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ArribaAbajoSeis personajes


ArribaAbajo- I -

Un polígrafo


Pequeño, vivaz, graciosamente encorvado vestido en negro rigoroso, como le vimos en la última ocasión, imaginamos a D. Francisco A. de Icaza. Tenía una vocecilla afilada que terminaba, como su aguda barba, en risa. En las palabras de su plática se erizaban, súbitamente, dardos. Oyéndolo, pensábamos en una hormiga provista del aguijón de la abeja. Porque D. Francisco A. de Icaza, incansable y tenaz, es una de las hormigas de México.

Nacido en 1863, poco tiene de común con los contemporáneos de su país que fueron, los más, excelentes cigarras monocordes. La semejanza con ellos no pasa de la edad, como su parecido con D. Gaspar Núñez de Arce no va, afortunadamente, más allá del rostro. Perteneció a la casta de escritores de excelente cultura, de larga paciencia y de curiosidad retrospectiva, cuyo ejemplo podrá parecer, si se mira ligeramente, que se extingue entre nosotros pero que, si bien se mira, continúa afortunado y feliz.

Hombre de letras, polígrafo, empuño una larga pluma que bañaba alternativamente en la tinta de la poesía, de la historia, de la crítica y de la divulgación literaria.

Su obra revela una salud y un vigor que resaltan más a la vista de quienes lo conocimos físicamente débil y pequeño. Preciosa salud espiritual, consecuente de preparación y economía; preciosa salud ajena a la dispersión y al desmayo. La España que lo vio madurar, lo vio morir. Y como ameritaba la calidad de su labor, escrita for an acute and honourable minority, murió en olor de minoría.

Su poesía, madurada lejos del tumulto producido por las reformas métricas del llamado modernismo, tiene el carácter huraño del niño que prefiere continuar su juego de soledad a unirse al bullicioso juego que lo rodea. Esta actitud sella sus versos con cierta aristocracia que no es necesariamente orgullosa, sino melancólica:


No es profesor de energía
Francisco A. de Icaza,
sino de melancolía.

La excelencia y depuración de su gusto le hicieron preferir una poesía de matices, condensada y feliz en sus límites de extensión. Canciones y paisajes lejanos. Sus paisajes, de colores claros diluidos en claras aguas, trazados sobre finos cartones, pueden enriquecer una estricta colección de acuarelas.

Sin raíces geográficas, su lírica parece proyectada y escrita a varios metros sobre el suelo, en un inmóvil globo cautivo. Conscientemente aislada, no se prolonga ni repite. Como toda su obra, quedará encerrada en sí misma. Por ello podemos decir de su poesía: «era más bien cisterna que manantial».

Icaza prosista, ofrece varias ramas a nuestro interés: la arqueología literaria, la crítica, la divulgación, la historia. En estas actividades, en vez de encontrar la dispersión de Icaza encontramos su definición: curiosidad, paciencia, recreación artística.

España le debe hallazgos, contribuciones y estudios eruditos del mejor orden. Su nombre alternará, por ellos, en la historia de la moderna erudición española, con los primeros nombres de sus contemporáneos. Tuvo el don precioso de convertir un asunto de fría y desnuda pesquisa histórica en vivo relato artístico. Así, de la fusión de lo histórico y lo literario en un temperamento como el suyo, habrían de resultar sus óptimas obras.

Perfecto animador de ambientes y de personajes, merece figurar entre los certeros cultivadores del género, (Peter, Schwob, del «retrato real» y de la «vida imaginaria»). Su biografía de Lope de Vega, construida a base de detalles exactos, tiene el temblor artístico de una vida imaginaria. Los relatos sobre el Aretino tienen el claro y definitivo dibujo de un retrato real de Durero, con esa dosis de claroscuro -lejana, no obstante, de la de un dibujo de Rembrandt-, necesaria para atenuar la excesiva realidad humana.

Para la crítica poesía una facultad analítica rápida, certera. Sobre ella, una temperatura combativa que hizo temblar a más de un contemporáneo. Apenas si el excesivo análisis, y el afán de gozarse en la información detallada y casuística, lo alejó muchas veces de la síntesis que es lo mejor del crítico.

Hombre de letras fue don Francisco A. de Icaza para quien suspender sus labores equivalía a detener la continuidad espiritual. Su descanso consistió, solamente, en el cambio de asuntos de trabajo. Por ello, preparó ediciones críticas y documentos históricos. Por ello, fue un excelente traductor de Hebbel, Nietzsche y Tourguenieff.

En conjunto, su obra de prosista, rica en sabores conocidos, pregustados, no es abundante en sorpresas. Mejor clara y ordenada, sin grandes pasiones pero sin frialdades. Así su estilo, tradicional, de lógico desarrollo: acertada respuesta a su pensamiento y a su método de escritor. Más que de ágiles movimientos, uniformemente retardado, nunca paralítico sino de desembarazadas extremidades en marcha sin prisa pero sin cansancio.

Su obra no deja influencia. Se cierra con él:


Como el olivar,
mucho fruto lleva,
poca sombra da.

Deja, en cambio, un ejemplo, su ejemplo: no trabajó jamás a la vista del público haciéndole concesiones. Lo sentimos cerca por su dedicación infatigable, por su constancia, ¿de aprendiz?, no, de artesano. Y por su admirable limitación a la faena literaria, sin escapatorias a otras actividades menos heroicas.

Oigamos una vez más la voz de Antonio Machado:


Francisco A. de Icaza,
de la España vieja
y de Nueva España,
que en áureo centén
se grabe tu lira
y tu perfil de virrey.

1925.




