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Elena Martín Vivaldi

Semblanza Crítica de Elena Martín Vivaldi

Por Anna Cacciola (2022)

Elena Martín Vivaldi

Puede que la escasa repercusión que tuvo la poesía de Elena Martín Vivaldi (Granada, 1907-1998) se deba al ámbito restringido de las editoriales en las que publicó la mayoría de su producción. Tal vez incidió en ello, además, la ambigüedad de su inserción generacional, cuya indefinición se agudizó por la publicación tardía de su primer libro o, más sencillamente, por la idiosincrasia de su voz lírica, cuyos principios parecen evadirse de cualquier estética de manual para ampararse tras la égida del universalismo poético.

Ignoro si estas causas aclaran de manera exhaustiva la exigua visibilidad que tuvo la autora en el panorama lírico español del siglo XX; pero se puede conjeturar que, junto a ellas, hubo motivos biográficos, como la excepcionalidad de una existencia transcurrida casi íntegramente en su Granada natal y la peculiaridad de un oficio –la gestión y dirección de las Bibliotecas universitarias de las Facultades de Medicina y Farmacia– que propiciaba tangencialmente la creación. Aun así, el de Elena Martín Vivaldi es un caso que fascina por una singularidad específica: haber alcanzado la talla de poeta, ejerciendo incluso cierto magisterio en los ambientes culturales granadinos, desde la inmovilidad de una vida ordinaria y provinciana.

Al margen de su principal actividad profesional, se dedicó esporádicamente a la docencia –quizá su vocación frustrada– y, de manera sistemática, a la poesía, participando en las tertulias literarias de los cafés de su ciudad hasta convertirse en anfitriona de las mismas. Aunque sus merodeos por el territorio poético se remontan a la primera adolescencia, publicó solo a partir de 1945, con 38 años cumplidos, iniciando así un corpus vasto y variado.

El libro con el que Elena Martín Vivaldi se dio a conocer, Escalera de luna (1945), es una colección de décimas y sonetos de abolengo renacentista, que se adscriben al garcilasismo propio de la primera posguerra y otorgan un protagonismo palmario al elemento paisajístico y natural, cuyas estampas destacan por las notas coloristas y la simbología anímica.

Si bien sus tempranas entregas –añadimos, al poemario mentado, Primeros poemas (1942-1944), publicado en 1977– adolecen de cierto intimismo de ascendencia posromántica y juanramoniana, la cosmovisión de la granadina comenzó a cuajarse en El alma desvelada (1953), libro que, en su tripartición, se postula como una fenomenología amorosa abocada al fracaso, que muchas deudas tiene con Salinas, tanto por el erotismo temático que entraña como por el empleo de la frase corta y el léxico más cotidiano. No obstante, la actitud condolida del sujeto poemático no desemboca en un tremendismo blasfemo, sino que deriva hacia la contención de un agonismo que se vigoriza en la soledad. Ese yo sufridor, desahuciado de la dicha, se amolda a las acometidas del azar con actitud constructiva, con una aceptación sosegada del dolor de la existencia, hasta en su facción más íntima, en su aspecto más corriente, siguiendo la estela lírica de Panero y Rosales. Tal vez la auténtica marca identitaria de la autora sea esa soledad poblada –de sentido, de resignación, de palabras, de rutina y rituales– que se esbozaba ya en la primera entrega editorial y que se convertiría en la tónica general de su producción.

Cumplida soledad (1958), de hecho, hereda su nombre del poema de cierre de la colección anterior, con la que traza un continuum semántico y emocional. De manera unánime, la crítica lo considera su libro más emblemático, no solo por esa índole lírica de naturaleza melancólica que alcanza una madurez ya incontrovertible, sino por el proceso de depuración que sufre su estilo. El clasicismo que hasta entonces había venido plasmándose en sonetos de gracia y perfección formales, se diluye paulatinamente en un versolibrismo fluido y conseguido, que otorga dinamismo y originalidad a sus composiciones. Es destacable, en efecto, la maestría de la autora con la estructura sonetil. Citamos, a guisa de ejemplo, Desengaños de amor fingido (1986), una serie de dieciocho piezas –tributo al barroco granadino Soto de Rojas– donde se puede apreciar el alarde técnico y el virtuosismo compositivo.

