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María Elvira Lacaci

Semblanza crítica de María Elvira Lacaci

Por María Isabel López Martínez (2022)

Fotografía de María Elvira Lacaci.

María Elvira Lacaci Morris (Ferrol, 1916 - Madrid, 1997) pertenecía a una familia de militares y ella misma desempeñó cargos administrativos en el Ministerio de la Marina. Las inquietudes literarias de su juventud en Galicia eclosionan con su traslado a Madrid en 1953. En las dos décadas siguientes y hasta su retiro voluntario en los años setenta, Lacaci se relaciona con los círculos literarios de la capital, especialmente con Vicente Aleixandre, que la apoya siempre. Participa en publicaciones periódicas generales (Revista Y, Familia española, Sarrico, Benicarló actual, Ulldecona) y otras especializadas (La Estafeta Literaria, Cuadernos Hispanoamericanos, Caracola, Cuadernos de Ágora). Su poesía es difundida incluso por la incipiente televisión, según se comprueba en el espacio El alma se serena de la programación del 19 de enero de 1968. Por los tintes cristianos y la preocupación social, su obra gozó una recepción favorable en el contexto histórico de la España de posguerra y de ahí la inclusión en prestigiosas antologías nacionales, como las de Carmen Conde (1954), Leopoldo de Luis (1969), Ernestina de Champourcin (1972) y José Luis Cano (1974). Aparece también en compilaciones extranjeras, como la de María Romano Colangeli (1964), que ofrece traducciones de poemas al italiano. Dado el rescate actual de la escritura femenina, la poesía de Lacaci suscita interés en el siglo XXI y de ahí su inclusión en las compilaciones de José María Balcells (2003), Sharon Keefe (2007), Concha García (2013) y Ana Eire (2019), entre otras.

A las décadas de los 50 y 60 corresponde la mayor parte de la producción literaria lacaciana, que discurre por dos vertientes: la poesía grave y la literatura infantil; esta última integra, a su vez, cuentos y poemas.

En 1957 Elvira Lacaci publica Humana voz en Ediciones Rialp, como prerrogativa por haber recibido el Premio Adonáis en 1956 —fue la primera mujer en obtenerlo—. El libro, dedicado a su mentor Vicente Aleixandre, desarrolla varios asuntos esenciales: 1) La reflexión trascendente sobre la muerte, que surge de detalles cotidianos explícitos, del tipo de la escena doméstica de la lectura de Rosalía de Castro, la enfermedad y la podredumbre corporal localizadas en entornos concretos, la visita a la tumba familiar en Doniños, etc. 2) La soledad general y amorosa, sumada al desarraigo, como causas del dolor y ejes de las preguntas lanzadas a Dios. Estas provienen también de la contemplación de las duras condiciones vitales de la posguerra que asolan a las personas desvalidas e incluso a los animales. 3) La meditación sobre Dios, a quien Lacaci considera refugio —a veces «soñado» para salvarse de la soledad y la angustia— y ente superior al que suplica, pero también es receptor de duras y directas quejas, a la manera de los Salmos bíblicos.

En Humana voz asoman los rasgos de métrica y estilo lacacianos: simplicidad que roza la pobreza expresiva; verso libre que aloja frases brevísimas y enumeraciones con ritmos poco fluidos; sonetos de ascendencia barroca y resonancias ascético-místicas; metáforas sencillas pero efectistas («Yo siempre he de ser ese perrillo / tímidamente huraño y receloso / que te lame la mano y se te arrima»); modulación de imágenes de ascendencia bíblica y de literatura religiosa («la carne morena que empezaba a pudrirse», «el barro endurecido», el paulino traje-hombre nuevo, la persona-piedra); símbolos trascendentes localizados en enclaves próximos que guardan una lectura plurivalente (por ejemplo, el desalojo del inmueble ruinoso con los valores de desahucio que afecta a los pobres y de deseo de huida «de sí misma» en el sentido teresiano).

En 1962 y 1963 Lacaci publica un par de libros que reforzarán las dos líneas capitales de su poética, ya latentes en Humana voz: en Sonido de Dios persiste la indagación sobre la religiosidad y sobre la identidad del propio ser, con el afán de búsqueda del origen de la aflicción. En Al este de la ciudad se acentúa la posibilidad de redimirse al asumir el sufrimiento de los desfavorecidos y difundirlo mediante la palabra poética, algo que, paradójicamente, mostrará que la alegría brota incluso en la desolación.

