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ArribaAbajoEl contexto de la publicación de El liberalismo es pecado

El liberalismo es pecado fue indudablemente una de las obras que más expectación y más polémicas suscitó en la España finisecular. Esta obra, que conoció ocho ediciones pocos meses después de su publicación en 1884, y con tiradas de diez mil ejemplares, fue la obra más difundida del eclesiástico catalán84. Fue también una de las obras más traducidas: la primera versión extranjera fue la francesa, seguida por la italiana en 1887. La edición catalana se publicó en 1885 por la Librería y Tipografía Católica de Barcelona. Hubo versiones en portugués, alemán, húngaro e inglés y una edición separada para América Latina en 1885. Se hicieron posteriores traducciones, entre otras al vasco en 1888, y con la colaboración de La Hormiga de Oro85. La popularidad alcanzada por el folleto de Sardà era tan notoria que la versión en lengua vasca se completó con una serie de oraciones en euskera para que se utilizase como devocionario durante la misa86. En 1891, gracias a una suscripción organizada por la Academia Católica de Barcelona y en homenaje a Sardà, se publicó una versión políglota en ocho idiomas (francés, alemán, catalán, castellano, vasco, portugués, italiano y latín), con un formato similar al de una gran Biblia familiar ilustrada87.

En 1884, año de la publicación integral del folleto de Sardà, las polémicas entre católicos españoles, las tensiones dentro de la institución eclesiástica, desgarrada por posiciones distintas con respecto a la política católica más oportuna para la «recristanización» de la sociedad, habían alcanzado su punto álgido. Considerada desde una perspectiva histórica más amplia, la crisis religiosa española del siglo XIX no se expresó sólo a través de la actuación concreta de la Iglesia como institución y de las reacciones del estamento eclesial identificado con las tradicionales estructuras del poder. También conllevó el fraccionamiento político e ideológico de los católicos. A lo largo del siglo, y más particularmente a partir de la década de 1850, surgen múltiples expresiones de la conciencia religiosa, a veces de signo muy diverso. Al inmovilismo intransigente y a la cerrazón cultural de determinados sectores del catolicismo, se superpusieron esfuerzos renovadores y conciliadores por parte de otros para quienes la praxis histórica y la fe no eran incompatibles. Los efectos polémicos de esas disensiones se hicieron sentir en las relaciones entre el Gobierno español, la propia Iglesia española y el Vaticano. Cuestiones debatidas desde principios del siglo, y de actualidad todavía en la España finisecular, como las relaciones de los fieles con los poderes constituidos, la aceptación de ciertas fórmulas del liberalismo político, la tesis y la hipótesis, el protagonismo de las asociaciones y de la prensa católica en el ámbito de una propaganda religiosa fueron cuestiones acuciantes. Constituyeron una rémora para el catolicismo hispano que resultó incapaz, como en otras naciones europeas sociológicamente católicas, de fomentar en la escena política la unión de los católicos para la defensa de los intereses religiosos.

El alcance de una obra como El liberalismo es pecado no puede medirse sin tener en cuenta el complejo entramado de las fuerzas políticas y religiosas de la segunda mitad del siglo XIX y las divisiones ideológicas de los católicos españoles. A esta complejidad de la situación se superpone la especificidad de la situación catalana: frente a una fuerte implantación del integrismo del que Sardà i Salvany fue uno de los representantes más relevantes, existía un grupo de eclesiásticos heteredoxos del catolicismo conciliador y humanista de Balmes y de la Escuela Apologética Catalana. Los representantes de este catolicismo catalán que, a partir de los años 1850, rechazaban la intransigencia y reivindicaban una postura conciliadora que se identificaría más con las orientaciones de León XIII que con las de Pío IX, compartían criterios de un catolicismo tolerante con personalidades relevantes del ámbito catalán conservador como Joan Mané i Flaquer, Manuel Duran i Bas, Josep Coll i Vehí, por sólo citar a algunos. Este sector católico moderado se adhería a los esfuerzos renovadores de católicos belgas y franceses, expresados en los Congresos de Malinas de 1863, 1864 y 1867, para quienes la Iglesia católica no podía permanecer ajena a circunstancias históricas y políticas de su época. Frente a las nuevas doctrinas liberales, los católicos tenían que estar presentes en todos los terrenos y ponerse al frente del movimiento social que se iba verificando lentamente88.

Las intenciones de Sardà al redactar este folleto, las dificultades y expectativas que su publicación suscitaron así como el impacto que tuvo no sólo en España sino fuera, por ejemplo en América Latina, son elementos muy esclarecedores a la hora de valorar la realidad social y cultural de la Iglesia española y de analizar el integrismo religioso como producto ideológico y como instrumento de poder.

Desde las páginas de su folleto, el eclesiástico catalán no haría más que confirmar lo que había demostrado en sus campañas de prensa y en el conjunto de su producción escrita: la defensa de la tesis, es decir, la total sumisión de la esfera social y de la sociedad civil a Dios y a la religión, implicaba que se extremara la hostilidad en todo cuanto se relacionara con la sociedad moderna.

Al plantear de manera tan radical la cuestión de la tesis y de la hipótesis debatida con reiterada aspereza desde principios del siglo XIX, Sardà excluía toda posible conciliación con el liberalismo político y todo intento comprensivo por parte de la Iglesia y de los fieles con las realidades de su época. El liberalismo es pecado representaba un compendio de la doctrina integrista, del exclusivismo y de la intolerancia religiosa fomentados por el Syllabus de Pío IX.




ArribaAbajoLas divisiones de los católicos en el siglo XIX

En España la política liberal que conllevó una profunda reforma de la Iglesia (desamortización de los bienes eclesiásticos, supresión de las órdenes religiosas, instauración de nuevas libertades, secularización de la enseñanza) se llevó a cabo primero durante el Trienio Liberal (1820-1823) y después en los años treinta, cuarenta y cincuenta del siglo XIX. Durante el Bienio Progresista (1854-1856), se confirmó la erosión del papel de la Iglesia en la vida social y política.

A partir de la década de 1850, el catolicismo adoptó una postura cada vez más defensiva y de hostilidad hacia el liberalismo. Esta reacción iba en aumento a medida que se deterioraban las relaciones entre Pío IX y el Gobierno italiano. Otros acontecimientos vinculados con el Pontificado de Pío IX fortalecieron este radicalismo. La cuestión romana, el Syllabus de Errores (1864) y el Concilio Vaticano I (1870) impulsaron la ortodoxia ultramontana del pontífice.

Desde 1848, la cuestión romana, proceso por el cual la Iglesia iba perdiendo su poder temporal, hizo del todo imposible la reconciliación entre el liberalismo político y el catolicismo ultramontano89. Ante una situación que suponía la pérdida de su poder temporal, el Vaticano había declarado que la única actitud posible era mantenerse en una total intransigencia ante los hechos consumados. En un contexto políticamente difícil para el Vaticano, ser católico suponía una adhesión incondicional a Roma, la defensa absoluta de la superioridad del poder espiritual sobre el civil y del magisterio infalible del pontífice.

Si la cuestión romana reforzó la vinculación de los católicos más fervientes con Roma, también tuvo consecuencias importantes desde el punto de vista doctrinal90. En diciembre de 1864, después de la firma del Convenio del 15 de septiembre establecido entre Víctor Manuel y Napoleón III por el que se encargaba a Italia el cuidado de respetar los territorios que quedaban al Pontificado, Pío IX dio a conocer su encíclica Quanta Cura. Este documento que condenaba terminantemente el racionalismo, el liberalismo y el socialismo era acompañado por el Syllabus de Errores.

El Syllabus era un compendio sistemático de todos los errores de la sociedad liberal moderna, heredera de la Revolución de 1789. En esta larga lista de ochenta errores, se censuraban la tolerancia religiosa así como la libertad de ciencias y de cátedra haciendo prácticamente imposible toda reconciliación entre la Iglesia y los sectores católicos más aperturistas. Tanto la encíclica como el Syllabus tuvieron hondas repercusiones en el modo de ser católico de los españoles. Se difundieron en un momento en que la situación religiosa estaba dividida entre quienes creían posible la reconciliación entre el catolicismo y las libertades modernas y el sector más intransigente que defendía a ultranza sus dogmas político-religiosos.

El Syllabus, que llegó a tener fuerza de dogma para los católicos «íntegros», asentaba la postura defensiva y beligerante del Vaticano y constituyó el núcleo a partir del cual se elaboró el integrismo español y europeo. Primero el Syllabus, y luego la preparación del Concilio Vaticano I, habían propiciado un ambiente favorable para la posterior difusión de las tesis tradicionalistas. A este respecto conviene aclarar el contenido político-religioso del tradicionalismo al que nos referimos.

