príncipes o señores.

Contra los hechiceros habrá que luchar más duramente en descubrir sus fraudes y engaños, mostrar su ignorancia, burlar sus necedades y refutar sus astucias. Y si obstinados no quieren enmendarse, hay que separarlos de los demás, si es posible, y castigarlos duramente, con tal que no se siga de ello mayor perturbación en la plebe.

Otro impedimento más grave que éstos nace para la fe de los vicios tan arraigados y costumbre inveteradas de los infieles. Dondequiera tiene la costumbre gran poder, pero entre los bárbaros mucho mayor, porque cuanto menos participan de la razón, más profundas raíces echa la costumbre. En todos los seres es tanto más duradero y firme un movimiento cuanto está más determinado a un fin; así es imposible que la piedra suba arriba, amaestrar a los animales es difícil, y al hombre de poco vigor mental es cosa grave retraerle de sus costumbres. Por tanto, en esta palestra deberá ejercitar todos sus sudores, sus trabajos y esfuerzo el discípulo de Cristo. Será también muy provechoso poner toda diligencia en los ritos, señales y todas las ceremonias del culto externo, porque con ellas se deleitan y entretienen los hombres animales, hasta que poco a poco vaya borrándose la memoria y gusto de las cosas pasadas. Y ésta fué la causa de que Moisés ocupase al pueblo en tanta muchedumbre de sacrificios y ceremonias, porque estaba acostumbrado a los ritos de los egipcios; pues no es primero lo espiritual, sino lo animal420. Después cuidará de ir lentamente y con cautela destruyendo los monumentos de su antigua superstición, a fin de que lleguen a olvidar completamente sus ídolos, guacas y todas sus adoraciones idolátricas, y en vez de ellas se acostumbren a frecuentar otras piadosas y cristianas. Y cuide de embuir suavemente las almas tiernas de los niños, que todavía no están manchadas con la superstición de sus padres, en la disciplina y costumbres cristianas, y como sabiamente lo hacía el maestro Francisco [Javier], enséñeseles a hacer mofa y burla de las bagatelas y niñerías de sus padres. Atraiga y excite a los niños, con premios y alabanzas, y a los mayores avergüéncelos y atemorícelos con el ejemplo de los niños. Finalmente, considere y observe como el documento más importante que no se ha de fiar con facilidad de las palabras y otras manifestaciones de los bárbaros, aunque afirmen y proclamen que tienen la fe y desean el bautismo, porque siendo de natural ligero, fácilmente creen sin concebir la fe verdadera de Dios, y con la misma facilidad, ligeros e inconstantes, la dejan. Hay que retenerlos por mucho tiempo antes del bautismo, a fin de que entiendan lo que profesan, y depongan la antigua superstición a sus ídolos, y se revistan de nuevas costumbres. La mala costumbre hay que curarla con otra costumbre, a fin de que de verdad se vistan de Cristo, y no sirviendo parte a Cristo y parte a Baal, se consigan una más segura condenación e infieran mayor injuria al santo nombre de Dios. No hay que medir la ganancia de las almas por la muchedumbre, sino por la verdadera conversión. Así será más estimada la religión cristiana, y los que se alisten en ella le darán honra y gloria.




ArribaAbajoCapítulo XIX

Epílogo de lo dicho


Porque en el libro IV se ha de tratar por extenso de todo lo relativo al catecismo, no me parece añadir aquí más, sino reducir la suma de todo lo dicho a este solo documento: que no se ha de propagar en modo alguno la fe con violencia e injuria; y que no ha de ser oneroso al siervo de Cristo usar una nueva manera de evangelizar con estas gentes nuevas; mas cuanto lo consientan las circunstancias de tiempos y lugares, mantenga el modo antiguo y apostólico, y donde no lo sufra la condición de los hombres, haga cuenta que nada perderá de mérito ni alabanza y ni aun de fruto, si buscando fielmente la gloria de Dios y salvación de las almas, consume hasta el fin sus trabajos y todos sus cuidados en la dilatación del evangelio.