Como el primer libro, Sonido de Dios también se publica en la Colección Adonáis de Ediciones Rialp (n.º CCIV) y Lacaci lo dedica a su padre, transmisor de la fe y los valores. Contiene poemas compuestos desde 1957 a 1961, en los que se intensifica la reivindicación personal y social a Dios. Los sonetos iniciales toman un tono que va más en la línea de sus contemporáneos como Blas de Otero en Ancia (1958) que en la tradición religiosa áurea. No obstante, otros textos conservan huellas de San Juan de la Cruz, por ejemplo cuando Lacaci alude a «la noche para los sentidos» o a la herida luminosa. El sujeto lírico es una mujer por momentos presa de la desesperación, un yo agónico que duda e increpa a la divinidad, «un alma que te busca acorralada». Los títulos de los poemas revelan la actitud de interrogación directa a Dios, que se erige en referente del («Por qué», «Dime», «De tanto que te llamo», «A grito abierto», «Clamor») y de la postura reivindicativa del sujeto lírico («Voz rebelde»), poco convencional en una mujer creyente de la España de posguerra. Despejando definitivamente el paso desde la escritura religiosa a la social, Lacaci encuentra la respuesta de Dios «en medio del silencio de otros hombres» y con ello consigue «volar por la palabra. Libre. Suelta». Las frases y referencias intertextuales a episodios evangélicos, i.e., el poema «Los invitados», sustentan la práctica personal de lo consignado en el Nuevo Testamento. La poesía social brota cuando la autora advierte las condiciones de los pobres, por ejemplo, en la composición «Las aves tienen casa», un alegato contra las inhumanas viviendas. Algunos poemas, de un intimismo más tradicional, versan sobre celebraciones litúrgicas, como «Viernes Santo», «Stabat mater» y «Domingo de Resurrección», que se circunscriben al área de la meditación católica, pero con acentos desgarrados y atrayendo lo abstracto a las circunstancias cercanas.

Al este de la ciudad, libro publicado en 1963 en la editorial Juan Flors de Barcelona, fue reconocido con el Premio Nacional de la Crítica. Para colaborar en su realización, en 1962 Lacaci obtuvo una de las pensiones de Bellas Artes y Literatura que otorgaba la Fundación Juan March. Porta la dedicatoria «Para Miguel», referida a Miguel Buñuel Tallada (1924-1980), el escritor, actor y guionista turolense con el que Elvira Lacaci se casó en 1962 y con quien mantuvo una difícil relación que derivó en la nulidad matrimonial. En Al este de la ciudad se agudizan y consuman las pretensiones sociales latentes en los dos poemarios previos. El libro está compuesto por 82 poemas distribuidos en cuatro secciones: 1) «La palabra» alberga la reflexión metapoética sobre la defensa del despojo estilístico y el deseo de poner el verbo al servicio de los humildes. 2) «La llamada» se ocupa de la vocación para comunicar la «miseria» del prójimo, vía para la revelación de la identidad de la poeta y la redención de su angustia. 3) «Al este de la ciudad» recoge instantáneas de los barrios marginales de Madrid con muestras de solidaridad de la autora y asomos de desacato ante la injusticia, no exenta de admiración por la belleza de lo modesto. 4) «Regreso» supone una vuelta del sujeto lírico desde los suburbios al centro urbano (Puerta del Sol, Moncloa...), donde observa el deambular del ciego, los viejos sentados en el banco, los trabajadores, el excombatiente, el mendigo, la corista, los niños enfermos, la embarazada pobre, el cura obrero... En ellos la poeta detecta imágenes de Dios («Y te siento, Señor, con los humildes») y halla la justificación del sentido de su poesía.