ArribaAbajo- II -

Un humanista moderno


Los dedos de una sola mano bastan para contar los hombres de América que han dedicado desde hace veinte años lo mejor de su inteligencia, su más aguda sensibilidad y vigilancia, a vivir los problemas del arte, haciéndolos suyos por un momento siquiera, buscando o encontrando soluciones, impregnándose de lo mejor de estas aventuras del espíritu para regalar después sus afirmaciones o sus dudas, sus investigaciones, sus hipótesis críticas. Pedro Henríquez Ureña es uno de ellos. Sus libros no son más que una porción de su obra, acaso la más depurada, nunca la más profunda y viviente. Cumplida como una función vital, como el ejercicio de una respiración acompasada y en relación con las diversas atmósferas que le ha tocado inspirar, su obra no se hallará en un lugar sino en muchos. El curioso inteligente tendrá que buscarla no sólo en sus libros sino en su correspondencia, en las notas de su cátedra, en el recuerdo de sus conversaciones y en las marcas de su influencia. No es una ilustración retórica comparar la obra de Henríquez Ureña a una función respiratoria. Sólo una función constante -cuya interrupción momentánea pondría en peligro la vida- estudiada, controlada, alcanza la economía intelectual para la actividad incesante y el poder de inteligente aventura de este hombre consagrado a señalar lo mejor de las actitudes literarias más antiguas y a respirar las suaves atmósferas que otros pulmones menos ejercitados encuentran infranqueables. Todo ello con la libertad que parece ser regalada herencia en el europeo y que en el americano es puerta estrecha, pasaje de dura y definitiva prueba. Libertad de quien ha ordenado los impulsos e instintos con la regla de una disciplina, de una razón armoniosa.

Inspirar es aspirar y, al mismo tiempo, soplar e infundir. También en este sentido y sobre todo en este sentido, la obra de Henríquez Ureña es una inspiración. Sopla e infunde ideas, conclusiones, designios, invita a la acción e incita a la duda. Hablar con él, leer sus obras, considerar sus cartas o contestarlas es siempre un incentivo, una invitación a poner en juego los resortes del espíritu.

Santo Domingo su patria, La Habana, México, Buenos Aires y La Plata, saben de su presencia y recogen el fruto de sus trabajos de investigador erudito, de ordenador de la historia literaria. También conocen la solidez de su crítica sostenida no sólo por un gusto excelente sino por un criterio de moderno filósofo. De su viaje por España, iniciado sin duda en torno a su biblioteca de Santo Domingo, realizado más tarde, salieron libros suyos esenciales para su conocimiento: La versificación irregular de la poesía castellana que lo asegura como un perfecto conocedor de la evolución poética española, las excelentes Tablas cronológicas de la literatura española gobernadas por el pulso firme de una mano flexible para alcanzar y detener lo más vivo y actual de una literatura e inflexible para rechazar los falsos valores, y un libro libre: En la orilla, Mi España, de notas de viaje, personales y agudas, de estudios sobre la literatura y artes plásticas y musicales, que aseguran la firme calidad de un espíritu que sabe tocar con lucidez y desembarazo los temas más diversos, sin dar lugar un momento a la dispersión y al desmayo de la inteligencia.

La actuación de Pedro Henríquez Ureña en México tiene una importancia plural, dirigida no sólo a la erudición y a las investigaciones de nuestra historia literaria sino a órdenes de teoría pura y libre. Su conocimiento de nuestro pasado literario es de tan buen precio que ningún historiador de nuestra literatura podrá desatender sus juicios sin cometer una injusticia o una ligereza. Su estudio sobre Juan Ruiz de Alarcón le sirvió para intentar una definición del carácter de la poesía mexicana encontrándolo en el sentimiento velado, en el discreto tono crepuscular opuesto a la elocuencia de otras literaturas hispanoamericanas. Esta teoría penetrante y justa ha hecho fortuna. El mexicanismo de Alarcón, su diferencia última con los autores dramáticos de su tiempo, ha sido comentado frecuentemente «en todos los países donde interesa la historia de la literatura de lengua española». ¿Cómo señalar, pues, con la ficha de erudito a un hombre que ha tocado un registro esencial de todo el espíritu de una literatura? «¿No es terrible -me escribe el propio Henríquez Ureña-, que la simple cultura se llame entre nosotros erudición? ¿Y que la verdadera erudición se llama manía?» No obstante, la prisa perezosa se conformará con seguir llamando erudito a un humanista moderno, dotado del sentido de la filosofía crítica, franco enemigo del irracionalismo y profundo conocedor de literaturas sajonas y mediterráneas.

Si a su lado o bajo su sombra, algunos jóvenes de México creyeron encontrarse en la erudición, no es culpa de Henríquez Ureña. Él quisiera para los escritores de América una disciplina que apacigüe el grito tropical y obligue al escritor a una ascensión pausada, enemiga de saltar escalones. Sobre todo esto, me escribe: «No creo que mi influencia -such as it is!- haya sido en el sentido de la erudición». Y refiriéndose al grupo de mexicanos que buscaron su influencia en vez de encontrarla, añade: «Buscaban la erudición y se acercaron a Alfonso Reyes y a mí considerando que éramos los únicos que velamos la literatura española antigua con ojos nuevos». Estas palabras nos dan una certera fórmula de Henríquez Ureña: Un hombre dueño de varios siglos de cultura y de unos ojos nuevos para verla.

Alfonso Reyes, hablando de su influencia en el Ateneo de México, ha escrito: «En lo íntimo, era más honda, más actual, la influencia socrática de Henríquez Ureña. Sin saberlo, enseñaba a ver, a oír, a pensar, y suscitaba una verdadera reforma en la cultura, pensando en su pequeño mundo con mil compromisos de laboriosidad y conciencia. Era, de todos, el único escritor formado, aunque no el de más años. No hay entre nosotros ejemplo de comunidad y entusiasmo espirituales como los que él provocó».