La política religiosa defendida por Pío IX aparecía no sólo como una reacción frente a un contexto político preciso, sino también como una «renovación» de signo reaccionario por parte de la ideología de los tradicionalistas de principios de siglo. El término tradicionalismo para designar dicha corriente ideológica reaccionaria ha de comprenderse abarcando el pensamiento y las actitudes opuestas al constitucionalismo liberal y a los nuevos valores de una burguesía emergente. Basada en la teología y filosofía escolástica, esta corriente recogía los tópicos de doctrinarios del absolutismo francés como el Abate Barruel, Bossuet y otros. Este absolutismo, capaz de mudar la intolerancia en un valor básico de la vida intelectual, se convirtió en uno de los fundamentos esenciales del neocatolicismo y, sobre todo, del integrismo a partir de 1875.

Como lo explícito el propio Fèlix Sardà i Salvany el comportamiento de los neocatólicos que reivindicaban un catolicismo «íntegro» no era nuevo. Lo nuevo era el impulso que el Pontificado de Pío IX había dado a esta forma de radicalismo religioso: «Non nova, sed nove. No cosas nuevas sino de un modo nuevo. En menos palabras: lo viejo a lo moderno»91.

Por otra parte, dentro de esta renovación de signo ultramontano, los neocatólicos e integristas recogieron los fundamentos teóricos del pensamiento de Donoso y llevaron hasta sus últimas consecuencias una política «íntegramente» católica. La participación de Donoso Cortés en el largo proceso de gestación del Syllabus alentó al catolicismo intransigente en su radicalismo político-religioso92.

En este punto conviene señalar el eco de las doctrinas donosianas en un grupo de católicos que, apartándose del partido moderado, formó el núcleo de los neocatólicos. Donoso Cortés, que apoyaba el ala más conservadora del partido moderado, había sido muy influido en su actitud ideológica y en su proyecto político por las consecuencias de la revolución europea del 48. Hombre del moderantismo histórico, Donoso ejerció una enorme influencia en el seno del partido moderado y las ideas donosianas que mayor influencia tuvieron sobre este núcleo de neocatólicos fueron el catastrofismo apocalíptico, el antimoderantismo y la analogía entre Dios y la sociedad, entre la Iglesia y la civilización93.

Los neocatólicos expresaron cada vez con más fuerza estas ideas a medida que Donoso iba desengañándose de la política moderada y, sobre todo, cuando vio el fracaso del Gobierno de Bravo Murillo que él animaba. Donoso es consciente en aquel momento de que su política ha fracasado porque carece de un grupo que apoye sus ideas, lo que logrará poco después tras el bienio progresista94. A partir de entonces, se acentuará la postura defensiva del catolicismo español. La constitución de los neocatólicos como grupo político se produjo después del periodo 1854-1856.

Para el sector neo e integrista, el antiliberalismo del pontífice confirmaba la argumentación contrarrevolucionaria de Donoso. El Syllabus fue la bandera que esgrimieron los neocatólicos en su defensa de un catolicismo incontaminado e intransigente. Durante el Sexenio revolucionario, carlistas y neocatólicos agrupados en la Comunión Católica Monárquica reivindicaron la denominación de tradicionalistas y se erigieron en los únicos defensores de la verdad católica y de la Iglesia.

El Syllabus tuvo notables repercusiones políticas pero mucho más grave fue su impacto intelectual. La fórmula «católico, apostólico y romano» definía el código de conducta espiritual obligatorio de todo católico que no quería ser tachado de transaccionismo con el liberalismo. Mientras que para el sector católico más intransigente el Syllabus fijaba definitivamente la condena del liberalismo, otros sectores católicos propusieron una lectura más aperturista de este documento. Las múltiples ambigüedades que surgían en el momento de dar una definición precisa de la herejía liberal y las polémicas que suscitó el Syllabus en la prensa católica en general, reflejan hasta qué punto sus lecturas e interpretaciones desbordaron el alcance objetivo de las condenas de Pío IX.

Prueba de ello fueron los graves enfrentamientos que, desde la prensa católica española y con una violencia que excluía todo tipo de compromiso, dividieron a los católicos y llevaron la Iglesia a una situación de cisma. Envalentonados por el apoyo espiritual de Pío IX al catolicismo ultramontano, tanto los neocatólicos como los carlistas y, más adelante, los integristas, emprendieron desde sus respectivas publicaciones campañas inquisitoriales contra los católicos acomodaticios.

Por otra parte, el Syllabus no hizo más que agudizar el comportamiento belicista de los neocatólicos que, desde publicaciones como El Pensamiento Español (1860-1873), se habían lanzado a denunciar las nuevas corrientes filosóficas. En 1865, el Ideal de la Humanidad (1860) de Sanz del Río fue incluido en el índice Romano de libros prohibidos. A lo largo del Sexenio, los neocatólicos lograron desprestigiar a los profesores heterodoxos que fueron expulsados de sus cátedras universitarias. Josep María Quadrado, opuesto a las purgas emprendidas por los católicos intransigentes, fue acusado de catolicismo liberal y se vio obligado a cerrar su periódico La Unidad Católica (1869) en 1873. Al «catolicismo católico» se oponía un «catolicismo cristiano» que se apoyaba en la creencia en una humanidad evolutiva y perfectible95.

Esta actitud de total rechazo hacia las corrientes más avanzadas del pensamiento filosófico y científico fue la tónica intelectual que imperó en el catolicismo español de la segunda mitad del siglo XIX y que llevó a afirmaciones tan contundentes como la de Sardà i Salvany cuando afirmaba, en 1884, que el integrismo era «la única filosofía cristiana» y que, contra los enemigos, lo que se necesitaba era «guerra sin cuartel»96.

El Syllabus respondía a dos realidades históricas precisas: la afirmación de una corriente católica liberal en Francia y en Bélgica y los intentos renovadores de intelectuales católicos que, como Doellinger en Alemania, querían independizarse del poder dogmático de Roma. Los representantes del catolicismo liberal se dieron a conocer en los Congresos de Malinas (Bélgica) de 1863 y posteriormente de 1864 y 1867. Dichos Congresos se organizaron con la voluntad de promover el apostolado cristiano y la «renovación católica» de la sociedad moderna, utilizando «todos los recursos que se perdían por falta de una justa explotación»97.

En ellos se dieron a conocer, efectivamente, los católicos representantes de la Escuela de Malinas. No pueden disociarse estas primeras manifestaciones de lo que se ha llamado el catolicismo liberal del contexto político y religioso de determinados países europeos como Bélgica y Francia donde los católicos eran partidarios de un diálogo con la sociedad y las instituciones modernas.

Esta corriente católica surgió en la Europa católica de los años veinte y más particularmente en Bélgica, donde se agruparon, en torno a Monseñor Mean, arzobispo de Malinas, y a los católicos de dicha Escuela. Estos católicos deseaban la independencia de la Iglesia y no descartaban la posibilidad de una constitución basada en las modernas libertades. Las libertades modernas no suponían para tales católicos unionistas la emancipación del individuo con respecto a la autoridad de la religión y de la Iglesia. La experiencia belga significaba principalmente el respeto de la constitución liberal y la utilización del sistema parlamentario para la defensa de los intereses religiosos98.

En 1863, los católicos partidarios de la hipótesis preconizaban la aceptación de las libertades modernas como una táctica que no ponía en tela de juicio el ideal cristiano (o tesis). Para estos católicos, se trataba de rechazar una postura esencialmente dogmática y, como se había comentado respecto al Congreso de Malinas de 1863,

«el Congreso no se atribuye autoridad alguna fuera de su jurisdicción; no pretende dogmatizar ni imponer sus opiniones a nadie, ni legislar; más distante todavía está de entrometerse en los negocios de los gobiernos y de pronunciarse sobre las cuestiones políticas. Constituido de miembros divergentes bajo todos los puntos de vista, que no sean el religioso, le es preciso encerrarse escrupulosamente en su esfera propia [...]. ¿Qué hace pues? generaliza ideas, indica medios, abre horizontes, emite votos, y sin traspasar los límites de su poder traza una vía dilatadísima y anchurosa por la que todas las nobles iniciativas pueden marchar de frente y obrar de acuerdo»99.



Para estos católicos, los anatemas del Syllabus descalificaban las nociones de progreso y de perfectibilidad, cuyo sustrato es la fe en la humanidad.


