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Ribanova

(Una vez era un pueblo...)

Leopoldo Calvo Sotelo



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ArribaAbajo Luego no protestes, lector

Ribanova no es una novela. El autor, novicio en estos menesteres literarios, no ha sabido urdir una trama al uso, y eso que, a las veces, la pluma se le iba detrás del argumento, fácil quizá de componer dentro del marco ribeiriano -el forastero que llega, mozo y disponible, y, después de las peripecias reglamentarias, enamora a una rapaciña, casa con ella, y cátate hecho el cuento: el cuento de todos los días, que acaba en una página del libro de matrimonios del Registro civil.

Pero no ha querido tampoco, ¡líbrele Dios de vanidad tanta!, sentar plaza de original ni romper los moldes acostumbrados. Su propósito, bien humilde, no ha sido otro que el de dibujar unas escenas de la vida de pueblo: escenas donde los personajes constituyen sólo un pretexto y el diálogo una manera de animar el cuadro, ya de por sí monótono en demasía; comedia en la que los actores significan menos que el decorado.

Ribanova levanta su apiñado caserío a orillas del Nova. Allí va José Luis a pasar el verano. José Luis observa, inquiere, descubre noticias interesantes sobre la historia de la villa, trata a las principales figuras locales, rinde pleitesía a los encantiños ribeirianos, se suscribe al Eco y a La Voz, los dos batalladores semanarios, asiste a una «lodrobada» con media docena de amigos, recibe la visita del coadjutor de Villasol, el más cumplido de los clérigos de la diócesis monledense, cultiva la amistad de los Canegos, marineros de la ría, curiosea en las playas con infracción de las severas ordenanzas del Ayudante, procura mantenerse a respetuosa distancia de las viejas del Campo de San Rosendo, admira el Gran Casino villasolano y el Gran Cementerio de Ribanova...

-¿Y eso es todo?

-Eso es todo.

-Pero -preguntará el lector- ¿no le pasa nada a José Luis?

-Nada.

-¿No busca novia ni le acongoja ningún conflicto sentimental?

-Ni novia ni conflictos sentimentales. Soltero vino y soltero se irá.



Lector: para prevenir posibles acusaciones de fraude he escrito estas líneas. No te llames a engaño. Todavía estás a tiempo de dar la vuelta. Acaso sería mejor que no te decidieses a entrar y que en la cartelera cubierta de anuncios multicolores buscaras otro espectáculo más ameno.

Luego no protestes, lector...




ArribaAbajo El camino de Ribanova

El Nova riega cuatro pueblos: Ribanova, Nogueras, Villasol y Adega del Nova. Es al principio modestísimo regato; después, espléndida ría, que antes de llegar a la desembocadura, donde la espera el piélago celoso, coquetea de lo lindo, entre melindres y carantoñas, oculta sus cristales detrás de un abanico de mimbreras, sestea en los prados ribereños, perfuma su corriente con el aroma de los pinares y traza mil curvas caprichosas, como esas damiselas que aplazan el momento de la cita para encender el deseo del galán que las aguarda. Y todavía, cerca ya de la boca, hace una escapada a Travesa, juega al escondite en los abrigos de la costa, finge mohínes de enfado cuando la muerden las Carrayas con sus mandíbulas de granito y, finalmente, cae rendida en los brazos del Cantábrico y se adormece en su lecho de olas, al resplandor del faro, antorcha de himeneo que ilumina las bodas de la ría y el mar.

Entre Ribanova y Augusta, la capital de la provincia, hay cien kilómetros largos. El camino atraviesa Villablanca, que tiene una torre negra, y Villanueva, que es una ciudad antigua. ¡Monteledó!: pardos edificios señoriales de artística labra, obscuras siluetas de clérigos y devotas, sinfonía de campanas, mosconeo de cabildo catedral. Doblado el puerto, cambia el paisaje: las barrancadas abruptas mueren en suaves laderas; ya no cierran el horizonte picachos envueltos en nubes, sino la línea azul infinita, velas desplegadas al sol, humareda de navíos remotos. A la voz cantarina de las iglesias sucede la música dorada de los dollares, y suenan blandas cadencias americanas que apagan el murmullo del rezo capitular. La carretera va perdiendo poco a poco su agreste soledad esquiva para vestirse de amable cordialidad urbana. Chalets y palacetes exhiben su ufanía: el cemento advenedizo usurpa el puesto a la piedra milenaria: los hidalgos del comercio cuelgan sus escudos de pesas y medidas en campo de plata. El viajero ha recorrido, en el espacio, cuatro leguas; en el tiempo, cuatro siglos. A entrambos lados de la ruta, los árboles forman sombroso túnel. La baca del auto, recargada de baúles y maletas, lame el verde dosel, y las ramas quedan cimbreándose largo rato, como si dijeran adiós...

Rodeiros, Hoz, San Juan... Los pueblos, alineados a lo largo del camino, lo animan y hacen grata a los ojos la polvorosa senda. Detrás de las ventanas, en la sombra de los zaguanes o entre las cercas de pizarra plomiza, no falta nunca la mirada curiosa que sigue al coche correo mientras las manos descansan del zurcido o se cruzan sobre la azada. A su vez, el camino da vida a los pueblos: vida fugaz, que alegra, como un relámpago, la monotonía de la aldea; vida que pasa por donde sólo lo que pasa es vida, y que despierta hoy, entre bocinazos roncos, igual que ayer entre restallidos de látigo, una inexpresable ilusión andariega.

Alrededores de Ribanova: un prado inmenso ceñido por una valla de no pintado pino -diríase un cajón sin tapa-: es el campo de football. ¿Oís el ladrido de un perro? Estamos en «Ladraocán». Dintel de Ribanova: viejos eucaliptos, recuerdo del que fue bosque admirable; bancos de piedra dispuestos en rotonda, como para recibir al forastero: los Canapés. Primera calle de Ribanova, la de San Pedro: garages, hoteles, farmacias y comercios. Corazón de Ribanova: el Crucero -la calle de la Paz, que baja al muelle; la calle del Amor, que sube al monte; la que viene de Augusta y Monteledo, y cruza la Alameda, y busca el Nova. El toque de oración: rezan a dúo la esquila vocinglera del convento y el bronce parroquial de timbre grave. En tertulia de tienda y de trastienda murmuran mercaderes y vecinos. Murmuran sus amores los rapaces al receloso oído de las novias. Murmuran las beatas cuando, apenas acabado el sermón de San Antonio, secarse pudo el agua bendecida que humedeció sus manos pecadoras. Y en las rompientes, con hervor de espumas, murmura el mar también, por no ser menos.




ArribaAbajo Pasado y presente

En 1910 vio la luz una obra titulada así: Datos históricos de la Muy Noble, Muy Leal y Muy Heroica Villa de Ribanova, por un Licenciado en Ciencias. La obra se imprimió en Monteledo: es un volumen en octavo, de cuatrocientas páginas. Para componerlo, el autor revolvió los archivos municipal y parroquial, los libros de actas de la Cofradía de mareantes de San Blas y los del Cabildo monledense. Una musa irónica hubo de inspirarle al comentar las andanzas de Ribanova desde sus remotos orígenes hasta el siglo que corre. Nosotros nos hemos limitado a extraer, de la rica cantera de su humorismo, media docena de botones para muestra y regalo del que leyere. A partir de 1875, el autor cambia de tono: ya no bromea, y reviste su pluma de digna seriedad. Dicen que el seudónimo Licenciado en Ciencias esconde a un ribeiriano insigne, concejal varias veces, el cual no ha querido, sin duda, aplicar al pellejo propio la ortiga de sus donaires, que tanto escocerían a los que le precedieron en el Municipio, si viviesen. Nosotros respetamos el texto, reímos cuando el Licenciado ríe y nos ponemos graves cuando enarca las cejas, se asegura las gafas, carraspea presumido y perora doctoral.



Los primeros datos fidedignos del pasado de Ribanova se remontan al siglo XIII. En 1232 visitó la villa el Rey San Fernando, que recorría sus dominios de León. Cerca de setecientos años transcurrieron antes de que Ribanova recibiese el honor de otra visita real, pero no por ello la olvidó la Monarquía ni dejó el pueblo de participar en las alegrías y tristezas de sus soberanos. En 1601 Ribanova paga 11.000 maravedises de donativo y chapín de la Reina; en 1611, muerta doña Margarita, esposa de D. Felipe III, invierte 25 ducados en bayetas para el luto de sus justicias y regidores; en 1640 contribuye al sostenimiento de las mulas y mozos del Rey con media anata sobre todos los oficios y profesiones, y en 1647 con 715 reales al viaje de Felipe V a Aragón; en 1660 le corresponden 128.000 maravedises en los gastos del casamiento de la Infanta; en 1690, de orden superior, remite semanalmente a La Coruña doce perdices y un salmón para regalo de doña Mariana de Austria, que había desembarcado en El Ferrol; en 1712, las mantillas del príncipe Don Luis le importan 950 reales...

Hospitalaria, la villa llena de agasajos a cuantos forasteros de alcurnia trasponen sus puertas. En 1622 obsequia con doce gallinas, cuatro cajas de conservas, doscientos limones, cuatro frascos de vino de Ribadavia y ocho panecillos al almirante de la escuadra francesa que había entrado de arribada en el puerto. A bordo de los buques, una epidemia de amigdalitis hacía estragos. Con el zumo de los dos centenares de limones pudieron todos gargarizarse y lograr pronto alivio. Dos días después, el almirante dirigió un comunicado al Concejo, expresándole sus reconocimiento por las atenciones recibidas. «Gracias a la solicitud de vuestras mercedes, decía el documento, que se conserva en los archivos de Ribanova, mis hombres tienen ya expeditas las tragaderas; denlas ahora ocupación para que con el ocio no les vuelva la pasada calentura, y mándennos más vino y más gallinas, que panecillos todavía quedan». Los regidores concedieron lo pedido, y era tal el apetito de los marineros, sin duda avivado por la dieta sufrida, que durante mucho tiempo guardaron luto los corrales ribeirianos. Los franceses no trajeron, se llevaron las gallinas de Ribanova...

Hubo el año 1572 temores de invasión. El Concejo dispuso que los vecinos saliesen a la Alameda, prevenidas las armas, como si fuesen a pelear, en miliciano alarde ostentoso, y costó Dios y ayuda obligarles luego a que depusieran su bélica actitud. Por vía de transacción lograron que se les dejase ir al paseo con un par de tijeras bien afiladas, cuando menos, útiles en menesteres de corte de prendas: a través de los siglos, la costumbre subsiste. Hízose entonces inventario de los instrumentos de guerra que la villa podría utilizar en caso de apuro, y arrojó este resultado: veintidós mosquetes, nueve llaves de las puertas, tres barriles de pólvora, catorce chuzos y tres libros de la Nueva Recopilación.

El 8 de marzo de 1778 Ribanova entero se lanzó a la calle para presenciar el más lucido de los cortejos de boda: la muy ilustre señora doña Aldonza de Boiro y Paradela, propietaria de cuatro pueblos, casaba con Mateo Fungueiró, uno de los estanqueros de la villa y el mejor partido en diez leguas a la redonda. El título de estanquero iba acompañado, en aquella época, de una serie de privilegios y franquicias, a saber: uso de armas, derecho de registrar las casas, exención de cargas concejiles, alojamientos, bagajes, cobradurías, servicio militar, pontazgos, barcajes y contribuciones, salvo la de consumos; estaban sujetos a jurisdicción especial, instruían sumarios en los casos de fraude, gozaban de preferencia en el alquiler de viviendas y podían gritar: ¡favor al Rey!, y prender al que no acudiese a la llamada. La Renta de Tabacos contaba entonces en Ribanova con un administrador, Pero Nonobal; un cabo, seis ministros y tres expendedores. Cuando empezó a elaborar los mazos de «mataquintos» hubo de suprimirse, en justa reciprocidad, y para cubrir bajas, la exención del servicio militar que venían disfrutando los agentes de la Compañía.

La higiene pública mereció siempre hartos desvelos de los munícipes. Había un funcionario del Concejo, el riero, encargado de limpiar el río y las fuentes públicas: su jurisdicción no llegaba a las intenciones... En 1550 se mandó que cada vecino barriese la calle delante de su puerta todos los sábados al obscurecer, pero como hacían semana inglesa... En 1552 prohibieron arrojar agua por las ventanas sin declarar primero tres veces su procedencia y calidad, para conocimiento de los que circularan por el arroyo, y que se llevasen al paseo de la Alameda puercos, ovejas, bestias ni carros. En 1565 le negaron a Catalina Fernández la licencia para vender tripas, pena de cien azotes: Catalina tuvo que hacer de tripas corazón. En 1601 Pedro Rodríguez recibió el encargo de ahuyentar y matar los centenares de perros que llenaban la villa, pero no perecieron todos: quedaron algunos, y la descendencia ladra todavía de vez en cuando...

La primera botica la abrió, en 1684, el licenciado Domingo Antonio Vela. Ninguno de los contemporáneos de Domingo Antonio vive hoy: lenguas murmuradoras lo atribuyen a la mala calidad de las medicinas que tomamos. En 1774 se posesiona Manuel Martínez de su destino de sangrador. El título que exhibió le facultaba para sangrar, sajar, echar sanguijuelas y ventosas y sacar dientes y muelas: Manuel Martínez había practicado largo tiempo a las órdenes de un recaudador de contribuciones. En 1790 el médico Curros apela al alcalde, porque le convertían en blanco de mil calumnias: «Me atribuyen, protestaba, desaciertos en los que fallecen, sin acordarse de los que curo», y solicitó que pidieran informes a Furela, donde había prestado sus servicios facultativos: «Ya verán vuestras mercedes cómo no oyen queja de mí». Hízolo el Ayuntamiento, y no consiguió respuesta. Envió entonces un propio, y pronto pudo saberse la verdad. El agraviado tenía razón: en Furela nadie se quejaba del médico Curros, porque, durante su estancia allí, todos los vecinos habían muerto.

