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ArribaAbajo Libro V


ArribaAbajo Capítulo I

El fin de la doctrina cristiana es el conocimiento y amor de Cristo


El fin de la ley es Cristo para salvación a todo el que crece847, y el fin del mandamiento es la caridad nacida de corazón puro y de buena conciencia y fe no fingida848. Esta es la suma de toda la doctrina cristiana, la cual no persuade otra cosa que la fe de Cristo que obra por la caridad849. Las dos junta Agustín por estas palabras850: «Toda la divina Escritura que fué escrita antes de Cristo para anunciar su venida, y la que se ha escrito después y confirmado con autoridad divina, toda habla de Cristo y nos enseña la caridad», y ambas cosas las reduce a una el apóstol Juan: «Este es, dice, su mandamiento: que creamos en el nombre de su hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros, como nos lo ha mandado851. Porque en esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él»852. En verdad, pues, dice la Escritura que el fin es Cristo y el fin es la caridad; porque la Ley pende de aquella palabra: «Amarás»853; y la plenitud de la Ley es el amor854, y juntamente en Cristo se acaba la Ley y se cumplen todas las cosas, puesto que no hay otro blanco de la divina institución que Cristo conocido y amado855, y la vida eterna consiste en el conocimiento de Cristo verdadero y perfecto; porque el que dice: «Yo le he conocido, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso»856.

Pues como dos son las partes de la naturaleza racional, conocimiento y amor, y dos las obras de la vida humana, contemplación y acción, y asimismo son dos los luminares de la doctrina cristiana, el conocimiento y amor de Cristo, se sigue que es necesario sean también dos las obras del maestro evangélico, enseñar y exhortar, y el fin de toda doctrina y conocimiento es Cristo, y el de toda exhortación y obra la caridad. El conocimiento de Cristo que lo habemos por la fe se contiene en el Símbolo, y todas las obras de la caridad se contienen en el Decálogo. Por tanto, el oficio de predicador cristiano es enseñar la fe e instruir en las costumbres. Es necesario comenzar por la fe, sin la cual es imposible agradar a Dios857, de la cual es autor y consumador Jesucristo858. El primero y principal cuidado del ministro evangélico ha de ser, pues, anunciar a Cristo a las gentes, no habiendo otro nombre que haya sido dado a los hombres para conseguir su salvación859. Y nadie puede poner otro fundamento860, ni hay otra puerta861 u otro camino para la vida eterna. Cristo es leche para los párvulos, comida para los mayores, alfa y omega862, principio y fin de toda la sabiduría863.

Deje, pues, el ministro de Cristo de buscar que ha de enseñar fuera de Cristo, que se hizo para nosotros sabiduría, justificación y redención. Lejos de nosotros las calumnias de los herejes. Cuando decimos que Cristo nos es todas las cosas, y que nos conviene saber fuera de él, no somos tan necios que creamos que por eso hemos de permanecer en nuestros pecados, lo cual detesta Pablo864, porque entonces ¿cómo sera vida Jesucristo, si aún no estuviésemos muertos al pecado? Así que lo he dicho y lo repetiré, que el fin de la predicación cristiana es la fe en Cristo, mas no la fe ociosa y muerta865, que Pablo tiene en nada, sino la fe viva, eficaz y fructuosa que obra Dor la caridad866. Habemos, pues, de tratar primero lo que contiene la fe cristiana, y después qué costumbres exige.




ArribaAbajoCapítulo II

El principal cuidado debe ser de anunciar a Jesucristo


Siempre me ha parecido monstruoso que entre tantos millares de indios que se llaman cristianos sea tan raro el que conoce a Cristo, que con más razón que los de Efeso sobre el Espíritu Santo pueden éstos responder de Cristo: «Ni aun si hay Cristo hemos oído»867. Y versando acerca de esto los primeros elementos de la palabra de Dios, y no sonando otra cosa la Sagrada Escritura, ¿qué causa puede haber de que no se paren aquí los catequistas y enseñen a Cristo y lo impriman en el corazón de los neófitos? Porque si los miramos con atención, apenas encontraremos en la mayoría un conocimiento de Cristo más completo que el que pueden tener de los apóstoles Pedro o Pablo, o del profeta David o de otros, y aun a veces se les hace tan nuevo el nombre de Cristo como si les hablasen de Eneas o de Rómulo. Es una afrenta del evangelio y una deshonra del nombre cristiano, que me faltan palabras para execrarla. ¿Dónde se ha visto que un cristiano que hace veinte y treinta años que pisa la Iglesia, preguntando sobre Cristo no sepa responder quién es y ni aun siquiera si existe? Y mientras tanto andan muchos enseñando cosas frívolas y que no vienen a cuento y otros anuncian, sí, a Cristo, pero tan de pasada y oscuramente que al indio no se le graba más que las otras cosas.

Sea, pues, esto lo primero que el catequista evangélico tenga por encomendado, que el neófito aprenda a Cristo, y con su memoria, su inteligencia y toda su mente lo conozca en cuanto él es capaz. Y aunque el asunto es conocido y no necesita de testimonios, sin embargo, es provechoso contemplar los primeros heraldos del evangelio, qué enseñaron y a dónde iban dirigidas todas sus palabras. Instruídos y redimidos por Jesucristo, no hablaban de otra cosa que de Cristo su maestro y redentor. Ya mires al príncipe de los apóstoles Pedro hablando a la plebe, a los príncipes de los judíos, o a los gentiles868; ya a Esteban o a Felipe869, o a Pablo y Bernabé hablando a las gentes870, o a Pablo solo dirigiendo sin cesar la palabra a los gentiles y a los hebreos871; ya, finalmente, a nuestros demás padres y maestros, no hallarás un solo discurso en que o toda la materia no sea de Cristo, o al menos el asunto principal a que todo lo otro se refiere. De sus cartas no hay que hablar, pues todas las páginas tratan de Cristo. Y esto ¿por qué? «Nosotros, dice Pablo, predicamos a Cristo crucificado, que es escándalo a los judíos y locura a los gentiles; empero, a los llamados, así judíos como griegos, a Cristo que es potencia y sabiduría de Dios872. Esta es la virtud de Dios para salvar y la sabiduría de Dios para enseñar, puesto que la gracia y la verdad fué hecha por Jesucristo873. No es, pues, necesario saber otra cosa, ni de otra parte se ha de esperar el auxilio o la salvación. Con razón se gloria Pablo de haber recibido del cielo el don de declarar excelentemente el misterio de Cristo: «A mí, dice, que soy el más pequeño de todos los santos, es dada esta gracia de anunciar entre los gentiles el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo, y de aclarar a todos cuál sea la dispensación del misterio escondido desde los siglos en Dios»874; y añade, gloriándose, que leyéndole pueden conocer su sabiduría en el misterio de Cristo.

Mas no son sólo el evangelio y los apóstoles los que manifiestan al mundo a Cristo, sino también la ley y los profetas, cuando los hombres como párvulos estaban todavía en manos del pedagogo que los condujese a la fe que había de ser revelada875, porque entonces y aun mucho antes, cuando Dios por primera vez se mostró al hombre, todas las acciones y escrituras anunciaban a Cristo y representaban a Cristo, como demostró Pedro diciendo: «Todos los profetas dan testimonio de El»876, y Pablo afirma que el velo del antiguo testamento es quitado por Cristo877, y el mismo Señor, instruyendo a sus apóstoles: «Cuanto está escrito en la ley, en los profetas y en los salmos habla de Mí»878. Por consiguiente, estando la salud de todos los hombres en conocer a Cristo, cuya ciencia eminente tanto aprecia el apóstol879 que en su comparación todo lo demás lo tiene por estiércol, sea este el primer cuidado y el más importante y singular del maestro cristiano, anunciar a Cristo con ardor infatigable, predicar sin descanso a Cristo, para que todos desde el pequeño hasta el mayor conozcan a Cristo; y tengan como propio de su ministerio aquella palabra: «Conoce el Señor»880.




ArribaAbajo Capítulo III

Contra la opinión de los que sienten que sin el conocimiento de Cristo puede nadie salvarse


Siendo todo esto verdad no acabo de maravillarme que personas graves de este tiempo, precedidas de algunos escolásticos, hayan podido pensar que en nuestra edad, Cuando haya tantos siglos que fué revelado Cristo, pueda nadie obtener sin el conocimiento de Cristo su eterna salvación. Cuya opinión siempre me ha parecido y me parece ahora tan absurda, que no me cabe duda que los padres antiguos, y especialmente Agustín, la sufrirían mal en un cristiano, cuanto más en un teólogo, y no sé si se podrían contener de censurarla severamente, de lo cual nosotros nos abstenemos por la erudición y piedad de los autores, cuyas huellas solemos seguir. Mas libremente y con verdad hemos de decir que no es digna de un teólogo la sentencia que no encuentra ningún apoyo en las Sagradas Escrituras ni en los santos Padres, y sí sólo en una leve sospecha humana, admitida en vista de la casi infinita muchedumbre de los que en este Nuevo Mundo por tantos años carecieron de la luz del evangelio, a los cuales parece se cierra toda entrada en el cielo, si es necesaria para la salvación la noticia de Cristo, la cual, llevándolo así los sucesos humanos, en ninguna manera pudieron conseguir, por faltarles predicadores de la fe. «¿Habremos, pues, de creer, dicen, que a tantos millares les fué imposible el camino de la salvación, por no poder llamar de Europa predicadores a causa del océano que se interponía, o porque a los que vinieron de su voluntad solamente después de mil cuatrocientos años los vieron? ¿No será mejor abrirles a todos las puertas del cielo y afirmar que con el conocimiento que estuvo a su alcance les fué bastante para salvarse? Porque dura cosa es y muy ajena de la caridad de Dios, que quiere la salvación de todos881, pensar que ha de exigir lo que no da ni los hombres pueden poner por sí solos.» Así raciocinan éstos, por cuya razón algunos han llegado a pensar que sin la fe y con sólo el conocimiento de razón natural pueden conseguir su salvación, cuya sentencia aunque ellos son católicos, es tan abiertamente herética que no hay cosa más contraria a la fe que decir que sin la fe nadie puede salvarse.

Por lo cual otros echando pie atrás, para no caer en terreno tan resbaladizo, sostienen menos peligrosamente, pero con cuánta razón, véanlo ellos mismos, que ciertamente sin la fe nadie puede ser salvo, mas que no es necesario para la salvación creer más con la fe que lo que por razón natural se puede saber. Como si los apóstoles hubieran predicado que la fe era necesaria para conocer lo que por las criaturas se puede llegar a saber, por lo que mediante ellas se ha hecho visible882, y no más bien aquellas otras cosas que no caben en el corazón del hombre y que Dios nos las reveló por su espíritu883. Porque para lo natural que es necesario conocer no se halla tan falta la naturaleza; mas la fe es la sustancia de las cosas que se esperan, y la prueba de las que no aparecen884.Las cosas, pues que no aparecen, a saber, que exceden la comprensión y razón del hombre, de las que está escrito: «Muchas cosas se te han mostrado sobre el sentido humano»885, éstas son las que de suyo tocan a la fe, las demás solo accidentalmente.

Mas viniendo al particular, después de descubierto este nuevo y dilatadísimo mundo, nuestros teólogos comenzaron a escribir tales cosas, cuando por espacio de mil cuatrocientos años no se halla, que yo sepa, ni en los sagrados doctores ni en los escolásticos vestigio de esa opinión, que cualquiera diría que todos a una sostienen que no es necesaria la fe explícita en Cristo para salvarse. Y han tomado ávidamente ocasión para pensar así de un lugar de Santo Tomás886acerca del momento en que el hombre llega al uso de la razón, porque enseña que entonces puede y debe volverse a Dios, y si lo hace recibe la gracia de la justificación; de donde coligen que no hace falta a ese niño conocer otra cosa que el bien honesto, en cuanto a esa edad puede conocerlo. Con gusto me pondría de parte de esta sentencia, tanto más cuanto mayor es la afición que profeso a la causa de los indios; pero me retraen las palabras del evangelio, que dice, «que nadie puede ir al Padre sino por Cristo887, porque no hay otro camino fuera de Él888, ni otra puerta para entrar a la vida»889. Y a la verdad, si puede haber justicia y salvación sin Cristo, está de más predicar a Cristo. Y en vano fué enviar los apóstoles a todo el mundo y mandar: «El que creyere y se bautizare será salvo»890.

No es en vano, replican anunciar a Cristo; porque así consiguen la salud muchos más y con más facilidad y abundancia. Yo pensaba que la predicación de Cristo, esto es, el evangelio, era necesario no para que más y más fácilmente se salvasen, sino simplemente para que los hombres se pudiesen salvar. Así lo pensaba; más aún, no solamente lo pienso, sino que tengo por tan cierto que este es el sentir de Pablo, que no creo que nadie ose contradecirlo, si con sinceridad y atención para mientes en lo que a este propósito dice en la carta a los romanos: «El fin de la ley, dice, es Cristo, para justicia a todo aquel que cree»891, y después de confirmar esta doctrina y mostrar que la fe de Cristo es igualmente necesaria a los judíos y a los gentiles, dejando a un lado los hebreos, de quienes ya había tratado antes, pasa a los gentiles poniendo por delante aquellas palabras: «Todo aquel que invocare el nombre de Dios será salvo»892, propone el asunto y lo urge con apretadas razones. «¿Cómo, pues, dice, invocarán a Aquel en el cual no han creído? Y ¿cómo creerán en Aquel de quien no han oído? Y ¿cómo oirán sin haber quien les predique? Y ¿cómo predicarán si no fueren enviados?»893. Y más abajo: «Luego la fe es por el oír; y el oír, por la palabra de Dios. Mas digo yo: ¿No han oído? Antes bien, por toda la tierra ha salido la fama de ellos, y hasta los cabos de la redondez de la tierra las palabras de ellos»894. He aquí la respuesta del apóstol y la resolución de tan difícil cuestión. ¿Cómo invocarán a Aquél en el cual no han creído? Están aquí con nosotros los contrarios en que la fe es necesaria para la salvación. Mas ¿cómo creerán en Aquél de quien no han oído? Fácil es la respuesta y muy verdadera en la opinión de éstos: que no es necesario predicador ni quien le envíe, ni es necesario oírle, puesto que puede el hombre concebir la fe sin revelación ni predicación; se basta a sí mismo para salvarse sin noticia del evangelio; puede invocar a Dios, a quien conoce por las escrituras. ¿No es esto lo que nos oponen cuando les decimos que el conocimiento de Cristo es necesario para la salvación? Yerra, pues. Pablo cuando enseña que nadie invoca a Dios ni cree como conviene para la salud, no habiendo oído la predicación del evangelio, si todo eso es verdad. Y si Pablo no puede errar, no hay duda que son éstos los que yerran.

Si sigues preguntando a Pablo: ¿qué será de los que nunca han oído el evangelio?; te responderá que por toda la tierra ha salido la fama de ellos y hasta lea confines de la tierra su palabra: como si dijera que no ha de faltar en toda la redondez de la tierra la predicación a los que han de ser salvos de los gentiles, y los que perecieren de ellos ha de ser en pena de sus crímenes, no de haber ignorado el evangelio. Dirás que esto es duro y áspero; mas ten presente que el apóstol reprende a los que queriendo establecer su propia justicia no se han sujetado a la justicia de Dios895. Y no tratamos aquí de si es duro y severo, o benigno y liberal, sino de si es verdadero. De lo contrario, con la misma apariencia de piedad de Dios atribuirán a sus hijos pequeños la salvación sin el bautismo, una vez que no pueden oír el evangelio, con alguna protestación de fe de sus padres, como antiguamente se hacía en la ley natural. Pues ¿por qué los párvulos no se han de poder salvar sin el sacramento de la fe, y si son mayores podrán sin la ley del evangelio? Y si confiesan que después de promulgado el evangelio, nunca pueden bastar los antiguos sacramentos para dar a los niños la justificación, y que sólo puede el bautismo (lo cual sin error manifiesto no lo pueden negar), ¿qué razón puede haber para no conceder que baste a los mayores el conocimiento de la ley natural para salvarse? Pues por más que digan lo contrario no tienen otro remedio que confesar que sin la ley evangélica puede ahora el hombre salvarse, y con quien no tenga eso por absurdo, no me entretendré yo a disputar. Pablo habla tan claro como se podía desear; y que esto que digo sea su sentido, lo afirman todos los sagrados expositores, como demuestra Santo Tomás896cuyas palabras podría excusarme de traerlas aquí por hacer alarde los contrarios de cubrirse con su autoridad. Después de referir el santo el lugar del apóstol, pregunta: «¿Por ventura aquellos a quienes no ha llegado la predicación evangélica por haber sido criados en la selva no tendrán excusa del pecado de infidelidad?» Y responde que, «conforme a la palabra del Señor897, los que no oyeron a Cristo que les hablaba por sí o por sus discípulos, tendrán, sí, excusa del pecado de infidelidad, pero no conseguirán, sin embargo, la gracia de ser justificados de los otros pecados que contrajeron naciendo, o añadieron en vida, y que por ellos serán condenados. Mas si algunos hicieren lo que está de su parte, Dios proveería según su misericordia, enviándoles un predicador de la fe, como hizo enviando Pedro a Cornelio y Pablo a los macedonios»898. Hasta aquí Santo Tomás.