ArribaAbajoEl impacto de los Congresos de Malinas en España

Cabe subrayar el interés y la adhesión que habían suscitado las manifestaciones del catolicismo liberal europeo y los Congresos de Malinas en un grupo de católicos españoles moderados que se expresaban desde revistas como la Revista Católica. Dentro de esta línea aperturista se sitúa la corriente representada por el Diario de Barcelona y su director Joan Mané i Flaquer. En 1854, bajo su dirección y con la colaboración de personalidades del catolicismo conservador tan relevantes como Manuel Duran i Bas, Josep Coll i Vehí y Estanislau Reynals i Rabassa, el Diario era el principal órgano de difusión de la doctrina conservadora en Cataluña.

Joan Mané i Flaquer, que había asistido a los Congresos de Malinas de 1863 y 1864, no ocultaba su simpatía por el grupo católico-liberal francés encabezado por Montalembert. Los repetidos fracasos de insurrección carlista y el estado de descomposición de su ejército en la década de 1860 no eran ajenos a la voluntad por parte de un sector católico moderado de buscar una vía política intermedia.

Dentro de ese catolicismo moderado, se situaba un grupo de eclesiásticos catalanes herederos del cristianismo conciliador y humanista de Balmes y de la Escuela Apologética Catalana. Representantes de esta última como Joaquim Roca i Cornet, Josep Ferrer i Subirana habían dado a conocer, en los años 1840, su actitud positiva respecto a los esfuerzos renovadores de los católicos franceses y su convencimiento de que la única postura del catolicismo español ante las nuevas doctrinas liberales tendría que ser «una especie de transacción para ponerse al frente del movimiento social que iba verificándose lentamente»100.

Pese a que su actuación política fuera muy escasa, la Escuela Apologética Catalana fue precursora de un grupo de católicos compuesto por eclesiásticos y laicos cuya orientación doctrinal era esencialmente conciliadora. Las actuaciones de este grupo como las de otras figuras representativas de un catolicismo más abierto y ajeno a las luchas de partido, como el balear Josep María Quadrado, no desembocaron en un catolicismo liberal comparable al que se había fraguado en Francia y en Bélgica. Pero el proyecto de reconquista de la sociedad civil mediante un catolicismo conciliador compartido por eclesiásticos y laicos de sensibilidades políticas distintas iba a preparar el terreno para el posterior y tardío arraigo de la democracia cristiana.

En su obra L'integrisme a Catalunya (1990), Mosén Bonet i Baltá y Casimir Martí mencionan la filiación doctrinal de este grupo de eclesiásticos que tanto interés y simpatía demostraron por las orientaciones fijadas en los Congresos de Malinas. Señalan a este respecto la importante aportación de algunos miembros de la jerarquía catalana, como el obispo Antoni Palau, iniciador de una tendencia tolerante que iba a encontrar muchos adeptos en el clero. Entre ellos se encontraban sacerdotes como Eduard Maria Vilarrasa e Idelfons Gatell, que en su publicación la Revista Católica (1852-1868) enjuiciaron positivamente los Congresos de Malinas. Ambos eclesiásticos impulsaron la Revista Eclesiástica y formaron parte, más adelante, de la redacción de La Ilustración Católica y de El Criterio Católico (1884-1888).

La prudente defensa de las experiencias católicas belga y francesa por parte de Vilarrasa dejaba traslucir su admiración por los esfuerzos renovadores de los católicos europeos. Para este eclesiástico, como para Idelfons Gatell y el obispo de Orléans, Monseñor Dupanloup, así como los católicos franceses Lamennais, Falloux y De Broglie, eran católicos sinceros que enfocaban las libertades modernas como un medio más para la defensa de la Iglesia. Aceptar el régimen de libertades civiles no suponía que estos católicos dejaran de estar sumisos a Dios y a la doctrina católica. En un momento en que, en algunas naciones católicas, la legislación vigente era contraria a los intereses de la Iglesia, los católicos debían estar presentes en todos los terrenos.

Al recordar que los católicos congregados en el Congreso de Malinas querían utilizar para la reconquista cristiana de la sociedad «todos los recursos que se pierden por falta de una justa explotación», Vilarrasa definía lo que iba a ser la línea de conducta de otras personalidades eclesiásticas catalanas como Bonaventura Ribas, Eduard Llanas, Jaume Collell, Gaietà Barraquer y Torras i Bages. Estos católicos que deseaban intervenir en la vida pública de Cataluña, sin supeditarse a los planteamientos dogmáticos del carlismo y del integrismo, compartían un criterio de tolerancia hacia el liberalismo político. Desde sus respectivas publicaciones, se convirtieron en ardientes defensores de las directrices conciliadoras de León XIII. Planteaban en sus escritos el problema neurálgico con el que se enfrentaban los católicos de la época: ¿cómo podían practicar su fe disociándola de sus opciones políticas?

El concepto de libertad, así como las nociones de progreso y perfectibilidad del hombre, constituían otra cuestión clave para los fieles de la época. Para católicos moderados y tolerantes como Idelfons Gatell, Joan Mané y Flaquer y Eduard Vilarrasa, por mencionar algunos de los que más se implicaron en los debates del siglo, había que enfocar la libertad en su sentido filosófico, entendido como la emancipación del hombre con respecto a la autoridad moral y doctrinal de la Iglesia. Son representantes de un catolicismo adogmático que cree en el espíritu eminentemente humanitario expansivo y progresista del Evangelio. No puede dejar de mencionarse la importante repercusión del pensamiento y de la obra de Félicité Lamennais (1782-1854) en la elaboración y maduración de una corriente católico-liberal. Obras suyas como Palabras de un creyente habían sido traducidas en España desde el año 1836 por el propio Larra y comentadas por Joaquín María López, otro notorio representante del liberalismo español. En sus respectivos prólogos, ambos autores destacaron lo que podía constituir una vía en España para el catolicismo liberal: la anteposición de la conciencia a la obediencia ciega a la autoridad religiosa.

Las polémicas e inquietudes surgidas a raíz de la publicación del Syllabus se agravaron con al anuncio de los preparativos del Concilio Vaticano I.




ArribaAbajoEl Concilio Vaticano I

El Concilio Vaticano I, que venía preparándose desde 1864, provocó una enorme expectación en el mundo católico. Al principio, la idea de un Concilio había sido bastante bien acogida por los católicos de diversas tendencias. Para el sector intransigente, no podía más que confirmar las condenas antiliberales contenidas en el Syllabus, mientras que los conciliadores abrigaban la esperanza de que Roma suavizaría su postura, acercando el catolicismo a la sociedad moderna.

El secreto de las deliberaciones en torno a los preparativos del Concilio, mantenidas ocultas incluso a miembros del episcopado, creó un ambiente de malestar y propició malentendidos. Con el objeto de que no se multiplicasen las discusiones en torno al Concilio, el Vaticano pretendía asegurar la máxima discreción con respecto a la prensa.

Sin embargo, la publicación en la revista jesuita la Civiltà Cattolica de una «Correspondencia de Francia» en 1869, en la que se establecían los principios organizativos del Concilio, provocó las primeras polémicas. Se proponía en este artículo la proclamación de la infalibilidad pontificia, y que el Concilio fuese breve para evitar los debates en torno al dogma de la infalibilidad. Aunque Roma desmintió que esa correspondencia reflejara la postura oficial del Vaticano, los católicos intransigentes vieron en su publicación por la Civiltà una confirmación de que el Concilio iba a ser un concilio de «combate defensivo». Los católicos liberales, con Montalembert a su cabeza, expresaron sus temores respecto a una nueva definición de la infalibilidad pontificia. Se temían sus implicaciones político-religiosas en un ambiente ya enconado por las polémicas entre los católicos de distintas tendencias.

La prensa católica española no escapó de esta agitación en torno al Concilio. La situación revolucionaria de España y las manifestaciones anticlericales cada vez más frecuentes habían provocado, por parte del episcopado como de muchos católicos españoles, un sentimiento de urgencia respecto a la necesidad de reforzar la autoridad del magisterio de la Iglesia.

Desde aquel momento surge en el sector católico ultramontano europeo e integrista español una defensa apasionada de la autoridad pontificia, único dique contra la secularización, el materialismo y el liberalismo que amenazan la integridad del dogma. Dentro del sector católico intransigente, escritores como Antonio Ortiz Urruella, el jesuita Ángel Arcos, Juan Manuel Ortí y Lara, uno de los fundadores de la revista La Ciudad de Dios (1870-1871), y el propio Fèlix Sardà i Salvany plantearon en sus escritos los conceptos básicos de la ideología neocatólica: la afirmación de un catolicismo autoritario, la refutación de toda noción de progreso y de perfectibilidad, la irreconciliabilidad de la verdad y del error. El alcance ideológico de El liberalismo es pecado no puede entenderse sin tener en cuenta la difusión de la tesis integrista en los folletos y opúsculos así como en la prensa de los representantes más conspicuos de este absolutismo religioso.