¿Y la moral pública? De diligentes curadores disfrutó Ribanova. En 1750, el Real Consejo de Castilla dispuso que cada juez se aplicase a investigar y averiguar, en su jurisdicción, la vida de los súbditos, «y si algunos la hubieren escandalosa o cometen otros desórdenes, formen pesquisa y den cuenta». Las beatas del campo de San Rosendo promovieron incidente de competencia, invocando el primordial derecho que las asistía, desde épocas remotísimas, para estos oficios de curioseo: ganaron el pleito, y las sucesivas generaciones han respetado su título, como pocos justo. En 1772, el maestro de Gramática que abrió su escuela en la Casa de Aulas, frente al lavadero público, denuncia que «es patente a todos la desenvoltura, indecencia y ningún recato con que están las más de las mujeres que allí concurren a lavar..., que acuden muchos a chocarrearse con las lavanderas... y que no se oyen sino juramentos, blasfemias, maldiciones, palabras obscenas, cantares escandalosos y cuanto malo se puede discurrir en esta materia». El Concejo nombró una Comisión para depurar los hechos. Dos semanas después la Comisión elevó un luminoso informe, en el que se anotaban, por orden alfabético, todos y cada uno de los cantares escandalosos, palabras obscenas, maldiciones, blasfemias y juramentos objeto de la denuncia: la lista cubría cuatro pliegos y medio de letra apretada. Comprobó también la Comisión que los más asiduos concurrentes al chocarreo con las lavanderas eran tres fijodalgos y dos regidores, y hubo de atribuir a contagio ineludible las demasías del vocabulario, «porque, razonaba el ponente, dime con quién andas y te diré quién eres, y mal puede pedirse limpieza de boca a quienes viven entre lienzos emporcados». El informe terminaba haciendo cumplidos elogios de la moderación y cortesía de las verduleras del mercado y de las pescadoras del Perellán.

En 1814 recibió el síndico la delicada misión de expulsar de la villa a «varias mujeres advenedizas y sin arraigo, que la infestaban con sus vicios y malas costumbres». Uno de los munícipes, bien conocido por sus campañas moralizadoras, brindose para notificar en persona el acuerdo a «aquellas desgraciadas». Otros aseguraron que estaban dispuestos a sacrificarse en aras de la decencia pública, acompañándolas hasta el límite del término, a fin de que no ofreciese dudas que la orden de destierro quedaba cumplida. El alcalde puso término al debate declarando que empresa que así afectaba al decoro de Ribanova debía rematarla el Concejo en pleno, y, en su nombre, el que lo presidía, y tuvo enérgicas frases de condenación, que fueron subrayadas con unánime murmullo aprobatorio, para «los convecinos que habían dado corruptores ejemplos de liviandad, impropios de pueblo tan recatado».

-¿Siguen viviendo las cortesanas en la calle del Son? -preguntó el secretario.

-No -contestó gravemente el alcalde-; hace unos días que se trasladaron a la calle Alta, número 128, primero, derecha, y convendrá que les lleven la oportuna cédula después de las doce de la mañana, porque suelen levantarse tarde.

Al escuchar estas palabras, «los concejales empezaron a toser, como si de improviso y a un tiempo se hubiesen acatarrado todos».



Los sucesos políticos del siglo XIX alcanzaron en Ribanova reflejos singulares. La Constitución de 1812 se proclamó con esplendor nunca visto. Presentes en el balcón de la Casa Consistorial, ante inmenso público aglomerado en la plaza, las autoridades religiosas, civiles y militares, el secretario, después de ordenar silencio diciendo por tres veces: «¡Oíd, oíd!», leyó íntegros el preámbulo y los 384 artículos del Código doceañista. Una vieja que se quedó dormida durante la lectura fue severamente amonestada, y un carpintero de ribera, que aventuró la hipótesis de que la nueva Constitución resultaba algo prolija, a punto estuvo de dar con sus huesos en la cárcel. El síndico, viejo y calvo, que permaneció descubierto, a pleno sol, mientras duró la solemne ceremonia, cayó enfermo al otro día, víctima de un ataque cerebral que le puso a las puertas de la muerte. Sus compañeros, conmovidos ante aquel rasgo de constitucionalismo entusiasta, le regalaron por suscripción un bisoñé de honor. Hubo al final vivas, aplausos y ronquidos, y luego fuegos artificiales, iluminaciones, cañonazos y globos. Desde entonces, la Plaza Mayor quedó convertida en Plaza de la Constitución. En 1819 la Plaza de la Constitución cambió su nombre por el de Plaza Real, y en 1836, el de Plaza Real por el de Plaza de Isabel II, para acabar otra vez en Plaza de la Constitución.

La proclamación de la ley votada en Cádiz costó, con los festejos consiguientes, 2.949 reales, que satisfizo el erario municipal. La Constitución de 1837, como sólo tenía 77 artículos, costó más barata: 2.000 reales escasos. La revolución del 68, menos todavía: 400 reales, que se distribuyeron en limosnas a los pobres. La República salió algo cara: los regocijos públicos organizados en 1873 ocasionaron un gasto de 3.036 reales, y 2.328 la Restauración. Con Monarquía y con República, en régimen de libertad o de absolutismo, Ribanova pagaba siempre. Sin embargo, los servicios municipales recibieron notable mejoría: la Constitución republicana coincidió con el aumento de siete faroles en el alumbrado público; la de 1876 trajo otros siete faroles. A medida que cambiaban las formas políticas, los ribeirianos iban viendo más claro.

En 1824, y por Real orden, el Ayuntamiento se suscribió a El Mercurio. En 1851 dispuso el gobernador que el Ayuntamiento suspendiera la suscripción al Heraldo, que había substituido a El Mercurio, y, para distraer los ocios de la Corporación con lectura honesta y entretenida, recomendó que se abonara a la Jurisprudencia administrativa, de don Joaquín Sunyé. El Concejo acordó como se pedía. A partir de aquella fecha, organizó el Ayuntamiento una serie de veladas recreativas, que se celebraban todos los meses, en el teatro, para solaz del elemento joven, y que consistían en la lectura, durante dos horas, de medio centenar de páginas de la agradable Jurisprudencia. Los enemigos del alcalde atribuyeron a esta causa la neurastenia que se apoderó de muchas señoritas y la docena de tentativas de suicidio que en menos de un año aterrorizaron a la villa.



A partir de 1800, tres han sido las etapas de Ribanova. Fue primero la etapa naviera: poderosas casas armadoras sostenían una importante flota, que recorría todos los mares. A Ribanova llegaban manufacturas americanas, sedas de Oriente, frutos coloniales, lino ruso. El puerto tenía entonces una vida intensa: en los astilleros de Travesa se construían bergantines de altura, y de la Escuela de Náutica salían pilotos que dejaban bien puesto el pabellón ribeiriano. El pueblo vivía de la ría y hacia la ría orientó sus calles empinadas y cerca de ella construyó sus mejores edificios.

Iniciose después la etapa industrial. Un yacimiento de hulla, descubierto a cuarenta kilómetros de Ribanova, despertó risueñas esperanzas de prosperidad. En torno a la mina surgió un pueblo. Un ferrocarril de vía estrecha, diminuto como un juguete, arrastraba hasta la bahía largos rosarios de vagonetas, y la boca del cargadero vomitaba el mineral, que caía con retumbar de trueno en la bodega de los buques carboneros. Hombres emprendedores montaron un servicio diario de automóvil entre Ribanova y la capital: era entonces el alba de los coches de motor. Huyeron las viejas diligencias, espantadas, ante el monstruo que devoraba leguas y leguas abrevando en bidones de gasolina la cabalgada de sus cilindros, y donde antes se oyeron los cascabeleos del tiro y las interjecciones del mayoral, sonaban ahora las estridencias aturdidoras de klaxon. Ribanova olvidó el mar para aproximarse a la carretera, y una vibración de modernidad estremeció sus rúas silenciosas. Garages y surtidores de esencia aparecieron, como por arte de magia, al lado de las casonas de rancio abolengo, en las plazoletas dormidas, hechas al sosegado deambular de los hidalgos ociosos y al bisbiseo murmurador de las viejas devotas. El volante trajo para muchos aires de emancipación y ennoblecimiento. El chauffeur, a un tiempo maquinista, piloto y timonel, siente el placer de dirigir: es el capitán de un buque que desliza su quilla de goma sobre el firme del camino, el jinete de un caballo dócil a la espuela del acelerador. La máquina que conduce tiembla en sus manos con isócronas palpitaciones de vida. El mecánico se sabe dueño de una fuerza que mueve la misma cárcel que la aprisiona, y paladea el licor voluptuoso de la velocidad.

Ribanova vuelve hoy la vista al mar. Indianos enriquecidos buscan este pueblo para su descanso, y las fortunas amasadas en América van poco a poco cambiando la faz de las cosas y el tono de las costumbres. Nuevas construcciones se alzan en la Plaza Mayor y en el Parque: casas ricas, que han venido a poner, con sus cúpulas de oro, un remate de paganía a la silueta de la villa, coronada antes por la torre parroquial. Ribanova vuelve la vista al mar, de donde recibe una poderosa inyección optimista: el porvenir está allá abajo, al otro lado del Océano...




ArribaAbajo Romeira

La primera sensación de José Luis, cuando le despertaron mediada la mañana, fue una sensación de abrumador sosiego. Por paradoja extraña, el reposo de la casa y de la calle le ensordecía. José Luis «oía el silencio», si así puede decirse. De tarde en tarde había un rumor de vida en el pregón de las vendedoras de pescado:

-¡Ay, qué sardiñas!

Anochecido ya, después de una siesta perezosa, salió del hotel. Camino del Crucero, una voz alegre y conocida detuvo sus pasos:

-¡Dichosos los ojos, pollo!

Romeira le saludaba desde la puerta de la botica. José Luis estrechó su mano efusivamente. Habían hecho juntos un viaje de La Coruña a Madrid, solos en el mismo departamento. Las interminables horas de tren hilvanaron entre ellos un recíproco afecto, robustecido luego en el transcurso de los años. La amistad de Romeira avivó en José Luis el deseo de visitar Ribanova, donde sus padres habían permanecido una larga temporada; deseo que al fin veía realizado.

Se miraron los dos, sonrientes.

-El tiempo no pasa por usted, Romeira.

-Sí pasa, sí; he envejecido mucho. Fíjese usted bien.

José Luis advirtió entonces que le blanqueaba el pelo en las sienes y que había hebras de plata en su barba rizosa, pero la apostura del cuerpo y el caminar gallardo decían juventud.

Romeira no era Romeira: se llamaba Antonio Pereira Souto -¡búsqueme apellidos más enxebres, señor!-. En el pueblo le bautizaron de nuevo y Romeira se quedó para siempre: hasta él mismo llegó a olvidar el nombre que recibiera en la pila, y atendía por su apodo con naturalidad hija del hábito.

Antonio Pereira Souto, antes de ser Romeira, estudió en Santiago la carrera de Letras. Logrado el título, renunció a un empleíllo que le ofrecieron y se hundió en Ribanova, de donde no pensaba ya salir. Hombre medianamente acomodado, reunía lo bastante para desenvolverse sin ahogos y rendir culto a un ídolo: la cerveza. Bebía cerveza en cantidades inverosímiles, mas nadie le sorprendió borracho nunca. A lo sumo, después de una jornada de copiosos sacrificios, chispeantes los ojillos y expedita la lengua, iniciaba una de sus famosas peroratas, llenas de fino ingenio.

Porque Romeira poseía una gracia singular, gracia de buena ley. Entretenían, sobre todo, sus comparaciones originales, con toques de ironía suave y discreta, y la inventiva de que hacía gala para comentar los sucesos de la crónica local. Reían los ribeirianos, y José Luis el primero, oyéndole discursear subido en un banco y rodeado de botellas vacías.

Trasnochador incorregible, se acostaba con la aurora y no dormía tranquilo hasta que dejaba «encerrados» a sus camaradas. Frecuentemente, y a falta de contertulios de quienes echar mano, pegaba la hebra con los serenos y les atendía en sus menesteres de policía municipal.

-El día se ha hecho -comentaba Romeira- para los irracionales. El mundo vegetal y el animal viven del sol y al sol. Desde el principio de la creación, el hombre viene sometido a la tiranía del astro rey: rey no tanto porque preside nuestro sistema planetario como porque nos gobierna y dirige a los mortales. Yo, que odio todas las soberanías, rechazo también la soberanía solar. El sol tasa nuestras horas de descanso y vigilia, impone la rotación de las estaciones, mide nuestra existencia: las prendas de nuestro ropero, los manjares de nuestra mesa, la disposición de nuestras casas, todo está subordinado a su poderío. En fin, señores: el sol madruga y se acuesta temprano: ¡abajo el sol!

Detrás de aquel cascabeleo de sus risueñas fantasías había otro Romeira, ignorado para muchos un Romeira severo y reflexivo, de comprensión aguda, de juicio claro, escudriñador de lo hondo de las cosas. El Romeira de afuera servía de antifaz a este segundo Romeira, profundo y trascendente, que ocultaba con pudores de doncella, como si se avergonzase de sí mismo, la íntima seriedad de su espíritu; ¡y qué rubor el que le encendía -a sus años- cuando, involuntariamente, por entre las mallas de su parlar despreocupado asomaba un segundo apenas la grave compostura de sus pensamientos!

Era Romeira alto de cuerpo, consumido de carnes, la nariz aguileña, abundosos bigote y barba, la voz de un agradable timbre atenorado, bien recibida siempre en los coros nocturnos. Caminaba con singular donaire -cimbreos de junquillo, retorce duras de mostacho, ladeado el flexible y presto el madrigal-, y para toda mujer bonita tenía una inclinación y un saludo versallesco:

-Descubrirnos delante de nuestras amigas -decía- es elemental deber de buena crianza: descubrirnos ante la belleza es homenaje obligatorio que merece la hermosura. Yo no soy un hombre cortés: soy, simplemente, un estético.

Se le veía a última hora de la tarde en el Crucero, frente a la botica. Llamaban Crucero al punto donde coincidían las cuatro calles más importantes de Ribanova, Puerta del Sol en miniatura, centro de la vida del pueblo. Después de cenar y hasta la madrugada, ocupaba su «cátedra» en el Casino, cerca del mostrador del bar. Cuando el tiempo lo permitía, terminada «la clase», daba largos paseos por la Alameda silenciosa, o iba, acompañando a sus amigos, a entonar romanzas sentimentales bajo la ventana de algún encantiño ribeiriano. Antes de retirarse, ya amanecido, todavía su facundia inagotable florecía en un ramillete de disparates, que el sereno aguantaba cachazudamente.

Ave, vir admirabilis, ejemplar de la fauna nocturna que no clasificó Buffón, caballero andante de la noche, que proteges el sueño de los vecinos con el esfuerzo invencible de tu brazo y el limpio acero del chuzo; reloj municipal que no adelanta nunca, como el Ayuntamiento que lo sostiene; filósofo humorista, que llevas iluminado el ombligo porque sabes que el estómago es el único faro que gobierna el mundo; amante de Diana, la hermosa!...

-Don Antonio -le interrumpía entonces el sereno-, non fale d'esas cousas, porqu'a miña muller elle moi celosa e vai creer que teño un choyo. ¡Ande, ande pr'a cama, que é tarde e hoxe parece que foi día de moito traballo! -y al mismo tiempo que hablaba, con intencionado gesto, hacía ademán de empinar el codo.

Aun tenía Romeira que perorar largo rato para explicar al sereno sutiles razones de mitología, y el porqué de la castidad de Diana y de la rubicundez de Febo -¡cale, non poña motes, que si se entera o alcalde despídome d'o pote!- y de mil cosas más, hasta que el vir admirabilis, consumida la paciencia, le metía a empellones en casa y cerraba luego con doble llave el portón.

