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«Rhythmi» folklóricos de comienzos de siglo procedentes de Tamarite (Huesca)

Sebastián Mariner Bigorra





Si se me tildara de cazador de ocasiones por haber aprovechado para este homenaje a D. Vicente, latinista y estudioso de tradiciones populares, unos versos en latín en que se describe una perdida costumbre montañesa, no me defendería «rizando el rizo» con aducir que, además de proceder de la región adoptiva de uno de los promotores del mismo -«aragonés» para amigos y para extraños-, han sido precisamente editados por el otro1. Simplemente, me limitaría a evocar una costumbre mía, vieja -tanto, que arranca de mi primer trabajo publicado2-, pero no perdida, sino todo lo contrario, informadora de buena parte de los que le han seguido3: la de escudriñar en la latinidad tardía y medieval las posibles imitaciones del hexámetro clásico por parte de quienes lo seguían leyendo sin ser ya capaces de percibir su ritmo cuantitativo o, al menos, de remedarlo con corrección -una vez perdida en su conciencia idiomática la distinción fonológica entre largas y breves- si no se esforzaban suficientemente en el aprendizaje escolar de estas distinciones. Imitaciones -tal vez, de distintas clases y por procedimientos métricos diferentes4 - de cuyo carácter «frustrado» tuvo conciencia ya la propia Antigüedad tardía y el alto medioevo, al motejarlas Genadio de «quasi uersus» en su biografía de Comodiano, 490 d. C.5, o -ya de modo claramente despectivo- de uersiculi que nulla paenitus metricae conueniunt ratione por parte de San Gregorio de Tours6 a propósito de los de Chilperico; y al concederles en general -ya no despectiva, pero sí humildemente- el denominador común de meros «rhythmi»7.

Quien tenga en cuenta, por tanto, la dedicación señalada en las notas 2 y 3, no extrañará, seguramente, la atención que creo deber a los seis versos en que el informante de Tamarite8 redactó parte de su respuesta al cuestionario de la encuesta hecha en el año 1901 por el Ateneo de Madrid, sobre el nacimiento, el matrimonio y la muerte, en el campo de las costumbres populares: en ellos detecto, efectivamente, las mismas o análogas características de hexámetro imitado incorrectamente desde el punto de vista de la cantidad. Lo que tal vez le pueda parecer raro es que no extrañe yo el encontrarnos con estos versos dignos de un Comodiano o de un Chilperico redivivos en nuestro mismo siglo y a tantos de distancia de la latinidad tardía y medieval. No me extraña, porque una afortunada confesión de parte del autor de los mismos me permite pensar que los elaboró en condiciones similares a las de tanto versificador de ocasión o de afición latinotardío o medieval; y no es de extrañar que las mismas o parecidas causas produzcan idénticos o análogos efectos. Lo que no puedo pretender, naturalmente, es que una tal coincidencia versificatoria no resulte chocante para un observador imparcial. De ahí la motivación de estas páginas, cuyo objetivo es doble: por un lado, explicar cómo puede haberse producido en pleno siglo XX una composición como la que nos ocupa; por otro, insistir en que la estructura métrica de las imitaciones rítmicas del hexámetro latinotardío y medieval es la que podía derivar de una sencilla lectura del clásico por parte de quienes desconocieran la cantidad, apoyando esta opinión -del Prof. I. Galante9- mediante el reconocimiento de que al informante de Tamarite, al intentar expresarse en latín y hacerlo en verso, le han «salido» esquemas con los mismos elementos que a Comodiano o a tantos anónimos autores de inscripciones versificadas de su época -o alrededor de ella- y posteriores. La aspiración a cubrir este doble objetivo supone el riesgo de que pueda parecer que me muevo en un círculo vicioso. Para evitar, pues, toda apariencia de petición de principio, procuraré proceder con la máxima objetividad de que sea capaz, aun a trueque de rozar a veces con la perogrullada y la tautología, con tal de superar todo asomo de subjetividad.