Pues la mente de Agustín es tan clara en esta materia, que nadie podrá eludirla. Por tan necesario tiene el conocimiento de Cristo para la salvación, que aun a los que se salvaron antes de los tiempos del evangelio asegura que no les sucedió este bien sin la revelación del único mediador de Dios y los hombres, Jesucristo. Escribe así, por omitir otros muchos lugares, en los libros de la Ciudad de Dios899: «Por divino consejo fué provisto que del ejemplo de este solo santo Job viniésemos en conocimiento de que también pudieron vivir en medio de las gentes verdaderos servidores de Dios que le fueron agradables, y pertenecieron a la Jerusalén celestial; lo cual hemos de creer que a ninguno le fué concedido sin que lo fuese revelado Jesucristo, solo y único mediador de Dios y de los hombres.» Lo mismo confirma con muchas palabras en el libro de la Gracia de Cristo900: «No me desagrada, dice, la distinción de algunos que dicen fué bastante antes del tiempo evangélico la fe implícita en Jesucristo, y la explícita en un solo mediador: porque entonces, como dice Pablo, como niños eran reservados para la fe que había de ser revelada»901. Mas después de revelada la fe no estoy con quien afirme que está para nadie franca la puerta de la salvación, sino por el conocimiento revelado y expreso de Cristo, estando concordes en esta parte todos los escritores antiguos y modernos, fuera de unos pocos escolásticos, que no se apoyan en razón ninguna fuerte ni en autoridad de la tradición, sino se dejan sólo llevar de una sospecha.

Y no solamente la eterna salvación, mas ni aun la primera justificación, opino que puede el hombre obtenerla sin el conocimiento del evangelio, después de haber éste sido promulgado por el mundo, lo cual lo contradicen falsamente algunos, aunque con menor vigor que la anterior sentencia. Y no llegarán a demostrar que éste fué el sentir de Agustín por más que lo pretendan902. Porque no es la misma la razón de Cornelio (pues este sitio suelen alegar), y los infieles de nuestro tiempo, pues como a los judíos bastaba la fe en un solo mediador para la justificación, en ese tiempo antes que fuese anunciado Jesucristo, de la misma manera pudo bastar a Cornelio instruído por los libros y trato con los judíos, antes de que Pedro lo predicase a Cristo. Pero ahora cuando ha sido abolida en todo el orbe de la tierra la ley judaica y sus sacramentos, de suerte que no solamente está muerta, sino que es mortífera, es preciso atenerse a la regla evangélica de la fe, fuera de la cual nadie cree cuanto es necesario, justificando sólo la ley de la fe, es a saber, no habiendo otro principio de salvación fuera de la fe en Jesucristo. Y si alguno replica todavía preguntando desde qué tiempo comenzó la fe explícita en Cristo a ser necesaria para la justificación, responderé que desde el punto mismo en que fué promulgado al mundo el evangelio. Y si alegas que para los indios no estaba aún promulgado, así lo creo yo también; mas no hace al caso, porque no se trata de una promulgación que no deje lugar a ignorancia alguna, sino de la solemne y conforme a la voluntad del legislador, que abrogue las leyes contrarias y anule los pactos. Sabemos que todos los sacramentos de la ley y la naturaleza fueron abolidos, sabemos que la ley evangélica que consiste en la fe en Jesucristo comenzó una vez a obligar a todos los mortales. Cuándo fué debidamente promulgada lo ignoramos, y cada uno establece lo que le parece. Que en tiempo de Cornelio no estaba aún suficientemente promulgado el evangelio a los gentiles el mismo Pedro lo atestigua, pues hubo de ser instruído por una visión celestial. Mas ahora, siendo igualmente conocido o desconocido a los pueblos gentiles, que hay un mediador dado por Dios, y que ese mediador es solo Jesucristo, no hay razón de suponer en nadie el perdón de sus pecados sin el conocimiento de Jesucristo.

Otros creen que Cornelio no quedó verdaderamente justificado para con Dios antes de la predicación de Pedro903, puesto que es comparado a los animales inmundos, y después de escuchar el perdón de los pecados por Cristo, recibió el Espíritu Santo. Y no está muy lejos el Crisóstomo de este sentir. Mas porque se resiste el ánimo a no creer justificado a quien la Escritura llama religioso y temeroso de Dios y acepto a Dios y obrador de justicia, se explica más cómodamente la necesidad de llamar a Pedro, no para que en absoluto consiguiese la gracia, sino para que fuese lleno de ella con la plenitud y firmeza que da la fe en Cristo904. Pero ahora, después que ha sido predicado ampliamente el evangelio, de la misma necesidad pensamos que es creer y creer en Cristo, pues sin la fe en el misterio de Cristo ya Santo Tomas enseñó y lo ha decretado ahora el concilio de Trento que nadie puede ser justificado905.

Y ¿qué pensaremos de tantos millares de hombres que ni han oído el evangelio ni han podido oírlo? ¿Juzgaremos, acaso, que ninguno de ellos puede ser salvo? De ninguna manera. Pero es que sin un milagro no pueden ser enseñados en la fe. Primeramente no se ha de llamar milagro la providencia especial de Dios que destina un ángel o un hombre para que instruya en el evangelio a aquel que ha hecho lo que está de su parte. Porque cuán raro pueda ser que en el estado de naturaleza entenebrecida y gravísimamente postrada, alguno tenga fuerzas para levantarse a tan ilustres conatos, y esos no los pueda lograr sin la gracia preveniente, tanto menos habría que considerarlo destituído de esa providencia singular de Dios, como lo confirma la misma razón, porque no en vano pudo llegar a tan singular deseo y práctica del bien. Y si persisten en llamarlo milagro, llámenlo en buena hora, que no he de disputar de nombres. Ellos a la verdad, como si estas obras fuesen pesadas a Dios o difíciles y desusadas, creen deberlas restringir y coartar en estrechos límites. Mas ¿no leen que al mismo Cornelio fueron enviados un ángel y Pedro?906. ¿No le fué enviado Felipe al eunuco de la reina Candaces?907. ¿No lo fué Pablo a los macedonios y a Lidia?908. Y si queremos hechos más recientes, nos sale al paso aquel Paulo japón, que buscando por tanto tiempo remedio a sus pecados y yendo con tan larga navegación detrás de Francisco Javier, y habiéndose partido no encontrándole en Malaca, una tempestad le hizo volver estando ya a vista de la China, hasta que le halló a su vuelta, y habiendo oído el evangelio de Cristo, no solamente él halló por la fe su salvación, sino que fué con su consejo y guía ocasión de que Francisco anunciase a Cristo a los de su nación y tan principal.

Así hay que sentir de otros semejantes que puede haber, como más que yo lo responde Santo Tomás, a quien no sé cómo pretenden éstos llevarle a su partido, siendo él quien diluye su razón909. Pero nos lo hacen contrario en el caso del niño que llega al uso de razón; pues si no recibe en esa coyuntura ninguna enseñanza de ángel o de hombre, ciertamente no tendrá noticia cierta de Cristo ni de Dios; y, por tanto, quedará justificado antes de conocer a Dios, y hará falso lo que el apóstol dice de la fe necesaria para agradar a Dios: «Es menester que el que a Dios se allega, crea que le hay, y que es remunerador de los que le buscan»910. Y si replican que basta creer esto implícitamente, entonces nada dice el apóstol; porque implícitamente no sólo es menester que crea eso quien se allega a Dios, sino las otras cosas, como que Adán fué creado fuera del paraíso, y que se salvaron ocho personas en el arca de Noé, y que el hijo de Tobías se llamó también Tobías, y en una palabra, cuanto contienen las Sagradas Letras. Y si se ha de señalar alguna cierta medida de las cosas que hay que creer, y alguna idea clara al menos de la majestad y providencia de Dios, ciertamente de quien el niño la aprenda sin ser enseñado de doctrina ni guiado de experiencia, de ese mismo podrá aprender el misterio de Cristo, habiendo ambas cosas de ser enseñadas o por mano de hombres o por institución divina. Por tanto, o esa opinión de Santo Tomás no hay que seguirla con demasiado empeño, pues vemos que la mayoría de sus discípulos no están muy convencidos de ella, o si se quiere mantener, hay que explicarla en el sentido que la entendieron sus seguidores más antiguos, a saber, que anteceda a la justificación de ese niño la revelación de Cristo. Porque no es razón abandonar los dogmas ciertos para seguir las opiniones inciertas. Siendo, pues, necesaria la fe infusa, no para que crea el hombre, sino para que crea algo, es decir, no tanto por el acto de fe, cuanto por su objeto; a quien preguntare cuál es ese objeto, no se me ocurre ofrecer otro que el que enseñan los padres911, que creamos que son verdaderas cuantas cosas Dios ha revelado y prometido, y primeramente que Dios por su gracia justifica al impío por la redención que es en Cristo Jesús. Por tanto, el misterio de Cristo es lo primero y principal que debemos enseñar, si queremos seguir la sabiduría de aquel que decía: «No me he preciado de saber algo entre vosotros sino a Jesucristo y éste Crucificado»912.




ArribaAbajoCapítulo IV

Contra un error singular que dice que los cristianos más rudos se pueden salvar sin la fe explícita en Cristo


No hay escritor que niegue ser necesaria la noticia de Cristo a aquellos a quienes ha sido predicada la fe, antes todos enseñan expresamente que el precepto de creer explícitamente el misterio de Cristo es divino y se propone a todos los hombres como necesario, y que los que han oído la fe, sin el conocimiento de ese misterio no pueden ser salvos. Y añaden que los bárbaros infieles a los que no ha sido anunciado el evangelio se excusan de pecado por la ignorancia, lo cual nosotros concedemos gustosos; mas que si hacen lo que está de su parte pueden conseguir la salvación sin la fe explícita en Cristo, lo cual a nosotros no nos agrada. Pero convengamos entre tanto en lo que ningún católico puede negar, que a todos los católicos sin excepción obliga el precepto divino de saber expresamente el misterio de Cristo, y que ninguno de aquellos a quienes se predica el evangelio puede llegar a la salvación y justicia ante Dios, si no es por la fe explícita en Cristo.

Mas no hace mucho tiempo que en este Nuevo Mundo un varón tenido largo espacio por insigne en la doctrina y muy religioso, pero que ahora se ha trocado o se ha manifestado como grande hereje, ha trabajado por introducir una nueva doctrina, pía y saludable según él proclamaba, mas en realidad sobremanera impía y perniciosa, y con muchos y prolijos discursos y comentarios se ha esforzado en persuadirla; a saber, que a las naciones de indios y a los demás pueblos rudos no es necesario para la salvación creer explícitamente en el misterio de la Trinidad, ni aun el misterio de Cristo, sino que les basta saber que hay un solo Dios y que da premio a los buenos y castigo correspondiente a los malos, y que en lo demás han de tener nuestra ley cristiana como ciertamente divina; y, fuera de esas dos cosas, no necesitan creer más, sino común o implícitamente lo que la Iglesia profesa. Por tanto, sólo esto hay que predicar a los indios, de lo demás no hay que preocuparse demasiado. Daba como razón de su nuevo dogma, que Dios no obliga a lo imposible, y que hay muchos de tan torpe y rudo ingenio que no pueden percibir el misterio de la Trinidad ni el misterio de Cristo, y obligarles a que los crean explícitamente, es tanto como cerrar a los miserables las puertas del cielo. Y añadía que después de haber recapacitado mucho sobre ello, y haber llegado al completo convencimiento, fué confirmado en su sentir por una revelación divina, en la que el mismo apóstol Pablo le afirmó que a los muy rudos no era menester para salvarse creer que Cristo era salvador de los hombres. Quien fuese este pseudo Pablo o por mejor decir pésimo demonio que quería ser tenido por ángel de luz, bien claro ha aparecido y harto más de lo que hubiéramos querido.

Pero callando el nombre del autor, tratemos del dogma en sí, y con tanto más cuidado, cuanto que ataca el mismo nervio del evangelio, porque todo el cuidado y solicitud de la predicación a los indios es necesario que caiga, si es verdadero. Por lo cual demostraré claramente y con brevedad no sólo que es doctrina impía, sino loca y necia afirmación. Porque ¿qué cosa más impía que contradecir la sentencia manifiesta del Señor y la necesidad de que obtengan las gentes su salvación por Cristo? «Id, dice, por todo el mundo, y predicad el evangelio a toda criatura; el que creyere y se bautizare será salvo, y el que no creyere se condenará»913. Es, pues, necesario que toda criatura reciba y crea el evangelio si quiere ser salva; mas el evangelio y el conocimiento de Cristo son dos cosas en el nombre y una sola en la realidad. Pues ¿cómo conocerá el evangelio quien no conoce a Cristo? De donde se colige claramente cuánta estulticia sea decir que uno tenga la fe cristiana y, sin embargo, ignore a Cristo. Es como si uno dijera que se sabía de coro la Eneida o la Odisea, y, sin embargo, no había oído el nombre de Eneas o de Ulises. ¿Quién podría reprimir la risa? Además, ¿cómo puede nadie conocer que se hace y es cristiano y no pagano o judío, sin conocer a Cristo? ¿Cómo puede profesar una Ley quien ignora lo que contiene esa Ley? Todo cristiano en cuanto es cristiano profesa a Cristo; así que enseñar que todo hombre, para salvarse, debe ser cristiano, y sin embargo, no es necesario que conozca a Cristo, no es otra cosa que soñar despierto y decir desvaríos. Pues obligar al indio a que crea cuanto cree la Iglesia y dejarle que ignore a Cristo, ¿quién no ve la inconsecuencia y fatuidad? Las dos cosas se contradicen; porque creer en la Iglesia y no entender la congregación de los fieles que creen verdaderamente en Cristo, tanto es creer en la Iglesia cuanto en la sinagoga de los judíos o en la escuela de los atenienses, pues sin Cristo la Iglesia ni puede existir, ni aun siquiera concebirse. Llámela Iglesia o Ley cristiana, o grupo de los fieles, si el indio no conoce a Cristo, no puede saber el misterio de la Iglesia. Y paso por alto qué gran locura sea anteponer el misterio de la Iglesia al misterio de Cristo en la necesidad de la fe explícita. Ciertamente el apóstol Juan dice así: «Este es su mandamiento, que creamos en el nombre de su hijo Jesucristo»914, y ésta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe»915. Y cual sea esta nuestra fe lo añade luego: ¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es hijo de Dios?» Por tanto, uno mismo es el precepto, una sola la necesidad en el cristiano de creer y de creer en Cristo, una misma la fe cristiana y la fe de Cristo.

Es, pues, necesario enseñar a los indios y a todos los infieles el misterio de Cristo. Exceptuar de esta generalidad algún linaje de hombres, es grave error por no decir abierta herejía, lo cual algunos graves autores lo afirman sin vacilar916. Pero dirás: es un hombre incapaz, rudo, estúpido, viejo y decrépito, un negro etíope semejante a un tronco, un uro que apenas se diferencia de las bestias. ¿A éstos y sus semejantes los va a obligar a aprender el misterio de la Trinidad, que es difícil aun para los de grande y agudo ingenio? Y el misterio que excede la capacidad de la razón humana, ¿lo vas a exigir de un sentido tan estólido? Yo digo que el misterio de Cristo (de los otros hablaré después) no obligo a comprenderlo a nadie, porque eso es de pocos, mas obligo a creerlo a todos; lo cual todos lo pueden, porque nadie es tan incapaz que no pueda pensar en Dios y hombre. Es posible, pues, enseñarle que un Dios se ha hecho hombre, y ése es Cristo; añada para qué lo hizo, que es para librarnos de nuestros pecados y que consiguiésemos la vida eterna, y así aprenderá que es nuestro único salvador. Enséñele después el orden con que fué concebido por obra del Espíritu Santo de una virgen, y nació y fué crucificado y después resucitó a vida inmortal. Percibir estas cosas con el pensamiento no es imposible, y si hemos de creer a Pablo917: «Cercana, dice, está la palabra en tu boca y en tu corazón; ésta es la palabra de la fe, la cual predicamos; que si confesares con tu boca al Señor Jesús, y creyeres en tu corazón que Dios le resucitó de los muertos, serás salvo».