No siempre concluía aquí la fiesta. A veces, Romeira, asomado a la ventana de la buhardilla, y a cubierto de todo ataque, continuaba el discurso, convertido ya en salsa de improperios:

-¡Ah, bárbaro munícipe, que ejercitas contra mí el jus abutendi de la fuerza! Tienes el poder coercitivo de los castrenses, pero no tienes su autoridad honrosa. No manejas la espada digna ni la lanza caballeresca, sino el chuzo innoble, nieto bastardo de las picas de Flandes. ¡Hiere si te atreves -y, desabrochándose el pijama, mostraba el pecho velludo-, que nunca hoja tan menguada se habrá teñido en sangre tan pura! Y después gloríate de haber malogrado la vida de un alto poeta con el filo herrumbroso de tu ridícula alabarda...

-¡Albarda a que levaba o teu pai, ladrón! -barbotaba el sereno, salido ya de su estoica pasividad. Romeira, desde la altura, como un Júpiter olímpico en paños menores, continuaba lanzando rayos y centellas. Respondía el sereno desde abajo: su abdomen, estremecido por la cólera, imprimía tremendos vaivenes al farol de ordenanza, y lo que fue tranquilo diálogo acababa en disputa llena de palabrotas y de alusiones nada caritativas a los ascendientes de cada una de las partes.

-¡Agoarda, rapás, que you alá! -amenazaba al fin el sereno, requiriendo el manojo de llaves. Y entonces Romeira retirábase con altivo talante:

-La guardia duerme, pero no se rinde.

Y se iba a descansar.




ArribaAbajo Nomenclator ribeiriano

-¡Lita!

-¡Tota!

-¡Tano!

-¡Tito!

José Luis oyó asombrado estos que parecían nombres. Varios muchachos y muchachas reunidos en la Alameda llamaban a otros: se habían dado cita todos para una excursión, y, naturalmente, a la hora señalada faltaba la mayoría de los excursionistas.

¡Lita, Tota, Tano, Tito!... En Ribanova existe una marcada tendencia a simplificar las cosas: de ahí la serie de diminutivos bárbaros, verdaderas charadas de hoja de calendario, que tuvieron que descifrarle a José Luis: Lita quería decir Micaelita; Tota, Antonia; Tano, Estanislao; Tito, Antoñito. No paraban aquí las singularidades de la nomenclatura ribeiriana.

-¿Quién es esa chica? -preguntó un día José Luis a sus amigos, mostrándoles una morena graciosa que cruzaba la plaza.

-La de Rexa -le contestaron.

-¡La de Rexa! No me suena ese apellido.

-¡Como que no hay tal apellido! «La de Rexa» es el alias de Asunción Villar. La madre de Asunción vivió muchos años con una parienta suya, dueña de un pazo en Rexa, parroquia inmediata a Nogueras. La madre fue siempre «la de Rexa» y la hija continúa siéndolo.

-De modo que ese mote le viene...

-De la parroquia donde está situado el pazo de una parienta de su madre.

Otras veces el patronímico desaparecía, substituido por una referencia puramente urbana: José Luis conoció a María, a d'a casa d'arriba, y a Juan, o d'a casa d'abaixo.

-Los nombres corrientes -explicaba Romeira- suelen ser inexpresivos e inadecuados. Entre el membrete y el vaso de carne que lo lleva no se da casi nunca la necesaria relación y armonía. Hay Gracias sosas, Severos blandos, Dolores que atraen, Inocentes calaveras, Amadoras que no aman, Rosarios sin misterio, Domingos poco festivos, Ángeles endiablados, Modestas presumidas, Cándidos demasiado listos, Virtudes deshonestas, Narcisos feos como un rayo, Urbanos incorrectos, Clementes feroces, Bárbaras cultas, Primos sin parentela, Victorias derrotadas, Leones cobardes, Benignos crueles... Y no hablemos de los apellidos. A todo recién nacido debieran adjudicarle simplemente un número. Con el tiempo, cuando ya se hubiese destacado su personalidad en cualquier sentido, habría llegado el momento de ponerle nombre: un nombre que fuese reflejo fiel de sus rasgos sobresalientes en el orden físico, moral o intelectual, y que le individualizase de verdad. Hoy, nuestras hojas parroquiales y civiles recogen una serie infinita de vulgares designaciones: José Pérez, Juan Fernández, Pedro Gómez, Antonio González, no dicen nada. La sociedad, con fina penetración, ha advertido ese divorcio que existe entre lo que nos llaman y lo que en realidad somos, y, para salvarlo, acude al apodo. El apodo, en suma, no es más que una rectificación inteligente del mecanismo rutinario del Registro. ¿Que en esa labor revisora la sociedad descubre a menudo intenciones desapiadadas? Convengamos también en que el mundo ofrece un enorme tanto por ciento de ridiculeces, bajezas y necedades: para lo selecto y delicado queda poco sitio. La sociedad se equivoca menos de lo que suponemos; en todo caso, frente a un error indiscutible se levantan millares de aciertos, indiscutibles también. Una prueba: abundan los motes espolvoreados de sal burlona; pues bien, yo no sé si con el uso pierden sus vetas mordaces, o si los interesados, obrando en conciencia, se convencen de su justicia: lo cierto es que acaban por recibirlos y tenerlos como válidos, en una forma de cuasi legitimación. Haga usted la experiencia: cuando pasen a su lado, nómbreles usted por el alias, y observará usted que le contestan sin mostrar enojo. Ejemplo al canto. Viene hacia nosotros una rapaza menuda... ¿La ve usted? Siempre camina así: a pasitos cortos y rapidísimos; el repiqueteo de sus tacones la anuncia a distancia, como el silbato al tren. Ahora fíjese usted en el apodo: Tiquitiqui. ¡Onomatopéyico! Como si la oyese usted andar. Al nacer le pusieron Juliana... ¡Juliana! ¿No está mejor bautizada de Tiquitiqui?

En esto Juliana atravesó el Crucero, cerca del bar donde se habían sentado José Luis y Romeira.

-¡Adiós, Tiquitiqui! -dijo Romeira.

-¡Adiós, tolo! -respondió Juliana con una sonrisa.

-¿Y los Titos, Tanos, Litas y Totas que poseen ustedes para su particular provecho? -preguntó José Luis, que seguía regocijado las sutilezas de Romeira.

-¡Ah, eso responde a otro orden de principios! Las contracciones del nombre de pila, que todos empleamos, demuestran cómo influyen en la calle las intimidades del hogar. El lenguaje sufre graciosas averías en labios de los niños, que lo amoldan a su balbuceo: Antoñito se convierte en Tito; Micaelita, en Lita; Estanislao, en Tano. En la ciudad, el diminutivo cariñoso no va nunca más allá de la familia, pero en los pueblos la convivencia estrecha rompe la línea que separa lo de dentro y lo de fuera; así, la vida privada pasa al dominio público y el argot doméstico logra cierta consagración oficial. En resumen, querido amigo: el apodo es centrípeta, y el diminutivo, centrífugo: el apodo nos lo adjudican los extraños: el diminutivo, los propios; con aquel nos zahieren; con este nos acarician, y del nombre que nos dio el cura, de ese no se acuerda nadie: nosotros somos los primeros en olvidarlo. Anote usted: a mí me llaman Romeira; ¿por qué? Sin duda, porque no falto a ninguna romería. Han hallado en mi temperamento, como nota predominante, esa propensión mía al bullicio y al jolgorio. Y aquí me tiene usted, de Romeira para siempre; ¡aún he de agradecer a Dios que no me hayan asignado mote ridículo u oprobioso, pues, contra toda mi voluntad, habría de tolerarlo! Y ningún vecino se salva. La inventiva de la gente es formidable...

-Ahora me explico -le interrumpió José Luis- que los nombres que leo en el Eco de Ribanova suenen a desconocidos para mí...

-¡Claro! Mire usted; hojeemos un ejemplar del último Eco. Atención: «Han llegado: Don Antonio Vázquez Lavín». ¿Sabe usted quién es este don Antonio?: Cachelos... «Don Luis Baralla Sande»; atiende por Petaca... «Doña María del Pilar Nobre de Añón»; para nosotros, Mariuca de Rincaño... «Don Juan Enrique del Son»; en román paladino, Longueiró. ¿Ha visto usted el matrimonio grave, al que Dios no ha querido conceder descendencia, y que va siempre carretera arriba, en melancólicos paseos solitarios? Pues se titula la tristeza de dos en compañía. De D. Carlos Luis Tuñón de Rieira Gómez de Penalba y Castro Monariz, ya ha oído usted hablar: un hidalgo de largos pergaminos y onzas escasas, que luce con altivo empaque la heráldica letanía de sus apellidos: en nuestro registro, moito caldo e pouca sustancia. Siemprevivas les dicen a esas dos señoritas, ya en los cincuenta, solteronas a su pesar, que pollean como a los dieciocho. ¿Y doña Bárbara del Hierro, un coronel con refajo, que tiene empavorecidos a la hija y al yerno, que viven en su compañía, a las órdenes inmediatas de la suegra? A la familia la llamamos tres personas distintas y un solo Dios verdadero. Y al marido...

-¡Basta, basta! -exclamó José Luis, llevándose las manos a la cabeza y riendo de buena gana-. No quiero que me coloque usted el padrón del pueblo. Supongo que yo no habré merecido todavía...

-Usted lo ha dicho: todavía no. Ahora estarán hablando de usted en muchos sitios. El día menos pensado, en un bote que cruce la ría, en un rincón de la Orden Tercera, en un banco del Parque, surgirá el apodo que ha de corresponderle, y don José Luis Alcaraz dejará de serlo para trocarse en... ¡cualquiera averigua en qué!

-Bueno, paciencia. En medio de todo, ese hábito clásicamente pueblerino ofrece un aspecto que no deja de agradarme. Vive uno en Madrid tan ignorado, tan inadvertido en medio del gentío inmenso, que consuela un poco el sabernos aquí objeto de la atención de los demás, aunque sea para recibir pinchazos agridulces. La crítica, acompaña.

-¡Ay, amigo mío, qué equivocado anda usted! La familiaridad de que usted habla nos mata. ¡Qué cierto es que no hay ningún hombre grande para el ayuda de cámara! Pues bien, en Ribanova tenemos de la vida ajena el conocimiento que los ayudas de cámara tienen de la de sus amos. Y esa visión de los prosaísmos inevitables decapita las cumbres hasta dejarlas al nivel usual, o acaso algo menos. Valores que en otro ambiente lograrían destacarse por su propia altura, dormitan en este entre la general indiferencia. El prestigio requiere, para mantener su fuero privilegiado, cierta perspectiva, una distancia respetuosa: que podamos imaginar la palabra del orador, la estrofa del poeta o el cuadro del artista como si la superioridad del talento colocase también al artista, al poeta y al orador por encima de las demás cosas en que coincidimos los mortales sin excepción alguna. Yo oí una vez estornudar al primero de nuestros parlamentarios, verbo insigne, pico de oro: padecía un fuerte constipado y la mucosa de su nariz destilaba igual que la de cualquiera de las canónigas que bajan a Puertoestrecho a tomar nueve baños en tres días... Y, ¡qué quiere usted!, me desilusioné. Lo selecto en los hombres selectos constituye porción escasa de su persona; lo vulgar predomina de un modo abrumador, y en el angosto recinto ribeiriano la pesadumbre de lo vulgar veda, con su enorme masa, una apreciación fiel de lo selecto. Como las luciérnagas: desde lejos, en la maleza obscura, brillan con viva luz; de cerca desaparecen, y no resulta fácil el hallarlas. Diríase que las anima un vago sentimiento pudoroso, enemigo de intimidades descaradas. En la familiaridad hay siempre una comprensión de lo humano -lo humano es lo común; pero hay también una incomprensión de la jerarquía- la jerarquía es la excepción. Y la familia no puede tener sucursales. Ha de limitarse a su propio feudo: el hogar. Ya la sabiduría del pueblo llama viejos trastos a los vecinos al tronco, y aconseja que los separemos de nosotros: y aún son familia. Cuando en un círculo más amplio se da o se consiente el derecho de intervención, el trato de confianza, la franquicia de ceremonias, pierde la familiaridad su tono afectivo, desinteresado y discreto. ¡Avatar del Santo Oficio! Los familiares degeneran en inquisidores...




ArribaAbajo La Alameda

En la Plaza de Santa Ana, entre la carretera y la iglesia parroquial, está la Alameda. En sus tres naves, los estamentos nobiliario, democrático y teocrático ocupaban antaño, y muchos lo recuerdan todavía, el lugar que les había señalado una tradición respetable. En la nave del centro, espaciosa, con sus dos filas de bancos que ofrecen cómodo asiento al paseante, el quiosco de la música, que esconde su cúpula historiada entre el ramaje de los árboles, y las farolas de potentes focos, se daba cita el señorío; en la de la derecha, con menos bancos y menos luces, el brazo popular -modistillas, marineros, guardias civiles y domésticas-; en la de la izquierda, el brazo eclesiástico. El espíritu de clase, acusado entonces vigorosamente, no consentía extralimitaciones: la jurisdicción de cada una se mantenía dentro de sus límites propios, sin rebasarlos jamás.

Pero las corrientes igualitarias lograron imponerse, y el antiguo feudo del núcleo prócer acabó en patrimonio común del vecindario. Hidalgos y pecheros, damitas y criadas, el dependiente de ultramarinos y el primogénito linajudo deambulan hoy confundidos unos con otros, las tardes de domingo, a los acordes de la banda municipal.

Sólo la nave de la izquierda, el Campo de San Rosendo, conserva su pátina de siempre. ¡Campo de San Rosendo! Campo negro: a él acuden clérigos y enlutadas: los unos, porque el canon les prohíbe las distracciones del mundo; las otras, porque la ley del pueblo condena a soledad y apartamiento forzosos a los que perdieron un familiar.

¡Campo de San Rosendo! Allí se habla en voz baja, voz de confesionario y de murmuración; voz de los que cuentan sus propios pecados con dolor de penitente y de los que cuentan los pecados de los demás con regocijo de comadre. ¡Campo de San Rosendo, fielato de conductas, aduana de forasteros, fiscalía de viudos, registro de desavenencias conyugales, obrador de sastrería, horno donde se cuecen todos los cuentos, bolsa donde se cotizan todas las nupcias, fábrica donde se elaboran todos los motes, tribunal de vivos y muertos, inquisición permanente, que procesa y falla de modo inapelable!...

