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ArribaAbajo¿Un discurso sin sujeto? Enunciación dramática y autor implícito

Ángel Abuín


Universidad de Santiago de Compostela

«The artist, like the God of Creation, remains within or behind or beyond or above his handiwork, invisible, refined out of existence, indifferent, paring his fingernails».


(James Joyce, A Portrait of the Artist as a Young Man, Viking Press, New York, 1956, p. 215)                


«Hemos venido en busca de un autor». Sobre el escenario, los seis personajes de Pirandello constatan con angustia, una y otra vez, la ausencia del autor de cuya imaginación son resultado. «Cuando un personaje nace, adquiere inmediatamente una independencia tal, incluso con respecto al propio autor, que cualquiera podría imaginarlo en un sinfín de situaciones en las que el autor jamás pensó presentarlo, hasta adquirir incluso, a veces, un significado que el autor nunca quiso darle» (1921: 158-159), insiste el Padre. En un hábil ejercicio de metateatro, la obra manifiesta así la falta de control del autor, al mismo tiempo que nos descubre, desde una conciencia autorreflexiva, la armazón artística de la mímesis teatral. «Yo es otros». He aquí resumida,   —26→   en esta frase, la gran paradoja a la que ha de hacer frente el autor teatral, constreñido siempre a hablar, en una suerte de ventriloquía, por la voz de otros. El discurso teatral es por ello, en muchos sentidos, un palimpsesto. En efecto, dada la naturaleza ostensiva del drama, por la cual está capacitado para mostrar además de para decir, de tal modo que los acontecimientos dan la impresión de contarse por sí mismos, el hallazgo de cualquier rastro de, en palabras de Benveniste, «la subjetividad en el lenguaje», es decir, de las relaciones entre el enunciado y su instancia productora, resulta, cuando menos, más problemático que en novela o en poesía.

En teatro, la ausencia de un narrador conlleva la exigencia de que los acontecimientos se desenvuelvan de manera autónoma, sin intervención de ningún mediador: no existe filtro para los acontecimientos representados; de manera aparentemente espontánea, los personajes se comunican entre ellos ideas y sentimientos, al mismo tiempo que los explican al público, mediante la alternancia de diálogos y/o monólogos. Para los dramas más tradicionales puede decirse que el dramaturgo está ausente: «no interviene; ha hecho cesión de la palabra»; «el drama no se escribe; se implanta» (Szondi, 1994: 19). Como consecuencia, resulta casi imposible discernir, ante la reflexión de un personaje, quién habla sobre la escena, si el personaje mismo o el propio autor. Ubersfeld se muestra tajante en este sentido: «el discurso teatral es discurso sin sujeto» (1989: 186); en efecto, aunque su sujeto es el autor, éste ha abandonado su propia voz para expresarse por la de otros, por la de los personajes. El desarrollo polifónico de la obra diluye, pues, la posible presencia de una instancia productora que asuma de algún modo el papel de autor.

Desde Platón y Aristóteles se viene operando en el ámbito de la teoría literaria un primer deslinde entre dos tipos o modos de comunicación literaria a través del enfrentamiento entre el ocultamiento del autor en el teatro, género en el que sólo los personajes tienen voz, y el desarrollo en novela de una instancia mediadora entre el autor y el lector (llámese autor implícito, narrador, narrador-personaje, etc.). Frente a la narrativa, el teatro tiene como rasgo específico la ausencia de un narrador que sirva de intermediario entre el autor y el espectador.1 Se elimina así la mediación de un yo-narrador o de un yo-narrador-personaje   —27→   y el texto se compone de los juicios de varios yo-personaje (De Marinis, 1982: 48).2 Los espectadores asisten al diálogo dramático pasivamente, en silencio, sentados en su asiento sin que les sea permitido intervenir en la representación. La relación entre el yo-emisor y el tú-receptor es inviable, aunque, en casos muy específicos (prólogos y epílogos, coros, apartes), es posible cierto grado de comunicación entre el yo-personaje y el yo-receptor, esto es, el público.

