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Un viento de espíritus

Sergio Ramírez





Ahora que ha muerto Alfonso Cortés (1893-1969), he recordado nuestras visitas de los tiempos de la revista Ventana a su celda en el Kilómetro 5, Juan Aburto, Octavio Robleto, Luis Rocha, Edwin Yllescas, yo. Juan escribió en la revista un artículo en que describía una de estas visitas, que considerábamos cada vez como la entrada a un territorio sagrado, el encuentro con un anciano mágico de barba blanca, situado al otro lado del abismo, en cuya cabeza se agolpaban los recuerdos y las imágenes, y quien imprecaba contra los responsables de su cautiverio, gobernantes fallecidos hacía tiempo, y pedía sin tregua que lo devolvieran a León, donde al fin vivió sus últimos años.

Alfonso era un fantasma que se desvanecía cuando los enfermeros daban por concluida nuestra visita y quedaba allí al llegar el crepúsculo, encorvado sobre sus escritos, pedazos de papel doblados cuidadosamente y llenos de trazos a lápiz, un lápiz de ceba muy suave que usaba, papelitos cubiertos de borrones y las letras pacientemente dibujadas, escritura barroca de sus insomnios. Conservo algunos de estos poemas suyos. Con no poca ingenuidad le ofrecimos un día un bloc de papel y un bolígrafo, pero se negó a aceptarlos.

Ya fuera del manicomio íbamos tejiendo la mítica alrededor de él, sus salidas furtivas del asilo, el día que se sentó a una mesa de tragos y nadie lo había reconocido, el tiempo que pasó encadenado en León, sus amores velados en el misterio, el gran viejo loco de paseo en las tardes por las riberas del Lago de Managua con los otros alienados.

Eran viajes al país del silencio, a un país de sueño de un solo habitante, una celda desnuda y nosotros conversándole desde la puerta, siempre vestido de blanco a la usanza de los últimos caballeros del trópico, hablando sin cesar y cuando callaba, su mirada beatífica, los ojos serenos; y detrás de esa simple dimensión perfectamente aprehensible, la ventana a un patio sembrado de árboles, las paredes desnudas, una cama, una silla, estaba lo intocable e invisible; el cuarto lleno de habitantes cósmicos, las voces del universo y sus cajas de resonancia, las maravillas parlantes en sus oídos, los colores galáxicos en sus ojos, polvo sideral en sus narices, las esferas por siempre girando. Y allí estaba un mundo o el concierto de los mundos rodeando al viejo triste, abismado, impávido ante cualquier muerte, ajeno a toda agonía.

Uno de los poemas que rescatamos en esas visitas, «La verdad», fue publicado en Ventana y traducido después al inglés por Thomas Merton. Ya en ese tiempo no escribía nada de calidad y después descubrimos que el poema no era más que una nueva versión de otro de veinte años atrás y que incluso había sido recogido en un libro; pero Alfonso estaba fuera de todo concepto terrenal del tiempo, -dónde estamos tú y yo, tú que estás en mí y yo que no existo- y se detenía en cualquiera de los laberintos del pasado, como un caminante cansado de una jornada imposible, andando hacia un tiempo que nunca había existido.

Con él se iba de maravilla en maravilla, como cuando su hermana nos entregó un libro de traducciones. «Por extrañas lenguas» de todos los grandes poetas de habla inglesa, francesa e italiana, Verlaine, Hugo, Jean Moréas, Mallarmé, Léon Dierx, Shelley, D'Annunzio, Guerin, y hasta de Rubén Darío, que escribió unos pocos en francés, y fue en su locura un enemigo irreconciliable, frente a quien decía ser más grande. Este libro, que se publicó en Ventana, fue una de las pruebas principales contra el mito de creer a Alfonso un poeta de «pura inspiración»; su cultura era vasta y acudía a las fuentes en los idiomas originales. Lo encontrábamos siempre con un libro en las manos, pero nunca pudimos averiguar qué leía, otro de sus secretos.

Siempre salimos del asilo con la promesa hecha de obtener su libertad; no sabía por qué lo tenían preso siendo un hombre de bien, ni qué delito le imputaban, pero estaba allí, por todos los demás poetas, los que se despertaron en las madrugadas en las aceras de las cantinas; por los que se hicieron soldados para sentir el sabor a fruta de las granadas; por los que recogían en la guarda de la sotana el polvo de los caminos; o por los que fueron sacados a pie por la frontera y también murieron de cáncer; por los solitarios de las islas y los ríos, por todos los que a diario fueron penando uno a uno su propia locura, alzados en armas en las torres de Dios.

Una triste sensación de orgullo me invade al escribir por Alfonso; va así quedando atrás la cercanía de quienes han escrito nuestra verdadera historia, de quienes comenzaron a librar la verdadera guerra de independencia por nuestra cultura, la afirmación de un ser auténtico, la original existencia del hombre en su medio, que sólo se logra a través de poetas, de visionarios, de profetas. Porque la historia no está sólo en los tratados y en los balances contables.

Apurado, rodando su fortuna, el hombre nicaragüense no alcance quizá a comprender cuánto pierde cuando una estrella así se apaga; que enterrar a un poeta no es sólo una descarga de fusilería, ni unos discursos oficiales, sino que en el cauce de esta muerte va corriendo el río del milagro, en el rostro dulce de ese anciano de barba, desolado y olvidado de sus conciudadanos, quedan las marcas de una angustia perpetua por la existencia.

Aún meses antes de morir Alfonso, sus hermanas luchaban por que la casa donde nació en León no parara en billar o en cantina. Ojalá esta lucha se gane para que un santuario nacional no se convierta en pocilga.

Y ahora que ha muerto, un viento de espíritus pasa, muy lejos.

San José, febrero de 1969.





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