El nombre, procedencia, destino, edad, estado y condición de cuantos desconocidos llegan al pueblo; el porqué de la riña de Nito con su novia; los convidados que tuvo el alcalde el día de su santo; las tartas y los kilos de yemas que llevaron a casa del Registrador; lo que costó el traje nuevo de Lola y el sombrero de Clara; cómo nació el décimo retoño de Cande y de qué murió la abuela de Brandón; los síntomas de maternidad de Alicia, inequívocos ya a los ocho días escasos de su boda; el disgusto de la comandanta con la sobrina del señor cura... todo se sabe y todo se comenta, sin olvidar punto ni coma, para particular satisfacción del que trae la noticia y regocijo de los que la escuchan. Como si las casas fuesen de cristal, y las personas de talco y no de carne y hueso, así se descubren los secretos familiares y las intenciones más ocultas, y nada permanece escondido a la avidez insaciable de los contertulios del Campo de San Rosendo.

La inmensa mayoría de los ribeirianos tiene cubiertas sus necesidades materiales. Hay pobreza, pero no miseria: el menos favorecido de la fortuna hallará siempre un techo y un pedazo de pan. Ribanova es caritativo, y a ninguno de sus hogares asomó jamás el rostro escuálido del hambre. La vida pública carece de interés. El pueblo ve pasar los años insensiblemente. La política local afecta a unos pocos, y sólo de tarde en tarde, en período de elecciones, sacude la perezosa indiferencia colectiva: la política general llega quintaesenciada a través de los someros resúmenes del diario de la provincia, y las grandes catástrofes, los movimientos revolucionarios, la lucha de ideas, encuentran apenas un eco apagado en este rincón gallego, donde reina la paz.

Así, falta de ideales, hundida en las aguas muertas del ocio, la actividad espiritual de los ribeirianos se concentra en las menudas incidencias pueblerinas, y son todos, a un tiempo, actores y espectadores de una comedia eternamente repetida. Los ribeirianos se ocupan los unos de los otros, y no se ocupan de nada más. La vida de cada uno va desfilando por el escenario, en rotación implacable, y como todos ejercen el derecho de fiscalizar al vecino, admiten de buen grado que el vecino les haga objeto de igual trato. Y esto un día, y otro día...

¡Qué tesoros de sutileza y aguda perspicacia supone la glosa puesta al margen de los vulgarísimos sucesos cotidianos! ¡Qué penetración tan honda para sorprender en la sonrisa medio esbozada, en la palabra que acaso no llegó a pronunciarse, en el gesto imperceptible y fugaz, un rincón de alma cuidadosamente substraído al curioseo! ¡Cuánto ingenio derrochado en dicacidades, y cómo se adivinan las debilidades ajenas, traducidas instantáneamente en un apodo intencionado y certero como un puñal!

Los ribeirianos son maestros en el arte de la caricatura: dos rasgos sobrios, y retrato hecho. Caricatura pocas veces benévola: psicólogos profundos, adiestrados en un constante ejercicio de sus facultades observadoras, el lado ridículo de las cosas hiere pronto su imaginación y lo recogen en un apunte cruel. No trazan figuras en el lienzo con pinceles suaves: esculpen con buril afilado, que deja en la carne heridas dolorosas...

Domingos en invierno, y domingos y jueves en verano, la banda municipal ameniza el paseo en la Alameda. Polkas, mazurcas y gaviotas del año ochenta figuran en su repertorio. Las abuelas sonríen recordando... Música sentimental, de rigodones y lanceros, de galanes barbudos y ceremoniosos y de damitas de talle encorsetado y falda opulenta y casta, que anotaban en un carnet diminuto los bailables comprometidos; música de saraos que concluían al filo de la madrugada, entre la piadosa salutación de los serenos cantores de las horas y el lejano cascabeleo de la diligencia; música mal avenida con esta juventud de hogaño que «mete» goals en lugar de escribir versos y que ha substituido la elegante solemnidad del vals por la bárbara epilepsia del charleston.

El paseo dura dos horas cumplidas. El último número del concierto es siempre un pasodoble. El estado llano lo aprovecha para danzar al aire libre, detrás del quiosco. ¡Qué seriedad tan sugestiva la de las parejas! No sonríen nunca. Ellos llevan fruncido el entrecejo y severa la mirada; ellas siguen el compás con grave recogimiento. El pasodoble se eleva a la categoría de rito trascendente. Cada bailarín tiene su estilo propio: los hay de brazo rígido y enhiesto como el bauprés de un bergantín; otros le imprimen un incansable movimiento de arriba abajo, a la manera del émbolo de una bomba; alguno lo inclina hacia el suelo, en la actitud del militar que abate la espada: todos guardan un silencio impresionante. El bailable les obsesiona hasta tal punto, que van y vienen entre nubes de polvo, tropezando en los guijarros del suelo, recibiendo y dando pisotones, y no pierden jamás su hieratismo singular. Sus energías espirituales están concentradas en el oído, que recoge las cadencias armoniosas de la danza, y en el pie, que las traduce en el paso de rigor. Terminado el baile, las parejas se desunen: un ademán ha servido de invitación, y un gesto vale de despedida.




ArribaAbajo La calle de la Paz

La calle de la Paz va desde el muelle a la carretera, y es la más pina de las rúas ribeirianas. Por su arroyo, de adoquines desiguales y resbaladizos, las lluvias invernales se precipitan con fragor de torrente. La bajada produce vértigos de tobogán, la subida, emociones de alpinismo. Trazáronla en la falda del monte y a cordel, para no ahorrar fatigas al viandante. Tiene menos de camino que de plano inclinado; las losas de la acera dijéranse peldaños, y, desde lo alto, la dársena parece un pozo lleno de barquitos de juguete.

¿Por qué llaman «de la Paz» a calle tan inverosímil? Los ribeirianos refieren, a propósito de esto, una leyenda curiosa. Hace años, a últimos del pasado siglo, actuaba en Ribanova un juez de paz, célebre por su reciedumbre y por sus procedimientos conciliatorios. En veinte leguas a la redonda no había hombre tan forzudo como él. Atleta y gigante a un tiempo -pasaba treinta centímetros de la talla-, entre la tenaza de sus dedos el hierro se humillaba con ductilidad de plomo: hundía clavos en la madera a puñetazos y los arrancaba de un tirón de sus mandíbulas de granito. Pero su sistema judicial llevó más lejos todavía la gloria de Pedreiro, que tal era el nombre del gran juez.

Cuando acudían al Juzgado dos litigantes reacios a la concordia, Pedreiro les citaba en el muelle, y, una vez allí, invitaba al demandante a que expusiera sus pretensiones; concedía luego la palabra al demandado y echaba a andar calle arriba, colocado en medio de entrambos contendientes, secretario a retaguardia. Durante los cinco primeros minutos cada una de las partes se esforzaba en demostrar, a gritos, la razón que respectivamente la asistía. Pedreiro, callado, pero con sonrisa socarrona, les dejaba hablar a su antojo y seguía su camino. Tres minutos después la cuesta empezaba a dejarse notar; la fatiga iba apagando las voces, y la necesidad de cobrar aliento abría forzosas pausas en la discusión. Pedreiro, implacable, apresuraba el paso. A los diez minutos, mediada apenas la pendiente, el juicio concluía, no por falta de razones, sino por falta de aliento. Pedreiro, en tono persuasivo, proponía entonces una fórmula amigable. Si hallaba alguna resistencia, el ambulante pleito continuaba, pero ya a gran velocidad, y, claro está, al ganar la carretera, ni el actor ni el demandado podían oponer peros al juez: harto hacían con encontrar un soplo de aire que esponjase sus pulmones, sometidos a la tremenda presión de la endemoniada callecita. Pedreiro, entretanto, encendía un cigarrillo: para su vigor hercúleo no tenía importancia el tour de force que dejaba medio muertos a sus justiciables. Y como el silencio -un silencio interrumpido por ahogos de asfixia- acogía la propuesta de solución amistosa, el secretario levantaba acta, y pleito terminado. Alguna vez, muy pocas, o porque el negocio apasionaba mucho, o porque los interesados no se rendían al primer envite, había que repetir la suerte. Pedreiro, con su calma inalterable, bajaba de nuevo al muelle y volvía a emprender la subida, siempre presidiendo el debate, y no había nadie que llegase hasta el final de la «segunda instancia», como la llamaba el admirable juez. De ahí el nombre de la calle: calle de la Paz, porque llevaba la paz a los enemigos.




ArribaAbajo Casino y Cementerio

Están frente a frente, separados por el foso de la ría, el Gran Cementerio de Ribanova y el Gran Casino de Villasol. ¡Irónico contraste de las cosas! Cuando los villasolanos van a su Casino a divertirse, ven, en la orilla de enfrente, a los ribeirianos que no pueden divertirse ya. En las noches calladas el viento trae hasta el Gran Cementerio la rumorosa algazara del dominó: huesos sonoros sobre el mármol, que estremecen a los otros huesos dormidos bajo el mármol.

Villasol es un Casino con un pueblo alrededor; Ribanova, un cementerio con un pueblo detrás. En Villasol faltan socios para el Casino y en Ribanova huéspedes para el cementerio. La generosa previsión de los fundadores ha calculado mal, y la tertulia solitaria está más triste que el camposanto vacío. El Casino villasolano, rebajando cuotas y distribuyendo pródigamente credenciales de socio honorario, logró considerable número de inscripciones. Menos afortunada, Ribanova no ha encontrado todavía voluntarios en cantidad apreciable para su cementerio, y eso que no se regatean las comodidades: orientación sana, vistas espléndidas, exención de cédula y sitio sobrado para estirarse a gusto del más exigente.

Los ribeirianos han comprendido de un modo original el arte de fomento del turismo. Panoramas bellos, kursaales, corridas de toros y regatas son atractivos que están al alcance de cualquier playa veraniega; pero un cementerio nuevecito, casi sin estrenar, espacioso, bien ventilado, con su pórtico de piedra delicadamente esculpida y sus calles de reluciente asfalto, eso no lo hay en todas partes. Ribanova asegura al forastero, no sólo las vulgares exigencias del estómago, sino aquellas otras del más allá, y una habitación confortable para siempre no vale menos que el mejor dispuesto de los cuartos de hotel, que sólo hemos de ocupar durante breves días. Ribanova ofrece una sepultura cómoda: ningún sindicato de iniciativas llegó a tanto. A veces, los descontentos, que nunca faltan, ponen reparos a la ría, por sus bancales de arena; al pueblo, por sus rúas empinadas; al teatro, por sus compañías mediocres; a la banda, por su reducido elenco. El perfecto ribeiriano se defiende heroicamente en sus trincheras, y cuando las ha perdido todas, esgrime el último argumento aplastante:

-Tiene usted razón; es cierto cuanto usted censura, y el amor a la patria chica no nos ciega hasta el punto de desconocer nuestros propios defectos; pero, ¿y el cementerio? ¿Qué me dice usted del cementerio? ¿Lo ha visto usted? ¿No le parece admirable? Podemos resistir la comparación con ciudades de primer orden. ¿Ha estado usted en la capital de la provincia? Allí al que muere se le inhuma difícilmente: escasea el sitio para nuevas fosas; las tumbas invaden los caminos, harto menguados ya, y toda defunción plantea un problema de alojamiento. ¡Qué desorden, qué mescolanza, cuánto barullo! El menos quisquilloso de los fallecidos ha de sentirse desasosegado ante tamaña confusión. En cambio, pida usted holgura, y amplitudes, y confort, que aquí los hallará. En cada manzana hay terreno sobrado para un campo de football. Las sombras podrán platicar tranquilamente, libres de la muchedumbre amontonada, y darse sus paseítos higiénicos a la media noche, y hasta jugar a las cuatro esquinas si se les antojase. Reconozco que, en determinados aspectos de la vida, nos llevan ventaja otros pueblos; pero, créame usted, para que le entierren a uno, lo mejor del mundo es Ribanova.




ArribaAbajo El teatro

La Prensa local le llamaba «el coliseo de la calle de San Damián», aunque no había otro en la villa. Frente por frente, un farmacéutico previsor estableció su botica, vecindad bien agradecida de los malos cómicos. El «coliseo» era un salón pintado de blanco, con una docena de palcos en torno al patio de butacas y la galería en el primer piso. De modo que en el teatro de Ribanova había butacas, palcos y entrada general, como en casi todos los teatros, no como en todos: el de Nogueras, verbigracia, carecía de asientos y cada espectador tenía que llevar el suyo; en Villasol ocurría cosa diferente. En Nogueras hacían falta sillas para el público; en Villasol, público para las sillas. Ribanova disfrutaba de ambos elementos.

Un artista ilustre pintó en el telón de boca la entrada de la ría.- «Es la única entrada segura», comentó un día un empresario perdidoso. Un trozo de riel colgado de una cadena servía de timbre anunciador. El traspunte de tanda lo golpeaba con un martillo. Así, las funciones empezaban a golpes; a veces, terminaban a golpes también.

Y empezaban, puntualmente, una hora después de la señalada. En Ribanova las distancias son nulas, pero siempre se llega tarde a lo que tenemos cerca. Y a menudo, encendidas ya las candilejas e iniciado el movimiento ascensional de la cortina, una voz exclamaba:

-¡Espera, tú, qu'inda non chegou don Arturo!

El electricista apagaba las luces y el pintado lienzo caía. Cinco minutos, diez minutos de pausa. La misma voz:

-¡Don Arturo dis que non pode vir porque ten a muller de parto! ¡Isa, rapás!

Y el rapaz izaba...

La presentación de las obras era causa de incidentes graciosos. El director de escena, forzado por penurias del atrezzo, tenía que echar mano del ajuar de las casas donde recibían hospedaje los artistas. Y como en Ribanova se sabe todo, el público adivinaba al instante, con golpe de vista infalible, la procedencia de cada uno de los accesorios del decorado:

-¿De quén é ese sofá?

-¡Ay, muller!, ¿e de quén ha ser? De doña Josefa. ¿Non ves o sete que lle fixo o ano pasado don Juan Tenorio?

-É verdá, pero aquela cómoda é nova...

-¡Nova com'a mín, que xa vou pra Vilavella! É a d'o comedor de Nicolás. O caixón d'arriba non se pode abrir, porque perderon a chave. Hoxe chamaron ó meu marido pra que fose a, arreglalo...

Ocurría también en comedias y dramas de muchos personajes que el escaso elenco de las compañías no daba abasto, y entonces se utilizaban los servicios de algunos muchachos, peritos ya en estos menesteres de complemento. ¡Qué alborozo el de las alturas cuando salía a escena cualquiera de los actores locales improvisados!

-¡Mira a Baltasar, qué barba leva! Agora sí que parece un Rey Mago.

Baltasar, en su grave papel de notario, sólo tenía que pronunciar breves palabras, dirigidas a la dama joven:

-Señora, el coche nos aguarda a la puerta: cuando gustéis.

Ai, miña nai, Baltasar en coche! -comentaba una de sus amigas desde la cazuela.

-É un rastro de catro asentos.

-¡Quen che dera unha moza como esa!

Había aplausos y risas a granel, y Baltasar saludaba al respetable público.

