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ArribaAbajoViaje a Italia 3.º y 4.º

Roma, Nápoles


13. Salimos en posta a media noche; país quebrado, buen camino. Al día siguiente pasé por Siena, ciudad donde, según se dice, se habla con más pureza el toscano. No me detuve en ella, ni pude ver el anillo que el Niño Dios dio a Santa Catalina cuando se desposó con ella, reliquia preciosísima que se venera en la Iglesia de Santo Domingo. Grandes pedazos de terreno incultos, o desnudos de árboles, en donde hay cultivo, se ven moreras, viñas y olivos; en general es tierra de granos. Llegamos a las 8 de la noche a Poderina, posada miserable y puerca, mala cena, mala cama. Salimos el 15 a las 6 de la mañana, subiendo y bajando grandes montes, donde se ve mucha aridez y poca población, Ponte Centino es el primer lugar del Estado Pontificio, y el que se halla después Acuapendente, todo el país muda de aspecto; muchos árboles, mucha amenidad y frescura, cascadas, valles frondosos, agradables vistas. Se halla después el lugar de San Lorenzo Nuovo, población fundada pocos años hace sobre una altura, desde donde se goza la hermosa vista del Lago del Bolsena, bajando esta eminencia, se pasa por el antiguo pueblo de San Lorenzo, destruido y abandonado, y siguiendo la orilla del lago, pasé por Bolsena, que algunos quieren sea la antigua capital de los Volscos. Caminamos toda la noche.

16. Al amanecer nos hallamos a vista de Roma, que se descubre a gran distancia. El campo que se ve desde aquellas alturas está muy desnudo, pocos árboles, pocos pueblos, aún representa la imagen de la desolación; su aridez anuncia demasiado que aquél ha sido muchas veces el teatro de la guerra, y que la gran Roma, señora del mundo, cayó de su antigua grandeza en manos de enemigos feroces. Buen camino, donde se ven algunos pedazos de la Vía Flaminia, sobre la cual está construido en partes. Atravesamos el Tybre por el Ponte Molo, que está en el mismo paraje donde estuvo el Puente Emilio, famoso por la batalla de Constantino contra Maxencio, entramos en Roma a las 10.

Estuvimos en ella muy pocos días; y no habiendo tenido tiempo de ver ni observar, sería fuera de propósito hablar en esto; convido a mi lector para mejor ocasión con mis apuntaciones romanas. Bastará decir que en todos mis viajes no hallé posadero más ladrón que el célebre Sarmiento, español, el cual nos desolló vivos en los pocos días que estuvimos de hospedaje en su casa.

25. Salimos después de comer y en todo el camino de Roma hasta Albano, que es en muchas partes la Vía Apia, hallamos a un lado y otro, además de dos grandes acueductos, muchos sepulcros, templos y edificios destruidos; y a la entrada de Albano, desde donde se ve la dilatada campiña de Roma, una gran mole, semejante a una torre, que se dice ser el sepulcro de Clodio; las cercanías de Albano son muy amenas y frondosas; en todo lo restante se hallan grandes pedazos enteramente incultos. Llegamos a las 8 de la noche a Velletri. ¡Oh, quién pudiera pintar la cara del posadero y las de sus criados! Su tono grosero, áspero y desagradable, y más que todo, la avaricia sórdida que reinaba en aquella gruta de ladrones, donde fue menester ajustar ochavo a ochavo el cuarto, la cama y la cena de aquella noche, diligencia absolutamente necesaria en estos países, so pena de que a uno le pidan al salir cuanto se les antoje, sin conciencia, y lo que es peor, sin apelación. La cena fue correspondiente a la cara del hosterero.

26. Salimos a las 3 de la mañana; y a corta distancia siguiendo un hermoso camino alineado de árboles, que va entre dos canales, nos hallamos enmedio de las Lagunas Pontinas, donde, a pesar de lo mucho que se ha trabajado, logrando hacer capaces de cultivo muchos terrenos, queda tanto por disecar, que, en opinión de algunos, parece empresa imposible querer concluirlo. Las aguas cenagosas cubren grandes pedazos; en verano infectan todo aquel contorno los vapores que exhalan y aun cuando yo pasé a fines de octubre, olían mucho; la niebla cubría los campos y en invierno será un páramo horrible. Las tierras que se han podido usurpar a aquellos pantanos son fertilísimas; pero si se hubiese de hacer un templo a la diosa Calentura o a la Amarillez, allí deberían hacérsele; y como Apolo se complacía con su patria Delos y Venus con Chipre, la Fiebre y la Hedema preferirían a cualquiera otro país las Lagunas Pontinas, como la más digna habitación suya. Esta peste acaba antes de llegar a Terracina, población situada a la orilla del mar, donde vi muchas casas nuevas, que anunciaban riqueza y prosperidad. De allí a dos leguas se pasa por Fondi, perteneciente ya al Rey de Nápoles, cuya principal calle es un resto de la Vía Apia; sigue un buen camino, con montes desnudos a una y otra parte. Cerca de la población llamada Mola di Gaeta se ve un gran sepulcro, muy destruido, que se cree ser el de Cicerón, construido en el mismo paraje en que le mataron. Siguiendo adelante, se goza desde el camino la vista del mar, y a lo lejos se ven los montes cercanos a Nápoles [...]16 y la isla de Ischia; a las orillas del Garillano, en una llanura, hay muchos restos romanos, largo acueducto, un anfiteatro destruido, templos y sepulcros; se pasa en barca dicho río estrecho y profundo por aquella parte; se hallan muy buenos lugares, bien situados entre colinas y vegas abundantes en frutos, muchos árboles, parras y olivos. No obstante haber caminado sin cesar todo el día, no pudimos llegar a Capua antes que cerrasen las puertas, y hubimos de quedarnos en una posada de la posta llamada Francolisi, posada de harrieros, desaliñada y pobre; pero al fin ni el huésped ni sus ministros eran tan feos ni tan desvergonzados como los de Velletri, de dolorosa recordación.

27. Salimos a las cinco, y pasando por un puente el pequeño río Vulturno, atravesamos Capua, plaza fuerte, situada a corta distancia de las ruinas de la que tanto distrajo al terrible Aníbal; en sus plazas y calles vi pedazos de estatuas e inscripciones antiguas. Desde esta ciudad a la de Nápoles se ven muy hermosos campos, sembrados de mieses y plantados de árboles, a los cuales enlazan parras; camino magnífico, con doble arboleda a un lado y otro; las muchas casas que se ven por todas partes anuncian desde luego la inmediación de una gran capital. Llegamos a las 9.

Se cuentan en esta ciudad más de cuatrocientos mil habitantes. Las calles en general son estrechas, las casas muy altas, con cuatro o cinco pisos, todas con terrado y balcones, las plazas de forma irregular, pocos edificios considerables por su decoración; toda la parte de la ciudad del lado de Poniente, edificada a las faldas de una montaña, está en cuesta y tan rápida que es necesario gran cuidado para no escurrirse y rodar, particularmente cuando la lluvia moja la lava del Vesubio, dura y lisa, de que están empedradas las calles. En general están muy puercas, oscuras de noche por falta de alumbrado público, y las más principales embarazadas con puestos de vendedores de pan, frutas, carnes, chamarileros, verduleros..., y los que sacan fuera de las tiendas porción de sus mercancías para exponerlas más a la vista pública. Los maestros de coches, carpinteros, sastres, zapateros, caldereros y otros oficios trabajan en las calles como en su casa propia, de donde resulta además del ruido insufrible que producen, y la basura y despojos con que empuercan el piso que impiden el paso aun en las más anchas y concurridas, como se ve particularmente en la de Toledo, que es la principal de la ciudad. Ni en Londres ni en París he visto más gente por las calles que en Nápoles, y en ninguna tanto ruido y estrépito; los gritos de los que venden comestibles, los de los cocheros, los que dan los muchachos en particular, y la gente del pueblo, que habla en voces desentonadas, y el rumor confuso de las tiendas y talleres de los menestrales, mezclado al son de las campanas y coches, es la más intolerable greguería que puede oírse. El pueblo, que, como he dicho, es numerosísimo, es también puerco, desnudo, asqueroso a no poder más; la ínfima clase de Nápoles es la más independiente, la más atrevida, la más holgazana, la más sucia e indecente que he visto; descalzos de pie y pierna, con unos malos calzones desgarrados y una camisa mugrienta, llena de agujeros, corren la ciudad, se amontonan a coger el sol, aúllan por las calles, y sin ocuparse en nada, pasan el día vagando sin destino hasta que la noche los hace recoger en sus zahúrdas infelices. Gentes que no conocen obligaciones ni lujo en nada, con poco se mantienen, y es de creer que en una ciudad tan grande no falte de los desperdicios de los poderosos o de la sopa de tantos conventos, una cazuela de bodrio con que pueda cada uno de ellos satisfacer las necesidades de su estómago, que son las únicas que conoce; y además, malo será que no pueda adquirir dos o tres cuartos, que es lo que le basta para hartarse de castañas, peras, queso, polenta, macarrones, callos o pescado frito en los innumerables puestos de comestibles que se hallan en cualquiera parte de la ciudad destinados a mantener lazaroni. Este es el nombre que dan a estas gentes; su número es tan crecido, que muchos le han fijado en cuarenta mil; y aunque esto no sea, hasta para inferir que es crecidísimo y temible. La clase de los mendigos, aunque inferior a ésta, es en exceso numerosa. No hay idea de la hediondez, la deformidad y el asco de sus figuras, unos se presentan casi desnudos tendidos en el suelo boca abajo, temblando y aullando en son doloroso, como si fuesen a espirar; otros andan por las calles presentando al público sus barrigas hinchadas y negras hasta el empeine mismo; otros, estropeados de miembros, de color lívido, disformes o acancerados los rostros, envisten a cualquiera en todas partes, te esperan al salir de las tiendas y botillerías, donde suponen que ha cambiado dinero; le siguen al trote, sin que le valga la ligereza de sus pies; y si se mete en la iglesia para sacudirse de tres o cuatro alanos que suele llevar a la oreja, entran con él, se halla con otros tantos de refresco, le embisten juntos al pie de los altares, y allí es más agudo el lloro y más importuna la súplica. Cuando se ve tanta mendiguez, y al mismo tiempo se considera que apenas habrá corte alguna en Europa que tenga más establecimientos de caridad, más hospitales y hospicios que Nápoles, no es posible menos sino que se diga que el sistema de administración es el más absurdo en esta parte y que el origen de tal abandono existe en la ignorancia o el descuido de los que mandan, sin que la multitud de fundaciones de esta especie sea el medio oportuno de corregirle.

El Hospicio de Nápoles es el edificio más grande de la ciudad, y en una inscripción que tiene a la puerta se dice que está destinado para todos los pobres del Reino, y ¿qué son los que inundan las calles?, ¿pobres o pícaros?, si son pobres y no pueden trabajar por su edad o sus dolencias, ¿de qué sirve el hospicio, que no los recoge? Si son ociosos, vagabundos, ¿qué hace el Gobierno, que no los emplea y les hace trabajar? Si son pícaros, viciosos, incorregibles, ¿por qué no los envía a remar en sus galeras?

Fácil es de inferir que en una corte llena de vagabundos, los robos, las violencias y asesinatos serán frecuentes. Nápoles ha sido siempre famosa por las raterías y navajazos; y aunque últimamente la policía ha ejercido no poco rigor contra los malhechores de esta especie, y ha contenido en parte estos excesos, la causa existe todavía, y, por consiguiente, sus efectos, aunque no con tanta frecuencia. En una ciudad como Nápoles no hay alumbrado público, los faroles de algunos particulares, colocados sin orden y donde menos se necesitan, son insuficientes, y quedan calles y barrios enteros en la más horrible oscuridad. En el invierno, a las diez de la noche, acabados ya los espectáculos, reina en toda la ciudad un silencio lo profundo, todas las puertas están cerradas, no parece gente por la calle, y nadie puede salir sin llevar consigo un criado con una luz, y aun con todo eso va muy expuesto. El que se atreva a ir solo, rodeado de tinieblas a tales horas, por calles largas, estrechas, torcidas, solitarias, donde todo es peligro y horror, va muy expuesto a pagar con la vida su temeridad.

Las clases más ilustres y distinguidas no ofrecen menos motivo de disgusto al que de cerca las observe. La nobleza infatuada, como en todas partes, con sus escudos de armas y sus arrugados pergaminos, es tan soberbia, tan necia, tan mal educada, tan viciosa, que a los ojos de un filósofo, de un hombre de bien, es precisamente la porción más despreciable del Estado. El lujo ha llegado al exceso en ella; la ignorancia, la frivolidad, la insensatez parecen ser su especial patrimonio, el juego, la intemperancia, la disolución son vicios comunes, que ya no se admiran ni escandalizan; o por mejor decir, estos vicios parecen costumbres. Qué poco honor se ve en los nobles, con qué facilidad faltan a su palabra, con qué desvergüenza se prestan a las acciones más indecorosas, qué poco les importa atropellar el decoro y la justicia por el interés. Pero entre todos los vicios, el del juego es el dominante en esta corte; las casas de los más ilustres personajes de ella son grutas de ladrones, donde se despoja al infeliz que no los conoce, o que imagina que en el juego sólo debe temer la mala suerte, y no la perfidia, el artificio ni las trampas infames de los tahures. Así es que el extranjero que cae en sus redes se halla desnudo sin saber cómo, maldice su mala fortuna, y al día siguiente de haber perdido entre sus Señorías y sus Excelencias cuanto dinero trajo, ni sus Excelencias ni sus Señorías le conocen, luego que le desuellan, le desprecian y le olvidan. Pero no basta no querer jugar; es menester renunciar absolutamente a la asistencia de tales casas. Luego que la gente se reúne, se ponen las mesas, se sacan los naipes, todos acuden a la señal, todos juegan y ¿qué hará el hombre más juicioso, sino jugar también? ¿Se quedará sólo a mirar aquel espectáculo? ¿Se hará ridículo a los ojos de todos? ¿Dirá que no sabe jugar? La banca y el faraón no necesitan estudio. No tiene dinero ¿qué importa?, se le presta cuanto dinero quiere; juega y pierde; y si se obstina en no jugar, pierde su opinión, y al otro día se le cierra la puerta.

Si en Nápoles no hay justicia, no es por falta de tribunales y jueces. Basta presentar la lista de los juzgados, tribunales y juntas [...]17 existentes en Nápoles y prescindiendo de los demás del Reino, para conocer cuán grande debe ser el desorden y confusión que produzcan tantas jurisdicciones encontradas, cuán fácil será a los malvados confundir la verdad, atropellar la inocencia y eludir el azote de las leyes, y qué difícil a la virtud sencilla penetrar este caos legal, sin que los artificios, las dilaciones, los obstáculos que deben producir la multitud y complicación de autoridades, la desanimen y la opriman. Debe advertirse que en esta lista no se incluyen todos los tribunales de Nápoles que ejercen jurisdicción [...]18, sería obra demasiado molesta hacer mención de todos ellos:

Consejo de Estado: Se compone del Rey y de sus ministros.

Supremo Consejo de Hacienda.

Tribunal de la Real Cámara de la Sumaria.

Tribunal Misto: que decide las competencias entre los tribunales eclesiásticos y seculares.

Tribunal de la Familia Real: con jurisdicción civil y criminal sobre todos los dependientes de palacio.

Audiencia General de Guerra y Casa Real.

Superintendencia General de la Real Hacienda y Aduanas del Reino.

Superintendencia del Fondo de la Separación de Productos de los Reales Castillos, Presidios...

Tribunal del Almirantazgo.

Audiencia General de los Ejércitos.

Junta de Guerra.

Junta de la Lotería.

Tribunal de Moneda, Pesos y Medidas

Diputación de Espectáculos, Teatros...

Tribunal de la Salud.

Consulado del Arte de la Lana.

Consulado del Arte de la Seda.

Real Protomedicato.

Tribunal de Fortificaciones, Agua, Empedrado...

Superintendencia de la Cruzada.

Tribunal contra el del Santo Oficio, establecido en 1746, para invigilare contro chi intraprenda cosa che senta d'Inquisizione.

Tribunal de la Vista y Revista de Cuentas de la Ciudad.

Real Cámara de Santa Clara.

Sacro Real Consejo de Santa Clara.

Gran Consejo de la Vicaría.

Juzgado del Capellán Mayor

Curia Arzobispal...

El número de abogados y procuradores establecidos en la ciudad pasa de seis mil, según los cálculos más moderados de que he tenido noticia; y si a éstos se añaden los agentes, escribientes y otros dependientes del foro, no parecerá exagerado el número de once mil, a que algunos quieren que ascienda. Los abogados, llamados «Pagliette», porque antiguamente usaban un sombrero de paja aforrado en tafetán, son (si la voz pública es bastante documento para un extranjero) la canalla más ignorante, más enredadora, más hambrienta, pérfida y vil que puede hallarse; por todas partes los he visto denigrados; todos se quejan de su excesivo número, de sus artificios y sus embrollos. Y ¿qué han de hacer cuando son tantos?, sino embrollar, alargar los pleitos, confundir la verdad y vender la justicia para existir. Aunque en Nápoles no hubiese otra calamidad que este pestífero enjambre de golillas, bastaría él solo a producir daños sin número. Pero, por más que la opinión pública los abomina, por más que el Gobierno mismo esté persuadido de la insuficiencia y las picardías de tales gentes, ellos son los que ocupan los mejores empleos, ni el Ministerio ha pensado hasta ahora en sacar de otras clases los sujetos que necesita, para poner en ellos su confianza. Los pagletas siguen obteniendo las plazas más lucrativas; y esto añadido a las ganancias que les proporciona la confusión de las leyes, la multitud y complicación absurda de tribunales y jurisdicciones, por cuyo medio los pleitos se eternizan y ellos en tanto despojan a sus clientes infelices, aumenta su número, en vez de amenorarle. Y por otra parte, ¿a qué han de aplicarse? El número de los eclesiásticos no es menos monstruoso, pues sólo en la ciudad de Nápoles se contaban, entre curas y frailes en el año de 92, seis mil seiscientos treinta, y en todo el Reino, sin contar la Sicilia, pasaban de sesenta y cuatro mil. El comercio, meramente pasivo, se reduce a los frutos del país y exceptuando la navegación de las costas, toda la exportación de sus frutos se hace con bastimentos extranjeros y aun este comercio, tan reducido e insuficiente, está oprimido hasta el exceso con trabas, reglamentos, privilegios absurdos y cuanto es capaz de destruirle enteramente, lejos de fomentarle. La carrera militar no ofrece tampoco un grande aliciente por el estado de disolución y ruina en que hoy se halla el ejército del Reino, sus costas están abiertas al primer invasor, sus castillos y fortalezas desmanteladas y la nación, dormida en indecorosa paz, ni ejercita el valor de sus hijos, ni les da ocasiones de aspirar a la gloria o al interés, premio del mérito. La marina está, por consiguiente, en decadencia y abandono; la mercantil reducida a setecientos buques de transporte, que pocas veces se alejan de las costas, como ya se ha dicho; y la Real apenas llegará a dos docenas de buques de guerra, aunque se cuenten todos los navíos que hay en el puerto, viejos, desarmados y acaso inútiles para salir al mar. Pues ¿cómo ha de amenorarse el número de los leguleyos famélicos donde faltan otras proporciones? Si el clero y las religiones abundan en gente; si la agricultura carece de estímulos y libertades que la vivifiquen [...]19, si las artes mercantiles, imperfectas y rudas, bastan apenas para el consumo interior; si el comercio, la marina, y el ejército no ofrecen recurso, ¿qué hay que hacer, sino aplicarse al foro, y si la multitud de los concurrentes obliga a ello, mentir, embrollar y estafar para comer?

Los abogados van vestidos de abates con su cuello y valona negra, ribeteada de blanco, y su peluquilla redonda; los jueces usan el mismo traje que nuestros togados. Las mujeres, exceptuando la ínfima clase, van con basquiña y mantilla negra de seda, atándose la mantilla a la cintura; en el manejo de ella no observé tanta gracia y coquetería, que pudiese compararlas con mis paisanas españolas. En los lugares cercanos a Nápoles eché de ver un lujo excesivo, que se manifiesta particularmente en los días más festivos del año, particularmente por la Pascua de Navidad; las mujeres, muy feas en general, de tostada piel, regordetas y ordinarias, van cubiertas de galones de oro, con lo que adornan sus jubones de terciopelo y sus zagalejos y delantales de seda; llevan por lo común una cofia muy pequeña, en que recogen [...]20 el pelo, bordada de oro, con grandes arracadas y collares de coral, aljófar o perlas; los hombres van igualmente galoneados, y en los sombreros, las chupas y chalecos con que se engalanan en tales ocasiones, no se ve menos profusión que en sus mujeres. Ellas y ellos dejan sus lagares y haciendas, y en los días más solemnes del año se van a divertir a Nápoles, corriendo por los hermosos caminos que conducen a la corte, en disparados calesines, de los cuales hay una innumerable multitud. Los curas usan un traje casi igual al de los clérigos de España; sotana abotonada de alto abajo, manteo, sombrero de canal, y el pelo cortado, sin rizos ni polvos.

El número de frailes en la ciudad de Nápoles era en el año de 92, 4150 y el de monjas de 4947. Hay en ella 34 parroquias, 125 iglesias beneficiales y 200 conventos, inclusos los de ambos sexos, sin que entren en este número los conservatorios o colegios de mujeres, de los cuales muchos pueden considerarse como otros tantos conventos [...]21. Innumerables monumentos de piedad y de religión, funciones de iglesia, procesiones, jubileos, novenas, cofradías de penitencia; predicación ya en lo interior de los templos, ya en las plazas y esquinas; culto y reverencia a las imágenes desde las aras más suntuosas hasta las tiendas oscuras de los que venden queso, todo anuncia un pueblo cristiano y devoto [...]22. Sus iglesias están llenas de imágenes milagrosas, la multitud de ofrendas de plata, que penden alrededor de sus capillas, manifiestan [...]23 cuantas veces la humanidad doliente y afligida ha sido aliviada a fuerza de portentos [...]24. No hay para qué hacer mención de la multitud de cuerpos de santos que enriquecen sus templos, vírgenes, mártires, confesores, viudas, pontífices, molesta ocupación sería referirlos todos.[...]25

Entre los conventos de monjas hay algunos en que sólo se reciben señoras de las más ilustres familias del Reino, tales son, por ejemplo, los de Donna Regina, Donna Romita y Santa Chiaram [...]26 / [...]27

El orgullo y ridícula fatuidad de los grandes ha establecido ya por uso inveterado y constante que las hijas de tal o tal familia deben llevar tal dote; basta preguntar cuál es el apellido de la novia para saber qué dote lleva. Si el padre no puede darla toda la cantidad que corresponde a su casa, no hay novio para su hija, aunque fuese un prodigio de hermosura y de virtud, por la poderosa razón de que suponiendo que el novio ha de ser igual a ella en lo rancio y colorado de la sangre, si la admitiese con rebaja en el dote padecería su reputación, pues creerían que siendo menos ilustre su apellido que el de su esposa, había prescindido de los intereses por adquirir con tal enlace la nobleza que le faltaba. Y aun cuando las partes contrayentes se convinieran ¿cómo lo sufriría la parentela de entrambos? ¡Dar mi sobrina a un hombre que la toma sin contar el dote! Alguna maula hay en su árbol genealógico, cuando tan a ciegas la recibe, algún abuelo suyo hizo zapatos. Casarse mi primo con esa mujer, y no recibir entero el dote ¿pues qué? ¿Mi primo vale menos que ella? ¿Pues que no somos iguales? No señor; el dote de estilo, y sino no hay boda. Bueno fuera que porque el padre de la muchacha es un perdido, quedase afrentada para siempre nuestra familia [...]28. El noble que o por mala administración de sus intereses, o por lo crecido de su familia, no está en estado de dar a cada una de sus hijas la dotación correspondiente, las envía a servir a Dios; todo se consagra al ídolo del mayorazgo, al señorito zonzo encargado de multiplicar la generosa estirpe [...]29. Hay ochenta religiosas en Donna Romita [...]30, 350 en Santa Clara.