Si, pues, me preguntas qué hay que enseñar a los gentiles del misterio de Cristo, te responderé: que el Hijo de Dios se hizo hombre y por nosotros fué crucificado y resucitó, lo cual con mucha razón dice Crisóstomo que es la suma del evangelio. Tres son, pues, las cosas que hay que declarar brevemente: primera, que Cristo es Dios y hombre; segunda, que fué muerto por nuestros pecados; tercera, que está en la vida inmortal y bienaventurada y que quiere comunicárnosla. No creo que haya nadie que no pueda comprender estas cosas si se le enseñan debidamente; porque pueden pensarse con imágenes corporales, lo cual es muy fácil a los hombres, se pueden pintar y expresarse bien con palabras. Tenerlas en la memoria y sobre todo tener de ellas un conocimiento profundo, y explicarlas concertadamente bien veo que no todos lo pueden, ni Dios tampoco exige a nadie cosa que no pueda hacer. Y si alguien imagina un hombre tan obtuso y cerrado de cabeza, o en realidad lo encuentra, que en ninguna manera pueda pensar y entender que Cristo es salvador de los hombres y Señor Nuestro, yo a ese tal lo juzgaría o privado del sentido humano, o retrasado por justo juicio de Dios en castigo de sus pecados para que no se le enseñe la fe convenientemente, o él no la reciba con benevolencia. Pues no dudamos que hay muchos que no tienen orejas para oír, y aunque al exterior sueno la trompeta del evangelio, por dentro están completamente sordos; de modo que, según la palabra del profeta, «oyendo no escuchen»918. Porque dar su asenso a la palabra de la fe conocida es obra de la divina gracia, y el mismo concebirla en la mente cuanto es bastante, y pensarla, es ya también obra de la gracia, de suerte que cuando a alguno se niega una cosa u otra, es por justo juicio de Dios, cuyos efectos muchas veces los vemos, pero ignoramos la causa. Finalmente, todo aquel que es juzgado digno de la fe cristiana, sin la cual no hay justicia ni salvación, hay que tenerlo igualmente por idóneo para conocer el misterio de Cristo cuanto es bastante; y si la menospreciase o no llegase a conseguirla, hay que pensar, sin duda ninguna, que todavía no está abierta para él la puerta de la vida eterna.




ArribaAbajo Capítulo V

Los demás misterios que están contenidos en el símbolo todos los cristianos están por precepto obligados a saberlos


El misterio de Cristo nadie puede conocerlo bien como es razón, si no conoce juntamente los de la Trinidad y la Iglesia. Porque Jesucristo, hijo de Dios, fué concebido del Espíritu Santo y murió para limpiar con su sangre un pueblo suyo propio, celoso de buenas obras919, en quien estuviese la remisión de los pecados y la salvación eterna por la fe y los sacramentos de Cristo. Así que en estos tres misterios de Cristo, de la Trinidad y de la Iglesia se contiene la suma de la fe cristiana. Por lo cual los apóstoles distribuyeron el símbolo en tres como partes; y lo que se refiere a la naturaleza divina lo pusieron en la primera atribuyéndoselo al Padre, lo que toca a la disposición de nuestra redención, en la segunda atribuyéndoselo a Jesucristo hijo de Dios, y cuanto atañe a la gracia y santificación de los fieles, en la tercera, adcribiéndoselo al Espíritu Santo.

No voy ahora a refutar el error de los que opinan que al hombre rústico le es bastante profesar que cree cuanto tiene la Iglesia, porque ya de antiguo es error condenado. Oigamos a Agustín contra los que sentían bastaba para recibir el bautismo la confesión de Jesucristo hijo de Dios920: «Aquel eunuco, dice, a quien bautizó Felipe, arguyen que no dijo otras palabras sino creo que Jesucristo es hijo de Dios921, y con sólo esta profesión de fe, luego al punto fué bautizado. ¿Hemos por eso de consentir que sólo eso contesten los catecúmenos, y sin más se les bautice? ¿Nada les hemos de exigir acerca del Espíritu Santo, de la santa Iglesia; nada de la remisión de los pecados y de la resurrección de los muertos? Y del mismo Jesucristo, ¿nada más sino que es hijo de Dios? ¿De que tomó la carne de una virgen, de su pasión, de la muerte en cruz, de la sepultura, de la resurrección al tercer día, de la ascensión, y de que está sentado a la diestra de Dios Padre, nada de esto ha de decir el catequista y profesar el que cree? Todo esto se ha de preguntar expresamente al que se bautiza, aunque inste la necesidad del bautismo, y a todo ha de contestar, aunque no lo haya aprendido todo de memoria». Esto es lo que Agustín exige, fundado en la costumbre recibida de toda la Iglesia. Y ¿dudaremos nosotros de que cualquier cristiano está obligado a saber todos los misterios del símbolo y creerlos explícitamente, cuando aun a los que eran bautizados en peligro de muerte se les exigían antes del bautismo? Ciertamente León Papa, sin hacer excepción, dice que cuanto está contenido en el símbolo quiso el Señor que ninguno de ambos sexos lo ignorase en la Iglesia922. Tenemos el decreto del concilio Laodicense que ordena que el símbolo conviene lo aprendan y digan al obispo o presbítero antes del bautismo923. Y el Bracarense manda que a los catecúmenos se les enseñe todo el símbolo de los apóstoles924. Mas es cosa demasiado patente para que sea menester acumular testimonios, que por lo demás abundan.

Así, pues, todos los cristianos sin excepción son obligados por derecho divino a profesar explícitamente todos los artículos de la fe que están encerrados en el símbolo, según su capacidad, y en vano ciertos escritores doctos, aunque en este punto no lo muestran, pretenden ponerlo en duda, cuyo sentir de quitar o disminuir la fuerza a este precepto divino no es digno de ponerse en el número de las opiniones, siendo los contrarios que defienden nuestra sentencia muy superiores por su muchedumbre y su autoridad925. Mas porque las cosas que se ordenan en común por algunas ocasiones urgentes admiten a veces excusa, no hay duda que la urgencia del tiempo, o la torpeza del sentido, o la poca aptitud del maestro, pueden ser excusa a los más rudos si acaso no saben a la perfección todos estos misterios. Porque si de recibir el bautismo y tomar la eucaristía, y confesar los pecados siendo como son mandamientos divinos, sin embargo, puede algunas veces el hombre hallarse excusado, ya porque falta el ministro o la materia del sacramento, o por ignorancia del lenguaje o, finalmente, por otras causas; y con todo si con su deseo y propósito hace lo que está de su parte, puesto que con sincero corazón busca a Dios, no sera excluído del reino; no hay razón para creer, que a pesar del precepto divino de saber los principales misterios de la fe enseñados por los apóstoles y profesarlos explícitamente, no pueden excusarse y hallar absolución muchos, o porque su comprensión es tan corta que no llegue a abarcarlos todos, o porque la edad muy avanzada, o la falta de quien enseñe, o cualquier otro impedimento que se atreviese de fuera, vuelve imposible el cumplimiento. Porque no despreciará a estos pobres el que los crió, puesto que él hizo al grande y al pequeño y tiene igualmente providencia de todos926, y no faltará Dios a la fe y buena voluntad del hombre que con recta intención hace lo que está de su parte.

Hay que enseñar, pues, todos los artículos del símbolo, y han de ser aprendidos con diligencia, y con todo empeño se ha de procurar queden grabados. Ninguna negligencia ha de bastar para impedirlo, ninguna ocupación ha de ser parte a descuidarlo, o ningún negocio por grave que sea para menospreciarlo, siendo como es la fe de la Iglesia la misma esencia y entraña de la salvación. Mas con todo, cuando la necesidad o imposibilidad lo estorban, no hemos de pensar que faltará Dios, con tal que se llegue a la medida que hemos dicho ser necesaria para todos y no excesivamente difícil, sin la cual a nadie es posible la salvación; a saber que crea en un solo Dios que por medio de Jesucristo, nuestro único salvador, perdona a los hombres los pecados, y da los bienes eternos, a los que le son obedientes. Sin esta medida de la fe ningún cristiano ha sido nunca salvo, y ninguno lo será jamás. Así lo profeso firmemente.




ArribaAbajo Capítulo VI

A todos hay que enseñar el misterio de la Trinidad


Sobre si se ha de enseñar a todos aun a los ignorantes y rudos el misterio de la Trinidad, dudan algunos en parte con razón y en parte sin ella. Porque que de alguna todos deben conocerlo, además de enseñarlo la autoridad de los padres, lo declara abiertamente la sola razón de que nadie se hace cristiano recibiendo el bautismo, al que llamaron los antiguos sacramento de la fe, sino en el nombre de la Trinidad927. Quien, pues, sabe que es cristiano no puede ignorar el misterio por sólo el cual ha sido hecho cristiano. Añádese que conforme a la tradición antigua y apostólica, nadie es bautizado en la Iglesia de Cristo, sino habiéndole preguntado primero si cree en Dios Padre, y en Jesucristo hijo de Dios, y en el Espíritu Santo, y respondiendo él que sí cree firmemente. Por rudo, pues, que sea, si tiene algo de juicio, eso le preguntan y así responde él, y así en absoluto se le manda creerlo expresamente. Porque de manera implícita y envuelta no sólo se le manda creer esto, sino todo cuanto contienen las Sagradas Letras, aunque no se le pregunta de todo en particular, porque no necesita saberlo todo expresamente y por menudo. Además, que no habiendo nadie tan ignorante de la vida cristiana que no sepa signarse a sí y las otras cosas con la señal saludable del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. ¿Cómo le será lícito ignorar lo que cada día está practicando? No hay, pues, razón alguna por la barbarie de los indios y los negros para establecer un nuevo dogma de no enseñar necesariamente la Trinidad, al cual muchos y graves teólogos928, y si no pienso mal la misma Iglesia lo combate en el símbolo Atanasiano.

Pero es, dicen, un misterio sutil, y que sobrepuja mucho al sentido humano; y el sentido de estos miserables es tan obtuso, que ni pensar pueden en la Trinidad. A los cuales respondo primeramente, que si ellos que así discurren pueden pensar por ventura en la Trinidad; si, fuera de ciertos modos definidos, tomados de las reglas de la Iglesia y la teología, conocen algo más los teólogos en tan oculto misterio; porque yo creo que no, y de mí lo sé cierto. Al rústico le da el literato lo que ha de sentir y cómo ha de expresarse, pero qué sea ello en sí y cómo hay que pensar, en eso están los dos iguales. No es, pues, inteligencia de tan alto misterio, que es de muy pocos y más se adquiere con luz divina que alumbra al alma que con lectura de libros, como enseña Agustín929, lo que pide nuestra santa madre la Iglesia, sino fe simple y sincera, de la cual no se me alcanza por qué hemos de alejar a ningún hombre. Porque a la manera que en la antigua ley se ofrecían a Dios sacrificios con pía devoción del pueblo, y, sin embargo, pocos eran los que percibían su fuerza y significación, y con todo Dios los mandaba, porque así, por lo que veían protestaban lo que no veían; de idéntica manera en el nuevo testamento, en el que están abolidos los sacrificios de sangre, y las víctimas más aceptas a Dios son los labios que le confiesan, quiere Dios que sus fieles le ofrezcan la confesión del corazón y de la boca según el espíritu de la fe, con la que adoren y den culto al Padre, y al Hijo y a Espíritu Santo, aunque la mayoría apenas sepan qué es lo que pronuncian con los labios o creen con la mente. Porque la misma fe es argumento de las cosas que no aparecen, a la cual el apóstol la llama también sacrificio930.

Mas reponen algunos urgiendo que el misterio de la Trinidad consiste en creer tres personas en una misma esencia. Pero hay muchos que no son capaces de pensar qué es distinción de personas y qué unidad de esencia. A los que diré que hay, sí, muchísimos, mas no solamente en las Indias o Etiopía, sino en la misma España y en la corte de Italia. Y ¿a todos estos los vamos a excluir del conocimiento necesario de la Trinidad? Lejos de nosotros. Más aún, me parece muy bien la opinión del doctísimo cardenal Hosio, muy benemérito de la Iglesia931: «La distinción de las personas, dice, y la unidad de la sustancia, si hay hombres tan rudos que no la pueden comprender, no la creo tan absolutamente necesaria para la salvación, que todos la hayan de creer explícitamente, y si alguno no llega a tanto haya por eso que desconfiar de su salvación».

Bien y piadosamente dicho. Porque para que los más rudos crean cuanto es bastante el misterio de la Trinidad, les es suficiente creer en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y no es preciso exprimir despacio estos conceptos ante ellos, porque si se adelgazan sutilmente se les escaparán de su corto alcance. Crean, pues, en un solo Dios omnipotente, creador de todas las cosas, crean que éste es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y si llegan a más enséñeles que son tres personas distintas y un solo Dios, por tener una misma y sola sustancia; pues todo lo que hay que sentir de este misterio lo encerró la Iglesia en aquellas palabras, que se adore la propiedad en las personas, la unidad en la esencia, y la igualdad en la majestad; a lo cual reduce Agustín todo lo que escribió en quince libros sobre la Trinidad en la carta que escribió a Evodio932. Mas como es digna de alabanza la diligencia de muchos en exponer estas cosas a la plebe, así hay que reprender la morosidad de algunos que importunamente quieren pedir cuenta de la distinción de las personas y unidad de la esencia a hombres rudísimos, que ni la pueden comprender, y si algo comprenden no lo pueden explicar, lo cual aunque en la niñez no esté mal, no es señal cierta del conocimiento interior. Es, pues, necesario enseñar a todos que crean en un Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, como la religión cristiana lo venera, lo cual es bastante para los rudos y no imposible a su cortedad.




ArribaAbajoCapítulo VII

Es necesario creer también el misterio de la Iglesia


El artículo de la santa Iglesia lo omiten los catequistas vulgares, tal vez a lo que creo, porque en la exposición de los misterios de la fe, no siguen el orden del símbolo de los apóstoles, sino la otra distribución común de los artículos de la fe en siete que pertenecen a la divinidad y siete a la humanidad, la cual distribución, aunque no es despreciable, en ninguna manera se debe preferir ni aun comparar al símbolo, que fué compuesto por los apóstoles, como asegura el testimonio de Cipriano y Clemente y el consentimiento de toda la Iglesia933; y profiriendo cada uno una sentencia, como quieren los clarísimos doctores León y Agustín934; y no es de menor autoridad entre los fieles que el evangelio de Juan. Mas ese orden vulgar de los artículos de la fe que corre en la cartilla de los niños, se halla en cierto comentario de Tomás de Aquino935; y no recuerdo haberlo hallado en ningún autor anterior de cierta autoridad; y en la explicación del misterio de la Iglesia es muy deficiente. Nada se dice en ellos de la Iglesia, nada de la comunión de los santos, ni del perdón de los pecados por los sacramentos, cosas todas muy importantes de saber. Porque lo que hace Santo Tomás936 de referir al artículo de Cristo salvador, la Iglesia, la comunión de los santos y el perdón de los pecados, no es falso ciertamente, pero es tan oscuro que el pueblo no puede sospecharlo, si no es instruído por el catequista. Esta es la causa, según creo, de que lo desconozca el vulgo en gran parte. Pero es muy necesario, y tan encomendado de Agustín al tratar del catecismo de los rudos y en muchas otras ocasiones937, que llega a decir que con más frecuencia y claridad profetiza la Escritura de la santa Iglesia que del mismo Cristo. Además que si el cristiano no disiente de este artículo, aunque tal vez resbale en otros, no deja de ser cristiano; pero si se aparta de éste, no puede ser fiel. Porque es la Iglesia casa de Dios vivo, columna y firmamento de la verdad938.

Sean, pues, enseñados los indios de tres cosas acerca de la Iglesia. Primeramente, qué cosa es; a saber, la congregación de los hombres que profesan a Cristo y su doctrina, no de españoles o de bárbaros, no circunscrita a una nación particular de cierta gente y territorio, sino que abarca todos los espacios de la tierra y todas las sucesiones del tiempo; porque esto es, en realidad, el pueblo universal de los cristianos, y cada uno en particular, como nota bien Agustín939, somos hijos y partes de la Iglesia, y todos juntos somos la misma madre Iglesia. La cabeza de ella es el pontífice de la ciudad de Roma, sucesor de Pedro, vicario de Cristo, que ejerce en la tierra todo su poder, a quien obedecen todos los cristianos, aun los reyes y príncipes. Esto es creer en la Iglesia católica universal. En segundo lugar, que es también apostólica y santa; a saber, que la doctrina de la Iglesia proviene de Dios, y que nunca ella erró ni puede errar, y que cuantos se apartaren de ella sin duda ninguna yerran gravísimamente; que, además, en ella sola está la salvación, de suerte que nadie extraño a ella puede salvarse, aunque se honre con el nombre de cualquiera religión, y, por tanto, sólo el pueblo cristiano tiene abierta la puerta de los cielos. Y aunque haya en ella muchos de malas costumbres, hay, sin embargo, otros puros y santos, y que los malos lo son porque no obedecen los preceptos de la Iglesia y que, por tanto, pagarán el castigo de su maldad. Finalmente, que la puerta para entrar en la Iglesia es el sacramento del bautismo, que nos da el perdón de todos los pecados, y para los que ya han sido lavados en sus aguas saludables hay otros sacramentos instituídos por Dios como remedios y dones celestiales, ya para perdonar los pecados si otra vez se cometen, ya para merecer mayor gracia; sobre todo el de la penitencia y eucaristía, en la cual está presente Cristo ofrecido por nosotros y hecho hostia para aplicar a Dios, y comida suavísima para refección de nuestras almas. Porque todo esto es la Iglesia de Cristo, grande sacramento de piedad que se ha manifestado en la carne940, puesto que es Iglesia visible; se ha justificado en el espíritu por la grandeza de los dones internos; ha aparecido a los ángeles por la Iglesia la gracia de Dios multiforme; ha sido predicado a los gentiles que son corporales y coparticipantes de Cristo941: ha sido creído en el mundo al crecer y fructificar942en todos partes el evangelio; ha sido recibido en la gloria cuando esto mortal sea absorbido por la vida943. En tan gran misterio, pues, de la divina sabiduría, cual es el artículo de la santa Iglesia, y en declararlo y encomendarlo a los neófitos de la fe, no conviene en manera alguna que cese la diligencia y el trabajo de los párrocos.