Estaba el escenario casi a la altura del patio: un metro había entre la primera fila de butacas y la concha del apuntador. Por eso era difícil sostener la ilusión teatral. En los bastidores se contaban los brochazos, las puertas batían con ruido de papel, y el bigote postizo, el trazo negro de las arrugas, el bermellón de las mejillas, la peluca, en vez de caracterizar a los cómicos, les caricaturizaban: sin la perspectiva engañosa parecían máscaras. ¡Cuánto arte se necesitaba para sugestionar al espectador con el rudimentario artificio escénico! ¡Y cuánta buena fe, cuánta ingenuidad en el público para colocarse en el supuesto imaginario de la comedia, sobreponiéndose a la basta urdimbre, y admitir como salón de palacio la modesta casa de huéspedes, y como millonario emulador de Brummel al pobre farandulero, que andaba siempre a caza de los puños perdidos en las mangas de una americana que estuvo de moda diez años atrás!

Entre los elementos decorativos había uno digno de nota: un busto de mujer sonriente, vaciado en escayola. Lo colocaban en un rincón, sobre un pie de madera, y era rara la obra en que no aparecía: interiores burgueses, cámaras señoriles, despacho de hombre de negocios, gabinete coquetón, para todo servía y a todo se acomodaba la risueña figurilla, que desde su pedestal de pintado pino presenció el desfile de las más variadas producciones: dramas mortíferos como una epidemia, folletines policíacos con cuatro docenas de revólveres y la imprescindible pipa humeante en labios del detective rasurado; la gracia convulsiva de las «astracanadas» y el terror pánico del gran guignol. Si el busto pudiese hablar contara la historia del coliseo ribeiriano. Faltaría acaso la gente del pueblo, que se apretujaba en la delantera del paraíso, o las lindas muchachas de las plateas, pero no faltaría nunca la blanca fragilidad de escayola sobre el trípode obscuro.

Tres veces a la semana había función: miércoles, viernes y domingos. Sólo durante las fiestas se levantaba el telón a diario. Las compañías, para defenderse, tenían que simultanear el abono ribeiriano con representaciones en los próximos pueblos de la ría: los martes le tocaba a Villasol; los sábados, a Adega. Al final de la temporada, y echando cuentas un poco por alto, los cómicos habían navegado centenares de millas, tantas como las que separan Ribanova de Buenos Aires. Volvían los buenos tiempos de la farándula...




ArribaAbajo El convento

Pulcra la estancia, con esa pulcritud minuciosa de los conventos monjiles. Frente a la puerta, una reja doble; detrás de la reja, una cortina; detrás de la cortina, las madres.

José Luis oyó primero un rumor de voces apagadas:

-¿Y sor Inés?

-¿No ha venido sor Inés?

Un minuto de silencio. La piadosa salutación:

-¡Ave María Purísima!

Contestó el visitante entre conmovido y curioso, descorrieron la cortina y apareció la comunidad en pleno. Estaban las monjitas sentadas en semicírculo: a uno de los lados de la reja, sor Inés. José Luis la conoció por aquellos sus ojos grandes y negros, que la albura de la toca hacía más obscuros todavía.

Le miraban todas a hurtadillas, como temerosas de que las sorprendieran, cruzadas de brazos. Vencido el primer momento de cortedad, sor Inés tomó la palabra:

-¡Alabado sea Dios, y cómo recuerda a su madre!

José Luis esbozó una sonrisa de asentimiento.

-¡La pobre! -continuó sor Inés-: Dios la tenga en su santa gloria.

-¡Amén! -respondió el coro unánime de las hermanas.

-Ya sé que se querían ustedes mucho -dijo José Luis-. Me habló tantas veces de usted...

¡Que si se querían! Con cariño de hermanas mejor que de amigas. Magdalena, la madre de José Luis, y la sor de hogaño, Maruja entonces, se criaron juntas. Nunca descubrió Maruja noviazgo ni cortejo, ni siquiera inclinación probada, pero muchos dieron en decir que le había sorbido el seso Leonardo Alcaraz, tío carnal de José Luis y banquero de oficio, el cual amontonó copiosa fortuna, más que para provecho propio, para descansada existencia del sobrino. Y no iban descaminados los murmuradores. Maruja amó como aman las feas que no ignoran que lo son: con tristeza y sin esperanza, poniendo el alma entera en el afán imposible. Marchó tío Leonardo a la Argentina, de donde ya no había de volver, y Maruja vistió el hábito. Tal la historia que José Luis había aprendido de labios de sus padres y que recordara ahora, mientras la monjita hablaba de los tiempos idos de su mocedad y de la entrañable amiga:

-¡Y qué traviesa era Magdalena! -terminó sor Inés-. Un día nos metimos en la despensa del abuelo y no quedó tarro de mermelada que no probásemos. ¡Buena cachetina nos ganamos después!...

Las monjitas celebraron el cuento con risas discretas.

-¿Cuántos años hace que está usted en el convento? -se atrevió a preguntar José Luis.

-Treinta y dos muy cumplidos.

¡Treinta y dos años! La vida entera detrás de las celosías, envuelta en la gasa perfumada del incienso, entre toques de campana y rezos en el coro, blanco el pensamiento, iguales las horas como las cuentas del rosario, con monotonía rota apenas por suaves emociones religiosas -el manto nuevo de la Virgen, la visita del prelado, el sermón del predicador insigne. Y en la conciencia, libre de pesadumbres graves, el hormigueo de los escrúpulos devotos -pecado de paganía el de la hermana tornera, porque aspiró con deleite el aroma de los rosales; pecado de vanidad el de sor Ana de Belén, porque, limpiando reverente las bandejas de oro del altar mayor, contempló su semblante marchito en el pulido espejo de metal; pecado de presunción el de la hermana Clara del Sagrario, que un día halló sobre la almohada una hebra de plata y lloró de pena sin saber por qué...

-¿Y no salió usted nunca de esta santa casa? -inquirió José Luis.

-Una sola vez. A poco de ingresar en la Orden, me recomendaron unas aguas para el estómago. Una de las madres fue conmigo. Las aguas sabían tan mal que no pude tolerarlas; no las tomé más que el primer día, pero regresé completamente restablecida. El médico del balneario lo atribuyó a la virtud curativa del manantial, y yo no quise desengañarle.

Rieron otra vez las monjitas.

-¡Esta sor Inés, siempre de buen humor! -comentó con indulgencia la madre superiora.

-¿Viene por mucho tiempo a Ribanova? -curioseó la monjita.

-Por una temporada, sor Inés: a pasar el verano.

-Habrá traído la señora...

-¡Pero si soy soltero, hermana, y con pocos deseos de casarme! -protestó José Luis.

Aquello si que les hizo gracia a todas.

-Será lo que Dios quiera: Él dispone de nuestras vidas.

Hubo otra pausa. Las hermanas seguían con la vista fija en el suelo, cruzadas de brazos.

-¿Y cómo encuentra nuestro pueblín?

-Muy bonito.

-¡Ay, Dios, y qué va a decirnos! Feo es, pero, vamos, algunas cosas tiene que merecen verse. ¿Anduvo ya de zalea?

-Sí que anduve; la ría me entusiasma.

-Eso no lo hay en Madrid. Y ponga cuidado, porque la corriente tira mucho y suelen ocurrir desgracias. ¿Y la Alameda?

-Al obscurecer, cuando la gente va de paseo, se anima muy agradablemente.

El convento estaba cerca de la Alameda, y la música de las tardes de domingo les parecía a las monjas tan triste, tan triste... José Luis había advertido ya esa sensación de extraña melancolía que producen las bandas de pueblo cuando se oyen a distancia. Algunas veces, en sus caminatas solitarias hacia Villavieja, le trajo el viento lejanos ecos de romería: al otro lado del Nova, en Villasol o en Adega, una música cualquiera interpretaba un vals o una polka. Y había algo quejumbroso en el acento del cornetín y en las escalas del clarinete. José Luis imaginaba al director conteniendo los suspiros y al hombre del bombo tragándose las lágrimas.

Una interpretación filosófica se le ofrecía en primer término: toda alegría esconde un fondo de dolor; el placer sólo está por fuera. Más allá del ambiente contagioso de la fiesta y el baile, la verdad se impone... Así el cristal de la ría, como un filtro milagroso, tamizaba las ondas sonoras para quitarles su disfraz risueño -mascarada de penas vestidas de pierrots. Otras veces, José Luis pensaba que la desgracia había clavado sus garras en el hogar de todos los concertistas, y que el instrumento les servía de desahogo. Los medios expresivos de la emoción no tienen límites: el bombardino solloza y el corno inglés gime; canta el poeta sus duelos en estrofas, y la trompa en sostenidos...

José Luis supo conquistar la simpatía de las hermanas enderezando la plática por senderos muy del gusto de la comunidad. Se dolió del tono mundano que revisten a veces las ceremonias religiosas en la Corte, de las misas y los templos de moda, de la devoción aparente y la indiferencia real, y tuvo la fortuna de recordar un sermón que, poco tiempo antes, en San José, pronunciara uno de los más famosos oradores sagrados...

-El ocho de septiembre, fiesta de la Virgen -dijo entonces sor Inés- predicará en Ribanova el canónigo magistral de Augusta, bien conocido por su elocuencia. Cuando él sube al púlpito se llena la iglesia y hasta vienen a escucharle los descreídos, tanto gusta su palabra.

-Ese día -observó José Luis- es muy señalado para mí. El ocho de septiembre de mil novecientos veinte murió mi tío Leonardo, a quien debo cuanto soy y cuanto poseo...

Un segundo de silencio.

-¡Alabado sea Dios! -suspiró sor Inés.

José Luis habría jurado que en la voz de la monja hubo un vago aleteo tembloroso.




ArribaAbajo Las playas


La caseta

Un tiempo, ya lejano, Ribanova disfrutó de una playa sui géneris. Más allá del muelle, el mar había socavado en la costa un estrecho abrigo: su lecho era de piedras, que pulieron las olas; las paredes, cortadas a pico; de punta a punta, una cuerda, sujeta a un barril pintado de rojo, ofrecía un asidero salvador a los nadadores incipientes, y, en lo hondo del tajo, la cueva, con su dosel de hiedra trepadora, traía a la memoria el recuerdo de Lourdes. Un industrial emprendedor construyó en este fiordo en miniatura un rústico balneario, sobre recias pilastras que lo tenían a cubierto de las grandes mareas, y montó un servicio de baños calientes y medicinales. Además, la clientela amiga del agua salada al natural disponía de media docena de cuartuchos para desnudarse y vestirse. Un balcón corrido a lo largo de la caseta completaba la instalación.

Tiempo después, en uno de los cabos del abrigo levantaron un templete, que recibió un nombre muy de circunstancias entonces: «Gurugú». Desde el Gurugú se dominaba un bello paisaje: Villasol, como un buque de alto bordo, hundiendo en la ría su proa tajante; Nogueras, con su caserío escalonado en los peldaños del monte y sus chalets pintorescos; la torre de San Gundián, el santo de las aguas milagrosas; el cargadero de mineral, atrevida obra de ingeniería; el viejo castillo en ruinas, del tiempo de la francesada; la dársena diminuta, piscina donde los rapaces acometían proezas de natación y buceo; Fontanela, playa en boceto, y, a lo lejos, en la línea divisoria de las dos provincias, Adega, oculta entre la bruma. Panorama de maravilla, siempre igual y siempre nuevo, con esa inagotable riqueza de matices propia de la tierra galaica, que deja a cada poso el ánimo suspenso y la mirada absorta.

Algo más se veía desde el Gurugú, ¡ay!, en poder de los moros: los moros eran los muchachos que acudían a admirar a las bañistas. Vive Dios que el más rígido de los censores no podría poner peros a los trajes de baño femeninos: manga hasta la muñeca, pantalón casi hasta el tobillo, chaqueta tan larga como el pantalón y ceñida al cuello. Sin embargo, en Ribanova imperaba una moral severísima, y la presencia del elemento varonil despertó escrúpulos en algunas conciencias timoratas. Los cánones de la sociedad ribeiriana no autorizaban ese recreo de los ojos, descarado cuando no pecaminoso. Y se inició la cruzada contra los moros del Gurugú.

Hubo primero que resolver una peliaguda cuestión jurídica: ¿a quién correspondería adoptar las medidas que el caso exigiese? Romeira, solicitado por sus amigos, pronunció en el Casino un brillantísimo informe acerca del particular:

-Se trata, señores, de inferir un ultraje a nuestras prerrogativas viriles. ¡Y pensar que nuestros abuelos dieron su sangre generosa en defensa de los derechos del hombre! Pues, ¿dónde hallar derecho tan privativo del hombre como el de mirar a las mujeres? Desgraciadamente, dictarán el temido ukase y todos lo acataremos como reclutas: nuestra sensibilidad, endurecida en el servilismo más abyecto, tolera sin rubor ese y otros desmanes. Lo que no comprendo es qué autoridad se creará capacitada para dictarlo. Tres órdenes de poderes tenemos en Ribanova: el poder civil, representado por el juez, el alcalde, el notario y el registrador; el poder militar, que ejercen las Comandancias de Carabineros y Guardia Civil y la Ayudantía de Marina, y el eclesiástico, encarnado en nuestro párroco-arcipreste. Descartemos, desde luego, los dignatarios clerical, municipal, hipotecario y notarial, que parecen los menos llamados a decidir el problema. Nos quedan el elemento armado y la autoridad judicial: ellos son, indudablemente, los únicos que deben intervenir en el litigio. En efecto, todo induce a pensar que nuestras bellas amiguitas poseen encantos fingidos, gracias artificiales, atractivos de quitaipón, que el indumento cotidiano disimula y que la sumaria tenue de baño no consiente: he ahí un contrabando que a diario circula por nuestras calles y paseos, y que debe ser perseguido, descubierto y castigado. Además, ¿qué se pretende conseguir? Que nuestros incautos célibes caigan en las redes que les tienden las mamás con niñas casaderas. Digámoslo francamente: en la medida anunciada late un profundo miedo a la verdad; a la verdad, que en la caseta recobra sus fueros, desconocidos en el tocador, porque frente al mar y en el mar no hay afeite que resista ni corsé posible. ¡Sutil arte de pesca, que consiste en mantener un cebo mentiroso para que piquen los pececillos ingenuos! Y, en fin, y que los señores togados me perdonen si invado su jurisdicción, ¿no nos hallamos delante de una figura jurídica muy clara? ¿No es eso que intentaban arrebatarnos una servidumbre de vistas impuesta al predio sirviente -sexo femenino- en beneficio del dominante -sexo masculino-, servidumbre que cuenta, por poca, seis mil años largos de constante ejercicio, sin enojos, antes al contrario, con patente complacencia de unos y otras? Pues título de clase tal no cabe desconocerlo a mansalva, y los códigos nos ampararán si fuésemos expropiados. He ahí, en conclusión, fallado el incidente de competencia: al juez, al ayudante de Marina y al comandante de Carabineros toca, dentro de sus facultades, decidir el conflicto que nos preocupa.