Entre las cosas que me parecieron raras en Nápoles, una fue la multitud de monjas que se ven por las calles [...]31, éstas ya se supone que no son de aquellos ilustrísimos conventos de que acabo de hablar [...]32. Otra, el enjambre de santeros y ermitaños que andan por todas partes pidiendo limosna con su tablilla [...]33, sus barbas largas y erizadas, traje pintoresco, lleno de girones y arambeles, sandalias, correa en la cintura, rosario y Cristo [...]34. Otra, las cofradías de penitencia, que llevan a enterrar de noche sus hermanos difuntos, todos van vestidos de blanco y cubierto el rostro, ni más ni menos que nuestros antiguos disciplinantes, con luces en las manos, en dos hileras y precediendo al ataúd cubierto, adornado con molduras doradas, y paño rico, bordado de oro igualmente. No cantan, ni rezan, y este silencio mismo añade horror al espectáculo. Cuando van a juntarse o para asistir a entierro o a cualquiera otra función de comunidad, van en coches alquilones; y el ver en cada coche cuatro fantasmas de aquella catadura, es cosa por cierto rara y tremenda.

La mala fe que reina generalmente en los contratos es tal, que para comprar en Nápoles cualquier cosa, necesita un forastero dar la comisión a uno del país que lo entienda, so pena de perder la paciencia y ser engañado irremisiblemente. No basta ofrecer la mitad ni la tercera ni la cuarta parte de lo que pide el vendedor, porque frecuentemente sucede dar por cinco aquello porque pidieron cuarenta, y esto después de apurar todos los artificios y maulas judaicas, después de haber protestado mil veces, en las rebajas sucesivas que van haciendo, que aquél es el último precio, que nadie lo dará más barato, que las circunstancias le obligan a despacharlo por menos de su valor; en suma, no hay perfidia ni mentira que no pongan en uso. Lo dan, en fin, por la quinta o sexta parte de lo que al principio pidieron, y averiguado el caso, queda engañado el comprador en la calidad y en el precio. Cualquier ajuste que se hace es un origen de molestia y desazón, no basta cumplir exactamente cuanto se prometió; es menester sufrir después un aullido importuno del pegajoso napolitano, que llora pidiendo más; se le da más, y dice que es poco; se le da más, y dice que es poco todavía; nunca se va contento. En Nápoles llaman industria al adquirir dinero por medio de fraudes y mentiras, buscare al estafar, assasinare al robar, son assasinato quiere decir: me han quitado un carlín, y al dinero le llaman il mio sangue [...]35.

Así como el pueblo romano necesitaba panem et circenses, se dice que el de Nápoles necesita farina, furca e festini. Algunas veces se ha padecido escasez en Nápoles, y no ha dejado de atribuirse a falta de previsión del Gobierno pero fuera de estas pocas excepciones, es necesario confesar que la ciudad de Nápoles es acaso la más abundante en comestibles que haya en Europa, ya se atribuya a la prodigiosa fertilidad de sus contornos, o al constante celo de sus magistrados en esta parte; lo cierto es que admira la abundancia de mantenimientos que se ve por sus plazas y calles: pan, carnes, embutidos, pescados, legumbres, frutos, verduras, quesos, pastas, dulces, bebidas, vino, licores; desde lo más necesario a la conservación de la vida hasta lo más exquisito que han inventado las artes para alagar la gula, todo se presenta a la vista pública; y el vulgo está contento cuando, aunque no coma, sabe que tiene que comer. Dicen que además de harina, necesita horca; yo diría que necesita buen gobierno, educación y ocupación. Si hay delitos en esta clase de gentes, atribúyase al abandono en que están o por mejor decir, agradézcaseles que no sean más delincuentes. Ciudadanos infelices, nacidos a la miseria y al abatimiento, hambrientos, desnudos, envilecidos, para quienes ni el honor, ni los placeres, ni las riquezas, ni la autoridad existe (pues se reputan como propiedad de otras clases más afortunadas); sin educación en su niñez, sin ilustración en sus errores, sin proporciones para el trabajo honesto, y, por consiguiente, sin medios para la virtud; sin esperanzas de mejor fortuna, y, por consiguiente, sin estímulos para las acciones útiles a la sociedad; condenados a vivir envilecidos, ignorantes y pobres, capaces de pasiones como todos los demás, se admiran de que cometan delitos. Y para evitar este mal no hay otro medio que la horca. No, si la ocupasen los que la merecen, no sería el vulgo el que contribuyese más víctimas al suplicio. Sin duda estas consideraciones han hecho indulgentes a los tribunales; y mientras el origen del mal no se remedie como debe, procuran moderar el rigor de las leyes, castigan la culpa con las cadenas y aplican pocas veces la pena capital. El pueblo de una gran corte necesita fiestas; y tanto más las necesita, cuanto más oprimido esté; así se le distrae de la consideración de sus miserias, y tal vez interrumpe el llanto por admirar la pompa de los espectáculos, que le ocupan a un tiempo los ojos y los oídos.

Los teatros de Nápoles no son para el ínfimo vulgo, no tanto porque el precio de ellos sea excesivo, cuanto porque esta clase infeliz apenas tiene para comer. La religión suple a este inconveniente; en pocas partes se celebran con tal frecuencia ni aparato las funciones eclesiásticas, como en Nápoles. Se adornan los templos y las calles con pabellones y colgaduras; resplandecen los altares con multitud de luces, que forman varios dibujos de estrellas, arcos y pirámides alrededor de las imágenes; y entre los adornos preciosos de plata y oro y mármoles exquisitos, el canto, la música, las vestiduras, las ceremonias [...]36 las flores, los inciensos, los fuegos artificiales, el aparato militar que acompaña al triunfo, todo añade magnificencia, decoro, novedad, y hermosura al espectáculo. [...]37. La religión [...]38 uniendo el placer al culto, suspende, distrae, alegra al numeroso pueblo espectador, cuyos sentidos deleita y arrebata con la multitud de objetos agradables que le presenta. No cabe dificultad, las funciones de iglesia y las procesiones, que tan a menudo se celebran en Nápoles con el más brillante aparato, consideradas políticamente, contribuyen mucho a la tranquilidad del pueblo.

He notado ya, lector amantísimo, que no me da el naipe para esto de transiciones; y en prueba de ello he aquí que después de haber hablado de tan profundas materias, voy ahora a tratar de putas y alcahuetes.

¿Quién podrá fijar el número de putas que hay en Nápoles? Como este ejercicio carece de examen, como no está erigido en gremio, como no sufre ni veedores ni demarcaciones, ¿quién podrá averiguar de cuántos individuos se compone, aunque visite desde los dorados palacios de los príncipes a los ahumados rincones de la abatida plebe? En ambos extremos se hallan hermosuras fáciles; el precio es diferente, el contrato es el mismo, los mediadores no. Un abogadillo enredador, un guardia de corps tramposo y perdido, un marquesito hambriento, un abate modesto y sutil, conducen hasta el fin las empresas más difíciles en este género; y el que padezca ilustres manías en amor, y guste de blasones y escudos y cuarteles rojos y campos de gules, será feliz, contribuyendo por medios discretos con oro, con telas o brillantes. El teatro es el aparador de Venus; un buen anteojo, un amigo que informe de la habitación, y un criado que sepa llevar un papel, es todo cuanto en este caso se necesita. Las ventaneras forman la clase más numerosa; las cercanías de Palacio, la Calle de Toledo y sus alrededores, como también las del Serraglio, Ponteoscuro y Arrabal de Capua en la extremidad opuesta de la ciudad, abundan en este género mercantil. Hay mucha prostitución; pero no llega a la de París ni Londres. [...]39/ [...]40.

Estas mujeres no son tan callejeras como en Madrid las de su oficio, por la razón de que éstas viven más seguras en su casa; ni aquí escandaliza verlas todo el día de muestra a la ventana, desde donde con una seña expresiva convidan a los aficionados que fijan la vista en ellas. Viven en lo más público de la ciudad, y esto las ahorra de salir a pasear por las calles su mercancía. El desaliño de sus cuartos, la discordancia de sus trajes y prendidos, su conducta loca, su destemplanza, su abatimiento, sus trampas y embustes; la socaliña, la vileza, las arrugas y la devoción de sus tías y madres, todo es como en España. El precio a que venden sus favores es muy moderado, y como el arte de hacerlos valer necesita mucho talento y no poca instrucción, continuamente se quejan de la inconstancia de sus amantes. Entre todas ellas sólo vi miseria y abandono, presentan el vicio en toda su deformidad e incapaces de inspirar pasiones vehementes, lo son también de adquirir aquellas riquezas escandalosas que acumulan en otras cortes algunas de su ejercicio. El poder de la hermosura, las gracias y la juventud es harto débil si el talento y la educación no las acompañan.

En Nápoles [...]41 es el mal venéreo más común, y más funesto acaso, que en cualquiera otra parte de Europa. Paisanos míos, mancebitos barbiponientes, que por huir la estrechez de un colegio o la sujeción doméstica, con pocos años, mucha locura y ninguna instrucción, venís presurosos a gozar las delicias de la seductora Parténope, ya que no tengáis ni prudencia ni virtud, tened miedo a lo menos, y si no sois continentes, sed cobardes.

¡Qué infames, qué puercos, qué despreciables, qué embusteros y malvados son los alcahuetes! ¡Cómo corren toda la ciudad de un lado al otro, cómo se introducen en los cafés, en las tiendas, en las casas de juego, cómo se insinúan con los forasteros, cómo los espían y salen al encuentro al acabarse los espectáculos, ofreciéndoles sus servicios, proponiéndoles hermosuras venales de todos géneros, de todas edades, de todos precios! Ellos son los azuzadores del vicio, los que propagan la corrupción de las costumbres, los que facilitan la infidelidad del tálamo, los depositarios de tanta debilidad humana, de tanto resbalón femenil; protegidos de las ilustres damas que procuran un desahogo a su temperamento, mal satisfechas de un esposo anciano, o distraído en otra parte, o debilitado por los desórdenes de las modestas viudas, que necesitan en la austeridad de su retiro un suplemento de aquella felicidad que interrumpió la muerte; de las doncellas tímidas que se rezuman de apetito, y no pueden sufrir en paz las dilaciones de un padre descuidado. Alcahuetes hay para todas, no hay necesidad que ellos no socorran, ni estorbo que no faciliten. Las putas se sirven de ellos como los comerciantes de los corredores: los miman, los regalan, y ellos por su parte no sólo las procuran parroquianos sino que las dispensan todo favor y protección. Si se ofrece buscar dinero para salir de un apuro, pagar al casero, acallar a los alguaciles, alajar el cuarto, vestir a las recién venidas, regalar al cirujano, facilitar una fuga, ocultar un preñado, costear un casamiento, ellos lo hacen todo. No hay rincón de la ciudad que ellos no visiten, ni mujer que no conozcan, ni concurso público a que no asistan, ni feria en donde no se hallen. ¡Qué diligentes, qué callados, qué intrépidos, qué serviciales con todo el mundo! ¡Oh, Nápoles!, ¿cuál corte de Europa competirá contigo en punto de alcahuetes? ¿Cuál de ellas te excederá ni en el número ni en la excelencia de ellos? Bastaría sólo el Signor Luigi para asegurarte esta preeminencia. Qué hombre alto, desvaído, encorvado con el peso de la edad y de los afanes graves de su ministerio, de venerable calva, de aspecto halagueño y señoril, limpio, cortés, humilde, fiel, devotísimo de San Jenaro y honrado a no poder más, prendas que, unidas a la inteligencia de su arte, le hacían amable a cuantos tenían la fortuna de conocerle. Si mis elogios no fuesen atribuidos a la expresión del agradecimiento, más que a la de una admiración desinteresada y justa, no acabaría aquí su panegírico, y emplearía mi débil talento en recomendar a la posteridad remota el mérito de tan esclarecido varón.

Los dos Sitios Reales cercanos a Nápoles y más concurridos del Rey son Caserta y Portici. Caserta es ciudad pequeña, situada a unas 4 leguas al norte de Nápoles, en una llanura fertilísima, en que otro tiempo estuvo la célebre Capua, tiene a la parte del Norte los montes de Tifata, desnudos y áridos, que en verano, heridos del sol, necesariamente producirán sobre la ciudad, que está a sus faldas, un reverbero y calor infernal, al mediodía se ve el mar, la isla de Caprea y el Vesubio.

El Palacio comenzado en 1752 bajo la dirección del célebre arquitecto Vanvitelli, es regular, grandioso, y digno acaso de otro monarca más poderoso que el de Nápoles, las paredes son de ladrillo, la decoración de piedra, de un orden compuesto; todo él forma un gran cuadrilongo, y en las dos fachadas principales tiene tres puertas, que abren ta comunicación de una a otra parte; tiene cuatro patios; por medio de los cuales atraviesa el pórtico de la entrada principal. La escalera es magnífica, adornada de mármoles y pinturas; lo interior de los cuartos, esto es, la parte que está habitada, pues aún falta mucho por concluir y adornar, está mueblado con buen gusto, pero no con particular grandeza. Hay muchos cuadros repartidos por las habitaciones de la familia Real, pero ninguno de gran composición, la mayor parte de ellos son marinas y países. Hay uno muy grande, obra de Angélica Kauffman, en que representó del tamaño natural al Rey, a la Reina y todos sus hijos. Puede verse en el Viaje de Italia de La Lande la variedad de exquisitos mármoles que se han empleado en este edificio. Los jardines tienen grande extensión, pero me parecieron muy mal, paredes de olmo, árboles pequeños todavía, calles tiradas a cordel sin variedad, sin alegría; todo monótono, todo hecho con la tijera y el compás; la falta de fuentes, de estatuas y otros adornos añaden soledad y silencio al sitio. La cascada, que está enfrente del palacio, es cosa magnífica, podrá tener una milla de longitud, ancha, abundante en aguas, en cuya superficie nadan hermosos cisnes, y en su centro peces de gran tamaño. Las aguas bajan desde lo alto de la montaña, rompiéndose entre peñascos artificiales, muy mal ejecutados, cuya masa total hace un efecto confuso, pesado y ridículo. Qué diferencia entre las cascadas de los montes de Suiza y ésta, dibujada primero en papel de Holanda, y ejecutada después a fuerza de cincel. Cuando el arte quiere suplir por la naturaleza, sólo produce extravagancias. La parte de cascada que entra en el jardín es mejor, caen las aguas por unos escalones espaciosos formando hermosos estanques, por donde se puede navegar en pequeños barcos; está adornada con estatuas que la enriquecen, y allí el arte no es impostor. Cerca de estos jardines hay un edificio real, llamado Santo Leucio, donde el Rey ha establecido una fábrica de tejidos de seda; allí se hila, se tuerce y se teje. El Soberano, protector de esta fábrica, va muy a menudo a ella, y en dulce oscuridad pasa muchos días del año, retirado en aquel asilo, donde ni el tumulto de la corte, ni los cuidados del Gobierno, ni las desazones domésticas turban su [...]42 descanso. [...]43/ [...]44 [...]45/.

[...]46 La ciudad de Caserta no tiene edificios de consideración, ni hay regularidad ni limpieza en sus plazas y calles; como el Palacio es tan grande, que en él puede caber toda la comitiva del Soberano cómodamente, no es mucho que los señores que le sirven no hayan pensado en edificar casas propias para habitarlas el tiempo que Su Majestad reside allí. Esto, y la predilección particular que el Rey manifiesta a su casa de Santo Leucio, adonde, como ya se ha dicho, se va solo y con muy pocos criados, ha hecho que Caserta no mejore de aspecto, y en vez de un sitio real, parezca sólo un lugar grande, habitado de labradores y gente humilde.

El acueducto para conducir las aguas a Caserta es obra del mencionado arquitecto, que construyó el Palacio. Esta obra tiene unas doce millas de longitud y se ve al descubierto al pie del monte Taburno, y después en el valle de Durazzano. En este paraje es mayor el puente; su extensión desde monte Longano a los de Tifata, es de mil seiscientos dieciocho pies franceses; su altura, desde lo más profundo del valle, ciento y setenta y ocho. Tiene tres órdenes de arcos que entre todos llegan al número de ochenta y nueve; el agua va por un conducto cubierto, y encima de ella hay un camino que sirve de comunicación a las dos montañas y otro más bajo sobre los primeros arcos, atravesando por en medio de sus pilares. Esta obra bastaría a inmortalizar la memoria del artífice, y la imagino comparable a lo más digno que nos ha dejado la antigüedad. La fábrica se compone de fajas alternadas de piedra y ladrillo, muy semejante a la del anfiteatro de Galieno, que se ve en Burdeos.

Siguiendo la costa del Golfo de Nápoles, entre Oriente y Sur, se halla, a cosa de legua y media de la ciudad, el sitio Real de Portici, al cual se va por un buen camino, con edificios a un lado y otro, que forman una continuada población. Al salir de la ciudad se dejan a la izquierda los Cuarteles de Caballería, se pasa el Puente de la Magdalena, en medio del cual se ve a un lado un San Juan Nepomuzeno, y a otro un San Jenaro con el brazo derecho levantado, en ademán de contener las erupciones del Vesubio, para que no lleguen a la ciudad. Por debajo de este puente pasa el humilde Sebeto, sus aguas la hermosa llanura que desde allí se descubre, llena de árboles y hortalizas. Más adelante, entre el camino y el mar, están los graneros públicos, uno de los mayores edificios de Nápoles, capaz de contener las cosechas de todo el Reino; y siguiendo el camino, que a excepción de muy cortos espacios, puede considerarse como una calle, se llega a Portici, situada en la falda del Vesubio y a corta distancia del mar. Es muy buena población, llena de casas de placer, con multitud de jardines deliciosos. La situación es muy agradable, por las hermosas vistas del mar, la isla de Caprea, situada a la extremidad occidental de la costa, el Golfo y Puerto de Nápoles, la ciudad y la hermosa Cordillera de Paussilipo, que cierra el horizonte por la parte del Norte. Nada hay que no sea agradable en esta situación, sino la vecindad del volcán terrible, que a cada instante amenaza ruinas espantosas, como se ha verificado tantas veces. Ni las casas de los señores, ni el palacio del Rey, tienen magnificencia, aunque en lo interior son cómodas sus habitaciones; estos edificios distan mucho de la elegante simplicidad de las casas de campo inglesas, y del lujo y ornatos arquitectónicos con que hermoseaban las suyas los franceses «dum fata deusque sinebant»

La habitación de los Reyes está adornada con mucho gusto; pero nada me pareció mejor que los mosaicos antiguos de que están revestidos los suelos, cosa inapreciable por su singularidad y su primor, algunas mesas de lava y mármol, y un gabinete de china de la fábrica de Nápoles, como también algunos bajorrelieves antiguos, de mucho mérito. Debajo de dos pórticos, que están a los lados del Patio o Plaza de Palacio, por donde atraviesa el camino, hay dos bellísimas estatuas ecuestres de mármol, sacadas de Herculano, que representan a Marco Nonio Balbo y a su hijo del mismo nombre. La actitud de entrambas es la más sencilla, no producen sorpresa al que las ve, pero aumentan su placer al paso que las va examinando; fijan por instantes su atención, y no puede separarse de ellas sin hacerse una cierta violencia. Éste es el verdadero carácter de las obras más bellas, sencillez, hermosura y verdad; estos mismos efectos produce un idilio de Teócrito comparado con una égloga de Virgilio, una comedia de Terencio con una del afluente, pomposo y extravagante Calderón; una figura de Rafael con la Magdalena de Le Brun; la Venus de Médicis con cualquiera estatua del Bernini.

El Museo de Portici es tan singular en su género, que no hay otro que se le parezca. Hay en él una gran cantidad de inscripciones, columnas, aras, bustos, y estatuas de vario mérito, una de Ciria, mujer de Balbo, el padre, de excelente ejecución en las ropas; un Augusto de bronce, desnudo, con el rayo en la mano; un Tiberio, también desnudo; dos cónsules, dos vestales, un fauno dormido, un sátiro ebrio, reclinado sobre un pellejo; un Mercurio sentado, conocido ya en España entre los modelos de la Academia de San Fernando; algunos bustos desconocidos, y otros que representan personajes célebres de la Antigüedad, entre ellos Pirro, Berenice, Platón y Séneca. Esto es lo que me pareció más digno entre los mármoles y bronces que allí se guardan. Los demás objetos de que se compone este museo son varios mosaicos antiguos, colocados en el suelo de las estancias y en los armarios de ellas, todo lo más particular relativo a la historia, a la religión, a las artes, a los usos y costumbres de unas ciudades que dejaron de existir diecisiete siglos ha. Las excavaciones de Herculano, Pompeya y Stabia han descubierto en nuestra edad los tesoros que por lo tanto tiempo ocultó la tierra, y no es posible mirar sin maravilla colección tan preciosa. Allí se ven los instrumentos y utensilios de los templos: trípodes de bronce, jarrones, tazas, pateras, cuchillos, y cuanto era necesario al culto y a los sacrificios; lacrimatorios de vidrio, dioses lares, armas y arreos militares; pesos, candelabros y todos los demás muebles domésticos, hasta las vasijas de la cocina; cántaros, pucheros, platos, marmitas, moldes para labrar las masas, almireces..., monedas, joyas, adornos femeniles, pedazos de galón y telas, juegos de niños, tarjetas para entrar al espectáculo, instrumentos de cirugía, tablas de escribir, estilos, volúmenes en crecida cantidad, que parecen grandes rollos de tabaco habano hechos de la planta papiro, secos por el calor, y que al tocarlos se deshacen en cenizas, si bien ha llegado ya a descubrirse el medio de desarrollarlos y leerlos, aunque no sin mucha dificultad. Ni es menos admirable la colección de comestibles hallados en las habitaciones de Pompeya: panes, huevos, almendras, nueces, higos, dátiles, piñones, vino y aceite, del cual sólo ha quedado un extracto sólido y transparente. Varios instrumentos de música, un bajorrelieve que representa una escena cómica, y entre los personajes uno que acompaña con dos flautas la declamación, un grupo de un sátiro y una cabra, cosa excelentemente ejecutada, pero torpísima, muchos priapos de varios tamaños, y algunos pequeñísimos de marfil, que se ponían las mujeres al cuello y en la cintura para procurarse la fecundidad. La colección de pinturas halladas en las excavaciones de Herculano y Pompeya se compone de cerca de setecientas piezas de diferentes géneros, unas son adornos a la greca y arabescos, otras representan frutos y caras, otras animales vivos, pájaros...; otras países, marinas y varias perspectivas de arquitectura, y otras, por último, figuras humanas, unas solas, como amores, musas, saltatrices, bacantes, y otras agrupadas que representan asuntos de fábula o de historia. Estas pinturas halladas en las paredes de los antiguos edificios que se han descubierto, hechas sobre una especie de estuco, las han serrado en forma y, cuadrángula y colocándolas en marcos, con cristales delante, algunas hay en piedra, pero son muy pocas, y más pueden llamarse dibujos que pinturas. Hablando en general, me pareció bien todo lo que es adorno: los frutos, correctos en el dibujo, pero tocados débilmente; algunas pinturas de pájaros hechas con mucha inteligencia, copia exactísima del natural; los países, de corto mérito, sin inteligencia en la graduación de las luces ni en la perspectiva; los asuntos de arquitectura, de un género caprichoso y extravagante, sin conexión ni belleza, algunas figuras aisladas de saltatrices, cupidos...; diseñadas con gracia y expresión, y en los grupos entre los cuales deben contarse la pintura de Teseo con el Minotauro a los pies, la de Hércules y Flora, la de Chirón y Aquiles, y alguna otra de las más grandes de la colección, a pesar de muchas incorrecciones que han notado los inteligentes, se ve un buen carácter de diseño, bellos desnudos, gracia en la expresión y buen estudio de ropajes. En general me pareció, si por estas obras se ha de juzgar el estado de la pintura en aquella edad, que en medio de estas perfecciones que todos admiran, pueden notarse a los antiguos los siguientes defectos: 1.º Errores clásicos de perspectiva. 2.º Poca inteligencia en graduar las luces para expresar la cercanía o distancia recíproca de los objetos. 3.º Ningún arte en agrupar las figuras. 4.º Poco uso de los escorzos, defecto que, unido al anterior, da a la composición una frialdad y languidez insufrible, que no bastan a suplir ni la corrección ni la expresión, las cuales deben ir acompañadas con la invención poética de los grupos y actitudes, y el uso oportuno y correcto de los escorzos, último esfuerzo de la ilusión. Es inútil que yo pondere cuán preciosa es una colección de pinturas sacada de las entrañas de la tierra, libradas de los estragos espantosos de las erupciones y terremotos, donde se ve el lujo, las costumbres y el estado de las artes de aquellas naciones que desaparecieron del globo dejando a la posteridad estos inapreciables monumentos. Tales consideraciones, unidas a la de ser el único que existe en Europa, dan estimación a este museo de pinturas; pero si prescindiendo de lo demás, nos ceñimos al mérito intrínseco de estas obras, yo las trocaría todas por un buen cuadro de Rafael. No diré lo mismo en cuanto a escultura, puesto que así las piezas de este género que componen la colección de Portici, como las de Roma, Florencia y otras ciudades de Italia, son pruebas irrefragables de la superioridad de los antiguos.