ArribaAbajo Capítulo VIII

Qué se ha de enseñar a los indios en la hora de la muerte para que reciban el bautismo


Si a alguno le sobreviene una dolencia repentina, y estando sin esperanza de vida da señales de querer ser cristiano, lo cual muchas veces hemos visto, si se trata de un hombre rudo y la premura del tiempo le impide ser instruído bastantemente en los rudimentos de la doctrina cristiana; con razón su pregunta qué se ha de tener por suficiente para que pueda echársele el agua del bautismo. Quiere Agustín que aun en tan grande apretura de tiempo se le pregunte de todos los artículos del símbolo, y así se le bautice944; lo cual no es difícil en el catecúmeno que ha oído ya alguna vez las cosas de la fe, porque preguntado puede responder de palabra y con el corazón. Pero si todo lo ignora y el espacio para instruirle es breve, ¿qué se podrá hacer para no cerrar la puerta de la salvación al hombre, y, por otra parte, no dar el bautismo a un indigno? El Concilio de Lima ha determinado sobre el particular945 que. lo más brevemente que se pueda se le enseñe solamente lo más principal: lo primero, que crea en un solo Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; lo segundo, que este mismo Dios es criador de todas las cosas y da a los buenos la gloria eterna en el cielo y a los malos suplicios eternos; lo tercero que nadie se libra de sus pecados sino por Jesucristo, hijo de Dios, que se hizo hombre, padeció y murió por nosotros, y que es nuestro Señor y redentor y única esperanza, que reina gloriosamente en los cielos; lo cuarto, que el hombre se hace siervo de Jesucristo por el bautismo, en el cual se perdonan todos los pecados y se da la vida eterna. Si estas cosas cree y confiesa en la manera que pueda, se le ha de preguntar si se arrepiente con verdadero dolor de los pecados de su vida pasada, principalmente de la idolatría, y si quiere vivir de ahí adelante conforme a las leyes y preceptos del pueblo cristiano. Si responde que se arrepiente de lo pasado y desea de corazón cumplir con lo que debe para el porvenir, no hay que esperar más sino regenerarlo para Cristo con el agua y el Espíritu Santo. Y vuelvo a decir sin la menor duda, que en los tales si tienen buena voluntad preparada por Dios con que quieren ser verdaderos cristianos, nunca faltará luz suficiente de razón con que conozcan cuanto es bastante, lo que es necesario para su salvación, ilustrando Dios muchas veces de modo admirable las tinieblas del entendimiento humano. A nosotros nos aconteció estando en las provincias altas, encontrarnos con un uro enfermo que estaba en las últimas, de cuerpo tan deforme, que apenas conservaba forma humana, y de entendimiento obtuso y cerrado como verdadero uro, que más parecía un tronco. Este pidió instantemente que lo hiciesen cristiano, e instruído brevemente de los principales misterios de la fe, los aprendió con tanta presteza que causaba admiración; así que bautizado por mi compañero, con gran gozo de su alma hablaba a Cristo: «Oh, Señor, puesto que quisiste hacerme cristiano, llévame al cielo»; y con estas palabras entregó a Dios su alma; y siendo entre los suyos de muy abyecta condición, no sé por qué impulso fué enterrado con especial honor, celebrando nosotros y ellos las mercedes de la divina bondad. No falta, pues, Dios al hombre, ni el hombre tampoco a Dios, aunque no sea sino por breve espacio de tiempo, si es de los llamados eficazmente a la gracia de la salvación.




ArribaAbajoCapítulo IX

De los preceptos del Decálogo y de la idolatría de los bárbaros


La segunda parte de la doctrina cristiana trata de formar las costumbres, para que, conforme al apóstol, vivamos dignamente según Dios946 que nos llamó con su santa vocación y nos sacó de las tinieblas a su admirable luz947. Toda la forma de la vida cristiana depende de la caridad con que amamos a Dios y al prójimo, adorándole a él y ayudando al prójimo según nuestro poder. A este blanco debe, pues, mirar todo el trabajo de nuestro catequista, persuadir a los hombres el verdadero culto a Dios, y los oficios convenientes de unos para con otros.

Y primeramente, en nada hay que poner más empeño ni trabajar más asiduamente, que en desarraigar de los ya cristianos o de los que van a serlo todo amor y sentimiento a la idolatría. Porque éste es el mayor de todos los males, siendo como dice el Sabio948 principio y fin de toda maldad, que de todas las maneras hace la guerra a la verdadera religión, y lo que es más miserable en la humana condición, no hay veneno que bebido penetre más íntimamente en las entrañas, no hay amor tan insano que así embauque al torpe amador con su ocasión, como deja la idolatría cautivo el ánimo en la afición al ídolo. Por lo cual da frecuentemente la Escritura a la idolatría nombre de fornicación y amor de meretrices949, cuyo furor ciego e insana osadía muestra enumerando muchos ejemplos. Pues con cuánta razón recomiendan esto las Sagradas Letras, lo muestran bien en sí nuestros bárbaros. No me ocurren palabras bastantes para dar a entender cómo están los ánimos de estos desgraciados, más que imbuídos, transformados totalmente en el sentimiento idolátrico; que ni en paz ni en guerra, en el descaso ni en el trabajo, en la vida pública ni en la privada, nada son capaces de hacer sin que preceda antes el culto supersticioso a sus ídolos. No se regocijan en sus bodas ni lloran en sus entierros, ni dan o reciben banquete, ni salen de casa, ni comienzan el trabajo sin que acompañe el sacrificio gentil. Tan oprimidos los tiene el demonio con miserable esclavitud. Y con cuánto artificio ocultan sus idolatrías y las disimulan, cuando no se las dejan hacer en público, y con cuánta impudencia pierden el seso en ellas, cuando creen que no se lo impedirán, es cosa que más puedo admirarla que declararla con palabras.

Escribió Juan Damasceno950 que había tres suertes de idolatría: la primera la atribuye a los caldeos que adoraron las esferas celestes y los signos y elementos, los cuales conmemora la Escritura reprendiéndolos: «Ni considerando, dice951, las obras reconocieron al artífice de ellas, sino que se figuraron ser el fuego, o el viento, o el aire ligero, o las constelaciones de los astros, o la gran mole de las aguas, o el sol y la luna, los dioses gobernadores del mundo.» El cual error lo refuta de modo ilustre añadiendo: «Y si encantados de la belleza de tales cosas las imaginaron dioses, debieron conocer cuánto más hermoso es el dueño de ellas, pues el que crió todas estas cosas es el autor de la hermosura. O si se maravillaron de la virtud e influencia de estas criaturas, entender debían por ellas que aquel que las crió las sobrepuja en poder. Pues de la grandeza y hermosura de las criaturas se puede a las claras venir en conocimiento de su criador».

La segunda suerte de idolatría la refiere a los griegos, en la que los muertos son adorados por dioses, y de éstos son Júpiter, Juno, Saturno, Ceres y de más invenciones de los poetas. Los principios de ella y sus desdichados progresos los describe muy al vivo la Escritura952. «Hallándose, dice, un padre traspasado de dolor por la muerte pronta de su hijo, formó de él en retrato.» Graves autores refieren953 que Nino puso en el número de los dioses a Belo su padre, del cual tuvieron su primer origen los ídolos, y de ahí todo ídolo es llamado comúnmente Bel por los hebreos. Y prosigue el Sabio: «Y al que como hombre acababa de morir, comenzó a honrarle como a Dios, y estableció entre sus criados ceremonias y sacrificios piara darle culto. Después, con el discurso del tiempo, tomando cuerpo aquella impía costumbre, el error vino a ser observado como ley, y adorábanse los simulacros por mandado de los tiranos.» Y poco después: «Con eso, embelesado el vulgo con la belleza de la obra, comenzó a calificar por Dios al que poco antes era honrado como hombre»954. Y he aquí como se precipitó en el error el género humano, pues los hombres, o por satisfacer a un efecto suyo o por congraciarse con los reyes, dieron a las piedras y leños el nombre incomunicable de Dios.

Un tercer linaje añade el Damasceno de idolatría de los egipcios, en que no sólo los astros o los hombres son tenidos por dioses, sino también a los animales sórdidos y viles y a las mismas piedras y leños sin sentido se tributan honores divinos: al buey y al cabrón y hasta al perro y la comadreja y los troncos y las piedras tuvieron por dioses, inventando a Tifón, Osiris, Oro y mil otras fábulas. Todo este género de idolatría lo reprende gravemente el Sabio, porque después de hacer mención de los que adoran al sol y a las estrellas, dice955: «Mas, sin embargo, los tales son menos reprensibles. Pero malaventurados son, y fundan en cosas muertas sus esperanzas, aquellos que llamaron dioses a las obras de la mano de los hombres, al oro y la plata, labrados con arte, o a las figuras de los animales, obra de mano antigua.» Y a continuación: «No se avergüenza de hablar con aquellos que carecen de vida; antes bien, suplica por la salud a un inválido, y ruega por la vida a un muerto, e invoca en su ayuda a un estafermo y para hacer un viaje se encomienda a quien no puede menearse, y para sus ganancias y labores y el buen éxito de todas las cosas hace oración al que es inútil para todo.»

Cuando leo estas cosas y pongo ante mis ojos toda la redondez de la tierra que adolece de la misma locura, no sé que hacer: si dolerme o indignarme de que los que parecen sabios se hayan hecho fatuos, trocando la gloria de Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible y de cuadrúpedos y serpientes y las demás cosas que dice el apóstol956. Y no fué este error del vulgo, antes los más excelentes de los poetas y los retóricos y aun de los filósofos, en sus palabras y acciones mostraron admiración a semejantes bagatelas. ¿No es el divino Platón quien diserta largamente de los dioses mayores y menores, o mejor dice delirios?957. Y ¿qué diré de aquel Mercurio trismegisto, que escribe tantas cosas del misterio del Verbo encarnado y de la Trinidad, y él mismo, sin embargo, pregona el poder y majestad de los ídolos, y lo que podría parecer ridículo si no lo dijese tan en serio, se admira de que los hombres posean el arte maravilloso de hacer los dioses?958. Realmente, como dice nuestro apóstol, se entenebreció el necio corazón de ellos, y diciendo ser sabios se hicieron fatuos959.

Vuelvo a los indios. Si los griegos sabios inventaron tantos géneros de supersticiones y las retuvieron tan largo tiempo, sin razón ni sabiduría se indignan algunos contra nuestros bárbaros, de los cuales más bien deberían compadecerse, por aquello de que es vano el sentido del hombre cuando no está imbuído de la ciencia de Dios. Más bien habría que pensar que es hereditaria la dolencia de la impiedad que contraída en el mismo seno de la madre, y criada al mamar su misma leche, robustecida con el ejemplo paterno y familiar, y fortalecida con la costumbre dilatada y la autoridad de las leyes públicas, tiene tal vigor que no la podrá sanar sino el riego muy abundante de la divina gracia, y el trabajo infatigable del doctor evangélico. ¿Por que, pues, acusamos la tardanza de los indios en dejar la idolatría, debiendo más bien indignarnos contra nuestra desidia que clamando poco y fríamente contra la superstición de las guacas y homos, cantamos en seguida victoria, estando aún todo por hacer? Aquí, pues, conviene que asiente el pie el catequista, y para arrancar las últimas raíces de la idolatría del ánimo de los indios, ponga todo su pensamiento, su industria y su trabajo. Porque todos los géneros de ella que hemos enumerado reinan con gran fuerza entre los bárbaros. El mayor honor lo tributan al sol, y después de él, al trueno; al sol llaman Punchao, y al trueno, Yllapu; a la Quilla, que es la luna, y a Cuillor, que son los astros; a la tierra, a que llaman Pachamana, y al mar, Mamacocha, la adoran también al modo de los caldeos. Además, a sus reyes, hombres de fama ilustre, les atribuyen la divinidad y los adoran, y sus cuerpos, conservados con arte maravilloso enteros y como vivos, hasta ahora los tienen; así al primero de ellos Mangocapa, y Viracocha, Inga Yupangui y Guainacapa y a sus demás progenitores en ciertas fiestas establecidas los veneraban religiosísimamente y les ofrecían sacrificios cuando les era permitido; tanto, que podrían competir en ingenio con los griegos para conservar la memoria de sus mayores. Pues lo que toca a la superstición de los egipcios están tan en vigor entre los indios, que no se pueden contar los géneros de sacrilegios y guacas: montes, cuestas, rocas prominentes, aguas manantiales útiles, ríos que corren precipitados, cumbres altas de las peñas, montones grandes de arena, abertura de un hoyo tenebroso, un árbol gigantesco y añoso, una vena de metal, la forma rara y elegante de cualquier piedrecita; finalmente, por decirlo de una vez, cuanto observan que se aventaja mucho sobre sus cosas congéneres, luego al punto lo toman por divino y sin tardanza lo adoran. De esta peste perniciosa de la idolatría están llenos les montes, llenos los valles, los pueblos, las casas, los caminos y no hay porción de tierra en el Perú que esté libre de esta superstición. Pues las víctimas, las libaciones, el orden de las ceremonias con que seguían todos estos cultos los principales de los Ingas, sería infinito contarlo; lea quien quiera la historia que cuidadosamente escribió de éste el licenciado Polo [de Ondegardo], varón grave y prudente; verá que sólo dentro de los términos de la ciudad del Cuzco había más de trescientas sesenta guacas contadas, a todas las cuales se daban honores divinos; a unas ofrecían frutos de la tierra a otras, vellones preciosos y oro y plata, y en honor de otras se derramaba en sacrificio mucha sangre de niños inocentes. Se ha observado con experiencia y uso cierto que las naciones de indios que más y más graves especies de diabólicas supersticiones tenían eran aquellas que más adelantaron a las otras en el poder y pericia de sus reyes y repúblicas. Por el contrario, las que tuvieron fortuna más humilde y república menos organizada, en éstas es también menor la idolatría, hasta el punto que algunas tribus de indios dan por cierto que están libres de todo culto de ídolos, los que afirman que ellos las han descubierto y explorado.




ArribaAbajoCapítulo X

Remedios contra la idolatría


A muchos ha parecido forma expedita para curar esta dolencia tomar por la fuerza los ídolos, guacas y demás monumentos de la superstición índica que se hallaren y destruirlos a sangre y fuego, y para hallarlos, si los indios, como suelen, rehusaren descubrirlos o confesarlos, obligarlos con azotes a que los declaren. Y no es sólo pensamiento de la turba de soldados, sino resolución santa de los mejores y más doctos sacerdotes. Lo cual, tratándose de nuestros indios, es decir, de los ya bautizados, podría tolerarse, por más que cada día se yerra no poco en esto, porque los que quieren recomendar y fortalecer la religión cristiana no logran más que hacerla odiosa, porque arrancando de manos de los indios contra su voluntad los ídolos, se los meten más en el corazón; pero en los cristianos, como digo, no es contra la razón hacerlo. Mas en los que no han profesado la fe de Jesucristo, ni aun la conocen bien, ni se la han enseñado, esforzarse en quitar primero por fuerza la idolatría antes de que espontáneamente reciban el evangelio, siempre me ha parecido, lo mismo que a otros gravísimos y prudentísimos varones, cerrar a cal y canto la puerta del evangelio a los infieles, en lugar de abrirla como pretenden.