Y los moros perdieron el pleito, con costas. El dueño del balneario, en virtud de órdenes superiores, dispuso que hasta las doce de la mañana quedaba prohibida, para lo sucesivo, la entrada y permanencia de los hombres, así en la caseta como en el Gurugú; a partir de esa hora desaparecía el veto.

-¡Ay! -suspiraba Romeira-. Los que hemos hecho promesa de celibato encontrábamos en el Gurugú una deliciosa compensación. La mujer es la forma; mujer significa vaso de carne, vacío casi siempre, pero siempre armonioso. En la caseta, bajo el dosel de hiedra, nosotros paladeábamos el bocado exquisito de la línea femenina, esfumada en curvas delicadamente sugestivas. ¡Y eran nuestras, nuestras en lo más sutil de sus encantos, en la esencia de su gracia milagrosa e imperecedera: nuestras en la forma!

Aquella noche, Romeira, que había sido nombrado por aclamación caíd del Gurugú, fue con su mehalla a despedirse del «sagrado templete», y al pie de sus muros lloró como Boabdil. Dormían las aguas de la ría. A la entrada del fiordo el barrilete de señal se balanceaba muellemente. Nogueras y Villasol, con sus luces escalonadas, parecían altares erigidos a una gigantesca divinidad. De las rompientes lejanas traía el viento la bronca sinfonía del mar. Romeira, inspiradísimo, tuvo al final de su discurso un párrafo muy sentido:

-¡Adiós -dijo entre sollozos-, adiós para siempre! Me atraían ellas, nuestras dulces enemigas, pero también me atraías tú, barril cachazudo y orondo, que te contoneas en la cuerda floja. ¡Ah, tú eras para mí un símbolo! Los nadadores te veían como meta de su esfuerzo; así yo también veo un barril como remate y término de mis afanes diarios...

No acabaron en esto los quebrantos de la legión moruna. Hecha la ley, hecha la trampa, y los muchachos, que habían sido expulsados del Gurugú por haber cometido perdonable pecado de curiosidad, discurrieron, después de hondas cavilaciones, el modo de evadir la severa ordenanza del ayudante. En efecto, al otro día, tripulando tres o cuatro canoas, arrojaron el ancla frente a la Caseta, y durante dos horas cumplidas ejercieron desde el mar el derecho que en tierra les habían negado.

La protesta de las señoras se oyó en Augusta. Aquello, era una burla intolerable. ¡Qué indecencia! Porque en su nuevo observatorio los harkeños hallaron perspectivas más interesantes... Sobre el claro fondo, la luz del sol recortaba con limpios trazos la silueta de las bañistas, difuminada en la transparente tonalidad verdosa del agua. El traje de baño, ceñido al cuerpo, modelaba implacable las curvas apetecibles. Nadadoras atrevidas alcanzaban a los botes: la mano que emergía de las ondas y hacía presa en la borda inspiraba encendidos madrigales...

-¡Un pulpo, un pulpo! -mentía uno de los remeros con fingido espanto.

Y las nenas chillaban, temerosas.

-Os remolcamos -ofrecía otro.

Y, aferradas al timón, alejábanse mar adentro, mientras Romeira, destocado, juraba por todos sus ascendientes que jamás nave alguna trazara estela de hermosura tanta...

-He aquí, camaradas, una demostración práctica del poderío de la mujer. Mirad cómo la barquichuela que nos conduce cede a la dulce presión de unos dedos finos y sonrosados que amenazan dar al traste con nuestro equilibrio. Pues en la vida no sucede cosa diferente, y el barco de nuestros días, chalano o barlote, esquife ligero o ventruda gabarra, camina seguro mientras sabe huir de la suave tenaza femenina. Muchos de nuestros compañeros corren peligro de volver la quilla al sol: son los enamorados. Lancemos cabos a las sirenas ribeirianas, y, por una vez, forjémonos la ilusión de que van detrás de nosotros. De hecho nos arrastran ellas, y no hay fuerza humana capaz de desatar el nudo que manos tan sutiles trenzan para siempre.

Llegaba hasta los muchachos el eco de las prudentes advertencias maternales:

-¡Cuidado, Maruja, que ahí te cubre!

-¡Niñas, a vestiros, que lleváis media hora de baño!

Y la tradicional consulta sobre el temple del agua:

-¿Estaba muy fría, Carmela?

-No; muy agradable. ¡Anímate, mujer!

Las imperitas en natación se mantenían asidas a la cuerda amparadora, a un metro de la orilla, sentadas casi en las piedras que pavimentaban el cauce desigual. Cuando una ola mansa las salpicaba la cabeza, el espanto de morir ahogadas abría sus labios en una exclamación de angustia, y acababan riéndose del propio miedo inmotivado. A la salida luchaban, pudorosas, contra esa indiscreta tenacidad que la ropa mojada pone en adherirse al cuerpo, como si quisiera vengarse del papel de cómplice y encubridora que el arte modisteril la asigna en el indumento cotidiano enjuto.

Dominando la rumorosa sinfonía playera se oía el griterío de las mujeres. Las mujeres sienten la virilidad del mar. Hay en el contacto de sus ondas algo de abrazo. Diríase que el viejo Neptuno, con energías sin cesar renovadas, posee la carne joven y prieta que se le ofrece en el áureo lecho arenoso de todas las playas del mundo.

Más allá de la Caseta, Romeira y sus adictos hacían parada en Portobán. A Portobán iban las «canónigas» a tomar nueve baños en tres días, fórmula singular de hidroterapia económica. La bata que vestían en sus abluciones no siempre ocultaba lo que debe quedar escondido. Y la muchachada, que conocía por experiencia las singularidades de los maillots aldeanos, aprovechaba la ocasión. Los remeros y las «canónigas» sostenían diálogos no muy versallescos...

-¡Ay, Manoela, qué boa estás! Non sabía eu que tiñas tantas cousas...

-¡Mira o señoritingo d'a fame! Anda, vaill'o contar a túa nai.

A veces, a las palabras sucedían las piedras, y las «carabelas» tenían que forzar el remo para huir de la tormenta.

Bogaban luego hacia Nogueras, caían más tarde en Fontanela y tornaban a recalar en el Gurugú. El humorismo de los ribeirianos había bautizado con nombres evocadores los bocetos de playa del Nova: una era «la Concha»; otra, «el Sardinero»; otra, «Biarritz». En Fontanela pululaba la chiquillería; la colonia veraniega se citaba en Nogueras, y a la Caseta acudían ciudadanos graves, canónigos de Monteledo y señores curas de las parroquias del contorno, ganosos de hallar alivio para el reúma en las termas del balneario.

La animación duraba hasta la una y media, y entretanto la harka no perdía el tiempo, bien colocada en los botes, «palcos a remo», como decía Romeira, desde donde contemplaba un espectáculo sobrado atrayente. Pero un día el cónclave del Campo de San Rosendo lanzó su anatema «contra el mocerío deshonesto, que, con escándalo de las buenas costumbres y enojo de las personas dignas, venía dando un ejemplo vergonzoso, entregado a indecentes diversiones...» Pocos minutos después la autoridad de Marina publicaba un nuevo banda: «Prohibición absoluta de detenerse delante del Gurugú, Fontanela y la Caseta. Circulación obligatoria de los botes, pena de multa...»

¡La que se armó entonces! Hubo asamblea extraordinaria en el bar Romeo. Pronunciáronse discursos indignados.

-¡El mar es libre! -bramaba Romeira-. ¿Por qué ha de parecer lícito que un ciudadano permanezca horas enteras parado en plena ría para pescar calamares, y no ha de merecer trato igual el que arroje el ancla para todo lo demás que se pesque? Hubo un siglo, ya lejano, en el que un hombre, insigne aunque vio la luz en el país de los quesos, defendió lo mismo que ahora defendemos nosotros: Hugo Grocio. Y Grocio decía...

Y vertió sobre el auditorio una documentadísima conferencia de Derecho internacional. Terminada la asamblea, los reunidos recorrieron el pueblo a altas horas de la noche, en medio de una tempestad de vivas, mueras y aplausos:

-¡Viva la libertad del mar! ¡Viva!

-¡Vivan los derechos del hombre!

-¡Vivan!

-¡Viva Grocio!

-¡Vivaaa!...

Los vecinos, asustados, se asomaron a los balcones. Y el alcalde, más asustado todavía, dirigió al gobernador un telegrama concebido en estos términos: «Grupos numerosos recorren calles profiriendo gritos subversivos. Óyense la mar vivas y aplausos Grocio, sin duda sindicalista peligroso. Serenos movilizados pie de guerra. Envíe refuerzos Guardia civil.»




Fontanela

En Fontanela desembocaba la alcantarilla del pueblo. Las aguas sucias caían desde lo alto en artística cascada, y gotas que no se distinguían por lo transparentes quedaban festoneando la hiedra que crecía entre las rocas del acantilado. Ribanova había hecho coincidir en el mismo lugar la higiene colectiva y la higiene individual de los ribeirianos. El turbio regato hundía en el mar su espesa corriente, zigzagueando entre las piedrecillas del suelo y los pies de los bañistas. A veces, los niños que jugaban en la arena hacían peregrinos descubrimientos.

-¡Uy, el bisoñé de papá Juan!

En efecto, un bisoñé abandonado por viejo navegaba hacia el Nova confundido con mil detritos: parecía un cuero cabelludo arrancado bárbaramente, a filo de tomahaw de piel roja, en razzia de rostros pálidos.

Otras veces, peines rotos, añadidos, algodones indiscretos, suerte de intimidades expuestas a la voracidad pública. La ría, generosa, abría para todos su seno maternal. Y en la eterna rotación del mundo volvía a operarse el vital proceso...

-¡Hola, hola! -se decían unos a otros los microorganismos invisibles y flotantes en las inmediaciones de Fontanela, al hallarse de pronto dentro de la boca de un nadador imperito que no supo cerrarla a tiempo e ingirió a su pesar buches amargos-. Nosotros conocemos ya este camino: no hace veinticuatro horas que lo hemos dejado. Constituíamos entonces el más tierno de los panecillos. ¡Qué mal nos recibió el zaguanete de las mazas de hueso! Caímos después en un pozo obscuro, medio asfixiados, y el pozo terminó en hirviente caldera. Luego nos aventuramos por un tubo que se enroscaba como los anillos de una serpiente boa, y al cabo salimos a la luz. Pero he aquí que ahora empezamos de nuevo el calvario sufrido ya. ¡Paciencia, hermanos! Mañana volveremos a encontrarnos. ¡Os esperamos frente al Tesón!

-¡Allí está! -murmuraban, dirigiéndose a una señora bañista, los restos desfigurados de un «pito», reunidos al azar en uno de los remansos de la playa-. ¡Allí está nuestro verdugo! ¡Tú nos descuartizaste con cruel maestría, después de habernos sometido al inhumano suplicio de la cazuela! ¡Cómo relumbraron tus ojillos legañosos cuando nos viste en la fuente, protegidos por un doble muro de patatas asadas, y cómo se relamieron tus labios glotones! ¡Lávate, que aún se te nota en la barbilla el goteo de la grasa y aún llevas hilachas de pechuga entre las escasas piezas de tu dentadura desportillada! No nos duele nuestro sacrificio, porque hemos pertenecido a una ponedora de buena familia y sabemos que nuestra obligación consiste en serviros de alimento a los hombres; pero sí nos enoja el haber caído en manos groseras. ¡Hasta para comer pollo hace falta educación! Un hermano nuestro pereció anteayer en el horno de la Casa Grande, y acabamos de encontrarle, encantado y orgulloso. «¡Qué maneras tan finas -nos decía-, qué soltura en el manejo del tenedor y con qué elegancia hundieron el cuchillo en mi carne!» ¡Así da gusto morir, y no entre los dedos bastos de una vieja gorda! ¡Límpiate, límpiate bien, tía cochina!...

La moribunda ondulación de una ola derribó la débil defensa del remanso, y las minúsculas partículas del «pito» hablador desaparecieron, arrastradas por la corriente.

Había en Fontanela un langostino, vecino antiguo de la playa. Durante el día contemplaba con filosófico sosiego el retozar de los bañistas y saludaba a los amigos que en el convoy interminable de la alcantarilla seguían viaje hacia el mar. Por la noche reunía a sus relaciones y comentaba reposadamente los sucesos cotidianos.

-Amigos míos -dijo en cierta ocasión el grupo de sardinas, percebes, cabalas, panchos y almejas que había acudido a la tertulia-, agradeced al cielo el haber nacido en Ribanova. Vosotros, que sois jóvenes todavía, no conocéis la ingratitud humana. El hombre, que nos persigue, que nos adora, que guarda para nosotros zalemas y cumplimientos en la mesa, nos olvida apenas nuestro zumo alimenticio ha regalado su paladar. Y no sólo nos olvida: nos desprecia y procura apartarse de lo que queda de nosotros después de una serie de transformaciones químicas que convierten en innoble amasijo nuestra pulpa delicada. Los ribeirianos no proceden así. Conviven con nosotros en el yantar y vuelven a convivir con nosotras en el baño. Si alguno de vosotros, en la cocina, en el comedor o ya en el plato, encuentra una rapaza amable o linda, tenga la certeza de que la verá de nuevo al otro día en Fontanela. Nada nos hiere tanto como el trato fugaz, el temor de que nunca tornarán a nuestro lado los labios que se humedecieron, golosos, en nuestro jugo, o las manitas que nos pinzaron alegremente. Pues bien, en Ribanova disfrutamos de tan envidiable privilegio, negado a nuestros camaradas de las grandes poblaciones. Reconoced conmigo que los habitantes de nuestro pueblo adolecerán de otros defectos, pero no son ingratos, y alabad como se merece su exquisita cortesía.




El tesón

Al lado de Fontanela, Ribanova enseñaba con orgullo la más limpia y original de las playas: la del Tesón.

El Tesón era un banco que en la baja mar quedaba al descubierto. Parecía, desde lejos, el lomo gigante de algún monstruo marino. Cada doce horas la ría, con hacendosa diligencia de ama de casa, se entregaba a su barrido, hasta dejarlo reluciente y pulcro, y, llena de coquetería, rizaba en largas ondulaciones la dorada cabellera arenosa.

