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ArribaAbajo2. El Estatuto Real y la Constitución de Cádiz

Tras la muerte de Fernando VII, en septiembre de 1833, y en medio del conflicto dinástico que dicha muerte provoca -aunque, en puridad, lo dinástico era lo más aparente del conflicto- se vuelve a plantear el problema constitucional de España. La solución que ofrece Cea Bermúdez, antiguo afrancesado, en el Manifiesto de 4 de octubre, resultaba de todo punto inadmisible. A pocos convencía su anacrónico intento de exhumar un programa de gobierno acorde con el Despotismo ilustrado carlotercerista, pero no con los nuevos tiempos que corrían. Las reformas administrativas y económicas que Cea anunciaba, si necesarias, bastaban. Preciso era iniciar la reforma política. Ahora bien, ¿en qué debía consistir esta reforma? No, ciertamente, en restaurar la Constitución de 1812. Esta Constitución, aunque seguía contando con simpatías, como se dirá mas adelante, repugnaba a la Corona y a los «cristinos», que desde los últimos años de la «década ominosa» se habían hecho con el poder. Además, la restauración del código doceañista restaría apoyos a la causa de Isabel II, pues ni agradaba a los liberales más templados, ni a Francia, Inglaterra y al Portugal antimiguelista. Y este apoyo internacional resultaba decisivo para contrarrestar el que prestaban las potencias absolutistas, y entre ellas el Vaticano, a las pretensiones de Don Carlos. La proclamación del código gaditano resultaba, pues, en aquellas fechas, impensable. Era menester, en cambio, instaurar en España un sistema constitucional acorde con las pautas que por aquel entonces regían en la Europa liberal. Martínez de la Rosa y Javier de Burgos fueron los artífices de esta operación. El resultado es bien conocido: el Estatuto Real.

Hoy en día, difícil resulta negar la importancia del Estatuto Real en el conjunto de nuestra historia constitucional. Quisiéramos, por nuestra parte, insistir ahora en la influencia que este código ejerció en el seno del liberalismo español -de todo él, y no sólo de la parte que le fue favorable- al encarrilarlo, más todavía de lo que en 1833 pudiera estarlo, por unos derroteros bastante desviados de los prístinos criterios doceañistas. Conviene advertir, no obstante, que esta influencia no se debió tanto a su texto, como a su contexto. Es decir, el sistema político que durante dos años surgió a su abrigo. Este sistema, además de apuntalar en España al Estado Liberal y, consiguientemente, de poner la puntilla a la Monarquía Absoluta, introdujo unos principios y unos usos constitucionales que pasarían a engrosar el acerbo común del constitucionalismo posterior.

En primer lugar, en el Estatuto Real se hace patente la aparición de una nueva teoría constitucional. Todo atisbo de iusracionalismo se esfuma. Nada de soberanía nacional ni de rigidez constitucional. Nada de declaraciones de Derechos ni de división de poderes. La brevedad, excesiva desde luego -más que de brevedad cabe hablar de incompletud- y la concreción ganan terreno. Ciertamente, la apelación a lo concreto y particular y la huida de lo absoluto y genérico no se hace desde el presente, como harán los progresistas en 1837, sino desde el pasado, desde la historia. Si el iusracionalismo se desecha, no ocurre lo mismo con el historicismo que se rehabilita. Ahora bien, es un historicismo de muy distinta factura al que en las Cortes de Cádiz defendieron los Diputados liberales. Cotéjese, a este respecto, el Discurso Preliminar al Código del doce con la Exposición que precede al Estatuto. La diferencia es notoria. El historicismo que inspira a los redactores del Estatuto es un historiador de corte jovellanista, burkeano, sorprendentemente similar al que los Diputados realistas habían defendido en Cádiz y que acusaba también el impacto de los doctrinarios franceses, particularmente el de Guizot, e indirectamente, a su través, el influjo del romanticismo conservador alemán. No era, pues, un historicismo, «progresista», como había sido el de los liberales doceañistas, y también, aunque con un alcance distinto, el de Martínez Marina. Se trataba, ahora de un historicismo profundamente conservador. La historia, una supuesta historia, actúa como freno a toda suerte de innovaciones, consideradas peligrosas, y que se rechazan no tanto por peligrosas, como por ajenas, por extrañas a la Constitución «tradicional» o «histórica» de España. De este modo, en el Estatuto Real se plasmaba el sustento filosófico básico del constitucionalismo moderado y conservador español, así como, implícitamente, una de sus más importantes premisas, sino la más: la doctrina de la «soberanía compartida» entre el Rey y las Cortes, pieza esencial de la «constitución histórica» española.

En segundo lugar, merced al Estatuto Real y a sus leyes complementarias se introduce en España el sistema de gobierno parlamentario, a la vez que se refuerzan las atribuciones de la Corona. Al Monarca se le concede, entre otras muchas prerrogativas, el derecho de disolución del Parlamento y el veto absoluto. El Consejo de Ministros y la Presidencia del Gobierno se constitucionalizan. La compatibilidad entre el cargo de Ministro y la condición de Diputado se recoge en los Reglamentos parlamentarios. La dinámica del sistema va incorporando técnicas como la Contestación al Discurso de la Corona, las Proposiciones, el examen de los Presupuestos y de las Peticiones, las preguntas, así como la «Cuestión de Gabinete» y el voto de censura. Estas técnicas se van poniendo en marcha durante los cuatro gobiernos habidos bajo la vigencia del Estatuto, presididos respectivamente por Martínez de la Rosa, el Conde de Toreno, Mendizábal e Istúriz. Aunque sólo fuese por haber introducido estos principios y estas técnicas, la experiencia constitucional del Estatuto resultaría sobrado decisiva. Pero hay más.

En tercer lugar, en efecto, el Estatuto consagra, también por primera vez en España, el moderno principio bicameral. Las Cortes se componen ahora de dos Cámaras: El Estamento de Procuradores y el Estamento de Próceres. Rancios nombres. Nombres gratos para el gusto de las generaciones adictas al liberalismo temperado y doctrinario.

Por último, el Estatuto y el Decreto Electoral de 24 de mayo de 1836 truecan el sistema electoral gaditano, indirecto y amplio, por otro directo y que restringía muy considerablemente el Cuerpo Electoral. Elegir y poder ser elegido miembro del Parlamento es ahora patrimonio exclusivo de la Aristocracia, de las altas jerarquías eclesiásticas y de una minoría de burgueses.

Se trataba de un programa depurado. De un programa que no se había improvisado, sino que era fruto de la evolución que la tendencia más conservadora del liberalismo español había experimentado en los exilias y que -como ya se ha apuntado antes- se había intentado implantar durante el Trienio Constitucional. Ahora bien, los exilios y la experiencia del Trienio habían modificado también las ideas de los liberales progresistas. Por ello, gran parte del programa que el Estatuto Real puso en marcha era compartido por esa tendencia. El reforzamiento de los poderes de la Corona, la parlamentarización de la Monarquía, la estructura bicameral de las Cortes, el sistema electoral directo y censitario, eran premisas que muchos de los liberales progresistas aceptaban a la muerte de Fernando VII. Los dos años de Estatuto, al llevarlas a la práctica, fortalecieran los motivos de esta aceptación y la extendieron entre la familia progresista.

Desde luego, la aceptación de las premisas que se acaban de mencionar era muy matizada por parte de los progresistas. Deseaban, sí, ampliar los poderes de la Corona en relación a lo que la Constitución de 1812 disponía, pero no tanto como el Estatuto sancionaba. Un texto que ni siquiera concedía la iniciativa legislativa a las Cámaras, reservándola exclusivamente al Monarca. Querían, ciertamente, que las Cortes se dividiesen en dos Cámaras, pero no les satisfacía el criterio que los moderados habían seguido, especialmente al determinar la composición del Estamento de Próceres. Abogaban, en fin, por un sistema electoral menos generoso que el gaditano, pero no por uno tan mezquino como el que el Estatuto preceptuaba. Había pues, diferencias a la hora de establecer y aplicar las premisas que se vienen señalando. Mas eran diferencias de grado y no de fondo. Dejemos por tanto a un lado estos matices. Sobre ellos además tendremos oportunidad de volver a comentar la Constitución de 1837. Centrémonos ahora en las divergencias esenciales.

Había, en este sentido, dos aspectos del Estatuto Real que lo convertían a juicio del progresismo, en un código inaceptable. Primero su mismo origen. El haber sido elaborado al margen de la voluntad nacional. Por este vicio radical, el Estatuto era presentado como una Carta otorgada -cuando en rigor, no lo era-, como una imposición de la Corona, o incluso, lo que no dejaba de ser cierto en el plano -de los hechos, como una imposición del Ministerio Martínez de la Rosa. Pero, además, los progresistas consideraban inadmisible que el Estatuto no incluyese una declaración de Derechos. En virtud de estas dos tachas, entendían que el Estatuto lejos de ser una verdadera Constitución era tan solo una simple e insuficiente Ley Orgánica. La lucha por el principio de soberanía nacional y por el reconocimiento constitucional de los Derechos, se convertiría, así, en el leitmotiv del liberalismo progresista desde 1834 a 1836.

Se comprende, pues, que durante estos dos años la Constitución de Cádiz, cual ave Fénix, resurgiese y planease en el lábil escenario de la época. Para los progresistas, esta Constitución, pese a los muchos defectos que podían achacársele, seguía siendo el único código fundamental que hasta aquel momento la Nación española se había dado a sí misma. Su recuerdo estaba indisociablemente ligado a heroicas aunque tristes gestas. Había nacido al calor de una guerra sin parangón en la historia. Lejana, sí, pero de no fácil olvido. El exilio, la cárcel, la muerte, habían sido los tributos que sus defensores habían pagado. Y por si esto fuera poco, había sucumbido por mor de las felonías de un Rey y, lo que aún era más infamante, como consecuencia de la furia desatada por la Santa Alianza, cuyos arteros designios habían sido llevados a cabo por los batallones franceses. ¡Otra vez los batallones franceses! Pero, además, la Constitución de 1812 recogía, si bien no de forma ordenada, los derechos que tanto anhelaban. Y entre ellos uno sobremanera importante: la Libertad de Imprenta. La legitimidad y el valor de este texto seguían siendo, a este respecto, indiscutibles. Frente a él, el Estatuto Real no era más que un bastardo y pálido reflejo. Su invocación, por muchos arrequives históricos con que se presentase, estaba falta de la fuerza evocadora, de la intensidad romántica, podría decirse, que la vieja Constitución de Cádiz concitaba. No, no se había eclipsado todavía el prestigio de este código. Y ya fuera de las instituciones o en la conspiración, en las Cortes o en la calle, los progresistas no dejarán de exigir en estos dos años su restablecimiento.

Ahora bien, este restablecimiento no era incondicional. Venía acompañado, por el contrario, de un franco deseo reformista. Había, sí, un sector minoritario, aunque muy activo, de doceañistas puros, partidarios de una restauración definitiva, acaso con leves modificaciones, de la Constitución de Cádiz. Pero la mayoría del progresismo no opinaba así. El sector mayoritario deseaba restaurarla, pero a la vez se mostraba muy distante de ella en aspectos esenciales. L a experiencia del Trienio, la de los exilios y la del propio Estatuto Real no habían sido vanas. Por eso, aun deseando restablecer la Constitución de 1812, el grueso del progresismo era favorable a una revisión profunda de este texto. En realidad puede decirse que su reivindicación expresaba no tanto un sentimiento positivo como negativo: no era un «sí» a la Constitución de Cádiz; era más bien un «no» al Estatuto.

