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Recursos de la ficción en los relatos de Valera


Leonardo Romero Tobar


Universidad de Zaragoza



Don Juan Valera fue consciente en grado superlativo de todas las implicaciones anejas al arte de la ficción. En cuanto lector y crítico dejó copiosos testimonios de su curiosidad por toda clase y forma de géneros narrativos; en cuanto teorizador de la novela -especie literaria rarísima en la España de su tiempo- dio las muestras suficientes para que sus aportaciones no estén ausentes en una exigente historia de la teoría de la novela. En todas estas dimensiones de su personalidad literaria la bibliografía crítica es amplia y conocida. Pero la crítica no ha insistido con énfasis adecuado en los muchos elementos de los relatos de Valera en los que el texto narrativo se desdobla en un discurso metanovelesco potenciador del significado de cada obra. Los estudios sobre nuestro autor han apuntado juicios impresionistas al respecto, pero sólo en años muy cercanos se han ido formulando observaciones que nos permiten vislumbrar, desde nuevas perspectivas, el complejo tejido de narratividad y de reflexión teórico-literaria que muchas veces ofrecen las ficciones de nuestro autor.

Frenk Durand, Germán Gullón, Pilar Palomo, Ana Torralba al alimón con Hübner Teichgräber, Robert G. Trimble y yo mismo1 hemos ido señalando la percepción de novelista de raza que denotan las reflexiones metanovelescas presentes en los relatos de Valera y los variados servicios que las estrategias de enunciación por él empleadas prestan a la construcción de sus ficciones. A todos nos ha llamado la atención el que los narradores de Valera desplieguen consideraciones sobre rasgos personales y notorios del propio escritor («yo he estado en Villalegre, he visto algunos trajes hechos por Juanita, y me he quedado estupefacto. Y cuenta que yo tengo buen gusto. Todo el mundo lo sabe»), que se extiendan inconsiderablemente sobre la dosis de realidad o de invención que se entrevera en los textos (tal como ocurre en el capítulo XIII de Mariquita y Antonio, «ya escribiré yo con el tiempo una novela toda fingida...») o que argumenten sobre la pertinencia del empleo de la primera o la tercera persona gramaticales (el yo de Jenofonte al que alude el narrador de Pepita Jiménez)2. Estos discursos poetológicos y el repertorio de voces que transmiten al lector la historia de cada ficción fabrican el apresto del tejido narrativo en cada obra de Valera, quien consiguió, gracias a estos procedimientos, la densidad que indiscutiblemente ofrecen sus novelas. Pero, junto a estas muestras de plena conciencia de lo que era la escritura novelesca, Valera empleó con abundancia y habilidad algunos recursos narrativos que no habían sido frecuentes en la novela española.

De todos los recursos que emplea, el del narrador múltiple es el que salta a la vista del lector más apresurado: novelas que son simple edición de un manuscrito encontrado, novelas que se limitan a recoger el relato de un confidente del editor, novelas en las que las voces enunciativas se superponen unas a otras hasta llegar a producir un fascinante laberinto de enunciación. De sus ficciones extensas, sólo dos son de narrador único, precisamente las que fijan una cronología determinada, bien en proximidad a la edición del texto (1873 para Pasarse de listo) o bien en remota lejanía (1521 en Morsamor); en las otras novelas, asistimos al sutil «subterfugio» -la palabra es de Cyrus DeCoster- de la superposición de narradores que transmiten los hechos al editor, y esa transmisión se verifica por vía escrita -el Juan Moreno de Mariquita y Antonio- o por vía oral -tal el vizconde de Giovo-Formoso en Genio y figura...-, en simultaneidad a los acontecimientos narrados o con carácter retrospectivo, en calidad de simples testigos presenciales o como personajes involucrados en los acontecimientos, como voces casi innominadas, en fin, o como informadores que tienen su nombre registrado y una biografía al alcance del lector. De todas las voces narrativas que suenan en las novelas de Valera, la figura más reiterada y -en mi opinión, la más significativa- es la de don Juan Fresco, sobre quien voy a centrar mi indagación en las páginas que siguen.


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El narrador «heterónimo»

Valera hace intervenir por primera vez a don Juan Fresco en Las ilusiones del Doctor Faustino (1874)3 y, una vez construido este como personaje y como confidente del narrador principal (al que también llamaré editor), vuelve a intervenir en El Comendador Mendoza (1876-77), Doña Luz (1879), El bermejino prehistórico (1879), La buena fama (1894), El cautivo de doña Mencía (1897), y en el fragmento Anastasia (post 1895) que editó DeCoster. En todos estos relatos es el informante que transmite al editor la trama de la ficción y aparece caracterizada con rasgos suficientemente individualizados. Narrador, sí, pero, además, en dos novelas (Las ilusiones del Doctor Faustino y Doña Luz), personaje que participa e interviene en el desarrollo de la intriga.