Debajo de Portici Resina está sepultada la ciudad de Herculano, los edificios más considerables de ella, que hasta ahora se han descubierto, son un foro y un teatro; en el foro se hallaron las dos estatuas ecuestres de los Balbos, una de Vespasiano y otras de varias familias ilustres. El proscenio del teatro tiene ciento treinta pies de ancho, y en las veintiuna gradas destinadas a los espectadores y los espacios restantes, se ha calculado que cabían diez mil personas. La cantidad de ceniza y lavas que cayeron sobre esta ciudad fue tal, que sus edificios se hallan a sesenta, ochenta y cien pies de profundidad. Esto hace muy difícil la excavación, pues además de la consistencia y grueso de las materias que hay que romper a pico, es necesario sostener con postes y estribos las excavaciones, para que todo no se hunda y arruine; y además, cómo es posible taladrar un terreno sobre el cual existen en pie tantos edificios, sin que éstos se resientan. Mientras permanezcan Resina y Portici no se pueden adelantar los descubrimientos de Herculano.

Siguiendo el camino, que va siempre inmediato al mar, se hallan después de Resina la Torre del Greco y la de la Anunziata, poblaciones contiguas unas a otras con poca o ninguna interrupción, bien situadas y alegres, de mucha gente, llenas de casas de campo, con jardines, huertas y abundante cultura. Atraviesa el camino por encima de un gran torrente de lava que arrojó el Vesubio en 1760, mezclada con cenizas y enormes piedras; abrasó todo el terreno, destruyó los edificios que halló al paso, y bajó hasta el mar, con estrago espantoso. A poca distancia se hallan las ruinas de Pompeya, ciudad antigua, que hasta la mitad de este siglo permaneció tan oculta a la vista humana, que nadie se atrevía a fijar el paraje en que estuvo. La multitud de cenizas que cayeron sobre ella detenidas en los huecos de sus calles y edificios, formaron una elevación de terreno, el cual, haciéndose con el tiempo vegetal y fértil, comenzó a labrarse, y hoy se ve encima de los templos, teatros y sepulcros de Pompeya enlazarse las parras a los chopos, y segar el labrador mieses abundantes. Las excavaciones que se hacen en este sitio cuestan poco trabajo, así porque todo es ceniza lo que hay que romper, como porque es mucho menor la profundidad a que se encuentran las ruinas que en Herculano. Hasta ahora se han descubierto dos calles, una de ellas con la puerta de la ciudad y varios sepulcros, un cuartel, un templo de Isis y dos teatros.

No es posible caminar por aquel paraje sin una especie de entusiasmo que todos aquellos objetos inspiran. Éste era el teatro; aquí se acomodaba el pueblo, allí la nobleza; por allí salían los actores; aquí se oyeron los versos de Terencio y Plauto; este recinto sonó con aplausos públicos, los hombres desaparecieron, y el lugar existe. Éste era el templo, allí está la inscripción, allí las aras; las paredes lo anuncian todavía en pinturas y estucos, los atributos de la deidad. Aquí se degollaban las víctimas; aquí, escondidos los sacerdotes, prestaban su voz a un mudo simulacro, y el pueblo, lleno de terror, creía escuchar la divinidad misma, anunciando a la ignorancia humana los futuros destinos. Ésta es una calle, empedrada está como las de Nápoles, con lavas que ha vomitado ese volcán vecino, a un lado y otro hay ánditos para que pase el pueblo seguro de los carros, aún se ven las señales de las ruedas. Veis aquí las tiendas, allí se vendieron licores; la insignia que está a la puerta, la señal que ha dejado el pie de las copas sobre el mostrador, y las hornillas inmediatas para tener caliente la bebida lo manifiestan. Allí hay otra donde se vendían Príapos, la insignia está esculpida sobre la puerta, allí está el aparador, repartido en gradas, donde se exponían estos dijes a la vista pública. Éstas son casas de gente rica, éste es el pórtico, sostenido en columnas de ladrillo revestidas de estuco, con decoración dórica; allí está el patio, con la galería que le rodea; estancias pequeñas, altas, con mosaicos en el suelo y pinturas en las paredes; el baño, la estufa, con pared hueca, por donde se comunicaba el jardín, la fuente, la bodega con grandes cántaros, la sala de conversación, la de comer, la alcoba, el poyo donde estaba el lecho; pinturas voluptuosas por todas partes, triunfos de amor. Veis allí los sepulcros que erigió la patria agradecida a sus hijos ilustres, la inscripción anuncia sus nombres y su calidad, allí reposan sus cenizas. Qué silencio reina en todo el contorno. Qué soledad horrible. Y todavía el Vesubio arroja llamas y retumban sus cavernas con rumor espantoso.

Este monte, distante dos leguas y media de Nápoles, hacia la parte oriental, tiene de altura unas seiscientas toesas; su figura es cónica con base muy ancha; la parte superior se compone de lavas, piedras, cenizas, arenas y escorias, sin hierbas ni plantas, ni árboles, ni animales, ni hombres, aspereza horrible, cavernas profundas, soledad, silencio en la parte inferior, donde es el terreno fertilísimo, hay mucha cultura de árboles y viñas que producen excelentes vinos, y en lo más llano, cerca ya del mar, se ven las alegres poblaciones de Portici, Resina, Torre del Greco, Torre de la Anunziata, y otras muchas que le rodean. Si se considera la inmediación de este volcán, y el riesgo inminente de que un día reviente incendios, trastorne toda su circunferencia y sepulte en fuego y cenizas aquellas moradas deliciosas, centro del lujo y de los placeres, se conocerá cuán fácilmente se olvidan los hombres del peligro, por más que vean presente la amenaza.

Portici está edificada encima de Herculano opulenta; Pompeya se descubre ahora, después de haber permanecido largos años oculta bajo las cenizas que en ella cayeron; en los jardines del Rey, y en otras varias partes en que se han hecho excavaciones profundas, se hallan hasta treinta capas distintas de lava, y estas seis o siete veces interrumpidas con tierra vegetal y restos confusos de edificios; que es decir, treinta veces aquel terreno, que ahora habitan los hombres con tal seguridad, ha estado cubierto de torrentes de fuego con el transcurso de los siglos; seis o siete veces se han olvidado los hombres del estrago anterior, han cultivado y han habitado aquel territorio; otras tantas se han repetido aquellos horrores; y no obstante, hoy viven sobre tantas ruinas, sin temer que la naturaleza, en solo un momento, renueve igual en destrozo. La Montaña de Soma, que por el lado de Oriente y Mediodía rodea al Vesubio, parece ser una parte dél, ambos están sobre una misma base, y parece haberlos desunido algún hundimiento, de que resultó una abertura lateral, aumentándose después la cima del volcán con las materias mismas que arroja. La Montaña de Soma, por la parte interior, que mira al Vesubio, toda está rota y quebrantada; y a la opinión de haber sido en otro tiempo estos dos montes uno solo, se fortifica, no solamente por la forma de entrambos, sino también por la identidad de las materias de que se componen. Este volcán tiene además de la boca principal, varias aberturas, que rompe u obstruye sucesivamente la dimensión de la crátera; se ha encontrado diferente en varias ocasiones y también la distancia que hay desde sus bordes hasta donde se halla el fuego; toda la parte interior de su gran boca, compuesta de ásperas masas de piedras, lavas, cenizas, pómez y escorias metálicas y bituminosas, presentan a la vista varios colores, siendo los principales el blanco, verde, amarillo, ceniciento y morado. Casi siempre arroja humo, con más o menos abundancia; de noche se ven salir por su boca llamaradas y materias líquidas, que se revierten en varias direcciones, y a corta distancia se congelan. Si se examinan las señales que a dejado este volcán en sus erupciones, se pierde la imaginación en el cálculo de su antigüedad; la memoria de los hombres, limitada y oscura, abraza apenas un corto espacio de su edad larga, anterior a todos los monumentos que conocemos y a las naciones de que tenemos alguna noticia. La primera erupción de que hablan los escritores es la del año de 79 de Jesucristo, en que perecieron Herculano y Pompeya. Plinio el Naturalista, que se hallaba en Myseno, atravesó el mar con deseos de observar sus efectos, y murió a las faldas de este monte, sofocado por el humo. Desde entonces hasta la edad presente se cuentan treinta y tres o treinta y cuatro erupciones más o menos terribles, que han hecho de aquel país un montón confuso de ruinas, convirtiéndole muchas veces en un desierto. No pueden leerse sin admiración y horror los efectos de estas erupciones. Suena un rumor confuso en las cavernas de la gran montaña, sale humo espeso por su boca, le agita el aire, y esparce oscuridad y fetor por los campos vecinos; se aumenta el estruendo, revienta el monte, y entre una espesa lluvia de ceniza ardiente, que cubre la atmósfera y sepulta en tinieblas a la populosa Nápoles, con estampidos y relámpagos, sale una columna altísima de fuego, arrojando al aire enormes piedras candentes, que se precipitan a los valles, brama impetuoso el viento, se altera el mar, tiembla la tierra, inflámase por todas partes el monte, y derrama torrentes de agua entre las lavas que desde su altura bajan ardiendo al mar, abrasando y reduciendo a cenizas los árboles, las mieses, los edificios, las ciudades, que al pasar aniquila o sepulta irritados los elementos, anuncian el trastorno final del mundo, y en solo un momento desaparecen naciones enteras.

El palacio del Rey es un vasto edificio, de buena arquitectura, pero exceptuando su fachada principal, que da a una plaza irregular y espaciosa, que llaman Largo di Palazzo, todo lo restante está confundido por los edificios adyacentes o por los pedazos que le han ido añadiendo para hacerle más grande, está inmediato al mar, y se comunica con el castillo que domina el muelle y puerto, llamado Castel Nuovo. La fachada que da a la plaza tiene cerca de 100 toesas de largo, se compone de tres cuerpos, con pilastras dóricas, jónicas, y corintias; tres puertas, con grandes columnas de granito, que sostienen los balcones; el cornisamento está adornado con pirámides y urnas, y en medio un reloj, arreglado al uso común de Europa. A un lado y otro de la puerta principal hay dos inscripciones, la una de ellas es ésta: «Amplissimas aedes quas pro Philippus 3 Rex. Max pacis et justitiae cultor e solo faciundas jussit Ferdinandus Castro Lemensium Comes, Caterina Zunica et Sandoval inter heroinas ingenio et animi magnitudine praeclara et Franciscus filius, in hoc Regno Proreges optimi, aedificandas curarunt, Anno 1602.»

El patio de este edificio es demasiado pequeño; la escalera espaciosa y magnífica, sin otro adorno que unas estatuas que representan ríos, cosa muy mala, en la capilla no hay otra cosa notable que una imagen de la Virgen, de hermoso mármol blanco, obra de mérito. El patio, y la galería baja que le rodea, parecen depósitos de basura y estiércol y cuando en el palacio del Rey se observa esta falta de limpieza, no hay para qué decir que es general en Nápoles, las calles y plazas y parajes más concurridos de la ciudad están puercas y hediondas hasta el exceso, y los portales y escaleras de las casas particulares parecen basureros y letrinas. Cercana al Palacio está la fábrica de la china donde vi obras muy bien trabajadas; entre ellas me parecieron estimables las pequeñas figuras que allí se hacen para adorno de los gabinetes o de las mesas, la mayor parte de ellas ejecutadas por originales antiguos. En cuanto a los precios de estas obras, a la economía y utilidades de esta fábrica, baste decir que es cosa del Rey. Establecimientos de esta especie son siempre ruinosos, en vez de producir ganancias al Soberano, sirven sólo de enriquecer a los empleados, sin beneficio del público; favorecen la rapiña y el monopolio, ahogan la industria nacional, y estorban los progresos de las artes y del comercio. Un Rey no debe hacer platos, ni tejer terciopelos, ni vender salitre, ni pintar naipes, ni destilar aguardiente; debe reinar.

Siguiendo la orilla del mar por la parte del Norte se halla la Plaza y Barrio de Santa Lucía, habitado de pescadores; en dicha plaza se vende pescado en grande abundancia; más adelante está el Castillo del Huevo, Castel del Uovo, llamado así por su figura oval; está situado sobre un peñasco, donde se dice que antiguamente fue la casa de Lucullo; se comunica con la orilla por un puente de más de doscientos pasos; a la entrada del castillo hay esta inscripción: «Philippus 2. Rex Hispaniarum pontem a continenti ad Lucullanas arces olim austri fluctibus concuassatam nunc saxeis obicibus restauravit firmunque redidit. D. Joanne Zuñica Prorege Anno MDLXXXXV.»

A corta distancia de este castillo, sobre la misma costa, se ve el único paseo de Nápoles, llamado Villa Reale, consiste en un gran terraplén, que podrá tener la longitud del salón del Prado, aunque más angosto; por la parte de tierra le ciñen verjas; y por la del mar un pretil; está plantado de parras y chopos, que forman dos galerías, dejando en medio una calle espaciosa, en medio de la cual, dentro de un gran pilón redondo, han colocado sobre un pedestal, el famoso grupo antiguo del Toro Farnese, más digno, en verdad, de conservarse con el mayor cuidado en un museo, que de ser expuesto en paraje tan público, donde, aunque nada hubiese que temer por parte de los sacrílegos muchachos, las injurias del tiempo degradaran obra tan perfecta. Dice La Lande que éste es uno de los más bellos paseos del Universo; si lo dice por su situación y por las hermosas vistas de que goza, tiene razón, pero el paseo en sí no me pareció digno de tal elogio. Los emparrados en forma de bóveda que tiene a un lado y otro, donde los alegres pámpanos están ahorcados y aprisionados entre celosías de madera, para darles la forma arquitectónica que describió el compás; las fuentecillas pequeñas, ridículas, donde apenas se ve un chorrito como una sangría; los cuadros de césped y box, los arbolillos frutales, enanos y retijereteados, que los adornan, todo es tan simétrico, tan violento, tan diminuto, que más que deleita, angustia al que guste de ver la naturaleza en el bello desorden de su libertad. Los coches no entran en este paseo, ni hay capacidad bastante para ellos; van por el lado de tierra, entre el terraplén y la acera de casas que llaman Chiaia, hasta Possilipo, larga cordillera que en gran parte rodea a Nápoles y cierra la vista del golfo con dirección de Norte a Sur. Este monte es muy delicioso, desde su altura se ve a la izquierda la ciudad de Nápoles y su hermosa ribera; enfrente la Montaña de Soma, el Vesubio y las alegres poblaciones de su falda, el espacioso Puerto y la isla de Capri a la parte del Mediodía; todo él está lleno de casas de campo, donde en el rigor del estío gozan los poderosos fresco ambiente, frondosidad sombría, quietud suave. La parte de la costa que está a sus pies llamada Mergelina, célebre por los peces de que abunda, fue posesión del dulce Sannazaro que enamorado de aquel sitio deletoso decía:


    «O lieta piaggia, o solitaria valle,
o accolto monticel, che mi difendi
d'ardente sol con le tue ombrosse spalle.
O fresco e chiaro rivo, che discendi
nel verde prato tra fioriti sponde,  5
E dolce ad ascoltar mormorio rendi»



La casa de este poeta fue destruida por Filiberto, Príncipe de Orange, general de Carlos Quinto, ofensa bárbara que jamás le perdonarán las musas. Sannazaro edificó después sobre sus ruinas un convento de Padres servitas, con una iglesia dedicada al Parto de la Virgen; en dicho templo se ve su sepulcro, todo de mármol blanco, muy bien ejecutado. En la parte superior está el busto del poeta, debajo de él la urna que guarda sus cenizas, un bajorrelieve de sátiros y ninfas, en alusión a sus poesías bucólicas, y a los lados dos grandes estatuas de Apolo y Minerva, que [...]47 han querido transformar poniendo debajo de Apolo un letrero que dice David, y en la parte opuesta Judit. El epitafio que se ve en dicho sepulcro es del cardenal Bembo, y dice así:

D. O. M.


«Da sacro cineri flores; hic file Maroni
Sincerus, musa proximus, ut tumulo.
Vix. Ann. LXXII. A. D. MDXXX.»



No obstante, a pesar del conocido mérito de este poeta, algunos han dicho que Sannazaro está demasiado cerca de Virgilio.

En la misma montaña de Possilipo, a distancia de dos tiros de bala de este paraje, volviendo hacia la ciudad, está sobre la boca de la gruta de Puzol el sepulcro de Virgilio, si basta una tradición constante a creerle tal. Está dentro de una viña cercada, perteneciente al Duque de Pescolanciano; se va a él por sendas pendientes y torcidas, entre malezas incultas; y al verle, sólo se encuentran ruinas mal distintas, que afligen el ánimo y satisfacen poco la curiosidad. Parece que la fábrica se componía de dos cuerpos cuadrángulos de arquitectura, con una cúpula encima, plana en la parte superior, dentro se ve una pieza cuadrada, pequeña, cerrada en bóveda con nichos en las paredes; una puerta, con una ventana encima y dos troneras en el techo. Si es cierto que aquí se guardaron las cenizas del divino Marón, fuerza es lamentar los estragos del tiempo, y más que todo, la ignorancia de nuestros abuelos, que así dejó perecer este monumento respetable. Se dice que en lo interior de este sepulcro estaba la urna funeral, sostenida de nueve columnas de mármol, y que en ella se leía el dístico de «Mantua me genuit, Calabri rapuere...», así dicen haberlo visto Pedro de Estefano, que escribió sobre las iglesias de Nápoles en 1560, y Alfonso de Heredia, Obispo de Ariano citado por Capaccio Silio Itálico iba frecuentemente a venerar el túmulo de Virgilio, con la reverencia debida a un templo, compró el terreno en que estaba, y también la casa de campo de Cicerón, por lo que dijo Marcial:


    «Silius haec Magni celebrat monumenta Maronis,
jugera facundi qui Ciceronis habet.
Heredem, dominumque sui, tumulique larisque
non alium mallet nec Maro, nec Cicero»



La gruta de Puzol es una excavación hecha en el monte de Possilipo, que le atraviesa de una a otra parte, sirviendo de comunicación entre Puzol y Nápoles. El piso es llano y empedrado; su dirección recta, su anchura suficiente al tránsito de dos carros; tiene de alto a las dos extremidades unos cincuenta pies, por en medio es más baja, y de largo trescientas sesenta y tres toesas. Además de la luz que recibe por ambas bocas, tiene dos ventanas por la parte superior, que aunque la añaden poca claridad, sirven para dar al aire más corriente; toda esta obra está hecha a pico, sin otro artificio ni más pedazos de fábrica que los necesarios para igualar algunas hendiduras o quiebras. Si el día no es muy claro, hay en ella demasiada oscuridad, y los que van y vienen con carruajes gritan a la marina o a la montaña para avisarse recíprocamente unos a otros del lado a que deben inclinarse; las voces de los pasajeros y el ruido de las caballerías y las ruedas retumba en aquella oscura bóveda, y parece que va a caer la gran montaña que tiene encima. En medio de esta gruta hay una pequeña capilla, socavada igualmente en la piedra con una Virgencilla, una lámpara moribunda y un santero mugriento, pálido, de ásperas barbas, que parece un sacerdote de Hécate funesta [...]48. Se ignora el tiempo en que esta obra se hizo; unos la atribuyen a los habitantes de Cumas, y otros a un Marco Coccejo, que no se sabe quién fuese, baste decir que Séneca habla de ella, y se queja de su longitud, su oscuridad y el mucho polvo que había cuando la pasó viniendo de Bayas. Don Pedro de Toledo, Virrey de Nápoles en tiempo de Carlos Quinto, la redujo a la forma que hoy tiene, dando más anchura a las dos ventanas, nivelando el piso y empedrándole como las calles de la ciudad. El vulgo, que no se cansa en revolver historias, atribuyó esta obra a Virgilio, diciendo que la había hecho por encanto y un día, pasando por allí Roberto Rey de Nápoles, acompañado del Petrarca le preguntó lo que sentía de esta opinión vulgar, a lo que el poeta le respondió: «Non ho mai letto che Virgilio sia stato mago, e quelle che veggio intorno, sono vestigia di ferro, non orme di diavoli» Ni es ésta la única hechicería atribuida al cantor de Eneas; también se creyó antiguamente que un caballo de bronce, del cual se conserva todavía la cabeza en casa del Príncipe de Columbrano, en la calle del Seggio di Nido, o había sido fundido con artes y conjuros mágicos por aquel poeta, y que tenía especial virtud para curar las enfermedades de las caballerías, y el pueblo tenía de costumbre (como hoy sucede con San Antón) llevar a dar vueltas alrededor del caballo encantado todos los rocines y mulas y burros de la ciudad, esperando de la poderosa protección de Virgilio que los librase de muermo y torozón y postemas frías. Un arzobispo de Nápoles, no pudiendo sufrir esta bestialidad, mandó deshacer el caballo, y conservando la cabeza, empleó lo restante en una campana, que aún existe en la catedral. Si la gravedad de la historia no desdeñase la narración de estos hechos menudos, algo más sabríamos de las costumbres de las naciones y los extravíos ridículos de la razón humana.