La situación del progresismo español no era fácil. Era más bien una auténtica encrucijada. Ni el Estatuto Real ni la Constitución de 1812 colmaba enteramente sus aspiraciones. Aquél ofrecía poco; ésta, ya anticuada, ofrecía demasiado. ¿Qué hacer? Este dilema admitía tres soluciones. Tres soluciones que conducían, a la postre, a los mismos resultados. La primera: proclamar un nuevo texto constitucional de síntesis. La segunda, más prudente: modificar legalmente el Estatuto Real con el objeto de recoger lo que de aceptable seguía teniendo la Constitución de 1812. La tercera, más audaz: restablecer esta Constitución; reformarla muy luego, acercándola a lo que de válido el Estatuto encerraba.

Estas tres soluciones se intentaron entre 1834 y 1836. Las dos primeras sin éxito; la última, con él. El Proyecto de Constitución propuesto por los «Isabelinos», en 1834 -redactado por Don Juan de Olavarría, antiguo exiliado en Bélgica-, y el Proyecto de Revisión del Estatuto Real, auspiciado por el Gabinete Istúriz-Alcalá Galiano, en 1836, contenía sendas declaraciones de Derechos y el primero aceptaba, bien que implícitamente, el principio de soberanía nacional. No obstante, incorporaban al mismo tiempo algunos de los principios más significativos recogidos en el Estatuto. Ambos textos también, sobre todo el segundo, que era más moderado, daban una gran amplitud a los poderes de la Corona y parlamentarizaban la Monarquía. La Constitución de 1.837, como se verá, presenta un gran paralelismo con estos dos Proyectos.

Pero la solución al «impasse» en que se hallaba el progresismo, arranca de los movimientos revolucionarios de julio y agosto de 1836, culminando, tras los sucesos de La Granja, con la proclamación, por tercera y última vez, de la Constitución de 1812. El día 13 de agosto, la Reina Regente se ve obligada a expedir un Decreto en el que ordena publicar la Constitución. Ahora bien, este movimiento en contra del Estatuto y a favor del Código gaditano venía matizado por una clara y mayoritaria voluntad de reformar este último.

Y, de hecho, este restablecimiento fue efímero. Los mismos que a él habían contribuido -o al menos los que lo habían dirigido- se aprestaron a iniciar la reforma constitucional. El 21 de agosto, nombrado ya el nuevo Gabinete Calatrava-Mendizábal, se publica un Real Decreto convocando elecciones, con el objeto de que «la Nación reunida en Cortes manifieste expresamente su voluntad acerca de la Constitución que ha de regirla o de otra conforme a sus necesidades».

Las elecciones se celebran durante los meses de septiembre y octubre. Amplia victoria progresista. El 24 de este último mes, las Cortes, compuestas de una sola Cámara, según lo establecido en Cádiz y en el Decreto electoral, inauguran sus sesiones.




ArribaAbajo3. La Transacción Constitucional de 1837

En las Cortes de 1836-1837 se podían distinguir tres tendencias constitucionales. La actitud ante la Constitución de 1812 era la fundamental piedra de toque que permitía distinguirlas. Había, en primer lugar, un pequeño número de Diputados moderados, defensores de todas las medidas encaminadas a reforzar las prerrogativas de la Corona y los más decididos partidarios de vaciar el contenido revolucionario de la Constitución, Castro y Orozco, Mon, Santaella y Armendáriz eran los principales portavoces de esta tendencia.

En segundo lugar, y en el otro extremo del espectro ideológico, había un pequeño pero muy activo grupo de Diputados, que representaban a la izquierda del progresismo. Eran los doceañistas, hostiles a todo intento que supusiese trastocar los puntos esenciales de la Constitución de Cádiz. Este grupo contaba con miembros de indudable valía, como Fermín Caballero, Gorosarri, García Blanco y Montoya. A los doceañistas de 1837 podía considerárseles los continuadores de la tradición constitucional más exaltada del Trienio, la que Romero Alpuente y Moreno habían encarnado, y que ya durante el Estatuto había estado presente a través del Conde de las Navas. Las tesis constitucionales de los doceañistas eran, en rigor, más democráticas que liberales. De hecho, muchos miembros de ese grupo nutrirían, tras la transacción constitucional de 1837, los círculos embrionarios de lo que en 1849 sería el Partido Demócrata Español.

Entre el grupo moderado y el doceañista se situaba la tendencia mayoritaria, compuesta por los progresistas. A diferencia de los doceañistas, eran firmes y resueltos partidarios de modificar sustancialmente la Constitución gaditana. Pero no en un sentido tan conservador, tan «estatutista», corno los moderados querían. Eran el centro doctrinal y político de las Cortes. Contaban con la mayoría de los escaños y con el beneplácito del Gobierno Calatrava, del que, además de Mendizábal, formaba parte un destacado orador parlamentario: Joaquín María López. Los progresistas protagonizaron todo el proceso constitucional y fueron los verdaderos artífices de la Constitución de 1837. Su cabeza visible era el veterano Argüelles, a la sazón ya un tanto valetudinario, y aunque seguía siendo respetado, no era sin embargo tan venerado. Era una especie de reliquia viviente del progresismo español. Lejos de ser tenido ya por «el divino», su oratoria -que a la verdad siempre había sido bastante plúmbea- sonaba ahora una miaja caduca y digresiva. En realidad, era Salustiano de Olozaga el más brillante y activo portavoz de esta tendencia. Era él quien, siendo casi un parvenu, mejor representaba a las nuevas generaciones del progresismo liberal. Otros destacados progresistas eran Sancho, Ferrer, Antonio González y Alonso.

En estas Cortes había hombres de 1812, incluso algunos que habían tenido un descollante papel en las Cortes de este año, como los citados Argüelles y Calatrava, a los que deben unirse los nombres de los ex-Diputados de Cádiz, Zumalacárregui y Goyanes. Otros, en cambio, habían comenzado su carrera política y parlamentaria en el Trienio, como Vicente Sancho, Manuel de Acevedo y Manuel Beltrán de Lis. No faltaban tampoco quienes se habían dado a conocer durante la época del Estatuto Real, como el incisivo Fermín Caballero, director de «El Eco del Comercio», principal portavoz de la izquierda progresista, o el propio Salustiano de Olozaga. Muchos de los Diputados habían sufrido la cárcel o el exilio. O incluso ambas cosas.

Si en las Cortes del Estatuto, y sobre todo en las de 1845, se puso de manifiesto el abandono de la teoría constitucional doceañista por parte del liberalismo moderado, en las Constituyentes de 1837 se puso de relieve, primordialmente, el abandono de esta teoría por parte del liberalismo progresista. El iusnaturalismo racionalista y el pensamiento constitucional revolucionario, que habían sido -como hemos visto- las principales fuentes doctrinales del liberalismo doceañista, se sustituyen ahora, y en realidad desde bastante antes, por el utilitarismo y por un pensamiento constitucional conservador. Asimismo, los progresistas, diferenciándose en esto de los moderados, abandonan cualquier intento de dotar al liberalismo de un fundamento histórico, apartándose así también del liberalismo doceañista, y abrazando una especie de cosmopolitismo constitucional.

Los progresistas, y ciertamente también los moderados, que ocupan un segundo plano en las Cortes del 37, critican «la metafísica constitucional» de los «filósofos» del siglo XVIII y juzgan con un cierto paternalismo, cuando no con menosprecio, la ingenuidad y la tendencia moralizante de los liberales doceañistas. «Metafísico» es un vocablo que en las Cortes de 1837 se lanza contra el argumento del adversario como terrible dicterio, como arma arrojadiza de plena eficacia descalificatoria. Se percibe en estas Cortes, más todavía que en las del Trienio y que en las del Estatuto Real, una clara animadversión hacia lo teórico, lo especulativo, lo abstracto y lo dogmático, y una exaltación de lo positivo, lo útil y lo concreto. La «experiencia» es una idea fuerza que triunfa sobre la idea de «razón», lo racional cede paso a lo razonable, el espíritu dogmático al relativista, el talante idealista, tan típico del doce, a un nuevo talante escéptico y acomodaticio.

En las Cortes constituyentes de 1837 apenas se discute sobre el origen de la sociedad, sobre el pacto político, sobre el concepto de Nación, sobre los límites del poder o sobre los derechos naturales del hombre. Ciertamente, además de a la influencia del utilitarismo defendido por Bentham -máxima autoridad doctrinal en estas Cortes-, esta actitud tan distinta a la de Cádiz obedecía a otra razón no menos importante: en 1812 las disputas doctrinales no giraban sólo sobre teoría de la Constitución, sino sobre teoría del Estado. La disputa doctrinal no se hacía dentro de las corrientes liberales, sino enfrentándose el liberalismo contra el realismo y aún contra las tesis americanas, de filiación muy distinta a las peninsulares. No era sólo, pues, mayor afición a las disputas doctrinales, sino necesidad de comenzar por abajo, planteándose qué es una Nación o cuáles son los límites a que es preciso someter al Estado. En las Cortes de 1837, en cambio, la creación del Estado Constitucional se da por supuesta, discutiéndose tan sólo entre diferentes tendencias del liberalismo (las contrarias están en guerra abierta), que aceptan unos principios comunes y básicos: limitación del Estado, reconocimiento de los derechos individuales, no concentración de poderes, sistema representativo, necesidad de una Constitución escrita y sistemáticamente redactada. Por eso, las polémicas giran tan sólo alrededor de la teoría constitucional de los diversos modelos de Constitución, aceptándose unas bases mínimas, y muy importantes, que en Cádiz no eran aceptadas por todos.

En virtud del talante utilitario y pragmático, los progresistas consideran al Derecho y a la moral como dos mundos separados, arremetiendo contra las máximas ingenuas que proliferaban en la Constitución de Cádiz, fruto del racionalismo iusnaturalista o ilustrado, así como contra el intenso tinte religioso de este texto.

La influencia del utilitarismo se reflejó también en el tratamiento de la soberanía. Desde luego, el liberalismo progresista, a diferencia del moderado, seguiría manteniendo el dogma doceañista de la soberanía nacional. Ahora bien, el modo en que se defendió y se proclamó era muy distinto al de 1812. En 1837 este dogma ya no se proclama en el articulado, sino que se relega al Preámbulo, consignándose, además, de un modo menos explícito: «... Siendo la voluntad de la Nación -se decía allí- revisar, en uso de su soberanía, la Constitución promulgada en Cádiz... Las Cortes Generales, congregadas a este fin, decretan y sancionan la siguiente...».

Los progresistas, pues, consignaron el dogma de la soberanía nacional, ya que era la piedra de toque que les distinguía de los moderados, partidarios de la «Soberanía compartida», además de ser el principio legitimador del motín de La Granja y también de la lucha contra el carlismo. No obstante, al relegarlo al Preámbulo, lo incluyeron como de rondón, como si se avergonzasen de tan metafísico y dieciochesco principio, tan criticado por Bentham y por Benjamin Constant. Pero, sobre todo, como veremos al comentar la Constitución de 1837, las consecuencias que extrajeron de él eran muy distintas a las que habían extraído los liberales en 1812.

