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ArribaAbajo Primo Juan y prima Luz

En el decurso de los días, los casados llegan a semejarse físicamente. La vida en común crea entre marido y mujer, al lado de la afinidad espiritual, una cuasi afinidad fisonómica. Así como los caracteres, en los casos de connubio venturoso, pulen sus asperezas y liman sus aristas, fundiéndolas en una unidad de temperamento, así también en el rostro, en los hábitos, en las menudas facetas cotidianas, se opera una síntesis. Esos matrimonios viejos, quizás más unidos en el ocaso que en el alba, proyectan sobre nosotros, no la silueta individualizada del marido y de la mujer, sino la silueta colectiva, resultante de los dos: la tercera persona derivada del vínculo, mero artificio ideal, acaba expresándose en una realidad sensible. El análisis es impotente para explicar este hecho, pero el hecho existe: tal el caso de primo Juan y prima Luz.

Primo Juan y prima Luz eran iguales en el gesto y en la sonrisa. La nariz recta de primo Juan había iniciado una curva para aproximarse a la nariz respingona de prima Luz, y al parpadeo nervioso de prima Luz respondía el guiso de los ojos de primo Juan. Conservaban uno y otro la boca fresca e intacta la dentadura, y hablaban siempre en primera persona del plural:

-Nos hemos constipado -decía prima Luz. Y, en efecto, estornudaban a dúo. Coincidían hasta en las pequeñas indisposiciones: primo Juan injería tabletas de aspirina cuando le dolía la cabeza a prima Luz, y prima Luz sudaba a chorros para aliviar el enfriamiento de primo Juan.

Andaban ambos próximos al siglo. Veinte años antes, el tiempo había detenido su obra devastadora: los cuatro lustros transcurridos no hicieron mella en la anciana pareja. ¡Juegos de la vejez, que unas veces precipita su marcha y traza arrugas seniles bajo el cabello negro todavía, y otras veces la retrasa y se complace en que florezcan rosas de juventud al abrigo de la nieve! Cronos olvidó a primo Juan y prima Luz; ¡tiene tantas cosas en qué ocuparse! Porque olvido parecía el verles salvar invierno tras invierno, sin cambio alguno en el semblante, ágil el pie y despierta la mirada.

-¡Ah, diablo! -debe exclamar el Venerable, dándose una palmada en la frente, cuando, al hojear el Libro Negro, descubra que ha quedado inadvertido un nombre en un rincón de las páginas fatales. Entonces, con el ansia de ganar lo perdido, convierte su piadosa lentitud acostumbrada en tajo brutal. Cronos deja de roer y esgrime el hacha. De la noche a la mañana, el árbol se derrumba: hay que rematar en unas horas, a bárbaro galope, lo que debió ser labor de muchas jornadas y sosegado camino.

Primo Juan y prima Luz alentaban porque falló un momento la memoria del implacable relojero: ¡ay de ellos el día que sorprendiera el error padecido!

Primo Juan llevaba la voz cantante en el matrimonio; prima Luz, la segunda voz. Cuando primo Juan narraba un hecho, a cargo de prima Luz corrían las acotaciones. Y como vivían de añoranzas, en el último tercio del siglo XIX, y en su plática había una perenne lección de Historia, el papel de prima Luz adquiría considerable relieve. ¿No recordáis esos volúmenes llenos de citas y llamadas que completan y aclaran el relato? Tal el cometido de prima Luz. Primo Juan era el texto; prima Luz, la nota.

-Cuando viniste aquí de pequeño -decía primo Juan, acariciando la mejilla de José Luis-, aún ibas en brazos del ama.

-Tu ama -observaba prima Luz- nació cerca de Ribanova, en Dacón. Se llamaba Ana; ¡buena moza! Y en América está, cargada de hijos.

-Un día -continuaba primo Juan- invitamos a comer a tus padres. ¡Cómo se reía tu madre con las ocurrencias de Fanelo!

-¿No sabes quién es Fanelo? -intervenía prima Luz-. Todavía renquea por ahí, muy acabado ya. Fanelo, médico retirado hoy de la profesión, asistió siempre a los de nuestra familia; a ti te curó un golpe que te diste en la frente. ¡Qué travieso eras!

-Pocos quedan ya de aquellos tiempos, meu neniño -proseguía primo Juan con melancólico acento-. ¡Quién conocería esta casa si la viesen ahora! Todos van abandonándonos. Hace dos meses murió Tina Terán.

-Tina Terán -explicaba prima Luz-, una sobrina segunda nuestra, que nos quería mucho. ¡Dios la tenga en su gloria!

Prima Luz dominaba la red complicadísima de los parentescos, y con agilidad maravillosa recorría el árbol genealógico desde las raíces lejanas hasta los brotes recientes. Como los impedimentos matrimoniales, su competencia llegaba, en la línea recta, hasta el infinito, y en la colateral, hasta el cuarto grado. ¡Oh, podrían desaparecer el Registro civil y el canónico: prima Luz se bastaría para reconstituir el tronco florecido en trescientas ramas!

¡Qué endomingarse el del matrimonio los días grandes, en trance devoto de procesiones o en ocasión etiquetera de visitas de cumplido! Salían entonces, del fondo de la cómoda donde se guardaban, las prendas de ceremonia, milagrosamente conservadas entre bolas de naftalina, sin un cosido ni una mancha: prendas que atravesaron las angustias del 68; el alborozo del 75 y la malaventura colonial. Poníase primo Juan el sombrero de media copa, camisa almidonada, botonadura de oro, regalo de boda, y la levita venerable, de largos faldones, y sacaba el bastón de caña de Indias con puño de plata, en el que se leían sus iniciales. Prima Luz vestía el traje de seda negro, zapatos de charol, pendientes de filigrana, alfiler de complicada factura semieclesiástica, porque tenía en el centro una birreta cardenalicia atravesada por una espada, y la cadena de oro del abanico.

Y se iban los dos del bracero, satisfechos el uno del otro, contoneándose primo Juan como en sus tiempos de juventud, cuando el báculo de ahora era flexible junco donairoso, y entregada prima Luz a un incesante abaniqueo que no rendía sus manos seniles.

Les preocupaba la iglesia más que la casa propia y la cuidaban con celo parroquial:

-¿Te has fijado en la gotera de la capilla de la Virgen? Hemos de avisar al señor cura.

-Los candeleros del altar mayor están muy sucios: debían limpiarlos.

-La puerta del atrio chirría y distrae a los fieles: necesita una buena mano de aceite.

Vivían con limpia modestia, en una casuca próxima al Campo de San Rosendo: portal empedrado de grandes losas, llamador de campanilla, junto a la imagen del Sagrado Corazón; despacho diminuto -dos docenas de libros religiosos y varios tomos de una antigua revista ilustrada colocados en un armario de roble, escribanía de antigua loza de Sargadelos, reloj de nogal obscuro y timbre grave, un San Antonio sobre la mesa-; sala solemne, con su sillería tapizada de terciopelo rojo, retratos, amarillentos ya, dispuestos en esterillas colgadas a entrambos lados -del espejo, florones de nácar y concha en sus fanales de cristal, y un cuadro de la Virgen del Carmen coronando el tresillo; dormitorio casi monástico, de paredes blanqueadas, amplio lecho de matrimonio, bajo dosel, y un crucifijo de ébano a la cabecera...

Detrás de la casa, el huerto, donde crecían matas de rosas y claveles: al fondo, un cenador, y cerca del pozo, en una gruta artificial, un Lourdes en boceto, iluminado constantemente por una lamparilla.



En labios de primo Juan y prima Luz abundaba una exclamación bien avenida con la pátina melancólica de sus pensamientos:

-¡Ay, Dios!



Para ellos se habían hecho las oraciones cristianas

-No nos dejes caer en la tentación...

-Danos el pan nuestro de cada día...

Los dos pedían siempre por los dos.

Abrigaban, ¡a sus ochenta cumplidos!, el temor de sobrevivirse mucho tiempo el uno al otro.

-¡Bah!, no te inquietes -decía primo Juan-. Si muero yo antes que tú, te prepararé un buen sitio allá arriba, cerca de mí...

Y la dulce esperanza de encontrarle pronto alumbraba una sonrisa suave en el rostro de prima Luz.

-¡Si Dios nos hubiera dado hijos! -suspiraba a veces prima Luz.

-Pues yo no he perdido la esperanza todavía -picardeaba primo Juan.

-¡Tonto! -reñía prima Luz con risueño enfado.

Y la inocente broma teñía de rubores sus mejillas.



Todas las noches, al acostarse, y antes de apagar la luz, se despedían, mirándose con cariño:

-¡Hasta mañana, si Dios quiere!

-Hasta mañana.

A obscuras ya, le sobrecogía a primo Juan la angustia de que no despertase nunca prima Luz, y a prima Luz el miedo de no volver a ver más a primo Juan. Entonces inventaban un pretexto cualquiera y encendían de nuevo:

-¿Llamabas?

-No, pero me pareció oír pasos en el jardín...

Ponían los dos el oído atento, y, entretanto, se contemplaban. Primo Juan sabía de sobra que nadie había llamado, prima Luz no había oído nada en el huerto, pero jamás se descubrían el secreto de la infantil comedia que representaban: el único secreto en sesenta años de matrimonio.

-Aprensiones tuyas, mujer: todo está en silencio.

-Más vale así. Perdona, y hasta mañana, si Dios quiere.

-Hasta mañana.

Y primo Juan oprimía el interruptor, fijos siempre los ojos en prima Luz.




ArribaAbajo Lita

Lita era menuda de cuerpo, chatilla, graciosa, de ojos claros y alegres, linda la boca y grato el timbre de la voz. Cuando reía -y reía mucho-, su piel, sonrosada sin afeites, se hundía en dos hoyuelos coquetones junto a la comisura de los labios. Manojo de nervios siempre en tensión, iba y venía y hablaba por los codos, poseída de una inquietud que constituía acaso el mayor de sus atractivos. Abundan estos tipos diminutos, de una expresiva vivacidad: el vaso corporal que les fue avaramente regateado resulta estrecha cárcel para el alma, y el alma se revuelve dentro de su incómoda vestidura perecedera, pugnando por asomarse al exterior, y comunica al organismo todo un desasosiego de ave enjaulada. En los Grandes Almacenes Celestiales sólo hay una medida para el espíritu que ha de venir a reanimar la carne, y unas veces le adjudican dominios tan extensos que puede apenas alumbrarlos con su llama divina, y otras veces la ínsula es tan menguada que más parece prisión: tal el caso de Lita.

Lita tenía una especialidad: la de los funcionarios forasteros. Cuantos jueces, notarios y registradores pasaron por Ribanova en dos lustros muy cumplidos, conocieron a Lita. Lita adquirió así una notable competencia en mil pequeños detalles, preocupación del empleado en la luna de miel de su destino:

-¿Ha comprado usted ya la toga? -le preguntaba al nuevo juez-. Hágasela usted de seda mejor que de paño; y pida usted que le borden la placa, porque las de metal desgarran el tejido.

Al nuevo notario le aconsejaba:

-No falte usted los viernes al despacho; como día de mercado, acuden labradores y comerciantes de los pueblos vecinos, y sobra trabajo.

Y al nuevo registrador:

-¿Por qué no ejerce usted? En Ribanova escasean los abogados. A menudo, los clientes confían sus asuntos a letrados de otros partidos. Abra usted bufete, que no le irá mal.

Lita llegó a suscribirse a una revista de Derecho privado; ¡qué famosa la discusión que sostuvo sobre la naturaleza de la enfiteusis con un notario recién salido del horno de las oposiciones! Y más de un fallo hubo de someterse previamente a su examen: el secretario judicial aseguraba que en algunos borradores de sentencias había encontrado tachaduras y enmiendas en letra de mujer: la letra de Lita, sin duda.

Con el trato de la gente togada, no sólo dominaba ya todas las honduras del escalafón, categorías, posibilidades de ascenso, haberes de entrada, etc., etc., sino que había enriquecido su léxico impregnándolo en las puras esencias del tecnicismo forense. Llena de una naturalidad encantadora, Lita aplicaba a los vulgares sucesos de la vida los giros y la nomenclatura que, en quince años de tentativas nupciales fracasadas, había aprendido de media docena de fedatarios públicos, de dos asentadores de hipotecas y de tres señorías justicieros. Para ella, el noviazgo era una simple «anotación preventiva»; la respuesta a una carta petitoria de relaciones, la «contestación a la demanda»; «recurso de reposición» la insistencia del pretendiente desairado; y cuando un novio celoso reñía con el pretendido rival, decía que había interpuesto un «interdicto de retener».

Era piadosa, pero con piedad intermitente y tornadiza. Se la veía a temporadas meterse en la iglesia mañana y noche, siempre de negro, y recorrer uno a uno los altares, entregada a letanías sin fin. No había entonces novena ni procesión ni solemnidad religiosa que no la contase entre sus fieles más puntuales, y huía de la Alameda y del teatro como si la hubiese arrebatado una súbita vocación monjil, nunca sospechada. Sus amigas, que la conocían bien, comentaban con incrédula sonrisa aquellas fogaratas de misticismo:

-¡Bah! Igual que hace años; ahora le ha dado la ventolera rezadora. Pronto cambiará.

Y, efectivamente, cuando caía en Ribanova un varón soltero y en estado de merecer, Lita «colgaba los hábitos», escondía la ropa de luto y el velo y se lanzaba a la Alameda, encendida en ansias matrimoniales que las horas de recogimiento habían avivado.

-Mujer, no sé cómo te quieren los santos -le decía una de sus compañeras de celibato forzoso-, porque, en cuanto hay novio en perspectiva, le vuelves la espalda. Si yo fuese San José, te pegaba con la vara en la cabeza.

Pero Lita, consagrada a su nuevo amor, no escuchaba ni atendía a nadie, y ponía ahora en embellecer su figura y cautivar al galán de tanda el mismo fuego que poco antes había puesto en convencer a sus celestiales patronos de que ella era una oveja del Señor, rosa conventual, nacida para marchitar su perfume entre celosías y unir su voz al gangoso concierto de las madres en el coro.

Trataba a las imágenes de su devoción con una pintoresca familiaridad:

-San Blas es muy guapo. ¡Qué bien le sienta aquella barba florida, y qué majestad la de su mano en alto para bendecir! En cambio, a San Cosme, el pobre, le ha vestido el diablo. Siempre que paso por delante de su altar le digo en voz baja, al santiguarme: -«¡Eres demasiado bueno, San Cosme, porque consientes que te lleven de esa manera, y no andas a cachetes con el sacristán! ¡Que Dios me perdone, pero de perfil te pareces a Paizoco, el guardia municipal!»

Había en el temperamento de Lita bruscas alternativas de optimismo y desmayo, de escrúpulos supersticiosos y desenfados atrevidos. Y estas sus facetas desconcertantes no respondían, en el fondo, más que a una cosa: a las ganas que tenía de marido. ¿Ganas? Hambre devoradora. Lita deseaba casarse, y, como la viudita del cantar infantil, no hallaba con quién. Había puesto sus ilusiones en un Lohengrin que llegase, blanco también, pero del polvo del camino, jinete en la berlina de un coche, cisne de los caballeros ribeirianos, y decidido a emprender la heroica aventura de pedir su mano breve. Entre tanto, Lita desesperaba viendo transcurrir los años.

Un día circuló por Ribanova la noticia de que iban a suprimir el Juzgado. ¡Hubo que oír a Lita! Tiempo después recibía el Ministerio una instancia conmovedora. La incógnita firmante, «Una soltera», decía que los jueces tienen el deber de administrar justicia, pero la justicia no sólo se administra en los Tribunales, resolviendo litigios: existe una justicia social que exige que todo hombre con medios pecuniarios decorosos saque de penas a un corazoncito de mujer. Y el juez de entrada que aprecie en algo la propia dignidad debe contraer matrimonio antes de que corra un bienio desde su ingreso en el escalafón. «Hasta ahora, señor Ministro -añadía la instancia-, la judicatura española, confesado sea en su honor, ha sabido quedar a la altura de este deber. Cada doce meses, cincuenta o sesenta muchachitas entonan un fervoroso himno a la carrera judicial, que trae para ellas una pulsera de pedida entre los pliegues de la toga. Y el nuevo juez es siempre recibido, agasajado y mimado por las niñas sin colocación, como nunca lo soñaron ni Lanzarote ni don Alonso Quijano. Pues eso, que redunda en prestigio, consideración y fama de los magistrados, va a malograrse si prosperan los proyectos de Vuecencia. ¡Herodes fue menos feroz, porque no hay crueldad comparable con la de quitarnos la cabeza del partido, aquí donde, para pescar un partido, andamos las mujeres de cabeza! ¡Déjenos el Juzgado, señor Ministro! Lo agradecerán eternamente unas pobres chicas que han puesto en él su última esperanza. ¡Vuecencia ignora que estamos muy mal de «proporciones» masculinas! El próximo ascenso del actual juez nos tiene ya desasosegadas. ¿Cómo será el que ha de venir a sucederle, rubio o moreno, afeitado a la americana o con recios bigotes cosquilleantes a la española? Desde luego que a buen mozo pocos le ganarán... No sé si la gazuza de varón que padecemos nos engaña, o si el Ministerio impone a los opositores, como el cuartel a los soldados, determinada estatura, pero el caso es que todo nuevo juez soltero nos parece tan interesante, tan seductor... Luego, cuando pide relaciones a cualquiera de nuestras amigas, desmerece mucho de tipo, y si llega a casarse, cosa perdida; pero mientras no «elige», ¡nos gusta de una manera! Y la emoción de no saber quién ha de cautivarle, la habilidad de atraerle sin infringir las leyes del recato, con miradas insinuantes y sonrisas prometedoras, la gloria de rendir plaza que asedian veinte enemigas sutiles y tenaces -¡ay, ríase Vuecencia de las oposiciones que hacen los hombres al lado de las que hemos de hacer nosotras!-, y, finalmente, una noche, la entrada triunfal en la Alameda, del brazo de nuestro maridito, entre la rabia de algunas y la envidia de las demás... ¡Déjenos el Juzgado, señor Ministro!»