Don Juan Fresco, cuando interviene exclusivamente como instancia elocutiva del relato, se manifiesta partidario de la fidelidad a los acontecimientos («don Juan aplaudió la idea de escribir novelas fundadas en hechos reales»4), gradúa el contenido de la información a tenor del decoro exigible a los personajes o a su dominio de las fuentes («don Juan Fresco pasa aquí como sobre ascuas, sin aclarar ni determinar nada»5), funciona como punto de referencia inexcusable para el editor principal («al llegar a este punto hacía notar don Juan Fresco, y yo debo imitarle, que en el país y la época en que ocurrieron estos sucesos, si se necesitaban aún previas presentaciones para que se hablasen las gentes...»6), es prolijo en la inserción de excursos que apostillan su relato («al llegar a este punto, don Juan Fresco declamaba mucho contra Luis Veuillot y contra los santurrones sucios y las beatas hidrófobas, pero yo prescindo de sus declamaciones y paso adelante»7) y se convierte en garante de la moralidad de lo contado («en este honesto y entretenido libro no hallo cosa que se oponga a la verdad católica ni a la moral cristiana. Y aunque, por ilustre emulación de Zola y otros naturalistas, no debiera darse al autor la licencia que pide, por ser el autor andaluz, me parece que no se le puede negar, sobre todo cuando escribe una historia que refiere candorosamente el vulgo de Andalucía»8). Un conjunto de marcas que lo configuran como si fuese el narrador modélico de los relatos, en prosa o verso, de la literatura clásica, por la cual en toda ocasión don Juan Valera había mostrado su apego.

Pero don Juan Fresco es también un ente ficticio, que si se presenta ya construido en Las ilusiones del doctor Faustino, por sus reapariciones y por la iteración de su carácter en relatos posteriores, puede decirse de él que es también un personaje transmigratorio al modo de los héroes de Balzac o de Galdós. En el acta de su presentación, el editor primopersonal lo presenta como «uno de mis mejores amigos», y lo describe rubio como «legítimo bermejino», lector insaciable, robusto setentón, magnífico representante de la dinastía broncínea de los Frescos alejado del entramado político local que exigían los tiempos («no es el cacique, como debiera serlo»); «merecería llamarse don Juan Fresco si no tuviera tanta frescura?» apostilla el narrador con un punto de admiración9. La educación que le había dado su tío, el cura Fernández, y sus trabajos y navegaciones, aludidas por el editor en la introducción de la novela, vuelven a ser referencias biográficas del Juan Fresco que recupera el lector bien avanzada la novela (en el cap. XVII) para relacionarlo con los dos protagonistas de la obra y poner un contrapunto de sosiego en la enramada folletinesca en la que se enreda la vida de estos. Don Manuel Azaña, en su análisis de esta novela de tanta proyección autobiográfica, vio la oposición de caracteres que deparan los que para el ilustre crítico eran «el menesteroso don Faustino López de Mendoza» y «el marrullero don Juan Fresco»10, aunque no prosiguió la trayectoria del personaje en los relatos posteriores.

Su condición de pariente directo de los trágicos protagonistas y su experiencia de viajero sentimental y humorístico que sabe salvar los bajíos del romanticismo desaforado quedan muy atenuadas en El Comendador Mendoza y en Doña Luz, donde sigue interviniendo como narrador secundario y consejero político; un mentor político de ideas poco convencionales que puede determinar acciones de los otros personajes gracias a su papel de «Cincinato electoral» de la comarca. Estas son las marcas básicas que mantendrá el personaje en el conjunto de relatos en los que despliega su presencia biográfica y su función de narrador secundario.

El rico y tolerante indiano que ejercita su inevitable autoridad moral en un espacio geográfico del que es figura tutelar presenta otros rasgos de caracterización que lo individualizan hasta llegar en algún punto al grado de la ejemplarización irónica, como en esta ponderación de su voracidad de estudioso:

¿Cómo resistir aquí a la tentación de encarecer lo mucho que don Juan Fresco se ensoberbece y ufana, y lo orondo que se pone, y lo por bien pagado que se da de haberse pelado las cejas descifrando y leyendo las inscripciones y papiros manuscritos de donde está sacada esta historia?11