Pero, sin duda alguna, fue ante el problema de los derechos fundamentales cuando el influjo del utilitarismo se hizo más perceptible. La utilidad se convertía ahora en el criterio decisivo para justificar un derecho fundamental y en general cualquier precepto constitucional. Ya la «Petición llamada Tabla de Derechos», presentaba en el Estamento de Procuradores del Reino, el 28 de agosto de 1834 y firmada, entre otros, por Antonio González y Joaquín María López, afirmaba rotundamente que «las sociedades políticas no han tenido ni deben tener otro objeto ni fin que el principio de la utilidad...».

En las Cortes de 1837 se condenan con contundencia las tesis de los «derechos naturales» del hombre, así como las del «Estado de Naturaleza» y del «Pacto Social», que en 1812 habían defendido algunos importantes doceañistas, como Toreno, y que ahora son abrumadoramente desechadas. Ahora bien, tal rechazo de las tesis iusnaturalistas no se dirigía sólo contra las de contenido revolucionario, sino también contra las del iusnaturalismo tradicional de base católica. La actitud de Oliveros y de Muñoz Torrero, apelando a las tesis tradicionales de la sociabilidad natural del hombre y a Dios como supremo Creador y Hacedor del orden social y político, tampoco son ya de recibo.

La existencia de un derecho fundamental se vincula ahora a su consagración jurídica: es derecho todo lo que como tal la Constitución sanciona y el derecho subjetivo sólo puede concebirse cuando previamente medie esa sanción, esto es, su reconocimiento y garantía.

Es preciso insistir en que si bien el influjo del utilitarismo se manifestó de un modo diáfano en las Cortes de 1837, y ante todo por parte del liberalismo progresista, tal influjo se detecta también en el liberalismo moderado y no sólo en estas Cortes constituyentes. Desde 1834, cuando menos, y hasta 1845, fecha en la que el utilitarismo comienza a decaer, los más destacados liberales moderados, como Martínez de la Rosa, Alcalá Galiano, Pacheco y Balmes, expresan con claridad su afán de desentenderse de las cuestiones abstractas, que tanto habían preocupado a los liberales del doce. De hecho, es nota común al Estatuto Real y a las Constituciones de 1837 y 1845 la elusión, o el soslayamiento, del principio de soberanía nacional; la parca regulación, u omisión, de los derechos fundamentales; y, en fin, la exclusión de las fórmulas utópicas e ingenuas de la Constitución de 1812 así como sus declaraciones religiosas.

El influjo del utilitarismo encajaba perfectamente con el escepticismo dominante en el nuevo liberalismo español, fruto, a su vez, del no muy pacífico y apacible curso por el que se había desenvuelto la construcción del Estado Constitucional. La caída del sistema constitucional en 1814 y luego en 1823, la experiencia del Trienio, la de los dos exilios, eran suficientes experiencias negativas, en un plazo no superior a veinticinco años, para que la mayoría de los liberales españoles desconfiasen de las fórmulas mágicas y de la retórica constitucional abstracta.

El nuevo liberalismo español se presenta, en este sentido, como algo más maduro. La pérdida de ingenuidad y de utopismo, el apegarse a los hechos y distanciarse de las teorías, el apelar a la práctica y no a la razón, era un fenómeno obligado tras los acontecimientos que habían acaecido en Europa y sobre todo en España desde 1814 a 1834. Pero también, como veremos a continuación, con ello se intentaba justificar una teoría constitucional mucho más conservadora que la del liberalismo doceañista. Del mismo modo, la crítica a la Constitución de Cádiz no se hacía sólo, ni fundamentalmente, por razones «técnicas», sino claramente ideológicas. Sencillamente, el liberalismo español, en sus dos tendencias mayoritarias, había dado un giro a la derecha en relación con las tesis sustentadas por el liberalismo del año doce. Como tantas veces ha ocurrido, el pragmatismo utilitario se convirtió en una coartada del liberalismo español para justificar su propia renuncia a algunos de los principios básicos del liberalismo radical y revolucionario de 1812.

Naturalmente, este conservadurismo era mucho más intenso en la tendencia moderada del liberalismo que en la progresista y de hecho se acentuó en no poca medida tras la reforma constitucional de 1845. El conservadurismo, al fin y al cabo, era la principal seña de identidad de los moderados, cuya teoría constitucional pasaría casi por entero al partido «conservador» durante la Restauración canovista. No obstante, el conservadurismo era también un rasgo de la teoría constitucional del progresismo, sobre todo si se la compara con la del liberalismo doceañista. Una comparación siempre necesaria, no sólo porque en ella se centra este trabajo, sino porque el ser conservador es siempre una cualidad relativa, esto es, está siempre en función de algo o de alguien.

Pues bien, si en 1837 el utilitarismo se percibió sobre todo en la concepción de la soberanía y en la teoría de los derechos fundamentales, el conservadurismo constitucional se manifestó de forma primordial a la hora de concebirse los poderes del Estado y su mutua relación y en particular a la hora de articular la posición constitucional de la Corona, de las Cortes y del Cuerpo electoral.

Este conservadurismo constitucional se había ido formando a partir de corrientes doctrinales distintas, aunque perfectamente compatibles. En primer lugar, el eclecticismo. Un eclecticismo que era mucho más acusado en los moderados, pero que también se detectaba en los progresistas. En este caso se trataba de un eclecticismo que era fruto más de las circunstancias históricas que de una aceptación teórica deliberada de la filosofía ecléctica. Cosa esta última que ocurría con el moderantismo, que recibe un fuerte impacto del eclecticismo de Cousin y del sensismo mitigado de Laromigiére. Dos autores que intentaron reaccionar contra las ideas filosóficas revolucionarias, y que en España difundieron Alberto Lista, el Obispo Aribau y Tomás García Luna, quien, en 1834, publicó unas «Lecciones de Filosofía Ecléctica».

El eclecticismo, que era un componente esencial de la teoría constitucional de los doctrinarios franceses y del propio sistema político del «juste milieu», implantado en Francia durante la Monarquía Orleanista de Luis Felipe, es patente en las «Lecciones de Derecho Político» que Donoso Cortés, Alcalá Galiano y Pacheco pronunciaron en el Ateneo de Madrid entre 1836 y 1845.

Pero el eclecticismo formaba parte, en general, de la teoría constitucional de moderados y progresistas y encajaba muy bien no ya con las tesis de los doctrinarios franceses, que influyeron tan sólo en los moderados, sino también en las de Benjamin Constant, un autor leído y admirado por moderados y progresistas. El eclecticismo tuvo su reflejo en la defensa que los progresistas hicieron de la Monarquía como elemento conciliador de la autoridad y de la libertad y en la concepción del Senado como poder moderador y como elemento integrador de los nuevos y de los viejos intereses sociales, y en la misma actitud con que afrontaron la elaboración del texto constitucional de 1837. Un texto que, como veremos luego, se caracterizaba por su naturaleza transaccional.

Pero el conservadurismo constitucional de los progresistas y de moderados respondía también a la influencia del realismo sociológico. En este aspecto el cambio del liberalismo español es sobremanera importante. El nuevo liberalismo, en su reacción contra los principios abstractos y revolucionarios, apelará no sólo al utilitarismo y al eclecticismo, sino también al realismo sociológico. En esta nueva actitud se detectaba el influjo de diversos autores ingleses, como el propio Bentham y también Burke, pero sobre todo franceses: Augusto Comte y el Conde de Saint-Simón. El liberalismo español pretendía no tanto ir en contra de la Monarquía absoluta, como había ocurrido en 1812, sino a favor de un Estado Constitucional, cuya victoria se presenta ahora como irreversible.

Deseaba construir una teoría constitucional acorde con la situación real, concreta, de la sociedad en la que esa teoría se insertase. El Estado Constitucional debía responder, así, a una determinada relación de fuerzas sociales y la Constitución se concebía como fiel reflejo de las relaciones sociales dominantes y no como una norma abstracta, racional y normativamente concebida. La nueva teoría constitucional del liberalismo español, tanto progresista como moderada, se mostraba así más atenta a los supuestos sociales y económicos del Estado Constitucional que a sus grandes principios ideológicos y abstractos.

Este pensamiento constitucional, conservador se manifestó en las Cortes de 1837, y mucho más todavía en las de 1845, a la hora de concebir la posición constitucional del Monarca, la estructura del Parlamento y la teoría del sufragio. La defensa de una autoridad monárquica robusta; del bicameralismo, con un Senado concebido como poder moderador entre la Corona y el Congreso de los Diputados; y del sufragio basado en el censo de los contribuyentes, serían tres premisas básicas de este nuevo pensamiento constitucional. Tres premisas aceptadas por igual, aunque con distintos matices, por progresistas y moderados y sobre las que reposaría el constitucionalismo de la España isabelina. Estas tres premisas, en efecto, se recogen en el Estatuto Real de 1834 por vez primera, se aceptan en 1837 y se llevan hasta sus últimas consecuencias en 1845. Y a pesar de que los progresistas a partir de esta última fecha fueron excluidos (o se autoexcluyeron) del juego político, siguieron manteniéndolas hasta la caída de Isabel II, en 1868.

Con este nuevo pensamiento constitucional, progresistas y moderados intentaban edificar un Estado a la medida de las «clases medias». Unas clases adversas tanto al carlismo como al radicalismo, y equidistantes del absolutismo y del republicanismo, de la democracia comunitaria antigua y de la democracia liberal moderna. Las «clases medias», término importado (e impostado) de Inglaterra eran la burguesía industrial y comercial, la nueva burguesía salida de la desamortización y algunos profesionales liberales. Estas clases debían atraerse a la Nobleza. En este pacto entre estos dos bloques sociales, los representativos de la antigua sociedad y de la nueva, y no en su confrontación, se basaba toda la estrategia social del liberalismo español. Los progresistas eran más beligerantes con las antiguas clases que los moderados, más defensores de la propiedad industrial y comercial que de la territorial, de los intereses urbanos que de los agrarios. Pero en todo caso, ambas corrientes coincidían en querer edificar el Estado Constitucional sobre una reducida oligarquía de propietarios y profesionales, de aristócratas y burgueses.

Traducido todo ello al plano constitucional, para progresistas y moderados la Corona y el Senado debían acoger ante todo a las fuerzas conservadoras, representativas de los intereses «antiguos», mientras el Congreso de los Diputados, la Cámara que pomposamente llamaban «popular», debía representar a los intereses «nuevos», multiplicados a raíz de la operación desamortizadora.

Cierto que progresistas y moderados no coincidían en el equilibrio deseable entre unas y otras instituciones y entre unos y otros intereses. Pero en todo caso coincidían en un aspecto esencial en excluir del juego político a todos aquellos que no formasen parte de las «clases medias»; en excluir, en definitiva, la democracia y el sufragio universal o de la Nobleza.

Por último, en la teoría constitucional del progresismo desaparece por completo el ideal restaurador, tal como había sido formulado por los liberales del doce. Mientras los moderados se habían acogido en 1834, y mucho más aún en 1845, a un historicismo nacionalista de marcado signo conservador e incluso inmovilista, los progresistas en las Constituyentes de 1837 abandonan todo intento de dotar al liberalismo de un basamento histórico.