Este absolutismo religioso iba a tener, en el catolicismo de la segunda mitad del siglo, importantes repercusiones políticas, ya que neocatólicos e integristas antepondrían su fidelidad a Pío IX frente a las recomendaciones y advertencias episcopales que no les favorecían. Buena muestra de la literatura de combate de la época es el opúsculo de Ortiz Urruella El liberalismo católico y el Concilio. Cartas al Señor Montalembert (1869), respuesta a las propuestas de los católicos liberales franceses y alemanes para el Concilio. En dicho folleto se recogen los reproches de la prensa neocatólica y carlista al «llamado liberalismo católico, nueva peste que ha aparecido en estos últimos años». En su intento por demostrar la necesidad del dogma de la infalibilidad refleja la postura del sector íntegro, cuya única bandera es el Syllabus, y su incondicional sumisión a las directrices señaladas por Roma.

Como demostraba Urruella en su radical crítica del catolicismo liberal y «transaccionista», el Concilio Vaticano era un acontecimiento providencial que iba a asentar definitivamente la supremacía del magisterio pontificio: «Roma es el Papa, el Papa es Cristo. Así lo ha entendido siempre la Iglesia que está donde está el Papa [...]. El Papa está en Roma, luego la Iglesia está en Roma»101.

Para este apologista, que expresa el punto de vista predominante de los neocatólicos, el Concilio no aporta nada nuevo: no hace más que ratificar las terminantes condenas de Pío IX, contenidas en el Syllabus. Recoge la argumentación, profundamente inmovilista, del catolicismo intransigente para el que no puede «menos de haber oposición abierta y declarada guerra entre el progreso y el catolicismo»102. La inmutabilidad de la verdad católica, cerrada a toda praxis histórica, y la tesis donosiana de la no conciliación entre la verdad y el error legitiman una cruzada de la Iglesia contra las modernas herejías «hasta la última gota de sangre». Tales afirmaciones exteriorizan el tono de triunfalismo político-teológico del sector íntegro para el que el Sexenio viene a confirmar las predicciones más tremendistas de revolución social y, en consecuencia, la necesidad de un militantismo exacerbado. Para Ortiz Urruella, el «oportunismo» de los católicos liberales quedará definitivamente desacreditado con el dogma de la infalibilidad: «Las máscaras deben caer, caerán las máscaras y caerán especialmente por obra del Espíritu Santo en el próximo Concilio Vaticano»103.

A ojos de los neocatólicos, este Concilio es un concilio de combate que justifica la cruzada emprendida contra el liberalismo. En la reivindicación de la intolerancia como única norma de conducta para la defensa de una política «netamente católica», tendrá lugar la asimilación entre identidad nacional y catolicismo. Ya está presente la tesis de la pureza de la raza española que se distingue de las otras por su catolicismo, dado que supo mantenerse incontaminada por herejías extranjeras a lo largo de su historia.

La convicción reiteradamente afirmada de un desenlace positivo del Concilio en cuanto al dogma de la infalibilidad refleja el sentimiento de los neocatólicos de ser los detentadores de la verdad. La evolución de la cuestión romana, desde 1864, había sido un factor decisivo en el progresivo endurecimiento del neocatolicismo y en su movilización política. Confirmados en su línea intransigente por el Syllabus de 1864, y convencidos de su influencia como grupo de presión durante las campañas organizadas desde su prensa cuando la cuestión universitaria, los neos afirman que sólo se sienten ligados a las directrices de Roma. La revolución de 1868 resultó beneficiosa para la cohesión de neocatólicos y carlistas, cuyo militantismo beligerante era compartido por la mayoría de los católicos. En 1869, integrados en la Comunión Católico-Monárquica con los carlistas, los neocatólicos aprovecharon esta alianza táctica para organizar sus fuerzas y ejercer un verdadero magisterio desde la prensa.

A partir de 1870, y debido al tenso contexto político-religioso del Sexenio, se extreman las condenas en contra de los católicos «anti-infalibilistas». Las polémicas suscitadas en la prensa van en aumento y, muchas veces, no escapan de ellas los propios prelados que intervienen, desde distintas publicaciones, en las excomuniones contra las publicaciones más moderadas. Pese a la general reserva manifestada por el episcopado español en torno al tema de la infalibilidad, algunos prelados no supieron mantenerse en una línea de moderación doctrinal. Fue el caso del futuro obispo de Urgel, Salvador Casañas, que iba a redactar, bajo la firma «K», los virulentos ataques lanzados en 1871 contra el Diario de Barcelona y Mané i Flaquer en el periódico carlista La Convicción.

La definición del dogma de la infalibilidad pontificia en diciembre de 1870 reforzó la militancia defensiva de los católicos españoles y el acercamiento del catolicismo al pontífice. En años posteriores, el Syllabus iba a ser la referencia obligada de los católicos íntegros y las discusiones que se sucedieron hasta finales de siglo sobre su significación dogmática mantuvieron un clima polémico constante, avivando las divisiones del catolicismo español.

En plena euforia postconciliar se afirmaba que el purismo religioso, indisociable de la verdad católica, justificaba la intolerancia. El dogma católico debía considerarse el eje de la historia española y, por lo tanto, legitimaba el carácter exclusivo de la fe. La intransigencia con el error, la intolerancia como «santa virtud», se convirtieron en uno de los temas predilectos de la propaganda integrista. Mediante convicciones firmes y verdades tajantes había que convertir a todo «verdadero católico» en soldado intransigente de la fe.

Sardà volvería a desarrollar esta tesis durante la Restauración para demostrar que no se justificaban la transacción ni la caridad para recuperar a los católicos inficionados de liberalismo. En una serie de artículos titulados «La santa virtud del odio» y «La gran tesis española», publicados poco antes que saliera El liberalismo es pecado, presentaba una visión integrista de la historia de España que, años más tarde, utilizarían los ideólogos del nacional-catolicismo. Más adelante, en 1889, con motivo de la celebración del XIII Centenario de la Unión Católica, este eclesiástico catalán iba a elaborar, desde las páginas de la revista integrista Dogma y Razón (1887-1889), la tesis de la superioridad de la raza española incontaminada por la herejía extranjera.




ArribaAbajoLa Constitución canovista de 1876

En 1875, la restauración de la monarquía de Alfonso XII y la organización del sistema constitucional por Cánovas fueron acogidas bastante favorablemente por la Iglesia española. De hecho volvieron a restablecerse en aquel momento muchas prerrogativas de la Iglesia: devolución de ciertos bienes, anuncio de la protección del Estado al clero, restauración de la completa autoridad del Concordato. Desde el principio, el régimen canovista se esforzó por integrar la Iglesia a las fuerzas que lo sostenían.

Uno de los elementos claves del sistema canovista era la Constitución de 1876. Dicha Constitución, cuya finalidad era llevar a la mayoría de los católicos por la vía del compromiso político, excluía a los extremos: el carlismo y la I Internacional. Pese al artículo 11 sobre libertad de cultos, esta Constitución no representó un verdadero obstáculo para la Iglesia, que aprovechó las nuevas libertades constitucionales. Son significativas, a este respecto, la extensión de la enseñanza religiosa y el fuerte desarrollo del asociacionismo católico laico. En cuanto a la libertad de expresión y sus repercusiones en la prensa católica, cabe notar la explosión periodística católica de 1875 a 1893, muestra patente de que la Iglesia no vaciló en utilizar para la defensa de sus intereses una libertad que siempre había condenado. En este contexto se produjo una progresiva incorporación, de la Iglesia en el juego político. Dicha incorporación que había sido posible mediante la reconstitución de los cuadros eclesiásticos más comprometidos con la nueva situación y el juego político de parte del episcopado español, alcanzó su momento decisivo en 1881 con la constitución de la Unión Católica.

La misma voluntad de establecer un equilibrio entre el catolicismo y las instituciones liberales aparecía en el programa-manifiesto de 1874 de Alfonso XII. En dicho manifiesto, el monarca afirmaba su voluntad por conciliar las tradiciones y las exigencias de tiempos nuevos. También subrayaba en este documento la necesidad de incorporar la mayoría de los españoles al nuevo sistema político.