Porque don Juan (Fernández) Fresco es erudito, pero mucho más que un erudito local. Ha leído historias del siglo XV (que relata en El cautivo de doña Mencía) y conoce también las investigaciones arqueológicas y lingüísticas contemporáneas (el libro de don Manuel Góngora y García Antigüedades prehistóricas de España y las teorías vascoiberistas de Astarloa, Erro y Azpiroz y Hugo Schuhardt que dejan su marca narrativa, por ejemplo, en el nombre de los personajes Mutileder y Echeloría de El bermejino prehistórico12. Teoriza con refinamiento sobre los asuntos más sutiles (el fundamento de la vida política, la función de excelencia de la mujer, la moralidad del comportamiento humano...), es experto conocedor de las tradiciones folklóricas andaluzas, en las que lee sus «veladas enseñanzas y misteriosas filosofías (...) como ciertos sabios neoplatónicos las antiguas fábulas griegas»13, y su concepción de la realidad -enraizada en una radical teoría del conocimiento- admite la comunicación con inteligencias ocultas y la indeterminación de la frontera que separa lo natural y lo sobrenatural14. Rasgos todos que más podrían convenir a la personalidad del propio Valera que a la de un filósofo de aldea.

El relato que don Juan Fresco hace al editor de Las ilusiones... de cómo, siendo niño, se le ocurrió espontáneamente la idea de la música práctica según se fabricaba una flauta con la ayuda de su ingenio, es un eficaz contrapunto de la venerable teoría pitagórica de la música de las esferas: «según la creencia general de los de mi pueblo, estaba yo persuadido de que precisamente encima de Villabermeja, que es donde se eleva la bóveda azul, estaba el trono de la Santísima Trinidad. La música celestial era allí mejor que en ningún otro confín de los cielos, y yo me recogía en el silencio de las siestas, y me retiraba al cañaveral, y cerraba los ojos, y reconcentraba todos mis sentidos y potencias a ver si lograba oír algo de aquella música, que no imaginaba muy distante»15. Pero el relato es, además, metáfora elocuente de la tensión vivida entre la fe de la colectividad y la experiencia personal.

Del afecto que Valera sintió siempre por el personaje Juan Fresco tenemos un breve testimonio manuscrito que nos presenta a un lozanísimo anciano «entre los ochenta y los noventa» -el tiempo, de todas formas ha corrido en la vida y en la ficción, puesto que Juan Fresco en su primera comparecencia de Las ilusiones... tenía setenta años- y que está dispuesto a contar por cartas el ardor amoroso que le ha reverdecido en edad tan avanzada. El fragmento de Anastasia repite tópicos permanentes en la literatura de Valera -posiblemente el tema del viejo y la niña; el recurso de la forma epistolar, tan huidizo, por otra parte, en sus novelas; la idea de la energía creadora del espíritu humano...-, pero, singularmente, nos transmite la fijación del escritor en un arquetipo humano recurrente en su obra narrativa.

Un arquetipo que, en primera aproximación, procede de la imaginación popular andaluza16. Se trata de un personaje proverbial que no encuentro recogido en ninguno de los repertorios comunes de paremiología y folklore pero que don Juan Valera se encargó de explicar en escritos públicos y privados. Es el primero, un fragmento de la carta que dirige a su madre en enero de 1847 y donde escribe la chispeante amenidad de la tertulia de la condesa de Montijo:

La señora condesa nos hizo un discurso muy largo sobre las ventajas que resultan de ser grande de España, y probando hasta la evidencia que los parvenus son una canalla que a cada paso descubren la oreja, por más espetadamente aristócratas que quieran parecer. Probó, además, con sólidas razones que los caballeros de alta nobleza son los que saben tener buenos modales y fina educación, y que se los distingue a leguas, entre mil parvenus. Este discurso fue, con muchas frescuras, dirigido a un don Juan E***, que allí estaba, y que se atrevió a decir que había muchos duques y condes mal criados, estúpidos y sin conocimientos, en lo cual no andaba muy equivocado, aunque sí en decirlo en aquel sitio.17



La explicación se repite en otra carta a Cueto (en el curso del viaje a Rusia) y reitera su origen folklórico en la «postdata» de Las ilusiones...: «Los apodos no tiene chiste, son falsos, cuando no son populares. Es menester que los invente o al menos que los adopte el pueblo. Por eso, Respeta, Respetilla, don Juan Fresco, las Civiles y el padre Piñón, confieso que no son apodos inventados por mí».18

El apelativo Juan Fresco remite a una categoría onomástica de la lengua española -la de los Juanes, los Pedros, las Martas y las Marías- que sintetiza cualidades humanas universales visibles en los comportamientos de los individuos; a este fenómeno apuntaba el propio Valera cuando en carta escrita a Ernest Merimée le explicaba «yo también tengo muchos tocayos en esta mitología. No sólo soy tocayo de don Juan Tenorio, sino también de Juan Lanas, de Juan de las Viñas, de Juan Manzanas, del buen Juan, de Juan Soldado y otros»19, aunque se olvidase de añadir al que en otros escritos suyos había descrito como su «amigo» y su «tocayo».