Porque muchas veces se ha dicho y conviene repetirlo que la fe no es sino de los que quieren, y ninguno debe hacerse cristiano por la fuerza; por lo cual Agustín reprende este hecho diciendo gravemente que antes hay que quitar los ídolos del corazón de los paganos que de los altares960. Y en este reino del Perú, cierto varón grave y prudente lo reprendía mucho y con frecuencia, pudiendo fácilmente, según afirmaba, desarraigarse totalmente la idolatría, enseñando sabiamente y con dulzura a los principales entre los indios la vanidad de sus dioses, e induciéndolos a que los despreciasen y procurasen abolirlos, con razón y autoridad, con modestia y benevolencia, y con toda suerte de buenos oficios; porque éstos sin ninguna dificultad persuaden al resto del vulgo su sentir y hacen cuanto ellos quieren. Es cosa que espanta la autoridad que tenían por acá los reyes sobre los pueblos sometidos, que las ciudades y provincias recibían por dioses los que el Inga les daba, y a nadie era permitido adorar otros dioses que el señalado. Así, que los Ingas repartieron los dioses y guacas por toda la tierra, y en una provincia ponían a Yllapu; en otra, a Punchao; en otra, a Guanacauro, y ordenaban las preces y sacrificios que habían de ofrecerles; hasta ese punto pendían la plebe ignorante de la autoridad de sus mayores. Traía Polo [de Ondegardo], en confirmación de su el sentencia, un ejemplo notable, y es que después que él persuadió a los principales de los Ingas del Cuzco que cumpliesen la ordenación de destruir los ídolos, por obra de ellos mismos en breve tiempo le trajeron de los pueblos vecinos sin que nadie les hiciese fuerza más de trescientos ídolos. Y si todo hubiera procedido de esta manera, apenas quedaría ya en este reino rastro de idolatría, siendo así que sabemos que está en muchas partes tan en su vigor como hace cien años. Sea, pues, éste el primer precepto para extirpar la idolatría, quitarla primero de los corazones, sobre todo de los reyes, curacas y principales a cuya autoridad ceden los demás prontamente y con gusto.

Para hacer esto de nuestro catequista y persuadir a que desprecien la vanidad de los ídolos y abominen de error tan pestilencial, no necesita acudir con estos bárbaros a exquisitas razones de filosofía ni hará mucho caudal de las Misceláneas de Clemente Alejandrino, ni de los remedios de las enfermedades de los griegos de Teodoro de Cirene, sino les propondrá razones breves, fáciles y que entren por los ojos, y repitiéndolas, aumentándolas y apelando a la misma experiencia de los oyentes, las grabará en el ánimo de los indios. Argumentos a propósito en ninguna parte los hallará mejores que la Sagrada Escritura, especialmente en el libro de la Sabiduría, capítulos trece y catorce, y en el profeta Isaías, capítulos cuarenta y cuatro y cuarenta y seis, y en Jeremías, capítulo diez. Hermosamente y de manera acomodada al vulgo se refuta en el profeta Baruc la vanidad de los ídolos961: «Tened entendido, dice, que no son dioses, y así no tenéis que temerlos; porque los tales dioses son una vasija hecha pedazos, que para nada sirve. Colocados en una casa o templo, sus ojos se cubren del polvo que levantan los pies de los que entran. Enciéndeles delante muchas lámparas, mas no pueden ver ninguna; son como las vigas de una casa, se vuelven negras sus caras del humo. Sobre su cuerpo y sobre sus cabezas vuelan las lechuzas, y las golondrinas, y otras aves, y sobre ellos andan los gatos. Por donde conocerás que no son dioses. Si caen en tierra no se levantan por sí mismos, y como a muertos les ponen ofrendas; éstas las venden o aprovechan los sacerdotes. ¿Cómo, pues, los llaman dioses? En los templos se están sentados los sacerdotes, y aunque se les haga algún mal o algún bien, no pueden volver la paga correspondiente; ni pueden poner un rey ni quitarlo; ni pueden dar riquezas ni tomar venganza de nadie. Si alguien les hace un voto y no lo cumple, ni de esto se quejan. No pueden librar un hombre de la muerte ni amparar al débil contra el poderoso. Son semejantes a las piedras del monte. ¿Cómo, pues, se les puede juzgar dioses? Han sido fabricados por carpinteros y por plateros; no serán otra cosa que lo que quieran los sacerdotes; ¿podrán, pues, ser dioses las cosas que ellos mismos fabrican?;,Cómo pueden merecer el concepto de dioses les que ni pueden librarse de la guerra ni sustraerse de las calamidades? Si se prendiere el fuego en el templo, huirán los sacerdotes y se pondrán en salvo, y ellos se abrasarán dentro, lo mismo que las vigas. ¿Cómo, pues, puede creerse o admitirse que son dioses? No se librarán de ladrones ni salteadores, siendo menos fuertes que ellos.» Hasta aquí el profeta.

Tres argumentos puede tomar de aquí el ministro de Cristo para refutar la idolatría. El primero, sacando de la naturaleza y sustancia de los dioses; porque los ídolos de los gentiles son de madera, piedra o metal, a los que dió forma el arte por industria de hombres favorecida por la codicia de los sacerdotes o el imperio de los reyes. Y los hombres no pueden hacer a los dioses, siendo ellos de mejor especie que los cosas que fabrican. Si la idolatría es sobre cosas celestes o cuerpos de la naturaleza, se puede fácilmente demostrar por la sustancia de que constan y los movimientos a que están sujetos, que son muy ajenos a la naturaleza de Dios. Y si es a los reyes antiguos a quien adoran los bárbaros, se les puede mostrar cómo sus cuerpos no sienten, y están consumidos por la corrupción y en nada se diferencian de los otros. El segundo se puede tomar de la impotencia e ignorancia; porque los ídolos no se pueden defender de las injurias del fuego o de los ladrones, o la ruina, ni tampoco ven, sienten, ni pueden moverse; como los cuerpos naturales que no se mueven a su arbitrio, sitio obedecen siempre las leyes que les ha fijado el autor de la naturaleza. El tercero es de la providencia de las cosas humanas, que es el más importante; en el cual hay que apelar a la experiencia de los bárbaros y sacarla a relucir. Si en las enfermedades, en la guerra o en el hambre han sentido algún provecho de ellos; si dándoles religiosamente culto o no teniéndolos en nada han visto mayor utilidad. Cuántos males y desgracias han padecido y no han sido ayudados de sus dioses. Para mayor confirmación, como a veces suelen mostrar los ídolos algunas señales de voz y sentido, y dejan oír mandamientos y amenazas, hay que instruir a los bárbaros cuando esto aconteciere, que todo son invenciones del diablo y sus satélites los demonios, y lo que obran, y su enemistad, frades y maldad contra los hombres, a fin de trocar el temor que les infunden en odio contra ellos. Porque entre todos los bárbaros es común reconocer un Dios supremo de todas las cosas y sumo bien, y muchos creen también en un espíritu perverso a que nuestros indios llaman zupay. Muéstreles, pues, quién es ese supremo y sempiterno artífice de todas las cosas, a quien sin saberlo adoran, y nosotros lo anunciamos; muéstreles también con toda claridad cuánto distan de él y de sus ministros los santos ángeles, la turba abominable de los demonios, enemiga implacable de los hombres, a fin de que desprecien los indios sus ídolos como vanos e inútiles, y aun los detesten y odien como tan perniciosos para ellos por astucia del demonio.

Y no debe bastar al diligente catequista rechazar en común la vanidad de los ídolos, sino que es menester que haga refutación particular de los dioses y guacas y otras supersticiones que son comunes a su pueblo, en cuya investigación y estudio empleará un trabajo utilísimo, por no decir necesario; y muchos pecan gravemente de incuria y descuido en esta materia, y no pueden curar como conviene las dolencias que desconocen. Mas no solamente debe saber las varias formas de los ídolos, sino averiguar la casi infinita variedad de supersticiones que de ahí se derivan. Mirar el indio al sol naciente y saludarlo, conciliarse con palabras la benevolencia del río que va a pasar nadando, observar el graznido o canto de las aves nocturnas o los animales, echar suertes sobre lo que ha de hacer, ofrecer a la tierra las primicias de las semillas o frutos, consagrar a los astros los hijos que les nacen, dedicar las bodas con ciertos cánticos, entregarse a borracheras acompañadas de cantinelas, sepultar a los muertos con rimas lúgubres, llevar provisiones a los sepulcros, llamar y consultar a sus adivinos cuando enferman y, finalmente, las demás supersticiones de que está tan llena toda su vida, que apenas hay acción libre de ella. Mas conto no hay enfermedad más grave de los indios, así ninguna tiene tan fácil remedio si no falta industria y hay deseo verdadero de su salvación. Porque todas estas bagatelas, tan pronto como se descubren, caen fácilmente desvanecidas, que parece de sí mismas se avergüenzan, con tal que se tenga a raya la autoridad de sus curacas y principales. Y en el oír confesiones hay que poner gran cuidado de preguntar todas estas cosas particularmente al penitente, y cuando las confiesa amonestarle y ponerle espanto. Caen porque se les descuida; si se aplica el remedio, cede pronto la enfermedad.




ArribaAbajo Capítulo XI

De la destrucción de los ídolos y los templos


Aunque el principal cuidado del sacerdote debe ser quitar los ídolos del corazón de los indios y esto se hace más con doctrina y exhortación, sin embargo, no ha de descuidar el quitárselos también de los ojos y apartarlos de todo el uso de la vida. De lo cual nos dan las sagradas Letras ilustres documentos y ejemplos. «Destruíd, dice, el Señor, las aras y quemad los bosques sagrados.»962. De ello alaba la Escritura a Asa963 y a Josías964, y asimismo a Ecequías, porque destruyó la serpiente de bronce que había hecho Moisés965. Deben, pues, los sacerdotes y príncipes cuidar con diligencia de abolir toda especie y sospecha de superstición. Lo cual pueden hacer bien y ordenadamente de dos modos, conforme a la disciplina cristiana. El primero con los ya cristianos que han sido bañados por el bautismo, en los que no se ha de tolerar ningún vestigio de superstición gentílica, sino que cualquier especie de idolatría, si se descubre que la han cometido, hay que perseguirla acerbamente; y si no, hay que precaverla con diligencia destruyendo todos los signos de ella. Esto refiere Agustín haber hecho él, y demuestra que se debe hacer966. Esto manda expresamente el canon de cierto concilio967. «Con sumo esfuerzo, dice, deben procurar los obispos y sus ministros que los árboles consagrados a los demonios que adora el vulgo y los tiene en tanta veneración que no se atreve a quitarles una rama o un retoño, sean cortados de raíz y quemados.» Asimismo las piedras que en lugares ruino sos y silvestres veneran engañados por las ilusiones de satanás, se arranquen de cuajo y se arrojen en partes donde nunca puedan ser veneradas por sus adoradores. Y a todos se amoneste qué gran crimen es la idolatría, y que el que venera estas cosas y las adora, como quien niega su Dios y renuncia a ser cristiano, debe recibir tal penitencia como si adorase a los ídolos; y a todos se prohiba que hagan voto ni lleven candela ni cualquier otra ofrenda rogando por su salud a ningún sitio fuera de la iglesia, ofreciéndolo a Dios nuestro Señor. Canon que he referido de propósito porque veo que en ritos semejantes caen mucho los indios bautizados, y los sacerdotes se cuidan poco de ello. No solamente, pues, los ídolos y las señales notables de idolatría es necesario raerlos de la tierra, sino cualesquiera rastros de superstición, usando si es preciso para ello del poder y la autoridad.

Todo esto con relación a los súbditos e hijos de la Iglesia. Con los infieles hay que distinguir cuidadosamente, porque si observan sus ritos y ceremonias sin escándalo de los fieles, dejando que cada uno viva tranquilamente en su ley, hay que dejarlos en su ceguedad hasta que sean iluminados del Altísimo. Porque a ellos se refieren las palabras del apóstol: «A los que son de fuera, Dios los juzgará»968. Mas si son súbditos de los príncipes cristianos, y causan escándalo a los fieles, no se han de tolerar. Conforme a lo cual alaba Agustín las leyes de Constantino Magno, en que mandó cerrar los templos paganos y derribar los ídolos969; y asimismo Ambrosio contra Símico, prefecto de la ciudad, defendió con gran elocuencia que se hubiera arrojado fuera del Senado romano el ara de la Fortuna970; y también el concilio de Ilíberis ordena que los señores destruyan los ídolos de sus siervos971. Y de esta manera en los súbditos infieles, sobre todo cuando los ritos paganos y la idolatría hacen daño a los nuevos fieles, pueden y deben ser reprimidos, a no ser que prevea el prudente gobernante que se han de seguir mayores inconvenientes y tumultos. Mas hay que tener gran cuidado de que en vez de los ritos perniciosos se introduzcan otros saludables, y borrar unas ceremonias con otras. El agua bendita, las imágenes, los rosarios, las cuentas benditas, los cirios y las demás cosas que aprueba y frecuenta la santa Iglesia, persuádanse los sacerdotes que son muy oportunas para los neófitos, y en los sermones al pueblo cólmelas de alabanzas para que, dejada la antigua superstición, se acostumbren a los nuevos signos y usos cristianos. Con lo cual se conseguirá que, ocupados en ritos mejores y más decentes, dejen caer de sus manos y de su corazón las viejas supersticiones de su secta.




ArribaAbajo Capítulo XII

Del recto amor de sí mismo


Después de explicar lo que se refiere al culto de Dios, síguese tratar del amor al prójimo. Hay que amar al prójimo como a sí mismo. Y nadie se ama a sí mismo como conviene si abandona el cuidado de su salud corporal y espiritual o no persevera en ella. Es necesario inculcar mucho a los indios, sobre todo bárbaros, que miren por la propia vida y la salud y no atenten contra ella, como muchas veces lo hacen, por desesperación o por obstinación. Pues aunque es natural, no solamente al hombre, sino a las fieras, amar la vida y apartar en cuanto se puede el propio daño, sin embargo, entre muchos bárbaros, por impulso irracional, se ha introducido desde tiempos antiguos el uso de darse la muerte, ya para librarse de males inevitables, ya por creer que hacen obra de valientes, y por hacerse gratos a sus dioses o a sus reyes. Si bien es verdad que en este reino del Perú ha sido esto menos usado que en otros, por haber llegado a más policía de costumbres. Y no hay que maravillarse de este uso bárbaro, cuando las historias griegas y romanas celebran como a fuertes varones a los Temístocles y Mitridates, Mucios y Catones, Brutos y otros muchos, y los circumceliones de África que querían pasar por cristianos preferían el mismo género de muerte. Una vana ambición de gloria, o el deseo ciego de huir de un mal, llevó muchas veces a hombres de ingenio y doctrina insigne a darse cruelmente la muerte. Y entre los bárbaros teniéndose por gran cosa, guiados del ejemplo de sus mayores, y extinguido el impulso natural llegan a tomarlo como género gustoso de muerte.

Pertenece también al recto amor de sí mismo no cortar el uso de la razón por la embriaguez, que hace del hombre una bestia o, por mejor decir, fiera cruel y muy peligrosa. Pero de este vicio, que es entre todos el más familiar a los bárbaros, se ha dicho bastante en el Libro III. También toca a este punto el uso de comer carne humana, en que más que al difunto, que nada siente ni padece, se hace injuria a la naturaleza humana; porque repugna tanto a la ley natural que, a lo que yo siento, por ninguna hambre ni necesidad puede nunca ser lícito, y suscribo la sentencia de un doctísimo teólogo que lo cree así, aunque otros opinan de otra manera972. Este vicio lo usan y tienen en precio los indios llamados caribes, cuales son los del Brasil, los Chunchos, los Chiriguanes y otros muchos, y las sagradas Letras lo condenan gravemente cuando, entre otras muchas cosas, acusan a los antiguos adoradores de los ídolos de que comían las entrañas humanas973. También la filosofía enseña que esta costumbre es bestial, y dice por Aristóteles que se debe contar entre los mayores oprobios de las acciones humanas974. Así como no es causa honesta para derramar el semen humano aliviar el cuerpo si no es en legítimo matrimonio, aunque por la retención de ese humor se siguiese la muerte, así tampoco ninguna necesidad de satisfacer el hambre puede hacer lícito el uso de las carnes del humano cadáver. Pertenece también al común amor de la naturaleza humana no ofender los cadáveres de los muertos y, por tanto, no violar y cavar las sepulturas, contra lo cual, como género de inhumanidad y avaricia, claman gravemente las leyes reales y pontificias975; y en este reino el Concilio Limense reprime con mucha severidad la licencia de los nuestros976.