Es latín «escolástico», objetivamente. Lo afirma textualmente el propio informante: «refirámoslo [a saber, el hecho que ocurría en la montaña de esta provincia] en aquel latín que a trompadas y palmetazos nos enseñaban in illo tempore». Lo comprueba de manera congruente el acento grave con que viene indicada la calidad de adverbio de aptè en el v. 3, procedimiento típico de las obras didácticas del latín -ediciones y diccionarios escolares incluidos- a lo largo del siglo XIX en nuestro país, al menos.

Son seis versos, también objetivamente. Así vienen editados por J. Caro Baroja, a buen seguro completamente libre de toda preocupación «rítmica»10 -como que ni hace alusión alguna a su carácter versificado, como no sea la ex silentio de editarlos como tales; tampoco hace referencia a haberlos dispuesto así precisamente él: es de suponer, por tanto, que se hallaran ya así en el fichero original de las respuestas al cuestionario, tal vez autógrafas-. Es cierto que el informante no ha explicitado su intención de escribir en verso ni lo que le indujo a ello, al revés de como se ha comportado con la de hacerlo en latín y por qué razón. Pero no lo es menos que, una vez justificado el recurso al latín, una explicitación de la segunda opción -por más que ahora nosotros se la agradeceríamos mucho- pudo parecerle innecesaria: bastaba con que en aquella didáctica del latín a trompadas y palmetazos entrara el contacto con la poesía latina también. Aun lamentando, pues -y, sinceramente, no mucho: tan convincentes resultan los demás argumentos en conjunto-, esta falta de declaración explícita, el carácter no prosaico del pasaje queda revelado por su hipérbaton desde el mismo comienzo: «Geniale ad convivium» -nada violento para un texto versificado, pero chocante en una mera descripción en prosa- hasta la fuerte posposición -ya difícilmente admisible aun en la prosa más retórica- de -que al ¡cuarto! vocablo de la frase que introduce, e interposición de clamantes entre los elementos que presenta en estilo directo, en los dos últimos versos11


Alia post aliam eumque digito pulsant
Genitor, ave, clamantes, tu genitor, ave,



pasando por la también bastante fuerte posposición de ut a mitad del v. 4: en un orden normal en la prosa se le habría destinado el comienzo del v. 3.

Los seis versos parecen, a simple vista, imitaciones del hexámetro dactílico. A objetivar esta primera impresión contribuyen razones negativas y positivas.

Entre las negativas, ante todo, la inobservancia de los procedimientos de versificación distintos; así, p. ej., de los característicos de las métricas románicas: no hay rima (finales, respectivamente, de los seis versos: vocata, ambo, parato, queat, pulsant, ave; dada la franca diversidad en el resto, la asonante entre vv. 2 y 3 ambo / parato debe darse por no intencionada e irrelevante) ni isosilabia (también respectivamente: 17, 14, 13, 14, 14, 14; si se prescinde de elisiones -como es frecuente en versificación tardolatina-, la variedad resulta aun mayor: 18, 14, 13, 15, 15, 14; tampoco se alcanzaría admitiendo otro procedimiento usual en aquella misma versificación, la resolución de hiatos: así, la diferencia de una sílaba entre los vv. 2 y 3 es insalvable, pues no contienen ni hiato ni elisión ninguna) ni ritmo acentual continuo (el ternario que, con catalexis, podría reconocerse en el v. 6:


Génitor, áve, clamántes, tu génitor, áve,



resulta aislado: basta compararle el 5, citado también arriba; y, a su vez, aconseja no pensar que la pieza pueda tener otro -binario, etc.- cuando el suyo es tan claramente ternario). Con lo dicho queda sugerido también que la composicioncita tampoco es escandible mediante otros esquemas latinos de uso clásico: todos los de la métrica logaédica quedan excluidos por la anisosilabia; los usuales de ritmo yámbico y trocaico, por el acento en penúltima de todos los versos; los escazontes, por las breves de queat y ave también en penúltima. Solo debo añadir que, al margen de lo dicho y salvo error, ningún esquema cuantitativo o acentual conocido he dejado de tantear, y ninguno me ha resultado aplicable, fuera del de los «rhythmi».