En una de las eminencias que dominan la ciudad de Nápoles, a la parte del Norte, está el Palacio Real, llamado de Capo di Monte, obra empezada en tiempos de Carlos 3.º y aún no concluida. Lo que hay hecho ha costado sumas enormes, y es verisímil que esta fábrica no se acabe jamás; el arquitecto de ella fue un hombre intrépido y revoltoso, que sin haber saludado los principios del arte, pasó de un vuelo de herrador que era, a constructor de palacios; supo introducirse y embrollar y esto bastó para que, prefiriéndole a muchos buenos artífices, se le encargase la construcción de esta obra, por una de aquellas predilecciones absurdas que son tan frecuentes en las cortes, donde la charlatanería es un mérito, y no se conoce otra justicia que el favor. Así es que el tal palacio, en la parte que está concluida, anuncia demasiado la corta habilidad de su artífice sin proporción, sin ligereza, sin elegancia; todo es mazacote, extravagante y rudo; y la única expiación de haberle empezado, será no proseguirle. En él se ha colocado el Museo Farnese, que se compone de una buena colección de pinturas, y otra de antigüedades. Entre las pinturas, son muy estimadas la de Cristo muerto en el regazo de la Virgen, con algunos ángeles, de Aníbal Caracci. Una gran Venus del mismo autor, con varios amorcillos que la acompañan; me pareció la composición desanimada y fría, mal agrupadas las figuras, y un tono general de colorido falso y desagradable. Otro cuadro, del mismo autor, de Rinaldo y Armida. Una Santa Familia, de Schidone, y otro que llaman la Carità, grande obra del mismo artífice, muy estimable por los excelentes toques de luz. El naufragio de Ulises, gran cuadro de Guido Rheni; una Magdalena, del Guerchino; una Sacra Familia de Julio Romano, y, sobre todo, la famosa Danae del Tiziano, desnuda y en el acto de recibir a Júpiter transformado en lluvia de oro. Esta pintura es una de las mejores de aquel gran maestro; me pareció de una gran corrección y de tan bello colorido que parece la verdad misma. Acaso hubiera debido dar al rostro de Danae otra expresión; toda la figura anuncia aquella dulce languidez de una posesión tranquila, pero no el éxtasis de las primeras delicias de amor, ni mucho menos la tímida sorpresa de una virgen que recibe en sus brazos a Jove tonante. Hay algunas otras pinturas de mérito, de Bassan, Correggio, Marco de Siena, Pablo Veronés, y Lucas Jordán. En la colección de antigüedades hay bellísimos vasos etruscos, grandes y bien conservados, pinturas de corto mérito, halladas en la antigua Nola, un numeroso monetario de emperadores romanos de los de Oriente y de varias ciudades antiguas; estas monedas están colocadas al aire, dentro de unos círculos unidos, que forman unas listas, las cuales están encajadas en una especie de cajón, y desde afuera se vuelven por medio de un botón que tiene cada una, y así se ven las medallas por una y otra parte, sin sacarlas de donde están. Hay también varios camafeos antiguos, y una taza redonda de ágata oriental, de ocho pulgadas de diámetro y una pulgada y nueve líneas de profundidad, en lo interior hay un bajorrelieve sobre cuya explicación varían las opiniones. No es cosa de gran mérito, pero esta pieza, por su materia y su tamaño, es inapreciable. Entre varios objetos de historia natural, que no merecen nombre de colección, vi una enorme pieza de cristal de roca hermosísimo, que podrá tener tres cuartas de altura y otras tantas de diámetro.

Hay muchos y muy buenos templos en Nápoles, sin que por esto puedan compararse a los de Roma, enriquecidos con bellas pinturas de autores nacionales y extranjeros; artesones dorados en las techumbres, estucos y exquisitos mármoles que cubren su fábrica, altares, balaustres y pavimentos de piedras, multitud de labores de entalle en el suelo y en las paredes, profusión de adornos, más ricos tal vez que elegantes; la arquitectura, en general, recargada de ornatos, que destruyen la hermosa simplicidad de sus órdenes, y la dan un carácter profano y teatral, harto distante de la majestuosa sencillez que es propia del templo.

La piedad de los fieles ha enriquecido estos santuarios con preciosas dádivas, ornamentos, vasos sagrados, alhajas de crecido valor, donde compite con el precio de los metales y finísimas piedras de que se componen, la elegante forma que las dio la mano del artífice. De pocos años a esta parte, el Rey se ha apoderado de gran porción de estas riquezas, así en las iglesias de la Corte como en las de las provincias y acaso hubiera sido plausible determinación si hubiese motivado este despojo, si la nación, informada de los objetos útiles en que estas sumas debían emplearse, hubiera visto la buena administración de ellas, si al mismo tiempo que las aras del Señor se desnudaban de inútiles adornos, se saqueaban los bancos y fondos públicos, no hubiera crecido el lujo, la pompa vana y la escandalosa disipación en los palacios del príncipe; si cuando este lujo sagrado se suprimía, se hubieran fortificado los castillos, aumentado la marina, organizado el ejército, se hubieran suprimido las pensiones, se hubieran moderado los gastos de batidas, de las cuales una llega a setenta mil ducados, y las otras a treinta mil, repitiéndose anualmente con pródiga arbitrariedad estos excesos; y por último, si el viaje del Rey no hubiese empobrecido el erario y aumentado la deuda pública, habiendo derramado desde Nápoles a Viena los tesoros que depositó en sus manos la nación, para que con ellos la gobernase, la ilustrase, la enriqueciese y la hiciera formidable a sus enemigos.

La Catedral tiene una fachada gótica de mala figura; pero sus adornos, y los capiteles de las columnas, si así pueden llamarse, formados de grupos de flores, están hechos con mucha delicadeza y prolijidad. Lo interior de la iglesia me pareció muy mal, porque habiéndola querido poner a la moderna, ha resultado un embrollo monstruoso de proporciones y adornos entre gótico y griego, que no se puede tolerar. El techo está lleno de pinturas de Santafede, con molduras y compartimentos dorados, y en las paredes de la nave y crucero hay muchos cuadros de Jordán, representando varios santos patronos de Nápoles, fundadores, apóstoles... Los hay entre ellos de mucho mérito, corregidos en el diseño, y coloridos con la franqueza de pincel propia de aquel artífice. La Capilla de San Jenaro tiene una magnífica portada de piedra, con dos hermosas columnas de mármol negro; lo interior corresponde al ingreso. La decoración es corintia, con cuarenta y dos columnas de mármol; el entablamento es de estuco, y sobre él se levanta una gran cúpula de bella proporción, pintada por Lanfranco; las pechinas son obra de Dominiquino, buen dibujo, pero de un colorido flojo y monótono. Hay repartidas por la capilla diecinueve estatuas de bronce, que representan varios santos; éstas y las esculturas que adornan los siete altares me parecieron de corto mérito; no obstante, esta obra aunque recargada de adornos, con demasiada profusión, es grandiosa y rica. Detrás del altar mayor se conservan las dos garrafillas de la sangre de San Jenaro, que se liquida dos veces al año. El tesoro correspondiente a esta capilla, debido a la devoción que los napolitanos tienen al Santo, es inmenso. Entre varios sepulcros antiguos que hay en la iglesia, se ve el del rey Andrés, obra muy sencilla, la inscripción dice, hablando de este príncipe: «Joannae uxoris dolo et laqueo necato». Los críticos están divididos acerca de este suceso, unos dicen que la reina no le mató, y otros que hizo muy bien en matarle, en atención a que el tal Andrés era un badulaque tudesco, finchado, tonto, vinoso y aborrecido de todo el Reino. La pila bautismal de esta iglesia es un gran vaso antiguo, de piedra de toque, con las asas rotas, lleno de bajorrelieves, que representan atributos de Baco, tirsos, máscaras y guirnaldas de yedra. Es muy común ver en Italia, empleados en los usos más santos estos monumentos profanos del paganismo.

El convento de Santo Domenico Maggiore es la principal de las veintiocho casas que tiene en Nápoles esta religión. La iglesia es gótica, adornada con estucos modernos, cosa pesada y de mal gusto. Hay muchos sepulcros antiguos, y capillas propias de familias ilustres; en la de Pinelli hay un buen cuadro del Tiziano, que representa la Anunciación. En otra se venera el Crucifijo que habló a Santo Tomás, diciéndole: «Bene scripsisti de me Toma quam ergo mercedem accipies?» A lo que el Santo respondió: «[...]49 Non aliam nisi te ipsum» A los lados del altar mayor de esta capilla hay dos sepulcros de mucho mérito, así en las figuras como en los bajorrelieves y arabescos que los adornan. La sacristía es muy bella, con mármoles y oro y cajonería de maderas finas; en el techo hay pintada una gloria, obra estimable de Solimena. En esta sacristía se conservan los cuerpos de varios reyes de Nápoles y otros personajes ilustres, colocados en unos cofres de terciopelo, galoneados y adornados de escudos de armas, con varios atributos de coronas, cetros, espadas y bastones, y una serie de retratos que los representan; entre ellos está el famoso marqués de Pescara, Don Fernando Dávalos, su epitafio atribuido al Ariosto, me pareció muy ridículo, salvo siempre el dictamen de mi lector. Dice Así:

«¿Quis jacet hoc gelido sub marmore? Maximus ille Piscator, belli gloria, pacis honor.

¿Nunquid et hic pisces cepit? Non, Ergo quid? Urbes, Magnanimos Reges, Oppida, Regna, Duces.

¿Dic quibus haec cepit Piscator retibus? Alto Consilio, intrepido corde, alacrique manu.

¿Qui tantum rapuere Ducen? Duo numina, Mars, Mars.

¿Ut raperent quiscuam compulit? Invidia.

At nocuere nihil, vivit; nam fama superstes,

Quae martem et Mortem vincit et Invidiam.»



La Iglesia de San Felipe Neri tiene una buena fachada de mármoles, obra moderna, dividida en dos cuerpos, el inferior corintio, y el superior compuesto, con dos torres a los lados, dos estatuas de Moisés y Aarón sobre la portada, y otras dos de San Pedro y San Pablo a los extremos del edificio. La nave principal de esta iglesia está sostenida con doce hermosas columnas corintias de granito, de 24 palmos de altura, con capiteles de mármol de Carrara. Los altares, igualmente de mármol, son de muy buena arquitectura, y el mayor se compone de exquisitas piedras. Hay algunas pinturas al fresco de Solimena; una a los pies de la iglesia, por Jordán; gran composición, en que representó a Cristo echando a los mercaderes del templo, y en los altares hay un San Francisco, bella pintura de Guido Rheni; un San Alejo, de Pedro de Cortona; una Santa Teresa, del citado Jordán, un San Jerónimo, de Gessi. El techo de la iglesia es de estuco dorado, con bajorrelieves y adornos de lo mérito. En la sacristía se ven también algunas buenas pinturas. La biblioteca de esta casa es una de las mejores de Nápoles.

El gran convento de monjas de Santa Clara tiene una buena iglesia, en que se han hecho desaparecer la antigua construcción gótica a fuerza de adornos, de mármoles, oro, estucos y pinturas; el techo de este templo es justamente el más celebrado de Nápoles, pintado por Sebastián Conca. Esta iglesia, alegre, espaciosa, y enriquecida con multitud de ornatos, que producen una bella confusión, más parece un salón de baile magnífico que un templo de religiosas franciscanas, cuyo instituto anuncia sólo austeridad, pobreza y penitencia. Hay varios sepulcros antiguos de reyes y príncipes, y en una capilla está enterrado el Infante Don Felipe, hijo mayor de Carlos 3.º

La Trinitá Maggiore es una iglesia espaciosa y de bella proporción, de orden corintio, con multitud de mármoles que la adornan, y algunas buenas pinturas; entre ellas, un gran fresco de Solimena, sobre la entrada principal. En el Altar de San Ignacio, hay dos buenas estatuas de Cosimo Fanzago que representan a David y Jeremías; pero, como es ya costumbre que todo profeta debe tener larga y erizada barba, y éste, porque así lo quiso el artífice, está muy bien afeitado, parece una vieja, y no otra cosa, a lo cual contribuye no poco el tener cubierta la cabeza con parte del manto. Hay cierta rutina en las artes, de la cual no es fácil apartarse sin tropezar en graves inconvenientes.

La capilla de los príncipes de San Severo, inmediata al palacio de esta familia, puede considerarse como una galería de escultura, tantos son los sepulcros y estatuas que hay en ella, cuyo número no deja de producir confusión en un espacio tan reducido. La arquitectura de esta pequeña iglesia no es del mejor gusto; toda es de mármoles y de composiciones que los imitan, la bóveda está pintada al fresco, no sin pesadez y confusión. Hay muchos sepulcros de los señores de la familia de Sangro, príncipes de San Severo, y de sus mujeres, con estatuas del tamaño natural, donde hay algunas de mucho mérito. Hay una figura de la Modestia cubierta enteramente con un velo, obra de Antonio Corradini, de singular mérito, por haber sabido dar a las ropas que la cubren tan oportunos toques, que manifiestan el bello desnudo del cuerpo; pero me parece que el artífice se equivocó en dar a la figura una actitud atrevida y desembarazada, que destruye el fin que se propuso encubrirla. La Venus de Médicis, desnuda como está, es más honesta que la figura de que hablamos [...]50; cotejado su traje con su postura, más parece representar la hipocresía que la modestia. Hay otra estatua de un hombre metido en una red, haciendo esfuerzos para salir de ella; esta obra de mármol, como todas las demás y de una pieza es de la más prolija y difícil ejecución que puede verse, puesto que la mayor parte de la figura está trabajada por entre los claros de la red, no obstante, el primor de ella no corresponde a la imponderable paciencia del artífice. Lo que más se aprecia entre las esculturas de esta capilla, es un Cristo difunto, cubierto también con un velo, obra de Giuseppe San Martino, célebre artífice napolitano, muerto de poco tiempo a esta parte. Me pareció esta obra excelente en todas sus partes, el fingido velo de mármol parece transparente, y descubre a la vista el cadáver, que está debajo; se distinguen las facciones del rostro, los brazos, los pies yertos; en suma, todo el cuerpo desnudo, que, con el sudor de la muerte o suponiéndose una cierta humedad en el sitio en que se halla, o lo que es más verisímil, que el velo esté empapado en algún licor aromático se goza como si estuviera descubierto, engaña los sentidos, fingiendo en el mármol una docilidad y diafanidad que no tiene, y sin la menor violencia ni afectación reúne a un tiempo lo difícil con lo bello.

En la Iglesia de Monte Oliveto, gran convento de Padres Olivetanos, hay buenas obras de escultura, de Antonio Rosselino, Benedetto Marano, escultores de Florencia, como también de Juan de Nola y Girolamo Santacroce, todos ellos antiguos. En una Capilla hay varias figuras del tamaño natural que representan las tres Marías, San Juan, Josef y Nicodemus, colocadas alrededor de un Cristo muerto, son de barro cocido, los rostros muy bien hechos, el de Nicodemus es retrato de Juan Pontano, y el de Josef, de Jacobo Sannazaro. Hay pinturas de un Francisco Ruviales, español, discípulo de Polidoro de Caravaggio; una buena Asunción, de Bernardino Pinturicchio de Perugia, y otra de la Virgen con el Niño, de Fabricio Santafede.

Baste de iglesias, correrlas todas sería no acabar jamás. Cesaron ya las molestas lluvias del invierno; el tiempo serena, y si he de ir a la gran Roma, conviene que acabe primero las apuntaciones de Nápoles, las cuales no tendrían fin si hubiese de ir de altar en altar examinando santos y sufriendo llavazos de sacristanes. Hablemos de teatros y ve aquí una transición no menos violenta que las pasadas.

Hay en Nápoles seis teatros, el de San Carlos el del Fondo, el de Fiorentini, Teatro Nuovo, el de San Ferdinando y el de San Carlino, y, en ellos, ocho compañías de actores, cinco de operistas y tres de cómicos. En cuanto a bailarines, sólo había, cuando yo estuve, una compañía en el Teatro de San Carlos.

Este teatro está contiguo al Palacio y nada anuncia en lo exterior su magnificencia; tiene una portada pequeña de muy mal gusto, y una escalera espaciosa, por donde se sube al patio y a los primeros aposentos. Lo interior de la sala es grande y suntuoso; su forma la de una raqueta, y tal es la de los demás teatros, exceptuando el de San Carlino, el patio tiene setenta pies de largo y otros tantos en su mayor anchura. Desde el piso del patio al techo, igual distancia; el teatro tiene cincuenta pies de ancho, otro tanto de altura y ciento catorce de largo. Sobre la puerta que da enfrente del teatro está el aposento del Rey, no muy grande, pero bien adornado, con un gran dosel y tallas de oro; pero cuando asiste Su Majestad al espectáculo se coloca en un palco inmediato a la escena. La sala está dividida en seis pisos, y en ellos ciento ochenta y cinco palcos, capaces de contener cuatro personas de frente y cuatro, o seis, detrás y bastante espaciosos para poner una mesa y jugar, lo que sucede frecuentemente. Los ornatos de esta sala consisten en pabellones de talla, molduras y arandelas de oro, y una multitud de espejos colocados en el antepecho de los palcos y en los postes que los dividen; cuando se ilumina el teatro, llegan a 900 las gruesas bujías que arden en la sala, cuyas luces, repetidas por la multitud de espejos, oscureciendo la escena, hacen brillar el numeroso concurso que asiste; y producen bella confusión la variedad de los trajes y adornos y las piedras preciosas con que en tales ocasiones se adornan las damas. En los días ordinarios no hay luz en la sala, siendo suficiente la que despide el teatro mismo. En el patio, donde hay asientos para cerca de seiscientas personas, no entran mujeres, y esto mismo sucede en todos los demás teatros de Nápoles. En éste sólo se representan óperas heroicas, con bailes en el entreacto y al fin. La orquesta es numerosa y escogida; los actores regularmente de conocida habilidad en el canto, y por lo común de ninguna inteligencia en la declamación, no hay que pedir en ellos ni acción, ni gesto, ni decoro, ni propiedad en nada de lo que hacen, salen al teatro para cantar tres o cuatro piezas de música, no para otra cosa; todo lo demás lo descuidan enteramente. Los trajes son ricos, impropios e inconexos, inventados a lo que parece, por quien, ignorando absolutamente la historia y la fábula, ignora también las reglas de buen gusto y proporción. Disformes penachos, tan grandes como el héroe que los lleva. Jasón con calzones de terciopelo negro, medias de seda blanca, y sobre ellas el calzado griego, Medea peinada a la última moda, con vaquero y ahuecador y zapaticos de tacón; los romanos vestidos como los persas, y los armenios como los rusos; en suma, nada hallé en esta parte digna de alabanza.

Las nuevas decoraciones que vi hechas por el pintor Don Domenico Chelli, me parecieron pesadas, confusas, borrachas de colores, sin novedad ni gusto, y hablando en general, encontré en ellas la misma impropiedad que en los trajes, baste decir que en la ópera de Giasone e Medea, vi una decoración que representaba un gran pedazo de ciudad cuyos edificios todos eran góticos, distinguiéndose entre ellos una grande iglesia, que no parecía sino un antiguo monasterio de benedictinos. También vi en la misma pieza y en la de Elvira una escalera magnífica, pintada en el telón del foro, por la cual iban bajando varios personajes; éste a mi entender es un error imperdonable, las pinturas del teatro nunca deben representar cosa alguna que necesite movimiento y vida, porque no pudiendo dársela el pincel, destruye la ilusión teatral, lejos de aumentarla por tales medios.

En cuanto a las máquinas y su manejo, nada hallé en este gran teatro digno de alabanza, las mutaciones de escena se hacen con lentitud y poca limpieza. ¿Se ofrece poner una estatua en medio del teatro, un trono a un lado, unas escaleras, un peñasco?, todo esto se lleva a mano de una parte a otra dejando ver al público las piernas, las manos y aun la cabeza y el gorro del que lo conduce, para que no sospeche que aquello se hace por arte mágica, cuando se acerca una mutación de escena, el público lo advierte de antemano al ver que van despojando el teatro poco a poco de estas piezas sueltas, los tronos, los peñascos, las escaleras, todo desaparece antes que la decoración se mude. ¡Qué diferencia entre este teatro y el de la ópera de París, donde la decoración y la maquinaria habían llegado a lo más delicado y maravilloso del arte!

A estas impropiedades se añaden las que resultan de la distribución de papeles; ya se sabe que los héroes y semidioses del teatro italiano carecen de testículos. César, Pirro, Alexandro, Aníbal, Catón, Teseo, Hércules, domador de monstruos, todos expresan los afectos de sus terribles ánimos en tiple sutilísimo y agudo; a esta ridiculez se añade otra, nacida del mismo principio: como no todos los capones son aptos para desempeñar los primeros papeles, y es cosa establecida ya que no ha de tener asomos de virilidad ninguno de los héroes de la escena, acuden al expediente de vestir a las mujeres de hombres y éstas representan aquellos grandes personajes cuyo nombre no repite la historia sin admiración y terror. En la ópera de Giasone e Medea hacía el papel del atrevido Argos un capón llamado Correggi, el del Sumo Sacerdote otro capón llamado Falcucci y el del anciano Eta, Rey de la Cólchida, le hacía la señora Ana Davya de Bernucci. En la ópera intitulada Elvira sólo hay cinco papeles de hombres, los dos los hacían los caponcillos arriba citados, y los otros dos la Señora Davya y la Señora Luisa Negli, quedando sólo el tenor que no hablaba en falsetes, los demás guerreros feroces del drama, unos carecían de escroto y testes, y otros anunciaban en su rostro los efectos de la preñez o los de la menstruación. Durante el espectáculo, he visto constantemente los entre bastidores ocupados de mujercillas, muchachos, peluqueros, soldados y gentualla, que darían en tierra con la ilusión teatral, si alguna pudiesen producir dramas tan mal sostenidos en su ejecución; y los muchachos, descalzos de pie y pierna, atraviesan de un lado al otro inmediatos al foro, y juegan al escondite entre los árboles del monte Ida o al pie de las columnas que sostienen los pórticos soberbios del Capitolio. Como la escena es grande en demasía, todo parece en ella pequeño y diminuto, las estaturas colosales de los actores ingleses no serían bastante proporcionadas para aquel espacio, pues ¿qué figura harán Escipión o Aquiles con una estatura delicada y femenil de vara y media y una vocecilla ridícula de gato hambriento? El efecto principal de este teatro es su extensión; exceptuando las tres o cuatro primeras filas de asientos en el patio y los palcos más inmediatos a la escena, en los demás puestos nada se oye sino el estrépito de la orquesta. Así es tanta la distracción de los oyentes, ni el drama les interesa ni pueden oírle, tal vez al llegar un pedazo de música que ha gustado, procuran observar silencio, interrumpiendo el juego o la conversación, pero, vuelvo a repetirlo, nada se percibe en no estando muy inmediato al teatro, por más silencio que haya, apenas una quinta parte del concurso podrá oír las palabras de la declamación o el canto.

La compañía de bailarines es numerosa, con doce papeles principales, 24 figurantes y acompañamiento. Me pareció que había en ella sujetos de habilidad, considerando solamente la danza, pero en cuanto a la pantomima, lejos de poder competir ninguno de ellos con los que vi en París años pasados no me atreveré a compararlos con la Pelosini, la Favier, la Medina Viganò y algún otro de los que han bailado en Madrid.

En la temporada de invierno, que empezó el día de San Carlos y concluyó con el carnaval, sólo se echaron dos óperas en este teatro, ambas de autores vergonzantes, que no atreviéndose a imprimir su nombre, merecen elogio, ya que no por su habilidad, a lo menos por su modestia.

Giasone e Medea, Dramma per musica. Llega Jasón a Citea, capital de Colcos. Eta, su hija Medea y toda la Corte le reciben a la orilla del mar y a los cuatro primeros versos de la pieza, exclama Medea:


«Quale in sen mi sveglia, o cielo,
Quest' eroe novello ardor.»



Dice Jasón que va por el vellocino. Eta le recibe con muestras fingidas de amistad; Medea, que no sabe fingir, procura disuadirle de la empresa, y él no hace caso. Van luego al templo de Écate, donde Medea le declara las dificultades que ha de vencer para lograr la conquista del vellón. Jasón promete vencer los toros, el dragón y los guerreros que le guardan; Medea, en otra escena, estando presentes los Argonautas, le dice que desde el punto que le vio quedó enamorada de él; vuelve a instarle a que no emprenda tan difícil hazaña y le llama ingrato y «bene amato», él se obstina; y toda esta escena pasa delante del Gran Sacerdote, que está in disparte, sin que Medea haya reparado en él, concluyendo el acto con un dúo. En el segundo acto el Sacerdote, aunque no muy a tiempo, refiere al Rey que Jasón robó el vellocino, habiendo superado todos los peligros en virtud de cierto mágico licor con que Medea le bañó las armas. El Rey le dice que por qué no le dio aviso cuando era menester y el clérigo se disculpa muy mal, en fin, resuelve el airado padre sacrificar a la hija y dar muerte a todos los griegos; pero el poeta, repitiendo el sutil artificio del primer acto, hace que Calcíope, hermana de Medea (personaje inútil e insulso a no poder más) oiga in disparte toda la conversación bien que de este acecho nada resulta. Dispónese, pues, la celada para sorprender a Jasón y sus compañeros en el templo de Marte; pero estando en lo mejor de la función suenan truenos y se aparece entre relámpagos la sombra de Frixo, y dice, cantando, a Jasón que castigue al traidor, esto es, a Eta; y ambos responden a la Sombra en dueto, diciendo:


«Ahi qual barbaro momento
qual tormento e qual terror.»