Cabe analizar en este contexto la ambigüedad del artículo 11 de la Constitución de 1876. Este artículo, aun cuando estableciera la tolerancia de cultos, prohibía cualquier otro culto público que no fuese el de la religión católica. El texto adoptado en 1876 reflejaba la voluntad de transacción del régimen canovista: transacción entre los partidarios de la unidad católica garantizada por el Concordato de 1851 y los que habían aceptado la libertad de cultos proclamada por la Constitución del 69. Esta transacción era tanto más necesaria cuanto que, durante los primeros meses de la Restauración, Cánovas se había visto sometido a fuertes presiones de la Nunciatura, del sector católico más intransigente y del partido moderado. En el mes de agosto de 1875, el nuncio apostólico había enviado una circular al Gobierno español protestando contra el artículo 11, considerado una amenaza para el Concordato de 1851. Este documento hacía referencia a la eventualidad de un nuevo alzamiento carlista y al peligro que ello podría representar para el Gobierno de Cánovas.

A pesar de las manifestaciones tajantes del episcopado, y de las protestas de los católicos contra la libertad de cultos, se adoptó la Constitución y Roma aceptó el hecho consumado. La Iglesia española había acabado por aceptar las posibilidades de transacción que le ofrecía el Estado de la monarquía alfonsina aunque sus relaciones con él fuesen difíciles y contradictorias. Se produjo la recuperación espectacular de la Iglesia en materia de educación y enseñanza en la segunda mitad del siglo XIX. Pese a sus recelos ante las libertades de expresión y de cátedra, supo utilizarlas para emprender la reconquista católica de la sociedad española.

De hecho, la Constitución agravó aún más las divisiones entre los católicos partidarios de la tesis y de la hipótesis. Desde el principio, la Restauración y el Gobierno canovista tuvieron que enfrentarse con el sector carlista y los integristas, que se negaron en absoluto al diálogo e intentaron, por todos los medios, impedir cualquier tipo de alianza con el liberalismo. Las virulentas campañas de la prensa integrista denunciaban una Constitución herética y antiespañola que sacrificaba la pureza de la fe a las concesiones al liberalismo. Publicaciones católicas íntegras como la Revista Popular, en Barcelona, y El Siglo Futuro, en Madrid, estigmatizaban la política canovista en una serie de artículos cuyo violento contenido anunciaba las manifestaciones inquisitoriales posteriores.




ArribaAbajoLa tesis y la hipótesis

El problema de la tesis y la hipótesis que se debatía en el seno de la Iglesia desde las Cortes de Cádiz y que había dividido a los católicos de la España de Isabel II en el momento de la cuestión romana, volvió a plantearse con renovada virulencia durante la Restauración alfonsina.

En 1875, la aplicación de la tesis, considerada como la interpretación intransigente y absoluta del Syllabus, condujo al sector integrista a adoptar una actitud cuyas implicaciones fueron esencialmente políticas.

La publicación de un opúsculo de Sardà i Salvany Cosas del día, o sea respuestas católico-católicas a algunos escrúpulos católico-liberales (1875), planteaba el problema del reconocimiento por parte de Pío IX de la monarquía alfonsina. Para los católicos moderados como Mané i Flaquer, este reconocimiento ponía de relieve la necesidad para la Iglesia de transigir hasta cierto punto con la sociedad liberal y suponía una política más oportunista de adaptación a los hechos consumados. En este escrito, Sardà i Salvany, que representaba entonces la postura del sector integrista, intentaba justificar este reconocimiento por parte de Pío IX con el argumento del mal menor. Pío IX seguía siendo el papa del Syllabus y aunque había aceptado la nueva situación política, de ninguna manera daba su aval a las instituciones y a los gobiernos liberales. Al desarrollar la teoría del mal menor, Sardà explicaba que había que disociar el comportamiento político y diplomático del pontífice de su postura religiosa. El comportamiento del papa, víctima de la revolución, no justificaba la transacción de los católicos con la Restauración.

Con una argumentación habilidosa, Sardà demostraba que las imposiciones revolucionarias y liberales que pretendían despojar al Santo Padre de su poder temporal justificaba la oposición al Gobierno canovista y a cualquier otro gobierno que no respetase los principios puros del ultramontanismo. La intransigencia era, por lo tanto, imprescindible para contrarrestar los intentos conciliadores, los compromisos heréticos: «Intolerantes como la verdad, que es la misma intolerancia. Y quien estos principios no profese, podrá llamarse lo que quiera pero no católico»104.

En 1875, los partidarios de la tesis, tal como venía expuesta por nuestro autor, consideraban que había que aplicar «íntegramente» la doctrina antiliberal del Syllabus. Se negaron, por lo tanto, a aceptar los poderes constituidos, ya que la monarquía alfonsina constituía una situación política irreconciliable con el catolicismo defensivo e intransigente del Concilio Vaticano I. Este radicalismo religioso, justificado por el integrista Sardà i Salvany en su folleto Cosas del día..., constituía para los intransigentes una respuesta a los intentos conciliadores del sector católico moderado.

Conviene mencionar también, aunque brevemente, la enconada polémica fomentada por la publicación de varias obras que trataban de los vínculos entre la Iglesia y la sociedad civil y que tuvieron repercusiones en la prensa católica. Una de estas obras era la traducción y adaptación en España por el eclesiástico catalán Morgades de una obra del jesuita francés Padre Ramière. Esta obra, escrita en 1870, tenía por finalidad luchar contra la secularización de la sociedad y la penetración de los principios revolucionarios de 1789.

Después de hacer un balance del Concilio Vaticano I y de sus repercusiones en torno a la tesis y a la hipótesis, Morgades afirmaba que el problema capital del siglo era el de las relaciones de la Iglesia con las sociedades modernas. En su análisis, el eclesiástico recalcaba el punto neurálgico de las divergencias entre católicos y proponía una interpretación prudente del Syllabus. Para él, como para otros católicos moderados de la época, el Syllabus sólo constituía un conjunto de orientaciones que los fieles debían acatar porque representaban la doctrina católica. Pero en ningún momento implicaba que la Iglesia no pudiese negociar y adoptar posiciones tolerantes con respecto a los poderes constituidos y a los gobiernos no católicos.

Consciente de todas las dudas y temores que asaltaban a los católicos en 1875, Morgades, que rechazaba cualquier tipo de extremismo religioso o político, insistía sobre la necesidad de dejar cierta libertad de reflexión a los fieles. Había que superar un celo doctrinal excesivo en la interpretación de algunos dogmas como el de la infalibilidad, celo que los católicos intransigentes esgrimían para no analizar el problema de las relaciones de la Iglesia con las instituciones y la sociedad de su tiempo.

La visión tolerante del papel que debía desempeñar la Iglesia en la sociedad moderna y la misión exclusivamente apostólica que Morgades le atribuía provocaron una violenta reacción por parte del sector integrista, que interpretó el prólogo del eclesiástico como una incitación para colaborar con el liberalismo. Esta condena se manifestó con la publicación de dos opúsculos de escritores integristas. El primero, en enero de 1876, por el sacerdote catalán Ignasi Puig, pretendía ser una refutación de los principios defendidos por el canónigo penitenciario de Barcelona Morgades105.

El escrito de Puig exhibía un radicalismo religioso que provocó el rechazo inmediato de algunos miembros del clero y del episcopado catalán. En 1877, bajo la iniciativa del obispo de Barcelona Joaquim Lluch i Garriga, se entabló un juicio canónigo en contra de Ignasi Puig cuya obra, publicada sin censura eclesiástica previa, fue condenada.

Sin embargo, otro opúsculo que se refería a la tesis y la hipótesis, publicado en 1874 por el ultramontano francés Monseñor de Segur, fue utilizado por la prensa integrista y carlista española para justificar sus campañas de oposición al Gobierno de Cánovas106. El opúsculo de Segur contenía una advertencia a los jóvenes católicos franceses contra los peligros del liberalismo y afirmaba que el Syllabus tenía fuerza de dogma y debía, pues, aplicarse al pie de la letra. Para los integristas españoles, la difusión de la tesis ultramontana les brindaba otra oportunidad para condenar a los partidarios de la hipótesis. La obra del eclesiástico francés fue una referencia constante para Sardà, quien la citará en El liberalismo es pecado.

Durante la Restauración y hasta finales del siglo, la división de los católicos se verá agravada por la reagrupación de las fuerzas políticas en nuevos partidos. Los partidos confesionales sufren un proceso de readaptación desde 1875. Los tradicionalistas no constituyen un partido homogéneo y, bajo este nombre, conviven dos grupos ideológicamente diferentes, los carlistas y los neocatólicos107.