Pero el arquetipo folklórico, además, era denominación de un personaje real al que Valera conocía y trataba, el menciano Juan Cubero, sobre cuyas reacciones al verse convertido en ente de ficción hizo Valera sabrosos comentarios en sus cartas a los muy íntimos20. Encuentro textos significativos para esta significación desde 187821 hasta 1895; valga uno, tomado de una carta al barón Greindl: «esta tertulia mía menciana tiene mucho de patriarcal. La gente me quiere bien y acude a ella. Quien no viene jamás es el pobre don Juan Fresco porque en el casino le han molido y embromado algo pesadamente con que yo le saco en mis novelas de lo que él es; por donde él anda retraído y abroncadillo»22.

Desde luego, el hallazgo de este arquetipo fue la invención de un procedimiento narrativo del que don Juan Valera extrajo utilidades diversas. Por de pronto, el traspaso a la novela moderna de un recurso enunciativo acreditado por los escritores del círculo esproncediano que consistía en la inserción de una voz narrativa garante de la transmisión oral del relato y de su enraizamiento en el «humus de la cultura popular», tal como lo había troquelado la fórmula épica de Juan de Castellanos «como me lo contaron te lo cuento»23. Fue fórmula frecuentada por los narradores de mitad de siglo -Díaz, Alarcón,...- que Valera empleó en otras ocasiones -por ejemplo, en el poema «Las aventuras de Cide Yahye»- y sobre la que volvió en sus especulaciones acerca del cuento y la literatura popular, a cuyas estructuras básicas pertenecen los esqueletos de varios relatos suyos y, especialmente, uno que trabajó con singular cuidado: La buena fama (con su versión abreviada en La muñequita y las pormenorizadas noticias sobre sus orígenes que dio en la correspondencia con el joven folklorista Rodríguez Marín24). Puesto Valera a dar explicaciones acerca de los diversos modos de transmisión de la materia folklórica señala dos vías difusoras completamente opuestas por el vértice: la prácticamente inamovible que transmiten los relatores de escasa cultura y la repleta de variantes que le ofrece su informante Juan Fresco. Y entre una y otra forma de transmisión la capacidad de síntesis que presenta el yo del editor, situado entre la permanencia del arquetipo y la fluidez de las variantes.

Pero avancemos un paso más en la interpretación del papel que cumple en las ficciones de Valera la figura transmigratoria de don Juan Fresco. Lo que de tributo a los esquemas de composición folklórica pueda tener la información transmitida por don Juan Fresco se enreda en la complicidad narrativa que el informante establece con el editor de los relatos, el yo que puede ser máscara del propio Juan Valera25.

Desde luego, el yo enunciador de los relatos de Valera invita a considerarlo como un mero índice lingüístico de la personalidad del escritor, si sólo nos detenemos en el sentido literal de formulaciones como esta afirmación polémica dirigida a «Clarín» y que encabeza el capítulo IV de Pasarse de listo: «el crítico más hábil y atinado, quizá, entre cuantos hay en España, me ha hecho ya dos o tres veces, al juzgar otras novelas mías, un favor y, un disfavor que no merezco (...). Supone el crítico que mis personajes todos son yo, con lo cual hace de mí un Proteo, pues harto diversos caracteres he retratado»26. En reducción interpretativa como esta no incurrieron otros censores de nuestro escritor, el Sbarbi27 que repasa los errores gramaticales cometidos en Pepita Jiménez y sabe distinguir perfectamente entre el autor y el editor de la novela, u otros comentaristas contemporáneos y posteriores, que no se han dejado seducir por la acumulación del material autobiográfico sobre el que se edifican las ficciones del novelista andaluz. Todos han entendido que la invasión de la experiencia vivida era el tributo que pagaba el autor al imperativo de la verosimilitud, que Valera había enunciado en obra tan madrugadora como Mariquita y Antonio: «yo no soy amigo de inventar y componer a mi antojo cosas falsas y jamás acontecidas, sino que siempre procuro atenerme a lo verdadero y comprobado».28

Y a pesar de todo, quedan sombras de duda a la hora de discernir tajantemente entre el escritor de carne y hueso y los editores o narradores de sus invenciones novelescas. Dudas que justificó el propio Valera, cuando investido de teórico del género, se enfrentó rotundamente con un postulado de Flaubert: «es falso que el autor se eclipse. Su personalidad informa siempre el libro que escribe»29. Y dudas que confirman pasajes de las novelas en las que afirmaciones del narrador sólo son explicables, por ejemplo, desde la conciencia de un varón adulto («por regla general, los hombres solemos ser juguete de las circunstancias»30) o desde los conocimientos viarios de un viajero de finales del XIX («cuando ocurren los sucesos que vamos refiriendo no había tantas carreteras como ahora. Desde Villabermeja a la ciudad hoy puede irse en coche. Entonces sólo se iba a pie o a caballo»31).