En Ribanova, como en muchas partes, escaseaban los hombres «disponibles». Por cada uno decidido al matrimonio había media docena de muchachas «en expectativa de destino».

«¡Claro, -comentaba Lita en sus momentos de amargura-, a nosotras nos aburren ellos, y a ellos no les inspiramos ningún interés! Nos conocemos demasiado. La forzosa familiaridad en que vivimos rompe el encanto de la perspectiva. Los que viajan y pasan algún tiempo lejos de Ribanova, nos miran de otro modo cuando regresan. El Ayuntamiento debía conceder a los muchachos becas para el extranjero: se fomentarían así los estímulos nupciales, tan débiles ahora. ¿Qué podremos decirles o qué podrán contarnos que no lo hayamos oído cien veces? El tedio satura nuestras pláticas: hoy como ayer, mañana como hoy. Nos une una amistosa indiferencia, y vamos envejeciendo juntos. Ya corren por la Alameda los chiquillos de las amigas que tuvieron la suerte de casarse pronto, y les acariciamos entre mal disimulados suspiros de tía solterona: ¡pensar que alguno de ellos pudo ser nuestro! Todos los años bajamos a Fontanela cuando empieza agosto, bostezamos en el cine durante las veladas de invierno, lucimos nuestros trajes de fiesta las tardes de domingo, compramos avellanas en San Tirso el día de Santiago, peras en Padronde el día de San Cristóbal, churros en Adega el día de la Virgen... Y, a diario, la estúpida noria de la Alameda, con sus tres farolas de amarillenta llama, blandones funerarios que alumbran el túmulo donde yacen nuestras ilusiones... ¡Ay, el pueblo, el pueblo! Y lo peor es que se le quiere, y que no cesamos de recordarlo si nos llevan a otro, y que nuestra ría nos parece la más hermosa, y nuestro paseo el más animado, y nuestros aires los más puros, y que somos capaces de arrancar el moño a la que se atreva a ponerle defectos... Contrasentidos inexplicables, como el de la enamorada que besa la mano del guapo que la hiere, y le ama por eso, precisamente por eso...»

De todos sus novios, ninguno logró impresionarla tanto como el tercero, Enrique Marcén, un rapaz seriote, de pocas palabras y gesto duro. Iba de ordinario solo, la pipa humeante en los labios, al aire el cabello en rebeldes mechones, abstraída la mirada detrás del cristal de las gafas de concha. Lita, tentadora y parladora, puso en juego los mil recursos de su sapiencia femenina, ganosa de conquistar al huraño juez. Marcén la oía hablar, clavados en ella los ojos con fijeza extraña, y una tarde, camino del Faro...

Moría el diálogo. Silencios cada vez más difíciles lo interrumpían, y temas de conversación socorridos siempre florecían un segundo para acabar pronto en glosas banales. El pensamiento navegaba, rumbo hacia remotas tierras todavía escondidas bajo brumas de incertidumbre. ¿Vendría un rayo de luz a descorrer el velo? El oído experimentado de Lita comprendía que aquellos eran los preludios de una confesión, y esperaba, esperaba, conteniendo su alborozo.

-Lita, yo no puedo casarme...

El asombro de Lita no tuvo límites. Marcén empezaba por donde los demás, ¡ay!, habían terminado. Hasta entonces sólo había habido entre los dos inofensivos escarceos, y he aquí que Marcén, de pronto, a boca de jarro, prescindiendo de los trámites que un uso inmemorial ha establecido, colocaba sobre el tapete la cuestión del matrimonio cuando aún no se había discutido el problema previo del noviazgo. Lita pidió explicaciones. ¿Qué clase de compromisos cohibían la libertad de Marcén? ¿Acaso otra mujer?...

No. No había otra mujer -Lita respiró-. Marcén no había hipotecado el corazón -¡oh, y qué bella encontró Lita la imagen jurídica traída tan a cuento!-. Era un propósito firme, nacido de una convicción arraigada: mejor que imposibilidad real, imposibilidad espiritual. No podía casarse... porque no debía casarse. Marcén temía y deseaba que llegase el momento de decir la verdad. Al lado de Lita sintió resquebrajada su entereza. Salvado el peligro -Lita ahogó un suspiro-, su conciencia le obligaba a ser sincero. Y venía dispuesto a serlo.

Marcén recordó su condición social: un título vulgar de funcionario se leía junto a su nombre. El cargo le condenaba al paladeo de la pestilente prosa jurídica: vivía entre artículos de Códigos y alegatos forenses. Su actividad estaba severamente reglamentada: unos legisladores implacables habían previsto todos los delitos que pueden cometer los hombres malos y todas las travesuras que pueden inventar los hombres listos. Fallaba ahora, fallaría siempre, de manera casi mecánica: no las horas, pero sí los días y los meses de castigo que merece una infracción, los tenía catalogados en unas tablas, y había de sentenciar al modo del farmacéutico que despacha una receta: tantos gramos de hurto, tantos gramos de prisión, agítese y notifíquese a las partes; o bien: tómense granos de demanda y réplica y polvos de contestación y dúplica, mézclense y distribúyanse a iguales dosis en media docena de considerandos... Pues la carrera no le ofrecía mayores atractivos. Era un número en el escalafón, una rúbrica en la nómina. «Alcanzaré la Audiencia con las primeras punzadas del reúma; cuando el asma torture mis noches, serán conmigo las poltronas del Supremo.» Eslabón de una cadena, ascendería detrás de los que iban delante de él, como él, a su vez, arrastraba consigo a los que le seguían. «Entretanto, a cobrar la paga, a sacar brillo a la toga en el terciopelo de los estrados, a dormitar apaciblemente mientras se desgañitan los voceros de tanda...» Por cobardía prefirió la miseria del sueldo seguro a la posible holgura del bufete, y se amarró con irrompibles esposas al banco de la Administración...

-Lejos de todo eso, que es cárcel vil y embrutecedora, donde el cerebro más escogido acaba criando moho -continuó Marcén-, quedan el amor y la mujer: dos cosas distintas, una sola belleza. Quiero consagrarles mis horas libres de la pesadumbre burocrática, y soñar un poco. Antes de trasponer sus umbrales limpiaré mis zapatos en el felpudo para desprenderme del lodo oficinesco. Por eso no me caso.

Lita, que le escuchaba atenta, mirándole de cuando en cuando con el rabillo del ojo, no se dio por vencida. Había varias cuestiones diferentes: una, su disgusto de la carrera -luego hablarían de ello; otra, la serie de razonamientos que le inclinaban a renunciar al matrimonio: esto era lo inmediato y lo esencial. Y Lita no compartía, ¡qué había de compartir!, el criterio de Enrique. ¿De modo que el amor está reñido con el casorio? Un hombre selecto no podía caer en tamaña vulgaridad. ¿Cuántos maridos hay que, cargados ya de hijos, alientan todavía una ilusión que para sí desean algunos jóvenes y solteros?...

-No lo niego, Lita, no lo niego -contestó Marcén-. Sin duda me he expresado mal. El amor no es incompatible con el matrimonio; pero el matrimonio es incompatible con el concepto que yo he formado del amor. Matrimonio significa amor reglamentado, ¿comprende usted?, ¡reglamentado! Tiene su estatuto en cien preceptos legales que llevan su impudicia hasta el último rincón del tálamo y cuentan por días y meses la legitimidad del hijo o el luto de la viudez, y señalan los derechos y deberes de los cónyuges, igual que las facultades y obligaciones de los contratantes en el censo consignativo o en el comodato. Yo, que estoy harto de ordenamientos y pragmáticas, que necesito una atmósfera de libertad para moverme por espontáneo impulso, sin sentir sobre mí el peso de la ley, me espanto cuando pienso que dentro del hogar permanecería, como en la Audiencia, sujeto a la soberana voluntad del Estado, y que hasta mis afecciones más caras serían, simplemente, el cumplimiento de un mandato de las Cortes. ¿Defender a nuestra esposa de todo cuanto pueda herirla en el cuerpo o en el alma? Eso lo dispone el artículo 57 del Código Civil. ¿Guardarla a nuestro lado, porque es carne de nuestra carne y sin ella no sabríamos estar a gusto? Así lo ordena el artículo 56... ¡Horror de los horrores, el Derecho, siempre el Derecho esclavizándonos entre sus mallas odiosas!

Marcén se explicaba con inaudito ardor. ¿Y era aquél el hombre de hielo, sin calor de alma, «soso perdido», al decir de sus amiguitas? Pues Lita le oía abrumada, y por vez primera en su vida, no sabía qué responder.

-Es este un momento solemne para los dos -prosiguió Marcén, después de una pausa breve-. Una mujer como usted, inteligente y discreta, no debe detenerse ante las vallas convencionales con que los ñoños al uso acotan el terreno de la educación femenina. Quiero que vea usted en mis palabras la honrada sinceridad de un hombre digno. Pues bien: el matrimonio es ahora, ha sido siempre, una función pública, y los cónyuges, funcionarios. El matrimonio lo ha organizado la ley como un servicio del Estado, que persigue la conservación de la especie. ¿Cree usted que el amor constituye un fin en sí mismo, y que los que se aman deben encontrar, en el recíproco encanto de hallarse juntos, el único porqué de su unión? Pues se equivoca usted: el amor no es un fin, sino un medio -¡pásmese usted!- para lograr un fin práctico. Las flores nupciales esconden bajo sus pétalos una idea de utilidad, como el tendero que envuelve sus artículos en la página arrancada de un tomo de poesías. ¡Detrás de las dulces efusiones conyugales, cuando una ilusión de juventud y de belleza enciende los sentidos y transporta el alma a un plano ideal, y hay un batir de alas en la mano que acaricia, y fragancia de rosas en el labio que besa, y todo lo demás parece bajo, mezquino y grosero, el Estado sonríe, porque piensa que se avecina un nuevo ciudadano para el censo, un nuevo contribuyente para el Erario, un nuevo recluta para el cuartel, u otro seno fecundo de madre, y se felicita de contar en su territorio con tan diligentes proveedores!... Y yo, que batallo todos los días entre intereses codiciosos, no quiero marchitar el amor con prosaísmos utilitarios, y como odio la función pública, no quiero tampoco empequeñecerlo en la rutina de un menester administrativo.

Calló Marcén, quedose Lita silenciosa y allí acabó el palique. Ya de vuelta en su casa, Lita puso la memoria en juego para recordar punto por punto cuanto aprendiera aquella tarde. Las «cosas» de Marcén le parecían muy raras. Ninguno de sus pasados amoríos tenía con el de ahora la menor semejanza: era un caso nuevo en su «jurisprudencia».

Eso sí: su dignidad femenina había salido ilesa. Marcén no la amaba, pero tampoco amaba a otra, y hasta aquel peligro de que hablara, dándolo desde luego por salvado, habíala envanecido...

-¡Ya veremos! Todavía no nos hemos dicho la última palabra. Todos nos equivocamos, y los hombres más que las mujeres, y en achaques de cariño nadie ha acertado nunca...

Y Lita abrigaba contra el viento pesimista de su experiencia la débil lucecilla de esperanza que su buen deseo encendía.

Las disquisiciones sobre el matrimonio la dejaron boquiabierta. Algunas no llegó a entenderlas; alguna la entendió demasiado. Pero quizá no imaginara Marcén que el discurso enfervorizaría sus anhelos conyugales. Después de escucharle, el casorio se la aparecía rodeado del prestigio de la función pública: atractivo no escaso, que podía apreciar en su alto valor quien, como Lita, contaba diez años de servicios novieros con otros tantos agentes de la Administración. Visos de cargo, empleo o destino tenía, en efecto, por lo difícil que era el conseguirlo: ¡pocas plazas y cientos de solteritas a caza de las vacantes! ¡Ay, y qué no haría ella para lograr puesto fijo de plantilla; ella, que venía padeciendo tantas temporerías volanderas!...




ArribaAbajo Cuestiones de etiqueta

-Amigo José Luis -dijo Romeira encendiendo un cigarro-, necesita usted dominar al detalle la etiqueta pueblerina. ¡No sonría usted! Viene usted acostumbrado a las grandes poblaciones, donde, afortunadamente, la vida de relación se inspira en criterios de tolerante amplitud; pero aquí, no sé si por fortuna o por desgracia, continúa en vigor el más severo de los códigos, y ¡ay del que olvide sus preceptos imperativos! Un ejemplo: ¿qué cree usted que es lo primero que hace falta para tener novia?

-¡Hombre, vaya una pregunta! -contestó José Luis-. Lo primero que hace falta es que nos guste una muchacha y que la elegida no nos mire con desagrado.

-¿Lo ve usted, cándido polluelo? -replicó Romeira-. ¡Ignorancia atrevida! Pues no, señor, está usted completamente equivocado. Eso ocurrirá en Madrid, y hasta en Guadalajara, si usted quiere, pero en Ribanova, no. En Ribanova, para tener novia, lo primero que hace falta es... un amigo que tenga novia. Si no cuenta usted con eso, tiempo perdido.

José Luis pidió explicaciones. Le sorprendía un poco la afirmación de Romeira. Un momento estuvo tentado de tomarla a broma, pero eran las siete de la tarde y a aquella hora Romeira hablaba siempre en serio. Y Romeira aclaró el jeroglífico:

-En Ribanova, amigo José Luis, las muchachas carecen de libertad. En este escenario tan reducido, donde todos nos conocemos de sobra y donde nuestras cosas no son un secreto para nadie, la que hemos convenido en llamar buena sociedad sujeta los noviazgos a normas muy estrechas. ¿A quién podría escandalizar que los novios paseasen solos por la Alameda? ¿Qué mejor compañía que la de los doscientos vecinos que, como ellos, dan vueltas de farola a farola oyendo la música, y qué mayor vigilancia que la de los cuatrocientos ojos llenos de curiosidad, que observan sin que ni una palabra ni un gesto escapen inadvertidos? ¿Dónde hallar pareja tan insensata que, en este medio de publicidad, con luz y taquígrafos, se atreviese a infringir las reglas del decoro, entregada a carantoñas deshonestas? Ribanova tiene en sí misma las máximas garantías de recato. Pero la costumbre, inflexible como la ley, prohíbe noviazgos manumisos: han de ir, cuando menos, dos parejas juntas. Una pareja aislada estaría indefensa frente al asalto de la murmuración.

-¿Y no pueden las amigas prestar ese servicio?

-¡Tatata, las amigas! ¿De dónde sale usted, que tales absurdos piensa y dice? Hoy es usted un forastero: le halagan a usted, le sonríen. Se han enterado ya de sus condiciones personales: familia, carrera, antecedentes penitenciarios... Constituye usted «una posibilidad» nada despreciable, un partido: pavonéese y no me lo agradezca, porque no se merece. Mientras continúe usted en turno de mariposeo, todo irá como sobre ruedas; ¡desgraciado de usted el día en que se decida a hacer el amor a una rapaza! Sin previo ultimátum, quedará decretada contra usted implacable guerra. A su amor le mentirán que usted tiene relaciones formales con otra mujer y sólo pretende pasar un verano divertido; a usted le descubrirán los defectos de ella, falsos o verdaderos. Recibirán ustedes anónimos. Le atribuirán a usted frases despectivas para su novia y a su novia comentarios mortificantes para usted. El cuento y la insidia formarán alrededor de entrambos una atmósfera irrespirable. Si la elegida no posee una varonil entereza de alma, acabará por recelar de usted, y si usted no logra desembarazarse de las redes que han de tenderle, espiará su sonrisa y sus miradas, deseoso y temeroso a un tiempo de confirmar la especie artera vertida en los oídos de usted. En la Alameda, las buenas amiguitas la colocarán en medio del grupo para que usted se vea precisado a sostener con todas una insulsa conversación frívola, y muy de tarde en tarde, y a regañadientes, conseguirá usted un segundo reservado y confidencial. Finalmente, ella, aburrida, se meterá en casa, y usted, desesperado, habrá de resignarse a guardar su calle y valerse del clásico telégrafo digital. En estas condiciones, el amor dura poco, y ahí está la clave. Disponga usted, en cambio, de otra pareja, y no habrá cuestión. ¿Recuerda usted la parábola del ciego y el paralítico? Pues aplíquela al caso. Excuso ponderarle la firmeza del vínculo de solidaridad que une los dos noviazgos. Un recíproco provecho lo sostiene.