Ciertamente, el historicismo doceañista, cuyo declinar se palpa en el Trienio, como hemos dicho, había reaparecido antes de 1837 en un documento de notable importancia, la «Tabla de Derechos», a la que antes hemos hecho referencia:

«Nuestros mayores -se decía allí- consignaron el derecho fundamental de la libertad civil en diferentes leyes, así como la estableció Don Alfonso el Sabio en la Ley primera, Título XXII, Partirla Cuarta... No se podrá negar -se decía más adelante- el principio que de nuestras antiguas leyes fundamentales (El Fuero Juzgo, el Fuero Real y la Novísima Recopilación) establecieron la igualdad, y que su restablecimiento es una materia que debe ocupar un lugar importante en nuestros derechos fundamentales». El sentido atribuible a estas palabras de la «Tabla de Derechos» era similar al que aparece en el «Discurso Preliminar» a la Constitución de 1812 y al que defendieron en sus intervenciones los liberales en las Cortes de Cádiz: hay un conjunto de principios e instituciones de marcado carácter liberal en el pasado español, sepultados tras el entronamiento del absolutismo y que se hacía preciso restablecer o, si acaso, renovar. El liberalismo, lejos de ser una innovación ajena a la tradición nacional española, formaba parte de su esencia. Liberalismo y nacionalismo, liberalismo y aceptación de la historia, lejos de ser términos opuestos, eran términos inseparables. No había ni que romper con la historia, ni mirar fuera de España para edificar el Estado Constitucional, bastaba con «restablecer» el pasado liberal.

Ahora bien, tal muestra de historicismo doceañista por parte del progresismo, además de ser aislada, probablemente era poco sincera. Se trataba de una exhumación del historicismo nacionalista obligada por la exhumación del historicismo jovellanista por parte de los hombres que habían elaborado el Estatuto Real. Frente al historicismo de los moderados, con el que pretendían justificar un sistema constitucional profundamente conservador y de estrechos márgenes, los progresistas respondieron con el historicismo nacionalista al modo gaditano, muy particularmente, como acabamos de ver, para reivindicar algo que al Estatuto Real faltaba: una declaración de Derechos.

Buena prueba de cuanto se acaba de decir es que en 1837, cuando los progresistas tuvieron en sus manos el proceso constitucional, desapareció por su parte el alegato histórico, el intento de fundamentar en la historia -en una supuesta historia- el nuevo Estado Constitucional. También en este aspecto el contraste con el liberalismo doceañista no puede ser mayor.

Para el progresismo de 1837 el historicismo nacionalista resulta algo pasado de moda, además de innecesario como aglutinante o como revestimiento ideológico, tal como había ocurrido en Cádiz. Allí, como hemos visto, había sido necesario ocultar las medidas innovadoras, revestirlas de un ropaje tradicional, ante las acusaciones de «francesismo», por parte de los Diputados realistas. Ahora tal cosa no acontece. Los campos están perfectamente delimitados: a un lado, los que se presentan como defensores de la tradición, los carlistas; al otro, los defensores del liberalismo. Los primeros, desde 1834, están abiertamente en contra de los segundos, y los segundos abiertamente en contra de los primeros. Las Cortes no son ya lugar de forzado encuentro. En 1837, se cita sin rebozo el ejemplo extranjero como ejemplo a seguir, importando un ardite su mayor o menor raigambre histórica y nacional. El progresismo, en 1837, sustituye la búsqueda de precedentes históricos, el prurito de lo añejo, por una mentalidad constitucional cosmopolita, por un pragmatismo ahistórico. Los ejemplos útiles proceden del derecho extranjero: el constitucionalismo inglés, el francés de 1830 y el belga de 1831.

La teoría constitucional del progresismo tuvo su reflejo en la Constitución de 1837, aunque, en realidad, este texto presenta un marcado carácter transaccional. Un carácter que se percibe, en primer lugar, en la amalgama de principios, unos progresistas y otros moderados, que en este texto se estampan. Se recogen, así, premisas de inequívoca impronta progresista, como el dogma de soberanía nacional, la libertad de imprenta sin previa censura, el Instituto de Jurado y el de la Milicia Nacional, las amplias facultades de las Cortes en orden a la sucesión de la Corona, así como la índole electiva de Ayuntamientos y Diputaciones Provinciales. Pero al lado de estas premisas se insertan otras consustanciales al ideario moderado, como la flexibilidad constitucional, el bicameralismo, el sistema electoral directo y, sobre todo, el reforzamiento de los poderes de la Corona, en detrimento de la autonomía de las Cortes: su Diputación Permanente, en efecto, se suprime y, en cambio, al Rey se le concede la facultad de convocar y disolver el Parlamento así como la de suprimir y cerrar las sesiones y la de nombrar al Presidente y Vicepresidente del Senado. Pero, muy especialmente, al Monarca se le otorga la iniciativa y la sanción de las leyes, lo que lleva aparejado la posibilidad de interponer su veto de forma absoluta y no, como la Constitución de Cádiz disponía, de forma meramente suspensiva.

Pero en la Constitución de 1837 no se trató solamente de incorporar principios de ambas canteras doctrinales. Estos principios, además, se consignaron sensiblemente atenuados, en una deliberada búsqueda de conciliación doctrinal.

Ahí se encuentra el segundo aspecto que confiere a este texto un inequívoco carácter transaccional. De este modo, aunque se recoja el dogma de soberanía nacional, tal dogma se excluye del articulado para pasar a formar parte del Preámbulo, como ya queda dicho, y muy particularmente sin que se consagre una de sus más importantes consecuencias: la creación de un órgano parlamentario especial que, sin la intervención de la Corona, se ocupe de modificar el texto constitucional. Esta curiosa mixtura de soberanía nacional y flexibilidad, incoherente en el piano de los principios, confiere al Código de 1837 una notable singularidad en nuestra historia constitucional. En los demás textos habidos desde 1812, el dogma de soberanía nacional conduce ala rigidez, de igual manera que la flexibilidad se fundamenta en el dogma moderado de la «soberanía compartida » de las Cortes con el Rey.

Por otro lado, la composición del Senado traslucía también el espíritu sincrético que animó a los constituyentes de 1837 al cambiar el sistema electivo con la designación regia: se elegían tres senadores por provincia y, entre esta terna, el Rey nombraba uno.

Igualmente la convocatoria regia de las Cortes no incluye la convocatoria automática de las mismas, sino que ambos principios, de dispar procedencia doctrinal, se consignan a la vez en el texto de 1837.

Este ánimo dulcificador se manifiesta en lo tocante a las relaciones entre el Estado y la Iglesia. El artículo 11 de la Constitución no consagra la libertad de cultos, pero tampoco sanciona la tesis moderada (que recogía la Constitución del doce) de la confesionalidad religiosa. Este vidrioso asunto se despacha con una redacción huidiza y ambigua, no exenta de habilidad, que se limita a afirmar literalmente: «La Nación se obliga a mantener el culto y los ministros de l a Religión Católica que profesan los españoles».

Pero además, y por último, el carácter transaccional del Código que nos ocupa se refuerza por un tercer aspecto, a saber: el abanico de posibilidades que esta Constitución permitía para que, sin salirse de lo constitucionalmente lícito, se diseñasen órdenes políticas fundamentales.

Esta elasticidad era consecuencia de las numerosas remisiones al legislador ordinario, con la finalidad de que éste legislase a su saber sobre aspectos capitales de la organización estatal. Así acontece con materias tan importantes como la libertad de imprenta, la Ley Electoral, la organización del Jurado, de la Milicia Nacional, de los Ayuntamientos y Diputaciones y del Poder Judicial. La Constitución sólo se ocupa de reseñar las bases mínimas -muy mínimas- que habrían de presidir el ulterior desarrollo normativo. Ello permitía que las futuras mayorías parlamentarias, según su color político, regulasen estas materias en un sentido progresista o en un sentido moderado.

El carácter transaccional de la Constitución de 1837 era, en parte, fruto de un pacto político entre las dos tendencias liberales más importantes de la época, la progresista y la moderada, deseosas de construir una legalidad fundamental válida para ambas. Este pacto político tuvo su reflejo en el propio seno de la Comisión encargada de redactar el texto de 1837. Salustiano de Olozaga, secretario de esta Comisión y el más brillante y activo portavoz de los progresistas, desempeñó un papel de primer orden en este pacto, al igual que, fuera del Parlamento y por parte moderada, lo desempeñó Andrés Borrego, director a la sazón del influyente periódico «El Correo Nacional». La finalidad de este pacto era bien clara: sustituir la Constitución de 1812, restaurada tras los acontecimientos de La Granja, por un Código fundamental, con el que ambas tendencias se sintiesen identificados.

En este pacto político influyó sobremanera la guerra carlista. Esta guerra había contribuido indirectamente a la caída del Estatuto Real y a la proclamación de la Constitución de Cádiz. El Estatuto carecía del suficiente atractivo para galvanizar a los progresistas. Pero la Constitución de Cádiz no suscitaba ya tampoco las simpatías del sector mayoritario del progresismo y concitaba, desde luego, las antipatías de los moderados. Vencer a los carlistas requería una bandera común, que ninguna de estas dos Constituciones podía simbolizar. Las Cortes de 1837 pretendieron precisamente arriar esta bandera, cuya necesidad iría creciendo a lo largo de la legislatura. Había graves razones para ello. Preciso es tener en cuenta que en los mismos días en que las Cortes se hallaban engolfadas en el debate constitucional, los partidarios de Don Carlos habían llegado hasta las puertas de Madrid. Era, pues, menester acelerar la elaboración del nuevo Código y hacer de él un punto de unión para todos los liberales, con el objeto de insuflar nuevas energías a la lucha contra el temido enemigo absolutista.

Pero este pacto, además, venía favorecido, y quizá coaccionado por la presión internacional. La Constitución de 1812 no había contado con la simpatía de los gobiernos extranjeros en ninguna de las tres épocas en que estuvo vigente. Su proclamación, en agosto de 1836, provocó honda preocupación y recelo, cuando no franca hostilidad, en las naciones de la Cuádruple Alianza en la que España estaba integrada desde 1834. Pero el apoyo de esta Alianza, y muy especialmente el de Francia e Inglaterra, era de vital importancia para los liberales españoles y para el trono de Isabel II, ya que sólo mediante él se podía contrarrestar la ayuda que las potencias absolutistas -y entre ellas el Vaticano- prestaban a los carlistas. Por fuerza los gobiernos liberales miraban con buenos ojos la sustitución del Código de 1812 por otro menos democrático, más conservador y más acorde con las Constituciones de sus respectivos países, y que fuese capaz de aglutinar a las fuerzas liberales más representativas.

La guerra carlista y la presión internacional forzaron, pues, un pacto político, que en buena medida explica el carácter transaccional de la Constitución de 1837. Este carácter puede definirse como el intento -bastante logrado- de crear una legalidad fundamental que equidistase tanto de la Constitución de Cádiz como del Estatuto Real. Deste este punto de vista, la Constitución de 1837 puede considerarse como una vía media, como una síntesis de aquellos dos textos, carentes de suficiente fuerza integradora: el uno por demasiado avanzado, el otro por demasiado comedido.