Parecerá increíble que una porción de escritores americanos confunda a un inspirador con un simple coleccionista de documentos literarios. Pero la regla parece ser inflexible. Cuando de Henríquez Ureña se trata, lo clasifican: erudito. Pero en América no se ha pensado lo bastante en las necesidades espirituales del escritor y del artista. Henríquez Ureña erudito es, ante todo, un humanista, acaso el americano más viviente de sus años. Y su nuevo libro2 de orientaciones, figuras y problemas americanos, llega a confirmar esta afirmación.




ArribaAbajo- III -

Un hombre de caminos


Es un deber escribir sobre Alfonso Reyes como de algo muy vivo y distinto que desarrolla, que esparce realidades y sorpresas en su trayectoria. No le demos el gusto -o el dolor-, de obligarlo a preguntarse frente a nuestras palabras si estará presenciando su fin de cuentas, oyendo su oración fúnebre.

Conviene, pues, ajustar nuestros juicios a la alegre y sonriente juventud madura que atraviesa, ya que no es fácil ajustarse a la clara inteligencia que preside todos sus momentos. Conviene también no colocarle en torno un ambiente físico, un aire denso -el aire sólido que patentó Zuloaga-, que deforme, extraño, su figura.

Presentémoslo ágil y curioso, mostrando un espíritu independiente, sobre las variadas disciplinas espirituales, entre los vientos extranjeros que han contribuido a ensanchar sus pulmones; a regular, sana, perfecta, su respiración.

Reyes, hombre de letras, inteligencia abierta a perspectivas ilimitadas, no puede restringir su campo de trabajo. Conserva, en cambio, despejado el horizonte para asomarse con placer al espectáculo total del mundo. A hombres como él podemos representarlos en un promontorio junto al cruce de muchos caminos -la mano sirviendo de visera a la frente-, abarcando y apretando la mayor extensión posible, pero con un camino predilecto, al que a veces fingen no ver, pero por el que optarán en el caso de tener que abandonar su sitio. Claro que para Alfonso Reyes este camino se llama México, en América; se llama España, en Europa.

LOS CAMINOS DE EUROPA

Apartando la preferencia que hacia España se palpa a través de todos los escritos de Reyes, y que se explica mejor por el culto a la tradición por él amada siempre, que por su larga y posterior estancia en tierras españolas, como muchos observadores superficiales han querido ver, se advierte en su obra la solicitación de otras dos literaturas, de otras dos naciones: Francia e Inglaterra.

Curioso de toda manifestación artística antigua y moderna, desde su primer libro, y junto a la seducción esencial del arte griego, aparecían ya sus predilecciones francesas e inglesas. Mallarmé o Flaubert podrían representar las primeras; Wilde las segundas.

De Francia ha probado los vinos sin hallarlos extraños; antes familiares a su paladar. ¡Cuánto de francés por su carácter e inteligencia, por su curiosidad inagotable, por el seguro conocimiento de sus propios alcances! ¿Ha fijado alguien su parentesco con Gourmont?

De Inglaterra, a la que parece haber llegado primero por mediación de los griegos -estudios de Coleridge, Pater, Wilde-, ha alimentado y depurado su virtuosismo ideológico, cultivando su humorismo, vertiendo, en pago, a nuestra lengua, obras de Sterne, de Stevenson, de Chesterton.

Amante de poner su personalidad a prueba de nuevos y variados conocimientos, se ha asomado también a las literaturas de Italia y Alemania, con menos fervor quizás, pero con no menor inteligencia e instinto. De Alemania, a la que aprendió a conocer estudiando a los griegos -Grecia fue para él, como es para todos, medio y fin de puros conocimientos-, principió con Lessing, con Goethe y con el mitólogo Otfried Müller, en cuya muerte ha cantado. De Italia muestra menor cantidad de conocimientos. Sin embargo, Reyes ha seguido desde la vida real e imaginaria de Lucrezia d'Alagno hasta la obra de Papini del que ha hecho, con su economía y acierto habituales, juicios afilados, pasando ¡claro! por cierta justa insistencia al reclamar menos despego y más conocimiento de la obra de Croce, maestro de muchos.

EL CAMINO DE ESPAÑA

Hablando del maestro Ortega y Gasset y de su incompleto viaje por América, Reyes ha concluido en que podemos decir, con una sonrisa, que José Ortega y Gasset descubrió América. No digamos ni por un instante, ni con una sonrisa, que Alfonso Reyes descubrió España. Ningún americano de mediana cultura corre el riesgo de ser el Cristóbal Colón de tierras españolas. El conocimiento de España, afianzado en nosotros por largas, profundas raíces, llega a cada espíritu insensiblemente, sin sonrisas y, ahora, sin pasiones.

Podemos decir, en cambio, sin sonrisa, que Alfonso Reyes conquistó a España. Hay conquistas y conquistas. La suya fue lenta pero minuciosa y segura, apoyada en conocimientos cuidadosos, fruto de entusiasmo y amor verdaderos. Iniciose temprano y fue valiosa desde entonces. Preludiaba ya en Cuestiones estéticas con un estudio acerca de Cárcel de amor de Diego de San Pedro y con otro Sobre la estética de Góngora. En sus manos, y por el detenido estudio que de él hacía, fue Góngora su primer arma de conquista, arma deliciosa y poderosa. Al estudio mencionado siguieron varios más -siempre en torno de Góngora- publicados, ya en la Revue Hispanique de Paris, ya en la Revista de Filología Española, ya en el Boletín de la Real Academia; estudios que acabaron por acreditarlo como el crítico mejor preparado para tratar cuestiones gongorinas. Logró así Alfonso Reyes las primeras posiciones en terreno español. Y ya por ese tiempo su nombre apareció alternando con los de Díez-Canedo, Solalinde y Menéndez Pidal, en ediciones de clásicos españoles cuyo estudio y anotaciones se le encomendaron, seguros de su competencia y méritos.