La adjudicación de estas fintas de la realidad en la ficción a la discutible figura del «autor implícito» puede ser más pertinente si se considera a la luz de la técnica cervantina en la que un narrador vicario suple las aparentes insuficiencias del narrador principal, con ese balanceo irónico que implica un juego de proyecciones entre la realidad aludida y la realidad representada. Don Juan Valera lo expresó de forma terminante a la altura cronológica de los últimos textos en los que interviene su narrador auxiliar. En otras ocasiones, como ya he recordado, había comentado con Moreno Güeto las susceptibilidades del modelo real de don Juan Fresco; en 1895 manifiesta rotundamente a su corresponsal menciano: «todavía la última noventa que he escrito (se refiere a La buena fama) la supongo inspirada por don Juan Fresco, quien, aunque sea ambiciosa y soberbia comparación, es para mí como para Miguel de Cervantes Cide Hamete Benengeli».

El universo epistolar de Valera -un universo literario autónomo en el que la literalidad despliega otras estrategias de relación entre lo pintado y lo vivo- nos explica, en fin, una última función del don Juan Fresco personaje y narrador: la representación de la alteridad del escritor. En fecha tan inmediata a la publicación de Las Ilusiones del doctor Faustino como el 15 de julio de 1875, exponía a Milá y Fontanals lo que significaban los dos personajes masculinos de la novela. No resulta novedosa para nosotros su identificación con el desdichado Doctor, «que es como tipo de la juventud de ahora»; algo similar y más por extenso había expuesto en la «postdata» de la obra. Lo nuevo es este dato que incluye en la carta: «el don Juan Fresco es otra faz de mi propia personalidad y de muchas otras de mi generación y de la generación anterior a la mía». De manera que la proyección autobiográfica del autor en la figura del protagonista es sólo una parte de sus propósitos, la otra la cumple la figura de don Juan Fresco32. La conciencia autorial no tiene, pues, una única figura ficticia en que reflejarse; al menos, cuenta con un doble espejo que ofrece su imagen en posiciones complementarias.

Este descubrimiento del otro yo es, ahora podemos decir sin duda alguna, la principal aportación que trae el don Juan Fresco de los relatos de Valera. Una vez inventado, el personaje sirvió al escritor como depósito sintomático de las expansiones de su persona («personaje que me ha servido luego para encarnar en él toda la parte fresca o toda la faz desenfadada y alegre de mi propio carácter» escribía en 1897) y ambos llegan a fijar tan estrecha correlación que, pocos días antes de su muerte, aún podía Valera proponer al Dr. Thebussem la redacción de una obra jocunda -Regeneración nacional por virtud de la gastronomía- que habrían de firmar el mencionado erudito y «su pariente don Juan Fresco»33. Lope ya había construido un disfraz literario de su persona en el Belardo de las comedias y los romances y en el Tomé de Burguillos de las últimas Rimas34, pero Larra había inaugurado, en España, el recurso a la identificación del autor con los fragmentos de su personalidad segregados en sus seudónimos35. Ahora bien, lo que en el genial humorista romántico era, de modo fundamental, un recurso para la agilización de la prosa periodística, en Valera es un programa de trabajo que dura más de veinte años y en el que se plantea con todos los requisitos del procedimiento la visión de la conciencia fragmentada propia de la modernidad literaria.




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La fabulación novelesca del espacio vivido

Junto a esta novedosa aportación en la técnica narrativa quiero poner de manifiesto otra fórmula de estructura narrativa, entonces originalísima en los anales de la historia de la novela española. Se trata de la invención de un espacio geográfico con referentes reales que sirve de escenario vivaz para las ficciones. Un espacio que proviene de la experiencia directa del escritor y de su capacidad fabuladora y que, por tanto, potencia artísticamente las virtualidades poéticas del campo andaluz -«lo que ahora comprendo y estimo mejor es el campo de por aquí» escribe don Luis en las primeras líneas de su primera carta- y construye un arquetipo mítico a partir de la topografía de una comarca cordobesa cuyos vértices están situados entre Castro del Río, Baena, Doña Mencía, posiblemente Lucena y, desde luego, Cabra.