Para Warning, podemos hallar en el teatro el paradigma efectivo de la constitución situacional de todo discurso ficticio: «Nous avons là, d'un côté, une situation interne d'énonciation avec locuteur (s) et destinataire (s), et nous avons, de l'autre côté, une situation externe de réception qui a ceci de particulier que, à l'encontre de la situation d'énonciation, le destinataire se voit privé d'un rapport avec un locuteur réel. Ce locuteur réel, l'auteur, a disparu dans la fiction même, il s'est dispersé dans les rôles des personnages fictifs, y compris, dans les genres narratifs, le rôle du narrateur» (Warning, 1979: 327). Cesare Segre (1984: 7) precisa que de este juego interno de voces entrecruzadas proviene precisamente el «conflicto de interpretación» propio de las obras dramáticas, al que, en buena medida, ha querido dar solución la presencia de un narrador-autor en escena. En ocasiones, por tanto, un personaje se convierte, incluso explícitamente, en doble del autor, en alter ego encargado de servir como vocero de sus ideas. ¿Quién puede dudar de que el Traspunte de Nuestra ciudad (1938) expresa al público ideas propias de Wilder sobre la dignificación de lo cotidiano? El narrador teatral nace, en efecto, con la vocación de facilitar al autor una comunicación más directa y más clara con el público: es él quien, en definitiva, podrá obligar al espectador a adoptar una muy determinada «mirada semántica» con respecto al contenido de la obra. Para   —28→   Bobes Naves (1988: 50), esta mirada, que establece «relaciones de sentido entre aspectos o partes de un conjunto de objetos o de una conducta, pertenece en la novela al autor que transmite al texto un orden elegido», mientras en el teatro tradicional es propia del espectador, «que puede seguir el orden que prefiera y establecer inicialmente reiteraciones, latencias y relaciones de un modo libre, creando expectativas semánticas que la historia confirmará o rechazará posteriormente». No lo olvidemos, la aparición de una nueva «mirada» es una de las novedades fundamentales de la forma épica de Brecht: la libertad que «it gives the author to introduce his own ideas into the work, much as a novelist uses a narrative to shape the reader'responses to action and character» (Brustein, 1970: 260; la cursiva es nuestra).

La crítica semiológica ha señalado la existencia en teatro de un proceso de doble enunciación, de dos tipos de discurso que se complementan: el, por decirlo así, totalizador del autor-escritor, que se dirige al público; y el inter-individual de los personajes.3 Para Anne Ubersfeld (1996: 53), por ejemplo, un texto de teatro tiene como enunciador a un scripteur que es el sujeto-origen de todos los enunciados, didascálicos o dialogados, aunque ceda la palabra a otros enunciadores «mediatos», los personajes. Esta instancia del moi-scripteur se encuentra por lo tanto reducida a un «discours éclaté en plusieurs voix», que es inaudible e imperceptible aunque proceda del responsable último de la globalidad del texto dramático. Hay textos que, sin embargo, recogen de manera evidente, casi diríamos que con absoluta transparencia, la efectividad de un sujeto semiótico originador del mensaje, de una instancia organizadora del discurso a través de la figura de un conteur. En un ejemplo extremo de enunciación enunciada, el narrador se instala patentemente en el enunciado para destapar sus procedimientos y mecanismos, convirtiendo así la enunciación en verdadera protagonista al ubicar un narrador en el mismo seno del enunciado dramático. Mediante el narrador, el enunciador primero se concede el privilegio de hacer visible en escena el mecanismo de producción que, en definitiva, está detrás de toda pieza teatral. El autor, en este proceso de figurativización y tematización, llega incluso a colarse en su texto, convertido en un personaje que será su doble en   —29→   escena, un alter ego encargado de servir como portavoz de sus ideas: se trata, por así decirlo, de «firmar» su creación, a la vez que de revelar sus arquitecturas específicas (cf. Abuín, 1997).

Pero, cuando hablábamos, en el párrafo anterior, de autor, está claro que no lo hacíamos en un sentido biografista y antropomórfico. Por el contrario, lejos de esta conocida falacia, en teatro, al igual que en novela, es necesario reivindicar la inclusión de la instancia del autor implícito, ese «autor depurado de sus rasgos reales, y caracterizado por aquellos que la obra postula» (Segre, 1985: 19-21), una entidad abstracta que representa la significación de conjunto de la obra literaria. Cesare Segre considera que la figura de autor implícito está presente en todo texto literario, y es extraño que su aplicación al análisis teatral se limite hasta el momento a tan tímidos intentos como los que luego veremos. El «autor entre bastidores», el «escriba oficial» del que habla Wayne Booth (1961), encargado de establecer los valores ideológicos inherentes al texto, está siempre actuando en la estructura de una pieza teatral, pero justo es reconocer que a veces las marcas de su presencia son más evidentes.