-Sociedad de socorros mutuos se llama esa figura -comentó José Luis.

-Usted lo ha dicho: de socorros mutuos, ¡y a qué extremos de abnegación han llegado alguna vez los mutualistas! Hubo un tiempo en el que en Ribanova paseaban únicamente dos parejas de novios: Luis y Juana, Antonio y Rosa. Enfermó Luis gravemente, y Antonio se convirtió en su enfermero: le velaba día y noche; trajo, a costa de su bolsillo, un especialista de Santiago, que practicó una operación delicada; ofreció su sangre para reanimar el cansado corazón del doliente..., todo inútil: Luis se moría. Veinticuatro horas antes de expirar recobró el conocimiento, obscurecido hasta entonces por altísima fiebre: «-Siento dejarte -murmuró entre congojas-; ¿qué va a ser de vosotros sin nuestra compañía?» «-Cierto -le contestó Antonio-; ¡lástima que no puedas aguardar siquiera seis meses! Nosotros nos habríamos casado ya, y tú te irías al otro mundo con la tranquila conciencia del deber cumplido.» Hubo una pausa, interrumpida apenas por el estertor del moribundo: «-¡Oh! -suspiró al fin-. Créeme, Antonio, que nadie me aventaja en el ansia de vivir. Sé leal conmigo y convendrás en que, cuando menos, tengo tanto interés como tú en salir bien de este horrible trance.» «-Nunca lo he dudado, pobre amigo -le respondió Luis estrechando su mano abrasadora-. Me atrevo a asegurar que, si de ti dependiera, no nos abandonarías: ¡Dios te bendiga!» Ido Luis para siempre, Antonio no logró substituirle. No había en Ribanova otro noviazgo. Al principio utilizó el correo para comunicarse con Rosa: le cansó tanta correspondencia. Después aprendió a hablar por los dedos, y entre la humedad y el frío contrajo un reúma articular que inmovilizó dolorosamente sus falanges. Veía a su novia una vez a la semana, en la iglesia, desde lejos: llevaba cuatro meses sin la música de su voz. Un día desapareció. Tras de incesantes pesquisas hallaron su cadáver pendiente de un árbol del Parque. En uno de los bolsillos de la americana descubrieron un papel arrugado. El papel decía así: «¿Por qué es preciso que se quieran cuatro para que puedan quererse dos?»

Calló Romeira: la sombra de Antonio, víctima de un suplicio más cruel que el de Tántalo, puso en su frente una arruga dolorosa.

-Ha habido otra historia menos sombría que esa que le acabo de contar a usted -prosiguió-. ¿Ha oído usted hablar de Penelón? Vino a Ribanova hace algunos años. Era el hijo único de Andrés Penelón, hombre cien veces millonario, quizá la mayor fortuna de Buenos Aires en aquella época. Pues bien, Penelón, después de recorrer toda Galicia, se detuvo en Ribanova casualmente -una avería en el auto, que le obligó a hacer noche entre nosotros-, conoció en el hotel a Josefina, la más linda rapaza de todo el partido judicial, y aun de la provincia, si me apura usted, y con la vehemencia de los veintidós mayos inició el asedio de la plaza, cubierto aún del polvo del camino. ¡Cómo cayó la noticia en Ribanova! ¡Penelón, el ricacho Penelón, dueño de cien mil cabezas de ganado y de haciendas vastas como un reino, enamorado de una ribeiriana! Pero la mala suerte nos perseguía: cuando ocurrían estas cosas, en Ribanova no había ni un noviazgo para muestra. Dijérase que una plaga había devastado nuestra flora sentimental. Y el problema se presentó con apremiantes caracteres. No era sólo el interés particular de los enamorados el que sufría notorio perjuicio: era el interés del pueblo, el de Ribanova entera. En los Códigos, la mujer sigue al marido; en la realidad, el marido sigue a la mujer. Penelón, casado con una mujer de Ribanova, equivalía a asegurar a Ribanova la tutela generosa de Penelón. Ribanova confiaba en que la amante solicitud de Josefina haría llover sobre la villa abundantes donativos. Aquella montaña de pesos iría poco a poco repartiéndose en escuelas, en hospitales, en la iglesia parroquial, en caminos... Había que lograr a toda costa que las relaciones iniciadas continuasen sin el menor tropiezo; más todavía: había que estimularlas. La Corporación municipal se reunió en sesión secreta. Los concejales comprobaron que Ribanova no disponía de ninguna pareja útil para menesteres de complemento. ¿Habría alguna muchacha dispuesta, por el bien comunal, al sacrificio de llevarle la cesta a Josefina? Con la reserva de rigor, el Ayuntamiento hubo de insinuar la posibilidad de que servicios tan valiosos recibiesen, como recompensa, un título de hija adoptiva y una pensión vitalicia: la gestión fracasó. ¿Y no sería conveniente tender un cable conciliador entre Alfonso y Teresa, novios desde pequeños, que riñeron sin motivo justificado, y que, según informes fidedignos procedentes del Campo de San Rosendo, se habían sonreído dos veces la noche de San Juan? El primer teniente de alcalde obtuvo amplios poderes para intentar el arreglo. Exploró primero a Teresa, a Alfonso después. Les citó en su casa, les obsequió espléndido: les dio de beber algo más de la cuenta..., tiempo perdido: Alfonso y Teresa habían roto definitivamente sus relaciones. Y los días pasaban, y Penelón, rabioso, hablaba de tomar el auto y huir a otras tierras menos esquivas... El Ayuntamiento había hecho cuanto estaba en su mano: pavimentó de nuevo la acera frente al balcón de Josefina, para mayor comodidad del galán; prohibió, bajo severas sanciones, el tránsito rodado por la calle de San Pedro, donde vivía ella, de siete a nueve y de doce a dos, horas que Penelón dedicaba a su amor; trasladó a otro paraje un farol del alumbrado público, cuya luz indiscreta podía molestar a los novios; contrató una rondalla especializada en aires argentinos, que a la hora de la cena desgranaba las notas quejumbrosas del pericón, tan gratas para el adinerado mozo... Pero Penelón quería acompañar a Josefina, y Josefina no salía a la Alameda porque sus amigas la dejaban sola. El Ayuntamiento se declaró vencido, y una mañana, cuando ya había abandonado la esperanza de resolver el pavoroso conflicto, el alcalde supo que en Hoz, villa próxima a Ribanova, había una pareja muy amartelada... Inmediatamente, en unión de dos concejales, se trasladó a Hoz, conferenció con su colega hocense, llamaron a los novios, el alcalde de Ribanova les ofreció gratis viaje de ida y vuelta en coche particular, estancia en Ribanova en las mejores habitaciones del mejor hotel y una suma respetable con cargo al capítulo de imprevistos. Aceptaron los novios, vinieron a Ribanova, abandonó Josefina su forzada clausura, se casó medio año después, y ahí tiene usted nuestros cuatro grupos de escuelas, nuestro hospital prontas a terminarse las obras, nuestro desembarcadero en Dobre, debido todo a la munificencia de Penelón, hijo adoptivo de esta villa. El Ayuntamiento no olvidó las amarguras pasadas, y a fin de evitarlas en lo sucesivo adoptó dos acuerdos interesantes: uno, el de pedir la exención del recargo de soltería en la cédula para los muchachos que sostengan noviazgo oficialmente autorizado; otro, el de conceder a las parejas el disfrute gratuito de las sillas municipales que se colocan en la Alameda los días de música...

Romeira comentó luego tres pragmáticas vigentes sobre urbanidad deambulatoria: la de los varones graves, la de las niñas y la de los pollitos y pollitas en estado de merecer. Practicábanse en el paseo y entre los paseantes. Aplicaban la primera a los grupos de más de tres personas, y consistía en que el puesto preferente fuese ocupándose por turno riguroso; esto hacía precisos una serie de movimientos, esbozo de instrucción militar, vueltas a la derecha y a la izquierda, variaciones, avances y retrocesos calculados con arte exquisito, a fin de que la presidencia correspondiera, matemáticamente, al vocal de tanda. Sistema democrático, en el que recibíase esa cuasi magistratura popular según criterios de igualdad estricta, y que sólo suele imperar en los pueblos pequeños, donde la reducida longitud del Cantón o la Alameda impone un constante ir y venir. Había, sin embargo, dos excepciones: una, la de los prohombres de prestigio, en esp ecial forasteros, a quienes por atención obligada se defería siempre el lugar de en medio; otra, la de los que mantenían el peso de la plática o contaban algo que los demás oían con interés; en ambos casos quedaba en suspenso la rotación de costumbre. Y era frecuente las tardes de domingo, después de terminada la música, el ver desplomados en los bancos de la Alameda media docena de señorones que llevaban impresas en el rostro las angustias de un profundo trastorno estomacal, víctimas del inevitable mareo que producía la rigurosa etiqueta ribeiriana. Un farmacéutico inteligente inventó unas píldoras muy adecuadas al padecimiento. Las vendía en cajitas coquetonas, que ostentaban este título: «Gotas de cortesía», e hizo un gran negocio.

El sexo femenino gozaba de fuero privilegiado. Las muchachas, en grupos numerosos, que a veces cubrían el frente del paseo, y cogidas del brazo, no cambiaban nunca de puesto en la línea. Entre las mujeres de una misma clase adviértese, en ese sentido, la ausencia de jerarquías: las únicas que podrían invocarse, la de la belleza o la de la elegancia, son precisamente las únicas que no se reconocen. A pesar de las hipótesis de matriarcado original, todo induce a suponer que las ideas de mando y autoridad han nacido en cabeza masculina -parece excusado añadir que en la glosa política puso Romeira sus pecadoras manos.

La buena crianza deambulatoria, que en los varones graves descansaba en exigencias de rango social, en la relación de muchachas con muchachos obedecía a motivos muy diferentes. El galán que acompañase a Luisa, Juana, Antonia y Mercedes, si daba la primera vuelta al lado de Luisa, había de dar la segunda al lado de Mercedes; la tercera, junto a Luisa; la cuarta, cerca de Mercedes, y así sucesivamente, para no acusar nunca preferencias que colocaran a las otras nenas en situación de preferidas. El derecho de acompañar sólo a una era correlativo del deber de acompañar a una sola también. Ley de indiferencia y trato igual: mariposeo forzoso. De ahí el tremendo problema de los trámites preliminares del noviazgo, zona imprecisa donde la amistad empieza a obscurecerse y amanece el amor. El pretendiente, sujeto a la tortura del cambio, hilvana una conversación cortada cada cinco minutos y más parecida a un carteo que a un diálogo. Van del bracero Luisa, Juana, Antonia, Mercedes, Concha y Maruja.

Al vidrio, Julián, aspirante a la linda mano de Maruja.

Primera vuelta: Julián, inmediato a Maruja, pondera con frase apasionada los sentimientos que le animan:

-Créeme, vidiña, que te quiero de veras. Nunca mujer alguna me ha llegado tan adentro como tú. Acreditan mi constancia...

Segunda vuelta: Julián ha tenido que mudar de compañera, le ha tocado en suerte Luisa. ¿Y qué le dice a Luisa? Habla del tiempo, de la música...

Tercera vuelta: Julián reanuda la plática:

-... acreditan mi constancia los hechos. ¿Cuántos años hace que vengo detrás de ti, Maruja? Eres muy desconfiada y nada justifica tus temores.

-Todos los hombres sois lo mismo, Julián. Pienso que...

Cuarta vuelta: otra vez Luisa. Variaciones sobre la banda y sobre el nordeste que sopla. Julián jura para sus adentros como un condenado.

Quinta vuelta: Maruja vacila antes de dar una contestación. Un poco de paciencia. ¿Qué prisa le corre el saber si...?

Sexta vuelta: ¡siempre Luisa!

Et sic de caeteris. Cuando el paseo acaba, Julián, en tres horas largas de acompañamiento, no ha logrado pelar la pava con Maruja cinco minutos seguidos.

En Ribanova los opositores a novios habían de educar sus nervios para saltar bruscamente desde la emoción intensa de un momento cálido que interesaba a una, hasta la insulsez de un comentario anodino que aburría a seis. Pero era sabia la costumbre del pueblo, porque aquellas preguntas y respuestas, interrumpidas en cada extremo de la Alameda, acrecentaban en los varones el anhelo del diálogo aparte y permanente. El que sufriese el noviciado sin desmayar ofrecía sobradas seguridades de firmeza.

-En fin -concluyó Romeira-, habrá visto usted que entre nosotros cuenta ya con secuaces el hábito estival de ir descubiertos. Sólo la muchachada ha jurado la nueva ordenanza: las personas mayores, fieles a la tradición, no salen a la calle sin sombrero. La línea divisoria del pasado y el presente comienza en los casados jóvenes, en quienes la seriedad del estado cohíbe un poco el desembarazo de la edad. Importaron la moda unos veraneantes, que acaso la aprendieron en la sierra castellana. Del señorío descendió pronto a las clases mercantiles, y del comercio al estado llano; sin embargo, el «demos» hállase todavía en período de evolución: aun no se ha aclimatado, y echa algo de menos la boina o el flexible. Claro, la inclinación ha venido a substituir al destocamiento, pero es difícil trazar una reverencia, curva atenta que debe andar tan lejos de la tiesura presumida como del rendimiento servil. Y advertirá usted, entre los dependientes y los obrerillos modernizados, el engorro del trance: dicen adiós, bosquejan un principio de saludo... y la mano, vencida por la fuerza de la costumbre, se eleva hasta la frente en un gesto semimilitar. ¡Qué quiere usted! No en balde hemos pasado siglos enteros creyendo que la educación exige que cuando dos personas conocidas se encuentran deben enseñarse la testa, en prenda de recíproca estimación y amistad. Aciertan, pues, los que opinan que la forma de las instituciones sociales debe operarse lentamente, siguiendo etapas graduadas. De hecho, durante el verano, en los pueblos de la costa, donde el sol no ofende, el cubrecabezas sirve sólo, por paradójico contraste, para descubrirse la cabeza. Sus dos finalidades, la útil y la protocolaria, abrigo y cortesía, quedan reducidas a una. El sombrero se lleva, sencillamente, para poderlo quitar.




ArribaAbajo En casa del coadjutor

Como todos los años, Pedroso, el coadjutor de Villasol, celebraba con un banquete la fiesta de Santiago, patrono del pueblo. Habían sido invitados el señor arcipreste, el señor cura de la Braña, el señor abad de Nobre, Juanón, Sueiro y José Luis.

Joven, coloradito, carirredondo, parapetados los ojos inquietos detrás de las gafas de oro, pulcro el traje talar, bien rasurada la mejilla, Pedroso atendía a los comensales con obsequiosa solicitud. Estaba la mesa dispuesta en el despacho, que abría sus balcones sobre la huerta de Norte. Dos centenares de volúmenes ponderaban el buen gusto del coadjutor. Coronando la librería, media docena de postales de Monteledo, donde el presbítero vallisolano había seguido sus estudios -el viejo maestro de Teología rodeado de sus discípulos predilectos, un grupo de escolares del segundo de Latín... Al lado de los recuerdos canónicos, algunos profanos: un retrato de Maura hablaba de antiguos fervores políticos; un tomo de semblanzas parlamentarias exhibía sus titulares llamativos; el lomo severo de los Ejercicios de San Ignacio era como un de profundis entre el pentagrama sonoro de las obras de Rubén, acaso más cerca de la mano que el Catecismo de San Pío V...

Vivía Pedrosa satisfecho de su señorío espiritual. A veces, en sus paseos solitarios a lo largo del muelle, permanecía horas enteras inmóvil, abstraído en la contemplación del pueblo. Villasol le ofrecía sus pardas casucas amontonadas. Dijérase que, constreñidas por la penuria del solar, se encaramaban unas sobre otras para mirarse mejor en el espejo de la ría. Montecarlo silencioso y honesto, la mole del Gran Casino tendía sobre la villa su sombra tutelar... Pues todo aquello era suyo. La fuerza ata el derecho de ir y venir, el médico llega hasta la entraña, el afecto ahonda en el corazón, pero quedan siempre rincones escondidos, penumbras vergonzosas, escoria del alma, que sólo se criba en la rejilla del confesionario, cedazo de las conciencias.