No obstante, a lo largo de su andadura lírica, Elena Martín Vivaldi afloja las ataduras del endecasílabo, el octosílabo y el alejandrino, manifestando una clara predilección por la heterometría y la paralela esencialización verbal. El cambio, que venía gestándose ya en Arco en desenlace (1963), se hace patente en Materia de esperanza (1968). Esta colección supone una variación argumental, al centrarse en el drama de la maternidad frustrada, mediante un diálogo-monólogo con el hijo deseado; y, al mismo tiempo, una variación métrica, pues si la segunda parte de la obra («II. Sonetos de tu ausencia») responde a la estrofa contenida en su título, en otras partes ensaya poemas en verso libre, construidos a menudo sobre bases heptasilábicas y octosilábicas. Diario incompleto de abril (1971, pero escrito en 1947) es una publicación de homenaje a Bécquer con ocasión del primer centenario de su muerte, en la que se suceden preciosas estampas naturalísticas, donde metaforización y sinestesia exaltan una sensorialidad primaveral y telúrica, propia de la lírica femenina vanguardista.

La consagración definitiva en el ámbito nacional le llegaría con Durante este tiempo (1972), publicado en la colección El Bardo bajo las directrices editoriales de José Batlló. Señalamos la riqueza temática de este poemario tripartito, en el que la contemplación del mundo –exterior e interior– se concreta en reflexiones sobre el paso del tiempo, vehiculadas con tino mediante una escritura delicada y sencilla, que no se despoja nunca de un halo de sugerencia, incluso cuando incurre en la sentencia apodíctica.

En 1976 Elena Martín Vivaldi daba a la luz una antología de sus poemas entre 1953 y 1976 con el nombre de su libro de 1958 Cumplida soledad. La nueva entrega incorpora cinco poemas, recogidos bajo el rótulo Nocturnos, que fue a su vez el título de un poemario autónomo que publicó en 1981. Este último, donde la herencia de Bécquer y Novalis se divisa en los marcos nocturnales de las indagaciones del sujeto poético, y cuyos espléndidos cantos a la luna evocan las atmósferas idílicas y apenadas de Leopardi, ratifica el triunfo del alejandrino combinándose con endecasílabos y heptasílabos.

Tras la antología Los árboles presento (1977) y el opúsculo Y era su nombre mar (1981), publica Tiempo a la orilla (1985), recopilación que recoge toda su producción hasta la fecha, enriquecida con una amplia serie de inéditos y de composiciones publicadas fuera de libro.

La realidad soñada (1993) es una exquisita colección de haikús, en la que colabora el pintor José Manuel Darro, y donde la fragmentación del verso revela el sabio manejo de la autora en la elección de la palabra exacta, en un conato sintético que aglutina la intimidad de la visión y la exaltación del detalle externo.

Ya póstumos, se entregaron a la imprenta Niños van y pájaros (1998) y Distinta noche (1999), los cuales recopilan composiciones publicadas con anterioridad en prensa, acompañadas de otras inéditas, escritas en sus años postreros y, por ello, timbradas de un claro sentimiento de pérdida, con algunas derivas puntuales hacia la religiosidad. Antes y después de su muerte fueron apareciendo diversas plaquettes, así como recopilaciones antológicas de su poesía, reunida en 2008 en los dos volúmenes de su Obra poética.

Aturde y asombra, de Elena Martín Vivaldi, esa ponderación púdica entre clasicismo y contemporaneidad, apreciable en el empleo –casi estequiométrico– del ritmo, y en una modulación lírica intimista, que evidencia una clara ascendencia romántica, aunque siempre exenta de estertores agónicos. Su intimismo se proclama desde una soledad dichosa –por estoica–, de cuya tristeza consciente participan los fenómenos naturales y los cuerpos terrestres y celestes. La savia lírica de la autora, de hecho, brota de la sima de su individualidad cumplida, fluye por la realidad tangible y asciende hasta lo universal, para derramarse, allí, en la verdad.

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