Hagamos, por tanto, un rápido repaso de aquellas tentativas de incorporar al análisis teatral una instancia autorial que se responsabilice del conjunto de la pieza, por encima de la voz dispersa de los personajes.

Es sabido que Félix Martínez Bonati (1983: 166) caracteriza el drama, frente a la lírica y la narración, por «la ausencia del 'hablante básico' único, y que en él pertenezcan todos los hablantes al mismo plano». Juan Villegas (1982: 14-15) ha intentado rastrear la presencia de este hablante dramático básico en la enunciación de las acotaciones, funcionando de manera similar a un narrador que en narrativa «proporciona información» y «organiza la entrega del mundo» al lector. En esta misma línea, Pérez Bowie (1994: 287), que ve las obvias equivalencias entre el HDB ficcionalizado y el autor implícito, ha analizado el discurso didascálico de Francisco Ramos de Castro, apuntando además la posibilidad de «construir» a partir del texto la imagen de su autor, «haciendo abstracción» de la dispersión del texto teatral, «procediendo a situar las 'elecciones' del sujeto enunciador en cada uno de los tres planos (fónico, morfosintáctico y semántico)» que componen el drama. Se trata aquí, como vemos, de asignar voz al autor implícito, o a una especie de narrador que sería responsable del discurso didascálico. El autor implícito habla directamente en las acotaciones y cede su voz, en el diálogo, a los personajes.

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Manfred Pfister (1977 y 1984) es, según creo, el primero en aplicar al teatro, con esa denominación, la instancia enunciativa de un autor implícito. A esta figura autorial hay que remitir para él los procedimientos épicos de mediación, tales como los prólogos o el coro, que permiten al espectador integrar el discurso de los personajes en una jerarquía autorial. Pfister (1984: 19-23) utiliza asimismo al autor implícito para distinguir cuatro técnicas de caracterización dramática, justificadas por dos criterios complementarios: a) se hablará de caracterización explícita o implícita según esté basada, respectivamente, en un fenómeno de «telling» o de «showing»; b) la caracterización será «figural» si toda información al respecto es proporcionada por un personaje, o «authorial» si es el autor implícito quien la facilita. Pfister (1984: 22) comprueba un. hecho que ya hemos mencionado: que con la ausencia de un narrador en el drama la posibilidad de una «explicit authorial characterization» permanece extremadamente limitada: «they concern mainly what Roman Ingarden has called the 'side text', consisting of title, list of dramatis personae, act and scene indications and stage directions». A diferencia del novelista, que puede en todo momento intervenir a través de la voz del narrador para adelantar tal o cual rasgo de un personaje, la objetividad del drama obliga a que el dramaturgo presente, según la fórmula aristotélica, «a los personajes actuando y hablando sin los comentarios de un demiurgo».

Más allá de las acotaciones, son algunas las aportaciones que se acercan a la idea original de Booth, entendiendo el autor implícito ya no como un caso de voz narrativa sino como un principio abstracto que busca, a través del diseño general de la obra, «instruimos sobre algo» (Chatman, 1978: 159): se trataría entonces de una instancia abstracta que lo inventa todo y pone a los personajes en una determinada situación de enunciar un discurso dramático. Sin denominarle en ningún momento autor implícito, Veltrusky (1977: 69) concibe para el drama (escrito) la existencia de un «central subject» que está detrás del diálogo de los personajes y de la misma estructura de la obra: «The central subject makes his presence felt as the focal point towards which the whole structure converges. Though receding in the background, the central subject looms behind all the speeches as the source of their distribution between the partial subjects in the foreground». Esa figura abstracta a la que se refiere Veltrusky se dirige indirectamente al lector, salvo en los casos de las acotaciones y otras notas paratextuales. Issacharoff (1985: 16-18) y Maingueneau (1990: 141-142) se colocan en la misma línea argumentativa cuando manejan el concepto de archi-enunciador, una especie de amalgama de autor real, director de escena y actores.