Y esto dicho, la Sombra se vuelve a su escondite, y cada cual se va por su lado. Eta, lleno de miedo entrega el vellocino a Jasón por mano de Medea, sin que se sepa qué necesidad haya de que nadie se te dé, puesto que él le ha ganado por sus puños, y le ha robado del bosque en que estaba; en fin, se le dan; Jasón y Medea se dicen mil ternuras delante del anciano padre con todos los lugares comunes de frena quel pianto, ricordati di me, io sento mancare il mio valor, y partenza amara, y che fiero instante è questo... Vanse los Argonautas. Eta quiere sacrificar a su hija Medea, y, en efecto, llega el caso de que el Sacerdote se pone in atto di ferire; pero llega oportunamente el padre, detiene el golpe, pregunta si están ya dadas las órdenes convenientes para quemar aquella noche la nave de los Argonautas, le dicen que sí, y para echarlo a perder perdona a la hija, que finge arrepentimiento, y es tan majadero, que se fía de ella y la convida a que vaya con él a incendiar la dicha nave de Jasón; pero, como no es regular irse sin cantar alguna cosita, la dice gorjeando que incornincia a vacillar, como si no hubiese ya vacilado más de lo que era menester; la encarga que rasserene le pupille y se van todos. Eta y el Sumo Sacerdote, y un soldado que lleva una antorcha, salen de noche a ejecutar la difícil empresa, sin tropa que asegure el éxito, y sobre todo, sin haber dejado encerrada a Medea o habérsela llevado consigo, como antes había resuelto pero el tal Rey había perdido la cabeza y desde el principio del drama a su conclusión sólo piensa y hace disparates. Viene Medea y habla a oscuras con su padre, creyendo ser Jasón, y le avisa de lo que se dispone contra él; el padre se descubre y va a matarla, pero llega Jasón con todos los suyos, encadenan al Rey y se da una batalla entre los Argonautas y los de Colcos, que aunque vienen tarde, al fin vienen y quedan vencidos. Jasón y los suyos se embarcan, habiendo quitado las cadenas a Eta, che mostra darsi per vinto y concluye la pieza con un coro.

No hay para qué detenerse más en manifestar el desarreglo, las inconsecuencias, la ridiculez de una obra tan despreciable. La música era de Gaetano Andreozzi, maestro de capilla napolitano, y pareció bien.

La ópera intitulada Elvira es sin duda mucho mejor que ésta, sin que carezca por eso de muchas nulidades, pero tiene a lo menos una acción bien conducida, con movimiento y agitación trágica, y el estilo y sentencia no carecen de mérito, está dividida en tres actos, compuso la música el célebre Paisiello, y no agradó.

Nápoles es la escuela de la música y toda Italia reconoce esta superioridad. Porpora Vinci, Leo Scarlatti, Durante, Pergolese, Piccini, Sachini Jommelli y otros célebres maestros napolitanos que han florecido en este siglo, siendo admiración y ejemplo a toda la Europa, bastarían para inmortalizar la gloria de su patria en la excelencia de tan difícil arte. Ni los que hoy viven degeneran de sus grandes maestros, continuamente se publican en Nápoles obras estimables que, ocupando los teatros de Italia y los de las naciones extranjeras, manifiestan que en la ciudad de la sirena se estudia todavía la encantadora combinación del tiempo y los sonidos. Entre todos los maestros de capilla italianos que hoy existen y han compuesto obras para el teatro, la tercera parte de ellos son de Nápoles, y estos son precisamente los más estimados. Cimarosa, Paisiello, Tarchi, Tritto, Guglielmi, Andreozzi, Fioravanti y otros son ya tan conocidos en Europa, que sería inútil querer añadir honores a su fama. Pero ni Nápoles ni lo restante de Italia puede gloriarse de producir poetas dramáticos, cuyo mérito sea ni remotamente comparable al de sus músicos. Los empresarios son los dueños del teatro, y ellos se procuran las obras nuevas, que pagan a precio vil a los escritores hambrientos, que se las presentan a porfía. El gobierno mira con la mayor indiferencia este ramo de policía, de ilustración y concepto nacional; el Soberano mismo, que muchas veces se complace en asistir a los principales teatros de la Corte, no ha manifestado hasta ahora particular protección a las Musas, ni sus aplausos ni su aprobación a ciertos dramas indica demasiada inteligencia ni buen gusto en esta materia. Apostolo Zeno y el inmortal Metastasio enmudecieron ya casi del todo, y apenas algunos dramas de este último aparecen de tarde en tarde en alguna ciudad de provincia, y casi nunca en las Cortes de Italia, donde se apetecen cosas nuevas; y por más que sean disparatadas y absurdas se prefieren a las obras estimables de aquel gran poeta. Así es que la música tiraniza el teatro; la poesía, envilecida y esclava, se mira como una parte accesoria y de menos valor; los hombres de mérito no escriben, porque falta honor, premio, emulación que los anime, y en vez de Atilio Regulo, Tito y Adriano, sólo se ven obras como el Giasone, ni es posible, en tal abandono, esperarlas menos ridículas. Siendo, pues, la poesía la que sirve a la musica, esta arte, roto el límite en que debiera contenerla el poeta, no hallando en los dramas la imitación de la naturaleza, o despreciándola tal vez, se abandona al calor de la fantasía, que prefiere la novedad a la sencillez, lo maravilloso a lo verosímil, y a fuerza de talento y estudio produce monstruos.

Tienen razón los italianos cuando sostienen que la declamación teatral puede y debe sujetarse a los tiempos y sonidos músicos, tienen razón en apoyar esta doctrina con el ejemplo de los antiguos, las tragedias y comedias de Atenas y Roma se sujetaron, no hay duda, a las notas músicas; la declamación se acompañó con la voz de los instrumentos, y por este medio, sin poder llamarse canto, y siendo más que declamación natural, debió producir los efectos de una imitación bien hecha, esto es, de una imitación que embellece el original y no le desfigura, que añade expresión a la copia, y no destruye la verdad, y que a fuerza de arte aparenta ingenuidad y sencillez. Todo esto es verdad, pero viniendo a la práctica no hay una pieza, una sola, que puedan presentar para gloriarse de haber reducido a la práctica estos principios; la música italiana, llena de variedad, de pompa, de gracias, de ingeniosos atrevimientos, aplicada al teatro, es una brillante colección de inconsecuencias y desaciertos, insufrible a la razón, que examina las obras de las artes con la luz de la filosofía. Ya sea en el género cómico, ya en el heroico, todos los artificios de la música parecen dirigidos a destruir la ilusión teatral. ¿Cuándo se habrá podido creer que la verosimilitud no sea el alma de la imitación escénica? ¿Quién dudará que éste es el gran precepto que debe observarse, y que todos cuantos enseña la poética y la razón se comprenden en este sólo? ¿Y quién no conoce que la música moderna es diametralmente opuesta a los efectos que deberían esperarse de la observancia indispensable de tal principio? ¿Qué quiere decir aquel recitado monótono y fastidioso, aquellos preludios instrumentales, que enfrían y detienen el progreso de la acción en las situaciones más agitadas, aquella lentitud con que expresa el canto los afectos más vehementes, aquellas repeticiones fuera de sazón, donde apura la música todos sus esfuerzos, haciendo agudo lo que ha de ser grave, haciendo largo lo que ha de ser breve, renovando mil veces una misma idea, dando expresiones distintas y contrarias entre sí a un mismo afecto, amontonando conceptillos, retruécanos y repiqueteado de voces, en vez de expresar con sobriedad, vigor y sencillez las agitaciones del ánimo? ¿Qué importa que haya en tales pasajes variedad, novedad, osadía, invención si no hay asomo de verosimilitud en nada, si el músico destruye las fatigas del poeta, si toda la ilusión teatral desaparece al sonar la orquesta, y ella sola inutiliza los encantos de la perspectiva y las luces, la propiedad de los trajes y aparato, el estudio de la gesticulación, los grupos y actitudes, la composición de la fábula, la imitación de las pasiones humanas, la sentencia, el estilo y cuanto han podido producir las artes más seductoras para hacer verosímil la ficción dramática? Quizás llegará el día en que alguno de aquellos grandes hombres que el mundo produce de tarde en tarde, prescindiendo de la costumbre, de los ejemplos, de los principios establecidos, sepa levantarse sobre los demás, y dando a la música un nuevo carácter, la reconcilie con la naturaleza, de que hoy se aparta y reduzca a práctica lo que hasta ahora no ha pasado de mera especulación, pero, ¿cuándo llegará este día? La corrupción general de las artes no da lugar a creer que se verifique muy presto.

En el Teatro de Fiorentini se dan óperas bufas diariamente, y en los martes y viernes comedia, la sala es buena, con la misma distribución que en las demás, aposentos alrededor y bancos en el patio, buena orquesta, medianos cantores, malos cómicos exceptuando uno u otro de mérito, malas decoraciones y malísimas piezas.

El Teatro Nuovo cuasi de igual tamaño que el anterior, de mejor construcción, sirve también a otra compañía música, que da óperas bufas, y a la de cómicos establecida en el pequeño Teatro de San Carlino, que en los martes y viernes pasa a representar comedias en éste. Los cantores eran menos que medianos, los cómicos insufribles, las piezas de cantado y representación lo mismo que todas.

En el Teatro del Fondo hay una sola compañía de ópera bufa. Buena sala, y buena música instrumental, como en los anteriores. En el de San Ferdinando representan comedias o cantan óperas bufas alternativamente; ambas compañías eran malas. Buena orquesta, la sala del teatro, aunque más pequeña que las otras, construida con mucha elegancia y gusto; sobre la boca de la escena hay un reloj como en Milán.

El Teatro de San Carlino parece un cofre en tamaño y figura, chico, pobre, desaliñado y puerco, y más puercas aún las piezas y la compañía que en él representa, la cual, como ya se ha dicho, pasa los martes y viernes al Teatro Nuovo.

Las óperas bufas que se oyen en Nápoles tienen todo el mérito en la música, la composición poética es de lo más necio y extravagante que puede verse. Si no fuesen ya tan conocidas en España estas piezas, sería ocasión de hablar largamente de ellas, pero ¿quién, que haya estado en Madrid, en Barcelona, o Cádiz, no sabe ya que toda ópera bufa italiana es un conjunto de tonterías y desaciertos? El músico y los actores hacen de ellas lo que les parece, unas veces quitan las arias o piezas de música, otras las añaden, otras las alteran colocando en el primer acto las escenas del último, y llegan a desfigurarlas en términos, que el triste autor que las compuso no las conocería si las viese, lo peor es que los tales dramas no pierden nada por esta operación, y tan malos se quedan como se estaban. Otras veces, y esto sucede también con las óperas heroicas, echan sólo el primer acto, y dejan el segundo para ocho o diez días después, como lo vi en Florencia, y otras echan el tercero o segundo acto antes del primero, si hay algún gran personaje a quien obsequiar, haciéndole oír los pasajes más interesantes de la pieza, para que pueda irse antes a su casa, de suerte que tal vez se ve arder a Cartago y arrojarse Dido en las llamas, atravesado el pecho con la fatal espada de Eneas, y después aparece la misma Dido buena y sana, oyendo la embajada de Jarba y requebrando al hijo de Anchises. Esto, aunque no lo vi en Nápoles, sucede frecuentemente en Florencia.

Los que componen comedias no son ingenios menos desastrados que los que se dan a las óperas, escriben para comer, y escriben a pesar de Apolo y las Musas. Años ha que fue muy famoso en Nápoles un tal Cerlone, bordador, que fastidiándose de la aguja tomó la pluma y aturdió por mucho tiempo a esta gran corte con desatinados comediones, que corren impresos en varios tomos. Cuando yo estuve, hacía comedias un cómico asmático, hijo de Pulchinela, tan desgraciado en componer como en representar Goldoni, que, con todos sus defectos, es el mejor poeta dramático moderno de Italia, está ya casi desterrado de los teatros; los que tienen talento y disposición para escribir, no escriben y hacen bien.

Los bufos de las óperas hablan, por lo común, en lengua napolitana. En las comedias se han desterrado ya los personajes enmascarados que antes eran tan comunes, y sólo queda un resto de ellos en la compañía de Gian Cola, del Teatro de San Carlino, donde se ven frecuentemente el Señor Tartaglia, Brighella, Colombina y Pulcinella, personaje nacional, que nunca desampara aquella escena. Tartaglia es un viejo, vestido de negro, chupa larga, calzones anchos, una valona redonda, capa corta, sombrero de canal y grandes anteojos; este personaje, siempre es tartamudo, y de ahí le viene el nombre de Signor Tartaglia; siempre hace papel de padre, tío o tutor; le hacen frecuentes burlas, y podría compararse al vejete de nuestros antiguos entremeses. Brighella es otra máscara, de la cual se hablará cuando se trate de los teatros de Venecia, Colombina no tiene traje particular, es una criada que habla siempre napolitano; Pulcinella es un personaje rústico, que siempre hace papel de criado, habla en napolitano; su traje consiste en un gran camisón ceñido por la cintura, unos calzoncillos que le llegan hasta los pies, una media máscara negra con disforme nariz y un gorro de figura cónica, blanco.

Este rústico malicioso es la única máscara nacional de Nápoles. El que hacía este papel en el año de 1794 no carecía de mérito, excelente gesticulación en aquella parte del rostro que se le ve, movimientos ridículos, voz y expresión acomodada a su carácter, y bastante facilidad en añadir expresiones al diálogo según las circunstancias. Hacía reír mucho cuando se enamoraba de alguna alta princesa y se creía favorecido de ella, cuando expresaba el temor; cuando se encargaba de dar un recado y volvía a preguntar lo que le habían dicho, equivocándolo siempre, cuando, no entendiendo el toscano, se reía con desprecio del que le hablaba, persuadido de que el otro ignoraba el buen lenguaje, cuando se ponía a referir algún suceso de muchas circunstancias y empezaba a confundirse hasta que, por último, quitándose el gorro y haciendo un movimiento ridículo, cortaba la conversación, sin poder seguir adelante. Tales eran las verdaderas gracias de este actor; pero a éstas añadía mil chocarrerías indecentes, acciones puercas, expresiones y gestos, que en ningún otro teatro se sufrirían: taparse el culo con el gorro cuando alguno se le aproxima demasiado por detrás, soplar el culo a los demás, haciendo fuelle del gorro; quitar los piojos de una camisa desgarrada y echárselos al apuntador, o matarlos uno a uno sobre la mesa; alusiones continuas, ya escritas en su papel o ya añadidas por él mismo al culo, a los pedos, a cagar, cuernos, sodomía y otras de este género, no menos contrarias al decoro del público que a las buenas costumbres y a la modestia.

Véase la lista de las piezas que vi en Nápoles, desde primeros de noviembre del 93 a mediados de febrero del año siguiente, en los citados teatros.

Operas Bufas

Fiorentini: Le nozze inaspetate; Il matrimonio segreto: Aunque muy defectuosa, es la menos mala de cuantas he visto en Nápoles.

Teatro Nuovo: Le nozze in garbuglio: Muy mala, con dos bufos napolitanos.

Teatro dil Fondo: Le donne dispettosse: Con bufo napolitano; L'audacia fortunata: Muy mala, con bufo napolitano que dice en el acto 1.º para expresar el miedo que tiene:


«... Ah Solimano
schiaffeame si aggio torto; ma fra tanto
si non me faje mutà dar capo a piede
giuro al mio tremmolliccio, e lo vedrai,
che un orribile puzza soffrirai».



Teatro di San Ferdinando: La donna trapplliera: Embrollo ridículo, con disfraces extravagantes e inverosímiles. Bufo napolitano. Segundo bufo, viejo, ridículo, tonto, como es costumbre. Baja a una cueva, Charonte le lleva en la barca a los Campos Elisios, y allí, entre otras almas bienaventuradas, ve la de su mujer, con otras necedades no menos insufribles.

Todas estas óperas están impresas, el que guste de leerlas no dejará de divertirse.

Comedias

Fiorentini: Il cavaliere di buon gusto: de Goldoni.

La botega dil café: Ídem.

Viene la sera per tutti: Nueva, muy mala.

Mariti aprite gli occhi: Nueva, mala.

Presto o tardi tutto si scopre, ovvero: Nanci e Tolmin: Traducción literal de la Jacoba de Comella.

Federico Re di Prusia: Traducción literal de la de Comella. Muy aplaudida. Al Rey de Nápoles le gustó mucho y fue a verla varias veces.

Le gloriose geste del paladín Rinaldo: Nueva, en verso suelto, una u otra escena interesante, sin caracteres cómicos, ni vigor, ni turbulencia trágica, dista igualmente de uno y otro género, pero siempre muy superior a las demás.

Questa sera vi aspetto: Nueva, retazos mal colocados de moral predicable; caracteres inoportunos y mal sostenidos, desenlace tardo e inverosímil, personajes inútiles, alusiones obscenas. No gustó.

L'anglicismo d'Italia: Nueva, malísima.

La tedesca in Italia: Nueva, en verso alejandrino. Personajes inútiles, desunión en la fábula, ningún fin moral. La Tedesca, sin carácter decidido, hace reír cuando estropea el italiano. Aun con ser esta pieza bien mala, es de las mejores que vi.

Il sonnambulo: Nueva. Imitación de la pieza francesa Le somnambule. Pesadez en el diálogo, caracteres mal expresados, circunstancias inverosímiles en el desenlace.

Teatro Nuovo: Debe advertirse que las piezas que representa en este Teatro y el de San Carlino la compañía de Pulcinella son todas a cual peor, y siendo inútil detenerse en apuntar los despropósitos de cada una, haré sólo mención particular de algunas de ellas, conservando los títulos de todas.

El médico notturno con Pulcinella cieco e muto per la fame: Nueva. Hambre canina, chiquillos que piden pan, reo que van a ahorcar, exclamaciones, insultos a los caseros que piden el alquiler del cuarto. Todo por el estilo de Zabala, Comella y compañía.

Ricardo cuor di lione: Traducción de la pieza francesa del mismo título; sin música, y añadido el papel de Pulcinella.

Pulcinella protetto dalla fata Seraffineta: Nueva. Un gobernador de Taranto, celoso de Pulchinela, le manda arrojar al mar, hácenlo así, y aparece una ballena que se le traga vivo, esta ballena se transforma en un trono, donde aparece Pulchinela, reclinado en la falda de la fata Seraffineta, que le promete su protección, de donde resulta que Pulcinella hace varias burlas a todos, se hace invisible cuando quiere, los harta de palos..., con otras mil diabluras. Esta pieza sería comparable a Marta o Vayalarde, si fuese menos necia, menos extravagante y puerca. Las máquinas eran tales, que el famoso Avecilla no las haría peores. Gran concurso.

La viva sepolta: Nueva. Impresa.

Il convitato di pietra: Gran concurso. Es traducción de la del Maestro Tirso de Molina, tan desatinada e indecente como su original, pero más necia todavía, a causa de las tonterías y despropósitos de Pulcinella en los pesados episodios que la han añadido para hacer lucir a este personaje. Luego que la estatua y Don Juan desaparecen, se ve el Infierno con llamas y garfios y diablos, pintados con cuernos y colas y orejas largas, y el alma de Don Juan Tenorio en cueros, encadenada entre un grupo de demonios que le atormentan, él se queja de las penas que padece, pregunta cuándo se acabará aquello y el coro de diablos responde con voz lúgubre: mai, mai, mai y se acaba la comedia.

Teatro di San Carlino: La gara tra i servi con Pulcinella, senator romano.

L'Ebrea con Pulcinella, pittore e corriere straordinario.

L'huomo condannato prima di nascere con Pulcinella, rivale di Saturno: Sacada en gran parte de la Vida es sueño de Calderón.

Gian Cola, geloso: Sacada de George Dandin y Le Cocu imaginaire.

Pulcinella disposto a far bene et obbligato a far male.

L'inglese frenetico.

Pulcinella servitore de due padroni: Es la de Goldoni, sustituido el papel de Pulcinella al de Truffaldino.

Le due cantatrici.

Il disbarco degli Inglesi nel Canada con Pulcinella Re de Canadesi: Cosa intolerable.

L'azzardo con Pulcinella, disturbatore del serraglio di Algieri.

La nuova Aloise a Bordó, con Pulcinella, marito senza moglie.

La finta pazza con la famiglia spropositata di Pulcinella.

La dama demonio e la serva diabolo: Lo que hay en esta pieza de gracioso y natural está copiado de la Dama duende de Calderón; lo demás es insufrible.

La caduta del principe Taes con Pulcinella soldato de fortuna: Hadas, genios, dragones, vestidos, encantos, transformaciones, cosa horrenda.

Il Re a la caccia: Impresa.

L'Agá de Giannizzeri.

La strepitosa causa de Pulcinella, condannato per haber tre mogli: Traducción estropeada de La Folle journée de Beaumarchais.

Il diavolo maritato a Parigi con Pulcinella, spedito ambasciatore a Pluto: La misma que vi en Florencia, pero con más desatinos. Hablan en ella Belfagor, Plutón, Pulcinella, Proserpina, Colombina, Rhadamanto, el mago Zoroastes, el alma de un usurero, la de un abogado...

Amurate viceré d'Eggitto con Pulcinella spaventato... Il gran Bernardo del Carpio: Excede en extravagancias a la de Lope de Vega, intitulada Las mocedades de Bernardo del Carpio, de la cual está copiada en la mayor parte. Pulcinella es criado de Bernardo; el Sr. Tartaglia es alcaide del castillo de Luna. Esmeraldina sirve a la infanta Arlaja. Bernardo insulta delante del Rey al embajador moro, le da una puñada y le pone el pie en el pescuezo. Pulcinella, que se halla presente, hace lo mismo con otro moro principal, y además le rasca el culo con un rallo que lleva de prevención. Ya se supone que Alfonso el Casto y toda su Corte salen vestidos de militar. Los personajes hablan en verso o prosa, según les viene a cuento, como sucede en otras muchas piezas que he visto.

Ogni paso un pericolo, con Pulcinella furbo mal pratico: Es la comedia de Le Sage, Crispin rival de son maître, muy desfigurada.

Zemira e Azor: Traducción de la ópera francesa de este título, sin música, añadido el papel de Pulcinella.

Il disoluto punito, con Pulcinella, guerriero poltrone.

Il gran mago Aristone vinto dalla magia di Pulcinella: Estando Pulcinella para ser arcabuceado, sale de un sepulcro la sombra del rey de Tebas y le da una vara mágica, para que con este auxilio se oponga al mago Aristón, que trata de usurpar el reino. En efecto, cuantos encantos dispone el citado nigromante, otros tantos deshace Pulcinella que va invisible de una parte a otra, abrazando a las mujeres y apaleando a los hombres; atraviesa el mar, caballero en un delfín; convierte una casa en un coche de camino, un trono en una jaula, y un libro en un dragón, con estas habilidades no hay que admirar que restablezca en el trono de Tebas al sucesor legítimo, muy a satisfacción de Colombina y del señor Tartaglia, que también entran en este absurdo fabulón.

Cuanto è difficile guardare una donna: Es la misma fábula que la de No puede ser guardar una mujer de Moreto; con la añadidura de Pulcinella, que se finge caballero español y habla en castellano chapurrado. La Academia poética, la escena del sastre, la del retrato perdido, el accidente de Tarugo y el desenlace, todo está poco más o menos, como en su original, exceptuando las gracias de aquél.