No todos los católicos tradicionales eran carlistas ni ultramontanos y se dieron a conocer posturas más transigentes que «estaban llamadas en el futuro a informar una táctica de acercamiento posibilista hacia el liberalismo conservador de Cánovas»108. Para comprender mejor la evolución del neocatolicismo durante la segunda mitad del siglo XIX, y las relaciones entre carlistas y neocatólicos, es preciso recordar que el triunfo de la revolución de 1868 conllevó la caída de Isabel II y el desmoronamiento del partido moderado. Los neocatólicos se separaron por entero de Isabel II en tanto que los carlistas, que sufrían graves divisiones internas, intensificaron su identidad confesional, en perjuicio del legitimismo, por lo que en estos momentos coincidían en su ideología y estrategia política109. Carlistas y neos habían acudido juntos a las elecciones de 1869 con un programa común en el que se defendían la unidad católica y la monarquía tradicional.

En 1870 y en posteriores elecciones, la Asociación Católico-Monárquica desempeña un papel aún más activo y participa en las campañas parlamentarias al tiempo que se prepara para la guerra dentro y fuera de España110. En este contexto, Cándido Nocedal se perfila como líder de la Comunión y se integra en el partido carlista. En 1871 se había convertido en jefe de la minoría parlamentaria y, a partir de entonces, influye cada vez más en la línea católica del partido.

El radicalismo religioso proclamado por Nocedal en 1875 correspondía a una nueva etapa en la historia del carlismo y del neocatolicismo. Para comprender mejor esta evolución hacia un partido «herméticamente cerrado» que se negaba a todo diálogo con los sectores más conservadores del alfonsismo, cabe tener en cuenta los primeros signos de disensión, que aparecieron desde 1871, entre nocedalistas y carlistas111.

En diciembre de 1871 el nombramiento de Cándido Nocedal como director de la prensa carlista y presidente de la junta de elecciones había sido muy mal acogido por los carlistas, a quienes molestaban su autoritarismo y su rigidez de conceptos. Algunos periodistas y hombres más influyentes como Navarro Villoslada, Canga Arguelles, Aparici i Guijarro elevaron una «Exposición» a Don Carlos en febrero de 1872 con la que protestaban por la nueva orientación del partido. Este documento revelaba la oposición de algunos carlistas contra la tendencia nocedalista, tildada de «cesarista»: «Está apuntando una doctrina funesta con la cual nosotros no podemos transigir, porque el cesarismo está condenado como el liberalismo»112.

Frente al rigorismo y a la pureza política nocedalistas, los firmantes mencionaban el peligro de una excesiva personalización e instrumentalización de la Comunión tradicionalista. La referencia al oportunismo político de Nocedal era evidente: los neocatólicos que ingresaron en el partido carlista, porque era el único partido verdaderamente antirrevolucionario y antiliberal, habían olvidado su dimensión moral y católica. La respuesta de Don Carlos del 7 de marzo fue categórica: desestimó la Exposición y confirmó a Cándido Nocedal en sus funciones. Canga Arguelles y Navarro Villoslada abandonaron la dirección de La Regeneración y de El Pensamiento. Estas disensiones personales y de principios que desgarraban el partido iban a agravarse durante la Restauración.

Después de 1876, vencido en el plan militar, el partido se encontró con la necesidad de definir una nueva línea de acción. En aquel momento iban a enfrentarse los partidarios de una incorporación al sistema político de la Restauración y los defensores del retraimiento electoral como medio para conservar la pureza de la causa. Estos últimos abrigaban la esperanza de que podrían producirse circunstancias favorables al restablecimiento de Don Carlos113.

Don Carlos, quien había reunido sin éxito dos juntas para determinar la conducta de los carlistas, convocó una tercera reunión en 1879, en previsión de próximas elecciones. En aquella ocasión confió a los directores de El Siglo Futuro, La Fe (1876-1891) y El Fénix (1879-1881) la tarea de proponer un plan de acción determinado. Fracasó una vez más la reunión debido a la conducta intransigente de Nocedal, que se negaba a prestar juramento a una Constitución que no reconocía la unidad católica de la nación.

Después de las elecciones, en abril de 1879, los carlistas Vildósola, La Hoz, el conde de Orgaz y Canga Arguelles prepararon un documento con propuestas para sacar al partido tradicionalista de su aislamiento. El mensaje enviado ulteriormente a Don Carlos era indicativo de la voluntad de un grupo de carlistas de incorporar el partido a la vida política nacional y de «acudir a todos los terrenos donde desgraciadamente se ventilan hoy los intereses de la Religión»114. Contiene este mensaje una advertencia a Don Carlos contra los peligros de una excesiva radicalización del partido que lo aislaría, no sólo de las masas católicas sino también de una parte del episcopado que había aceptado los poderes constituidos. Ya no era posible solucionar el problema religioso por la vía de las armas. El cambio de situación acarreado por la Restauración debía permitir a los católicos que lo deseaban participar en la defensa de los intereses religiosos en todos los ámbitos de la vida pública.

Estas palabras, que recuerdan que Pío IX ha reconocido la monarquía alfonsina y que la mayoría del clero y del episcopado colabora con el nuevo sistema político, revelan la ambigua aceptación del Gobierno canovista y de la Constitución por parte de muchos católicos. A pesar de las airadas manifestaciones contra los principios de un proceso de secularización del Estado contenidos en los artículos 11, 12 y 13 de la Constitución, la Iglesia española había acabado por aceptar la «plataforma de recuperación que le brindaba la fórmula canovista»115.

También conviene notar que el lenguaje realista y moderado de este mensaje no es muy distinto de las propuestas de Pidal y los partidarios de la Unión Católica en 1881. No fue casualidad que algunas de las personalidades católicas firmantes del texto de 1879 se integrasen en la Unión pidalina y permaneciesen fieles a los esfuerzos de conciliación preconizados en anteriores ocasiones por Aparici i Guijarro.

La reacción de Cándido Nocedal consistió en denunciar este mensaje en el que se notaba «cierta tendencia a ser expansivo con los afines, o con algunos de ellos». Don Carlos, que había permanecido imperturbable ante estas repetidas «rebeliones», nombró a Cándido Nocedal representante político del partido en Madrid

La resistencia del partido carlista a entrar en el juego político legal y su progresiva marginalización le abocaron a practicar una ortodoxia integral que se confundió, hasta 1888, con el integrismo. Un hecho revelador de la radicalización del partido tradicionalista bajo la jefatura de Cándido Nocedal era la asimilación, en la prensa y la apologética católicas anteriores a 1888, de los términos carlismo e integrismo.

Este radicalismo religioso, que iba a provocar una exacerbación de los conflictos entre católicos durante la Restauración, venía impulsado por la corriente más ultramontana de la Comunión tradicionalista y por otros sectores del catolicismo intransigente cuya trayectoria no se confundía forzosamente con la del partido carlista. Estas primeras disidencias también revelan hasta qué punto los principios antiliberales contaban más para el integrismo que la fidelidad dinástica. Dichos principios religiosos acabarían teniendo tanto peso político como para oponerse al régimen canovista y a las alianzas de los católicos pidalinos con el liberalismo.






ArribaAbajoLa Unión Católica: otro motivo de discordia

Una de las causas de la radicalización de los neocatólicos se encuentra en la radical oposición que mantienen contra la Unión Católica. La Unión Católica nace como tal en 1881. Dado que los moderados carecen de significación política en estos momentos, la Unión Católica desarrollará sus pretensiones en relación con los carlistas e integristas y surge con el doble objetivo de unir a los tres grupos católicos e integrarlos, si fuera posible, en el sistema de la Restauración116.

Ya desde 1874, Pidal había defendido el proyecto de unión de los católicos y tres periódicos, La España Católica, La España y El Español, habían surgido entonces para llevarlo a cabo117. La idea de coordinar los esfuerzos de los católicos por medio de una asociación para influir en todos los ámbitos de la sociedad no era nueva. Los propósitos de la Unión Católica eran similares a los de la Asociación de Católicos, surgida durante el Sexenio, y no era una casualidad si muchos de sus miembros más representativos apoyaban el proyecto de Pidal118.

Hombre político, Pidal, que había evolucionado desde un anticanovismo virulento hacia posturas claramente posibilistas, definiría más adelante cuál había sido la orientación que defendía, en el momento de vertebrar su proyecto: «Hay que querer lo que se debe y hacer lo que se puede... para luchar contra la revolución secularizadora, no desde la ruina de fortalezas voladas, sino desde las trincheras más cercanas a la realidad»119.

Las motivaciones y principios en los que se asentaba la Unión fueron expuestos por uno de los principales ideólogos de la agrupación, Sánchez de Toca. Consistían en el apartamiento del sector carlista más intransigente, y la aproximación política al sistema de la Restauración mediante una agrupación para la defensa de la causa católica. En este acercamiento al liberalismo conservador, no pueden menoscabarse la influencia y el protagonismo de prelados que pertenecían al sector más abierto de la Restauración. Tanto Fray Ceferino González, que frecuentaba el círculo familiar de Pidal, como el arzobispo de Toledo, el cardenal Moreno, que apoyó la constitución definitiva de la Unión Católica, reflejaban la línea de conducta de una mayoría del episcopado que no veía con malos ojos la participación de los católicos en las instituciones de la Restauración.