Ya desde el título, Al este de la ciudad, se plasma la relevancia del espacio. Lacaci no menciona explícitamente Madrid, capital que se convirtió en el reclamo del régimen político franquista y en emblema del desarrollo, porque la diana de su libro son los suburbios, precisados por los topónimos (calles de Vallecas, Usera...) de esos enclaves que se extendían sin planificación urbanística alguna. Eran los barrios obreros en crecimiento durante los años cincuenta, algunos con chabolas habitadas por inmigrantes procedentes de regiones sumidas en la pobreza. Allí vive y por allí transita la autora a partir de su llegada a la capital hacia 1953 y, basándose en esos espacios y personajes, constituirá su imaginario poético. Ella, de ascendencia burguesa, no se siente miembro pleno de los grupos obreros, indigentes o enfermos, sino persona que contempla desde la ventana de la casa, del autobús o el tranvía, desde la verja, desde la otra parte de la calle. Analiza y clama, adoptando una postura habitual en los escritores comprometidos de la posguerra, que en su caso se acompasa con las nuevas tendencias sociales de la Iglesia católica que fraguarían en el Concilio Vaticano II. En sus versos combina lo introspectivo y la percepción externa. La injusticia social le produce aflicción, pero también le ofrece cauce de salida y redención personal, porque, incluso en los casos señeros de miseria, siente latir la felicidad y la belleza que a ella se le resisten (en la ventana con flores de la chabola, en el vientre de la joven embarazada, cansada y hambrienta, en el perillo cuidado con esmero por el sordo-ciego, en las sábanas del extrarradio colgadas al sol...). La reivindicación adquiere fuertes tonos en los tres poemas de cierre del libro: «Los hombres no son árboles», alegato contra la pena de muerte; «Oración del tabique», denuncia contra la falta de intimidad y el hacinamiento en los hospitales; y «España», réplica al concepto de nación de la oficialidad.

En el flanco poético de la literatura infantil cultivada por Elvira Lacaci se alinea Molinillo de papel, libro publicado por la Editora Nacional en 1968. Está organizado en cuatro capítulos. En el primero, «Molinillo de papel», los juguetes, marionetas, mapas... son el punto de partida para transmitir ideas sobre el concepto tradicional de España y de su bandera, que se conjuga con valores como el rechazo a la discriminación racial, el antibelicismo y los anhelos de evasión. El segundo capítulo, «El payaso», supone una variación sobre este personaje circense y otros similares (el charlatán, los maletillas, Charlot) en los que se acoplan el júbilo de la representación y la grisura de la vida real. Incluye también evocaciones de la abuela, el maestro..., de animales domésticos como el perro y el borriquillo, y de entornos de pobreza —la chabola que cobija a los enamorados— que desprenden eventuales destellos de gozo. El tercer capítulo, «Nuestro amigo», compendia textos religiosos con intención divulgativa y catequética. Una sola pieza, «Érase una vez», integra el colofón del libro; es el autorretrato poético de la autora, en el que ella destaca la posibilidad que le brinda la literatura de convertirse en otros personajes y la voluntad creativa expuesta con el topos del libro equiparado al hijo. En consonancia con su poética general, la escritora enfoca la realidad inmediata y protagonizan las páginas los pregoneros, los cubos de la basura, los guardias de tráfico, las canciones tradicionales y otras de moda, la llegada a la luna, etc. El estilo es sumamente sencillo, con versos breves fragmentados rítmicamente por múltiples secuencias, exclamaciones e interrogaciones que suelen restar fluidez, además de por rimas internas no siempre eufónicas.

En la producción narrativa de Elvira Lacaci destaca el libro de cuentos titulado El rey Baltasar, publicado en 1965 en la colección de Cultura Popular Juvenil de la editorial Doncel. Contiene excelentes ilustraciones del dibujante Máximo. Los valores de solidaridad, los espacios que conforman el marco de la acción (la calle de Peña Prieta en Vallecas) y los personajes populares son un correlato de los poemas sociales de Al este de la ciudad. En la misma editorial, en 1966 Lacaci publica la colección de diez cuentos titulada Tom y Jim. Con fin didáctico, versan sobre asuntos similares a los tratados en los poemas infantiles: el racismo, el amor a los animales, el antibelicismo que no está reñido con el respeto por lo militar según presupuestos de la época, etc. El escaso ornato expresivo y los giros coloquiales, además de la descripción de los entornos cercanos, vuelven a ser marcas de estilo.

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