Pedroso manejaba la pluma muy lindamente. Corresponsal y confesor a un tiempo, ejercía una doble jurisdicción de paradoja: la de la vanidad, que busca resonancias en la letra de molde, y la de la penitencia, que descansa en el sigilo sacramental; la de las cosas que queremos que sepan todos y la de las que no querríamos que supiera nadie...

Había terminado el yantar: paella monstruo, langosta después; finalmente, el clásico pastel de hojaldre, elaborado según fórmula culinaria que se transmitía de generación en generación y que el gremio de las cocineras villasolanas guardaba cuidadoso, bajo juramento nunca infringido, para admiración y envidia de los pueblos ribereños del Nova.

-¿Qué dice la milicia? -preguntó Sueiro cuando encendieron los cigarros.

-La milicia no dice nada -respondió Juanón-, y mientras no diga nada viviréis tranquilos.

-Cierto, señor capitán; desgraciadamente cierto -asintió Sueiro.

-¿Desgraciadamente? -hubo de protestar Juanón-. Por nosotros cobráis las rentas.

-Por nosotros cobráis el sueldo -replicó Sueiro.

-¡Ay de la tierra si el sable no ampara al labrador!

-¡Ay del cuartel si el surco no le da el pan!

Era la eterna disputa. Sueiro, propietario rural aficionado a la lectura, defendía tesis antimilitaristas, acaso más que por convicción sincera, porque, con ánimo avieso, se complacía en sacar de sus casillas a Juanón, viejo capitán retirado, entusiasta del ejército y fácil a la ira. En la Alameda, en el Casino, en la rebotica de Gala, no pasaba día sin que discutieran, entre bromas y pullas que degeneraban pronto en polémica ardorosa, y en más de una ocasión hubo que separarles. Cuando el tuteo acostumbrado, hijo del antiguo afecto que les enlazaba, cedía sitio al «usted» ceremonioso, los amigos, que sabían que el cambio de tratamiento precedía a la borrasca como el relámpago al trueno, preparaban la bandera del armisticio. Juanón y Sueiro se apreciaban de tú y se injuriaban de usted.

Aquella tarde Sueiro traía propósitos conciliadores. Iba a razonar. No quería que sus palabras fuesen lanza de torneo, sino blando instrumento de controversia. La presencia de José Luis era un estímulo y un freno.

-Los militares -empezó diciendo- hacéis las cosas mal desde un principio. A los dieciocho, a los veinte años, cuando todavía la ley común no os concede capacidad para gobernar vuestra propia vida, ponen en vuestras manos cincuenta vidas. El uniforme es un distintivo de clase propicio al engreimiento. Las estrellas dan harta publicidad al mando. Las categorías civiles, aun en la cumbre, son modestas: un catedrático, un magistrado, un médico, pasan inadvertidos en la calle: nada descubre su condición. Un oficial luce siempre en la bocamanga el signo de su grado. Los mílites a sus órdenes le saludan, y esa manifestación externa y visible de poderío, que sólo a vosotros os está reservada, y que se traduce en el gesto obediente de la mano que sube hasta la boina o el ros, fortifica a diario vuestra íntima convicción de superioridad. Los paisanos os hemos en parte imitado, ¡lástima grande!: también nuestros uniformes llevan el aditamento de un arma. Las profesiones más pacíficas han creído indispensable, para prestigio del traje de ceremonia, la empuñadura de oro del sable o el espadín... Sólo dos autoridades han encontrado en sí mismas su propia fuerza, sin tangibles símbolos de coacción: el clero y la magistratura, el señorío del derecho y el señorío de la fe. Bien lo habéis comprendido vosotros: vuestra familia no estuvo completa hasta el día en que organizasteis cuerpos mixtos, que esconden la tonsura debajo del casco y cuelgan un código del tahalí.

Juanón oía y callaba. Las teorías de Sueiro le cogían un poco de nuevas. Al combate de siempre, a base de artillería gruesa, había sucedido esta otra suerte de esgrima académica, florete demasiado fino para el viejo capitán.

-Vuestra jerarquía es de un materialismo deplorable -continuó Sueiro-. Depende del número: no de la calidad, sino de la cantidad prosaica. El capitán manda más hombres que el teniente, y el coronel más que el capitán. En vuestras filas desaparecen los matices: todos los soldados son iguales, con la semejanza externa del uniforme, con la interior semejanza de la disciplina. El espíritu castrense se expresa en una unidad seguida de muchos ceros: el espíritu civil quiere que haya muchas unidades independientes unas de otras, y estimular sus rasgos privativos, sus notas peculiares. A la voz del jefe, los regimientos marchan como un aparato de relojería, y el ciudadano, convertido en la pieza numerada de un organismo, adelanta y retrocede, apunta y dispara ciegamente, maquinalmente... Militarizar equivale a podar. Vuestras tijeras implacables van cortando ramas y brotes, hasta que la fronda varia y poliforme queda reducida a un tipo único, y los troncos pierden su calor de vida para adquirir la frialdad de una columnata de piedra. El bosque militar no tiene el perfume de los tallos en flor ni el regalo de la sombra...

Suspendió Sueiro la plática un segundo y humedeció sus labios en la copa de coñac. Pedroso hizo un expresivo guiño de ojos a José Luis. El coadjutor sentía como propias las glorias locales. «-Vea usted, señor madrileño, parecía decirle, que en este rincón de España también sabemos discurrir. ¿Qué creía usted? Pues espere, que todavía ha de escuchar cosas mejores.» Los curas convidados asistían al debate con una reposada suficiencia de tribunal. Ellos representaban una fuerza distinta de las dos en lucha. Su autoridad la traían de lo más remoto y de lo más alto...

-¡Qué satisfacción la vuestra -prosiguió Sueiro- cuando pensáis que sois los primeros servidores del Estado! ¿Y por qué los primeros? ¿Por qué arriesgáis la vida? Muchos la arriesgan: el médico, a la cabecera del enfermo; el químico, en el laboratorio; el minero, en la entraña del pozo... Cada uno a su manera, y dentro de su oficio, compromete la propia existencia, y en él la deja a menudo. El pelear diario no ocasiona menos bajas al ejército civil que a la milicia la guerra. Mas no podéis comprenderlo. En vuestras aulas respiráis un ambiente de gesta. Para vosotros, el pasado es un eco de aventuras gigantes, lejana sinfonía de clarines y tambores, y la Historia de España, la Historia de las Batallas de España, encuadrada en marco tejido con lanzas y escudos, arcabuces, cascos empenachados... A través del brillante aparato bélico que deslumbra los ojos y atruena los oídos, apenas advertís el ritmo fecundo y silencioso del trabajo civil. Inflamados en un fervor marcial, añoráis hazañas quiméricas que se fueron para no volver. Ningún servicio os parece comparable en dignidad y nobleza al servicio de las armas. Surge así la noción del honor militar, superior al honor de las otras clases, y representativo del decoro nacional. Las profesiones intelectuales, y mucho más las actividades mercantiles, ocupan un peldaño subalterno. Pero, ¿por qué ha de estar la patria simbolizada en el cuartel mejor que en la cátedra o en la Audiencia? La cotidiana abnegación escondida del paisanaje se aviene mal con vuestro temperamento. Los hombres que cifran su ilusión en la gallardía de un minuto temerario, en la fortuna de un arranque atrevido, en el denuedo, en el arrojo valiente, no sienten, no pueden sentir la gloria de nuestra pacífica laboriosidad obscura, horra de cruces y entorchados. ¡Oh, la paradoja de la paz armada! Como las guerras constituyen, afortunadamente, casos de excepción en la vida de los pueblos, la familia castrense ha de permanecer durante largos periodos en forzoso paro. Y cuando, sentados junto a la garita, en las horas eternas de la guardia, presenciáis el desfile de los ciudadanos que acuden a la oficina, el comercio o la fábrica, en vuestros labios se dibuja una altiva sonrisa: «Nuestra aparente pasividad engaña -parecéis decirnos-. Con sólo existir obramos ya. No vale menos que nuestra actuación directa la certeza de que podemos actuar. Id y venid, dedicáos tranquilamente a vuestros menesteres burgueses; nosotros velamos». Y tendéis el amparo de vuestra mano protectora sobre el gentío que viste americana...

Al llegar aquí Sueiro, Juanón, que a duras penas se había contenido, le interrumpió con destempladas voces. ¿Qué insensateces eran aquellas y cómo habían hallado cobijo en un entendimiento equilibrado? Hay cosas que no se pueden discutir...

-La milicia entera habla así -le atajó Sueiro-: «hay cosas que no se pueden discutir». Como no debéis discutir las órdenes que os dan, no toleráis que discutan las que de vosotros parten. «¡Atrás, paisano!», gritan los centinelas. Tiempo perdido el del que intentase convencerles: son brazo y ejecutan. -«¡Atrás, paisano!» La bayoneta calada subraya, con expresivo gesto, la intimación...

-Pero, amigo Sueiro -dijo entonces Juanón, ansioso ya de poner los puntos sobre las íes-, olvidas que dentro y fuera del país existen factores de desorden, con los que ha de contar la más elemental previsión. Nadie está libre de una ofensa o un ataque injusto, y conviene prepararse a fin de que el momento de la lucha no nos coja inermes. El incendio de una casa es una contingencia poco apetecible: si sería inhumano el desearla, criminal sería también que, por juzgarla remota, nos cruzáramos de brazos y aguardásemos tranquilamente el siniestro para adoptar entonces las medidas propias del caso. Los vecinos que viesen destruidos sus ajuares y amenazadas sus vidas, ¿qué pensarían de las autoridades impotentes por abandono para socanalillo? ¿Y aun hay insensatos y envidiosos que contraería el Gobierno que dejase desguarnecidas las fronteras, a merced del primer invasor?

-Esperaba la objeción, señor capitán -contestó Sueiro-. El miedo al enemigo nos llevó a organizaros a vosotros; el miedo subsiste, y, además, un nuevo temor ha venido a unirse al que ya abrigábamos: el temor de vosotros. El enemigo interior o exterior constituye una posibilidad que acaso no llegue nunca: vosotros sois una realidad. Y vaya por el símil de los bomberos... ¿Quieres que admita que estáis llamados a apagar el fuego de la revolución o la guerra? Admitido; pero dime si cometido de esa naturaleza debe ocupar puesto preferente, o ha de amoldarse a su condición secundaria. ¿Qué juzgaríamos del Municipio que invirtiera la mejor parte de sus recursos en la adquisición de bombas y escalas de salvamento, con daño de los menesteres de instrucción y asistencia, agua y mercados, y luz e higiene, y que colocara los jefes de parque por encima de los maestros, los médicos, los ingenieros y los letrados municipales? Pues aplícate el cuento.

-El honor de los pueblos exige sacrificios...

-Indudablemente; lo que importa es señalar dónde radica el verdadero honor. Yo nunca he reñido con nadie. No abrigo ánimo de pelea. La miseria, la incultura, la ignorancia de mis derechos y deberes ciudadanos, me avergonzarían: mi flaqueza física no tiene por qué avergonzarme. A puñetazos cualquiera podría conmigo; pero, ¡pobre de mí si hiciese yo descansar en la fuerza bruta mi propia dignidad! Vale más cultivar la inteligencia y educar los sentimientos que robustecer el bíceps...

-Muy bonito -saltó Juanón-, y si mañana ultrajan nuestra bandera o nos arrebatan una zona de nuestro territorio, contestaremos al ataque con trozos escogidos de literatura o máximas de moral.

-Nada de eso; nos defenderemos como se defendería un hombre pacífico víctima de un atentado a su persona o bienes; nos defenderíamos como pueblo, que hoy son los pueblos, no los ejércitos, los que guerrean.

-E improvisaríais todo: desde la instrucción militar a los carros de asalto, desde los toques de corneta a las fábricas de municiones, y de la noche a la mañana, en veinticuatro horas, por arte de birlibirloque...

-¡Qué tontería! Sobre los cuadros formados ya.

-¡Ah, de modo que reconoces la conveniencia de una organización militar permanente donde vaya forjándose el ejército!...

-La reconozco, pero como un mal menor. Por eso quiero reducirlo, en cantidad, al mínimo compatible con nuestras necesidades, bien menguadas, y en categoría, a su rango accesorio. Por eso me duele que absorba nuestra savia mejor y reciba ese año de privilegio. Por eso, y porque creo que sus modos y su temperamento constituyen un contrasentido en el siglo de ahora, apetezco otros tiempos en los cuales podamos vernos libres de su pesadumbre, y, entretanto, transigiré siempre que le sepa subordinado y advertido de su significación verdadera.

Tocole entonces el turno a Juanón y fue recogiendo los alegatos de Sueiro. ¡La igualdad! Acaso era el primero de los valores militares. Ninguna democracia comparable con la del servicio obligatorio; acaban allí todas las diferencias de clase: el millonario arriesga la piel como el desheredado de la fortuna, come el mismo pan y se pudre en el campo de batalla debajo de una cruz de madera que sólo recuerda un nombre o una cifra, cuando no le sepultan en el montón anónimo de los ignorados, sin mármoles ni bronces. ¡Demasiado jóvenes los oficiales! La milicia pide carne temprana, porque es dama ardiente, y soltería, porque es celosa. Los hombres maduros no podrían resistir sus caricias agotadoras, ni sienten la generosidad del sacrificio, que se hospeda mejor en un corazón de veinte años que en los que han doblado ya la pendiente de la vida. ¡Monopolio del decoro nacional! No; representación legítima y autorizada. Los cañones siguen siendo el último porqué de los príncipes: Juanón lo sabía decir en latín, pero no se atrevía delante de los curas. El más sabio, el más noble, el más respetable de los varones, si no repele por la fuerza una agresión injusta, sufre en su dignidad. La tradición caballeresca del honor perdura todavía: también los paisanos, para dirimir sus enojos, acuden al duelo. Llega un momento en el que las palabras no borran las palabras, ni los Tribunales alivian el dolor de una ofensa: sólo la sangre lava... Pues si así obran los individuos, cosa análoga han de practicar las naciones, que no son más que grupos humanos, y la suprema encarnación del prestigio y la buena fama públicos descansará en el elemento armado, al que en definitiva corresponde vengar los agravios que se nos infieran. ¡Inerme la iglesia! ¿Y qué pena podría codearse con la del fuego eterno? ¡Inerme la justicia! ¿Qué sería de sus fallos si el ejército no le guardase las espaldas? Además, Juanón, que había sido jurado, había oído hablar muchas veces de la espada de la ley...

-¡Jerarquías materializadas! Como las vuestras, señor mío, como las vuestras -resoplaba el capitán, enrojecido por el esfuerzo oratorio, de pie ya, en alto los puños amenazadores-. El gobernador manda más hombres que el alcalde y el ministro más que el gobernador; con obispos y curas pasados cuartos de lo mismo. Y eso de que nosotros nos complacemos en podar... ¡qué hemos de podar! Muy al contrario, injertamos estímulos de superación, recordamos a los ciudadanos que son iguales todos, porque todos son hijos de la misma patria, les imbuimos la noción del deber abnegado, les hacemos copartícipes de la gloria común. ¡Que no trabajamos los militares! ¿Y qué trabajan los chupatintas de los Ministerios? ¿Y qué trabaja usted, señor propietario -al oír el «usted», Pedroso y los curas se miraron con inquietud-, qué hace usted sino pasear, darse buena vida, dormir la siesta reposadamente, fumar ricos habanos y perder las horas en el Casino jugando al tute? ¿Y por qué ha de atribuirse «usted» -y Juanón recalcó el tratamiento como si fuese una injuria- mejor derecho que nosotros al descanso? ¡Ignorancia atrevida! Sólo los que han estado en el cuartel conocen los múltiples cuidados que exige un organismo tan complejo. ¡Ah, ingratos, cien veces ingratos! Será falsa nuestra estructura, como aseguran ustedes, los intelectuales de ría adentro, pero anda, que la de los propietarios... Al fin y al cabo, nosotros poseemos la fuerza, base bien sólida, y vosotros sólo tenéis un pedazo de papel que se rompe en dos pedazos, y sanseacabó. Nosotros, mientras nos mantengamos en guardia, atentos a defender el orden y la paz, no causamos daño a nadie, mientras que vosotros, con existir nada más, ya suponéis una tremenda injusticia: la injusticia del que triunfa a costa del sudor ajeno. El monopolio intolerable es el vuestro, el de la tierra, que transmitís de generación en generación por la magia artificiosa de cuatro palabras dichas ante un notario...

El debate duró aún media hora larga, y ya había habido escaramuzas serias -«¡tenga usted cuidado con lo que habla!», «¡eso no se lo consiento!», «¡como siga usted por ese camino, acabaremos mal!»- y hasta disparos de grueso calibre -«¡militarote!», «¡palurdo!»- cuando se oyó una voz de mujer en la calle:

-¡Señor Sueiro, señor Sueiro!