Paralelo a esos triunfos -destreza de su gusto- corría ya su conocimiento y comprensión del ambiente, de los tipos, del paisaje de España... A la conquista por la inteligencia sucedía la conquista con los sentidos. Abriendo bien los ojos -y aquí por los ojos entiéndase los sentidos todos-, sin abrirlos desmesuradamente, fue captando los diversos aspectos de la vida en Madrid, para expresarlos luego, vivos, saturados de superior realidad, ricos en comunicaciones y reflejos.

Claro que esta conquista fue, como todas las conquistas, recíproca. Madrid lo venció entregándosele; y así él recibió con sus hombres, y sus ideas y sus panoramas, la cultura de virtudes, de cualidades acendradas, hijas de miles de años, que han acabado por rodearlo con un firme y para él inolvidable círculo.

A las anteriores conquistas sigue otra más, lograda con todas las armas reunidas, añadiendo a ellas la discreción de sus maneras y su exquisita cortesía -¿no hemos dicho ya, y perdón por el retruécano, que Alfonso Reyes fue Cortés en tierras españolas?-. Se trata del triunfo de la consideración, de la amistad y solidaridad conseguida entre hombres de letras de allá. Se trata, claro, de la aristocracia intelectual, cerrada, indiferente ante las reputaciones oficiales, ante los abrazos retóricos de los hispano-americanistas. Junto a Díez-Canedo, junto a Azorín, o a la sombra de Valle Inclán o de Unamuno, en el silencio que quiere Juan Ramón Jiménez, bajo las inspiraciones de Eugenio d'Ors, o al lado derecho de Ortega y Gasset, ha acordado el pulso de su vida y de su arte, no sin alargar la mano comprensiva a los más jóvenes.

En España se le considera como de casa, más por el natural enlace que da la campaña común de la vida literaria que por las raíces que en ella haya enterrado su obra -obra, al cabo, de imaginación que desborda los limites de lo individual, de lo nacional, de lo racial, para situarse en el plano de lo humano artístico.

EL CAMINO DE AMÉRICA

Espíritu de mesurada persuasión, Alfonso Reyes no ha querido ser en América un maestro de juventudes, quizá porque comprende cuánto limita una postura de dogmatismo y admonición. Su conocimiento, su trato con las cosas que se refieren a nuestro continente, es, aunque cuidadoso y paciente, alejado. Tal vez por ello ha logrado ver y sentir con serenidad conflictos que los ibero-americanistas defienden con entusiasmo pero con pasión ciega.

Atento a los más diversos problemas, los ha resuelto con exactitud y juicio; ha señalado injusticias y desconocimiento de nuestra lengua y literatura, y lo ha hecho con inteligencia y, a menudo, con ironía. Así ha meditado en el peligro de que se tome en cuenta a Gourmont sus frases sobre una lengua neo española, existente sólo en la imaginación del gran francés; para rechazar esta afirmación equivocada, acude a señalar los mejores gramáticos que en el siglo XIX: ha tenido la vieja y única lengua española: Bello y Cuervo, ambos americanos. Así, también, ha reprochado a los hispanistas norteamericanos -al mismo Fitzgerald-, su incompleta información y sus graves omisiones cuando se trata de estudiar y considerar a los escritores contemporáneos de habla española. De imperdonables faltas se ha lamentado frente a los estudiosos hispanistas de Estados Unidos encontrando, al fin, en ellos, «un elemento irreducible de incomprensión».

Cuando trata la desdeñosa actitud de Pío Baroja contra América, y tras de recomendar no se conceda demasiada seriedad a ligerezas, caprichos del mal humor -y del mal gusto-, logra formular sentencias definitivas respecto al valor que España representa para los jóvenes pueblos de América. Piensa que la España de hoy no es por más tiempo nuestra «Madre», ni nos aguanta ya en el regazo, que mejor nos quiere como camarada de su nueva infancia, que ahora es algo como «nuestra prima carnal».

¿Qué importa -pensamos nosotros, apoyados en sus informaciones-, que el conocimiento de nuestra América haya sido imperfecto si ahora se anuncia comprensivo; si Valle Inclán y Unamuno, si Araquistáin y Azorín vuelven los ojos con interés a la América que se integra; si Díez-Canedo sigue y comenta nuestras letras con un amor ilimitado; si el mismo Ortega y Gasset -cuya voz, hasta en sus posturas más inestables, anuncia a España un tiempo nuevo- cree que en América está el camino de la raza española?

De estas voluntades inquietas o estudiosas, útiles siempre para el continente nuevo, nuestro escritor ha ganado no pocas.

Pero hay además en Alfonso Reyes una visión más concreta, construida ya no por relaciones y comparación, sino limitada por la preferencia de figuras, de obras de algunos grandes de América: Bolívar, Montalvo, Martí, Darío, Rodó. Sobre muchos de ellos ha fijado conceptos y dicho cosas inmejorables; sobre Darío, sobre Rodó, ha insistido con devoción ejemplar.

EL CAMINO DE MÉXICO

Para Reyes existe la América que ríe y que juega; existe, al mismo tiempo, la América que llora y combate. Si la República Argentina representa la tierra de robusta quietud, de reposado júbilo, México sintetiza el grito y la turbulencia. Ambos aspectos de la vida americana son igualmente nobles a sus ojos.

Alejado del México estoico, lo ha seguido siempre con apasionada inteligencia, repasando sus gestos de ayer, meditando en sus actuales gestos. Y ha sido para él preocupación constante ahondar e insistir en la tarea de encontrar el carácter, el alma nacional, ya en creaciones directas: versos, ensayos; ya en re-interpretaciones históricas, sin la limitación que la palabra historia trae consigo. Su Visión de Anáhuac, obra sólida en la que el dato histórico y el paisaje aparecen vivos, vueltos a crear, es una prueba realizada de su intento.