Ahora bien, la transacción constitucional de 1837 no se debía exclusivamente a un pacto político entre progresistas y moderados, esto es, a un conjunto de concesiones mutuas realizadas con el ánimo de establecer unas reglas de juego comunes, capaces de derrotar al carlismo, atraer a la Europa liberal y, en definitiva, consolidar el nuevo Estado Constitucional. Tanto o más que a este pacto, el acuerdo de 1837 respondía a la confluencia doctrinal entre estas dos corrientes liberales. Fenómeno que, si no ha pasado inadvertido, ha sido mucho menos subrayado.

Esta confluencia doctrinal -como hemos visto ya- había ido cimentándose paralelamente al paulatino distanciamiento que se observó desde 1814 a 1837, entre la mayoría de los liberales españoles respecto de la Constitución de Cádiz. Es más: esta confluencia doctrinal consistía precisamente en el común despegue de esta Constitución por parte de las dos tendencias liberales españolas, la moderada y la progresista, que se van perfilando durante estos años. Pese a sus diferencias, una y otra tendencia coinciden en el rechazo a la Constitución de Cádiz como instrumento válido de gobierno, al igual que concuerdan en la defensa de un conjunto de premisas básicas, radicalmente distintas de las que inspiraban al texto de 1812.

La transacción constitucional de 1837 no fue, pues, tan solo fruto de una voluntad política de concordia, más o menos circunstancial, sino también consecuencia de una notable confluencia doctrinal, que ya presentaba nítidos contornos antes de estallar la guerra carlista. Esta guerra, así como el subsiguiente pacto político que ella indujo, sirvió, en rigor, de acicate y catalizador de la transacción constitucional entre progresistas y moderados. Pero esta transacción, auspiciada también por la presión internacional, se llevó a cabo sobre un terreno convenientemente abonado, merced a la afinidad que existía entre estas dos corrientes sobre determinados y decisivos puntos programáticos. Es decir, obedecía a razones más profundas y menos coyunturales.




ArribaAbajo 4. La Reforma Constitucional de 1845 y la Consolidación del Liberalismo Doctrinario

La Constitución de 1837, en virtud de su carácter transaccional, nació con una inequívoca vocación integradora. Podría haber sido por ello una Constitución longeva. Pero la reforma constitucional de 1845 truncó las esperanzas de concordia y estabilidad que la transacción constitucional de 1837 había abierto y reinició con más bríos la tortuosa evolución del constitucionalismo español.

En realidad, esta reforma no fue sino la culminación de las desavenencias que se observan entre progresistas y moderados a partir de 1840. Hasta esa fecha se mantiene todavía un cierto consenso entre ambas tendencias por mor de la guerra carlista y por las expectativas de enriquecimiento rápido que la desamortización había abierto. Los exiliados moderados, que se habían refugiado en Francia, Inglaterra y Gibraltar a causa de la sublevación de La Granja, retornan y en su inmensa mayoría aceptan la nueva legalidad fundamental. Pero a partir de 1840, finalizada ya la guerra civil, este consenso se rompe. La Ley de Ayuntamientos de 1840, la Regencia de Espartero, el Levantamiento de 1843, el vergonzoso affaire Olózaga, que tan mal parada dejó a la Corona, son jalones del disenso entre progresistas y moderados, que remata con la sustitución del texto constitucional de 1837 por el de 1845.

Desde luego, el fracaso de la Constitución de 1837 no puede ser achacado tan sólo, ni siquiera fundamentalmente, a la cortedad de miras de los moderados en 1845. Sería una explicación fácil y, quizá por ello falsa. Este fracaso, como el de cualquier Constitución obedecía a causas más hondas y complejas. En rigor, era consecuencia de la debilidad del Estado liberal español y de sus fuerzas políticas más representativas, fruto a su vez de graves defectos estructurales de la sociedad española, cuyo origen se remontaba a muchos siglos atrás. En buena medida, el fracaso de esta Constitución, como antes la del Estatuto y el del Código gaditano, era resultado de la ausencia de una amplia base social que viese ligados sus intereses al nuevo régimen de libertades. La operación desamortizadora, impulsada por los mismos autores de la Constitución de 1837, no contribuyó precisamente, como es sobradamente conocido, a tal objeto, sin cuya realización cualquier sistema constitucional es no más un capitel clavado en tierra movediza.

Ahora bien, siendo cierto cuanto se acaba de decir, no lo es menos la responsabilidad histórica de los moderados al cambiar la Constitución de 1837, redactada con generosidad y buena fe, por la de 1.845, sectaria en grado sumo. Hasta un grupo de Diputados moderados, el «puritano», encabezado por Pacheco, criticó con fuerza, aunque sin éxito, la mudanza Constitucional de 1845, señalando, con lucidez, el peligro que este precedente tan poco edificante podía representar en el futuro.

En las Cortes de 1845 está presente la plana mayor del partido moderado, que monopolizó prácticamente todo el debate constitucional. Un debate que por momentos alcanzó una altura intelectual considerable, mucho mayor, desde luego, que el de las Cortes de 1837. Allí coincidieron, entre otros, Martínez de la Rosa, Alcalá Galiano, Pidal, Posada Herrera, Isturiz, el mencionado Pacheco y Donoso Cortés, que fue nombrado Secretario de la Comisión Constitucional.

En estas Cortes se aquilatan las dos ideas básicas y distintivas de la teoría constitucional moderada: la doctrina de la «Constitución histórica» y la tesis de la «soberanía compartida» entre el Rey y las Cortes. Dos ideas que, de una forma mucho más explícita que en el Estatuto Real, se recogían en el Preámbulo de la Constitución de 1845: «...Siendo nuestra voluntad (la de la Reina, Doña Isabel II) y la de las Cortes del Reino regularizar y poner en consonancia con las necesidades actuales del Estado los antiguos fueros y libertades de estos Reinos... hemos venido, en unión y de acuerdo con las Cortes actualmente reunidas, en decretar y sancionar la siguiente...».

En estas dos ideas se condensaban las fuentes doctrinales más significativas de la teoría constitucional moderada (mucho más rica y con más matices que la progresista): el utilitarismo de Bentham, el eclecticismo de Cousin y de los doctrinarios, el sociologismo de Comte y el historicismo romántico y conservador de Burke y Savigny. Unas fuentes doctrinales que, en buena medida, incluso a veces ante literam, formaban parte de la teoría constitucional del pensador español más influyente en los moderados: Jovellanos, cuyas ideas habían defendido en las Cortes de Cádiz algunos Diputados realistas, como Cañedo, y fuera de estas Cortes no pocos afrancesados. Un fenómeno nada extraño si se tiene en cuenta que el Partido Moderado se nutriría de hombres que procedían del carlismo más templado, del antiguo grupo afrancesado y de muchos liberales que habían atemperado sus ideas con el transcurso de l tiempo, como Martínez de la Rosa, Istúriz y Alcalá Galiano.

De las doctrinas de la «constitución histórica» y de la «soberanía compartida» se desprendían importantísimas consecuencias en estas Cortes y plasmaron, en gran parte, en el texto de 1845.

Ambas doctrinas implicaban renuncias a la idea misma de poder constituyente y aceptar tan sólo la posibilidad de la reforma constitucional, concebida como mera actualización de las leyes fundamentales de la Monarquía o Constitución histórica de España. Una actualización que debía correr a cargo del órgano legislativo ordinario, esto es, de las Cortes con el Monarca, cerrándose el paso a toda distinción jurídico formal entre leyes constitucionales y leyes ordinarias y liquidándose el concepto racional normativo de Constitución que el liberalismo español había defendido en Cádiz. En realidad, las doctrinas de la Constitución histórica y de la soberanía compartida llevaban a admitir la existencia de dos constituciones, la material o histórica y la formal, el documento constitucional elaborado de consumo por las Cortes con el Rey, considerado posterior e inferior a la Constitución material o histórica.

Pero, además, las dos doctrinas que estamos examinando afectaban también a la concepción y a la organización de los poderes constituidos del Estado. En general suponían un robustecimiento muy grande de las atribuciones de la Corona, en detrimento de las Cortes e incluso del Gobierno, como consecuencia de la teoría de la «doble confianza», fundamento de la teoría parlamentaria del moderantismo.

Algunos de estos principios se recogían ya en la Constitución de 1845; otros, en normas de menor rango (político, no jurídico) o bien en convenciones y simples usos. En lo que concierne al texto constitucional de 1845, en él se recogía el ideario del partido moderado con exclusión de cualquier otro: el dogma de soberanía nacional, como hemos dicho, se sustituyó por el postulado de la «soberanía compartida»; se consagraba la confesionalidad religiosa de forma terminante; la composición del Senado se modificó, acentuándose su naturaleza conservadora; las facultades de la Corona se engrandecieron todavía más; el Jurado y la Milicia Nacional se suprimían, así como la índole electiva de los Ayuntamientos. La simbiosis doctrinal, el ánimo conciliador y la elasticidad a la hora de configurar el orden político fundamental, desaparecían. La Constitución de 1845 se limitaba, así, a plasmar el programa de un partido político con una escasísima visión de Estado.

Pero lo que ante todo interesa subrayar es que la reforma constitucional de 1845 supuso el fin de nuevo rumbo que el liberalismo español había emprendido casi al poco de derogarse por primera vez el código gaditano. Y supuso también el definitivo abandono de los principios esenciales de la Constitución de Cádiz. La distancia entre este código y el de 1845 era ciertamente muy grande. En adelante, el recuerdo de la Constitución de Cádiz fue para progresistas y moderados un recuerdo incómodo.

Cierto que los progresistas intentaron volver a los principios doceañistas, renegando de la transacción constitucional de 1837. En buena parte, aunque no en toda ella, lo consiguieron en la non nata Constitución de 1856. No obstante, esta marcha atrás resultó tardía para ellos. La teoría constitucional doceañista la recuperó ante todo una nueva corriente: la democrática, que se convirtió, a partir de la segunda mitad del siglo, en la auténtica alternativa a la Monarquía doctrinaria durante la época de Isabel II, primero, y de buena parte de la Restauración alfonsina, después.






ArribaAbajo III.- El liberalismo democrático y la Constitución de Cádiz

No todos los liberales españoles, efectivamente, aceptaron el abandono de las premisas radicales ni sufrieron la conversión conservadora que sufrió el liberalismo mayoritario. Las mismas causas que habían propiciado un giro a la derecha en la mayoría de los liberales, habían llevado a una minoría de ellos a defender e incluso a radicalizar la teoría constitucional del liberalismo doceañista. Para estos liberales, la Constitución de Cádiz siguió siendo durante bastante tiempo una alternativa válida a la Monarquía constitucional isabelina y aun cuando ésto dejó de ser así, más o menos al doblar la pasada centuria su primera mitad, seguirían viendo en ella un símbolo imperecedero, cuyo espíritu y buena parte de su letra resultaban todavía plenamente vigentes.