Entre las positivas las hay varias y todas congruentes, aparte de objetivas. No se puede negar, por ejemplo, que el hexámetro dactílico era el metro escolástico por excelencia, con el cual se enfrentaba muchas veces el alumno aun mucho antes de ver un texto de poeta latino, nada más que con llegar al estudio de los géneros con el


mascula sunt maribus quae dantur nomina solum



y el resto. En el presente caso, varios elementos rítmicos que podían fácilmente percibirse en el hexámetro clásico aun desconociendo las diferencias de cantidad -tan fácilmente, que se hicieron de regla en los «rhythmi»- aparecen sin un solo fallo. Así, la acentuación ^ ` ^ en todas las 6 cláusulas (túrba vocáta, cónjuges ámbo, sindóne paráto, osténdere quéat, dígito púlsant, génitor áve). Tampoco falla ni una vez la tipología o métrica verbal en estas cláusulas: su vocablo final es o trisílabo o bisílabo; la combinación de un monosílabo con un tetrasílabo -que habría sido admisible si, desviándose del hexámetro clásico, se hubiera solo pretendido aquella secuencia acentual (tipo dí genuérunt del arcaico Ennio)- ha resultado inadmisible para el informante, cuyos ojos estarían habituados a la dimensión habitual de las palabras en el final del hexámetro. Si, por último, se le exigiera haber respetado la cesura más frecuente en el hexámetro, a saber, la pentemímera -lo que supone (si prescindimos de momento del problema de la cantidad) que 3, 4 ó 5 sílabas antes de la cláusula acentuativa final ha de haber corte de palabra- ninguna dificultad ofrecería el señalarlo después de convivium en el v. 1, de venit en el 2, de pudor en el 3, de aliam en el 5 (con hiato precisamente ante cesura) y de ave en el 6; el 4 no es que carezca de él, sino que, según se admita o no la elisión en tantum ut, la pentemímera, estaría antes o después de tantum. Todos estos cortes, en los 6 versos, estarían a su vez a la distancia canónica de entre 5 a 7 sílabas del comienzo, con solo admitir la resolución de un hiato en el Geniale ad convivium del v. 1. Añádase a todo lo indicado el mantenimiento del número de sílabas entre 17 y 13 a lo largo de todo el pasaje, según permiten las posibilidades del hexámetro correcto, no espondaico, y se podrán admitir como observadas por el informante de Tamarite todas las características que de un hexámetro clásico podía percibir el oído de un hablante de lengua románica (como ya uno de lengua latina tardía): ritmo acentual en la cláusula (y, según ya se ha comprobado, solo en ella), tipología en la misma, tendencia a una cesura en mitad de verso, número de sílabas entre 17 y 13.

En cambio, y también como tantos otros de sus predecesores latinos tardíos y medievales, no manejaba correctamente la cantidad silábica. Para demostrar objetivamente que las «trompadas o palmetazos» no fueron suficientes para capacitarle en este aspecto, o, mejor, que no eran probablemente procedimiento idóneo para ello -o aún, si se me apura, que, aun siéndolo, no eran de efecto permanente-, convendrá acumular el máximo de comprobaciones posible. Son de valor diverso; algunas me parecen concluyentes; pero creo que lo es del todo su conjunto, congruente por más que heterogéneo, y tanto más valioso por esa su congruencia en la heterogeneidad:

1.ª Emplea abundantemente palabras no dactílicas, ya por sí mismas (mulierum, v. 1; conjŭgēs, v. 2; alia, v. 5; genitor -¡repetido!-, v. 6), ya por el entorno versal en que las coloca (convivium, crético al ir delante de mulierum en el v. 1).

2.ª En 5 vv. de los 6 (todos, pues, menos el 3, que empieza por tecti) no empieza por larga: geniale, prope, apicem, alia, genitor.

3.ª Ni siquiera en las cláusulas, donde la secuencia acentual y la tipología podrían haberle ayudado, consigue la regularidad cuantitativa exigible; 4, de las 6, son incorrectas12: v. 2, conjugēs ambo; 4, ostendere quěat; 5, digito pulsant; 6, gěnitor ăve.