No necesito ponderar la intensidad que sustenta esta región recreada por nuestro novelista; otros lectores lo han hecho con mejor conocimiento y, con mas fina sensibilidad de la que yo pudiera exhibir, y entre todos, el poeta Muñoz Rojas por modo excelente36. El paisaje natural y los usos sociales cordobeses que se reconstruyen en los relatos de Valera constituyen todo un tratado de poética y antropología andaluzas al que ni lejanamente podría acercarme aquí y ahora. De acuerdo con mi propósito, sólo quiero señalar un procedimiento de construcción novelesca que, tomando pie en estas entrañables realidades humanas y geográficas, desvela un modo de imaginación espacial que separa a nuestro escritor de los otros novelistas españoles contemporáneos y lo sitúa en una larga trayectoria de toda la novela moderna, una trayectoria que va desde Anthony Trollope hasta Faulkner, Gabriel García Márquez o Juan Carlos Onetti37.

Como es sabido, la novela europea del siglo XIX tuvo una estrecha relación con el desenvolvimiento de las modernas sociedades industriales y con el cambio y transformación de las ciudades modernas. El crecimiento de las ciudades españolas del XIX no fue ni tan espectacular ni tan revolucionario como el que vivieron otras metrópolis occidentales. Podemos comprobarlo con la ayuda de documentos gráficos que reproducen con precisión la situación urbanística de docenas de ciudades y villas de la España de mitad del XIX, por ejemplo los casi trescientos planos que Francisco Coello de Portugal reprodujo en su Atlas de España y sus posesiones de Ultramar (editado entre 1847 y 1876) que nos muestra el estado de conservación de los viejos núcleos urbanos y el punto de inflexión transformadora que iban experimentando en esas críticas fechas. Se trata de un mapa real de la España de la segunda mitad del siglo que un visionario galdosiano habría de trasmutar en mapa, el «mapa moral gráfico de España», en el que, como explica el personaje, «lleva ventaja Madrid a las provincias, y las capitales de éstas, a las cabezas de partido. En la Memoria pruebo que los políticos de aquí, tan calumniados, son corderos en parangón con los caciques de pueblo, y que el ministro más concusionario es un ángel comparado con el secretario de ayuntamiento de cualquiera de esas arcadias infernales que llamamos aldeas»38.

La ciudad occidental fue en el siglo XIX el escenario de los grandes conflictos de los grupos sociales y de los individuos. Ni las quintas campestres en las que se desplegaban los relatos ensartados de las colecciones del tipo boccacciano ni las villas renacentistas para las que León Battista Alberti predicaba la grata soledad en la que el hombre se encuentra consigo mismo eran lugares propicios para la escenificación del conflicto permanente que implica el mundo moderno. En el siglo XIX, el campo, las granjas, los pueblitos, las pequeñas ciudades reclaman implícitamente un espacio poderoso y ausente -la gran ciudad- cuya presencia se hace sentir en las novelas bien por presión estrictamente ideológica -como ocurre en la lección reaccionaria de Elia o de El médico de aldea, bien por la invención de un espacio clausurado que denota los horizontes imaginativos del artista- el «huerto hermoso» de Perada al que aludía la Pardo Bazán-. La misma rudeza de la vida rural suscitaba el desapego de escritores que sólo hallaban en el mundo de la Arcadia el oxígeno necesario para su respiración espiritual; «ahora más que nunca -escribía Valera a su amigo Campillo en 1862-, estoy convencido de que los poetas bucólicos se han inspirado del recuerdo idealizado del campo y no de la presencia del campo mismo, y de que la poesía de las églogas, sencilla, agreste y perfumada de tomillo y romero, ha nacido del contraste, en el seno de populosas ciudades y en épocas de civilización refinada y de una vida en extremo artificial»39.

No es, pues, la vida del campo o de las pequeñas agrupaciones urbanas la que suelen representar los narradores realistas, sino la palpitación de las grandes ciudades. En el cumplimiento de este programa los novelistas del XIX, al menos en España, prosiguieron la tendencia a imaginar ciudades inexistentes que podrían retratar de modo aproximado localidades reales de la geografía nacional: las Orbajosa, Villahorrenda, Socartes, Ficóbriga, Vetusta, Sarrió, Marineda, de Galdós, Clarín, Palacio Valdés o la Pardo Bazán. El procedimiento, además de ocultar realidades urbanas excesivamente próximas a los escritores armonizaba, una vez más el acreditado recurso de la imitación de lo general en lo particular. Solamente Galdós resolvió las dificultades prácticas que comportaba la representación ficcionalizada de un espacio identificable al hacer de Madrid todo un personaje. Los recursos que empleó fueron numerosísimos, valga una pequeña muestra: Ortiz Armengol ha anotado con perspicacia cómo en La Desheredada el narrador describe las viviendas (le personajes ficticios en calles reales, pero en números de edificios que, cuando él redactaba, no estaban aún construidos.