ArribaAbajo 1. El desarrollo del liberalismo democrático

Para esta minoría de liberales, la experiencia del Trienio había puesto de manifiesto la animadversión de las clases privilegiadas hacia el Estado Constitucional, así como la escasa confianza que al liberalismo podía merecer la Corona, encarnada en un Rey que por dos veces, en 1814 y en 1823, había encabezado la reacción contra el nuevo orden de cosas que la Constitución de 1812 establecía. Durante el Trienio, los intentos de reformar la Constitución de Cádiz se vieron contrarrestados por los esfuerzos de este grupo radical, partidario a toda costa de conservarla. Los «exaltados», tal como en aquella época eran conocidos, querían mantener viva la llama del liberalismo gaditano, frente a los intentos que muchos liberales y casi todos los afrancesados hicieron por apagarla. La mayor parte de los «exaltados» se limitaron a sostener los mismos principios y el mismo programa que en Cádiz habían defendido los Diputados liberales. Hubo otros que incluso deseaban democratizar estos principios y este programa, en muchos casos con una buena dosis de demagogia y provocación fatal. Así ocurría, por ejemplo, con hombres como Moreno Guerra, Romero Alpuente y Díez Morales o con no pocos miembros de algunas Sociedades Patrióticas, como las de los Cafés de Lorencini, San Sebastián y La Fontana de Oro o, en fin, con algunos periódicos como «El Robespierre Español», «El Conciso» y «El Zurriago». Algunos destacados prohombres de la época, como Álvaro Flórez Estrada y Riego -auténtico héroe nacional- estaban muy próximos al ideario político y constitucional que posteriormente harían suyo los demócratas. Téngase presente que durante este período se defendieron en las Cortes y en diversos escritos dos derechos capitales para el ideario democrático: los de reunión y asociación, que la Constitución de Cádiz no había recogido. No obstante, la defensa de esta Constitución siguió aglutinando durante todo el Trienio al liberalismo más radical. Los intentos de modificarla, al proceder de las tendencias más templadas del liberalismo y por supuesto de otras escasamente liberales, incitaron a la izquierda liberal a cerrar filas en torno a ella y no a propugnar una reforma más avanzada de la misma.

Los dos exilios, particularmente el segundo, más largo y fecundo, habían radicalizado las posturas de estos liberales, no sólo por su enemistad creciente hacia el Rey -fácil de trasladarse a la Monarquía misma-, sino también por la influencia que habían recibido de diversas corrientes democráticas europeas, algunas de un marcado signo republicano, federal y socialista. Durante los años veinte y treinta, en efecto, y tanto en el extranjero como en España, tras la muerte de Fernando VII, se acusa el impacto en ciertos sectores minoritarios del liberalismo español de autores como Fourier, Bouchez, Blanc, Cabet, Owen, Enfantin, Considerant, Pierre Leroux, Lamennais y, más tarde, Proudhon y Krause. Radicalismo democrático, republicanismo federal, socialismo utópico, cristianismo social y hegelianismo, fueron así corrientes decisivas en la formación doctrinal del primer movimiento democrático español. Un movimiento que, como en Europa, no hizo sino en gran parte rehabilitar los tan denostados principios de la Revolución francesa, dando de nuevo a conocer a autores mayoritariamente execrados por el liberalismo bien pensante, como Rousseau, Sieyès, Condorcet y Payne. En España la rehabilitación de estos principios se ligará -no sin razón, como veremos- con el espíritu liberal de las Cortes de Cádiz y con su fruto más preciado: la Constitución de 1812.

Ciertamente, muchas de las ideas de los autores que acabamos de citar rebasaban con creces lo dispuesto en esta Constitución. De hecho durante el segundo exilio algunos liberales españoles defendieron por escrito unos principios políticos que eran mucho más avanzados que los que el código doceañista recogía. Así ocurría, por ejemplo, con las «Cartas de un americano sobre las ventajas de los gobiernos republicanos federales», publicado en Londres, en 1826, y que Vicente Llorens atribuyó a José Canga Argüelles. La misma organización del Estado se preconizaba también en las «Bases de una Constitución o principios fundamentales de un sistema republicano», escritas par Ramón Xaudaró i Fàbrecas, y que salieron a la luz en Limôges, en 1832. Ninguna de estas obras ni otras del mismo cariz tuvieron, sin embargo, demasiada influencia. El liberalismo español más radical siguió siendo fiel a la Constitución de 1812, máximo símbolo de oposición a la Monarquía absolutista de Fernando VII.

Muerto este Monarca y restaurado el Estado Constitucional, la guerra carlista que asoló España durante los años treinta del pasado siglo en vez de incitar a estos liberales extremos a pactos y componendas, exacerbó sus ánimos y enconó sus convicciones. La presión internacional que se desató contra la Constitución de 1812 por parte de Francia e Inglaterra, así como por las potencias reaccionarias, tanto en 1836 como en 1820, había acentuado, asimismo, la veneración de estos liberales por este texto, expresión señera, a su juicio, de la libertad y de la independencia nacional, del liberalismo auténtico y del patriotismo.

Estos liberales también querían adaptar la estructura constitucional de España a su estructura económica y social. No era puro verbalismo revolucionario e idealista lo que se ocultaba tras su recalcitrante fidelidad al espíritu del doce. Pero querían que tal adaptación -imprescindible tras los fracasos del 14 y del 23- discurriese por un camino ligeramente distinto al que propugnaban los moderados e incluso los progresistas. Estos liberales de izquierda, muchos de los cuales se consideraban ya asimismo demócratas, deseaban llevar hasta sus últimas consecuencias las transformaciones económicas, sociales y políticas del Antiguo Régimen en una dirección claramente radical. De ahí que apoyasen el restablecimiento no sólo de la Constitución de 1812, sino también de gran parte de la legislación que las Cortes de Cádiz, primero, y las del Trienio, después, habían aprobado. De ahí también que rechazasen la operación desamortizadora emprendida por el progresista Mendizábal en 1837 y se adhiriesen a los argumentos que en su contra había sustentado Álvaro Flórez Estrada. La teoría constitucional de los liberales demócratas, fiel en lo esencial a los esquemas gaditanos, era, así, perfectamente coherente con su estrategia social. Una y otra se encaminaban a desalojar de los órganos del Estado Constitucional a los grupos sociales del Antiguo Régimen (Iglesia, Nobleza, altos cuerpos de la Administración y del Ejército) en beneficio de ciertas capas de la burguesía y de las clases populares del campo y de la ciudad (artesanos, menestrales y el incipiente proletariado industrial). Una finalidad que requería, además de una nueva orientación de la política desamortizadora; la implantación de un sistema constitucional que, como el de Cádiz, concediese el derecho de sufragio a amplios sectores de la población, no contemplase la existencia de una Cámara Alta, conservadora por definición, y limitase grandemente los poderes de la Corona, aliada natural de las fuerzas sociales más regresivas y refractarias al cambio.

La crítica del liberalismo democrático a la Monarquía isabelina se dirigía, de este modo, tanto contra la arquitectura constitucional de esta Monarquía como contra su política social y económica. Tal crítica ponía en evidencia el desfase que existía en España entre la ideología liberal mayoritaria y la realidad social. Los moderados y los progresistas, efectivamente, habían traído de los exilios nuevas ideas, pero con ellas, desde luego, no habían traído las estructuras sociales y económicas en las que esas ideas descansaban. La España de 1833 era la misma, económica y socialmente, que la de 1808. Incluso, los casi veinte años de absolutismo, interrumpidos tan sólo por el Trienio, había supuesto un retroceso en el desarrollo económico y social respecto del período final del siglo XVIII: la devastadora guerra de la Independencia, la pérdida de la mayor parte de América, la bancarrota de la Hacienda, la censura y la represión, situaban a España, desde el punto de vista de las transformaciones económicas y sociales, por debajo de la situación anterior a la invasión napoleónica. Ello significaba que el atraso de España en relación a Europa (y Europa en aquel entonces era sobre todo Francia e Inglaterra) era mayor todavía que el que existía en 1808. De ahí que el cambio ideológico que se produjo en el seno del liberalismo mayoritario entre 1814 y 1833 no se correspondía con el cambio económico y social de España, sino más bien con el de Francia e Inglaterra. La guerra carlista acentuaría más aún el atraso de España respecto de Europa. Y la Desamortización, como es bien conocido, no conseguiría desplazar a las clases del antiguo régimen en beneficio de las clases sociales más decididamente liberales, como había ocurrido en Inglaterra y en Francia, aunque por métodos muy distintos.

Por todo ello, los demócratas no participaban de la tesis, sustentada por progresistas y moderados, de que era preciso acompasar la teoría y la realidad constitucionales de España con «la marcha del siglo», abandonando las ideas constitucionales doceañistas y el modelo gaditano. Los demócratas españoles, por el contrario, entendían que lo que podía ser conveniente para otros países más avanzados «en la carrera de la libertad», podía no serlo para España, habida cuenta del atraso de su economía y de su sociedad. Entendían que en vez de conservar viejos intereses había que crear otros nuevos; que en vez de llevar una política defensiva era preciso llevar acabo otra ofensiva; que en lugar de rebajar las exigencias políticas, económicas y sociales para acercar las fuerzas del Antiguo Régimen al Estado Constitucional, era necesario mantener, y radicalizar incluso, el programa diseñado en las Cortes de Cádiz. Los demócratas defendían, por consiguiente, una estrategia social que se basaba en la alianza entre los sectores burgueses más avanzados y las clases populares, y que se dirigía no sólo contra los intereses económicos de la Iglesia (como preconizaban los progresistas y, de forma más vergonzante, los moderados), sino también contra los de la Aristocracia terrateniente. Única alianza, a su juicio, que podía conferir estabilidad a unas instituciones verdaderamente liberales, tras los fracasos de las Cortes de Cádiz y del Trienio (en las que, en realidad, algunos «exaltados» ya defendieron esta estrategia social).

En las Cortes del Estatuto Real se hace ya patente la existencia de algunos Diputados que superan por la izquierda las tesis oficiales del Partido Progresista. Así ocurría con Luis Antonio Pizarro, Conde de las Navas, y con Miguel Luis Septien, anciano ya, ex-Diputado de las Cortes del Trienio y conspirador exaltado durante la «década ominosa». Las esperanzas de estos liberales extremos se cifran en ese momento en el restablecimiento de la Constitución de 1812, aunque con un carácter definitivo, y no provisional, como, según hemos visto, pretendía el grueso del progresismo. Estos dos Diputados defendieron en estas Cortes el sufragio Universal (para los varones), recurriendo par a ello a la teoría del Electorado-Derecho, esto es, a la tesis, inaceptable tanto para moderados como para progresistas, de que el formar parte del electorado activo y pasivo (que el elegir y ser elegido) no era una «función», sino un «derecho natural», inaugurando así una tesis central del constitucionalismo democrático posterior.

Pero es en las Cortes de 1837 en donde se hicieron más evidentes las diferencias entre la mayoría del Partido Progresista y una minoría, inserta aún en este partido, afín al ideario gaditano. Se trataba, como hemos dicho ya, de los «doceañistas». Esta minoría se mostró partidaria de conservar a ultranza la Constitución de Cádiz, manifestando muy pronto su desencanto ante la sustitución de este código por la Constitución transaccional de 1837. Fermín Caballero, Gorosarri, García Blanco, Montoya, Sosa, por citar tan sólo a los más destacados, sostenían que la mayoría progresista había traicionado la voluntad nacional que se había expresado en el movimiento revolucionario de julio y agosto de 1836. A su juicio -desde luego muy difícil de compartir- la voluntad mayoritaria de la nación deseaba tan sólo modificar en puntos muy accidentales la Constitución de 1812, pero no su sustitución por una nueva y más conservadora.