Su conocimiento de nuestras letras lo asegura como su crítico más entendido y sagaz. Lo mismo en el comentario animado y lleno de sugestiones que en el juicio analítico y definitivo. Sus estudios sobre Nervo -tipo del ensayo crítico ideológico-, sus reparos a la obra de El Pensador Mexicano -tipo de la crítica objetiva-, revelan comprensión y justicia hacia nuestros escritores, precursores o actuales.

Ha predicado; mejor, ha propuesto a los amigos de su país una doctrina de amistad que oponer al tiempo codicioso y rápido. En sus libros, a cada paso, salta el recuerdo de México, el de sus amigos de acá, a los que quisiera ver unidos por sus diferencias tanto como por sus semejanzas.

Los ejemplos de su cariñosa y constante información para todo lo nuestro serían inacabables. Y la resonancia que en su espíritu tienen es máxima. El mismo lo ha confesado con sinceras palabras que no hallaréis en sus libros: «¡Ay, si supiera usted que en el centro de mí mismo da cualquier palabra venida de los míos, de mi México!»

ALFONSO REYES, HOMBRE DE CAMINOS

Su temperamento, su curiosidad, sus viajes, no lo han limitado -para fortuna nuestra- a un solo trozo de paisaje, a un solo modo de expresión. Veámoslo sobre un promontorio en el cruce de muchos caminos, no sin pensar que, hasta en sus momentos más abstraídos, el hombre de caminos tiene los suyos predilectos.

1924.




ArribaAbajo- IV -

Pero Galín


Todos los escritores tienen, como los países, su geografía y con ella su extensión territorial y sus límites. Precisa, pues, situarlos para radicarse en ellos sin peligro o para dedicarles una simple visita.

Genaro Estrada no perteneció a la generación llamada del Ateneo. Llegó un poco más tarde. Con justicia podríamos decir que vino a situarse inmediatamente al sur de ella. Al correr del tiempo, esa frontera de unos cuantos años ha ido borrándose al grado de que a nadie le extrañará que ahora se le clasifique como miembro significativo de ese grupo literario: Genaro Estrada lo es por sus cualidades, por su cultura, por sus limitaciones. Con la promoción del Ateneo, aparecen los primeros hombres de letras mexicanos, literatos exclusivos que hacen del arte un trabajo o un deporte serios, que juegan o trabajan con la natural y pausada respiración que es consecuencia de una cultura del gusto y de la inteligencia, muy rara en generaciones anteriores, en las que apenas Icaza y Tablada, dedicados por completo a las letras, representan el papel de precursores. Su generación es, pues, lo menos tropical que pueda hallarse. Mexicana en cambio, lo cual equivale a decir discreta y meditativa, viene a contrariar con sus obras la severa calificación que Ortega y Gasset asigna a los escritores hispanoamericanos en estas palabras: «En el mundo hispanoamericano, la mayor parte de los escritores es de tan vana condición intelectual, tan poco enterada de las cosas y tan audaz para hablar de ellas, que es peligrosa la circulación de personas un poco más cabales». (José Ortega y Gasset. El Espectador IV. Madrid, 1925). Reyes, Vasconcelos, Caso -para nombrar a tres de sus miembros- son, precisamente, ejemplares opuestos al arribismo y representan, en cambio, la fina o vibrante consciencia artística. Genaro Estrada pertenece a esta «aristocracia cerrada» mexicana, tan semejante en proporción al grupo literario español que Pedro Henríquez Ureña ha denominado con esta misma frase.

Vivo ejemplo de probidad literaria y de virtuosismo artístico, su labor es breve, precisa. Junto a una Antología de poetas nuevos de México, publicada en 1916, que para ser obra perfecta no hace falta sino que su autor se decida a ponerla, aumentada, al día, en movimiento, un libro de prosas, El visionario de la Nueva España, y varias traducciones y ediciones. En países como el nuestro, en los que el traductor trabaja por placer, sin ventajas pecuniarias, la traducción es un síntoma de cultura y significa el deseo de aumentar el número de familias en la isla punto menos que desierta de la cultura. Señalemos que la generación del Ateneo cuenta con excelentes traductores. Genaro Estrada, uno de ellos.

Un Des Esseintes. -Derramemos unas gotas de psicología. Detrás de cada uno de nosotros se esconde un personaje de novela ya escrita o de novela por escribir. Éste puede ser un héroe de novela rusa menor. Ese que vive alegremente, apoyándose tan sólo en los cambios atmosféricos, puede ser un personaje de Jean Giraudoux o de Pierre Girard. Aquél, el más joven, es un adolescente de Dostoiewsky y, ahora, de André Gide. Y aquél otro, ¿por qué no?, se queda en borroso personaje incompleto de novela americana.

En Genaro Estrada se oculta o se muestra a menudo un Des Esseintes, un Des Esseintes sano. Sus aristas se tocan en más de un vértice con el personaje de À rebours que un día pudo parecernos raro y extravagante, pero que ahora nos parece, simplemente, curioso y artista a su manera. Coinciden en el amor a los libros selectos, de numeradas ediciones, de buenas empastaduras. Y en los afanes de bibliófilo, de bibliómano, de bibliógrafo. Y en las mamás del coleccionista. Genaro Estrada colecciona cucharas y jades. En la preferencia por cierta clase de literatura refinada: Bertrand y Jules Renard fueron un tiempo sus demonios familiares. También en el placer del confort y de la decoración de interiores, en los placeres del gusto y en la satisfacción deliciosa de saber alternar la lectura de un clásico con la lectura de un baedecker.