José María de Pereda, cuyas preferencias geográficas están fuera de toda duda, especulaba sobre la topografía imaginada de sus pueblitos montañeses en las páginas preliminares de Don Gonzalo González de la Gonzalera:

Llámese el pueblo Coteruco de la Riconada, por distinguirse de otro Coteruco de la Sierra, que hay a la otra parte del río. Y aconsejo al curioso lector no se canse en buscarle en el mapa, pues lo mismo él que Sotorriva, Jelechoso, Pedreguero, Solapeña, Verdellano, Pontenucos y los restantes pueblos del valle, y el valle mismo, y Carrascosa, y, cuanto ha visto desde la cumbre de este cerro, pertenece a la geografía moral de la Montaña, del uso privativo del novelista.



Los topónimos reales de los escenarios novelescos españoles no empiezan a menudear hasta la eclosión de la «novela regional» de muy finales del siglo XIX que, siguiendo el modelo perediano, proyectó conflictos inventados sobre mapas de regiones y localidades identificables, por muy idealizado que todo ello fuese. Pero la excepción a esta tendencia generalizada la dio don Juan Valera con la troquelación de una comarca ficcionalizada a partir de un espacio geográfico de la provincia de Córdoba, con lo que adelantaba en muchos años al condado de Yoknapatawpha de William Faulkner, por recordar un caso memorable.

Don Juan Valera fue excepción en esta tendencia dominante en la novela española de la Restauración. Las grandes ciudades tienen una parva presencia en el conjunto de su obra narrativa y, por contra, el espacio bucólico y las pequeñas poblaciones son el marco común de sus ficciones. La inaugural Mariquita y Antonio reconstruye la Granada de sus años universitarios y de ese escenario geográfico fija su atención en los interiores domésticos o en las grandes perspectivas paisajísticas que suponen la contemplación de la ciudad en la lejanía. Pepita Jiménez evita la concreción espacio-temporal de modo que las cartas de don Luis y las confidencias de los narradores sólo transmiten la maravilla del campo en la estación del amor y su belleza puesta en vilo la noche de la «vigilia de Venus». La transformación poética de un pueblo real se manifiesta por primera vez en Las ilusiones del doctor Faustino. Allí el lector conoce un pueblo llamado Villabermeja, que según don Juan Valera era «una utopía, aunque para darle color y ser de lugar real, tome yo rasgos y perfiles y pormenores de lugares que conozco y donde he vivido»40.

Villabermeja es el escenario imaginado que más veces reaparece en tos relatos de nuestro autor: Las ilusiones del Doctor Faustino, El Comendador Mendoza, La buena fama, El bermejino prehistórico. Se trata de un lugar que posee «señas de identidad de sus raíces: las huellas arqueológicas de la Antigüedad» -«la Vesci de entonces»- y la herencia capilar de uno de sus hijos ilustres, un santo patrono que suscita peculiares devociones en sus feligreses. Este pueblito entre la realidad y la ficción poética suscita un ambiente de plenitud que siempre evoca emocionado el confidente de don Juan Fresco: «nada recuerdo yo con tanto gusto como las temporadas que he pasado en Villabermeja y los coloquios que allí he tenido con don Juan Fresco, mi querido tocayo»41; todavía en 1899 Valera imaginaba en Morsarmor a un fraile natural de Villabermeja. Este pintoresco pueblo andaluz no es ni el lugar del yo narrador ni el lugar en el que nacieron don Luis y Pepita Jiménez42, pero las distancias entre todas estas poblaciones son reducidas: «un día llevó don Diego a su hijo don Fadrique a la pequeña ciudad, que dista dos leguas de Villabermeja, cuyo nombre no he querido nunca decir y donde he puesto la escena de mi Pepita Jiménez»43.