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En un artículo fundamental publicado en Poetics Today, Brian Richardson (1988: 211) incluye también el autor implícito como una más de las categorías de la enunciación teatral, intermediaria entre los narradores dramáticos (soliloquios, prólogos, «story-makers») y el autor real, una figura idealizada «whose consciousness seems to have produced the text and whose personality we deduce entirely from the text». La presencia de un autor implícito puede manifestarse en una actitud palpable de armonización global del conjunto, entendido, como decía Booth, como un todo artístico coherente y completo. Así puede suceder, por ejemplo, gracias a la imposición de un determinado punto de vista sobre los acontecimientos escénicos, mediante una muy específica organización de los acontecimientos, imponiendo la perspectiva desde la que estos son mostrados, por los sucesivos juegos de iluminación o de maquillaje... En este sentido, uno de los ejemplos más significativos que conozco está recogido en la acotación que da inicio a la segunda parte de India Song, de Marguerite Duras (1972: 69), en donde se anuncia que el escenario es el mismo del de la primera, aunque sometido a una consciente desviación de punto de vista: «Estamos en el mismo sitio que antes. Sólo que -como si hubiera cambiado el eje de visión- el lado derecho queda al descubierto: unas puertas se abren a los salones de recepción.4 Podría hablarse en este caso, como Bordwell (1985) ha hecho para el cine, de una narración implícita en la que «alguien» debe responsabilizarse de la manera en que se presenta el texto.

Por su parte, García Barrientos (1991: 117), en su imprescindible ensayo sobre el tiempo en el drama, parte de la utilidad (necesidad, añadiríamos nosotros) de reconstruir «un sujeto virtual (no efectivo), ausente (no presente), implícito (no explícito), implicado por (no que implica) lo que el público ve: sujeto fantasmal de la visión dramática, simétrico del público, 'doble', en cierto sentido, de él». Puesto a buscar restos de ese «dramaturgo», García Barrientos los encuentra por   —32→   ejemplo en los fenómenos de interiorización explícita o subjetivización del drama, en los que se instituye sobre la acción dramática la focalización (interna) de un personaje. Pero también es posible que la solución a una discordancia temporal no radique en el interior de un personaje, sino en esa figura del dramaturgo que se responsabiliza, como sujeto global del drama, de cualquier alteración en el paso de la historia al discurso.

En efecto, la imparcialidad del género dramático es más aparente que real si pensamos en la capacidad de los textos teatrales para restringir la libertad del receptor, manipular su percepción imponiendo una determinada focalización sobre los acontecimientos (Barko y Burgess, 1988: 87). Edward Groff (1959) fue uno de los primeros en señalar la preocupación contemporánea, seguramente por contagio de la novela, por llevar a escena «estados de mente», «corrientes de conciencia», un punto de vista restringido a un personaje, a la manera del Eugene O'Neill de The Emperor Jones (1920) o del Arthur Miller de Death of a Salesman (1949). Basta con incorporar en escena al tipo de personaje que Souriau (1950: 125-127) denominaba simpático, «l'ordonnateur de l'univers, le centre essentiel de référence -le Je phénoménologique». En un buen número de obras de Buero, se impone el punto de vista de uno o varios personajes (focalización interna o visión desde dentro), implantando esa misma perspectiva al público, en el recurso para el que Doménech (1973: 51) acuñó el marbete de «efectos de inmersión» la oscuridad de En la ardiente oscuridad (1950), el ruido de tren en El tragaluz (1967), la sordera de Goya o las voces que sólo el pintor escucha en El sueño de la razón (1970), la suntuosa habitación de La fundación (1974)... Para Doménech (1950: 125-127), estos efectos de inmersión «en vez de alejar al espectador, [consiguen] introducirle completamente en el mundo de los personajes» y es así «para que [el espectador] mejor pueda tomar consciencia del mensaje trágico que se le pretende transmitir». Rice (1992) y Grimm (1992) han defendido la idea de los efectos de inmersión como síntesis de identificación y extrañamiento, al considerar que estamos ante maniobras autoriales que ponen al descubierto para el espectador la teatralidad «abierta y vistosa» del drama. En definitiva, los espectadores captarán estas operaciones como una intrusión, sin duda brillante, del autor en el universo presuntamente autónomo de los personajes.