-¿Qué pasa? -respondió el aludido asomándose al balcón.

-Que don Arturo le llama.

Sueiro se despidió apresuradamente de los contertulios, dirigió a Juanón un despreciativo encogimiento de hombros, y emprendió a paso ligero el camino de su casa. Le siguieron todos, disuelta la reunión, que Dios sabe cómo habría terminado sin el oportuno mutis de uno de los rivales.

Minutos después bajaba José Luis al muelle, en compañía de Pedroso. José Luis pidió detalles de Sueiro: había asistido a la controversia con sincero interés, y acaso sus ideas se hallaban más próximas a las de Sueiro que a las de Juanón. Pedroso satisfizo cumplidamente la curiosidad del forastero. Luis Sueiro habitaba el palacio de Landrove, la mejor finca en muchas lenguas a la redonda. Pertenecía a una de las familias más rancias del país, a la que las guerras coloniales dejaron malparadas, y, por fueros de su mocedad arrogante y de sus blasones, había cautivado a Mariuca Sor, linda rapaza dueña de medio pueblo. Sueiro alcanzó el bienestar que había apetecido, pero acaso no era feliz. Una sombra se cernía sobre el matrimonio: la del suegro, setentón de carácter irascible, que ejercía una autoridad despótica sobre cuantos le rodeaban y que tenía en sus manos el máximo argumento para Sueiro: la llave de la gaveta.

-¿Y quién es el suegro?

-Don Arturo Sor, coronel retirado de caballería.




ArribaAbajo Rivalidades

Carretera arriba, hacia Monteledo, orilla del mar, el Club Ribeiriano tenía su campo de deportes. ¡Qué fiebre futbolística la de los primeros años! El pueblo en masa iba a los partidos, se discutían apasionadamente los tantos y cada jugador contaba con un grupo de incondicionales, que le animaba en la pelea y aplaudía el ataque afortunado o la defensa eficaz.

De Cavia, de Barca, de Adega, de Augusta, de todas las villas y lugares enclavados en cien kilómetros a la redonda, acudían teams de amateurs a disputarse la copa ribeiriana, y, acompañando a los equipos, parientes, amigos y partidarios. No luchaban el Cavia F. C. y el Ribanova F. C.: luchaba Cavia contra Ribanova. Para las viejas rivalidades pueblerinas, el match era un argumento, y el arma litigiosa -la patada- propia cual otra ninguna. La prensa local supo recoger estado de opinión tan unánime, y semanalmente dedicaba columnas de maciza prosa a comentar las incidencias del noble deporte.

Así surgieron nuevos grados en el escalafón de la juventud masculina -guardametas, delanteros, jueces de campo-, y esas extremidades del cuerpo humano que empiezan en la rodilla y acaban en el pie, y que antes sólo padecían callos, sabañones y servidumbre de limpieza, suponían ahora una incalculable suma de valores materiales y espirituales. La avería de un peroné desvelaba a dos mil almas, y para remediar las consecuencias de una fractura de rótula se reunía el Ayuntamiento en pleno en sesión extraordinaria. También Ribanova, muy chapada a la antigua, muy tradicional, levantó altares a la bárbara diosa, y, sin duda por preceptos de reciprocidad, las muchachas empezaron a devolver a los muchachos el culto que los hombres vienen rindiéndolas desde la época lejana de Eva curiosa y Adán condescendiente: el culto a las pantorrillas.

El tecnicismo del balompié sufría graciosas metamorfosis en labios de los rapaces aspirantes a jugadores. La pelota lanzada a orillas del Támesis llegaba a las del Nova tan desteñida y arrugada por la larga travesía, que ni sus propios padres la conocieran. Jerigonza original, mezcla de inglés y gallego, que a Shakespeare le daría espanto y «noxo» a Curros Enríquez:

-Metéronlle catro goles, e si non lles fixeron mais, foi porqu'o referi non quixo... ¡Cómo chutaron os nosos delanteiros! Y eso que o xuez pitou un corne indebidamente...

Las nuevas costumbres pedían nuevos lugares de reunión. Hasta entonces, la rebotica y el casino habían sido el centro de los grupos locales, y entre chasquidos de bolas de billar y manipulaciones de mancebos de farmacia se ventilaron los grandes problemas. Pero el football trajo aires de modernismo. Juego al aire libre, hubo de repugnar la atmósfera de la tertulia, impregnada de humo de tabaco, y el vaho enfermizo de las drogas medicinales, y pronto un bar abrió sus puertas, en plena Alameda, frente al Cantón solitario.

¡Un bar en Ribanova, un bar para consumir de prisa y corriendo la cerveza o el moka, allí, donde todo el mundo anda despacio! ¡Un bar, que dice movimiento, vida agitada, actividad, allí, donde la apatía tomó carta de naturaleza! Pues a tanto se atreviera un ribeiriano insigne: Romeo.

Romeo era chato y malicioso. Tenía el rostro encendido de color, grande la boca y llena de burlas, un nombre sentimental, como una veta de romanticismo en su espíritu práctico, y una imaginación ardiente de innovador: acaso por eso servía los refrescos templados. El bar mereció un título sugerente: Quitapesares. El hombre y el establecimiento se completaban: en los dos había tienda, trastienda, almacén y sótano.

Como el calor dilata los cuerpos, durante el verano el bar extendía fuera de los soportales las avanzadas de sus mesillas de hierro y mármol y sus sillones de mimbre, forma de imperialismo que distingue al gremio y que se traduce en una progresión lenta pero continua de su zona de influencia.

El bar hubo de olvidar pronto su dinamismo racial para entumecerse en la pereza cafeteril. Fue algo más que café y algo menos que casino: un casino de socios transeúntes, unidos apenas por la consumición; un café sin los clásicos divanes, sin los eternos parroquianos inamovibles. Bajo su techo buscó refugio el «once» ribeiriano.

Ni Villasol ni Nogueras disponían de equipo propio; Adega, sí, y el recelo secular con que se miraban Adega y Ribanova encontró un aliciente considerable en la pugna deportiva. Alguna vez la Guardia Civil hubo de poner paz entre los dos bandos, que acostumbraban echar mano de los puños para decidir en apelación lo que dejaron pendiente los pies en primera instancia.

El bar hervía de aficionados las tardes de partido. Horas antes de la señalada, comenzaba la peregrinación hacia el campo. Una docena de autos particulares, índice de la riqueza de Ribanova, iban y venían, muy atareados en el trajín del acarreo. Pasaban los coches de línea, pesados, trepidantes, envueltos en nubes de polvo, haciendo sonar la sirena. Las mamás, poco amigas del sport, veían desde los balcones el ruidoso desfile. El pueblo quedaba más triste, más callado que nunca, con el recuerdo del bullicio que durante unos minutos alegró las rúas muertas.

Los jugadores locales recibían alientos del público amigo:

-¡O qué é hoxe non van facer nin medio gol!

- Tú, «Correcás», abre o ollo, que levas enfrente a Prietín.

-¡Xa podes darlle ben ás pernas, Manoel!

El gritar de las mujeres delataba las incidencias del juego -el chillido penetrante de los momentos de apuro, cuando la pelota caía cerca de la red; el «¡anda, rapás, qu'é pra ti!», cuando un delantero local amagaba la puerta indefensa del contrario; el alborozo con que se coreaba cada uno de los tantos de ventaja; el silencio lleno de emoción que precedía a las jugadas decisivas...

Apenas terminado el segundo tiempo, en los casos venturosos, coches y bicicletas transmitían al pueblo el resultado.

-¡Tres a uno! -voceaban sin detenerse los veloces noticieros a cuantos pedían detalles.

-¡Tres a uno, les hemos ganado por tres a uno! -repetían los vecinos. La noticia subía hasta las cúpulas rosadas del Palacio de la Alameda y bajaba hasta el puerto, donde la esperaban los carabineros y los hombres de mar, sentados en el muelle, con los pies colgando sobre el agua. El estampido de una docena de bombas de palenque la trasladaba a Adega, el pueblo rival, y la ría entera, desde las Carrayas al Puente, sabía a los cinco minutos el éxito ribeiriano. Luego, el baile en la Tertulia, y la despedida de los vencidos, que marchaban foscos, abrumados por la derrota, y que, aun antes de salir de Ribanova, ya empezaban a echarse en cara unos a otros la culpa del fracaso y discutían a gritos dentro del auto que les conducía, convertido en ambulante salón de sesiones.

Durante largos meses, el triunfo logrado envolvía, como una aureola invisible, a los jugadores locales. Al paso de «Cativo», as de las defensas ribeirianas, los chiquillos aprendices de balompié comentaban:

-Ese foi o que lles fixo os tres goles seguidos.

-¡Non home, non, que foi Roberto!

-¡Qué Roberto! «Cativo», e nada mais que «Cativo», que pode él solo tanto como todos xuntos.

Y contemplaban con admiración devota el robusto pie y la pantorrilla valiente, firmes cimientos del honor ribeiriano...

Adega, perdidosa siempre, halló pronto un consuelo de sus reveses deportivos y un motivo más de codeo con Ribanova: el teléfono urbano.

En las grandes poblaciones, el teléfono se usa para salvar las distancias; en Adega se usaba para todo lo contrario: para «crear» distancias. Adega cabía en la palma de la mano, y esta su pequeñez lastimaba el orgullo local. Los adegueños querrían que el pueblo en que nacieron superase en magnitud a las primeras capitales del reino, y que contara por centenares de miles sus moradores y su perímetro por docenas de kilómetros. Y mientras no lograban trocar en realidades sus sueños, hablan buscado en el teléfono un alivio. La voz próxima parece lejana en el micrófono. Hablad a vuestro vecino y juraréis que os contesta desde un remoto paraje. Así, cuando los adegueños hacían girar la manivela, para ponerse en comunicación con un abonado, creían firmemente que les separaban de él veinte barrios y treinta plazas, y que sólo gracias al maravilloso invento podían escucharle. Y esta creencia puramente imaginativa, esta ilusión de dimensiones que únicamente existían en el buen deseo, les llenaba de gozo.

A veces, por encima del tácito convencionalismo, la verdad imponía sus fueros...

-¡Carmiña, Carmiña! -gritaba Maruja, asomada al balcón de su casa del muelle.

-¿Qué quieres? -respondía Carmiña abriendo sus ventanas en el Cantón, al extremo opuesto de Adega.

-Que estés al cuidado, porque voy a llamarte al teléfono.

Don Juan Manuel Nogueiras, ilustre adegueño, lo utilizaba a toda hora. Frente a su palacio, en el callejón de las Ánimas, que no medía arriba de dos metros de anchura, vivía su hermano Pedro. A don Juan Manuel jamás se le ocurrió dirigirle la palabra de ventana a ventana. Bien que se proceda de tal modo en las aldeíllas y en las ciudades de poco más o menos, pero ¡en Adega! En Adega, no. La dignidad de Adega exigía otra conducta. Y don Juan Manuel, con la naturalidad del habitante de un centro populoso, daba vueltas al manubrio avisador y pedía:

-Señorita, el siete, tenga la bondad...

Diez minutos después:

-Oye, Pedro, como ya sabes que me gusta aprovechar el tiempo, te telefoneo para decirte... Don Juan Manuel era aquel claro varón que enfocaba del revés los anteojos de largo alcance. Así, en vez de acercar las imágenes, las veía muy lontanas, empequeñecidas por la inversión del mecanismo óptico:

-¡Qué hermosura de ría! -exclamaba, contemplando la del Nova, reducida en Adega a modesto aseguran que de Vigo es mayor... ¡Sí, sí, mayor! Pues cuidado que afino los gemelos y, sin embargo, nunca consigo apreciar bien lo que sucede en la otra orilla...

Don Juan Manuel fue nombrado hijo predilecto de Adega.

La superioridad de Ribanova, harto elocuente, hería susceptibilidades siempre despiertas. Sede de dignatarios civiles, fiscales, militares y eclesiásticos, cabeza de ferrocarril, puerto de importancia, consolidaba, además, el rango de Ribanova una costumbre, de luengos años practicada. El día de Santiago, patrono de Villasol; el día de la Virgen de Agosto, patrona de Adega, y el día de San Román, patrono de Nogueras, Ribanova entero se trasladaba a Nogueras, Adega y Villasol, respectivamente, y hacía la fiesta y ocupaba el paseo, que le dejaban libre los villasolanos, los adegueños y los noguerenses. ¿Cortesía para el forastero? No, mejor acaso, homenaje debido al gran señor...

¿Cómo no habían de mantenerse en perenne rivalidad? Poned cuatro ciudades mirándose frente a frente a toda hora, y acabarán odiándose. Los pueblos, igual que los hombres, son menos malos cuando viven solos. Vecindad equivale a enemistad.

Ribanova y Nogueras, Adega y Villasol llevan así una docena de siglos, separados que no unidos por el Nova. Y no se quieren. Si la ría supiera hablar nos contaría sus peleas continuas, y la lluvia de improperios que se lanzan de torre a torre y que rizan levemente las aguas, como un viento de cólera...

LA TORRE DE RIBANOVA.- ¡Eh, tú, vieja, que nos vas a quitar el sueño! Vaya un concierto de campana. Y que suena a cascajo que es un gusto.

LA TORRE DE NOGUERAS.- Cada uno toca lo que le pide el cuerpo, ¿estamos? ¡Que suena a cascajo la campana mía! ¿Y de qué presumes tú, jorobeta?

LA TORRE DE RIBANOVA.- Yo tengo un reloj que da las horas, las medias y los cuartos: el reloj más bonito de la ría.

LA TORRE DE VILLASOL.- Ya vino la orgullosa a restregarnos por las narices su reloj. ¡Habráse visto tontería igual! Y qué molesto es que le digan a uno, cada quince minutos: ¡la una!; ¡la una y cuarto!; ¡la una y media!; ¡las dos menos cuarto!... Y que se lo digan a uno a voz en grito para que se entere... ¡A mí qué me importa la hora en que vivo! Guárdate tu despertador, que no nos hace maldita la falta.

LA TORRE DE RIBANOVA.- ¡Ah! Pero, ¿nos escuchabas tú? Como te pasas durmiendo los doce meses del año... Buenas noches, ¿has descansado bien? ¿Y qué tal te va con los zapatos nuevos?

LA TORRE DE VILLASOL.- Búrlate, pero ya querrías tú disfrutar de un muelle parecido al mío.

LA TORRE DE NOGUERAS.- ¡Taday con tu muelle! No lleva dos años de uso, y ya le entra la humedad por la suela. Dentro de poco habrá que llamar al ingeniero para que te componga el calzado.

LA TORRE DE VILLASOL.- ¡Mira quién habla, la alpargatera! Yo no pido lujos, pero decoro, sí; y eso de ir enseñando las uñas de los pies como algunas señoritingas...

LA TORRE DE ADEGA.- ¡Vamos, vamos, que no vale la pena de reñir! Reparen vuestras mercedes un segundo en este rinconcito, y aprendan.

LA TORRE DE NOGUERAS.- ¡Hasta los gatos!... Oye, niña, respeta a las personas mayores, y no chilles tanto, que no somos sordas. ¿Te has lavado la cara? Andas siempre con tanta escasez de agua...

LA TORRE DE ADEGA.- ¡Escasa de agua! Pues, ¿y de dónde viene la que tú bebes, si no de mí? ¿Y qué sería de vosotros si yo un día me incomodase?

LA TORRE DE VILLASOL.- ¡Cotorras, más que cotorras! La culpa es mía. Un hombre como yo no ha debido avecindarse al lado de tres porteras ineducadas. ¡Todas las mujeres sois iguales!

LA TORRE DE RIBANOVA.- Iguales, no, señor Villasol. Existen ciertas preferencias... Ya nos hemos enterado... Que sea enhorabuena...

LA TORRE DE VILLASOL.- ¡Qué preferencias, ni qué ocho cuartos! ¿Y de qué te has enterado tú, mala lengua?

LA TORRE DE RIBANOVA.- Nos hemos enterado de los escándalos que ocurren, señor mío. ¿Dónde ha dejado usted la vergüenza? ¿Cree usted que no sabemos que por las noches, cuando falta la luna, busca usted con el pie, debajo del agua, la alpargata de Nogueras, y se arrullan ustedes, muy quietecitos y poniendo cara de infelices?

LA TORRE DE NOGUERAS.- ¡Envidiosa!

LA TORRE VILLASOL.- ¡Calumnia infame! Yo soy un hombre formal, y no salgo nunca después de cenar, porque el reúma no me lo permite.

LA TORRE DE NOGUERAS.- ¡Envidia, siempre la envidia, que te quita el sueño!

LA TORRE DE RIBANOVA.- La verdad, la verdad pura, y al que le pique, que se rasque.

LA RÍA.- ¡Otra, y van!... Y pensar que mi corriente tiene fama de murmuradora... ¡Ea, se acabó! Si no guardan ustedes silencio...