4.ª Naturalmente, en lugares del verso donde no existía esa ayuda, menudean también las secuencias incorrectas: a las determinadas por las causas 1.ª y 2.ª pueden añadirse la muy probable del v. 2 letūm věnīt (en el supuesto de que venit, como todos los demás verbos de la narración, esté en presente, cf. jacent, queat, pulsant; de suponerle un perfecto, vēnit, se margina, ciertamente, esa irregularidad, pero a cambio de admitir falta de cesuras o bien largas por posición medidas como breves en lectum en el propio verso, según puede comprobarse:


prope lectum venit, quo jacent conjuges ambo)



y la segura de quō jăcent en el mismo verso 2; prō pudor apte en el v. siguiente, de solo 13 sílabas, lo que obligaría a contar también como largas las dos que debieron correctamente ser breves en pudor; ut vir ostendere en el 4; eumquě digito en el 5.

5.ª Razonando como se acaba de hacer en la comprobación 4.ª a propósito de la segunda posibilidad de medida de venit, habría otras incorrecciones cuantitativas, a menos que se prefiriera admitir la incorrección de falta de cesuras regulares en el v. 6, cuyo segundo hemistiquio, tras la única de dichas cesuras posible (pentemímera después de ave) debería escandirse cla/mantes tu / genitor / ave, tomando incorrectamente como breves tes y tu. Algo similar ocurriría en el 4 si, de las dos posibilidades de situación de la cesura (antes o después de tantum, según ya se indicó), se prefiriese la primera: el segundo hemistiquio resultante sería tan/t(um) ut vir os/tendere / queat, con flagrante incorrección al figurar como breve os.

Después de esta serie de comprobaciones de una irregularidad desde el punto de vista cuantitativo nada ocasional, sino tan extendida, que no deja considerar correcto ninguno de los seis versos, todavía cabe comprobar objetivamente otro extremo, a saber, el grado de esa incorrección. Como he tenido ocasión de demostrar varias veces a propósito de autores de inscripciones latinas tardías, en seguimiento de lo observado en Comodiano por M. G. Nicolau13, la incapacidad del informante para las distinciones cuantitativas correctas no solo es de «oído» o -tal vez mejor, en su caso- de memoria, sino de «vista». Es decir, no solo falla cantidades para cuyo conocimiento se necesita o una práctica real de distinción al emitirlas y percibirlas -al menos, esta- o un estudio especulativo o empírico de la cantidad que les era atribuida en la época clásica, sino incluso en aquellas que son determinables hoy con facilidad con solo atender a la estructura de la sílaba que las comporta; atención que es compatible con el peor oído del mundo y con un olvido o desconocimiento casi total de las reglas prosódicas, a excepción de las dos más generales y sencillas: la de la larga por posición y la de breve ante otra vocal, para cuya aplicación basta con poder ver y con saber leer.

Pues bien: hasta en esto falla el informante. Prescindamos, en aras de la objetividad pretendida, de lo que se refiere a las largas por posición, puesto que los posibles errores a propósito de ellas (recién citados: medidas breves de, respectivamente, lec y cent en el v. 2 si se prefiriese la segunda escansión propuesta en la comprobación 4.ª; os del v. 4 si se hiciese lo propio con la indicada en la 5.ª; tes en el 6 si se le quisiera mantener la única cesura posible) no son del todo insalvables: bastaría admitir otras irregularidades de índole no prosódica en los correspondientes versos para poder eliminarlos. Pero no queda posibilidad de salvamento ninguna para la breve ante vocal de queat, medida larga -más precisamente, situada en un lugar donde correctamente tocaba una larga- en un punto tan seguro del esquema como es el final del v. 4. Falta agravada por dos circunstancias también rigurosamente objetivas: queat tiene una forma sinónima, possit, que habría resultado totalmente correcta en aquel lugar del verso; possit, a su vez, es mucho más usual que queat, de forma que aquí la regularidad cuantitativa no ha sido sacrificada a una especie de «fuerza del consonante que me obligas...», sino a un mero prurito retorizante de búsqueda de la expresión rara para la poesía; retoricismo, que no metrismo. Clara es también la falta en la inicial «alargada» en eumque, v. 5.