En estas Cortes, Sosa y Gorosarri volvieron a defender el sufragio universal directo, haciendo suya la tesis del electorado derecho y mostrando su radical disconformidad con la idea de considerar a la propiedad el criterio decisivo para otorgar la capacidad electoral activa y pasiva y, en definitiva, el derecho de participación política.

Los «doceañistas» alzaron también su voz para oponerse a la implantación de una segunda Cámara, defendiendo el modelo unicameral gaditano. A juicio de estos Diputados, como a juicio más tarde de los demócratas, la articulación del Senado no serviría más que para proteger los intereses conservadores de la sociedad y, por tanto, para detener o atenuar las necesarias reformas de la misma. Al igual que en Cádiz, el recelo hacia la Corona e incluso hacia la Monarquía se hizo evidente en todas las intervenciones de los «doceañistas» en las Cortes de 1837. Estos Diputados exigieron que se mantuviese la primacía de las Cortes sobre la Corona en los términos prescritos en la Constitución de Cádiz. Una Constitución que Pascual llegó a considerar «como un monumento ante el cual han doblado la frente los Monarcas». En realidad, la diferencia más importante entre los «doceañistas», de una lado, y los progresistas y los moderados, de otro, en punto a la posición constitucional de la Corona y a la Monarquía misma, estribaba en que aquellos, a diferencia de éstos, consideraban difícilmente compatible esta institución con la articulación del Estado Constitucional. Dicho con los términos que ellos mismos utilizaban, entendían que no era fácil conciliar la Monarquía con los intereses populares, la autoridad que la Corona encarnaba con la libertad que el pueblo demandaba. Ya no se trataba, pues, de contraponer el principio de soberanía nacional con el de soberanía de los reyes por derecho divino, como hacían los progresistas, ni tampoco la Monarquía absoluta con la Constitucional, como hacían los moderados, sino más bien la Monarquía, tout court, con el Estado Constitucional. Naturalmente, desde este planteamiento, que tan directamente afectaba al nervio de la concepción constitucional, doctrinaria, sólo cabía postular dos cosas: o bien mantener las relaciones Corona-Cortes tal como estaban reguladas en la Constitución de Cádiz, o bien tratar de encarrilar el Estado Constitucional por una senda republicana. Los «doceañistas» en 1837 se conformaron con lo primero, los demócratas defenderían, años más tarde, lo segundo. Para estos últimos (o para buena parte de ellos, pues algunos siguieron defendiendo la viabilidad de una Monarquía democrática, que a la postre se recogería en la Constitución de 1869) la dificultad de conciliar la Monarquía y el Estado Constitucional liberal-democrático era, en realidad, una verdadera imposibilidad en España.

En las Cortes de 1837 los «doceañistas» sostuvieron también que la proclamación del principio de soberanía nacional debía seguir haciéndose en los mismos términos que en la Constitución de Cádiz y con las mismas consecuencias que de ésta expresamente se extraían en lo relativo a la reforma constitucional. La idea de Constitución como norma jurídica superior elaborada solemnemente por unas Cortes constituyentes sin participación de la Corona, fue así una idea enérgicamente recuperada por los doceañistas, como más tarde por los demócratas, en contra del criterio de moderados y progresistas, partidarios de la «flexibilidad constitucional» y, por tanto, de la desvirtuación de la idea de Constitución como norma jurídica formalmente superior a todas las demás del ordenamiento.

A partir de la transacción constitucional de 1837, y tras el fracaso de las tesis radicales, fue anidando en los sectores extremos del liberalismo español la idea de formar un partido democrático revitalizador del espíritu doceañista, pero ya no tanto deseando el restablecimiento de la Constitución de Cádiz como la proclamación de otra más radical inspirada en algunos de sus principios. No obstante, todavía durante la Regencia de Espartero algunos grupos democráticos e incluso republicanos cifraban sus esperanzas en el restablecimiento de la Constitución de 1812. Así ocurría, por ejemplo, con el «Centro Directivo Republicano» de Barcelona, aunque su objetivo final fuese la instauración de la República Federal. En una circular de esta agrupación, fechada en 1842, y que Eiras Roel recoge en su libro sobre el Partido Democrático Español, se testimoniaba la fidelidad al texto doceañista con estas palabras: «La Constitución de 1812 es la más conforme con los principios republicanos, y con unas Cortes verdaderamente democráticas puede hacer la felicidad de este desgraciado país».

En su «Historia del Reinado del Ultimo Borbón», Fernando Garrido, uno de los primeros republicanos y socialistas españoles, sostendría que «hasta 1836, la Constitución democrática de 1812 había servido de bandera al partido revolucionario; los republicanos de aquellos tiempos creían que bien practicada, era aquella una verdadera Constitución democrática, en la cual el Rey no representaba más papel que el del primer magistrado de la nación. Pero la reforma llevada a cabo por las Cortes Constituyentes progresistas en dicho año, por lo cual quedó convertida en una Constitución doctrinaria, hizo que los progresistas dignos de este nombre enarbolasen la bandera republicana...». Unas palabras que deben matizarse, pues ni todos «los progresistas dignos de este nombre» (esto es, los demócratas) se hicieron republicanos (ni mucho menos socialistas) ni, como acabamos de ver, algunos progresistas que se hicieron republicanos dejaron de exigir, al menos durante el trienio esparterista, el restablecimiento de la Constitución gaditana.

En todo caso, lo que ahora imparta señalar es que en los elogios a la Constitución de 1812 y en la consiguiente crítica a la de 1837, coincidirían todos los demócratas españoles del pasado siglo, fuesen demócratas puros, republicanos federales o socialistas. Así, por ejemplo, M. Baralt y N. Fernández Cuesta, en un examen del programa del Partido Democrático Español, constituido en 1849, sostendrían que tal programa contenía «con pocas variaciones... los mismos principios que fueron proclamados en las Cortes Constituyentes de Cádiz y en las ordinarias de 1820». También Nicolás María Rivero, en su artículo «La legitimidad del Partido Democrático Español», publicado en «La Discursión», el 15 de octubre de 1858, insistiría en «arrancar la legitimidad del Partido Democrático Español de esta fidelidad al espíritu doceañista». Y, en fin Blasco Ibáñez y Pi i Margall, en su «Historia de la Revolución Española», vincularán el nacimiento del movimiento democrático español a la aceptación, en 1837, por parte de los progresistas del «nocivo doctrinarismo francés» y al olvido de los «principios democráticos de 1812».

Ciertamente, a partir de los años cincuenta y sesenta ya no se exigirá el restablecimiento de la Constitución de Cádiz, sino la aprobación de un texto más radical y verdaderamente democrático. Un objetivo que no se consiguió del todo durante el Bienio progresista y sí, en cambio, tras la Revolución de 1868, que en buena medida fue obra de los demócratas, cuyos principios plasmaron en la Constitución de 1869 y en el Proyecto Constitucional de 1873. Ahora bien, todavía en las Cortes Constituyentes del Bienio y en las de 1869 los demócratas seguirían rindiendo homenaje a la Constitución de 1812 y denostando a la de 1837. Mientras la primera se vinculaba al patriotismo y a la democracia, la segunda se tacharía de extranjerizante y doctrinaria, de «copia desautorizada de los doctrinarios franceses», como afirmó Gil Sanz en las Cortes de 1855, o de puro «posteleo» entre progresistas y moderados, como sostuvo en las Cortes de 1869 José María de Orense y Milá de Aragón, Marqués de Albayda y Grande de España, destacadísimo dirigente del liberalismo democrático de los años cincuenta y sesenta.




ArribaAbajo 2. La Constitución de Cádiz como mito democrático

Se comprende, ciertamente, esta admiración de los demócratas españoles del pasado siglo por el liberalismo doceañista y por la Constitución de Cádiz. El liberalismo doceañista no había sido, desde luego, un liberalismo democrático. Había sido, sí, un liberalismo radical. Denominación que tiene su pleno sentido si se compara a este liberalismo con el liberalismo doctrinario posterior, no sólo con el moderado, sino también con el progresista. Los liberales de Cádiz pueden considerarse, salvadas todas las distancias, como los liberales franceses del 91, pero en modo alguno con los del 93. En la Asamblea gaditana se repitieron, con mayor o menor originalidad, las tesis que habían triunfado en Francia en el año 91, como las de Sieyès y Barnave, pero no las de Robespierre, Saint-Just y Pétion de Villeneuve. En las Cortes de Cádiz no hubo un grupo democrático, como sí lo hubo en la Francia revolucionaria, en donde este grupo llegó a hacer triunfar sus principios en la Constitución de 1793, sensiblemente distinta a la de 1791, en vigor hasta la reacción thermidoriana de 1795. Fecha en la cual retomaron el poder los girondinos, liberales radicales pero no demócratas, que anularon las tesis jacobinas del 93, que no volverían a triunfar hasta febrero de 1848.

Es más: en las Cortes de Cádiz los liberales rechazaron la democracia de forma expresa y, en este caso, además, de forma sincera, y no de manera fingida y calculada, como en tantos otros. La democracia se identificaba en aquellas Cortes con tres modelos que no resultaban gratos para nadie: con las democracias directas de los antiguos, con los excesos de la Convención francesa y con el federalismo republicano de los «Estados Unidos Angloamericanos». A juicio de los liberales doceañistas, los ejemplos de las polis griegas y de la Roma republicana resultaban impracticables y opuestos al sistema representativo que defendían; el régimen de guillotina y terror les repugnaba profundamente; en cuanto al modelo norteamericano, les parecía tan lejano ideológica como geográficamente. Así, pues, la democracia no les interesaba en modo alguno.

La Constitución de Cádiz, en consecuencia, mal pudo haber sido una Constitución democrática. Y no lo fue, en efecto, aunque los demócratas españoles del pasado siglo se empeñasen en mantener lo contrario, coincidiendo en ello -por opuestas razones, claro es- con los reaccionarios, que no veían o no querían ver en los graves liberales de Cádiz más que a una ululante caterva de jacobinos que se habían limitado a recitar las consignas del «Contrato Social». Pero el hecho indiscutible es que esta Constitución consagraba una «Monarquía moderada», en la que se concedía a la Corona importantísimas atribuciones en el orden ejecutivo; no reconocía un sufragio directo ni auténticamente universal al excluir, no sólo a las mujeres de toda clase y condición, cosa común al constitucionalismo español del XIX, sino también a los sirvientes domésticos; no garantizaba tampoco los derechos de reunión y de asociación, indisolublemente ligados a los principios democráticos de participación y pluralismo. Esta Constitución, además, si bien permitía una autonomía en el ámbito municipal, consagraba un Estado fuertemente centralizado, que reforzaba las tendencias administrativas centrípetas que, tanto en la Península como en América, había iniciado la Monarquía borbónica desde la entronización de Felipe V. Por último, pero no lo menos importante, la Constitución de Cádiz mantenía la confesionalidad del Estado y la intolerancia religiosa, lo que estaba muy lejos de satisfacer incluso al liberalismo más tibio, pero desde luego mucho menos a las aspiraciones democráticas de aconfesionalidad y libertad de cultos, que se consagrarían más tarde en las constituciones de 1869 y 1873.