Pero en lo que más ofenden los bárbaros el recto amor de sí mismos, aunque ellos no lo piensan así, es en lo que el apóstol dice abundosamente con una sola palabra, que contaminaron sus cuerpos con inmundicia977, encerrando en ella todas las heces vergonzosas de la lujuria y liviandad. Y él mismo demuestra con mucha verdad que al crimen de la idolatría siguen luego los otros vicios, como los arroyos a la fuente, lo cual nota también el Sabio978. A este género pertenece, acostarse con los varones, con las bestias, con los mismos leños; los abrazos incestuosos con las hermanas, con las madres, con las hijas, que entre ciertos bárbaros no están sólo concedidos, sino justificados por la ley. De los Ingas consta que no usaban unir a si en legítimo matrimonio sino a sus hermanas, a dos de los cuales que se convirtieron a la fe y fueron bautizados cuentan que les permitió cierto obispo continuar en el antiguo matrimonio, lo cual es fama que lo llevó muy a mal el romano Pontífice Paulo IV, y con palabras severísimas le reprendió. Con verdad dice el Sabio: «El principio de la fornicación fué invención de los ídolos, y su hallazgo la corrupción de la vida.» Y más abajo: «No respetan las vidas, ni la pureza de los matrimonios, sino que unos a otros se matan por celos, o con sus adulterios se contristan. Por todas partes se ve efusión de sangre, homicidios, hurtos y engaños, corrupción e infidelidad». Y los demás vicios, entre los que enumera: «la incertidumbre de los partos, la inconstancia de los matrimonios, los desórdenes de adulterio y de lascivia; siendo el culto abominable de los ídolos la causa y el principio y fin de todos los males»979. Hasta aquí el Sabio. Y todos estos pecados de la carne ha de combatirlos asidua y gravemente el catequista, y proceder con severidad contra los violadores de la ley natural. Y, entre tanto, la simple fornicación, que los gentiles comúnmente no la creen mala, debe enseñarles que es contraria de muchas maneras a la ley de Dios y a la misma ley natural; y para persuadirles no sólo ha de traer autoridades sagradas, sino también los argumentos de razón que pueda. Y, sobre todo, tiene que quitarles la opinión de que no crean que pueden unir a sí a las mujeres en matrimonio, antes de haberlas experimentado de solteras, por lo cual muchos las tienen primero de concubinas antes de que las tomen por esposas. Más aún: la virginidad la precian tan en poco las mujeres, que casi tienen por oprobio llegar al matrimonio sin estar corrompidas, como si no hubieran podido encontrar antes quien las amase. Estas y otras monstruosidades de la estulticia de los bárbaros hay que irlas con diligencia relegando del sentido de los hombres y uso de la vida en cuanto se pueda, y enseñar a los bárbaros en todas las maneras posibles que aprendan a amarse a sí mismos, sus sentidos y su cuerpo, y a conservar conforme a la naturaleza.




ArribaAbajo Capítulo XIII

Del amor al prójimo


Con el amor recto de sí se junta el amar al hermano como a sí mismo. Lo cual se hace de dos maneras una no haciendo daño a nadie, sea hiriendo su cuerpo, o violando su mujer, o arrebatándole su fortuna, o rebajando su buena fama y opinión, todas las cuales cosas o de palabra o de obra ofenden al prójimo. Y para que sea perfecta la justicia, cuanto se abstiene de hacer, reprímase también para no desearlo. Porque todas estas cosas enseñan la ley natural, grabada o impresa en el corazón del hombre. Lo que no quieras que hagan contigo no lo hagas tú con otros980. La otra manera de amar al prójimo es, cuando no solamente no le hacemos daño, sino le ayudamos y prestamos favor oportunamente. En lo cual se encierran todos los oficios de la caridad cristiana; de los cuales algunos no se pueden omitir sin faltar a ella, como negar a los padres el honor que les es debido, o el socorro al que se halla en extrema o grave necesidad, o el auxilio necesario al que está en peligro de la vida; y otros, aunque no corrompen totalmente la caridad, la debilitan gravemente, como no enseñar cuando cómodamente se puede, negar el hospedaje, no dar de comer teniendo abundancia y otras parecidas.

Dichas estas cosas en general, que son comunes a todos los hombres; lo que es más propio de los indios, en cuanto yo lo he podido notar, se reduce a que tengan entre sí competencia en hacerse bien unos a otros, y lo tomen como honra singular de humanidad y de cristiana disciplina. Porque siendo en muchas cosas las costumbres de los indios muy superiores a las de los europeos, como lo concederá sin dificultad quien considere su modestia, su mansedumbre, el desprecio de la avaricia y el lujo, y el sufrimiento de los trabajos, sin embargo, una cosa me da en rostro en su condición, y es que entre sí guardan muy poco las leyes de la benignidad y la humanidad. Porque con los nuestros, ya sea porque están oprimidos con un género de servidumbre, o llevados de la admiración o, para no sufrir sus crueldades, movidos de temor, es lo cierto que son generosos y abundantes en medio de su pobreza; mas con los de su nación apenas hay quien dé una limosna corta o un puñado de maíz; con los enfermos son poco compasivos, con los pobres, mezquinos; con los que están oprimidos de trabajo o desgracia, inhumanos. Los hijos apenas honran a sus padres; la ancianidad, que en otras naciones es venerada por la experiencia y autoridad del consejo, a estos bárbaros les da sólo fastidio y es tenida en oprobio; por lo que muchos viejos y ancianas, no encontrando otra manera de sustentar la vida, faltos de auxilio y despreciados do todos, se dan a brujerías, suertes y augurios para conseguir así limosna y mantener su opinión entre los demás. Se ha observado por personas prudentes que no hay entre los indios quienes se consagren a hacer estas hechicerías sino personas abyectas, pobres y decrépitas que, arrojadas por todos, se acogen a esas malas artes. Se ha observado también que, cuando los padres están necesitados, nada se les da a sus hijos, y si enferman no se cuidan de socorrerlos; y, en cambio, cuando mueren derrochan mucho, que si lo hubieran gastado a tiempo, aún los tendrían en vida. Y en los nuestros no hay cosa que más admiren los bárbaros, nada que hablando unos con otros más ponderen, que la beneficencia y mutua generosidad; sobre todo, porque a ellos también les toca parte. Pues verdadera es la sentencia del Salvador: «En esto conocerán los hombres que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros»981.

Tenga, pues, el ministro de Cristo por muy encomendada a sí esta parte de la caridad que es la beneficencia, y esfuércese en ilustrarla con sus ejemplos y palabras. Que ciertamente los bárbaros llegan a aprender la humanidad, se les pegan costumbres más suaves, entran aún por la liberalidad con los suyos, si frecuentemente y con diligencia son amonestados, y los sacerdotes juntan a la exhortación el ejemplo.




ArribaAbajo Capítulo XIV

Del catecismo vulgar que necesitan los indios


Muchos puntos hay que tocar en la explicación de la doctrina cristiana, y que declarar profusamente y repetir con instancia a los indios. Yo he recorrido los que ofrecen especial dificultad. Mas de tan innumerables naciones del mundo, ¿cuántas son las que nosotros hemos podido conocer y experimentar? Otros, pues, cuidarán de notar y encomendar otras cosas, como juzgaren que conviene para las nuevas plantas del evangelio; a mí me baste haber expuesto lo que he creído más útil para los peruanos, y lo continuaré exponiendo.

Pues para que con mayor comodidad enseñen los catequistas estas cosas y las aprendan los indios se necesitan, primeramente, dos catecismos: uno breve y compendioso que lo aprendan, si es posible, los indios, donde esté una suma de todo lo que necesita el cristiano para creer y para bien obrar; otro, más extenso, donde las mismas cosas se declaren y confirmen más copiosamente. El primero es bueno para los discípulos y el segundo para los catequistas. Se necesita también un confesionario breve y completo para que los sacerdotes más ignorantes sepan examinar y purgar las conciencias de los indios, en el cual se han de explicar sobre todo las especies de pecados que son más familiares a los indios; y asimismo lo que en los matrimonios y administración de los otros sacramentos conviene preguntarles. Estas dos obras, si alguno las escribiere en las dos lenguas indias y española juntamente, y robustecido con la autoridad de teólogos ilustres y de grandes conocedores de la lengua de los indios, lo diese a luz, prestaría indudablemente un gran servicio a toda la república indiana.




ArribaAbajo Capítulo XV

Hay que perseverar mucho tiempo en la instrucción de los indios


Vengamos ya a tratar de la residencia de los párrocos y de las misiones, para dar término a esta parte del catecismo de los indios. Y no hay para qué detenernos en demostrar que la presencia del pastor, que en toda grey es muy necesaria, no puede faltar a ésta de los indios. Que el pastor considere atentamente el aspecto de sus ovejas y atienda a sus rebaños982, busque la oveja perdida, ligue la perniquebrada y corrobore la enferma, y las guarde fuertemente983, que llame a sus ovejas por su nombre, y vaya delante de ellas, aleje al lobo y, a ejemplo de Cristo, se ofrezca por ellas al peligro984, y otras cosas semejantes con que nos amonestan las sagradas Letras; que todo ello tenga aquí lugar, por sí mismo está dicho, no es menester nos detengamos a inculcarlo. Y los males que se siguen de la ausencia de los pastores, bien los experimentamos tal como lo proclaman los sagrados cánones. Uno del concilio de París dice así985: «Entre las otras cosas que son contrarias a la religión cristiana, una le es muy nociva y peligrosa, que por temeraria osadía de algunos prelados las iglesias se ven a tiempos viudas y desamparadas de sus sacerdotes.» Y poco después: «No miran que, por su ausencia, los templos consagrados a Dios se quedan privados de culto y los hombres mueren muchas veces sin confesión y los niños sin bautismo.» Por lo cual, contra los párrocos que andan mudando de asiento, y los prelados que los llevan de un lugar a otro, decretan lo siguiente: «Cuanto sea el peligro del que envía y del enviado lo muestra el riesgo en que ponen las almas de sus ovejas. Cuiden, pues, los prelados de no atraer sobre sus personas la condenación por trasladar de un lugar a otro los presbíteros; y los presbíteros que no por el mandato de sus prelados, sino por su propia voluntad, por seguir su gusto o el impulso de la avaricia, se cambian, es necesario que consideren cuán digna de llanto será su mudanza.» Hasta aquí el Concilio, cuyas mismas palabras he referido, para ver de reprimir la licencia tan perniciosa de mudar por cualquier motivo la parroquia de los indios, y hacer negocio y como almoneda de ellas.

Mas pasando por alto estos documentos que son comunes sobre la residencia de los párrocos, hay causas propias y particulares que persuaden grandemente que nada se puede esperar de la salvación de los neófitos, si no fuere muy duradera y constante la diligencia del sacerdote en catequizar. Porque como los arbustos tiernos, si no se visitan a menudo y se cuidan, fácilmente crían vicio, y ya viciados con mayor dificultad se enderezan, así también las almas tiernas de los neófitos, como aún no han echado raíces en la fe, fácilmente las ofusca el error, o las doblega el vicio, y están expuestas a todos los aires que desatan satanás y los malvados. Porque eso es lo que lleva la naturaleza de las cosas en toda disciplina, hasta que está afianzada por la costumbre, que un pequeño descuido desvanece presto toda la industria y trabajo. A esto se añade el ingenio de estas naciones, tan ligero que no puede recibir en poco tiempo mucha doctrina de cosas celestiales, y lo que percibe no lo retiene bastante. Me parecen a mí los indios semejantes a los que por edad o enfermedad tienen debilitado el estómago, que con dificultad digieren los manjares, y si lo cargan demasiado o de cosas pesadas, luego se aceda, y con la aspereza de la digestión, antes quebrantan las fuerzas que las robustece. Es, pues, necesario, como lo enseñan los médicos, dar poco alimento y muchas veces al estómago enfermo, porque así lo sufre y se excita a comer más. Nadie, pues, se prometa en corto tiempo y con poco trabajo grandes frutos de las naciones indias, y no pensemos que por haberles enseñado dos o tres veces toda la fe no necesitan ya de maestro. Antes al contrario, hay que hablarles muchas veces y poco cada vez, para que cojan lo que oyen y lo conserven; porque así mismo instruía Jesucristo a los apóstoles, los maestros del mundo: «Muchas cosas tengo que deciros que no las podéis llevar ahora»986.

Además de estas razones, que son comunes a la flaqueza humana, hay otra muy grave y cierta de la natural liviandad de los indios, que en cuanto se les deja a sí mismos, tornadizos deponen cuanto han recibido y se vuelven a sus errores pasados o dan en otro nuevo, el primero que se ofrece, y son llevados de todo viento de doctrina987. Por lo cual, a fin de que no trabajemos en vano y no caigan de la simplicidad de la fe988, corrompido el sentido por instigación de la serpiente, ni den al través guiados por los que contradicen la verdad y hacen causa común con la maldad989; es necesario de todas maneras que en enseñarles, reprenderles, exhortarles, confirmarles, defenderles y llevarles en brazos no falte ni por un instante la diligencia de la nodriza; es decir, que los padres y maestros espirituales perseveran innobles entre ellos. Así lograremos que, a pequeños principios, se sigan grandes crecimientos, y no lo contrario, que muchas veces lloramos, que los felices principios y alegres promesas, por la torpe desidia, vengan a tener desastrado fin.




ArribaAbajo Capítulo XVI

Si es conveniente que las parroquias de indios sean confiadas a los regulares


Suelen algunos discutir, y no sin envidia o malicia, si es conveniente que tomen los regulares parroquias de indios, y quiénes son más a propósito para el régimen eclesiástico de los neófitos, si ellos o los presbíteros seculares. Y si bien es verdad que en los antiguos cánones se lee que los religiosos no sean puestos en las iglesias parroquiales990, sin embargo no se debe vituperar ni aun se puede, puesto que se hace con autoridad de la Silla apostólica y del Poder real. Y consta que los sumos pontífices no sólo aprueban esta clase de ministerio con indios de las órdenes mendicantes, sino que con grandes privilegios e insignes concesiones lo promueven. Ni se ha de juzgar ajeno al instituto religioso que ceda alguna vez la disciplina de la regla y vida común al amor de Dios y salvación de los prójimos, sobre todo cuando interpreta así las leyes privadas y públicas el Vicario de Jesucristo. Y nadie habrá tan falto de razón ni tan adverso a los regulares que no confiese llanamente que al trabajo y esfuerzo de los religiosos se deben principalmente los principios de esta Iglesia de Indias. Y el cuidado y los gastos del Rey en remitir a este Nuevo Mundo ejércitos de religioso, hasta el punto que no parte de España armada que no vaya bien provista de esta dichosa mercancía, ¿quién será tan falto de juicio que no lo interprete en el sentido de que tomen ellos principalmente el cuidado espiritual de los indios y descarguen en esta parte la real conciencia? Además, que tampoco se puede negar que los religiosos instruyen a los indios más religiosa y acordadamente y, en general, con mejor ejemplo de vida que los seculares. Pues, por no hablar de otras cosas, la misma profesión y hábito les ata para que vivan más castamente. Por todo lo cual no hay para qué pretender que cesen los religiosos en el oficio y tomen los seculares todas las parroquias de indios.

Pero entre tantas y tan grandes ventajas, se me ofrecen a mí dos inconvenientes: uno, que siendo los regulares, por sus privilegios exentos, no se convienen bien con los obispos en la administración de las parroquias; y no se puede decir cuántos males han nacido de aquí. Porque, primeramente, si son negligentes en el oficio, los obispos a quienes toca por derecho propio no pueden acudir a sus ovejas, castigando o mudando al párroco, puesto que no pueden visitarlos ni castigarlos ni remover a los indignos. Y los provinciales religiosos pueden ciertamente corregir a sus súbditos, mas como las ovejas son ajenas, tarde y con dificultad llegan a ellos las quejas. Y tiene, desde luego, no sé qué perturbación que el párroco o esté sometido a su obispo y sea regido por dos cabezas. De aquí los disturbios y las contiendas entre los obispos y los regulares, con grave daño de los indios; de aquí las quejas de los obispos de que no pueden gobernar las ovejas que les han sido encomendadas; finalmente, la vestidura tejida de lana y lino991, y el mismo campo sembrado de diversas semillas992; cualquiera ve que en la mayoría de los casos no hace poco daño a la simplicidad evangélica y a la suministración del espíritu de que tanta cuenta hace Pablo993. Este inconveniente se me ofrece de parte de los indios.

Otro hay, a mi juicio, no menor de parte de los mismos regulares. Así lo creo, y bien lo sienten y lamentan les mejores y más prudentes de ellos, que ven que por admitir parroquias de indios han caído las órdenes religiosas de su observancia y se ha relajado la disciplina, lo cual es mucho de doler. Porque han sido dados por Cristo como auxiliares para que saliendo, como dice el Sabio994, «fiadores por el amigo», tengan por oficio lo que dice a continuación: «correr, discurrir, despertar al amigo para que pague su deuda». Mas no sé cómo en este Nuevo Mundo se ha alterado el orden del instituto de los regulares. No sucede como en Europa, que cuando predican la palabra de Dios u oyen las confesiones de los fieles, o hacen las demás cosas, ayudan a los párrocos, y reteniendo su profesión, cuidan de las ovejas de Cristo en la forma que pueden, sino que aquí todas las cosas particulares están partidas: cada uno tiene su parroquia, y ni sufre que otros le ayuden ni él se presta a ayudar a otros. Cada uno está circunscrito dentro de sus límites, y como si se tratase de partir un campo, ni quieren ir a territorio ajeno, sino haciéndolo antes suyo propio, ni sufren con paciencia que les invadan el suyo. Me escribió uno de los de la Compañía de la Nueva España que se espantaba él de que costumbre tan absurda y tan contraria al bien de los indios se hubiese introducido en las Indias occidentales. Por lo cual, si se hallasen sacerdotes seculares suficientes en número y en virtud para servir las parroquias de indios, tal vez sería más conveniente a los mismos indios que los religiosos no faltásemos a nuestra profesión, sino que fuésemos auxiliares de los párrocos y los obispos, y con su plena benevolencia sembrásemos la palabra de Dios entre los indios, oyésemos sus confesiones y les sirviésemos en los demás oficios. Y si esto no se puede hacer en forma tan general, como en realidad no se puede, sin duda los religiosos que puedan mantenerse en este su instituto hay que juzgar que prestan un gran servicio a la causa de los indios.