Sin agravantes -pero con no menor seguridad a pesar de hallarse en un verso, el 1, cuyas incorrecciones, precisamente por ser abundantes, admiten un abanico de posibilidades de combinación en los distintos «pies»- se presenta la otra vocal ante vocal situada en lugar donde el esquema exige larga, la i de mulierum. Cualquiera que sea la forma que se suponga para la primera parte del verso, la proximidad de esta palabra a la cláusula final, así como el elevado número de sílabas del propio verso (que recorta el abanico arriba aludido) parece que no ofrecen más posibilidad que la que haría de -lierum un «dáctilo» precedente al dáctilo quinto de la típica cláusula, así14:


Genjal(e) ad / convivi/um mu/lierum / turba vo/cata.



Y no deje de observarse que, si se admite este grado de seguridad para el 2.º hemistiquio de este verso, se está reconociendo automáticamente en él y con la misma seguridad un error contra el alargamiento por posición, al quedar en esta situación la sílaba -rum del vocablo cuestionado y ocupar, sin embargo, el lugar que correspondería correctamente a una breve15. Por supuesto que la propia aspiración a la objetividad aconseja sentar aquí muy explícitamente que tal vez alguien preferiría admitir una sola falta en lugar de las dos indicadas, midiendo el tal 2.º hemistiquio así:


muli/erum / turba vo/cata,



estribando incluso tal vez en que el acento en la -e- de la palabra castellana correspondiente y derivada (mujer) pudo equivocar al informante, haciéndole pensar que lo llevaba también la -e- respectiva en latín, con lo que habría debido ser larga.

Tocamos con ello ya un punto de mucha mayor dificultad. Hasta aquí nos hemos ocupado solo de hechos, cuya verificación -hasta la de errores cuantitativos «de vista» inclusive- se ha podido llevar a cabo con objetividad rigurosa. A la hora de plantearnos los motivos de esos hechos, tendremos que meternos en un terreno más opinable. Hemos visto lo que hacía y dejaba de hacer el autor, lo que le salía, llegando en buena parte a una seguridad rayana en la evidencia. Al preguntarnos qué intentaba hacer, por qué y cómo, temo que nos habremos de contentar, las más de las veces, con soluciones que, lejos de ser evidentes, no aspirarán más que a valer como las más probables.

Ante todo, creo descartable suponer en el autor una intención de imitar precisamente la versificación de los latinos tardíos o medievales. Sería la propuesta más simple para explicarnos lo que le salió, tan coincidente con las producciones de aquellos en «rhythmi». Pero, como solución, se revela inválida, a poco que se la enmarque históricamente. Tanta es su simplicidad, que incide en el simplismo. En efecto, in illo tempore en que un informante de una encuesta de 1901 debió de ser enseñado en el latín de que luego hace merecidamente uso y gala, es decir, a mediados del siglo XIX, no es de suponer que ni Comodiano, ni Chilperico, ni los Carmina epigraphica fueran textos leídos en las clases, y menos de forma que se los pudiera pensar imitables: desde luego -y aquí sí que contamos nuevamente con la evidencia- no es su «latín corrupto» el que ha empleado nuestro autor. Sería curiosa contradicción verle imitador del latín augústeo y de la métrica merovingia a la vez. Más improbable, todavía, su conocimiento de estos autores se nos revelará si atendemos a que las «trompadas y palmetazos» permiten sospechar fundadamente que sus estudios de latín no se prolongaron después de su adolescencia.

Descartable de raíz parece también por razones históricas la suposición de que, acostumbrado a leer el hexámetro de los clásicos ictuándolo vocalmente, se dispusiera a imitarlo mediante versos sin más requisitos que ser capaces también de una tal ictuación. Aunque hay que reconocer que ninguno de los seis dejaría de acomodarse a tal exigencia, lo que no resulta admisible es su fundamento, por dos razones. En primer lugar, nuestra generación ha sido la testigo de la implantación en la didáctica de la métrica latina de dicho ictus vocálico, presentada con características nada fingidas de novedad, y recibida en muchas ocasiones con notoria resistencia. Nada permite pensar que, ya cincuenta años o más antes de cuando nosotros aprendíamos métrica, se estuviera enseñando así en nuestro país; y menos aun -conviene insistir- en la enseñanza impartida a adolescentes: es conocida la procedencia «universitaria» de la difusión de este procedimiento.