La nobiltà in servitù, con Pulcinella, cavaliere spropositato: Malísima con algunos pasajes imitados de El Amo, criado, de Rojas.

Se parlo son pietra, con Pulcinella, asino immaginario: Un cierto rey, yendo a caza, mató un cuervo que estaba sobre un sepulcro. Este cuervo se transformó en una hermosa doncella, que aunque muy agradecida al rey por haberla desencantado, le anunció que aquella muerte del cuervo sería origen de grandes males a él y a su familia. Desde aquel punto el pobre rey vive sin descanso, agitado de ideas y visiones terribles. Su hermano Emilio, que había ido a correr el mundo para traerle una esposa que le aliviase en sus tristezas, vuelve trayendo consigo a una bella princesa, hija del Rey de Damasco, que la ha robado con astucias. Parécele muy bien al rey, y resuelve casarse con ella inmediatamente; pero hallándose solo Emilio se le aparece el rey de Damasco, que además de tener un genio maldito, es nigromante, y le dice, entre mil injurias, que en venganza del desafuero que se le ha hecho robándole a su hija, aquella noche, cuando el rey vaya a yogar con ella, un tremendo dragón le hará mil pedazos; y añade que si él intenta revelar este secreto, así que hable quedará convertido en piedra: de aquí resulta el enredo de la fábula. Emilio estorba por cuantos medios le ocurren el casamiento de su hermano; pero éste, creyendo que lo hace por estar enamorado de la princesa, se casa con ella a toda prisa, no obstante que al celebrarse en el templo la ceremonia se oscurece el cielo, suenan truenos, caen rayos y tiembla la tierra. Emilio siempre constante en su buen propósito, se introduce la noche de la boda en un cuarto inmediato a la alcoba de los novios; y al bajar por el aire la gran serpiente, empieza a darle cuchilladas, a cuyo estrépito sale el rey y toda la corte, el serpentón se escapa mal herido; el rey, ofendido en extremo contra su hermano, le condena a morir, y a Pulcinella, por unas cuantas majaderías que le dice, le manda sacar los ojos. Estando en la cárcel los dos reos, se aparece el rey Nigromante; encarga a Emilio nuevamente que no descubra el secreto, y a Pulcinella le promete que si algo dice de lo que acaba de oír, le convertirá en borrico. Vase el rey de Damasco, y viene el otro rey con todos los cortesanos. Emilio quisiera que Pulcinella declarase lo que hay en el caso; pero éste por el temor que tiene de quedar transformado en burro, guarda alto silencio. Emilio se determina a hablar; refiere los motivos que le han inducido a querer dilatar las bodas; declara la enemistad del rey mago, la venida del dragón, y cuanto hay en el asunto; pero al acabar su relación queda convertido en una estatua de mármol blanco. El rey se desespera; quiere matar a Pulcinella porque no habló, quiere morir al pie de la estatua, quiere matarse; pero el rey de Damasco se aparece otra vez, diciendo que, ya que no ha logrado, como quería, su venganza, le propone un medio de restituir la vida a su hermano: le da un puñal, dícele que con él mate a la princesa, su esposa, y al punto Emilio resucitará. El Rey no se determina a esta acción cruel; la Princesa llora y gime y enternece al bárbaro padre, el cual, tocando con la varilla de virtudes la estatua de Emilio le restituye su forma y vida; y hecho esto dice que detesta la magia y que de allí en adelante quiere ser hombre de bien y no hacer más diabluras; abrázanse todos y se acaba la función.

El viaje de Pozzuolli y Bayas, a corta distancia de Nápoles, es uno de los más interesantes para quien tenga alguna idea de la fábula y de la historia. Atravesando la gruta de Posilipo se halla un hermoso camino, que conduce a la ciudad de Puzol, dejando a la derecha, entre unos montes que le coronan el Lago de Agnano, y a su orilla la Grota del Cane, pequeña cueva abierta en la falda de un monte, donde muere cualquier animal que respira su aire mefítico, las luces se apagan, y corre la llama con dirección paralela al suelo, hasta que sale por la puerta de la gruta. A un tiro de fusil de este paraje están las Estufas de San Germán, que consiste en una casa con varias habitaciones pequeñas, llenas de vapor caliente y húmedo, que sale de la tierra y excita sudor abundante; las paredes de estas estancias están cubiertas de una costra de alumbre y azufre y materias salinas que trae consigo aquel vapor. Para darle salida hay en cada una de estas estufas un cañón en el techo, semejante al de una chimenea; los montes que rodean este lago son abundantes en caza.

Siguiendo el camino de Puzol sobre la orilla del mar, se ve a la izquierda la extremidad del monte de Posilipo, y a corta distancia la pequeña Isla de Nisita; a la derecha, subiendo una gran cuesta, se ve la solfatara, que no es otra cosa que la crátera de un volcán apagado, con una sola entrada. Una llanura de cerca de doscientas cincuenta toesas de largo, con menor anchura, de figura oval, rodeada de peñascos volcánicos, con pequeñas aberturas en ellos, que aún despiden calor, y algunas vapor espeso, entre el cual se ven llamas muchas veces durante la noche. Hay una, entre las demás, que arroja vapor sulfúreo en mucha abundancia, depositando en las rocas inmediatas gran cantidad de azufre, alumbre y sal amoniaco, que forman hermosos colores a la vista. Aproximándose a las hendiduras del monte por donde sale este humo, no puede resistirse el calor, y se oye dentro de las cavernas un ruido continuo, como el que formaría una gran porción de aire rarefacto saliendo por un conducto estrecho. Todo este paraje está compuesto de lavas ligeras, pómez, escorias y demás productos volcánicos, espongiosos y aptos a repetir el eco por su materia y la forma casi circular de la crátera, de manera que al tirar al suelo una piedra de diez o doce libras, produce un ruido semejante al de un cañonazo. Ésta es la antigua Phlegra, aquí fulminó Júpiter a los gigantes, hijos de la Tierra; aquí fue la desigual porfía; aquí cayeron precipitados entre los montes soberbios que levantaban para escalar el Empíreo; aquí fue el destrozo horrible; tronó airado el hijo de Saturno, y perecieron los rebeldes Titanes. Aún se ven las ruinas espantosas; las montañas quebrantadas y abiertas, las cenizas, el humo, el fuego mal extinguido, y el estruendo que se oye resonar en su concavidad profunda, nos acuerdan todavía la gran victoria. En Puzol, distante una milla de este sitio, se ve un resto del templo dedicado a Augusto, sobre cuyas ruinas se edificó después la Catedral. En una plazuela hay un pedestal, que parece haber servido a una estatua de Tiberio, según lo manifiesta la inscripción; monumento costeado por catorce ciudades del Asia Menor, cuyas figuras están esculpidas, en bajorrelieve, alrededor de dicho pedestal que aunque ya muy estropeadas, se ve en ellas grande estudio de ropajes y actitudes; debajo de cada una está grabado su nombre; los que pueden leerse son: Tenia, Magnesia, Filadelfia, Tmolus, Éfeso, Lemnos, Myrina, Apollonidea, Cesaria y Cybira.

Las ruinas del templo de Júpiter Sérapis son uno de los bellos monumentos que allí existen, aunque muy destruido, y mal conservado por su poseedor. Todo él estaba revestido de mármoles, y se han hallado estatuas y urnas de excelente labor; su forma es cuadrangular, en medio se levanta un piso circular, donde se conoce que hubo una rotunda sostenida por columnas alrededor, por la parte de adentro se ven todavía cuarenta y dos estancias cuadradas, pequeñas, en cuyas paredes se ven todavía pedazos de mármol de que estaban cubiertas; en el ingreso quedan en pie tres hermosas columnas de mármol cipolino, lisas de cuatro pies y medio de diámetro. Todo anuncia la magnificencia y gusto de esta obra; y en cuanto a su objeto, me parece más probable la opinión de los que creen haber sido el templo que Diocleciano dedicó a las Ninfas. Las piezas cuadradas que hay en él no parecen habitaciones de los ministros del santuario, sino pequeños oratorios, en cada uno de los cuales estaría quizás la estatua de una ninfa. En un gran pedazo de mármol se ven todavía varias labores formadas de pámpanos enlazados, y entre ellos cabezas de perros. Por otra parte, no se halla cosa alguna que tenga relación con Júpiter. Dícese que en el Templo de las Ninfas había una fuente, y éste está todo encharcado con el agua que se derrama de cañerías rotas y destruidas que hay en él. Las columnas de que he hecho mención están taladradas por animales marinos, lo cual supone que en otro tiempo el mar cubrió la mayor parte de aquel edificio, habiéndose retirado después; esta diferencia de nivel es muy grande; sin embargo los agujeros de las columnas no permiten dudar la certeza del hecho. Siguiendo la costa que está a la extremidad del Golfo de Puzol, se dejan a la derecha unas ruinas pequeñas y confusas de la casa de Cicerón, que él llamó Academia, y no lejos de allí estuvieron los huertos de Cluvio, de Pilio y Léntulo; hoy nada existe. Más adelante se ve una montaña de más de trescientos pies de altura, llamado Monte Nuovo que salió de la tierra en 19 de septiembre de 1538, con grande estremecimiento y ruido, y erupciones de fuego, piedras y cenizas, sepultando enteramente el lugar de Tripérgola; en su cima se ve una gran profundidad, de cerca de una milla de circunferencia, y en muchas partes del monte se percibe todavía calor y olor sulfúreo.

A poca distancia de él, caminando por una estrecha senda, se baja al Lago Averno, rodeado de montañas por todas partes, que en verano, heridas del sol, despiden ardor insufrible. Esta circunstancia, y la de estar antiguamente estas alturas coronadas de espeso bosque, junto a las exhalaciones sulfúreas que todo aquel terreno despide, pudo contribuir a hacerle inhabitable y horrible, donde, según los historiadores y poetas, ni hombres ni animales podían existir. Las aguas del lago carecían de peces; las aves que atravesaban por el aire caían muertas; todo el recinto, solitario, contagioso, infernal anunciaba los horrores de la muerte. Agripa, y después Augusto, hicieron arrasar los bosques, a cuya densa espesura, que interrumpía el curso del aire, se atribuyó lo malsano del sitio; hoy se pescan en el Averno peces sabrosos, las aves anidan en sus riberas, y cantan alegres, y el labrador ve en sus colinas ondear las mieses y ceder con el peso del fruto los alegres pámpanos. A la parte oriental del Averno hay una estrecha boca, por donde se entra a la gruta de la Sibila, excavación subterránea semejante a la de Posilipo, por donde se dice que la Sibila Cumana pasaba desde aquella ciudad a hacer sus conjuros en este lago; a pocos pasos de su entrada se halla la habitación de la Sibila. Bajamos a ella llevando en las manos hachas de pez, conducidos por unos hombres que nos llevaron a cuestas. Un callejón torcido, estrecho, ahumado, tenebroso y húmedo, da entrada a unas estancias subterráneas pequeñas, con media vara de agua que cubre el suelo; se ven adornos de estuco en ellas y algunos restos de mosaicos; dos baños de piedra, puertas y galerías cegadas ya con la tierra y piedras que han caído del monte que cubre aquella habitación espantosa. Si la Sibila invocaba en ella los Manes, o daba desde aquellos senos profundos equívocas respuestas, no es de admirar que la fantasía acalorada con las ideas de religión y conturbada con el terror que tal lugar inspira, creyese mirar presentes los senos del abismo, oyese crujir las ruedas y máquinas de sus tormentos, bramar los monstruos y viese vagar sin descanso las sombras pálidas y sacudir sus antorchas las implacables furias, ceñida su frente de irritadas víboras.

Saliendo otra vez de aquel sitio y caminando por la gruta hacia el Sur, se sale cerca del Lago Lucrino, tan celebrado por sus ostras, que hoy día es muy pequeño. Habiendo quedado cegada y seca la mayor parte de él con la erupción del Monte Nuevo, de que se ha hecho mención, tiene comunicación con el mar, y está cerrado con tapias para la pesca del Rey; cerca de él estuvo el puerto Julio, pero ya nada existe. Dando la vuelta por aquella parte hacia el lado occidental del Golfo de Puzol, se ven las ruinas de lo que llaman Baños de Nerón, donde hay una gran sala, en bóveda, con varios compartimentos de estuco, y en ellos bajorrelieves entre los cuales se distingue aún el robo de Europa. Las estufas de Tritoli consisten en un edificio subterráneo lleno de vapor húmedo y caliente, semejante al que se ve en las de San Germán, fueron muy célebres en la Antigüedad, y hoy día acuden con frecuencia los enfermos a procurarse en ellas el sudor que, según dicen, es muy a propósito para varias dolencias. En la parte de donde procede este vapor se halla una agua salada y caliente como si acabase de cocer, donde se endurecen huevos en pocos minutos. Toda la Costa de Bayas fue en otros tiempos un país de delicias, de opulencia y lujo, la bondad del clima, la fertilidad del suelo, la abundancia de aguas minerales que por todo aquel terreno se encuentran, hizo que en los felices tiempos de Roma si pueden llamarse felices aquellos en que, dejando de ser virtuosa y pobre, fue viciosa y opulenta, las ciudades de Cumas, Bauli, Bayas y Puzol fuesen frecuentadas de los más poderosos, que las adornaron con edificios soberbios, derramando en ellas los tesoros del mundo oprimido. Ya no existen ni los palacios, ni los baños deliciosos, ni los templos, ni los jardines, ni los sepulcros; las ciudades populosas desaparecieron; todo es destrozo y ruinas; las higueras y tenaces yedras y ásperos arbustos crecen entre los mármoles quebrantados de tantos desplomados edificios; sobre los restos del Sepulcro de Agripina se ven chozas humildes; el Templo de Diana y el de Venus Genitrix apenas conservan lo que basta para inferir su forma y su grandeza; en el primero se ve un pedazo de la gran cúpula que le cubría, y en unas estancias inmediatas al segundo quedan todavía bóvedas de estuco en compartimentos, con muchas figuras de bajorrelieve, cuyas formas y actitudes anuncian haber sido aquel paraje dedicado a la madre de Amor.

El Templo de Mercurio, mejor conservado que los anteriores, consiste en una rotonda de bella proporción, muy semejante a la de Roma, con gran tronera circular en medio de la cúpula, para dar luz; el suelo y las paredes están cubiertas de plantas silvestres, que ofrecen a la vista formas pintorescas. A la parte de poniente, caminando hacia el sitio en que estuvo Cumas, se halla el Acheronte, y siguiendo la costa del Golfo de Puzol, sobre una altura, se ve el Castillo de Bayas y su pequeño y seguro puerto; más adelante, las ruinas del Templo de Hércules, ya rodeadas del mar por todas partes; allí se dice que murió Agripina, asesinada por orden de su hijo. Por toda esta costa estuvieron los palacios de Pompeyo, los de Julio César, Mario, el facundo Hortensio, Julia Mammea, Pisón y los del voluptuoso Lúcullo, en los cuales murió Tiberio; el mar rompe sus ondas con estruendo, en las ruinas dispersas que coronan su orilla, y los peces, mudos, desovan en las estancias de tantos trastornados alcázares.

Donde estuvo la ciudad de Bauli hay un lugarcillo pequeño y pobre, lo que llaman «Mercato dil Sabato», parece haber sido sepulcros, los muchos vasos cinerarios que se han hallado en aquel paraje lo confirman. Cerca de allí están los Campos Eliseos, terreno de corta extensión a orillas del mar, con viñas, país desierto, donde en el estío los vapores de agua encharcada esparcen contagio y muerte. La gran cisterna que llaman Piscina Mirabile, es un edificio subterráneo, digno de la grandeza romana, destinado, según parece, a conservar el agua para la armada naval del Puerto de Miseno; está sostenida esta fábrica por cuarenta y ocho postes de grande altura; en el techo se ven las troneras por donde sacaban el agua. Las gentes del país arrancan pedazos de sus paredes, que se labran en Nápoles, y tienen la dureza y brillantez del mármol. Más adelante hay otro edificio semejante a éste, pero con grandes callejones, que parece tuvieron comunicación con el mar. Llaman a esto «Le Cento Camerelle»; se ignora el destino que tuvo en su origen; unos quieren que fuese cárcel, otros almacén. Subiendo a una pequeña altura que está inmediata, se ve a lo lejos el Vesubio y Soma, que levantan sus ásperas puntas; detrás de la fértil Cordillera de Posilipo, Caprea y la pequeña Nisita, el Golfo de Puzol, la ciudad y el antiguo muelle que equivocadamente llaman de Calígula, cuyos restos bate el mar; al Norte, el Lago Lucrino, el Monte Nuevo, el Monte Barbaro, celebrado por sus vinos, el alto Castillo de Bayas; y al Mediodía, el promontorio de Myseno, quedando a la derecha, en mayor distancia, la pequeña Isla de Procida y la de Ischia, peñascosa, llena de volcanes destruidos y abundante en minas.

Hay en Nápoles una célebre cartuja, dedicada a San Martín, sobre un monte que domina la ciudad, e inmediata al Castillo de San Telmo, parece que las bellas artes han enriquecido a porfía la iglesia y el convento, donde se admiran más de cien cuadros del célebre español José de Ribera. La fábrica y forma exterior de este monasterio nada tiene de regular; la iglesia está adornada por el gusto moderno, toda de mármoles, y el pavimento de graciosas labores de la misma materia, los capiteles de las pilastras me parecieron pesados y de muy mal gusto. El techo está pintado por Lanfranco, como también un Crucifijo en el coro, todo ello me pareció de un tono de color poco agradable. Los cuadros de mayor mérito que hay en esta iglesia son de Ribera; Moisés y Elías a los lados de la puerta principal, y doce profetas en los entre arcos de las capillas. En el coro hay cinco grandes pinturas, una de ellas del citado autor, otra que representa el Nacimiento, de Guido Rheni, gracia y exactitud de dibujo, buenas cabezas, colorido flojo y monótono que hace creíble la opinión de que el autor no dio a esta obra la última mano, los tres cuadros restantes me parecieron mal, por el tono oscuro de color que domina en ellos; lo mismo puede decirse de otros dos más pequeños de Solimena, que hay en una de las capillas. Yo creo que el estudio de las luces y el colorido en la pintura equivalen al estilo y dicción poética; de nada sirve un buen plan, lleno de invención y corrección, si le acompaña un estilo duro y tenebroso como el de Villamediana y Silveira. La sacristía parece un exquisito gabinete, tal es la multitud, delicadeza y buen gusto de sus adornos; hay en ella muy buenas pinturas de Josef de Arpino, un fresco de Jordán que representa el triunfo de Judit, y otros asuntos del Viejo Testamento, y en un altar, el célebre cuadro de Ribera, en que pintó a Jesucristo muerto, la Virgen, San Juan, la Magdalena y algunos ángeles. Esta obra es una de las más estimadas de aquel artífice, diseño, colorido, y expresión, todo es admirable en ella. La vista que se goza desde un pequeño belvedere de este convento es inapreciable, toda la ciudad de Nápoles que está a los pies del Monte Posilipo, a la derecha; los Montes de Tifata, Soma y Vesubio, a la izquierda; Caprea enfrente, y en medio el Golfo.




ArribaAbajoViaje a Italia 5.º

Nápoles, Roma, Florencia, Bolonia


La Academia de Ciencias y Bellas Letras de Nápoles, fundada muchos años ha por el Rey actual, no existe sino en la Guía de Forasteros, sus estatutos me parecieron muy mal, sin claridad, sin orden, sin tocar aquellas máximas fundamentales en que estriba la solidez y utilidad de tales establecimientos. El Mayordomo Mayor del Rey es presidente nato de esta Academia; los mayordomos de semana, los consejeros y presidentes de los tribunales, son académicos de ella en virtud de sus empleos, para lo cual es menester haber supuesto una de dos cosas, o que la sabiduría va siempre indispensablemente unida a las pelucas, a las togas, a las golillas, cruces y uniformes, o que basta que los individuos de tales cuerpos sean ilustres por su nacimiento o su fortuna, y no por su mérito literario. Así es que hasta ahora, únicamente en fuerza de la actividad del secretario de ella, Don Pedro Napoli Signorelli, sólo se ha publicado un tomo de sus memorias pero de nada sirve el celo de un individuo para organizar un cuerpo que por instantes se arruina, no hay libros, no hay instrumentos, no se celebran juntas, no se observa orden ni método en nada. El Príncipe de Belmonte fachendeó duramente su presidencia, y tuvo el arte de no hacer cosa buena, ni consentir que otros la hiciesen. Su sucesor, el Marqués del Vasto, prometió grandes cosas; pero hay motivos de creer, según lo que después se ha visto, que el letargo en que yace la tal Academia durará por mucho tiempo todavía.

En Nápoles, como en todas partes, abundan los versificadores, y son muy escasos los buenos poetas. Don Luigi Serio, poeta de la Corte, el abate Pazziani, el canónigo Silva y algún otro escribían, cuando yo estuve, por el género iriartino. Matei, traductor de los Salmos, le hallé muy desacreditado entre las gentes de buen gusto.

Los macarrones de Nápoles son famosos en Italia y Europa; las guitarras que se hacen, muy buenas y baratas, y las cuerdas de instrumentos, de pocos años a esta parte se ha adelantado el arte de hacer coches, en términos que pueden los de Nápoles competir con los mejores de cualquiera otra parte, ya sea por su ligereza y gracia en el diseño, ya por el buen gusto en la pintura y adornos o por sus hermosos charoles. En esta ciudad se hacen unos coches de cuatro asientos que llaman canestra, que, siendo perfectamente cerrados como los comunes, se abren con mucha prontitud cuando es necesario, y quedan sin lados ni techos, formando poco más o menos, la figura de un barco; y esto hace que sean muy cómodos para viajar en cualquier tiempo; los caballos de coche que se usan en Nápoles son casi todos muy pequeños, pero de gran resistencia; muchos de ellos son hermosísimos, y los que ponen en los calesines, muy corredores. En cuanto a golosinas, puede esta ciudad competir con la más regalona de Europa; sus diabolines, pistaches y demás drogas aptas a despertar la Venus dormida son excelentes, sus sorbetes, de lo más delicioso y sus pasteles y empanadas dulces, que pasan de las delicadas y virginales manos de las monjitas a las voluptuosas mesas de los poderosos, vivirán eternamente impresas en mi memoria.

Si es posible reconocer un tipo nacional de formas en una Corte situada a orillas del mar, y dominada sucesivamente por naciones distintas, yo diría que los napolitanos son de más que mediana estatura, delgados, de color trigueño, rostro prolongado, frente espaciosa, cejas pobladas, ojos pardos, nariz larga y corva, boca grande, labios gruesos; son de ingenio sutil, muy habladores, de carácter alegre y burlón. Sus mentiras, su perfidia, su holgazanería, su credulidad religiosa, sus venganzas aleves, y en suma, los demás vicios que en ellos se notan, lejos de atribuirlos a causas físicas pienso que dimanen únicamente del gobierno y la educación.

5 de Marzo de 94. Salgo de Nápoles a la una y media de la tarde en posta; y siguiendo el mismo camino que traje, sin detenernos en parte alguna, llegamos a Roma el día siguiente a las cinco y media de la tarde; importó el viaje 15 duros, mitad del coste total.