LA TORRE DE RIBANOVA.- ¿Quién te ha dado vela en este entierro? Anda, límpiame la dársena, que está bastante sucia.

LA TORRE DE VILLASOL.- Tú, a llevar a cuestas barcos y botes, que es tu obligación, y a callar.

LA TORRE DE NOGUERAS.- ¡La atrevida esta! Una mujer soltera como tú, que recibe en su casa al mar, y públicamente, dos veces cada día...

LA RÍA.- ¿Insultos ahora, eh? Pero cuando se me hinchan las narices y os sacudo un par de golpes, bien suavecitas os ponéis.

LA TORRE DE RIBANOVA.- ¡Anda, trae la escoba, y a barrer, barrendera!

LA TORRE DE VILLASOL.- ¡Hala, hala, carga con ese barlote mío, y a trabajar!

LA TORRE DE NOGUERAS.- ¡Cochina!

LA RÍA.- ¡Rayas y centellas, ya os diría yo si no temiera perder el curso! ¿No hay quien asegure el orden aquí? ¡Sereno! ¡¡Serenooo!!

EL PARO.- (Con voz lejana, desde la entrada del puerto.) ¡Allá voy!...




ArribaAbajo El ferrocarril que murió

Están los rieles enmohecidos. Las máquinas duermen en el depósito, extintos los fuegos, sin aliento la garganta sonora del silbato, laxo el bíceps de las bielas. Las taquillas del despacho de billetes abren sus bocas en un bostezo interminable. Rosarios de vagonetas aguardan en vano que vuelva el mineral a ennegrecer sus tolvas. La lluvia ha desteñido los letreros indicadores: «Jefe», «Telégrafo», «Intervención». En la sala de espera no espera nadie... Al soplo del nordeste, la campana del andén vibra en largos tañidos, como si tocase a muerto. Las traviesas desaparecen debajo de una alfombra de verdor que festonea el balasto. En el disco de señales, detrás de los vidrios verde y rojo, gafas que usa la estación para otear la línea, hizo un pájaro su nido: temblor de alas en las cuencas vacías. «Horas de llegada y salida de los trenes», se lee en un encerado; y ningún tren llega, y ningún tren sale... Soledad y silencio de camposanto. Nichos parecen las ventanillas de los coches de viajeros. Y una cruz el semáforo.



En una vía apartada han quedado tres vagones: uno de primera; otro de segunda, y otro de tercera. Son los que formaron el último convoy que circuló entre Ribanova y Puertocid. Los tres conversan animadamente: el «primera» lleva la voz cantante, por motivos fáciles de comprender. Un rígido criterio de categoría ha presidido siempre el escalafón ferroviario: ¡allí sí que hay clases! El rápido tiene para el correo una sonrisa desdeñosa, y el correo se burla del mercancías mirándole por encima del furgón de cola. Dentro de cada tren los coches mantienen con rigor grande las distancias de etiqueta: ningún protocolo iguala en severidad al del camino de hierro. No han faltado intentos de concordia; verbigracia, los coches mixtos de primera y tercera; pero no han sido eficaces. Los «terceras» les llaman amarillos; los «primeras», populacheros. Algo análogo dicen que les ha ocurrido a los sindicatos mixtos de obreros y patronos...

Y a nuestro asunto. El «primera», en cesantía forzosa por paralización del servicio, es demócrata y trata con llaneza a sus inferiores. Oigámosles. Hablan unos vagones viejos, que saben mucho porque han rodado mucho. Plática llena de la melancolía del recuerdo...

-¡Ay, los años de nuestra juventud! -suspira el «primera»-. Yo estrené entonces mi traje de terciopelo rojo.

-Y yo mi capa de paño azul -dice el «segunda».

-Y yo mis asientos de barnizado pino -añade el «tercera».

-¡Qué alegres nuestras mañanas, camino de Puertocid! -prosigue el «primera»-. Como plata brillaban los carriles al beso del sol. El paisaje nos brindaba el milagro de su hermosura, renovada sin cesar. ¡Qué bello cuadro el de Villavieja!

-¡Y el túnel de Gomar!

-¡Y el puente sobre el Nova!

-Nos daba Villavieja el verdor de sus prados florecidos.

-¡Montaña de Gomar, llorosa siempre! A través de la bóveda del túnel, sus lágrimas caían gota a gota. Lloraban sin consuelo el bien perdido, su doncellez de roca inmaculada que los hombres, impúdicos, rasgaron...

-Y el puente sobre el Nova, abiertas las pupilas de granito, nos vio pasar mil veces: tal una boa negra de ruidosos anillos ondulantes...

(En la penumbra de los departamentos el pasado se proyecta con cegadora luz. Los vagones se sienten estremecidos por una ilusión de vida; vuelven a girar veloces las ruedas que el moho agarrotó, tiemblan los vidrios en sus marcos inseguros y ondean las cortinillas al viento de la marcha, como una banderola...)

-¡Aquella máquina! -exclama el «primera», después de un silencio.

¿La «Concha»? -inquiere el «segunda».

-Sí, la «Concha». Nunca ojos de vagón enamoradizo pudieron admirar otra más guapa. ¡Qué formas tan elegantes las de su cuerpo y qué clamor el de su sirena, que despertaba los ecos dormidos! Era fuerte y ágil. El gozo de correr le reventaba por las nervaduras de la caldera, y corría, corría, envuelta en blanco velo de vapor, su velo de novia, despeinada la melena de humo... Tuve la suerte de que me pusieran a su lado. Tope con tope, llegaba hasta mí el fuego de su carne, el jadear de su robusto pecho, la gigante energía de sus cilindros. Cadena de flores me pareció la de hierro que nos enlazaba y música la de sus eslabones, que en el vaivén del convoy batían unos contra otros. Hasta que una noche, por mirarse vanidosa en el espejo de la ría, dio un salto loco y se lanzó al abismo. Rotos los enganches, quedé yo a caballo en el pretil, vencido ya del juego delantero. Quise seguirla; vosotros me lo impedisteis. Y la vi morir. Hubo un hervor de ondas sobre las planchas al rojo, un silbo de agonía hendió los aires. Después, nada: las aguas reanudaron su curso; en lo hondo, cubierta de fango, inmóvil para siempre, yace mi amada desde entonces. Ribanova nos mandó un tren de socorro. Los hombres se pusieron a la obra y fue difícil el encajarme de nuevo en los rieles... -¡Diablo de coche, cómo le tira el mar! -dijo uno de los obreros, secándose la frente sudorosa... El primer rayo de sol hirió mis cristales: un vaho de humedad los cubría. -¡El relente de la noche! -explicó alguien. No, no era el relente: eran lágrimas.

Calló el «primera», y sus camaradas callaron también, conmovidos.

-¡Cosas del mundo! -comentó el «segunda»-. ¡Animo, señor «primera», ánimo! Todos hemos sufrido nuestras penas. Nuestro destino de vagones consiste en enamorarnos de las locomotoras. Los hombres aseguran gravemente que las mujeres les arrastran..., ¡qué saben ellos de eso! Que nos lo pregunten a nosotros... Y menos mal cuando los hijos no se malogran. ¡Cuántos disgustos me han dado los míos! Por ahí anda una de mis vagonetas, una desvergonzada, que se escapó con un furgón de equipajes y que todavía no ha vuelto. He de matarla a golpes. ¡Si su abuelo se entera!...

-¿Pero aún vive el abuelo? -preguntó el «tercera».

-Sí, está -de «vagón-restaurant», en el sudexpreso. Es baturro de nacimiento, y a mucha honra, y le molesta llevar un nombre de extranjis. «Escribidme siempre: "Coche-comedor", nos recomienda en sus cartas. A español le ganan pocos, y a bien educado, ninguno. Se codea con lo mejorcito de la sociedad -coches-salones, coches-camas-... Yo le encontré un día. -Adiós, abuelo! -le dije. -¡Adiós, hijo mío! -me contestó-; pórtate bien, y no descarriles nunca. No olvides que perteneces a una familia honrada-. Y desapareció de mi vista... El «primera», con acento velado todavía, murmuró:

-Perdonad que os interrumpa: ¿en qué fecha estamos?

-A veinticuatro de julio, víspera de Santiago.

-¡Víspera de Santiago! -repitió el «primera», y el tono de su voz se hizo más grave-. ¿No recordáis otro tiempo?...

-¡No hemos de recordar! -repuso el «tercera». Dos trenes especiales salían de Ribanova: uno por la mañana, el del estado llano; otro por la tarde, el de la burguesía. Cantaban todos los viajeros al ir y al volver. ¡Y qué canciones! Seguro que a usted le gustaban, señor «primera».

-Sí que me gustaban, porque eran canciones tristes, de amoríos desgraciados, y como hechas para mi infortunio.

-Los señores -continuó el «tercera»- honraban la humildad de mis bancos, que nunca conocieron lujos de tapicería: pasajeros distinguidos, halagos de mi orgullo. ¡Qué diferencia entre los huéspedes habituales y aquellos de unas horas! A gloria olían las rapazas, bonitas como un sol, y yo, acostumbrado a las zuecas, me derretía de gozo bajo el lindo pie cautivo en la cárcel del zapato. Durante unos momentos harto breves, mi mundo, el mundo de la pobreza trabajadora, cedía su sitio a otro mundo, el de la holganza rica, y las angustias del labrador, el llanto por la vaca enferma, la queja del contribuyente agobiado, eterna canción de ruta, dejaban de atormentarme el oído, feliz entonces con el regalo de mil risueñas frivolidades.

-En cambio, yo -dijo el «primera»- habría dado algo bueno por variar de compañía. Llevaba cinco lustros acarreando gente hidalga, y me tenía ya harto tanta finura, tanta cortesía, tanto palabreo hipócrita: señores que besan los pies, señoras que besan la mano, niñas que se besan en los carrillos, pollos «bien»... Porque no hay clases: os lo asegura un vagón viejo, que ha corrido algo de mundo. La hora de la verdad es la del sueño. Se quiebran entonces los convencionalismos que durante la vigilia mienten una ilusión de rango, y los hombres, libres del disfraz, aparecen iguales todos en la grosera democracia humana, que no admite peldaños ni jerarquías. Yo he visto florecer el bostezo en la boquitas tentadoras, y cómo acaban en lacios mechones los rizos artificiales y en abandonos antiestéticos la euritmia del busto. ¡Oh, creedme que los títulos de Castilla roncan lo mismo que la plebe: puedo jurarlo! La gran dama y la «canóniga» coinciden en el gesto estúpido del despertar, en la gimnasia sueca del desperezo, en los ineludibles imperativos corporales... Y el desaliño que sucede a una noche de tren se compagina mejor con la natural desenvoltura de los pobres que con la elegancia relamida de los adinerados.

-¡Pues compadecedme, camaradas! -suplicó el «segunda»-. Yo junto los inconvenientes de vuestras relaciones sin ninguna de sus ventajas. Mis viajeros, que andan a la quinta pregunta, como los de tercera, no presumen menos que los de primera. Pero les falta la interior satisfacción, cual si comprendiesen que ocupan un plano insostenible, un eclecticismo violento. Desprecian a los de abajo y no alcanzan el afecto de los de arriba, y así van, entre el rencor de los parejos y el desdén de los superiores: no pueden retroceder porque su vanidad les cerró la puerta a sus espaldas; no pueden avanzar porque la suerte les negó su apoyo. Pienso que los vagones de segunda clase son como el descansillo de una escalera: puntos de tránsito, etapas que hacen cómoda la subida. ¡Infeliz del que los logre sin fuerzas ya para seguir trepando! Más le hubiera valido quedarse en el portal.

-Pues todo eso se acabó, compañeros -declaró gravemente el «primera»-. Se acabó Santiago en San Tirso, como se acabó la Virgen en Adega, y ojalá hubiéramos acabado nosotros también. Voy creyendo que la muerte es un oficio piadoso. Hay una pesadumbre mayor que la de perecer: la de sobrevivir a los que amamos. La inmortalidad sería un horrendo suplicio, porque no existimos únicamente en nosotros y para nosotros, sino en los demás y para los demás. ¡La estación cerrada, los pasos a nivel francos, el semáforo inmóvil, los andenes vacíos, renuevan a diario nuestra amargura! ¡Que cieguen nuestros ojos si sólo han de ver tristezas!...

Dos días después el Eco de Ribanova publicaba la siguiente noticia:



«Anoche, en la estación, un vagón de primera clase, que estaba apartado en una vía muerta y que, sin duda, tenía mal echados los frenos, tomó la pendiente cuesta abajo y cayó al mar. Detalle curioso: los restos del vagón han sido hallados en el mismo lugar en que, hace muchos años, se despeñó la locomotora del correo, suceso que seguramente recordarán nuestros lectores.»




ArribaAbajo Los Canegos

Eran los Canegos una familia de marineros que prestaban el servicio de pasaje entre Ribanova y Nogueras y Villasol, y tomaban parte en las faenas de carga y descarga de los buques. La componían Ricardo y Pepe, dos mocetones fornidos, de manos encallecidas en el remo y tez bronceada, y «Petouto» y el «Náutico», socios de la razón social «Canegos y Compañía».

Pepe hablabla menos que Ricardo, y «Petouto» menos que Pepe: el «Náutico», rapaz de cortos años, grumete con visos de patrón, no hablaba nada. A los Canegos había que extraerles las palabras del cuerpo, y aun así no siempre se satisfacía la curiosidad o se desvanecía la duda del que preguntaba.

-¿Mucha marejada hoy, Pepe?

-Alguna hay.

-¿Mucho viento, Ricardo?

-Regular.

-¿No nos iremos a fondo, «Petouto»?

Non séi, pode que sí: xa veremos...»

«Algo» de marejada, para José Luis, hombre de tierra adentro, equivalía a un espantable romper de olas. Viento «regular» era tremendo vendaval que hacía gemir el palo de la vela con pavorosos crujidos. Y el hundimiento, posible como todas las cosas humanas, adquiría en boca de «Petouto», doblemente cauto como marino y como gallego, atisbos de probabilidad muy poco tranquilizadores.

Gustábale a José Luis ir de zalea. Traía sed del mar: sed de su llanura azul en los ojos cansados de la monótona estepa terrosa; sed de su brisa fresca y húmeda en los labios que la canícula castellana resecó; sed de su bramido ronco, entre chillidos de gaviota y ráfagas del Nordeste, de su batallar eterno en los bajos de la ría y de sus blandos arrullos en la playa, de horizontes brumosos, de reflejos de luna como oro derretido en las ondas quietas, y de sirenas lejanas...

Le acompañaba siempre uno de los Canegos y daban vueltas y más vueltas, del Cargadero a la punta de San Gundián y de Villasol al Castillo. José Luis tenía del gobierno de un bote vagas nociones, aprendidas en el estanque del Retiro, y le avergonzaba su impericia marinera. A veces, la embarcación, cediendo a la racha, metía el carel en el agua. José Luis, asustado, se agarraba a un banco o a un tolete. ¡Qué irónica entonces la sonrisa de «Petouto»!

-¡Bah! Mucho señorío madrileño, mucha camisa descotada y mucho pantalón blanco... para ignorar después el modo de cazar la escota o de coger un riso. ¿Qué maestros eran aquellos de las Universidades, que no enseñaban a distinguir una goleta de una balandra ni a saber si el viento sopla del Norte o del Este? Cualquiera de los rapaces del Perellán daría lecciones a estos «tirillas» acicalados, marinos de salón, remeros de confitería, que a los diez minutos de boga caían rendidos, cubiertos de ampollas los dedos y dolorida la cintura...

José Luis admiraba la ciencia náutica de los Canegos. La habían estudiado en el libro abierto de la ría, bajo el sol y la lluvia, en la calma ardiente de los días estivales y al cierzo helado del invierno, que ulcera las manos mordidas por la sal y hunde su filo agudo en el cuerpo mal defendido por las ropas de hule. Conocieron horas de espanto, cuando la niebla encendía sus pebeteros traidores y tenían que caminar a ciegas, envueltos en sus vellones opacos, y sentían resquebrajarse, bajo el pie aterido, la lancha medio anegada. Y padecieron la angustia de hallarse lejos de tierra, juguetes de olas como montañas, sin timón y sin esperanza de auxilio, entre el ulular de la borrasca y el griterío desesperado de las mujerucas en el muelle.

¡Ay, los burgueses que venían a Ribanova de temporada, huyendo del Madrid asfixiante, no podían comprender la vida penosa de los hombres de mar! Les veían en excursiones de recreo, con bañistas prudentes que se chapuzaban al abrigo de la dársena o cerca de un bote, con damitas que jugaban a remar, con familias que iban de merienda al Soto Grande o a Travesa. La ría era entonces amable y dócil; sus aguas tranquilas se rizaban apenas en largas ondulaciones, que imprimían suaves balanceos a las embarcaciones. Sólo en la barra rompía la marea con hervores de espuma, que desmayaban pronto en blando oleaje. Hospitalario, el Nova acogía al veraneante con maneras delicadas: un lago no lo superara ni en la mansedumbre ni en la transparencia. A través de sus límpidos cristales llegaba la luz del día hasta el cauce arenoso, profundo en el canal, levantado en la meseta del Tesón, que en el reflujo emergía como un islote. Y, en cambio, dos meses después...