Muy al contrario hay que proceder al enjuiciar las dos posibilidades siguientes: a ellas nada se opone la historia, sino, en todo caso, los hechos. En efecto, es sabida16 la afición erudita a lo largo del XIX por la teoría del ritmo versificatorio, de la que pueden ser muestra los Diálogos literarios de Coll y Vehí17 y cómo una parte de ella se dedicó al problema de la adaptación de los esquemas clásicos en la versificación neolatina. D. Sinibaldo de Mas se ocupó de ello casi con obsesión; al filo del cambio de siglo, coincidiendo en fecha con la encuesta del Ateneo, Carducci difundía sus Odas bárbaras, en que el acento de la palabra ocupaba los lugares de los tiempos fuertes de la versificación clásica; cuando nuestro informante contestaba el cuestionario, la «Salutación del optimista» de Rubén Darío estaba al caer. Y pocos ritmos habrá tan parecidos como los de


Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda,



y el también ternario de acentos de palabra de nuestro v. 6, según ya se vio. Solo que este gran parecido rítmico no quita que, mientras el verso de Darío cuenta efectivamente con seis acentos de palabra correspondiendo a los seis tiempos fuertes, el otro no tenga más que cinco, según puede fácilmente recordarse:


Génitor, áve, clamántes, tu génitor, áve.



(Nada se arreglaría con pretender contar como tónico tu para recuperar el acento que falta, ya que entonces se perdería la distribución de los acentos: habría dos contiguos, computables, cosa inadmitida dentro de estas imitaciones, que, según se sabe, exigen o dos átonas entre tónicas -ritmo ternario que «hereda» el dáctilo- o al menos una -ritmo binario que «hereda» el espondeo-). Versos de también solo cinco acentos computables por las razones dichas serían el 3


Técti ¡pro púdor! ápte sindóne paráto



y el 5


Ália post áliam eúmque dígito púlsant,



en tanto que tienen claramente seis computables los vv. 2 y 4, mientras el ya en otros aspectos tan ambiguo v. 1 ofrece en realidad solo 5 primarios, pero, dado que entre dos de ellos (convívium mulíerum) median no dos como máximo, sino tres sílabas, o habría que darlo por del todo defectuoso, o computar uno secundario en la última sílaba de convivium, con lo que sería de 6. Apenas hay que decir que una tal variedad (no compensada -como es costumbre en algunos imitadores doctos del hexámetro clásico18- por la presencia de una(s) átona(s) antes del primer acento computable cuando solo hay cinco: obsérvese cómo los vv. 3, 5 y 6 empiezan todos por tónica precisamente) desaconseja definitivamente la pretensión de que los versos de Tamarite pretendieran relatinizar a Carducci, a Riba o a Darío. Pues -por otra parte- uno se explica que se trate de buscar sucedáneos al elemento fundamental del verso latino en lenguas que carecen de él; pero ¿a qué vendría proponerse la sustitución precisamente en el propio latín?

Si, pues, no procede pensar que la intención de la que salieron los versos aquí tratados fuese la de los eruditos imitadores ni tampoco -como se vio- la de los didactas modernos (porque, aun en el caso en que sería históricamente posible, la desmienten los hechos, aparte de no recomendarla el sentido común), se impone la ecuación sugerida ya al comienzo de este trabajo: la intención del informante debió de coincidir con la de los versificadores tardíos y medievales que elaboraron versos tan parecidos a los suyos, en su deseo de imitar lo que realmente les quedaba de la lectura del hexámetro clásico, del que eran lectores desde las primeras fases de su aprendizaje gramatical -fases que algunos ya no rebasaron.