Al entrar en esta ciudad, viniendo de Nápoles se observa desde luego la enorme diferencia que existe entre el número de habitantes de las dos, puesto que en 93 dícese que los de Roma llegaban sólo a 165316. La circunferencia de sus muros es la misma poco más o menos que tenía en tiempo de Aureliano, el cual la cercó y fortificó, por temor de los bárbaros que amenazaban ya con irrupciones a aquella capital del imperio; y si parece imposible que en la citada circunferencia cupiesen tantos habitantes como tuvo esta ciudad en los tiempos de su grandeza, debe considerarse que la parte que rodeaban sus muros no era más que una pequeña porción del todo, puesto que algunos creen que llegaba desde Otricoli al mar; lo cierto es que Tívoli, Palestrina, Albano y el Puerto de Ostia formaban parte de ella, y todo era necesario para la inmensa población que tuvo. Tácito dice que en tiempo de Claudio se contaban seis millones novecientos cuarenta y cuatro mil ciudadanos. Hoy día no sólo está contenida dentro de los citados muros, sino que en este recinto hay muchos pedazos desiertos, y ya son llanuras cubiertas de hierba, huertas y viñas, lo que en otro tiempo era la parte más habitada de la ciudad. Esto se ve particularmente hacia el lado del Sur y el de Oriente, en las inmediaciones del Coliseo, San Juan de Letrán, Santa María Mayor, la Cartuja y Villa Albani, donde hay espacios dilatados en que sólo se ven tapias, casas de campo y algunas iglesias. La parte más poblada de la ciudad es la que está entre la Puerta del Popolo, Plaza de España, el Campidoglio y el Tybre y al otro lado del río, las cercanías del Vaticano y parte del antiguo Janículo. Esta extensión sería capaz, no obstante, de contener una triplicada población, pero toda está llena de grandes templos, conventos, colegios y palacios, que, ocupando mucho terreno, sirven de morada a muy pocas personas. Estos grandes edificios dan a la ciudad un aire de magnificencia que no se halla en otras y es menester confesar que si tal vez la moderna Roma no anuncia en ellos aquel gusto y delicadeza griega, aquella hermosa y rica sencillez que tanto se admira en los antiguos, no ha perdido del todo el carácter grandioso, que es tan necesario a unas obras dedicadas a los poderosos de la tierra o a la misma Divinidad. Pero este carácter, consideradas con atención las fábricas modernas, más existe en las dimensiones que en las formas, debiendo ser al contrario, los modernos con mayores medios, producen efectos menores.

Además de estas grandes fábricas, adornan mucho a Roma sus fuentes, sus columnas y obeliscos, todos ellos situados ventajosamente, o en grande altura, o en sitios desembarazados y espaciosos. Las calles son, en general, bastante rectas y anchas, bien empedradas, y llano el terreno, exceptuando una u otra altura, como, por ejemplo, la subida del Monte Quirinal. Hay poca limpieza en calles y plazas, y en las noches que no hay luna, toda la ciudad yace en oscura tiniebla. Es muy notable la falta que hay en ella de paseos públicos; Campo Vacino y los altos de Santa María y San Juan de Letrán no son más que descampados tristes, donde sólo se ven grandes iglesias o grandes ruinas; el Paseo de los Coches, fuera de la Puerta del Popolo, es un callejón estrecho, con tapias a los lados, donde no hay un solo objeto agradable a la vista; y a no apartarse mucho de la ciudad, no se gozan las orillas del Tybre. El único recreo que tiene la gente de a pie son los dos jardines llamados Villa Médici y Villa Borghese, ambos situados a un extremo de Roma, y sólo frecuentados de los que viven en sus cercanías. El concurso que asiste a ellos nunca es correspondiente a la población, puesto que la vanidad ha llegado a tal extremo en Roma, que se considera como mujer vulgar a la que se pasea por la tarde a pie, y hay clases enteras a quienes condena esta ridícula opinión a estarse en casa en los días más hermosos.

La pasión del coche es una de las más vehementes en las mujeres romanas. Las Lucrecias más castas, si hay alguna, [...]51 no resisten a un coche de cuatro asientos. Así es que, como no hay dinero para tanto, los paseos de Roma se componen de la primera o la ínfima clase; la primera en coche, y la segunda a pie, los que no pertenecen a ninguna de las dos están condenados a clausura violenta. Por la mañana es permitido a hombres y mujeres, de cualquier condición que fueren, usar de sus piernas; por la tarde hay prohibición absoluta, so pena de confundirse con la gente ordinaria. Hay en Roma mucha vanidad y mucha miseria, mucha hipocresía y muchos vicios, la corrupción de costumbres que en ella se nota es consecuencia necesaria del sistema de su Gobierno. Un Estado que debe su existencia al prestigio de la opinión y no a sus fuerzas intrínsecas necesariamente ha de haber adoptado por apoyos de la política la [...]52

Entre los varios estados que dividen la Europa, unos cultivan en paz su terreno fértil, otros deben su existencia a las artes mercantiles que ejercitan, otros cubren el mar de naves, y traen de la más ignorada parte del mundo los frutos, necesarios ya para satisfacer nuestro lujo y disipación; otros, dueños de metales preciosos, adquieren por ellos cuanto les falta y otros pelean y vencen [...]53. Como su gobierno es electivo y nadie ocupa la Silla Pontificia que pueda prometerse en una edad decrépita por lo común largo reinado. Todo sistema de prosperidad pública que necesite constancia y tiempo, o no se adopta, o si se emprende, se malogra o se inutiliza. El grande objeto de un Pontífice es el de enriquecer a sus parientes, ilustrar su casa, y como esto si se ha de hacer debe hacerse pronto, no puede verificarse sino por medios injustos, violentos, contrarios al bien común. De aquí nacen las usurpaciones, los monopolios, el aborrecido nepotismo que, produciendo todos los días fortunas rápidas y escandalosas, aumenta la desigualdad funesta, la opresión y miseria del pueblo y el insolente orgullo de sus tiranos. Todo es eclesiástico y religioso en esta corte del orbe cristiano, el Pontífice, sus cardenales, los ministros, las secretarías, los magistrados, los legistas, los varios ramos de administración pública, las escuelas públicas, las congregaciones y colegios, en suma los individuos y los cuerpos de alguna consideración, todo es eclesiástico, la tonsura es la única senda que conduce a la fortuna y al honor [...]54. Éste es sobre todo el gran principio de corrupción, que obra indistintamente en las clases más elevadas y en las más humildes del estado. Difícilmente se hallarán en otra parte cabrones de mayor mansedumbre, esposas más suaves y fáciles, doncellas menos hurañas; cualquier extranjero que se introduzca un poco en Roma, sabe al instante una multitud de anécdotas curiosas y alegres sobre esta materia, [¿por qué el príncipe tal no ha ido con su mujer a la vileggiatura?, porque al ir ella se encontró casualmente con monseñor Fulano ¿por qué uno y otro se han detenido más tiempo del que al principio se creyó? [...]55 ha habido entre el Arcediano tal y la duquesita, ¿por qué ésta le ha dado por sucesor al Cardenal Hontina?, y no al vicelegado de tal parte, que la había cortejado por tanto tiempo y había gastado tantos escudos en ella. ¿Qué ocupación de mujer es la florentina?, que tan a menudo visita el Deán de tal iglesia, después que[...] con la [...], por celos que tuvo del ministro de Nápoles. ¿De quién son los hijos del conde [...] Si el mayor es obra del [...], general de los mercedarios o del oficial Tudesco, a quién la ha [...], deja por puertas [...], y ve lascivo que es cosa averiguada [...] por espacio [...], de actuaciones haciendo el protector de aquella casa y el pagador de las trampas del señor Conde]. En suma, la historia secreta si así puede llamarse, de estas ilustres Mesalinas [...]56 da materia abundante a la instrucción de cualquier extranjero, que la oye correr de boca en boca, o tal vez la ve celebrada en canciones, fruto de la ociosidad y de la ingeniosa murmuración [...]57.

Cualquiera que guste de ver un espectáculo propio de Roma, pasee sus calles en las mañanas frescas de abril, mayo y junio, y verá una hermosa y alegre juventud atravesar por ellas con tal destino. Así es que esta puta ciudad, bien diferente de París, Londres, Venecia y Nápoles, no ofrece a la vista aquellos objetos de prostitución que tanto suelen ofender los ánimos castos; la razón es clara; ¿cómo ha de haber mujeres públicas donde las casadas y solteras sin peligro y sin escándalo ejercen este oficio? ¿Para qué ha de haber alcahuetes donde hay maridos tan poco espantadizos, padres indulgentes y dormilones, madres y tías [...]58 que con tal inteligencia saben instruir en los misterios del amor a sus tiernas alumnas?

En otras ciudades populosas donde se ven prostitutas insolentes que escandalizan por su lujo, su descaro y su liviandad, donde hay hombres infames que hacen oficio de procurar a la intemperancia placeres cómodos, se ven, no obstante, virtudes domésticas y la virtud encuentra un asilo seguro en multitud de familias en quienes se admira la fidelidad y amor conyugal, la autoridad paterna respetada, modestia y pudor virginal.

Pero en Roma en vez de alcahuetes y putas hay mujeres casadas, hijas de familia, maridos y padres. Éste es el mayor exceso a que puede llegar la corrupción, de las costumbres, tanto más funesto cuanto más disimulado, y tanto más general cuanto menos se advierta a primera vista [...]59.

En Roma, son frecuentes los robos y asesinatos, y el Gobierno es poco diligente en reprimir tales excesos; cuando no hay parte que pida, la justicia no obra, y deja sin castigar el delito; las disputas de las tabernas se acaban a vejonazos. Cuando yo estuve en aquella corte, oí decir que desde el principio del pontificado de Pío 6.º, se contaban en el estado papal dieciocho mil muertes [...]60 / [...]61.

No será fuera de propósito copiar en este lugar un artículo de la Gaceta de Bolonia que tengo presente y dice así: «Nella Domenica poi (día de San Pedro) dopo di avere la S.S. Ponteficata la gran Messa all'altare Papale della confessione dei Gloriosi Apostoli colla solita assistenza del sagro Collegio e Prelatura in habiti sagri portata similmente in alto per andare a spogliarsi alla stanza dei paramenti giunta al luogo dove solea ricevere la, Chinea Monsignor Barberi come Procurator fiscale della Reverenda Camera Apostólica protestò solemnemente per non essersi neppure in quest'anno presentata la suddetta Chinea a la S.S. aprovò e confermò la prottesta»; esta [...]62 ceremonia se repite todos los años; la hacanea no parece, Monsignore Barbieri repite las protestas y S.S. las aprueba y las confirma [...]63.

Sería inútil e imposible hacer aquí una completa descripción de Roma, porque ni todo lo he visto, ni entiendo de todo, ni hay cosa en ella que no esté explicada y juzgada ya en las muchas obras que se han escrito con este fin, y que son tan conocidas generalmente.

La iglesia de San Pedro es, sin duda, la mayor, la más bella y más rica de la Cristiandad ¡qué pequeñas son, comparadas con ella, la del Escorial y San Pablo de Londres! He oído decir que si este edificio fuese más chico, parecería más grande, y así es la verdad; si no hubiesen dilatado la nave, haciendo cruz latina la que fue cruz griega en su principio, se gozaría más la gran cúpula, y las laterales que la acompañan no estarían cubiertas, como hoy lo están, con la fachada que en gran parte las oculta; añádese a esto que este edificio carece de puntos de vista; la inmensa plaza que tiene delante no es suficiente, y sería menester echar al suelo una gran porción de casas, y aun dar una grande elevación al terreno, para que, a mayor distancia y mayor altura, pudiese gozarse aquella gran fábrica. La columnata circular que forma la plaza es de lo más bello y magnífico que puede verse; se compone de 280 columnas [...]64 de mayor diámetro que las del pórtico de la Academia de Ciencias de Madrid, las 98 estatuas que están colocadas sobre la cornisa son gigantescas; las dos fuentes que por un conjunto de surtidores despiden aguas abundantes; el obelisco egipcio que ocupa el centro de la plaza, de granito oriental, sin jeroglíficos, de una sola pieza de 74 pies de largo, que, colocado sobre el pedestal, llega a 124 pies de altura; la gran fachada que se ve al frente, con la magnífica escalera que conduce a ella, y la soberbia cúpula que corona el templo, todo es grande, todo sorprende y admira, todo anuncia que aquélla es la primera basílica del Orbe Cristiano, dedicada al Príncipe de los Apóstoles por el Vicario de Jesucristo. Entrando en ella no se forma idea justa de sus dimensiones hasta que por partes se va examinando, entonces se ve que las basas de las pilastras, sin pedestal ni zócalo, tienen cerca de vara y media de altura; que unos niños de mármol que sostienen las pilas de agua bendita y parecen a primera vista de tres cuartas, poco más o menos, son tan grandes como un hombre regular; que hay capillas que parecen iglesias muy espaciosas; que el baldaquino, sostenido de cuatro columnas, que cubre el altar, es más alto que el pórtico del Louvre; el largo interior de este templo es de 575 pies, su altura, desde el piso a la cruz de la linterna 408. Esto basta para formarse una idea de aquel admirable edificio. Hay repartidos en él multitud de altares con grandes cuadros de mosaico; copias de Dominiquino, Guido, Guerchino, Rafael y otros célebres maestros; multitud de bajorrelieves y estatuas de mármol, entre ellas muchas colosales, que representan fundadores de varias religiones; otras sobre los arcos de la nave principal, otras que adornan los sepulcros de los papas. Las cúpulas de las capillas son de mosaico; las de las naves de artesonados de oro; las columnas gigantescas que sostienen y adornan la inmensa mole, de mármoles y piedras que sólo en Roma pueden hallarse, en atención a que sólo en ella se conservan los despojos con que enriqueció a Roma Antigua el mundo tributario. Los sepulcros magníficos de los pontífices Inocencio 8, 11, 12 y 13, León 11, Alejandro 7 y 8, Paulo 3, Urbano 8, Benedicto 14, Gregorio 13, Clemente 10 y 13, los de María Cristina Sobieski, Reina de Inglaterra. La Reina Cristina de Suecia y la Princesa Matilde, todos de preciosos mármoles, ejecutados por los más célebres artífices, adornan, ennoblecen, añaden majestad al mayor templo de la tierra e infunden respetuosa maravilla al que se acerca a examinarlos. Lo que me pareció más digno de admiración entre las excelentes obras de aquella Iglesia son los mosaicos en los altares y las cúpulas, el bajorrelieve de Algardi, que representa a Atila, a quien San Pedro y San Pablo defienden la entrada en Roma, figuras gigantescas, excelente ejecución digna de aquel grande artífice; la Cátedra de San Pedro sostenida por cuatro doctores de la Iglesia, enorme máquina de bronce, descorregida, pero de un grande efecto, pudiéndose decir otro tanto del enorme dosel o baldaquín del altar mayor, todo del mismo metal, y una y otra obra del incorrecto y admirable Bernini. Pero lo que, a mi entender, es superior a todas aunque se cuente entre ellas el célebre grupo de mármol de la Virgen con su Hijo difunto, hecho por Miguel Ángel, donde entre cosas muy buenas se hallan grandes defectos, es el sepulcro de Clemente 13 ejecutado por Antonio Canova, escultor veneciano, el primero de Italia, y por consecuencia, de Europa. La idea no tiene mérito particular, pareciéndose a las de todos los demás sepulcros de aquella Iglesia, que por lo regular consiste en una urna sobre un zócalo, la figura del Pontífice encima, y a los lados dos estatuas alegóricas que acompañan; en ésta el Papa está representado de rodillas haciendo oración, en actitud tan expresiva, con tal verdad y sencillez, ya en el rostro, ya en la postura de las manos, ya en la distribución y pliegues de la vestidura, que si de repente se moviese, no se admiraría el movimiento. A un lado de la urna sepulcral está la Religión, al otro un genio alado en acto de dolor; una y otra figura son excelentes, pero como la última está casi desnuda, se admira más en ella la inteligencia del artífice, basta acostumbrar los ojos a las bellas formas del Apolo de Belvedere, del Antinoo y otras estatuas, las más célebres de la antigüedad en esta clase de naturaleza juvenil, para reconocer en el genio mencionado la más idéntica semejanza. Sobre el zócalo hay dos leones de gran tamaño en guarda del sepulcro; el uno parece que duerme, pero al acercarse se le ven los ojos entreabiertos; el otro parece que acaba de alzar la cabeza habiendo sentido ruido de gente, mira con ojos terribles, y es de temer que, si uno da un paso más, se levante. Hay tal maestría en la actitud, en la expresión de estos animales, tal verdad y ligereza de cincel, que no es posible mirarlos sin temor; no son mazacotes ni tienen pelucas blondas, ni están desollados como los que tiran el carro de Cibeles, son dos leones de los más espantosos del África, están vivos y están guardando el sepulcro de Clemente 13, para que nadie se acerque a profanar tan sagradas cenizas. Esta obra está grabada por el famoso Morghen, y en cuanto es posible, la copia da una idea justa del excelente original. La iglesia de San Pedro, en lo exterior e interior, tiene defectos capaces de justificar las críticas que de ella se han hecho. Si se coteja, ya en las proporciones, ya en los ornatos, con las pocas que ha perdonado el tiempo, y que nos acuerdan la feliz época de las artes en la Antigua Roma, se halla por cierto que es muy inferior a aquellos modelos admirables, pero sin querer disculpar estos defectos, y concediéndolos todos, confesamos que las artes modernas no han producido obra más digna; que el Escorial, San Pablo de Londres, el Louvre, el Hospital de Inválidos, la Catedral de Milán, en suma, los templos y fábricas más celebradas en Europa, desde la resurrección de las artes, todas se oscurecen al cotejarlas con éste, que los sepulcros de Westminster y San Dionís, por más que entre ellos haya cosas muy apreciables, son muy inferiores a los depósitos de pontífices y personajes ilustres que enriquecen la Basílica Vaticana; y que los exquisitos mosaicos de sus altares y cúpulas son únicos en el mundo, y superiores a todo cuanto en este género produjo la docta antigüedad; en suma, cuando Europa no ha construido obra alguna ni más grande, ni más rica, ni más bella, desde la restauración del buen gusto y de las luces, ¿por qué no admiraremos esta fábrica insigne como el santuario de las artes, el primer templo de la cristiandad y el más digno que hasta ahora ha erigido a un Dios omnipotente la pequeñez humana? El actual Pontífice ha hecho construir al lado de esta iglesia una sacristía, estimable únicamente por los exquisitos mármoles que la adornan, y las sumas inmensas que en ella se han gastado.

A la parte opuesta de este edificio está el palacio Vaticano, residencia ordinaria de S.S., obra de plan irregular, construida en épocas diferentes no sin mérito en alguna de las partes de que se compone. Allí se ven las galerías de Rafael, llamadas así por haber dirigido este artífice las pinturas de arabescos que las adornan, feliz imitación del antiguo, con pequeños cuadros, que representan pasajes del Viejo y Nuevo Testamento, donde se ve alguna cosa pintada por el mismo Rafael; todas estas pinturas, hechas al fresco, como igualmente muchos bajorrelieves de estuco que hay entre ellas, se hallan ya muy deterioradas, ni es posible otra cosa en un paraje abierto continuamente, solitario y expuesto a las intemperies. Las célebres estancias de Rafael se hallan inmediatas a estas galerías; en la Sala de Constantino, dibujada por aquel artífice y colorida por sus discípulos, es admirable la batalla de Constantino y Maxencio, ejecutada por Julio Romano; mucha invención, mucho movimiento, excelentes grupos, expresión, valentía y franqueza de pincel; se considera como la mejor obra al fresco de cuantas existen. Tiene mérito también el cuadro que representa al mismo emperador hablando a sus tropas; los otros dos, en que se representa su bautismo y la donación del patrimonio de la Iglesia, son muy débiles; en ellos vi personajes vestidos a la moderna, la guardia Suiza del Papa como existía en tiempos de Rafael, y una mujer con un rosario en la mano. En las salas restantes se ven las obras al fresco diseñadas y concluidas por Rafael, esto es, El Castigo de Heliodoro, donde introdujo muy fuera de propósito a Julio 2.º; El Milagro de la Misa, El Terror de Atila, en cuya composición se nota el defecto de que, siendo aquel rey el personaje principal, ocupa un segundo término, se halla confundido entre las demás figuras y oscurecido con sombras que apenas dejan ver su expresión, que debería ser el objeto primario del artífice; al mismo tiempo que la vista tropieza en personajes del todo indiferentes, situados en primer término y bañados de la mayor luz. En el Poema de la Jerusalén de Lope, se ve igual defecto. El cuadro de San Pedro libertado de la prisión por un ángel, peca de la unidad de acción. La célebre Escuela de Atenas, la Disputa sobre el Sacramento, El Parnaso, el Incendio del Borgo Santo Spirito, la Coronación de Carlo Magno, el Juramento de León 4.º y otros de inferior tamaño y de menor mérito. El que tienen estas obras es tan grande, que se consideran como lo más excelente en materia de pintura; tienen defectos, y a pesar de ellos, no hay artífice que no las reconozca como el último esfuerzo del talento humano; así son los descuidos de Homero y los de Cervantes; justifican la crítica, pero las obras en que se hallan no se oscurecen con tales sombras, ni hay quien se atreva a competirlas sin escarmiento. En la capilla Sixtina se ve el Juicio Final, de Miguel Ángel, de gran mérito en el diseño de sus partes separadas; poco estudio de grupos y de luces; admira y no deleita.

¿Quién sabe lo que hay en la Biblioteca Vaticana?, ¿quién ha logrado verla despacio y con comodidad?, todo son dificultades, todo llaves y cerraduras y permisos, que hay que solicitar para verla con alguna individualidad; el público no goza más que la vista de los estantes y uno u otro manuscrito que tienen de muestra para decir que se enseña algo; por lo demás, la cosa está arreglada en términos de quitar a cualquiera la gana de examinar y estudiar los inapreciables manuscritos que contiene; el Museo, por el contrario, está abierto al público diariamente, y por seis reales, que se pagan al entrar, puede cualquiera entretenerse en él cuanto guste; esta colección de antigüedades, la más numerosa y la más bella de cuantas existen, se compone de obras de escultura, tazas de piedra de enorme tamaño, vasos, aras, trípodes, baños, urnas, candelabros, sepulcros, animales, bustos y estatuas y mosaicos, allí está reunido lo más excelente que se ha encontrado en varias épocas, restos de la grandeza de Roma antigua; allí se ve la innegable superioridad de aquellos modelos de perfección, al compararlos con lo mejor que se ha hecho en los pocos siglos de cultura que cuenta Europa. No hay descripciones que basten a dar una idea justa de la excelencia de aquellas obras; los mismos vaciados la dan muy imperfecta, es menester verlo, y al artífice que al entrar allí no sienta en el ánimo multitud de afectos que unos a otros deben sucederse, al examinar la estatua de Apolo, vencedor de Pitón, de hermosa juventud, donde entre las formas mortales se descubre la divinidad, ufano del triunfo, y aún algo airado de la resistencia; el joven Antinoo, delicias del grande Adriano; Laooconte, que lucha muriendo con las serpientes, que gime y quiere en vano defender a sus tiernos hijos. Si un artífice puede ver tales objetos sin admiración, sin entusiasmo, sin inflamarse en generosa envidia, no pase adelante, arroje los cinceles; ni siente, ni imagina, ni nació para cultivar artes tan bellas. Este Museo ha sido considerablemente aumentado por el actual Pontífice; en todas las piezas nuevas, por más que fuesen o muy pequeñas o de corto mérito, hizo esculpir esta inscripción: Munificentia Pii VI, P. Max. Los romanos atribuyeron esto a un exceso de vanidad, y un día de gran concurso apareció una de las estatuas teniendo en el dedo meñique, pendiente de un hilo, una rosquilla muy pequeña, y en ella la inscripción citada, Munificentia Pii VI, P. Max., Su Santidad apreció la lección, e hizo borrar con yeso los letreros que habían dado motivo a aquella burla, y es que es menester buscarlos con cuidado para encontrarlos en las muchas estatuas y grupos que los tenían. Entre tantas preciosidades de las artes que allí se conservan, las de más mérito me parecieron el Apolo, el grupo de Laooconte, el Antinoo, el que llaman torso de Belvedere, figura sin cabeza, ni piernas, ni brazos, de un Hércules, y estimada entre los inteligentes por una de las más bellas, el Meleagro, un Lucio Vero armado, dos grandes estatuas del Nilo y el Tibre, un grupo de un centauro marino, y de una ninfa, otra figura colosal, la misma que está en el cuarto bajo de San Ildefonso llamada equivocadamente Cleopatra, no pudiendo ser otra cosa que una ninfa dormida; una Atalanta, un Paris, vestido al modo bárbaro, Venus que sale del baño encogida, actitud la más bella que puede imaginarse; un fauno de rojo antiguo; Júpiter sentado; las Musas; una gran Juno; una Melpómene, figura colosal, multitud de bustos de emperadores, filósofos y hombres célebres, varios animales, algunos de ellos hechos de piedras durísimas, cosa apreciable por la delicadeza del trabajo y la expresión; ídolos egipcios; candelabros de labor exquisita; sepulcros con adornos y bajorrelieves, entre los cuales el que representa la muerte de los hijos de Niobe es cosa admirable, como también una urna de mármol blanco con cabezas de leones y vacantes; el sepulcro de Cornelio Lucio Escipión, que fue Cónsul el año de 299 antes de Jesucristo, más apreciable por su antigüedad que por sus ornatos de elegante sencillez [...] / [...]65 dos grandes sepulcros de pórfido, únicos en su línea, el primero con adornos de festones y genios, lagares; y atributos de Baco, cosa muy ruda; el segundo, donde estuvo sepultada Santa Helena, tiene bajorrelieves, que representan guerreros a caballo y varios vencidos, con los bustos de aquella emperatriz y su hijo. Esta obra, aunque no de gran mérito, siempre es muy superior a los bajorrelieves que se ven en el Arco de Constantino. Hay también varias urnas, preciosísimas por su gran tamaño y su materia, halladas en las termas; las hay de basalto verde y negro, otras de granito egipcio y oriental, dos sillas de pórfido, con el asiento abierto, destinadas al mismo uso que los bidets modernos, y un tazón, de 60 palmos de circunferencia, de la misma piedra, cosa única en su línea. Un carro de circo con dos caballos, varios mosaicos antiguos, uno entre ellos que forma el pavimento de la sala redonda, el más grande que hasta ahora se ha visto.