José Luis recordaba sus años de carrera, la interminable sucesión de asignaturas sujetas al plan absurdo de la docencia oficial, las mañanas idas en los claustros universitarios sombríos, los profesores que cobraban por horas, como los coches de punto... Había encontrado siempre una frialdad aterradora en los textos legales. Le parecía que la ley era un sudario y las formas jurídicas, fecundas porque nacieron del interés de los hombres, vasos vacíos. El mundo del derecho se le antojaba harto convencional. La humanidad había invertido siglos enteros en colocar rótulos: los códigos quedaban reducidos a eso, a una mera ordenación de membretes y títulos que ponían muy en alto la inventiva de sus autores, pero que no servían para nada. Más allá de las colecciones legislativas, acaso a pesar de ellas, la vida seguía un ritmo distinto, y José Luis estimaba preferible este medio natural, espontáneo, lleno de vibraciones, a aquel otro engañoso y aparente.

¡Quién sabe si los Canegos, marineros obscuros de una ría gallega, estaban más cerca de la verdad que él! Los Canegos contemplaban las cosas a través de dos inmensidades: el viento y el mar; José Luis las contemplaba a través del Medina y Marañón y el Manresa. Oficio por oficio, el de los Canegos tenía una grandeza sobrehumana: luchaban contra dos titanes y habían de vencerles con un pedazo de tela y una tabla, esquivando sus zarpazos feroces.

Días antes de salir de Madrid, José Luis había leído en una revista profesional un largo artículo de un catedrático alemán, dedicado exclusivamente a examinar las diferencias históricas, filosóficas y jurídicas que existen entre la licencia, el consentimiento, la autorización y el permiso. ¡Qué asombro le produjo la inverosímil sutileza que revelaba aquel trabajo, análisis minuciosísimo llevado hasta los últimos rincones de la legislación pasada y presente!

Pues bien; ahora pensaba con melancólico desencanto en los quebraderos de cabeza del sabio teutón. ¡Lástima de tiempo perdido! Los Canegos adivinaban las ocultas intenciones de la brisa en el ondear de una banderola o en la nubecilla le ve como el humo de un cigarro, y presentían la ráfaga en la sombra imperceptible que obscurecía un segundo la llanura infinita, acariciándola con su planta silenciosa. Para ellos, la formidable trinidad del cielo, el viento y el mar estaba llena de calladas palpitaciones, de musicales ecos: aleteo de pájaros, hervores de resaca, flamear de velas, atornillar de hélices en la masa líquida, quejas de toletes bajo el dogal del estrobo, chapotear de remos... La sensibilidad académica de José Luis, aguzada para todos los artificios intelectuales, no recogía la serenata marinera. El armonioso concierto de la ría lograba apenas conmover su tímpano rebelde. Y sintió envidia de las manos esclavas, el pecho robusto, la frente quemada del sol y el alma abierta a la pura fragancia de las cosas sencillas.




ArribaAbajo Canciones ribeirianas

Suele presentarse como prototipo de interior satisfacción la que ponderan las Ordenanzas militares, pero existe otra interior satisfacción, civil, no castrense, pacífica, que no guerrera: la de los que «hacen» la «segunda voz».

En todas las canciones populares gallegas el dúo se impone. Los países del centro y sur de España propenden al solo -individualismo se llama esta figura-: a solo entonan la jota los aragoneses, y los andaluces las mil modalidades del cante. El norte propende a las dos voces: los alalás galaicos, las asturianadas, los aires santanderinos, el «¡Boga, boga!» éuskaro, lo demuestran. Así, en Galicia, la «segunda voz» constituye una de las categorías filarmónicas más estimadas, y ningún placer iguala al del que la cultiva. Corresponde a los bajos por derecho propio, y, aunque subordinada de la primera, no la cede en convicción de rango: es un acólito con ínfulas de clérigo, porque sabe que sin el que contesta al oficiante, muda de lugar el libro y agita la campanilla, no hay misa posible: tampoco hay armonía sin el valioso concurso de la segunda voz.

Si vais alguna vez a Ribanova, observaréis, en cualquiera de los bancos de la Alameda, un grupo de rapaces serios e inmóviles. Acercaos, y a vuestro oído llegará el eco tenue y afinado de una canción. Los cantantes entreabren apenas la boca, en un pianissimo impuesto por los bandos municipales. Sienten todos la solemnidad del momento, y sería inútil que buscaseis una cara sonriente. Aunque el alalá respire picardías o solloce líricos disparates la danza, el coro desempeñará siempre su cometido con digno y grave modo: la malla invisible de las ondas sonoras prende las voluntades y absorbe la atención. Ni les veréis nunca desertar de su puesto antes de la última nota. Una noche, en pleno concierto, avisaron a Xan «d'os pitos» que su tía agonizaba, víctima de un repentino ataque cerebral. Xan, barítono concienzudo, aprovechó un silencio de la partitura para responder al recadero rápidamente:

-Que esperen cinco minutos: en cuanto termine el Peregrino, voy allá.

Un instante después reanudaba el hilo de la doliente habanera:


    ¡Adiós, tierna niña! ¡Adiós, cariñosa!
Quisiera que oyeses trinando mi voz...

Y con un vivísimo sentimiento, que puso trémolos en su garganta, dedicó el «tierna niña» a la pobre moribunda, que veía sus ilusiones malogradas cuando aún no había alcanzado las setenta primaveras, y que no debía tener entonces mucho humor para oír trinar la voz de su sobrino.

La improvisación de la «segunda» era hazaña que enorgullecía a los claros varones capaces de acometerla.

-¡Estamos aprendiendo un alalá que trae una «segunda» estupenda! -anunciaban, alborozados, los insignes orfeonistas: alborozo artístico comparable con el del que descubre un busto de Praxiteles o un cuadro del Greco.

A Xan «d'os pitos» «no le decía nada Wagner».

-¡Bah, eso no es música! ¡No hay manera de cantarla a dúo!

De aire pausado la mayor parte de las canciones ribeirianas, había cierto sabor voluptuoso en aquella lentitud del ritmo, con remansos de silencio y pujas de calderón que hacían resaltar el tono tristísimo de la letra. Porque la letra venía casi siempre humedecida en lágrimas. Una musa melancólica inspiró a los anónimos autores. El regocijo quedaba para los alalás, que también envolvían a veces penas y quebrantos entre sus notas cascabeleras. He aquí algunas de las danzas más populares:


Danza del comisionista

El comisionista llega a Ribanova. Hoy durmió en Monteledo. Mañana saldrá para Adega y Villasol. Anda como Ashaverus, y tiene mucho de errante y algo de judío. El comisionista piensa que un destino fatal le ha condenado a perenne inquietud. Cuenta por horas las leguas que corre y por días los pueblos que visita. Es, a los efectos administrativos del padrón, un transeúnte eterno. Sus amistades no pasan del trato superficial: sus amores, del flirt fugitivo; su compañía se reduce a dos cajas: la caja de muestras para la oficina del comercio y la caja de bicarbonato para la oficina del estómago, cuarteado y maltrecho entre salsas de hospedería y guisotes de fonda. Lleva un guardapolvo que ha padecido el polvo de todos los caminos. Como la toga del letrado, como la casaca del palaciego, como el manteo del cura, el guardapolvo define y da carácter: el perfecto comisionista ha de poseer palabrería de vocero, espinazo de gentilhombre y sutilezas de clerecía... He aquí su danza:



    Yo he venido al mundo quizás peregrino,
cual hoja marchita que el viento arrojó,
y voy a ausentarme siguiendo el destino
que Dios, como a todos, a mí me fijó.

   Los montes, los valles, las selvas frondosas
iré en mi camino dejando hacia atrás,
mirando las flores silvestres y hermosas
por ver si entre flores del campo tú estás.

    ¡Adiós, tierna niña! ¡Adiós, cariñosa!
Quisiera que oyeses, trinando, mi voz...
Quisiera abrazarte... ¡pero es doloroso
mirarte y decirte mi último adiós!




Danza de la cocinera sentimental

La cocinera abotargó sus manos en el fregadero y endureció su conciencia en la sisa, pero guarda debajo de su seno exuberante un corazón jugoso: diríase el corazón de una empanadilla, al cobijo de la bóveda de hojaldre levantada y crujiente. ¡Ay, la cocinera ama! Bien lo saben sus señores, porque los platos vienen a la mesa harto salados, y cocinera que sala en demasía es cocinera enamorada. Pues, sí, ama a un rapaz de Villasol, que la espera en la iglesia los domingos, a la hora de misa. La cocinera le busca y le halla siempre junto a la pila del agua bendita, bien afeitado, con su traje de los días de fiesta: asoma al bolsillo de la americana el pañuelo que fue del señor y que ella regaló a su dulce tormento después de bordarlo con mil primores y con seda de la señora.

La cocinera quiere rezar y no puede. Siente que el novio la mira y mil diablillos traviesos cortan la cantilena de sus oraciones...


   Nunca vayas, Pepe mío,
a la misa a que voy yo:
ni tú rezas, ni yo rezo,
ni estamos con devoción.

De pronto un miedo la asalta: el rapaz ha hablado de ir a América a ganar mucho dinero. La fregona opina -romanticismo y desinterés- que para vivir basta y sobra el cariño que les une: -«Contigo, pan y cebolla», y lo de la cebolla no lo dice a humo de pajas, sino con la suficiencia de una profesora en arte culinario que aprecia el alto cometido del sabroso aderezo. Los escrúpulos de la devota, que cree que peca si, entre un padrenuestro y un avemaría, piensa en el galán que se la come con los ojos, dejan paso al dolor de la novia ante la posible separación... Y solloza así:


    ¡No vayas a Cuba
dinero a buscar!
¿Qué más dicha quieres
que a mi lado estar?




Danza de la viuda

Esta es una viudita ganosa de reincidir. Tres años hace que perdió al marido, y no se acostumbra a la soledad de sus horas. Con blando lápiz quedó grabada en su recuerdo la sombra del que se fue, y el tiempo, como una goma, va borrándola lentamente... El corazón de la viuda parece hoy blanca cuartilla que nunca desfloraron rasgueos de pluma; y, sin embargo, cuántas cosas se escribieron en ella... Hay un hombre que la pretende, y la viudita vacila, toda rubores y sofocos. Teme que la gente haya sorprendido la fragilidad de su memoria. Acaso no ha prescrito todavía el derecho del otro... Por eso aconseja discreción y recato, para que no trascienda de los dos aquel boceto que los dos dibujan: sabe a gloria el relampaguear escondido de unos ojos y apetece mejor cuando el juego se hace a hurto de curiosos, suerte de contrabando que atraviesa la frontera sin pagar tarifa en la aduana de la murmuración, y que seduce, no tanto por el ahorro, como por el goce del fraude. Y la viudita, doctora en discreteos, se expresa en muy pulidas razones, con sugestivo trenzado de palabras...



    No me mires, que miran
       que nos miramos:
luego dice la gente
       que nos amamos.

       Disimulemos,
y, cuando no nos miren,
       nos miraremos...




Danza de la costureiriña

¡La pobre costureiriña! Cose que cose, doblada sobre la labor, no da paz a los dedos. De tarde en tarde sus ojos se abstraen en una contemplación lejana; después ahoga un suspiro y reanuda su tarea. ¿Qué miran los ojos tristes de la costureiriña? ¿Los árboles del jardín, que sombrean su casa? No; miran más allá. ¿La ermita, que recorta en el cielo la obscura silueta de su cruz gigante? No; más allá... ¿La línea vaga del horizonte -un pino solitario en la tierra y un navío humeante en el mar? No; más allá, siempre más allá...

Marchó el novio hace cuatro años, y no vuelve. Pocas cartas de él recibe, y esta última, que la cuitada tiene escondida cabe el seno, fuera mejor que se hubiese extraviado: apenas cuatro líneas formularias, y un frío adiós... Neptuno está enojado con el hombre, porque la proa de los barcos abre hondos surcos en su carne, las hélices se atornillan en sus entrañas y los diques humillan sus furores; por eso, llevado de propósitos vengativos, retiene o engulle las nuevas agradables, y, en cambio, se abonanza y adormece en blandas brisas para que cuanto antes lleguen las esquelas mortuorias.

La pobre costureiriña sabe ahora de fijo lo que siempre ha sospechado: que no la quieren. En la cómoda, ocultas en el cofre de las joyas modestas, guarda todas las cartas del mozo: un paquetito atado con una cinta que se anuda en la gracia femenina de un lazo. Cartas que cruzaron el Atlántico, papeles mojados -las líneas son borrones ilegibles, perdieron su límpida tersura las hojas, convertidas hoy en pastosa pulpa informe...


   O amor d'a costureira
era papel e mollóuse:
¡agora, costureiriña,
a teu amor acabóuse!




Danza del marinero

El marinero va con su novia de paseo hacia el mar. En el muelle, a espaldas de la capilla de San Miguel, camino del faro o en Villadón, los ojos encuentran largo recreo: agrada el romper de las olas y el hervor de la espuma. El marinero conoce todas las embarcaciones que frecuentan la ría, y se las muestra a la novia cuando sólo son un punto en el horizonte, invisible para otros ojos no tan expertos como los suyos.

-Mira la Golondra, una goleta; vendrá cargada de sal.

-¿Y aquel humo de allá lejos?

-Es el Gijón. Ha debido salir de Avilés a mediodía, y llegará a Ribanova al obscurecer. Buen costero; ninguno le gana a caminar. Hace sus diez millas muy guapamente...


   Ven, que te quiero llevar,
célico ángel de amor,
a vivir al rumor
de las olas del mar...

-Me dijeron -suspira ella, celosa- que ayer estuviste de parrafada con la de Nelo.

-¡Bah, murmuraciones! Que conicidimos en el Crucero, y que yo le pregunté por su padre: nada más. Esas de Bande son tremendas, y el mejor día tenemos un disgusto.

-No te enfades, hombre, porque no le di importancia al caso. Creo en ti, y con eso me basta -dice la novia, y tiembla ahora el regalo del mimo donde antes puso la sospecha sus dardos punzadores.

Pero el marinero sufre. Se siente rodeado de un molesto enjambre: comidillas, cuentos, chismes... Por eso huye de la Alameda y de las calles y busca la soledad amiga del mar...


    En el silencio nos amaremos
       y viviremos
      juntos los dos.
¡Allí se ama sin enemigos,
       sin más testigos
       que el mar y Dios!...






ArribaAbajo El faro

El faro de Ribanova está situado en una isla -la isla Grove- unida a tierra por un puentecillo que cubren las olas en días de temporal fuerte. La linterna lanza sus relámpagos a ocho millas de distancia. La casa del torrero, limpia y coquetona, luce sus muros de blanco baldosín. Centenares de conejos saltan entre los tojales, y, aunque el suelo es peñascoso, se ha logrado, con perseverante esfuerzo, colocar en vías de cultivo algunas parcelas, que un muro protege contra el viento y contra el mar.

Desde el faro domínase amplia extensión de costa desigual y brava y poco concurrida. Los correos pasan lejos, acusados apenas por humaredas leves. En Ribanova fondean únicamente los vapores de mineral, pequeñas embarcaciones de cabotaje, lanchas boniteras y dos o tres goletas y balandras cargadas de arena o de carbón.

José Luis, que tenía sus ribetes de romántico, pensaba con cierta emoción en los torreros de faro. Les imaginaba solos frente a la grandeza del agua y del cielo, extraños a las vulgares preocupaciones diarias. De sus manos depende la vida y hacienda de los navegantes: un leve descuido en la rítmica sucesión de los destellos puede inducir a error fatal al piloto que en la noche cerrada atalaya con angustia la salvadora luz. Vestales del puerto, han de mantener siempre encendido el fuego sagrado: son antorchas vivientes, guardianes del abismo, un resplandor en la sombra.

Hombres consagrados a funciones tan augustas debían pertenecer a un rango superior y sentir en su alma esa grave compostura y esa elevación que procrea el silencio cuando se une con la soledad. Las cosas influyen en nosotros y modelan nuestro espíritu; en nuestra existencia íntima hay como un reflejo del mundo exterior, y quien a toda hora fije la mirada en el horizonte sin límites de la inmensidad no sabrá evadir la irresistible tentación de lo infinito, y habrá en su pensamiento la emoción viajera que despierta la nube y la inquietud de lo hondo que produce el mar.