ArribaAbajo Capítulo XVII

La Compañía de Jesús debe procurar con todas sus fuerzas la salvación de los indios


La Compañía de Jesús, instituída principalmente para discurrir por cualquiera parte del mundo en diversas misiones, tiene por tan propio este oficio como pueda pensarse. Y aunque entre todas las gentes debe cumplirlo con todas sus fuerzas, nunca tanto como con las naciones de indios, pues a fin de ganarlas para Cristo, por su propia profesión según yo pienso, ha sido instituída por Dios. Séame permitido sin ofensa de ninguno, puesto que soy siervo de los indios, ensalzar este mi ministerio. Si en este punto descaeciese la Compañía vencida por las dificultades o emperezase por desidia, no dudo que más que las otras familias sagradas incurriría en grave ofensa de Dios y de los hombres. Porque ¿a qué otra porte mira aquel voto que hacemos en las profesiones solemnes y que solemos llamar el cuarto acerca de obedecer al romano pontífice en lo tocante a las misiones? ¿Para qué hacerse mención tantas veces en las bulas apostólicas del Instituto, de la ida a los indios? ¿A qué fin repite y encomienda nuestro bienaventurado padre Ignacio en las Constituciones que cada uno con ánimo pronto y alegre esté presto para ir a fieles o infieles, como le será mandado, aunque sea a las remotísimas partes de la India? Es digno de notarse que, desde sus principios, los padres y fundadores de esta Compañía suspiraron sobre todo por las misiones de Indias, y con sus cartas y sus hechos y todo su género de vida dieron a entender cuánto las tenían en honor y estima.

Siendo todavía muy pocos en número y apenas confirmada por la Sede apostólica su profesión de vida, mandaron dos de ellos a la India oriental; uno de los cuales, Francisco Javier, hizo cosas tan grandes, ayudándole espléndidamente la gracia de Dios, y dejó tal ejemplo a los suyos, abriendo un camino llanísimo a la palabra de Dios por entre las montañas de asperísimas dificultades que ofrecían los bárbaros, como otros lo podrán mejor decir, y callando nosotros, los hechos mismos por la bondad de Dios dan voces. Siguiéndole a él los demás compañeros, cuántos experimentaron en sí el amor de Jesucristo, y cuánta fuerza hubieron de poner para merecer la salvación de los hombres, muy duro e ingrato sería quien entre nosotros no lo reconozca, y no dé a Dios gracias infinitas por tan grande beneficio. Y yo no dudo que nuestro Señor Jesucristo abraza con más dulce y familiar amor a los que por entero se consagran a sí mismos y sus gustos a esta obra, la cual le es tanto más gustosa y agradable cuanto en sí es más ingrata y a los ojos de los hombres más desagradable. Hablo de los verdaderos operarios, no de los mercenarios y que buscan sus cosas, de que todo está lleno.

Y aunque a esta India occidental ha sido llamada la Compañía de Jesús más tarde y con mayor moderación, sin embargo, espero con confianza cierta de la benignísima providencia de Dios que no serán inferiores sus trabajos y frutos, y que nunca en tiempo alguno cesará la Compañía de trabajar en este campo adonde ha sido enviada. Porque estando como estamos tan obligados con tantos y tan graves motivos a procurar el bien de los indios, seríamos tenidos como desertores y aun traidores de esta celestial milicia si no pusiésemos todo nuestro esfuerzo en tan santa obra del Señor, aun dejando si fuese preciso las demás.




ArribaAbajo Capítulo XVIII

Por qué razón parece a muchos que la Compañía de Jesús debe tomar las parroquias de indios


Como en este Nuevo Mundo no se ha usado hasta ahora otra manera de evangelizar sino la que los párrocos usan con sus feligreses, les parece a muchos que los de la Compañía, si no toman conforme a la costumbre parroquias de indios, nada podrán hacer para su salvación, y toda su venida de Europa será superflua. Juzgan, por tanto, que hemos de aplicar el hombro a esta carga y tomar la cura de almas de los indios; y cuando ven nuestro reparo y tardanza, nos tachan de remisos y amigos de la comodidad, y que rehusamos el trabajo y vida agreste de los pueblos para vivir en las delicias de la ciudad.

Otros llevan a mal nuestro temor y vacilaciones, echándonos en cara con animo amigo, mas con palabras libres, que si los padres de la Compañía creen que han de huir de las parroquias, ya puede darse por perdida la salvación de los indios. Porque ¿quién se pondrá a este peligro por la salvación de sus hermanos si vosotros, Padres, lo resistís y tergiversáis, siendo por lo demás patente vuestro celo de las almas y vuestro ardiente amor de Dios? ¿Para que habéis emprendido tan gran misión, y con tan largo camino de tierra y mar venís a regiones desconocidas, si no queréis trabajar por la salvación de los indios? O ¿de qué modo cumplís vuestra profesión y miráis por vuestro nombre si lo que las otras órdenes han abrazado, con no menor celo de les almas, vosotros lo rechazáis? Y si deseáis la salvación de nuestros españoles, ¿ no era mejor quedaros en mitad de España y Europa, donde tanto más que aquí abunda en número y dignidad esta mercancía? Otros buscan oro y plata entre los indios, lo cual si lo tuvieran en su tierra nunca emprenderían camino tan largo y tan molesto y lleno de peligros. Mas vosotros, Padres, ¿qué oro o qué plata venís a buscar aquí? Y si lo que pretendéis eran las almas de los españoles, bastante de este oro teníais con vosotros. Pero si deseábais ganar a los indios para Jesucristo, y tomando la piedad por grande lucro995, como lo es en realidad, teníais en el corazón la gloria del evangelio y la propagación de la fe, ¿qué consejo es, apenas comenzado el trabajo, volver las espaldas? Los soldados profanos y hombres codiciosos que vinieron a este Nuevo Mundo para aumentar su hacienda, no rehusaron ciertamente trabajo ni peligro para hacerse con ella; mas vosotros todo lo queréis primero seguro, todo llano, y como si fuese cosa que se pudiese hacer a la sombra, no queréis arrostrar ningún peligro. Vuestros compañeros que en la India oriental, en Malabar, en Malaca, en Ormuz, en las Molucas, en Etiopía, en Japón, en China y en las demás regiones del Oriente han obrado tan grandes cosas, y se hallan en la boca de todo el mundo gloriosamente por las hazañas realizadas, como se refiere en las Cartas que escriben, ¿han podido por ventura conseguir tan gran renombre sin muchos sudores y grandes peligros? Y si solamente queréis estar en las ciudades de españoles, si fijáis vuestra morada en Méjico, Lima o Cuzco, y no en medio de las naciones indias; si rehuís vivir entre los Carangas, Collas, Sacacas, Yauyos y demás provincias de bárbaros, ha de ser por necesidad de sombra y juego todo vuestro cuidado de procurar la salvación de los indios. Porque ¿cómo podéis ganar para Jesucristo una nación, entre la cual no os establecéis de asiento, no edificáis ninguna fortaleza espiritual, no vivís permanentemente; siendo así que no hay cosa más necesaria para procurar la salvación de los indios que la perseverancia y el trabajo rudo y constante? Porque tened por cierto, Padres, que en cuanto a nosotros, veteranos en la tierra y perfectos conocedores de las costumbres por el dilatado uso, nos ha enseñado la experiencia, si no trabajáis sin cesar y constantemente en servir la palabra de la vida y ponéis todos vuestros cuidados en procurar la salud de estas gentes, será vano todo vuestro esfuerzo y como tela de Penélope vuestro trabajo.




ArribaAbajo Capítulo XIX

Razones que retraen a la Compañía de tomar parroquias de indios


Estas y otras semejantes razones suelen conferir con nosotros los aficionados a la causa de los indios, que nos acusan de perezosos en tomar las parroquias; las cuales confieso que tantas veces y en tanto grado me han llegado al corazón, que he estado a punto de ceder vencido, creyendo que todos los otros respetos había que posponerlos y aun menospreciarlos ante la salvación de los indios. Pero no se les puede tener en poco, ocurriéndonos cada día tantos varones religiosos y píos, que con ánimo no menos amigo y sincero, aprueban plenamente nuestra vacilación en tomar las parroquias, y confirman haber aprendido por larga experiencia que a sus religiones hicieron gravísimo daño las parroquias; por lo que muchos varones piadosos y graves trataron en sus capítulos de que se abandonasen las parroquias para que no siguieran haciendo daño a sus religiosos, y se viesen libres de las grandísimas molestias de obispos, encomenderos y ministros reales. Lo cual, aunque no se ha llevado a cabo por oponerse el Rey y los magistrados, y por la contraria sentencia de otros, o por la caridad o cualquier otra causa, sin embargo todos o casi todos los experimentados se han alegrado y congratulado con nosotros de que hayamos podido evitar estos escollos. Pues no por estar en el Nuevo Mundo nos hemos de olvidar de la sentencia del Señor: «¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma, o que dará el hombre a cambio de su alma?»996; y lo del Sabio: «Según tu poder recobra a tu prójimo, y ten cuenta contigo no caigas»997. Y ponga delante de sus ojos aquello: «El que es malo para sí, ¿para quién será bueno?»998; y lo de Pablo: «Atiende a ti»999.En las cuales palabras se nos manda buscar de tal manera la salvación de nuestros hermanos, que no descuidemos la nuestra; más aún, que no habrá que esperar la de ellos si la nuestra, que es primero, falta.

Y para omitir otros que no son ligeros, dos inconvenientes gravísimos tienen manifiestamente las parroquias de indios. Uno es el peligro de incontinencia por la terrible soledad de los párrocos, y la libertad de obrar todo el mal que quieran, con el fomento de la liviandad por la vista y trato continuo de mujeres y uso de las cosas domésticas; a lo que hay que añadir la facilidad de las mismas indias que llega al colmo, su pudor es raro, ninguna la fuerza de resistir, y aun ellas mismas se ofrecen. Este es uno; el otro es, a mi juicio, no menor, y nace de la apariencia de lucro y fama de codicia, sea verdadera o falsa, que salpica todas las obras del párroco, y en no poca parte inutiliza su labor. Porque los alimentos los suministran los indios, lo cual ellos llaman camarico, y el salario lo dan los encomenderos y señores de indios. De aquí que habiendo de mandar a los indios, de exigirles, buscando el camarico mejor y rehusando el menos abundante, ¡cuanta turbación se sigue entre los fraudes de ellos y la codicia del párroco! Por lo cual ponen todo su cuidado y todo el pensamiento en satisfacerla. Pues con los encomenderos de indios y los corregidores, ¡cuántas tragedias cada día, cuántos disturbios, cuántos pleitos de que están llenas las mesas de las audiencias reales! De aquí las enemistades, los odios acerbos, las calumnias graves. Se conjuran contra el párroco, el curaca y el encomendero, y para todo lo que quieran levantarle tienen testigos prontos. Quien no ha visto estas cosas creerá que se amontonan por exageración; el que ha intervenido en ellas y las conoce todas por vista de ojos, asegurará que son inferiores a la realidad. Así que o ha de padecer el párroco naufragio en la continencia, o al menos no se librará de pasar brava tempestad; y si evita el escollo de la avaricia, al menos la especie de ella y la pérdida de la fama, no la podrá evitar.




ArribaAbajo Capítulo XX

Moderación que se ha de guardar en recibir las parroquias


En medio de estas dificultades he elegido hasta ahora, mientras no se ve otra cosa mejor y más cierta, la sentencia de que ni la Compañía tome temerariamente las parroquias, ni tampoco las rechace del todo. Sino que con tal que se provea bien a los dos peligros de incontinencia y avaricia, y guardando la paz y amistad de los obispos, los demás respetos hay que posponerlos a la utilidad de los indios. Mas si no se pueden evitar los peligros de modo alguno, es preciso buscar otra manera de ayudar a esas gentes, no dudando que la corriente y vulgar la ha cerrado Dios a los nuestros. Porque fuera de las normas comunes de predicar el evangelio, está aquella regla de las más principales o la primera, que no reciba de sus ministerios con los prójimos ninguna retribución, ni cosa que tenga apariencia de ella. Así que lo que a otros es lícito y santo, como recibir limosna por la celebración de la misa, por el funeral, por el sermón, y aun pedirla, a nosotros, aunque nos la ofrezcan espontáneamente, no nos es lícito admitirla, lo cual está expresamente y muchas veces mandado en las Constituciones y letras apostólicas. No tienen, pues, por qué admirarse tanto algunos de que las parroquias que tienen camarico y renta, las tengamos por menos conformes a nuestra profesión.

Mas estos inconvenientes que he dicho se pueden evitar bien, principal mente en las parroquias que o están situadas en las ciudades de españoles o no distan demasiado de ellas, como es la de Santiago [del Cercado] en Lima que rigen los nuestros; porque pueden estar sujetos al rector del Colegio los encargados de la doctrina de los indios, y se puede mirar bien por su modestia y religión, puesto que toda su vida está a la vista de los superiores, que se cuidan bien de cumplir lo que toca a ellos y a su oficio; así que la licencia de vivir más libremente parece alejada por el cuidado de los superiores que de cerca vigilan, y tratándose, además, de hombre de virtud probada; con lo cual vemos bien claro el gran fruto que se hace a los indios y prevenimos de antemano todos los inconvenientes. Mas como los sacerdotes necesarios para la doctrina y administración de los indios no pueden alimentarse sin gasto y aun copioso, donde los indios son muy numerosos, no se ha de rehusar el sustento moderado y conveniente, con tal que se guarde como cosa inviolable no exigir nada a los indios, ni se susciten ruines disputas con los gobernadores de ellos sobre el salario o estipendio. A este fin juzgan muchos de gran utilidad el estatuto que vemos decretado ya en la nueva ley, que a los sacerdotes se dé pensión anual del erario público, el cual si se observa con sinceridad y exactitud, no hay duda que será muy grato y conveniente a los hombres religiosos y honestos; y muy conducente a la edificación y salud espiritual de los neófitos. Así, pues, este género de parroquias vecinas a los colegios de la Compañía, con las condiciones que he dicho, no me parece mal que se tomen.

Pero como las gentes piden algo más de los de la Compañía, y de esa manera ni se satisface a la expectación que de nosotros tienen concebida, ni a la extrema necesidad de los indios, no hay que omitir lo que nos amonestaron personas principales: que hay algunas provincias de indios muy pobladas, donde se podrían erigir colegios de la Compañía, y salir de ellos sacerdotes a servir las parroquias, que estarían al cuidado y casi a la vista de los superiores, y podrían con facilidad ser ayudados religiosamente, y visitados y mudados cuando fuese necesario. Con lo cual se lograría atender al provecho de los indios con la presencia ordinaria de los nuestros, y ningún detrimento se seguiría a ellos en el espíritu religioso. Y este género de Doctrinas, que así las llaman, son muy aprobadas de la mayor parte de las religiones, y se usan mucho en Nueva España, donde, según oigo decir, hay hechos monasterios en pueblos de indios. Y en este reino del Perú hay no pocos ejemplos. Aunque a la envidia antigua del demonio y a la fragilidad de los hombres nada hay bastante seguro. Pero en cosa tan difícil y llena por todas partes de tropiezos, lo que está más fuera del peligro, se ha de tomar por consejo seguro.




ArribaAbajo Capítulo XXI

El uso de las misiones es antiguo y frecuente en la Iglesia


Si en tener parroquias hacemos poco por la salvación de los indios, de las misiones se puede esperar mucha utilidad. Llamo misiones a las excursiones y peregrinaciones que pueblo por pueblo se emprenden para predicar la palabra de Dios, cuyo provecho y autoridad es mucho mayor y se extiende mucho más que los hombres creen. En la primera edad de la Iglesia tan floreciente, ya es dado distinguir este doble linaje de ministros del evangelio; unos que tomaban una determinada plebe para enseñarla y regirla con solicitud peculiar y perpetua, de los cuales habla el apóstol: «Por esta causa te dejé en Creta, para que nombres presbíteros por las ciudades»1000, a los cuales, yendo a Jerusalén desde Efeso, los convocó en Mileto1001, y les dijo: «Mirad por vosotros y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para regir la Iglesia de Cristo, la cual ganó con su sangre.» A éstos también habla Pedro: «Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros no por torpe ganancia, ni dominando a los escogidos»1002. A éstos los saluda Juan en su Apocalipsis con el nombre de ángeles de Esmirna, de Efeso, de Filadelfia y las demás ciudades1003. Y de su residencia perpetua entre la plebe a ellos confiada, dicen tantas cosas los sagrados cánones, que a los que leen los concilios antiguos les llega a causar tedio tanta repetición de una misma cosa. Pues bien; el lugar de éstos tienen los párrocos de indios, muy necesario y saludable en la Iglesia de Dios para las nuevas plantas.