Fijémonos bien, un Des Esseintes sano, sin ridículos diabolismos. Oscilante, sí, entre el artificio y el humor. Porque, artista de todos los momentos, artista a su modo, Genaro Estrada es una de las pocas personas de México «capaces de dorar tortugas».

La Novela-Ensayo. Estamos frente una novela-ensayo, lo cual equivale a decir que nos hallamos a mil metros sobre el nivel de un ensayo de novela. A los amantes del desarrollo tradicional, el sistema de este libro les producirá una decepción o experimentarán la misma extrañeza que sobrecoge a un advenedizo curioso de la pintura cubista al encontrar un trozo de periódico adherido en un cuadro de Picasso. En el relato de Estrada los acontecimientos son un pretexto para hacer adoptar varias actitudes y hacer respirar bajo la presión de diversas atmósferas a un mismo personaje: Pero Galín. Rodeando al personaje, ciñéndolo, están esos capítulos que llama «intermedios», que teniendo forma significativa independiente, como un trozo de periódico puede tenerla en un momento dado para un artista, adheridos a la trama, ayudan a componer el cuadro.

Por sobre la unidad del estilo tradicional, heredado, juzgado y aceptado, rico de verdad objetiva y de vocablos burgueses, alegre de enumeraciones completas que revelan unos ojos y una memoria sin traición, el crítico puede separar fácilmente los dos elementos del libro: hechos y ensayos. Los ensayos son divagaciones o estampas. «El experto», «Los bazares», «El paraíso colonial» -verdadera litografía del Volador- están colocados a modo de ilustraciones. «El cuaderno de notas secretas», «Género», «La hora del habedes», son los ensayos que hacen la crítica de la enfermedad colonizante, de sus cultivadores y de sus víctimas. ¿No es la obra de Estrada, en su aspecto satírico, el Quijote de los colonialistas? ¿Y Pero Galín, colonialista arrepentido, no es el correspondiente de Alonso Quijano?

La trama -ese anzuelo de los lectores rutinarios- se reduce a un cambio de decoración espiritual, un sumergido amoroso, y a un cambio de ambiente físico, un sumergido en el espacio. Para la primera inmersión bastan los amores del protagonista con una joven bien situada en el alveolo de su tiempo. Para la segunda inmersión es suficiente un matrimonio y una marcha nupcial a Hollywood, ciudad de mil caras. De ella sale Pero Galín inundado, sano de modernidad, arrepentido de anacronismo, a una vida de campo, entre gentes que hablan un lenguaje directo y repetido. Así, al lado de su esposa, amanece a una existencia nueva, con un sol de cinematógrafo al frente, con un hijo de cinematógrafo, que grita mamá desde la alcoba. Como en el último rollo de una película optimista, el héroe ha triunfado de su mal.

El personaje. El personaje real de la obra existe aún o, mejor dicho, existía, porque ahora debe haber muerto para seguir la vida de estas páginas, ¿Quién no estrechó su mano? ¿Quién no le oyó ponderar, pálido de orgullo, una pieza de su colección? ¿Y quién no le escuchó un tremendo anacronismo para dar valor a un objeto, arriesgando una de esas mentiras que a fuerza de repetirlas acaban por ser una nueva forma de la verdad? Se le llamaba con tantos nombres, que ninguno servía para designarlo, para definirlo por entero. Todos le conocimos. Sólo que hasta ahora vivió una vida real y oscura, nutrida con su propia tragedia. Sorda tragedia de personaje que no encontraba autor. Por fin, Genaro Estrada, como en el cuento de Pirandello, lo recibe en audiencia con la sonrisa del hombre que comprende esas manías, porque también las ha vivido a su manera, y lo observa cuidadosamente como a una joya de coleccionista y se aprovecha para formular los humorismos que tenía en la cabeza en pro y en contra del ambiente necesario al personaje. Y luego le hace un retrato muy fiel, con una cámara de cristales muy finos, que apenas deforman la figura y que, sin embargo, hacen de ella una figura artística. También lo bautiza. Ahora tiene un nombre. Ya lo sabemos. Se llama Pero Galín.

1926.




ArribaAbajo- V -

Un poeta


¡Qué fino tacto, qué delicada proporción requieren el trato y el juicio de un poeta como José Gorostiza, de una poesía como la suya! Se adentran y se ensamblan tan íntimamente la complicada y sencilla psicología del hombre y su sencilla y compleja expresión que quien no lo conozca creerá encontrar amplificada en los toques de desolación y amargura su poesía; pensará que tanta juventud y tan menudo e infranqueable laberinto psicológico no se compadecen.

Hay una sola manera de leer sus poesías. Repasándolas y pesándolas. Desentrañando y reconociendo el valor, el tono, la temperatura que ha vertido en cada palabra, en cada verso. Es la única manera de abordarlas. Es también la única manera de amarlas.

Pocas veces en América se une un temperamento poético bien dotado a una cabeza reflexiva, lógica, severa. Confórmanse los poetas con el instinto vago y difuso en el que creen ver un don bastante por sí solo para desarrollar una obra. Desdeñan o temen las normas del orden y hallan insoportable la severidad que se opone a su abandono. Por eso en el cielo de nuestra poesía nos alegramos en mayor grado a la vista de un solo poeta que prefiere el orden al instinto que frente a cien hombres de versos que no han salido jamás de su regalada virtud poética. José Gorostiza prefiere el orden al instinto.

Su obra se inicia temprano, conforme al imperativo de nuestra situación geográfica, de nuestra costumbre: se muere más pronto en México pero, también, para la vida literaria, se nace más pronto. Su primer conjunto de poesías, Canciones para cantar en las barcas, es breve y ceñido. Las influencias ineludibles que ayudaron a conformar su espíritu apenas se muestran. El poeta ha tenido la delicadeza de no incluir en su colección poesías con acentos ajenos; es más, exagerando, ha tenido la delicadeza de no escribirlas siquiera. Tan fino es su orgullo y tan severo que su libro es, en cierto modo, una antología de cuanto mejor decidiose, hasta entonces, a escribir.