Desde 1874 hasta 1880, Pidal había intentado, por medio de la prensa, atraer a los católicos que seguían a Nocedal. Pensaba que, con la creación de un partido católico como el Centro Alemán, podría conseguir ventajas para la causa católica. En 1880, Pidal, que se oponía a la postura de total abstención política del integrismo nocedalista, exhortó a los católicos, en una intervención en las Cortes, a que participasen en la vida política de la Restauración.

Varias circunstancias políticas y religiosas parecían propiciar el proyecto pidalino de unión de los católicos. En 1878, la llegada de León XIII como pontífice era un elemento favorable a una unión de los católicos y a su participación en la vida pública. Más conciliador y abierto a la sociedad de su tiempo que Pío IX, el nuevo papa no veía con malos ojos la colaboración del catolicismo con el «mal menor» canovista. Por otra parte, la situación de los católicos franceses que se habían unido para hacer frente a la República brindó a Pidal la oportunidad para pedir a los católicos españoles que se uniesen para oponerse al nuevo Gobierno de Sagasta, de rumbo francamente liberal120.

Las primeras medidas del ministro de Fomento, Albareda, sobre la libertad de cátedra y el reintegro de los catedráticos krausistas destituidos, así como la liberalización del ambiente eran motivos suficientes para que los católicos cerrasen filas para la defensa de su causa. Con motivo del mensaje que monseñor Freppel, obispo de Angers, había dirigido en marzo de 1880 a los legitimistas franceses, El Fénix publicó un artículo con el título «Reunir a los dispersos», en el que felicitaba al prelado francés. El autor del artículo, Ceferino Suárez Bravo, antiguo colaborador de El Siglo Futuro, acusaba a los intransigentes de obstruir la causa de los católicos con su abstención política. La reacción de El Siglo Futuro y los ajustes de cuenta que se produjeron entre el tránsfuga del periódico integrista y Cándido Nocedal evidenciaron las profundas disensiones que reinaban en las filas de la Comunión tradicionalista121.

El primer paso concreto hacia la organización definitiva de la Unión Católica fue el mensaje de felicitación enviado por Pidal al obispo de Orléans con las firmas de personalidades de filiación política distinta. En este mensaje se invitaba a todos los católicos, independientemente de sus compromisos políticos, a integrarse en la Unión.

En su contestación a los representantes españoles de la Unión, monseñor Freppel insistía sobre el hecho de que la diversidad de los intereses políticos no constituía un obstáculo para la defensa de los intereses religiosos: «Y para impedir que el mal se extienda, ¿no es necesario que todos los católicos de un mismo país se unan estrechamente en el terreno de la Religión, cualesquiera que sean, por otra parte, sus divergencias de opinión sobre otros puntos?»122. Animados por la respuesta de monseñor Freppel, la misma carta, acompañada de una circular firmada por los promotores de la Unión, fue enviada a todos los prelados españoles.

Sin desvelar el programa de la futura Unión, la circular ofrecía los principios fundamentales de los que se inspiraba la agrupación: se trataba ante todo de atraer al mayor número posible de católicos, independientemente de sus compromisos políticos. Muy hábilmente los firmantes de la circular se anticipaban a los reparos que podía suscitar el proyecto:

«Nosotros mismos, por nuestra imperfección y flaqueza, acaso demos lugar a que no se nos entienda bien, ni se nos haga completa justicia; quizás demos o hayamos dado ocasión a que la ceguedad, la pasión o la malicia tergiversen nuestros propósitos y den torcida interpretación a nuestros actos»123.



Los iniciadores de la Unión se declaraban conscientes de las escisiones que existían dentro del catolicismo español y de la hostilidad de los nocedalistas hacia el proyecto de Pidal. En efecto, la atmósfera seriamente agriada por la polémica entre El Fénix y El Siglo Futuro se deterioró aún más cuando el periódico carlista La Fe, que no ocultaba su simpatía por la Unión Católica, publicó el mensaje de felicitación a monseñor Freppel sin la autorización de Nocedal. Esta primera manifestación de rebelión, que evidenciaba la falta de unión en la Comunión tradicionalista, alarmó a Cándido Nocedal que, ante lo que consideraba como un acto de insubordinación hacia su autoridad de director de la prensa carlista, publicó una condena fulminante contra La Fe.

Es el comienzo de una serie de hostilidades que acaban con la expulsión de La Fe de la Comunión tradicionalista. Ya está en germen, en esta crisis, la ruptura de 1888 entre carlistas e integristas. A partir de entonces, Pidal se aprovecha de las debilidades internas del partido para atraer a los carlistas descontentos con lo que llaman la «actitud cesarista» de Nocedal.

Para un lector de la época, enterado de las disensiones que existían en el catolicismo español y de la rivalidad que oponía Pidal a Cándido Nocedal, era fácil captar las segundas intenciones de los firmantes de la circular que querían, ante todo, tomar distancias con el radicalismo del partido carlista. Los autores de la circular afirmaban que no se trataba de dar una interpretación dogmática del Syllabus, «que aceptamos universalmente como credo y norma de conducta [...] cual la entiende, la explica y aplica la Santa Sede», pero sí de precisar hasta qué punto era aceptable la hipótesis, Esta circular, en la que se declaraba que no había incompatibilidad entre las opciones políticas de los católicos y la defensa de la Iglesia, presentaba a la Unión como una amalgama muy elástica.

La aparente sencillez de los medios propuestos a los católicos para resolver los conflictos internos podía parecer sorprendente y abrigaba quizá intenciones más profundas, esencialmente tácticas. Las tensiones que dividían a los carlistas, la llegada de un papa más propenso a facilitar una conducta católica posibilista, así como la voluntad del Gobierno canovista de contar con el apoyo de las masas católicas eran elementos que podían favorecer el protagonismo de la Unión Católica y su posterior colaboración en la vida política nacional. Este «oportunismo» político-religioso no dejaría de preocupar a Nocedal que, desde los inicios de la Unión, había acusado a sus promotores de debilitar al partido carlista.

Pretender que se podían solucionar las divisiones internas del catolicismo mediante una asociación católica en la que coexistían filiaciones políticas distintas era desconocer las dificultades que suponían las lealtades político-religiosas. Los iniciadores de la Unión habían infravalorado el peso político del integrismo. El integrismo español acabaría siendo una fuerza política suficiente como para obstruir la Restauración y oponerse a cualquier alianza con el liberalismo. Además, los nocedalistas sospechaban de los fines políticos de la Unión pidalina.

Las formas distintas de vivir una misma fe que «mutuamente deberían haberse enriquecido y matizado» se enfrentaron y combatieron como comportamientos excluyentes y contradictorios124. Para fomentar una espiritualidad fundamentada en la pureza de la doctrina y el respeto de las tradiciones, los neocatólicos organizaron manifestaciones religiosas claramente antiliberales. Esta reivindicación por parte del catolicismo íntegro de las manifestaciones de la fe que había que rescatar de la «mesticería liberal» se acentuó durante la Restauración cuando se convirtieron las peregrinaciones y centenarios en uno de los medios más eficientes de oposición al liberalismo conservador y la Unión Católica de Pidal. Con motivo de los centenarios de Calderón y Santa Teresa de Jesús, en 1881, Sardà denunció el carácter pagano de tales demostraciones y movilizó a los católicos para recuperar unas fiestas que pertenecían «de derecho» a los católicos íntegros125.

Durante las numerosas polémicas suscitadas por los enfrentamientos entre católicos, las interpretaciones lingüísticas tuvieron su importancia. La significación, a veces confusa, de los términos empleados por los católicos para autodefinirse refleja la complejidad de las circunstancias político-religiosas de aquel período. El lenguaje fue instrumentalizado como un arma por los neocatólicos.




ArribaAbajoIdeologías políticas y lenguaje

Desde 1875 hasta finales de siglo, la aspereza de las acusaciones mutuas y la confusión de las ideas afectaron hasta el ámbito del lenguaje. Términos como neocatólicos, católicos rancios, íntegros, ultramontanos, mestizos o transaccionistas podían resultar tanto más difíciles de interpretar por cuanto tenían una carga negativa y argumental y no se referían forzosamente a una realidad sociopolítica precisa. Con la palabra mestizos y acomodaticios, los carlistas e integristas calificaban a todos los que no compartían su radicalismo religioso. Por otra parte, estos mismos católicos se autodesignaban con el término de neos, íntegros e incluso ultramontanos. Esta apelación que, en boca de un católico íntegro, se refería a un catolicismo intransigente que apoyaba incondicionalmente el Syllabus y las «innovaciones» ultramontanas de Pío IX designaba al grupo de los católicos más radicales en el que se incluían integristas y carlistas. Sin embargo, en la valoración de la trayectoria del neocatolicismo y de su posterior plasmación en el integrismo intervienen factores circunstanciales y alianzas estratégicas que aclaran el panorama, a veces confuso, del catolicismo español finisecular.