El baño en el Tesón tenía encantadoras inquietudes. Había que conocer exactamente la pauta para no verse sorprendido por la marea. La Concha donostiarra ofrece una tranquila seguridad burguesa. El mar, bien educado, no rebasa nunca los límites de su jurisdicción, y el más previsor de los veraneantes debe desechar todo recelo: a cierta altura las olas se detendrán, respetuosas, y la costa permanecerá siempre a sus espaldas como un refugio inviolable. Pero en el Tesón, islote sujeto a las intermitencias del flujo y el reflujo, tan pronto en seco como anegado, había una grata sensación de peligro. Y una virginidad sin cesar renovada. El pie se hunde con voluptuosa complacencia en el fino tapiz por nadie hollado antes que nosotros. Involuntariamente llevamos un vago egoísmo nupcial a la arena de la playa y a la nieve del camino: queremos ser los primeros en pisarlas y nos desilusiona el hallazgo de huellas reveladoras de que otros nos han precedido. Así el Tesón, dos veces cada día, recobrada su prístina pureza en el jordán del Nova y emergía de las aguas libre de esos sucios relieves que son como certificados de viudez playera -cascos de botellas, pedazos de periódicos manchados de grasa, latas de conservas...






ArribaAbajo Leiro

¡El pobre Leiro! Allí estaba, en su rincón del cafetucho, la boina sobre los ojos, pegada la colilla al labio belfo, un gesto estúpido en la boca sin dientes. El rostro desaparecía detrás de la pelambrera intonsa. A través del cuero roto de los zapatos asomaba el pie desnudo. Casposo espolvoreo en las solapas del chaquetón, lleno de lamparones y zurcidos. Olía a miseria y andaba encorvado, apoyándose en un bastón que hería los guijos del arroyo con vacilante palpar de palo de ciego. A veces se detenía, alzaba la mano hasta la frente y permanecía inmóvil unos segundos, como si quisiera retener una imagen fugitiva. Después seguía su camino, balanceando la cabeza humillada.

A su paso, los ribeirianos quemaban un incienso de piedad:

-¡Pobre Leiro!

-¡Quién que le hubiese visto le conociera ahora!

-¡Ay, mujeres, mujeres!...

Leiro erguía el busto decrépito y esbozaba una sonrisa, sonrisa sin luz, que entenebrecía aún más el semblante marchito.

Al filo de la madrugada, todas las noches, huía de su choza, y, atravesando el pueblo dormido, iba carretera adelante, hacia Monteledo. Cual si el silencio y la hora le diesen ánimos, corría, corría con ardoroso afán. Una voz amiga sonaba en su corazón, llamándole allá lejos, y Leiro acudía a la llamada. Pero el esfuerzo duraba poco. A doscientos metros de los Canapés caía al suelo, rendido. Los mercaderes madrugadores le recogían, y en el fondo de un carro, como una masa inerte, tornaba a Ribanova. Así un día, y otro día...

Veinte años atrás, Leiro, recién salido de las aulas con su título de abogado, hacía suspirar a las ribeirianos solteritas. En Compostela ganó glorioso renombre: ¡qué memoria la suya! De milagro, porque cuanto leía o escuchaba, impreso le quedaba para siempre. Sus amigos, maravillados, oíanle repetir, sin olvidar punto ni coma, el artículo de fondo de un periódico, levemente ojeado momentos antes. Sabía de la cruz a la fecha los códigos y las leyes procesales. Los compañeros le consultaban, como a un Medina y Marañón andariego, y Leiro satisfacía en el acto la curiosidad o resolvía la duda del preguntante: jamás se equivocaba.

Auguráronle fama y fortuna. ¿Quién podría ponerse frente a él? La cátedra, la notaría, el registro, le esperaban: sería el número uno. ¿Cómo luchar con un archivo ambulante, biblioteca siempre a mano, índice de continuo abierto, clasificador de todo lo clasificable? Pues si la política le atrajese, ¡qué diputado de oposición haría, sacándole los colores a la cara al ministro veleidoso que cambió de partido por gracia de la cartera, y cogiéndole en flagrantes contradicciones entre sus discursos pasados y presentes!

Arma inmensa la de una retentiva fiel: don divino, porque, a despecho de los años, presta mediante el recuerdo vida actual a lo que fue y mantiene frescos los colores desvahídos y fragante el aroma evaporado ya; suerte de inmortalidad, donde la lima del tiempo rompe sus dientes insaciables; sésamo milagroso, que exhuma las sombras pretéritas y las proyecta en la pantalla de la memoria, como si todavía el tictac del corazón animase la osamenta descarnada...

Leiro renunció al porvenir que le prometían sus peregrinas facultades. Había heredado muchas fanegas de tierra y un pazo regio -lo suficiente para pensar en el mañana sin temores, y aun para desenvolverse con lujosa opulencia-, y, terminados sus estudios, volvió a Ribanova a enterrarse en el pueblo que le vio nacer y que debía verle morir.

¿A enterrarse solo? No, acompañado. Leiro amaba con amor que había sido juego de niños primero, vanidad de mozo después; finalmente, honda devoción de hombre. Leiro amaba a Carmiña, rapazuca tan adornada de piedras preciosas -zafiro en los ojos, reflejos de onix en las trenzas, rubíes en los labios- que hasta tenía el corazón tallado en brillante, porque el cariño de Leiro, que, como un rayo de sol, encendía sus facetas en una llamarada, no calentó nunca la fría entraña de cristal. Mentir de las joyas: parecen focos de luz y sólo son espejos helados.

Así la infinita ternura del novio resbalaba sobre Carmiña, sin penetrarla ni conmoverla. Carmiña se dejó querer. Sus relaciones fueron un monólogo más que un diálogo. Para Carmiña, hija de un artesano pobre, Leiro significaba señorío, fausto, lucir sombrero, oírse tratar de «doña» y tener relación de igual con las damas linajudas que se exhibían en las plateas del teatro y la miraban ahora, orgullosas, a través de las ventanillas del coche. Un afecto generoso movía a Leiro y una ambición interesada a Carmiña. Leiro se daba: Carmiña se vendía. El único tesoro de ella era el de su hermosura. Le había señalado un precio y estaba dispuesta a adjudicarlo al mejor postor. Sencilla regla mercantil: tanto valgo, tanto pido.

Pero, ¿y el alma de Carmiña? Muchas noches, desvelada, la moza se estremecía pensando en la ruta que había elegido, y un vago temor la sobresaltaba. Sus sentimientos actuales no le ofrecían dudas: Leiro no le inspiraba amor ninguno. Bien. Aquello lo había arreglado fácilmente consigo misma. Para el negocio matrimonial en proyecto el amor no hacía falta. Mas, ¿cuáles serían sus sentimientos futuros? Al llegar aquí, las cavilaciones de Carmiña topaban en una incógnita de solución difícil. Había dos problemas distintos. Primer problema: mujer de Leiro y no enamorada de Leiro, ¿alcanzaría la felicidad apetecida? ¿Estaba segura, completamente segura, de que las comodidades y el regalo bastarían para llenar sus horas, y de que en tan muelle cárcel no advertiría un vacío doloroso? Carmiña creía que sí. Al lado de Leiro, aunque no le amara, sabría cumplir con pasiva entrega sus deberes de esposa. Segundo problema: ella, que se dejaba querer porque no quería a nadie, ¿querría alguna vez? Si el corazón embotado despertaba y era Leiro el que sacudía su modorra, miel sobre hojuelas. ¿Y si fuese otro hombre? ¿Cómo responder de un porvenir incierto? Un día, próximo o lejano, sonaría el llamador de su puerta. ¿Y entonces? Carmiña apelaba a su dignidad de casada. No, no engañaría nunca a Leiro, y, sin embargo... ¿No le había engañado ya, no alimentaba cotidianamente la mentira sosteniendo el artificio de su noviazgo? ¿Por qué no descubría los bajos fondos de su pensamiento, cara a cara? Pues quien con perversa naturalidad manejaba el fraude, defraudaría también cuando una mano viril, la mano de «él», del posible amado, oprimiese las suyas... En la novia había doblez; en la esposa habría traición. Carmiña rechazaba esta hipótesis, a la que la conducía una lógica rotunda. ¡Oh, ella se prometía mantener incólume el honor de Leiro! Comerciaba, pero de buena fe. El tiempo quedaba de testigo...

Transcurrieron tres años. Llevaban dos y medio de matrimonio. No tuvieron hijos. Carmiña había logrado realizar sus ilusiones de soltera. El pazo venerable, rejuvenecido, tomó aires de chalet. Lo más selecto de Ribanova acudía, durante las largas veladas invernales, a la tertulia de los señores de Leiro. Carmiña desempeñaba su papel de ama de casa con amable sonrisa acogedora. Tenían los caballeros su partida de tresillo; las damas, en un gabinete coquetón, formaban corro aparte, dedicadas a menudas labores de curioseo y punto de lana. Carmiña presidía varias Asociaciones piadosas. Su nombre figuraba a la cabeza de todas las listas de donativos: los íntimos del pazo acariciaban la idea de pedir una recompensa honorífica para sus desvelos humanitarios -¡por Dios no me ruboricen ustedes, que no he hecho cosa que lo merezca!- Logró conquistar la simpatía de las señoronas rancias pidiéndoles consejo siempre, como cumple a una novicia en cuestiones de etiqueta, y mostrarse agradecida al favor que la dispensaban recibiéndola y dándola trato de par. Y conservó también el afecto de los suyos, de los de su clase: les atendía con sencilla llaneza y protestaba, entre graciosos mohínes de enojo, cuando la decían «doña Carmen».

-Soy Carmiña, nada más que Carmiña; ¡si fuimos juntas a la escuela y no perdíamos baile los días de música en el Campo de San Rosendo!

La mujer del pueblo, vendedora de pescado o de fruta, doméstica o modistilla, se iba encantada, pregonando a los cuatro vientos la modestia de Carmiña, «que no era como otras, que tienen menos motivos y la miran a una como princesas de sangre real...»

¿Y Leiro? ¡Ah, Leiro vivía feliz! Deslumbrado por la hoguera de su amor, no advirtió nunca que el alma de la hembra estaba ausente cuando ceñía su cuerpo con ansias febriles. Lo que otros ojos hubieran visto no lo vieron los suyos, nacidos sólo para recrearse en la flor de hermosura que le sorbía el seso.

Y pasaron cinco años más. Andaba Carmiña al filo de los treinta. Y un día sonó en su puerta el temido aldabonazo. ¿Quién tuvo la fortuna de interesarla? Un mocito jaque, hijo de uno de los colonos de Leiro, Brummel, pueblerino, que lucía en su agenda a lo tenorio una larga serie de fregonas sentimentales cautivadas. ¿Belleza varonil, labia ingeniosa, apellido ilustre? Nada. Un hombre vulgar. Y delante de este hombre humilló Carmiña su altivez... Por vez primera vibraron sus nervios, y un anhelo, una inquietud desconocida vino a romper la mansa cantilena de sus horas. Ella, toda egoísmo, ofreció cuanto poseía, honra y dinero, al galán aprovechado; ella, toda frialdad, ardía en las llamas de una pasión torpe, y la mujer calculadora, que había preso con grilletes de codicia las alas del corazón, se entregó a la enervante dulzura de un abandono ciego, y caminaba hacia el abismo, llena de vehemencias devoradoras la carne enardecida, rotos los frenos...

Leiro les sorprendió una noche. No había llegado hasta su oído el murmurar del vecindario. Y he aquí que de pronto, como un hachazo, la horrible certeza de su desventura aparecía ante él, que no quería, que no podía conceder crédito a la infamia, harto elocuente. Temblaron los adúlteros. La venganza se cernía sobre ellos, y esperaban, inmóviles y mudos de espanto, el golpe mortal. Leiro dio un paso, alzáronse sus puños amenazadores y se desplomó, herido del rayo de su infortunio, gritando con voz ronca:

-¡Canallas!

Huyeron los amantes mientras el mísero caía en el lecho, delirando, abrasado en fiebre altísima que le tuvo a pique de perecer. Dos meses largos duró la enfermedad, entre bruscas alternativas. Vencido el mal, amigos leales lleváronle lejos de Ribanova, a una playa francesa, para que olvidara... Y entonces, a medida que el organismo iba recobrando sus fuerzas y volvía al rostro exangüe el color de la salud y el pensamiento a sus funciones directoras, Leiro descubrió, empavorecido, que su retentiva portentosa, velada desde la noche negra, resurgía más fuerte, más pujante que nunca. Y allí empezó su calvario.

Leiro recordaba todas las escenas de su vida conyugal. Los recuerdos tenían la precisión de placas fotográficas, y una a una comenzaron su desfile por la pantalla del cerebro. Nada había escapado al implacable objetivo. En las misteriosas circunvoluciones quedaron indeleblemente impresas las imágenes del pasado, que había muerto y que, sin embargo, pugnaba de nuevo por tornar a la vida. Era una resurrección cruel -la crueldad de la gota de agua que va horadando el cráneo con lento ritmo imperturbable y cae siempre, siempre, sin que la mueva a compasión el martirio del prisionero-; también la memoria de Leiro reproducía las páginas de su matrimonio día a día, hora a hora, minuto a minuto, con lento ritmo imperturbable, como la gota de agua, sin sentir piedad de la víctima, que suplicaba clemencia entre sollozos.

Leiro oía el metal de la voz engañadora, el repiqueteo airoso de los pies menudos sobre la madera del piso, la charla alegre de las tertulias del pazo. Veía a Carmiña pasear por el jardín y detenerse un segundo para aspirar el aroma de un clavel o prender una rosa en el busto espléndido. El viento le traía su perfume favorito, y aquel minué que le gustaba tanto, y las antiguas danzas del Nova, que entonaron a dúo, de regreso de las romerías. -«Soy pobre y no valgo nada: usted merece mucho más», le había dicho en la Alameda, cerca del quiosco, cuando vino él de Santiago con su título flamante y la requirió de amores. -«Yo no te quiero como tú me quieres, pero, a mi modo, te quiero», confesara poco antes de la boda, a instancias del novio, celoso sin saber por qué. -«Las mujeres que engañan a sus maridos debían morir», comentó un día leyendo en un periódico la noticia de un adulterio innoble.

Cuadros apacibles del hogar deshecho le perseguían tenaces. ¡La galería adornada de maceteros, su rincón predilecto a la hora de la siesta, donde la envolvía en suave nimbo la luz que tamizaban las persianas corridas! ¡El gabinetito azul, el de las amigas de confianza, que fue muchos inviernos obrador de ropas de vestir para los niños pobres! ¡El gran salón de los espejos, que se lanzaban unos a otros la grácil silueta y que hacían más golosas las caricias, porque un solo beso, repetido cien veces en las lunas colocadas frente a frente, valía cien besos!...

¿Cómo destruir a un enemigo que se escondía detrás de sus mismas sienes? ¿Qué maldición pesaba sobre él, condenado al peor de los suplicios? ¿Por qué la calentura que le abocó al sepulcro había respetado este su gozo de antes, su llaga de ahora, que centuplicaba la tristeza del abandono presente con la obsesión del paraíso perdido?

Leiro viajó mucho... ¡remedio ineficaz para su dolencia! En la rápida visita a lejanos países cambiaba constantemente el paisaje exterior, las personas y las cosas de afuera que contemplan los ojos materiales, pero no cambiaba el panorama interior, las cosas y las personas que miran los ojos del espíritu. Hasta su forzosa soledad de desterrado en medio de gentes y costumbres exóticas, contribuía a encerrarle dentro de sí mismo, y en el aislamiento aguzaba sus dardos la amargura.