Lo mismo sucede en los casos que García Barrientos incluye en la «interiorización» implícita. Si en principio el procedimiento de la inversión temporal está vedado al dramaturgo, «pues su obra se desarrolla siempre hacia el futuro» (Kayser, 1954: 332), es fácilmente   —33→   perceptible que el drama moderno ha alcanzado la evocación del pasado mediante un hábil «cambio de presentación»: el relato épico, la palabra narrativa. El teatro de nuestro siglo ofrece abundantes ejemplos de cómo el orden temporal es, pese a lo dicho, modificable; los acontecimientos no son entonces mostrados en su secuencia cronológica y su orden en absoluto se manifiesta como lineal: flash-backs, flash-forwards, sucesión en orden inverso. En estos casos de anacronías, aunque no aparezca sobre la escena la figura de un narrador que manipule el orden de los acontecimientos, se podría hablar de narración implícita o encubierta, que remite de nuevo a una instancia intermediaria equiparable al autor implícito.

Betrayal (1978), de Harold Pinter, es un buen ejemplo de usos temporales anómalos, por cuanto cada escena supone un salto temporal de alcance variable que explica desde sus orígenes la conformación de un triángulo amoroso formado por Emma, su marido Robert y el «otro» hombre, Jerry: primavera de 1977 (escenas 1 y 2, con una breve elipsis temporal entre ambas), invierno de 1975 (3), otoño de 1974 (4), verano de 1973 (5, 6 y 7, con elipsis), verano de 1971 (S), invierno de 1968 (9).

En La cornada (1959), de Sastre, el prólogo (875-888), localizado en una dependencia de la enfermería de la plaza de toros, se desarrolla el día de la muerte de José Alba. Los dos siguientes actos muestran las angustiosas horas del torero antes de su «suicidio». Por fin el epílogo (936-942) tiene lugar en la taberna del sobresaliente Rafael Pastor un tiempo impreciso después de la fatal corrida. El orden temporal de La cornada ha sido alterado en su paso desde la historia al discurso sin que el espectador encuentre demasiadas dificultades a la hora de reconstruir los hechos.

Los actos primero y tercero de Time and the Conways (1937), de John Boyton Priesdey, se desarrollan en una noche otoñal de 1919. A través de una hábil transición (los dos últimos actos comienzan de la misma manera con que finaliza el primero, con Kay sentada, el día de su cumpleaños, pensativa, silenciosa, bajo el hechizo de la música), el acto segundo puede ser interpretado como la representación de un futuro imaginado por Kay Conway veinte años antes, «como si... una que otra vez... pudiéramos ver más allá..., en el futuro» (154). Pensemos también en esa parábola que es la Andorra (1961), de Max Frisch, pieza en la que encontramos una aparente simultaneidad de hechos pasados con otros actuales: los ocho testigos interrogados van comentando, desde su posición privilegiada, los acontecimientos sucedidos en escena o todavía por   —34→   llegar, dando pie a la idea de que nada ha cambiado y de que, por esa falta de conciencia de pecado que ostentan los personajes, el asesinato de Andri es repetible; pero, en realidad, la simultaneidad de estos dos niveles temporales no es tal, porque la interpolación de estos fragmentos provoca, por su naturaleza retrospectiva, la consideración del resto de la historia como una serie de flash-backs muy conectados entre sí.

Siguiendo a Füredy (1989), pueden distinguirse dos modos básicos de puntuación (o, si se prefiere, de lectura) para un texto literario: un primer modo, que lo fragmenta en unidades de un mismo nivel lógico, para el que nos servirá como ejemplo el procedimiento del montaje; y otro segundo, que segmentará un texto en unidades correspondientes a diferentes niveles lógicos, como es el caso de las obras que presentan una estructura de teatro dentro del teatro. Para ilustrar la intervención de un autor implícito nos interesa sobremanera el primer modo de puntuación.