Su valor para rechazar nos descubre su selección y cuidado, su desdén a la abundancia y al abandono. De este modo, en vez de espontaneidad, sus poesías acusan pureza y deseo de perfección. Crítico de sí mismo, sabe como Juan Ramón Jiménez tocar su poema hasta la rosa. En tan minuciosa faena, alguna poesía ha sido tocada aún más allá de la rosa, hasta ese punto en que el cuidado excesivo se convierte en alejandrino descuido. Mejor que la aparente pureza del agua del manantial que se entrega a todas las manos, su hilo de agua pasa, directamente, del filtro a la armoniosa geometría del vaso. Y en cuántas ocasiones la transparente solidez del cristal llega a confundirse con el contenido.

Desdeñando las quebraduras inarmónicas, el sentimiento rítmico de este poeta prefiere volver los ojos al pasado y acomodarse en la tradición. No es otra la música de Góngora, el de las canciones:


A mí venga el lloro,
pues debo penar.
No es agua ni arena
la orilla del mar.

¡Qué lejos, sin embargo, de una solicitación de música exterior! Cobremos confianza: la música de este poeta es menos de los oídos que del espíritu.

Tan severo denominador de castigo califica un espíritu de emociones contenidas hasta el momento en que el grito amplificado del romántico se convierte en gemido corto y natural. Dichosos los poetas a quienes importa más estar conmovidos que parecerlo; de ellos, dice André Gide, será el reino del clasicismo.

Feliz en sus límites, se confiesa un espíritu de estremecimiento y de eco, moviéndose con frecuencia en un ambiente en que también la realidad es sueño. Y en este medio sueño, que a menudo no nos parece lúcido a fuerza de serlo tanto para el poeta egoísta, dibuja imágenes de una elegancia precisa, como cuando en un instante de su lamento se duele «con la luna de lánguidos lebreles amarillos».

Y la pureza de su visión se funde íntimamente con el lenguaje en versos -endecasílabos casi siempre- de pura ascendencia castellana y que tienen, separados del poema, belleza e independencia de isla:


El viento mismo atardeció sonoro.
Tu silencio es agudo como un mástil.
Espesa lama de silencio lame...
Las claras, bellas, mal heridas, sangran.

Tan afinada sensibilidad ¿podrá ser hija legítima de un sueño? Es el momento de decir que este poeta, hasta cuando sueña, está completamente despierto.

Los motivos de su expresión tenían que ser dibujados y al mismo tiempo transparentes. El mar es su nota repetida, lejana sin embargo de la monotonía. Un mar de cristales delgados para grabar en ellos con la fina punta de la escritura. Un mar interior a cuya sola evocación el pensamiento tiene un sabor de sal.

Para su soledad, para su desolación, Gorostiza lo ha escogido como paisaje y como metáfora; y como utensilios las cosas del mar. Barcas, arenas, orillas y, delicadamente, nombrados apenas, Simbad y Robinsón, náufragos como él mismo, náufrago inmóvil de un exquisito fracaso.

Su tono elegíaco, tembloroso a una simple caricia o a un presentimiento de caricia femenina, nos desnuda la doncellez de su espíritu, que mira vírgenes o blancas -«una sola blancura de pluma de paloma»- todas las cosas, gracias a la misma pureza que sus ojos han derramado en ellas. Elegía sostenida y constante; moderada incitación al ruego, al llanto que el mar sabe, a veces, suplir. De este modo, oculta o franca, hay en todos los momentos del poeta una nostalgia marina de tonos tímidos pero arrobadores. ¿Nostalgia de música o de pintura? No. La sensualidad de Gorostiza no es un afán pictórico, objetivo, exterior, de gozarse en formas y colores para quedarse en ellos, ni el deseo de hacer o escuchar música. Mejor se inclina a vincular sus sensaciones y su emoción.

¿A dónde se proyectará mañana la pura elección de este espíritu? Cuando el módulo marino de su primer libro ceda el puesto al módulo amoroso que ya se muestra, conscientemente apartado pero hendido con tan sutiles líneas, quién sabe a qué impalpables atmósferas nos conduzca este poeta a quien nadie podrá quitar «el dolorido sentir».

1926.




ArribaAbajo- VI -

Un joven de la ciudad


Era el tiempo de las frases largas y de los pantalones cortos. Salíamos de la Escuela Preparatoria para entrar sin entusiasmo en la Escuela de jurisprudencia y seguir la carrera de abogado. Malos corredores, distraídos por mil cosas vivientes, a la segunda vuelta suspendimos la carrera. A él se le acusaba de ser muy alto, y era tan fino que parecía un corzo. Yo estaba condenado entonces a una delgadez crónica. Vivíamos y leíamos furiosamente. Las noches se alargaban para nosotros a fin de darnos tiempo de morir y resucitar en ellas cada uno y todos los días. El tedio nos acechaba. Pero sabíamos que el tedio se cura con la más perfecta droga: la curiosidad. A ella nos entregábamos en cuerpo y alma. Y como la curiosidad es madre de todos los descubrimientos, de todas las aventuras y de todas las artes, descubríamos el mundo, caíamos en la aventura peligrosa e imprevista, y, además, escribíamos. La vida era para nosotros -precisa confesarlo- un poco literatura. Pero también la literatura era, para nosotros, vida. Leíamos para dialogar con desconocidos inteligentes. Vivíamos para entablar diálogos inteligentes con desconocidos. Escribíamos para callar o, al menos, para hilar entre sueños o entre insomnios la seda de nuestro monólogo. Eramos inseparables, un poco fatalmente, como los dioscuros. Él era, lo habréis adivinado, Salvador Novo. Yo era un retrato mío de hace diez años.