La muerte le tentó: no tuvo el valor de afrontarla. Hizo entonces un frío examen de su situación. El recuerdo acrecía su pesadumbre angustiosa: había que matarlo. Por una íntima delicadeza, en sus andanzas errabundas no conoció mujer: la mujer y el alcohol le darían el ansiado sosiego. Y se hundió en la crápula. No le movía el goce momentáneo de los sentidos: aquello era un medio, no un fin. Quería destruir sus energías cerebrales. «Evite usted los excesos; de otro modo, durará poco esa memoria extraordinaria», advirtiéronle los médicos. Pues bien: ahora se entregaría al vicio en cuerpo y alma, para ahogar la lumbre desapiadada que ardía en su cabeza. Vive la carne sin el soplo inteligente; algunos seres conservan sólo la forma humana... No sienten y no sufren. Leiro buscó la amencia como una salvación. Fue el suyo un envilecimiento deliberado. En plenitud de conciencia apetecía la inconsciencia y con una entereza aterradora pensaba en el modo de no pensar...

Los venenos iniciaron su labor de zapa. Primero, blanca neblina tendió su velo transparente: un rayo de sol bastaba para deshacerla, pero ya eran más suaves los colores, menos rudos los contrastes, y moría el eco entre la bruma mansa. Se espesaron luego sus vellones y densas sombras lo envolvieron todo: penumbra de obscurecer. La mirada descubre aún, con esfuerzo, los contornos de las cosas, y adivina en el horizonte la estela del ocaso. Congojas de agonía atenacean el pecho -miedo a lo desconocido, que nos empavorece porque no sabemos lo que se oculta detrás del silencio que avanza. ¡Ay, quién pudiera retroceder! Quizás todavía... ¡demasiado tarde! Ha caído la noche: noche negra, sin estrellas en el cielo, sin resplandores en la tierra. Al tímpano no llega más que el latir del propio corazón: ya no hay sonidos. La retina avizora en vano el abismo insondable: ya no hay colores. Un viento de locura ha volado bajo la bóveda craneana: ya no hay entendimiento. Y roto el enlace de las redes sutiles, los músculos se rebelan: ya no hay voliciones...

Leiro se propuso anular una de las tres facultades espirituales con la ayuda de las otras dos. Creyó que la inteligencia y la voluntad serían cómplices gustosas del fratricidio. No comprendía que esa trinidad anímica descansa en vínculos tan estrechos, que la muerte de uno de los poderes llevaría consigo la de todos. Y así aconteció: a medida que el cristal de la memoria perdía el azogue, se aflojaban los resortes del albedrío y el intelecto iba apagando su fanal.

Y Leiro no fue feliz, porque olvidó sin darse cuenta de que olvidaba. Había abrigado la ilusión de asistir, íntegras las potencias, al desplome de su retentiva, y, cuando con el horrible desgaste de una existencia degenerada, se borraron las estampas del recuerdo, ya no tenía la noción de sí mismo: era un guiñapo reblandecido, un inconsciente. Le quedaba sólo, en las remotas profundidades del alma, algún trazo impreciso, una nubecilla tenue, una forma fantasmal y fugitiva, rastro impalpable de su desventura, imán invisible que extraía de las tinieblas cerebrales algo como un atisbo de comprensión balbuciente y que le arrastraba hacia Monteledo, por la carretera que veinte años atrás siguieron los amantes...

Al verle pasar ahora, encorvado, apoyándose en un bastón que hiere los guijos del arroyo con vacilante palpar de palo de ciego, la boina sobre los ojos y un gesto estúpido en la boca sin dientes, andrajoso, miserable, los vecinos queman un incienso de piedad.

-¡El pobre Leiro!

-¡Quién que le conoció le conociera!

-¡Ay, mujeres, mujeres!...




ArribaAbajo La Prensa

Para el Eco de Ribanova, los amigos eran siempre queridos; los abogados, cultos; los militares, pundonorosos; los médicos, ilustrados; los maestros, competentes; los industriales, activos; los escritores, brillantes; los funcionarios de Hacienda, probos; los jueces, dignos; los comerciantes, acreditados; los concejales, diligentes; los sacerdotes, virtuosos; los propietarios, acaudalados, y cuando algún ribeiriano carecía de título u ocupación conocida, entonces le llamaban «prestigioso convecino».

El difícil arte del periodismo descansaba en Ribanova en la discreta distribución de los adjetivos. Más de un suscriptor se dio de baja porque no le habían aplicado el correspondiente a su condición y categoría. El Eco era, en ese sentido, el almanaque Gotha del pueblo, que clasificaba a todos los vecinos según riguroso orden.

El Eco se convirtió en diario durante unas famosas elecciones, que dejaron imborrable recuerdo. ¡Qué maravillosa destreza la del director para llenar todos los días cuatro páginas! La sección socorrida fue la de Sociedad. De Ribanova partía por la mañana, a las siete, el tren correo de Puertocid, y regresaba a las nueve de la noche -noticia al canto:

«VIAJEROS. Han salido: para Puertocid, D. Luis Reboredo, ilustrado maquinista; D. Cándido Sendino, competente fogonero; D. Antonio Troncoso, activo interventor de la Compañía Ribanova-Puertocid, y D. Juan Tejón, celoso funcionario del Cuerpo de Correos. Les deseamos feliz viaje.»

A continuación: «Han llegado: de Puertocid, D. Luis Reboredo, D. Cándido Sendino y D. Antonio Troncoso, diligentes empleados de la Compañía del ferrocarril Ribanova-Puertocid, y D. Juan Tejón, digno oficial de esta Administración postal. Sean bienvenidos».

Claro que el maquinista y el fogonero, el interventor y el ambulante eran los del tren correo que circulaba diariamente entre Ribanova y Puertocid.

Otras veces, las gacetillas recogían sucesos interesantes de la vida local. Por ejemplo:

«Nuestro querido amigo, el acaudalado industrial D. Fermín Porto, ha adquirido un hermoso ejemplar de perro "terranova", que está siendo muy admirado. Le felicitamos por su adquisición, y celebraríamos que la famosa raza canina lograse mejorar nuestros acreditados canes d'o palleiro

«Ayer se retrataron, vestidas de gallegas, en el estudio del distinguido fotógrafo D. Ángel Pérez Díaz, nuestro querido amigo, las bellas señoritas Pilar y Teresa Leal, recientemente puestas de largo. Nos aseguran que el fotógrafo ha realizado una verdadera obra de arte. Por anticipado, reciban nuestra enhorabuena el retratista y las retratadas.»

«El insigne cirujano D. Arturo Bellón ha extirpado, con su acostumbrada maestría, un doloroso forúnculo que venía padeciendo en el cuello nuestro particular amigo y concejal, don Sergio Muñiz. Deseamos el pronto restablecimiento del paciente, y ya sabe el ilustre galeno que sus triunfos los consideramos como propios.»

Frente al Eco de Ribanova, que durante medio siglo ejerció el monopolio de la Prensa ribeiriana, apareció un día La Voz de Ribanova, hebdomadario también. Entre las dos publicaciones mediaban profundas diferencias: el Eco era conservador-liberal, y La Voz, liberal-conservadora; el Eco se publicaba los sábados por la tarde, y La Voz los sábados por la noche; el Eco lo leían los amigos de don Juan, y La Voz los amigos de don Pedro; los suscriptores del Eco pagaban cuatro pesetas al trimestre, y los de La Voz, doce pesetas al año. Coincidían en tres cosas: en el formato, en el establecimiento editorial donde se imprimían y en la profesión de fe: «Semanario independiente, defensor de los intereses de Ribanova», decía el Eco; «Semanario independiente, defensor de los intereses de Ribanova», decía La Voz.

La comunidad de rotativa produjo, en cierta ocasión, una peripecia graciosa. Por descuido del regente, hubo un trueque de artículos de fondo: el destinado al Eco se titulaba Carroña putrefacta; el escrito para La Voz, Cloaca pestilente. Compuestos ya ambos periódicos, advirtieron en la imprenta que en la primera plana del Eco aparecía el editorial de La Voz, y en la primera plana de La Voz el editorial del Eco. No había tiempo para deshacer el lapsus. Juanistas y pedristas seguían con apasionamiento la polémica entablada, y el público esperaba ansioso la salida de los semanarios. El regente tuvo una idea genial. Los dos trabajos abundaban en insidias y palabras gruesas, pero, como suele acontecer en casos tales, una hábil prudencia había guiado la pluma de los autores respectivos, y no había un solo nombre, ni una mención directa que permitiese descubrir la persona a quien iba dirigido el golpe. El fondo de La Voz y el del Eco hablaban de «ellos». «Ellos» eran los contrarios, aludidos siempre con cauta vaguedad. Y el regente no hizo otra cosa que cambiar los títulos: puso Carroña putrefacta encima del texto de Cloaca pestilente, y Cloaca pestilente sobre la maciza prosa de Carroña putrefacta. Los directores descubrieron el engaño; los lectores, no. Tanto parecido había entre los adictos al Eco y los fieles de La Voz, que, sin quitar punto ni coma, pudo aplicarse a la clientela de don Pedro la diatriba preparada contra la hueste de don Juán, y viceversa.

La Voz de Ribanova vino al palenque periodístico «lanza en ristre y alzada la visera», según declaró en su primer número, para sostener una vigorosa campaña, que envenenó los ánimos y fue el motivo determinante de tres desafíos y media docena de banquetes. Todavía la recordaban los ribeirianos, con malévola fruición.

El Eco insinuó la conveniencia de abrir una calle desde la Alameda hasta la Estación, pasando por el muelle. La Voz se permitió opinar que nada urgía tanto como la construcción de una calle, que, pasando por el muelle, uniese la Estación con la Alameda. Quedaron así definidas las actitudes de los dos bandos: la calle debía empezar en la Alameda y terminar en la Estación -tesis del Eco-; la calle debía empezar en la Estación y terminar en la Alameda -tesis de La Voz-. Se inició entonces un debate empeñadísimo, porfiado, que durante tres años abrumó las columnas de los dos semanarios. El Eco llegó a decir que había más distancia de la Estación a la Alameda que de la Alameda a la Estación. La Voz se atrevió a asegurar que, dada la diferencia de nivel entre la Estación y la Alameda, costaría menos iniciar la calle en la Estación, cuesta abajo, que en la Alameda, cuesta arriba. «Hay que facilitar a los vecinos el pronto acceso al ferrocarril, porque el tren no espera -clamaba el Eco-: ¡la calle debe empezar en la Alameda!» «No -replicaba La Voz-; es al viajero, que trae la fatiga del camino, a quien debe atendérsele antes, ofreciéndole una vía que le lleve rápidamente al pueblo: ¡la calle debe empezar en la Estación!

Ribanova se dividió en dos sectores: los partidarios de «calle arriba», a un lado; a otro lado, los partidarios de «calle abajo»; en abreviatura fácil: «arriberos» y «bajeros». Organizáronse sendos comités, encargados de realizar actos de propaganda. Hubo mitines, conferencias, manifestaciones públicas; la Guardia Civil intervino más de una vez para separar a los contendientes. Amalia, dueña de la confitería, centro de reunión de los amigos del Eco, elaboró unos pasteles de hojaldre que recibieron el nombre de guerra de los juanistas: «arriberos». Los juanistas, en holocausto a sus convicciones, injerían a diario enormes cantidades de «arriberos», y los tomaban en plena calle, con glotones aspavientos, para provocar al enemigo. Los devotos de La Voz, a su vez, consagraron en el Bar Romeo, donde tenían la tertulia, un refresco original, a base de grelos y azúcar, que fue bautizado con el título de «bajero». Los pedristas fervorosos lo bebían a toda hora, y paseaban luego por la Alameda, retadores, exhibiendo en la boca la paja con que sorbían la agradable mixtura.

El abusivo consumo de pasteles ocasionó en la mesnada juanista una forma de atonía intestinal; por el contrario, la naranjada aligeró con exceso el vientre de los pedristas. Unos y otros soportaron, llenos de un alto espíritu de sacrificio, las molestias digestivas consiguientes. Sin embargo, al poco tiempo hubo de iniciarse una vergonzosa claudicación. A media noche, los juanistas, uno a uno, ganaban silenciosos, a hurto de serenos, amparados en la sombra, el Bar Romeo, y pedían en voz baja un vaso del laxante refresco; y los pedristas, con idéntico sigilo, llamaban a la puerta de Amalia, y, entre sofocos y angustias de verse descubiertos, deglutían apresurados media docena de pastelillos astringentes.

Entretanto, la calle continuaba sin construir, y los ciudadanos imparciales se dolían de tamaño abandono. La muerte de un juanista, a consecuencia del cólico miserere que le produjo el hojaldre de Amalia, puso tregua a la lucha. Los dos bandos asistieron en masa a la conducción del cadáver; ante la tumba abierta, el jefe de los pedristas pronunció sentidas palabras en elogio del soldado que dio su sangre por el ideal, y el jefe de los juanistas afirmó que aquel hombre había merecido bien de la patria. Después, los caudillos se abrazaron, mientras el féretro desaparecía entre docenas de pastelillos y de tubos de paja, trofeos de la enconada guerra que durante tantos días había perturbado la vida de Ribanova.

El Ayuntamiento, reunido en sesión extraordinaria, encontró, al fin, tras de ocho horas de sesión, la fórmula de arreglo: en vez de una sola calle, se abrirían dos: una, de la Alameda al muelle; otra, de la Estación al muelle. La primera llevaría el nombre de «Calle de Arriba»; la segunda, el de «Calle de Abajo». Las obras comenzarían simultáneamente en la Alameda y en la Estación. El proyecto de la calle de Arriba lo redactó un ingeniero juanista; el de la calle de Abajo, un ingeniero pedrista: el presupuesto de ejecución de ambas vías ascendió, exactamente, al doble del calculado para la vía única. Cuando, a los diecisiete meses de colocada la primera piedra, se encontraron en el muelle los trabajadores que venían de la Estación con los que salieron de la Alameda, hubo una semana de festejos públicos, verbenas, regatas, partidos de football y solemne Tedeum. Un pequeño detalle enturbió la general alegría: por error de cálculo, explicable en empresa de tanta monta, entre los dos trozos concluidos ya se apreció una diferencia de nivel de más de cuatro metros. Hubo que deshacer gran parte de lo hecho. Corregidos los planos, a los quince años justos de haber lanzado el Eco su feliz iniciativa, quedó acabada la espléndida rúa, que ofrecía a los ribeirianos fácil acceso a la Estación y a los viajeros cómodo arribo al pueblo. Dos meses antes, la Compañía propietaria del ferrocarril, agotado el filón carbonífero, había resuelto suspender definitivamente el tráfico.



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