Los Jardines de Belvedere y el Vaticano están contiguos al Palacio; en el primero hay una gran piña de bronce, de once pies de altura y cinco de ancho; los anticuarios ignoran cuál fue el sitio de su colocación, y todo es conjeturas y contradicciones; muchos creen que sirvió de remate en la Mole Adriana.

La colección de estatuas que se conserva en el Campidoglio es la segunda en número y excelencia. A la entrada se ve la estatua, de Marforio, amigo y corresponsal de Pasquín y es una antigua figura colosal del Océano. Entre las muchas piezas estimables que allí se ven, citaré lo más particular. El sepulcro de Alejandro Severo y Mamea, su madre, de gran tamaño y corto mérito en la ejecución; estatuas egipcias de granito rojo, basalto y piedra de toque; entre ellas hay algunas de gran tamaño, debiendo advertirse que no todas las que se ven en Roma de esta clase son obra de los egipcios; en tiempo de Adriano se introdujo por moda el culto de aquellos dioses, o por lo menos se extendió más particularmente, y con este motivo se hicieron multitud de estatuas en que imitando el gusto de la escultura egipcia, evitaron sus defectos, y así es que se encuentra una diferencia suma entre unas y otras, y no es necesario tener gran conocimiento del arte para distinguir entre ellas las que son verdaderamente egipcias o las que fueron hechas en Roma a imitación de las primeras. En las paredes de la escalera que conduce a las piezas altas del museo han colocado muchos fragmentos del gran plan de la antigua Roma, grabado en mármol, que se halló en Campo Vaccino y había servido de pavimento, según se cree, al templo de Rómulo. Éste es uno de los más preciosos monumentos que vi; pero estando todo en pedazos pequeños y faltando muchas piezas esencialísimas para saber la unión de unas partes con otras, resulta no pequeña confusión capaz de apurar la paciencia de los más pacienzudos anticuarios. No obstante, se reconocen muchos pedazos, se ve la planta de muchos edificios que existen o existían pocos años ha y por ellos se saca la situación y grandeza de los otros que han desaparecido, la dirección de las calles, su estrechez, su longitud, y otras noticias muy apreciables. Entre la multitud de estatuas que componen la colección, son estimables las del Gladiador caído, la del Gladiador moribundo, el Antínoo, una Juno, la Flora, Venus que sale del baño, muy parecida a la de Médicis; un Apolo con la lira apoyada en un grifo, y el célebre grupo de Siques y Amor, conocido por los yesos que de él se han sacado. Una buena estatua de Inocencio X, obra del Algardi; sepulcros, aras y multitud de bustos de emperadores, filósofos...

En el casino de Villa Borghese, cubierto por la parte exterior de bajorrelieves, bustos y otros ornatos antiguos, y decorado interiormente con elegante magnificencia, digna de un soberano, se conservan preciosas obras de escultura, célebres ya en la historia de las artes; lo más precioso es el Gladiador combatiente, del que hay modelo en nuestra Academia; Séneca en el baño; el Hermafrodito, Venus y Cupido, obra atribuida a Praxíteles, un pequeño Morfeo, excelente figura del Algardi; el grupo de Apolo y Dafne, del Bernini, más corregido que lo que es común en sus obras, pero un poco desanimado y frío, defecto que se compensa con la delicadeza admirable de la ejecución; un David que va a tirar la piedra con la honda, arrugando el sobrecejo, la vista atenta, mordiéndose el labio inferior, lleno de expresión y en actitud la más conveniente. Hay otras muchas piezas (antiguas por la mayor parte) de mucho mérito, por lo que este Museo es uno de los más célebres de Roma.

El Palacio de Villa Albani está adornado con exquisita y elegante decoración, mármoles preciosos, camafeos y el célebre fresco de Mengs, en que representó a Apolo en medio de las Musas. Se admira en él una colección preciosa de antigüedades, columnas y tazas muy grandes de alabastro, estatuas egipcias, entre ellas algunas en que Adriano hizo representar a su querido Antinoo bajo la forma de Oxiris; una Palas griega de singular mérito; multitud de bustos de filósofos, poetas, capitanes y hombres célebres de la antigüedad; un Eurípides, detrás del cual se lee un catálogo de gran parte de sus tragedias; un Esopo, figura pequeña y monstruosa, estatuas de bronce, cabezas colosales, inscripciones y bajorrelieves, todo apreciable o por su rareza, o por su forma, o por las materias preciosas en que tales obras están ejecutadas, alabastro, pórfido, rojo antiguo, basalto, granito oriental negro, rojo, cárdeno, verde antiguo, piedra de toque, mármol pario, de Egipto, del Oriente; y que mucho, si por cualquiera parte que se camine se hallan a cada paso pedazos de estas materias; he visto en las calles multitud de columnas rotas, de granito oriental o egipcio, mármol cipolino o exquisito pórfido, que sirven de postes o cantones en las puertas y en las esquinas de los edificios. Cualquiera que se detenga a examinar las tapias de las huertas y corralizas de Roma, las hallará compuestas de estas piedras, monumento de la antigua opulencia de aquella capital del mundo, que a los ojos de un observador no es ya otra cosa que un montón confuso de ruinas y destrozos.

Los antiguos obeliscos egipcios, colocados en varios parajes de la ciudad, son uno de sus más principales adornos, tanto más apreciables, cuanto en ninguna otra capital del mundo existe nada semejante. Son diez en número, unos lisos, otros llenos por todas partes de jeroglíficos, que nadie ha entendido ni entenderá, por más que muchos se han roto la cabeza en procurarlo. Su antigüedad es tal, que se pierde en la oscuridad del tiempo, todos fueron traídos por los emperadores para adornar los circos, los foros, o los sepulcros. Todos son granito rojo egipcio u oriental, diferentes en tamaño e iguales en la forma. El de la plaza del Popolo, de ciento ocho palmos de altura, se dice que fue hecho en Eliópolis 522 años antes de nuestra era vulgar. Augusto le hizo traer a Roma y le colocó en el Circo Máximo. Sixto V le hizo poner en el paraje en que hoy está. El mismo Pontífice hizo restablecer y colocar los de la Plaza de San Pedro, San Juan de Letrán y Santa María Mayor. El primero de éstos, sin jeroglíficos, de 113 palmos de largo, es el único que se conserva entero; todos fueron, en su origen, de una sola pieza; pero, a excepción de éste, todos se han hallado rotos, y no sin mucha dificultad se han unido los pedazos, o tal vez se han añadido los que faltaban, para dejarlos en la forma y tamaño que tuvieron. El de San Juan de Letrán, que se dice haber sido hecho en Tebas, 1300 años antes de Cristo, para adorno del Templo del Sol, tiene jeroglíficos, su altura es de 168 palmos, y es el mayor de todos. Pío Sexto ha restablecido los que se ven en Monte Citorio, Monte Cavallo y Trinitá de Monti. El de Monte Citorio, que se cree de tiempo de Sesostris, sirvió de gnomon a la línea meridiana que mandó hacer Augusto en el Campo Marcio, como se ve por la inscripción antigua que aún se conserva. El de Monte Cavallo tiene a los lados los dos célebres grupos de bronce atribuidos a Fidias y Praxíteles, traídos de Alejandría para adornar las termas de Constantino, las dos figuras de los jóvenes que están sujetando los caballos son de gran mérito, de estilo franco, expresivo y grandioso; tienen 25 palmos de altura; los caballos son inferiores en tamaño y en mérito, en el pedestal que sostiene el obelisco hay esta inscripción: «Salve optime Princeps, salve parens populi Romani, votisque vive nostris, vive urbi tuae, vive orbi Christiano, cui te Deus maximum rectorem dedit.» Estos obeliscos, por más que se crean exagerados los cálculos de su antigüedad, son, sin disputa alguna, anteriores a todos los monumentos que se conocen; nos dan una grande idea de la cultura y la opulencia de los egipcios en aquellos remotos siglos en que se ignora qué naciones habitaban la Europa; nos confirman en la alta idea que es necesario formar del poder de Roma, que se enriqueció con los despojos de tanto imperio, y en cuanto a sus misteriosos jeroglíficos, me remito a un alemán que vive en la Calle del Babuino, y jura y perjura que los entiende y promete publicar un libro en folio, en que explicará una por una las figurillas que los adornan. Dios le dé acierto, y a nosotros gracia para servirle y buen apetito.

La Columna Trajana, erigida a aquel emperador por el Senado y Pueblo, se conserva entera; y admira aún más que su gran mole, el primor de la ejecución. Sixto V, en vez de la estatua de bronce de Trajano, que tenía en la mano un globo donde se guardaron sus cenizas, puso una de San Pedro, la altura total de este monumento, desde el piso a la extremidad de la estatua, es de 193 palmos y medio; tiene una escalera de caracol en lo interior, por donde se sube hasta el pie de la estatua, toda esta máquina se compone de solos treinta y cuatro pedazos de mármol, unidos con tal perfección, que donde el tiempo no la ha destruido, cuesta mucha dificultad hallar las junturas. Así, el pedestal como la columna están llenos de bajorrelieves, obra primorosa; los del pedestal son trofeos militares, tan poco abultados, que no alteran en nada la forma total; los de la columna representan las acciones gloriosas de Trajano, sus batallas y triunfos. En esta obra hay cerca de dos mil quinientas figuras humanas, sin contar caballos, máquinas de guerra y edificios. La columna es dórica, de elegante proporción, si bien no se goza como debería, por lo bajo que se halla el pedestal respecto del piso de la calle. La Columna Antonina es más alta, de menos bella proporción, más deteriorada, igualmente cubierta de bajorrelieves, que representan los hechos de Marco Aurelio, con escalera interior, que conduce hasta la estatua de bronce de San Pablo, colocada por Sixto V. Al pie de esta gran columna vive un barbero que tiene la llave de la escalera la de la Columna Trajana está en poder de un sastre.

Salí de Roma en 25 de abril. Se caminan tres postas, yendo a Florencia, antes de hallar lugar ninguno, todo es aridez y desolación, campos cubiertos de retamas y cardos, grandes trozos de la Vía Flaminia, sobre la cual va el camino en muchas partes. Desde Bolsena a Accuapendente es frondoso el país, la hermosa vista del lago, y los montecillos que la coronan, dilatan el ánimo con objetos más agradables; siguen grandes cuestas, y encima de un alta montaña, Redecofani, con su antiguo castillo, que es una de las situaciones más elevadas de Italia, despojos volcánicos por todas partes, soledad y aridez. Mal camino por las muchas cuestas. Pasada la Scala, se empieza a ver más población, buen cultivo, lugares limpios y alegres, y menos asperezas. Siena, buena ciudad, en sus contornos y en lo restante hasta Florencia, vistas deliciosas, abundancia, fertilidad, buena agricultura, mujeres hermosas, ojos negros, viveza y aseo; sombreros de paja, negros o blancos, adornados con flores y cintas, que las agracia sobremanera.

27 de Abril llegué a Florencia. El Teatro Nuovo forma un semicírculo, prolongado en dos rectas, que se estrechan hacia la escena, tiene 106 palcos, incluso el del Gran Duque, enfrente del Teatro, bien adornado. Algunas decoraciones antiguas buenas; las demás que vi, de corto mérito. Echaban la ópera intitulada L'Idomeneo, mala a más no poder, era primera cantatriz la Andreozzi, y en el de la Pergola, donde se echaban óperas bufas, la Benini, ambas conocidas ya en Madrid, impropiedades groseras en los trajes y aparato.

Cerca de mi posada, en el Borgo de Ogni Santi, en unas casas contiguas a un convento de frailes de San Juan de Dios, leí esta inscripción: «Américo Vespuccio, Patritio Florentino, ob repertam Americam sui et patriae nominis ilustratori, amplificatori orbis terrarum, in hac olim Vespuccia domo a tanto domino habitata fratris Sancti Joannis a Deo cultores gratae memoriae causa P. C.» Vespuccio es acreedor, sin duda, a la memoria de su patria; pero aquello de «repertam Americam» es demasiado mentir, y el espíritu de paisanaje no debiera atreverse a tanto. Vi en el teatro de la Pergola La vedova raggiratirce, desatinada como todas.

Yo quisiera más disimulado el arte en los jardines de Boboli; calles de olmos, estrechas galerías, paredes retijereteadas, regularidad triste que oprime el ánimo, al ver tiranizada la naturaleza. Son muy incómodos, en la mayor parte, por la mucha desigualdad del terreno, gran porción de estatuas, algunas de ellas no indignas de cualquier museo. Una bella fuente, con esculturas de Juan de Bologna, la de en medio un gran Neptuno. Desde una altura de estos jardines se goza la vista de Florencia, los montes que la coronan, y el Arno, que camina vagaroso, humedeciendo los fértiles campos etruscos; una de las cosas que más me agradaron al pasear este recinto delicioso, fue el ver por todas partes vagar libres de una parte a otra los patos, cisnes y faisanes que alternaban graznando con el canto dulcísimo de los ruiseñores que habitan aquellas asperezas. Hay buenos invernaderos y un Jardín Botánico dispuesto con método [...]66. Los jardines de Boboli están abiertos a todas horas y a toda clase de gentes, sin porteros ni centinelas, no hay pena de presidio para el que mate un faisán, y nadie mata los faisanes. El Palacio Piti, contiguo a este Jardín, que es la residencia ordinaria del Gran Duque, es antiguo, grande, sencillo, robusto, consistiendo sólo en un almohadillado rústico, interrumpido por los arcos de las ventanas y las puertas.

El Museo de Florencia es cosa digna, por cierto, de una gran corte y de un gran príncipe. Hay diecisiete salas llenas de piezas de anatomía, hechas en cera, con mucha perfección, colocadas en urnas, y en las paredes los dibujos de todas ellas, con la explicación de sus partes. Esta colección que comprende todo el cuerpo humano, representado en los varios sistemas de que se compone su estructura, con todos los estudios relativos a la preñez y el parto, es, a mi entender, la más completa que acaso existe, sólo la nervología ocupa cuatro o cinco estancias. Sigue después la historia natural, clasificada en todos sus ramos con inteligencia; cada pieza tiene una inscripción, con el nombre técnico y el vulgar. La colección de pájaros es bastante crecida, y a cada clase de aves acompaña el nido, los huevos y las crías que le corresponden. La de peces, donde sólo los hay muy pequeños, es harta escasa. Entre los cálculos animales, vi uno que será de dos pulgadas de longitud y una de diámetro, formado alrededor de una horquilla del peinado que se introdujo por la vagina de una muchacha de doce años. Hay una sala de anfibios nadantes, reptiles y serpientes, y en los de esta última clase los hay muy particulares y en abundancia. En otra, una numerosa colección de insectos, y en la que sigue, que viene a ser un apéndice de la anterior, están los insectos acuáticos. Sigue la colección de conchas, corales y mariscos, la de maderas y semillas, en crecido número. En otras dos salas se ven varias plantas y frutos imitados en cera con gran primor. En las tres siguientes, destinadas a los metales y sustancias metálicas, hay piezas rarísimas. Sigue otra sala de mármoles, otra de tierras calcáreas, otra de cuarzos, cristales y piedras duras, otra de sustancias vitrificables y productos volcánicos, donde hay crecida porción de diferentes lavas, la mayor parte del Vesubio. Otra de fósiles vegetales, y animales, y en otra de aves y cuadrúpedos vi un elefante y un hipopótamo, el primero muy mal conservado y pequeño, con su esqueleto aparte. Las piezas de anatomía, la colección de insectos, la de conchas, minerales, semillas y maderas, me pareció ser lo más apreciable, por su abundancia, elección y distribución, la de peces y cuadrúpedos, muy escasas e imperfectas, particularmente la última. Hay además varias salas destinadas a la hidráulica marina, electricidad, pirometría, óptica, magnetismo..., con excelentes instrumentos, un buen observatorio y un laboratorio químico.

En la Iglesia de Santa Cruz hay buenas pinturas, entre ellas me parecieron de gran mérito un Descendimiento, de Salviati, y otros dos cuadros, uno de Cristo con la Cruz, y otro de su aparición a los Apóstoles, ambos del célebre Vasari. En esta Iglesia se ven los sepulcros del gran poeta Filicaya, el de Galilei, obra de mal gusto, el de Micheli, famoso botánico, el Padre Lami, con su estatua de mármol blanco, muy bien hecho, el de Miguel Ángel, y el de Machiavelo, que consiste en una urna que guarda sus cenizas, la Política con un peso, y en sus balanzas una espada y un volumen, sentada sobre unos libros, apoyando una mano sobre el medallón, en que está el retrato de Machiavelo, en bajorrelieve. Todo es de mármol blanco; buen gusto y buena ejecución. La inscripción sepulcral dice: «Tanto nomini nullum par elogium. Nicolaus Machiavelli ob.an. a P. V. 1527.»

Hay cuatro puentes de piedra sobre el Arno, muy bien construidos, particularmente el de la Trinidad, comparable, por su ligereza y elegancia, al de Neully, con arcos de tres centros, obra antigua, en la cual, como en los muchos palacios de esta Ciudad, se ve el buen gusto de la arquitectura y la magnificencia de sus príncipes. La vista de Florencia desde las orillas del río, con los puentes, los estribos laterales y los edificios que le ciñen, por una y otra parte, es bastante parecida, aunque en pequeño, a la de París sobre el Sena.

El Paseo llamado le Casine, fuera de la ciudad, es muy divertido, con largas arboledas para los coches y gente de a pie, bosquecillos, huertas, bancos y adornos de piedra, y a un lado el Arno. Algunas veces vi pasearse entre los demás coches al Gran Duque, en un berlina con dos lacayos, sin volantes ni correo, ni guardias, ni aparato, tal vez solo, y otras veces con algún amigo; y no nos burlemos, el Duque de Toscana es un gran señor. Los florentinos son gente despierta, agasajadora y culta; el pueblo está bien vestido y come bien. El gobierno es el más dulce que puede imaginarse, y a pesar de eso, murmuran de él. La pronunciación de los toscanos es bastante parecida a la de los andaluces, las ss las convierten en zz, y las sílabas ca, co, cu, qui y que las desfiguran, en términos que apenas se conocen, con una aspiración áspera, semejante a las hh de Andalucía, por ejemplo: «He attahinno i havalli, he voglio andar al Hahomero in harozza e poi a hazza.»

Salí de Florencia para Bolonia, atravesando el Apenino. Era víspera de la Cruz de Mayo, iba ya a anochecer cuando llegué a la primera posta; la tarde era fresca, el campo deleitoso, lleno de flores y verdura, vistas alegres por todas partes. Vi en una de las ventanas de la casa de postas dos muchachas de quince a veinte años, oyendo una música que las daban seis u ocho jóvenes, bien dispuestos, bien vestidos, con sus sombreros llenos de flores y cintas, pero más que todo me admiró que el muchacho cantor estaba improvisando versos al son de los instrumentos, alabando a las hermosas que le oigan, pintando su amor, prometiendo constancia, pidiendo correspondencia. Es verdad que los versos no eran petrarquescos, pero qué importa, el entusiasmo de amor con que los decía, la dulce inquietud que se observaba en los ojos negros de las dos muchachas, la deliciosa suspensión del auditorio, los aplausos ingenuos con que tal vez le interrumpían, y unido a esto, la estación, la hora, el lugar, todo produjo en mí una sensación suave, una especie de encanto, que ni sé explicarle, ni creo haberle experimentado otra vez.

Llegué a Bolonia, y pasé cuatro meses del verano en ver procesiones y oír letanías. La famosa Virgen llamada Madonna di San Lucca, porque se dice que San Lucas la pintó, baja todos los años a visitar a su devoto pueblo, [Y se va de iglesia en iglesia entre voceríos y ciriales ¡qué ceremoniosa divina diversión!] Corren con ella casi toda la ciudad, y a cada paso la hacen dar la bendición, que consiste en alzarla y bajarla, y torcerla a un lado y a otro. En estas procesiones, a falta de gigantones y tarasca, van ciertos personajes vestidos de reyes, todos con sus coronas, su manto real, su valona, sus borceguíes, y alguno vi con cetro en las manos, y estos son como diputados de los gremios de la ciudad. Muchos Cristos, mucho estandarte, muchos congregantes, con sus sobrepellices rizadas y almidonadas encima de sus casacas negras; frailes, clérigos y monaguillos «usque ad satietatem». Luego que la gente se ha divertido bien y ha recibido «le benedizioni della Madonna», la vuelven a subir a su Iglesia, situada en lo más alto de la colina, y allí se está hasta el año siguiente, en que se repite lo mismo.

Las procesiones del Corpus que salen cada año de seis o siete iglesias distintas, dan motivo a ver un concurso numeroso y brillante, adornadas las calles con toldos y los pórticos con velos y damascos que forman colgantes y pabellones, pinturas, espejos, e iluminación. Los adornos de la iglesia son por el mismo gusto, y hacen muy buen efecto en tales ocasiones; no hay rincón ni pasadizo que no se revista de sonetos en elogio del párrocho de los mayordomos, de los altareros, en suma, de cuantos tienen parte chica o grande en la función. Las damas se presentan muy jalbegadas, muy prendidas, con su gracioso cendal guarnecido de blondas, y la majestuosa basquiña, que suena y arrastra. Las gentes del campo se visten de colores rabiosos, se lavan la cara y no cesan de andar y de sudar desde que amanece hasta que se acuestan. Esto, y los monumentos de Semana Santa, en que los mejores escultores del país representan un pasaje de la Escritura, era lo único que había en Bolonia en materia de espectáculos, mientras en ella estuve [...]67; hicieron también algunos oratorios en música, donde vi una Magdalena que no me pareció Magdalena penitente, peinada a la dernière, pintada al olio, con bata y sortijas; un San Pedro, capón, muy estirado de corbatín, y un San Juan Evangelista, que no cesaba de tomar tabaco, mientras ab Arimatea lloraba la muerte del Redentor. Todo esto nacía de la revolución de París, por cuyo motivo se habían cerrado los teatros en Bolonia.