A pesar de lo dicho, tanto el liberalismo doceañista como la Constitución de Cádiz era lógico que ejerciesen un gran atractivo en los demócratas españoles del siglo XIX. El liberalismo doceañista, si bien no democrático, había sido -repitámoslo una vez más- un liberalismo radical, consecuencia tanto de su filiación doctrinal como de la circunstancia histórica en que hubo de expresarse. El influjo decisivo del iusnaturalismo racionalista y del pensamiento constitucional francés, así como el levantamiento popular contra la invasión napoleónica y el propio desarrollo de la guerra, habían conferido al liberalismo doceañista un neto carácter revolucionario. Un carácter que estaba más en el fondo que en la forma, en las medidas que los liberales adoptaron que en las argumentaciones que dieron en apoyo de las mismas. Dicho de otro modo: se había tratado de un liberalismo revolucionario sin los excesos verbales del francés, sin gratuitas provocaciones, incluso con muchas ocultaciones y encubrimientos, pero a la postre objetivamente revolucionario. Era un liberalismo radical no sólo por su carácter primerizo, sino porque había sustentado con firmeza el noble afán emancipatorio consustancial a los orígenes del liberalismo europeo, que moderados y progresistas, contagiados por el liberalismo conservador de la Europa postnapoleónica, habían desvirtuado en gran parte. El liberalismo doceañista, como luego el democrático, respondía a las aspiraciones, no por vagas menos sentidas y eficaces, de libertad individual, igualdad política y racionalidad a la hora de organizar el Estado y la sociedad. Era comprensible, pues, que los demócratas sintiesen por el liberalismo doceañista alta estima y admiración, y no tanto por lo que había sido cuanto por lo que, a partir de él, podía ser, porque el carácter radical de este liberalismo hacía de él un liberalismo abierto, de ahí que, aun no siendo democrático, podía fácilmente democratizarse sin que sus principios rechinasen.

En segundo término, el liberalismo doceañista se había caracterizado por un impulso ético, generoso e idealista, que contemplaba al hombre desde una actitud filantrópica, según la mejor herencia ilustrada, como algo más que un simple sujeto u objeto del desarrollo económico, subrayando su dimensión moral e incluso religiosa y su derecho a acceder a la cultura y a una rica y plena vida espiritual. Un planteamiento muy distante del liberalismo pragmático, «posesivo» e insolidario que sustentarían más tarde progresistas y moderados, y muy próximo al que caracterizó al liberalismo democrático, en general, y al español en particular. Un liberalismo este último que partía, más incluso que el doceañista, de unos supuestos intensamente moralizantes, éticos e incluso utópicos. Ello no supuso, sin embargo, el abandono de los criterios utilitarios de Bentham, pero sí la interpretación sub specie moralitatis del utilitarismo, como en Inglaterra habían hecho no pocos de los «radicales filosóficos» y entre ellos J. S. Smill, cuyo liberalismo humanista tanto se asemeja al de los demócratas españoles del pasado siglo. Este contenido ético y moral del liberalismo democrático español constituyó una nota común a todas sus tendencias internas y alentó las experiencias revolucionarias de 1854 y 1868. No se olvide que fue en el sexenio cuando, engarzando con el más noble legado doceañista, las Cortes Constituyentes abolieron la esclavitud y la pena de muerte en todos los dominios españoles; acometieron la reforma penitenciaria, iniciada en Cádiz, y la mejora de las condiciones de vida de la clase trabajadora, así como la promoción sociocultural, no todavía política, de la mujer. Esta dimensión humanista del liberalismo democrático obedecía, además de a la influencia de la ilustración y del liberalismo doceañista, al influjo de las corrientes democráticas europeas que cristalizaron en la Revolución del 48, principalmente del socialismo utópico y, acaso sobre todo, del cristianismo social de Lanmenais. Un autor que, ya desde que Larra lo tradujo e introdujo en España, ejerció una enorme influencia en buena parte de los demócratas del pasado siglo, como Ayguals de Izco, José Ordax Avecilla, Sixto Cámara, Fernando Garrido, Roque Barcia y Castelar.

En tercer lugar, el liberalismo doceañista había sabido estar a la altura de unas circunstancias históricas sobremanera difíciles e incluso dramáticas, con un coraje y un aplomo que contrastaba con la pacatería y la timidez que, no sin razón, los demócratas achacaban al liberalismo progresista y moderado, propenso en extremo a las componendas y a las medias tintas, a los pactos y a las concesiones, que acabaron vaciando el potencial transformador del movimiento liberal español. El liberalismo doceañista no sólo había defendido la libertad frente a los «serviles», sino también frente al yugo francés. Era, pues, un liberalismo que por fuerza tenía que suscitar una enorme simpatía a los demócratas que, además de demócratas, o quizá por serlo, eran también unos liberales profundamente románticos en su mayoría. Para ellos, y no les faltaba razón, las Cortes de Cádiz, sobre ser la cuna de la libertad y de la democracia españolas, habían llevado a cabo una extraordinaria gesta romántica. En medio de los cañonazos enemigos, en la punta de España, unos cuantos hombres se habían empeñado en representar l a voluntad de una nación alzada en armas contra el gigante de Europa, apelando a unas tradiciones medievales que se perdían en la noche de los tiempos y alas proezas heroicas de los Comuneros de Castilla. David contra Goliath. Una expresión más del quijotismo español. Los liberales luchando, dentro de las Cortes, contra los Torquemadas y la canalla clerical; y, fuera de ellas, contra el mayor ejército de Europa. Puro romanticismo, puro idealismo, acendrada expresión de una lucha denodada del deseo contra la realidad, que a los demócratas españoles, acaso más por románticos que por demócratas, no podía más que arrebatar.

La Constitución de Cádiz, asimismo, pese a su tosquedad técnica y a sus tachas e insuficiencias, había sido fruto de un levantamiento popular juntista y no de una concesión de la Corona, ni siquiera de un pacto con ella. Respondía sin paliativos al principio de soberanía nacional y no al de soberanía compartida, que se había plasmado en los textos de 1834, 1845, 1876 y, de forma implícita, en el de 1837. En virtud de ella, sólo unas Cortes Constituyentes, sin acuerdo alguno con el Monarca y sin necesidad de respetar ningún principio ni institución decantadas por la historia, podían dar o reformar la norma jurídica básica del Estado. Era, pues, una Constitución que se oponía también de forma radical a la idea antidemocrática de la Constitución «histórica»; «tradicional» o «interna» de España, a través de la cual, desde Jovellanos a Cánovas del Castillo, se otorgó la primacía a la voluntad de España sobre la voluntad de los españoles, a la historia sobre la razón, al pasado sobre el futuro, a la inercia sobre el progreso.

Además, y como consecuencia de ello, en la Constitución de Cádiz las Cortes se situaban en el centro de la organización política. Su convocatoria era automática y en medio de los períodos de sesiones ocupaba sus funciones una Diputación Permanente. Al Rey se le negaba una participación decisiva en el orden legislativo y se le excluía de la reforma constitucional, con lo cual en buena medida se le excluía también de la función de gobierno o de dirección de la política. La estructura de las Cortes era unicameral y en ellas no se confería a los estamentos privilegiados del Antiguo Régimen ninguna representación especial. El sufragio, pese a ser indirecta y no enteramente universal, era muy amplio. La organización de la Justicia se había establecido según el modelo judicialista inglés, mucho más progresista, a juicio de los demócratas, que el que, arrancando de Francia, se iría imponiendo en el constitucionalismo posterior. La organización del Estado, pese a ser muy centralizada, respetaba al menos la autonomía municipal.

Era, pues, también perfectamente comprensible que a los demócratas esta Constitución les pareciese adecuada para llevar a cabo las profundas transformaciones que-ellos deseaban sin que fuesen paralizadas por la Corona, el Senado y, en definitiva, por las fuerzas sociales regresivas. Del mismo modo que no es difícil comprender que, abandonada la tentativa de restablecerla, sus principios básicos siguiesen suscitándoles una completa adhesión.






ArribaIV.- Fracaso y vigencia del constitucionalismo doceañista. (Conclusión)

La Constitución de Cádiz, por tanto, no sólo tuvo una escasa vigencia jurídica en nuestra historia constitucional (apenas seis años), sino también una muy débil incidencia en el liberalismo español mayoritario durante todo el siglo XIX, que casi al poco de nacer le fue dando la espalda, como hemos ido viendo. Desde el Estatuto Real hasta la Constitución de 1876, el Estado español se vertebraría a partir de unos principios distintos, cuando no opuestos, a los que la Constitución de Cádiz había recogido. Unos principios que, en parte por un encomiable afán conciliador y en parte por un excesivo entreguismo, los progresistas abandonaron en 1837. Una fecha decisiva en nuestra historia, no ya porque entonces se emprendió la operación desamortizadora, sino porque la Constitución de ese año delimitaría el modelo constitucional español del siglo XIX.

En realidad, mucha mayor influencia que la Constitución de Cádiz la tuvo otro texto constitucional anterior a ella, que muchos historiadores de nuestro constitucionalismo, confundiendo quizá sus deseos con la realidad, tratan de orillar. Nos referimos al Estatuto de Bayona de 1808. En este texto, bastante más breve que el de Cádiz y de origen menos noble, de corta vigencia en el tiempo y en el espacio, se encuentran, aunque algunos in nuce, los principios que informarían al constitucionalismo español hegemónico durante todo el siglo XIX: la soberanía compartida entre el Rey y las Cortes; la Constitución histórica de España; la Corona como eje y nervio del Estado; la mixtificación de la representación nacional mediante un Senado que no sirvió más que para perpetuar la representación corporativa estamental; la centralización administrativa según el patrón francés; la confesionalidad e intolerancia religiosas, que puso los cimientos del nefasto nacional-catolicismo posterior. Unos principos a los que se iría añadiendo, a medida que el sistema constitucional se fue desarrollando a lo largo de la pasada centuria, la tergiversación del parlamentarismo mediante la doctrina de la «doble confianza», que en la práctica contribuyó no pocas veces a que recayese en la Corona, cuando no en su camarilla, el peso de la orientación política del Estado. Súmese a ello los escasos márgenes de participación política debido a la pervivencia de un sufragio electoral muy restringido, salvo breves paréntesis, y la práctica constante, desde el origen mismo del sistema constitucional, del caciquismo y de la corrupción electoral. El cuadro resultante no puede calificarse de muy aleccionador y ciertamente muy distinto al que los patriotas liberales habían soñado en Cádiz para su amada España.

Sin embargo, como también hemos visto, el liberalismo doceañista y la Constitución de Cádiz no dejaron de tener influencia, e influencia notable, en el liberalismo democrático. Un liberalismo que, si bien fracasó en líneas generales durante el siglo XIX, alumbró el modelo constitucional de 1869, esto es, el más próximo, junto al de 1931, al que en la actualidad establece la Constitución de 1978. En realidad, estos tres textos constitucionales pueden considerarse continuadores del de 1812. Y ello, muy particularmente, al consagrar todos ellos lo que puede calificarse de primado de la positividad, es decir, la supremacía de un orden constitucional emanado libremente de la voluntad colectiva, como máxima expresión y garantía de un Estado Democrático de Derecho. Esta supremacía de la Constitución, concebida como auténtica norma jurídica, superior a todas las demás y capaz de modificar su contenido según la propia colectividad decida, representa, además, la aportación más importante del constitucionalismo doceañista. Y la más duradera, pues hoy en día sigue siendo tan válida como hace ciento setenta y cinco años.





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