Un día, me enseñó Novo el original de lo que en un principio me pareció un breve relato o una novela corta y después un monólogo interior en tercera persona. Ni Dujardin, ni Joyce, ni Valéry Larbaud que había de perfeccionar más tarde este precioso género, tenían nada que ver con las páginas en que Salvador Novo hacía rápidamente la historia de un día de la vida de un joven en la ciudad de México. El relato empezaba con el despertar del protagonista y terminaba cuando el joven, soltando los zapatos, se disponía a entrar en la cama a cumplir el deber de una cotidiana muerte provisional. Como todos los manuscritos de Novo, este de su relato aparecía sin tachadura ni enmienda. Para contrariar el vicio verso, su borrador era tan claro, al nacer, como su texto. Y no obstante, la prosa salía armada ya de punta en blanco de la cabeza de Salvador Novo. Una prosa rápida, exterior, aguda y certera. ¿Cómo una flecha?, como una lluvia de flechas. Durmiendo una noche de varios años se quedó «El joven» de Salvador Novo en el lecho de un cuaderno escolar. Más de un estudiante de leyes compartió conmigo el placer de una proyección privada de aquella cinta cinematográfica que podía intitularse Dieciséis horas de la vida de un joven. Cinco años más tarde se le fugó una vez en la mala compañía de muchos anuncios, más erratas y precio vil. Anuncios, erratas y bajo precio impidieron, como los árboles, ver el bosque en que se perdió el joven. Intentó una segunda salida con mejores armas. Todo estaba listo, Agustín Lazo trazó los mejores dibujos que se han hecho para un libro mexicano moderno. Y sucedió que la segunda salida no se llevó a cabo. Los dibujos se extraviaron y el joven cambió su billete de salida por un return ticket.

Al fin lo tenemos en frente, vistiendo el traje de mejor corte y de más finos forros, pero regalándonos la misma sonrisa de hace diez años, juvenil, irónica, auténtica. Basta hacerlo hablar para darnos cuenta de que es el mismo de ayer, de que si bien no ha cambiado, como hemos cambiado nosotros, puede hacer, no obstante, el papel más airoso: el del joven que no quiere ser ni más ni menos que un joven de dieciocho años, viviendo su vida y formando parte de la vida toda.

Un joven se levanta temprano y sale a la calle por la primera vez después de una convalecencia. La ciudad empieza a abrir los ojos, un poco como él. Los ruidos, carteles para los oídos; los carteles, ruidos para los ojos, lo asaltan. Los tenía olvidados. Sigue caminando. «Su ciudad. Su ciudad. Estrechábala contra su corazón». El joven la estrecha, pero no sin contemplarla, sin analizarla vivamente. Los anuncios, combinados en un seguro azar, nos dan la cifra del carácter ostentoso, cosmopolita y, a un solo tiempo, ingenuo y todavía provinciano de la calle principal. Una irónica reflexión se forma en el cerebro del joven: «Hay dos muestras de la fuerza que crea dividiendo en nuestra moderna sociedad. El aviso oportuno en lo moral, y la casta de los chóferes en lo material». El aviso oportuno de los diarios le sirve de blanco. El joven dispara, acierta, cobra la pieza y le abre las entrañas: «Señora atractiva, con capital, solicita relaciones con joven fuerte y sin capital. Entrega inmediata»... Éste y otros mil casos no los pueden leer las familias... ¿Y queréis tener en un abrir y cerrar de ojos la génesis de este tipo ágil del chófer en el que Keyserling iba a encontrar el tipo del hombre moderno? Por 1900 vivíamos nuestra Edad Media del tránsito, oscura y delicada. En los ferrocarriles, en los conductores de tranvías, encuentra el joven de Salvador Novo los precursores del mesías chófer. La bicicleta no fue sino un animal de transición, un ornitorrinco que duró lo que duran las rosas. Se oye el taf-taf de los Renault y aparecen sobre ellos los primeros chauffeurs, lentos y torpes como sus máquinas. El chófer no ha llegado aún, pero no tarda. Nace, por fin, con la revolución, este nuevo tipo de hombre que halla en el ford un instrumento construido a su escala. Y éste es el principio de una carrera desenfrenada que dura todavía... Ahora el joven se asoma a un escaparate, a una casa de té. Entra luego en una botica y pide un poco de nieve en polvo. Aspira, piensa, sueña despierto en la naturaleza sin afeites de un pueblo cercano adonde fue un día. Se abre un paréntesis. Se cierra. Y otra vez la ciudad con sus escuelas y sus estudiantes, con sus aprendices de poetas y de políticos. Sus teatros y sus cines que, a ciertas horas, supuran familias. La noche empieza a teñir caras y cosas y a entrecerrar párpados. El joven vuelve a su casa. Tiene sueño. «Lo que hice hoy -dice soltando los zapatos- no tendrá objeto mañana».

Un joven ha atravesado la ciudad de México, la ha descompuesto trozo por trozo para recomponerla y hacer de ella un todo, como un pintor cubista. Pero también la ciudad de México ha atravesado a un joven. Ha resonado en su cerebro, se ha hecho sangre suya y aliento de su respiración. Se ha asomado a sus ojos y ha visto cómo es el interior del joven. Lo ha descrito sin juzgarlo, del mismo modo que el joven la describió a ella sin acusarla, sin juzgarla ni condenarla. El trayecto del joven por la ciudad ha durado unas cuantas horas, las mismas que el paso de la ciudad por el joven. Él es un joven mexicano de hace diez años. Ella sigue siendo la joven ciudad de México.

1934.