Frente al mundo compacto, compuesto, aparentemente, de una sola pieza, propio del teatro burgués, el autor épico intenta conjuntar, por así decirlo, un patchwork. La obra dramática «est lisse, sans pli, son dessin de prédilection est la chiné»; la épica «est froncée, elle est rayée dans tous les sens, son effet dominant est le contraste» (Sarrazac, 1981: 28). Frente a la totalidad dramática, frente a la fluidez orgánica y a la saludable armonía propia de la poética tradicional, el drama moderno se muestra al contrario como una anti-physis en el que el montaje, auténtico antídoto contra todo naturalismo, contribuye decisivamente a la arquitectura (o, si se quiere, a su ausencia) del conjunto. Frente a la epopeya, que tiene como característica esencial la autonomía de las partes, el drama debe responder a un proceso de causalidad en el que todas las escenas se integrasen en un todo riguroso y orgánico, en un sistema dinámico y cerrado que creara la apariencia de funcionar por sí mismo: «Qualquer episódio que nâo brotasse do evolver da açâo revelaria a montagem exteriormente superposta» (Rosenfeld, 1965: 22).

El Woyzeck (1836) de Büchner es un excelente, además de prematuro, ejemplo de ruptura de esta ley primaria, por cuanto, en esta obra, «chaque scène constitue à elle seule une petite pièce, très brève, parfaitement achevée, avec une structure dramatique et une action qui lui sont propres» (Tordai, 1981: 54). Por eso, no es de extrañar que, en alguna adaptación (como la de Daniel Benoin, Bruselas, Teatro Nacional de Bélgica, 16 de febrero de 1988), se haya incluido un prólogo en cuyo final Woyzeck, desde un hospital-prisión, aparece   —35→   contestando a las preguntas del doctor con el inicio del relato de la historia que le condujo al asesinato de María: «J'ai pensé... qu'elle dansait avec un autre... C'était la foire de Pâques... ou la Kermesse à Gohlis... entendu des visions et des basses mélangés... encore... encore... Andrès... Andrès» (18). La escena primera presenta, en efecto, el diálogo, evocado, del protagonista y Andrés.

Para el iconoclasta Brecht, la historia representada habrá de manifestarse en una estructura «troceada», discontinua, en la que toda coherencia vendrá dada por una posterior y enriquecedora reconstitución:5 la significación de una obra depende del espectador, quien deberá someter la escena a un proceso de confrontación con el mundo. El orden de la historia pasa así a residir en el punto de vista impuesto por el dramaturgo, en ocasiones gracias a la presencia de un narrador en el seno de la historia misma (Chiantaretto, 1985: 51). Como un film, que no presenta «a history directly, without narration, but allways by the medium of a controlled point of view, the eye of the camera» (Scholes y Kellogg, 1968: 280), un autor implícito impondrá una perspectiva «subjetiva» y extraña sobre los acontecimientos, que serán manipulados a su antojo. El término cinematográfico de montaje se adecua muy bien a estos usos, por cuanto la consecuencia es, en mayor o menor grado, «the arranging and ordering of sequences» (Mendilow, 1965: 45; cf. también 53-54), provocando la ruptura de la acción, y, por lo tanto, su división en planos. La historia es contada analíticamente, porque su desarrollo se efectúa «en une série de situations séparées, chacune étant achevée et complète en soi» (Esslin, 1971: 191), en una secuencia de actos de estructura y significado independientes y muchas veces contradictorios. La fragmentación, y su consecuencia inmediata, la ruptura con la unidad tradicional de espacio y tiempo, se constituyen en un modo artificial de articular el discurso dramático en el que cada segmento, cada escena adquiere una relevancia propia como comentario de la acción: «Il convient donc d'opposer avee soin les différents éléments de la fable en leur attribuant une structure propre, celle d'une petite   —36→   pièce dans la pièce» (Brecht, 1963: 202).6 Construyendo un espectáculo por medio del montaje, rompiendo constantemente el curso continuado de los acontecimientos, el autor implícito insiste también sobre su artificio, en el sentido de que la obra muestra cómo ha llegado a ser lo que es, y, al mismo tiempo, ofrece al espectador, empujado a distanciarse de la acción, la posibilidad de reflexionar y de definir su posición sobre el significado más profundo del texto. El engarce de cada parte, o su ausencia, resulta más perceptible, en su disposición discontinua, para el espectador, de modo que el público no es invitado, Brecht dixit, a lanzarse en la fábula para dejarse arrastrar, en alas de la ilusión, de aquí para allá.


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