Ahora bien, de las «distintas clases y por procedimientos diversos» que se han ido señalando en las imitaciones de aquel período, según apunté en el indicado comienzo, una hay que no parece tampoco armonizar con los resultados que tenemos a la vista: la que supone al versificador insuficientemente docto en prosodia, dispuesto a escribir hexámetros cuantitativamente correctos, pero traicionado por su prosodia propia, que le inclina a contar como largas sílabas tónicas que debió contar breves o viceversa19. No se puede negar que varias tónicas breves en lugares donde tocaban largas y átonas largas donde correspondían breves se han señalado abundantemente entre las incorrecciones del informe a lo largo de las distintas consideraciones precedentes, a propósito de mulierum en v. 1, prope y jacent conjuges en el 2, pudor en el 3, apicem y ostendere queat en el 4, alia y digito en el 5 y dos veces genitor ave en el 6, aparte de clamantes si había que mantener en el mismo su única cesura regularmente posible. Sin embargo, la composición no se podría presentar como únicamente traicionada por esta prosodia «propia», pues contiene otras traiciones y precisamente en sentido contrario: átonas breves situadas donde tocarían largas (y no solo en situación disculpable, como es la final de pudor, en arsis y ante cesura en el v. 3): inicial de mulierum en el v. 1, inicial y final de eumque (esta, no en arsis20; aquella, con la agravante de ir ante vocal, según ya se ponderó) en el 4; y -probablemente, más significativo todavía- tónicas largas puestas donde tocarían breves, como las de geniale y convivium en la «escansión» más probable del v. 1, que ya se vio; lectum (con la circunstancia agravante de ser larga por posición) en una de las posibles para el v. 2 que acaban de verse en la última nota; tantum (con idéntica agravante) si se prefiere la cesura ante él, de entre las dos posibilidades repetidamente aludidas para el v. 4. Aun prescindiendo de estos dos últimos casos, por inseguros, los dos del v. 1 son lo suficientemente comprobatorios para ahuyentar toda sospecha de que las únicas deficiencias prosódicas del autor fueran las derivadas de la dependencia en que -ya desde el latín tardío- se encuentra la cantidad silábica con respecto al acento de palabra.

No hay que emparejar, por tanto, los versos de Tamarite con las composiciones tardolatinas o medievales donde el esquema cuantitativo es perfectamente rastreable con solo unas cuantas excepciones motivadas por haber alargado alguna tónica o abreviado alguna átona; sino con aquellas de las que, a lo sumo, cabría decir con Beare a propósito de Comodiano21: «hexámetros cuantitativamente correctos si se admite que las breves, llegada la ocasión, pueden ser tomadas como largas; las largas, a su vez, como breves». Nótese bien: «las breves», y no solo las tónicas; «las largas», y no solo las átonas.

Solo que a mí la suma indulgencia de la fórmula de Beare me parece empañar la nítida claridad de la de Galante de que arriba partí. En efecto, ¿qué corrección cuantitativa puede haber en hexámetros donde la cantidad está tan incorrectamente manejada que, si se tercia la ocasión, lo mismo se miden largas las breves que breves las largas? ¡Si al menos estas «ocasiones» de trueque estuvieran siempre motivadas por el influjo de un acento capaz de alargar o abreviar en contra de la distribución cuantitativa clásica! Pero ni eso. Y no solo ni eso, sino ni siquiera -lo mismo en Comodiano que en el informante de Tamarite- un no darse «ocasiones» de alteración con sílabas -como las largas por posición y las breves por vocal ante vocal- cuya cantidad es reconocible a la vista, con solo un par de preceptos en la memoria.

A milenio y medio de distancia, nuestro autor ha remedado del hexámetro de sus estudios latinos de adolescencia lo que de él podía y puede percibir un neolatino incapaz de notar diferencias cuantitativas (distribución acentual y verbal en la cláusula, número aproximado de sílabas, tendencia a un corte de palabras en el centro, etc.). Exactamente lo que Galante había dicho que percibían los latinos tardíos indoctos en prosodia. La repetición de los resultados a tantos siglos de distancia constituye una modesta, pero brillante prueba «experimental» de su opinión.





 
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