Pero hubo, además, otro género de ministros en la Iglesia que no tenían asiento fijo, sino, según la necesidad de los hermanos, corrían varias Iglesias, se detenían el tiempo que era preciso, ayudaban a los propios pastores, fortalecían a los débiles, a los fuertes los perfeccionaban, y de todas maneras promovían la obra de Cristo. Porque como en un ejército bien ordenado, además de las tropas colocadas en sitio fijo, cuyo cuidado ha de consistir en no abandonar su puesto, porque va en ello la victoria, y antes se han de dejar matar que echar pie atrás; hay también tropas auxiliares y caballos de armadura ligera, cuyo oficio es, por el contrario, discurrir de una parte a otra, donde asome el peligro acudir al punto, socorrer al que va de vencida, recibir el ataque del enemigo que se desmanda, estar en todas partes, a cuya fidelidad y cuidado se debe muchas veces la victoria; de la misma manera en la milicia cristiana terrible como ejército puesto en orden1004, hay dos suertes de personas, unos que combaten en lugar cierto, otros que combaten por todas partes para llevar a todos socorro. El cual género de milicia se ha tenido en tanto en la Iglesia, que vemos a nuestros supremos capitanes, los apóstoles, tomarlo para sí. Porque, ¿qué otra cosa decían Pablo y Bernabé cuando se decían: «Volvámonos y visitemos todas las Iglesias en que hemos predicado»?1005. ¿Qué hacía Pedro cuando pasando por todos los demás llegó a los santos que habitaban en Lidia?1006. Esto mismo hacía Timoteo a quien enviaba Pablo para que confirmase a los de Tesalónica1007; y lo mismo Tito entre los de Corinto1008; esto hacían Judas y Silas enviados a Antioquía por los apóstoles1009, y Pablo y el mismo Silas caminando por Siria y Cilicia confirmando las Iglesias y mandando que guardasen los preceptos de los apóstoles1010. Y aunque sea este oficio de los obispos que en esta parte suceden a los apóstoles, sin embargo, ni pueden cumplirlo del todo, y están, además, encerrados dentro de los límites de su Diócesis. Por lo cual al pastor universal a quien Cristo confió su Iglesia1011, el romano Pontífice, que recibe en la persona de Pedro todas las ovejas de Cristo, corresponde por manera especial destinar, puesto que por si no puede, quien con su autoridad cumpla con tan grande oficio. Conforme a lo cual vemos que en la Iglesia se han sucedido las religiones de diversos santos, que fiados en la autoridad apostólica ilustraron todo el orbe de la tierra con la luz de la doctrina, y la inflamaron con el fervor y piedad de su vida. Así, pues, esta mínima Compañía nada nuevo o excesivo presume para sí, si, reconociendo su vocación, a todos quiere servir en Cristo, y no ceñida a ningún lugar ni persona en particular, a todos abarca con sus trabajos. Y en manera alguna hemos de dudar que si ella no falta a su vocación, el que se dignó llamarla para empresa tan alta, le dará largamente gracia y abundancia de frutos.




ArribaAbajo Capítulo XXII

Utilidades de las misiones entre indios


Las utilidades de las misiones entre indios son muchas y grandes. La primera es que, como alejado toda ocasión de codicia, no piden los sacerdotes estipendio ni limosna alguna por su ministerio, ni esperan otro galardón que la salvación de los indios, ni les son molestos pidiéndoles el camarico, y además les acompaña el resplandor de la continencia e integridad de vida, es increíble la admiración que de sí y su doctrina despiertan. Porque como muchas veces he repetido, no hay milagros que se puedan hacer por recomendar el evangelio a los indios más ilustres, que no desvirtuar la doctrina del ministro de Dios con la avaricia o el siniestro rumor de liviandad. La segunda, que tocando a los párrocos reprender y castigar lo mal hecho, y quedando a los misioneros, más bien interceder, consolar y hacer bien a todos, se conquistan sobremanera la afición de los indios y reina gran unión de voluntades; con la que fácilmente creen cuanto se les dice, y se entregan a sí mismos y sus cosas con gran gusto. La tercera que es consecuencia de lo dicho, y está muy comprobada por la experiencia, es que sin ser llamados acuden a confesarse con los nuestros, aun de confesiones generales y de grandes pecados, que por mucho tiempo han callado, a pesar de que, según opinión de todos los párrocos, rara vez dicen la verdad en las confesiones, porque temen a los párrocos. Quitado ese miedo y odiosidad acuden a porfía a nuestros misioneros que saben les son benévolos y no les han de hacer daño ninguno, les manifiestan todos sus crímenes, reciben con gusto, sus consejos y cumplen con suma devoción cuanto se les manda.

Esta sola utilidad de las misiones que sobradamente hemos experimentado estando en las provincias de arriba, la tenemos en tanto, que, aunque no esperásemos otros frutos, ella sola bastaría. Y como en el sagrado Concilio de Trento por la fragilidad del sexo femenino de las monjas ordenaron los Padres, atendiendo a la vergüenza y al miedo, que algunas veces entre año, además del confesor ordinario, se les diese otro extraordinario1012, así también se debe proveer de igual manera a los indios, cuya fe es más débil y están acostumbrados a la dureza de los párrocos; por lo que con el auxilio de las misiones se atiende muy bien a esta su flaqueza. La cuarta utilidad proviene finalmente de la palabra de Dios, la cual ofrece en las misiones tres ventajas. Una que los niños y rudos se instruyen en el catecismo, ya simplemente, ya aprendiéndolo de memoria, lo cual se hace en ciertos días y horas, en parte cantándolo y en parte recitándolo, muy provechosamente. Otras que son instruídos y enseñados familiarmente, según sus alcances en los misterios de la fe y en el arreglo de las costumbres. La última es la exhortación en que son excitados a todo lo bueno, y con la elocuencia y autoridad del que habla se doblegan. Sobre todo si el predicador habla bien su lengua y se expresa con elegancia, es maravilloso lo que les conmueve y cautiva. Lo cual, siendo raro en los párrocos, uno sólo que hable bien la lengua índica, puede en las misiones ser de provecho a muchas parroquias. Y a estas cuatro utilidades del ejemplo, la beneficencia, la administración de los sacramentos, sobre todo la penitencia, y finalmente la predicación de la divina palabra, pueden referirse las demás que a los indios se refieren.




ArribaAbajo Capítulo XXIII

Los párrocos reciben con gusto y provecho las misiones


Tienen otra utilidad no menor las misiones, que redunda en beneficio de los párrocos. Decía el apóstol: «Gracias sean dadas a Dios, que hace siempre triunfemos en Cristo Jesús, y manifiesta el olor de su conocimiento por nosotros en todo lugar; porque somos buen olor de Cristo»1013. Las cuales palabras las pueden decir a su manera los que son seguidores de la vida de los apóstoles. Los nuestros a la verdad han experimentado muchas veces que los párrocos mismos cautivados por sus palabras y el ejemplo de su vida, se han vuelto a Cristo y no poco se han aficionado a la virtud. Porque nada hay tan poderoso como el buen ejemplo, sobre todo unido a la dulzura de las costumbres, y el trato familiar produce gustos semejantes. Y viendo que son ayudados de los nuestros con diligencia sin esperar premio humano, y que con su trabajo aligeran el de ellos, atraídos por el beneficio aman a los que lo hacen. Y cuando se aprovechan en sus conciencias difunden largamente el fruto entre los suyos, instruídos con el ejemplo, excitados por la emulación y provocados por la vista del fruto.

A esto se añade que, teniendo muchas veces uno mismo dos o más parroquias distantes entre sí, y no pudiendo bautizar ni oír confesiones ni enseñar la doctrina a todos los suyos cómodamente, sucede estarse la mayor parte del año las ovejas sin su pastor, por lo que no se puede decir cuántos millares de ellas corren peligro y aun perecen manifiestamente. Puede, pues, los que están en misiones gastar buena parte del tiempo en la parroquia donde no está el párroco, y cumplir con todos los oficios pastorales, lo cual no sólo es provechoso para los indios, sino muy grato para los obispos y encomenderos, a quienes estas ayudas extraordinarias dan gran tranquilidad de conciencia. Por lo cual muchos han tratado ya de fundar colegios o residencias de la Compañía en los parajes de mayor frecuencia de indios, de donde como fortalezas salgan a correr toda la región; y, además, para que enseñen y eduquen a los hijos de los indios nobles desde la niñez, en el cual medio está puesta toda la esperanza de salvación para estas gentes. Y tengo gran esperanza que en breve con todos estos modos e industrias, nuestra Compañía, que tan deseosa está de procurar la salvación de los indios, se aplicará a ella con felices resultados.




ArribaAbajo Capítulo XXIV

Lo que se ha de evitar en las misiones


Están declaradas las ventajas de las misiones. Pero como en todas las cosas grandes no faltan dificultades y no cortas. La primera es el odio de los pastores y el desprecio de la plebe para con ellos, lo cual han de evitar con toda diligencia los nuestros, dando testimonio en sus acciones y palabras de que no son superiores al párroco, antes él es el verdadero y legítimo pastor, y ellos son solamente sus colaboradores y auxiliares. No omitan, pues, ninguna muestra de honor con ellos, para que vea el párroco que en modo alguno van con ambición, y el pueblo no piense en promover facciones, sino por todo esté sujeto a su pastor. Apenas se puede decir cuánto observan los indios al que manda y está sobre ellos, y cómo al punto vuelven los ojos y ponen su ánimo en el apo, como ellos dicen. Por lo cual, si los nuestros no muestran humildad, y defienden con circunspección la autoridad de los párrocos, y la encomiendan a la plebe, es cierto que la envidia y la calumnia pronto lo echarán todo a perder.

Además, hemos de procurar de todas maneras no ser odiosos a los párrocos, ya sea por hacer alarde de excesiva entereza, ya por asumir el cargo de reformadores y censores importunos. Conviene más bien tener presente la palabra divina: «No quieras ser justo en demasía, ni saber más de lo que conviene, no sea que vengas a parar en estúpido»1014, y lo del apóstol: «Me he hecho todo a todos para hacerlos salvos a todos»1015; y diga las palabras del Señor: «La paz sea a esta casa», y permaneced allí comiendo y bebiendo de lo que tiene1016. Finalmente, agrade a su prójimo en bien, a edificación, porque Cristo no se agradó a sí mismo1017. Con las cuales palabras de la escritura y otras semejantes se nos enseña a conservar la disciplina de la religión de tal manera que demos mucha importancia a la caridad fraterna. Hay que tolerar muchas cosas mayormente en un hombre seglar y muchas veces profano; algunas hay que permitirlas, salva la conciencia, y proceder de manera que más bien se le atraiga con la suavidad del trato, que no ofendido con la dureza salte luego y empeore. No nos debe tomar por visitadores o censores, pesquisidores o delatores, sino por grandes amigos suyos y animados de sentimientos de benignidad y humanidad para con él. Hemos conocido a muchos que mordieron muy bien el anzuelo, y al fin vencidos se entregaron a la palabra de Dios, a los que si les hubieran ofendido con exceso de severidad, no les hubiesen podido traer al buen camino con mil sermones.

Mas de tal manera se han de guardar las leyes de la cortesía, que ni se oscurezca el buen nombre de la religión, ni se manche ante Dios la puridad de la conciencia. Pues no dice bien con el hombre religioso y que cumple el oficio apostólico, nada que huela a ligereza, fausto o lascivia, y, por tanto, cuando los párrocos abren en la confesión sus conciencias, hay que implorar largamente la divina gracia, para que ni faltes a tu oficio, y saques de las garras de la muerte el alma de tu hermano, que a veces está gravemente herida. A mí ciertamente nada me impone tanto temor cuando oigo confesiones de los sacerdotes que cada día tratan y administran los sacramentos, los cuales cuando llegan a hacerse de corazón duro, apenas hay medicina que los cure, y cuando contemplo su dureza y obstinación me vienen a la mente las palabras de Gregorio: «Muchos de ellos, dice, son arrojados por Dios a las tinieblas de un corazón impenitente, y con ninguna exhortación de hombres vuelven en sí»1018. Hay, pues, que procurar ante todo que el deseo de agradar y el afecto humano no nos domine, y conforme a la amenaza del profeta1019, pongamos almohadillas debajo de todos los codos y cabezales debajo de todas las cabezas, sino que en todo nos gobierne y presida la verdad, y aunque alguna vez los hombres se escandalicen u ofendan por ello, no hay que preocuparse demasiado, porque «es juicio de Dios», como dice la Escritura1020. Por tanto, si el párroco es concubinario, jugador, usurero, simoníaco, pleiteante, si busca la torpe ganancia o descuida su oficio, si no sabe la lengua índica y aun la desprecia, hay que cortar los vicios con la guadaña de la verdad, y si no cumplieres contigo en el Señor, mira bien no sea que participes de los pecados ajenos, imponiendo ligeramente las manos de la penitencia1021.

Pero estas mismas llagas antiguas y mortales se pueden ungir con aceite y lavar con vino, para que a la vez se quemen y resistan, porque la divina sabiduría abarca fuertemente de un cabo a otro todas las cosas y las ordena con suavidad1022. La obra es en sí fuerte, mas el modo sea suave. Va mucho en la mano y destreza del cirujano que saja la postema. No con imperio ni dureza más bien avisando que amenazando, ayudando antes que mandando, dice Agustín, se curan estas llagas1023. Hemos visto muchas veces a sacerdotes en estado de conciencia lastimoso, de los cuales yo había perdido totalmente la esperanza, porque me parecía habían llegado a tener corazón duro, y como dice Jeremías, «por la muchedumbre de los pecados se habían encallecido»1024; y, sin embargo, con nuestros ministerios o mejor por el auxilio de la divina gracia, cedieron de tal manera, volvieron sobre sí e hicieron tal penitencia, que habíamos de dar gracias a la divina honda, y concebir no pequeña esperanza, que los de nuestra Compañía a quien son la mayor parte de los párrocos muy aficionados, habían de cosechar ilustres frutos en ganar para Jesucristo sus almas.

Todo esto de los párrocos. Pues los indios requieren asimismo no poco cuidado. Porque de la misma manera que odian a los que les exigen en demasía, así también juzgan adversos a ellos los que rechazan los donecillos que les ofrecen. Hay, pues, que aceptar benigna mente sus ofrendas, y darlas todas y más si se puede a los pobres. Y si es necesario usar alguna vez de su trabajo, haciéndolo con moderación no se ofenden, antes, al contrario, si saben por otro lado que eres amigo de ellos, más te amarán. Se ha observado también que es preciso retener cierta autoridad con ellos unida a una gravedad paternal, y no querer aparentar sumisión y mansedumbre, antes, al contrario, revestirse de cierto imperio y gravedad; porque prefieren ser tratados así, que ése es su natural. Más aún, no les ofenden nuestros arreos y aparato, ni sienten admiración por la pobreza, y más bien piensan que los nuestros no pueden gastar más boato, que no que lo desprecian. Por lo cual cuanto pertenece a la necesidad de la vida y a la comodidad, no hay que descuidarlo, porque la dificultad de cosas y lugares lo exigen en tan gran espereza y falta de muchas cosas que hay en las Indias; y el ingenio y condición de los indios es tal por divina disposición, que no reciben ningún escándalo de este uso necesario de las cosas de la vida. Y téngase presente no como lo postrero, para proveer con cuidado, que por darse a la renunciación apostólica, a nadie le falten las comodidades necesarias, no sea que vencidos del trabajo y consumidas las fuerzas, tengan que desistir del camino comenzado. Porque el que dijo: «No queráis llevar saco ni alforjas»1025. Sobre lo cual dice así el venerable Beda: «Se nos da ejemplo de que por justa causa podemos alguna vez sin culpa remitir del rigor de nuestro propósito, así como cuando caminamos por regiones inhóspitas, podemos llevar como viático más de lo qué usábamos en el monasterio»1026. Las cuales palabras vienen muy al propósito de los caminos de Indias.

Y sea lo dicho suficiente sobre las dificultades de las misiones índicas. Añadiré como punto final, que las comodidades o dificultades de Indias, no hay que medirlas por las leyes y costumbres de otras naciones, sino por sí mismas, y yendo por delante el celo de la gloria de Dios y por guía la experiencia, en todo hemos de buscar no lo que a nosotros es útil, sino lo que aprovecha a muchos para que se salven.