Iba Romeira con José Luis. Les recibió el torreiro, amable. Recorrieron la isla de punta a cabo: el pie levantaba docenas de conejillos asustados, que huían en busca de refugio. En lo alto de la torrecilla descansaron los viajeros. Era ya prima noche, y en su honor se adelantó la hora de encender. Acodados en la barandilla que rodeaba la diminuta plataforma, contemplaron la puesta del sol. El faro de Muro inició poco después su parpadeo. Compañero del de Ribanova, las señales luminosas de los dos sostenían un diálogo mudo: noviazgo a distancia jamás interrumpido. Rompían las olas mansamente contra el acantilado de la isla. Callaron el torrero y sus amigos. La pausa duró breves minutos. La interrumpió el torrero:

-Estamos olvidados. Las demás clases administrativas han conseguido mejoras de sueldo; nosotros, no. Nuestro escalafón, formado por unos trescientos individuos, tiene mucha cola, y faltan jefes. Años y años son precisos para aumentar en cantidades irrisorias nuestros menguados haberes. Yo he proyectado una plantilla mejor dispuesta, en la que, con pequeña diferencia de gasto, lograríamos notable alivio económico. Disminuyendo el número de aspirantes...

José Luis le oía atento; pero, ¡qué desencanto el suyo! ¡Maldita Administración, que llevaba hasta allí sus ventosas! Hasta allí, avanzada de la tierra sobre el mar, isla perdida en un rincón gallego. El torrero no estaba unido a la península por un puentecillo, sino por un escalafón. El opio de la nómina envenenaba aquel ambiente puro: en la brisa fresca, saturada de yodo, había pestilentes emanaciones de covacha. ¡Ay, el faro era una oficina y el torrero un funcionario!




ArribaAbajo Lodrobada

En las ciudades el mocerío encuentra fáciles ocasiones mujeriegas; en los pueblos, la castidad se impone. Hay casos de amancebamiento, pero no hay hetairismo: la moral pública no toleraría la existencia de lupanares. Por eso, la sensualidad se hace estomacal: la mesa substituye al tálamo: el pecado capital pueblerino es la gula. Y el pensamiento voluptuoso, que en las poblaciones gira en torno a las suaves redondeces femeninas, en las pequeñas localidades se ciñe con éxtasis a las curvas también apetitosas de la empanada. Entre los enemigos tradicionales, la carne tienta, pero tienta en la sartén o en la cazuela.

A esos yantares copiosos, bien amados en Ribanova, les llamaban los ribeirianos lodrobadas. El término era expresivo y cuasi onomatopéyico: la palabra lodrobada llena la boca, como la llenan los platos de la lodroba. Y de lodrobada fueron un día José Luis, Romeira, Ricardo el «Canónigo» y otros amigos, todos «firmas» de prestigio por su «saque». Preparó los manjares la Naviega, casa que en largos años de pastelería y cocina había consolidado su fama en las cuatro villas ribereñas del Nova, y tendieron los manteles sobre un verde prado, a orillas del Villalán, río que desemboca en el mar, detrás del faro, en uno de los parajes más amenos que imaginarse pueda.

El menú era, como en casos tales suele acontecer, propio para estómagos delicados: tortilla de chorizos con menos tortilla que chorizos, adobada en la grasa sangrienta del embutido; calamares en su tinta, que ennegrecían los labios glotones: la prebe, según los cánones, debe achicarse a fuerza de miga, hasta dejar la fuente enjuta; jamón con tomate, en grandes lonjas, como simple entretenimiento de los comensales, y empanada de «pitos», del tamaño de una rueda de carro, que ofrecía el doble atractivo del «pan de arriba», tostado y crujiente como hojaldre, y el «pan de abajo», sazonado y jugoso. De postre, «brazo de gitano», brazo de mar de crema bien envuelto en su mantilla de bizcocho, y arroz con leche para reparo de huecos; vino a discreción, café en baldes, coñac en tazas y media docenita de mademoiselles, que pusieron con sus detonaciones fin a la fiesta, cual las bombas de palenque acostumbradas.

Tres horas largas duró el ágape, y en ese tiempo no hubo descanso para las mandíbulas. Cuando encendieron los cigarros, Romeira, poniéndose en pie con trabajo, pronunció un discurso, elocuente como todos los suyos:

-Amigos míos, dediquemos unas palabras a nuestro clásico pote. Dime lo que comes y te diré quién eres. ¿Fue Brillat Savarin el autor de sentencia tan profunda? No lo sé; lo que sí sé es que pocas veces habrá surgido en cabeza humana verdad de tamaño calibre. Aplicadla también a la bebida: el champagne tiene la exquisitez elegante del espíritu galo, y la cerveza, la basta contextura del tipo teutón.

-La cerveza será basta -comentó una voz-, pero tú, cuando la bebes, nunca dices ¡basta!

Rieron los comensales, y hasta el mismo Romeira hubo de reconocer la oportunidad del calembour.

-Habréis observado -continuó el orador- que no hay nada como los calamares en su tinta para aguzar el ingenio: nuestro contertulio acaba de brindarnos una acabada prueba de ello. Y volvamos al asunto que nos importa. Galicia es el pote, como Castilla es el cocido. A vuelta de un rico rosario de virtudes, descúbrese en el castellano cierta vanidad de hidalgo pobre que no quiere que se sepa la escasez que sufre. El castellano hace dos platos del cocido: toma primero la sopa y luego la carne, los garbanzos, la patata, el jamón. Este segundo plato es cuerpo sin alma, alimento sin jugo: entretiene las mandíbulas y da prestancia al menú, pero no satisface mucho el estómago. Pues bien; el cocido constituye el emblema de Castilla. Castilla vivió un siglo, un único siglo: el siglo de oro. Fue el siglo de la sopa suculenta y sabrosa, porque para que en ella hallara sostén el cuerpo y el paladar regalo, venían los galeones llenos del oro de las Indias, y manejó la pluma el Manco insigne, y el pincel Velázquez. Hogaño, Castilla, agotada, trae a su mesa paticoja los restos del pasado grande: fofo amasijo que perdió el zumo, venas exangües y terruño seco que dejaron la savia en Flandes, en Italia y en América. Castilla apura hoy el segundo plato del cocido y engaña la estrechez de ahora con la remembranza del ayer holgado. Los gallegos, más amigos de la realidad y libres de ciertas preocupaciones sociales, no dividen por gala en dos lo que nació uno, ni separan el caldo de sus apetitosos ingredientes, sino que lo sirven con la patata, la verdura y el lacón. Galicia no tiene por qué guardar falsas apariencias, y ordena sus yantares de modo sencillo y llano.

-¡Viva el pote! -exclamó uno de los comensales.

-¡Viva! -repitió el concurso, unánime.

-¡Calma, amables correligionarios, calma! Todavía no he acabado -indicó Romeira una vez restablecido el silencio-. Fáltame ponderar la muy alta condición de una fruta de nuestra tierra, acaso la mejor, con ser muchas las que poseemos, y deliciosísimas todas. Prerrogativa real nunca bastante alabada: suma y compendio de las que adornan a nuestros encantiños. Es morena, gracias a Dios, y digna de haber nacido de Quereño para acá, pues si a Campoamor no le hubiera forzado el consonante, a otra región pertenecería la cuitada del poema. Morenucha os decía, y de piel algo áspera, como cumple al tradicional recelo de la gallega, desconfiada siempre y en principio poco fácil a la intimidad. Esquiva y menuda, que no les vienen bien a las mujeres grandezas corporales: su gloria está en el armonioso conjunto recogido y prieto, y ha de prestarse sin violencia a la caricia de los diminutivos: el buen perfume se vende en pomos pequeños, y por litros la vulgar colonia. ¡Ah, pero una vez salvada la prudente cautela del dintel, qué maravilla la de la pulpa jugosa, que se deshace en almíbar y nos brinda el supremo deleite de un bocado exquisito! Así también no hay quien supere a las rapazas nuestras en la voz tierna, en el hablar suave, en la música del acento, donde las mil facetas emotivas encuentran su nota apropiada. Y, para terminar, ¡qué modestia la de su semblante, que no luce la púrpura altiva del naranjo ni el cutis presumido de la manzana!... Camaradas y paisanos: os pido un minuto de silencio en honor de la pera urraca.



Empezaron enseguida las canciones. Aunque alegrillos todos, el coro se mantenía dentro de una afinación perfecta. El sentido musical de los ribeirianos triunfaba hasta de los vapores del alcohol, y no había una voz discordante en el conjunto armónico. Sólo de cuando en cuando la digestión laboriosa prendía su neblina de gases en la garganta de los cantores, y estampidos como truenos glosaban el ritmo con sonoridades fuera de la partitura; pero aun entonces la gravedad del momento orfeónico se imponía, y sobre el interruptor caían veinte miradas llameantes que le recriminaban por su desafuero y mataban en flor posibles desahogos ulteriores.

¡Contraste singular el de las habaneras dolientes y las danzas melancólicas en labios de aquellos enxebres, que tenían el rostro ardiendo y los ojos encandilados y sentían en el gaznate el cosquilleo del champagne! Las viejas cadencias populares podían más que el estímulo bullanguero de la panza ahíta, propicia al optimismo y al retozar jocundo. Unos rapaces, en la plenitud vital de la sobremesa, cantaban cosas tristes: había allí una veta de humorismo galaico.

Agotado el extenso repertorio, la murmuración reclamó sus fueros, y en revista cinematográfica desfilaron ante los contertulios, sin olvidar una, las personas conocidas del pueblo, con sus defectos, con sus extravagancias, con sus flaquezas. El mantel quedó convertido en mesa de disección, y donde antes se movieron tenedores y cuchillos trabajaban ahora las lenguas, que no eran menos punzantes ni menos afiladas. Había imitadores de todo lo imitable, que reproducían los rasgos sobresalientes de cada víctima, caricaturizándolos con perversa intención: la cojera mal disimulada, el mirar «virollo», la tartamudez del uno, el léxico disparatado del otro, el aire presumido de este, la joroba de aquel...

Llegaron luego los Sinforianos, cuarteto famoso en Ribanova y en los pueblecillos próximos a la ría. Mariano y Sinforoso eran sus elementos directivos.Con los nombres de entrambos un vecino sutil aderezole el membrete: «Sinfor» y «iano»: «Sinforianos». Sinforoso perdió el oso y Mariano varó en seco, porque le quitaron el mar.

Mariano tocaba el clarinete; Sinforoso, la gaita: los dos soplaban. Bombo y tambor componían el conjunto, completándolo. El tamborilero y su compadre no producían menos ruidos que Sinforoso y Mariano, ni su aportación musical carecía de interés. Pudo acaso dárseles cabida en la razón social del cuarteto, entre el alfa de Sinforoso y el omega de Mariano, pero nadie se acordó de ellos y estaban condenados a herir las cajas sonoras, desconocidos siempre, siempre en el anónimo. La vida, como diría Romeira, es cuestión de instrumento: debemos elegir voz cantante, so pena de permanecer en la sombra. Escaño y foro, tribuna y prensa, gaitas todas al cabo, se llevan la gloria; el pueblo acompaña, y menos mal cuando maneja los palitroques: a veces sirve sólo de parche.

Sinforoso tenía ese optimismo mofletudo, saludable y jovial propio de un gaitero digno; Mariano, pálido el color y consumidas las carnes. La gaita pide obesidades risueñas; el clarinete simpatiza con delgadeces hurañas. La gaita, mujer a la postre, gusta de murmurar, y, a espaldas del marido, suelta el roncón de los comadreos. El marido le hace el dúo y la pasea del brazo, como cumple a un clarinete que sabe respetarse. Porque ama la virtud del ahorro se naturalizó en Galicia la gaita, que no derrocha nunca el caudal de aire que guarda el fol, sino que lo va soltando poco a poco: piensa en el mañana -el mañana es la nota siguiente-, y a tanto llega su espíritu previsor que no canta a gusto sino cuando ha asegurado ya el día que ha de venir. El clarinete y el oboe, el cornetín y la trompa, dejan de sonar de un modo seco y mecánico: la gaita expira. Hay algo humano, de ahogo, de asfixia en sus notas finales: es que de pronto la ha faltado el aliento. La gaita muere y exhala un grito al morir...

Sin los Sinforianos no había regocijo cabal. Villasol por Santiago, Adega por la Virgen de Agosto, Ribanova por la de Septiembre, les contaban como número obligado del cartel, y con romerías, dianas y bailes se les iba pronto el verano a los músicos. En su repertorio abundaban aires regionales -alalás, muiñeiras, danzas del Principado; pero también, ¡oh dolor!, rendían culto a lo moderno, y después de Ó subila e ó baixala, y antes de A coger el trébole, se oía la Java. ¡Sinfonía de cabaret, negros cantores, arias de saxofón, bailarín de etiqueta, diabluras de black-bottom y acrobacias de charleston, sobre el tapiz de fina hierba, al abrigo de los castaños, entre violines de ciegos, plañir de mendigos, rosquillas del santo y detonar de bombas de palenque!



¡Santiago, patrón de Galicia, córtales el cuello con tu acero invencible a los «enxebres» renegados, que son peores que los moros! ¡San Román, señor de la fuente milagrosa que todo lo cura, niégales tu linfa clara a los que beben en las romerías cocktails nefandos! ¡San Roque bendito, mándales una peste que se los trague, y que no tengan un can chico que les lama la pierna ni un can gordo para aguardiente! ¡San Froilán, sombra de Lugo, condénales a pasear la muralla para toda la eternidad! ¡Que no los miren tus ojos, Virgen de los Ojos Grandes, que no lo merecen! ¡Que no logren el consuelo de tus llaves puestas al rojo, San Bernabé, y que rabeen! ¡Y que no vuelvan a probar en la vida filloas por Carnavales, lacoada de grelos por San Antón, ni empanada de pitos, ni vino del ribero, ni pan de Vilaboa, ni peras urracas!

¡Que mala centella los coma!

Amén.




Arriba José Luis se va

Pasó Santiago Apóstol, y está tan lejos, tan lejos, que no se oye la galopada de su caballo. Son ceniza las brasas que martirizaron el cuerpo de San Lorenzo. Han muerto las rosas de Salomé que ciñeron la frente del Bautista degollado...

Septiembre. Hace frío. La gente ya no acude a la Alameda por las noches. Los novios buscan el abrigo de los soportales, defendidos del viento. Nadie baja a Fontanela, ni cruza el Nova hacia los pueblos vecinos. Los Canegos halan a tierra los botes de zalea para que no sufran el daño de la invernada.

Llueve. Llueve mansamente primero: preludios del gran concierto pluvial que prepara la orquesta de otoño. ¿Dónde fueron las sombrillas multicolores, los indumentos estivales, la alpargata playera? Paraguas y gabardinas han salido del rincón adonde no han de tornar en largos meses. Y en las aguas rizadas de la ría florecen las blancas florecillas del temporal.

Se van los cómicos y empieza la temporada de cine. Se van los veraneantes: todas las semanas la crónica de La Voz publica una extensa lista de viajeros. Se va también José Luis, con tristeza que no sabe disimular. Hay en su tristeza gotas de egoísmo. Sabe que si dejamos el pueblo en que hemos vivido, el pueblo seguirá su rumbo, como cuando dejemos la vida que hemos gustado continuará la vida alegremente. Nos duele lo que perdemos, pero nos duele más todavía la segura indiferencia de los que quedan: la misma indiferencia que sentimos nosotros mientras no nos toca el turno. Querríamos que todo acabase con nosotros, para hacer en compañía la última jornada y también para que la incógnita final no añada otra negrura al pesar de la partida. Los reyezuelos salvajes que descendían al sepulcro con centenares de siervos degollados en las ceremonias fúnebres, eran hombres prudentes. Nuestra pena compartida parece menos pena. Será consuelo de tontos el mal de muchos, pero son muchos los que se consuelan.

-Mañana, domingo -piensa José Luis-, irán todos a misa de doce, a la parroquia, y yo no iré. Habrá luego paseo en la Alameda, y yo faltaré. Por la tarde, partido de football, cinematógrafo después, tertulia en el bar tras de la cena..., y yo no estaré... Y Ribanova irá devanando sus días en la rueca del tiempo... He pasado como una sombra gris sobre el cristal de un espejo: ninguna huella perdurará de mí...



Arranca el auto. José Luis contempla la última calle ribeiriana. Ni una luz ilumina las fachadas herméticas. Duermen los vecinos. El auto aumenta la velocidad. Guardando la primera curva de la carretera, se alza el chalet de Ladraocán, avanzada de Ribanova en el camino de Augusta. Lo alcanzan rápidamente. José Luis juraría que uno de los visillos del mirador se ha movido un poco... La visión ha sido instantánea. Fantasía acaso mejor que realidad: ¡iba el coche tan de prisa! Pero a José Luis le ha bastado. Enciende un egipcio y hunde las manos en los bolsillos: la brasa del cigarro alumbra un boceto de sonrisa. No ha ocurrido nada o casi nada. Sin embargo, José Luis se siente menos solo.





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