Tenemos, por tanto, dos lugares innominados -el del narrador de Las ilusiones del Doctor Faustino y el de Pepita y don Luis-, que corresponden a la primera etapa de la construcción imaginativa de una región poética en el universo ficticio de Valera. Y, seguidamente, encontramos otro lugar -Villabermeja-, que es descrito y caracterizado con pormenor. Ahora bien, estas localidades son los primeros puntos de referencia en la región poetizada por Valera; su geografía imaginada genera otros espacios rurales de la comarca. La cercana Villafría de Doña Luz, que en relación con Villabermeja «goza de un término más rico, de más población, de mejores casas y de más pudientes hacendados»44; la Villalegre de Juanita la Larga, El maestro de Raimundico y el Doble sacrificio45, la Villaverde de don Lorenzo Tostado y el Zuheros de El cautivo de doña Mencía. Sólo este último topónimo corresponde con el de la localidad cordobesa en la que don Juan Valera imagina las andanzas de sus personajes. Los otros lugares son todos inventados, sí, pero perfectamente identificados en sus equivalencias geográficas.

Villabermeja es, como resulta bien sabido, Doña Mencía; en Villabermeja data y a Villabermeja alude en muchas cartas escritas en esta localidad o dirigidas a los amigos que residían en ella. Y de Villafría da también alguna pista de identificación, como cuando en charla escrita con Moreno Güeto comenta en passant que «Villafría, lugar cercano a Villabermeja, y que podemos suponer que es Baena o Castro del Río o lo que se quiera»46. Del lugar de Pepita Jiménez quedan pistas fiables en cartas como esta que, hacia 1885, escribe a su hermano Pepe: «Cabra, 17 de septiembre. Querido Pepe: no sé si te diga que me alegro o que siento que no hayas venido a esta patria de Pepita Jiménez y de Lolita Ulloa». No encuentro afirmaciones de autor que nos permitan ver un paisaje concreto detrás de Villaverde, Villalegre y el lugar del narrador de Las Ilusiones... Con todo, los datos que resumidamente he extractado nos permiten fijar el territorio real sobre el que don Juan Valera edificó sus edificios de ficción: Castro del Río, Baena, Doña Mencía, Zuheros, Cabra y quizás Lucena.

Quede para otro momento la persecución pormenorizada de las correspondencias que existen entre estos lugares inventados y las localidades a las que en la realidad aluden. Correspondencias como esta visión panorámica del «lugar» de Pepita Jiménez cuando se aproximan a él don Faustino Mendoza y su espolique Respetilla:

Blancas eran las casas por el mucho enjalbiego, y con grandes patios, desde cuyo centro se alzaban las verdes copas de naranjos, acacias, adelfas, azofaitos y cipreses. Un riachuelo, que corre por delante de la ciudad, regaba no pocas huertas en una fértil llanura que se extendía a los pies de los viajeros.47



Las novedades absolutas son difíciles de señalar en el gran río de las literaturas occidentales y, desde luego, la invención de un espacio comarcal que proyecte emociones y vivencias reales de los novelistas ya se había dado en años cercanos a los que Valera escribía. El nuevo condado inglés -Barsetshire- que Trollope sacó de su cacumen y el arcaico Wessex que exhumó Hardy para la escenificación de algunas de sus más conocidas novelas son otros casos de la «novela rural» que se desenvolvió en la segunda mitad del XIX y en corriente paralela, aunque minoritaria, a la narrativa de las grandes ciudades.

No es fácil determinar si don Juan Valera tuvo a la vista estos modelos de las literaturas contemporáneas, y tampoco es muy importante saberlo. Su territorio literario habitual era la bucólica clásica y el idilio de Longo. Esto es suficientemente conocido. No sé si lo es tanto su interés por las «novelas campesinas» de George Salid, a quien dedicó muchos comentarios en el curso de su larga trayectoria de crítico literario y sobre quien afirmó en una ocasión memorable que era autora de «modelos bellísimos (...) sobre todo, en las (novelas) campestres»48, que sus rústicos personajes eran encarnación auténtica de la vida rural, pero que «el Amor y la poesía los visitan interiormente y sacan de sus almas una luz encantadora, cuyo resplandor esclarece y trastueca la escena como si la poblasen los faunos, las ninfas y todo el coro de las musas inmortales»49.

En el curso de estos idilios, tan clásicos y tan modernos, se sitúan los relatos de Valera, ambientados en la Andalucía cordobesa. La representación de este lugar fascinante y la de los personajes que lo pueblan es el arte que nadie ha regateado a nuestro autor; pero las estrategias generales de su composición, el trazado de un plan de geografía mítica y la invención de un narrador auxiliar que tan proteico se nos presenta no habían sido subrayados con el énfasis que requieren tan evidentes pruebas de la modernidad técnica de su creador. Y estos son, para mí, algunos de los más llamativos recursos técnicos en la escritura de ficción que inventó Valera.







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