Ya se ha comentado cómo el grupo neocatólico proveniente del ala más reaccionaria del partido moderado se había incorporado al carlismo con el que formó la Comunión católica-monárquica durante el Sexenio revolucionario. Por estos años es cuando este grupo de católicos adopta la denominación de tradicionalistas y afirma su filiación ideológica respecto a Donoso Cortés. Sin embargo, no todos los carlistas que integraban la Comunión tradicionalista estaban de acuerdo con la jefatura de Nocedal ni apoyaban la prioridad que daba al ultramontanismo sobre la causa de Don Carlos. Desde su nombramiento en 1871 como director de la prensa carlista, Cándido Nocedal había adquirido una notable preponderancia en el partido. Su evolución hacia posturas cada vez más intransigentes y radicales culminó en 1876, cuando, abandonada ya toda esperanza de que Don Carlos ocupara el trono, afirmaba que la doctrina integrista se definía por «la pureza de la verdad católica, la lógica católica, la inflexibilidad de principios». En 1879, un grupo de carlistas que no aceptaba la política abstencionista de Nocedal salió del partido y se adhirió a la política de hipótesis de León XIII. Muchos de estos carlistas entraron incluso en la Unión Católica de Pidal en 1881.

Así pues, el término integrista no designa solamente a la minoría de católicos intransigentes que, agrupados alrededor de Ramón Nocedal, formaron el Partido Católico Nacional o Integrista en 1888, tras la ruptura con los carlistas. Se refiere a una doctrina religiosa concreta, caracterizada por su adhesión incondicional a la tesis del Syllabus en 1864, su militantismo intransigente y su independencia respecto a las formas políticas. Esta doctrina integrista recogía el absolutismo doctrinario y antirrevolucionario de principios de siglo. El integrismo que venía elaborándose en el seno del grupo neocatólico, e inspirado en el tradicionalismo donosiano, fue objeto de reiteradas puntualizaciones y definiciones en la prensa católica de finales de siglo. A partir de 1875, la convergencia «táctica» entre carlismo e integrismo es claramente reflejada en la prensa católica. Es oportuno citar un artículo del periodista carlista Llauder que aclara la asimilación doctrinal y estratégica entre carlismo e integrismo: «Sólo un pequeño grupo de discípulos fieles acompañó a la Iglesia en su aislamiento y lo abandonó todo para ir en seguimiento de la verdad que predicaba. Este grupo es el de los que llaman integristas, intransigentes o tradicionalistas»126.

Sin embargo, pese a que el lenguaje y los procedimientos empleados por la prensa carlista e integrista coincidiesen, no existía una completa convergencia en cuanto a las formas políticas. El purismo religioso de los integristas, partidarios de la aplicación de la tesis independientemente de cualquier tipo de gobierno, relegaba las fidelidades dinásticas a un segundo término. Los neocatólicos, que se habían incorporado al carlismo en 1868 y se proclamaban únicos defensores de la política íntegramente católica en la Restauración, nunca habían dejado de afirmar la subordinación de la cuestión dinástica a los principios religiosos. En nombre de esta pureza doctrinal se iba a producir la ruptura en 1888 cuando los integristas den a conocer el Manifiesto de Morentín como prueba del «liberalismo» de Don Carlos.

En cuanto a los católicos tildados de «mestizos» o «transaccionistas», por los integristas, eran partidarios de la hipótesis y dispuestos a aprovechar las libertades que les concedía la Restauración para la defensa de los intereses religiosos. Dentro de la hipótesis cabían también orientaciones y sensibilidades diferentes. Por lo que se refiere a la Unión Católica que se constituye a partir de 1880, no es más que uno de los episodios de la división ideológica de los católicos a lo largo del siglo XIX.

Designados en la prensa de aquellos años con los términos de posibilistas, alfonsinos con el vocablo peyorativo de mestizos, los católicos partidarios de la Unión Católica no constituían un grupo homogéneo en cuanto a opciones políticas. En la Unión había carlistas que no estaban de acuerdo con la línea nocedalista del partido. Cabe señalar la trayectoria de prohombres del neocatolicismo como Canga Arguelles o el conde de Orgaz, que se separaron del partido en 1871 y formaron parte de la Unión Católica de Pidal en 1881. También contaba la Unión con católicos que, alentados por los éxitos del Centro Católico Alemán, creían que, mediante la creación de un partido católico, podían lograr la defensa de sus intereses políticos y económicos. Sin embargo, la Unión Católica no llegó nunca a convertirse en un partido político. Fue neutralizada por el episcopado y por su fusión, después de 1884, con el partido conservador.

Otros católicos moderados, que querían distanciarse del radicalismo religioso y político de los nocedalistas, no se adhirieron sin embargo a la Unión Católica. Estos católicos eran partidarios de un acercamiento entre todos los hombres de ideología conservadora, desconfiaban del oportunismo político de Pidal y de la creación de un partido cuya aparición política no haría más que agudizar las tensiones. Dichos católicos, también llamados despectivamente mestizos por los integristas, eran representados en Cataluña por hombres como el católico y conservador Joan Mané i Flaquer, director del Diario de Barcelona, y por eclesiásticos que pertenecían al llamado Seminario de Vic. Estos hombres, herederos del pensamiento de Balmes e influidos por la Escuela Apologética Catalana, se agrupaban en torno a eclesiásticos como Eduard Llanas, Idelfons Gatell, Torras i Bages y Jaume Collell.




ArribaAbajoLa encíclica Cum Multa (1882) de León XIII

Los escándalos y las disputas que se sucedían desde 1881 hicieron necesaria una intervención de León XIII. Con la encíclica Cum Multa dirigida a los obispos de España, el pontífice pretendía reforzar la cohesión del episcopado desorientado por los graves problemas políticos que afectaban a la sociedad española y recordar, tanto a los laicos católicos como al clero, los peligros de una excesiva politización de los asuntos religiosos. Las advertencias de la encíclica dirigidas tanto a los que querían separar la religión de la política como a los que la identificaban con un partido no implicaban una toma de posición favorable respecto a la Unión Católica.

Con el pontificado de León XIII, en 1878, se produce una inflexión de la Iglesia respecto a las directrices políticas de Pío IX. Más conciliante que su predecesor, León XIII preconiza una mayor flexibilidad con los regímenes liberales vigentes. Reconoce la II República Francesa y la Alemania de Bismarck. Estas orientaciones más abiertas a las exigencias de su tiempo fueron apoyadas por el cardenal Rampolla, nuncio apostólico en España hasta 1887. El nuncio Rampolla desempeñó un papel importante a la hora de moderar los conflictos que dividían a los católicos españoles.

Desde su primera encíclica, en abril de 1878, el pontífice había desarrollado puntos importantes de su futura política de entendimiento con los gobiernos liberales. Pero las enseñanzas doctrinales de León XIII en materia de política religiosa que más peso y difusión tuvieron se encuentran en las encíclicas Cum Multa (1882), Inmortale Dei (1885) y Libertas (1888).

La Cum Multa es el primer documento oficial donde el papa expone su conducta respecto al catolicismo liberal y las relaciones entre religión y política. En este texto condena con la misma severidad a los que separan lo político de la religión que los que «mezclan y identifican la Religión con algún partido político»127. Enterado de la situación conflictiva de los católicos en Francia y especialmente en España, donde la Restauración no había hecho más que agravar las disensiones entre los católicos, el papa recomendaba que la Iglesia y el Estado se considerasen como dos potestades aparte, cada una con su misión propia.

La encíclica Cum Multa del 8 de diciembre de 1882 representa un documento de particular importancia por varios motivos. Por una parte, contiene numerosas referencias a la situación de la Iglesia española y aclara algunas de las causas de los conflictos que dividen a los católicos. Sin lugar a dudas la situación de cisma que afectaba a esta Iglesia preocupaba hondamente al pontífice, que disponía de numerosas informaciones acerca de España. Durante mucho tiempo la Iglesia española y Roma mantuvieron relaciones privilegiadas que León XIII subrayó en su encíclica: «La insigne piedad para con esta Sede Apostólica, que con toda clase de demostraciones, con escritos, con larguezas y con piadosas romerías, repetidas veces en modo muy esclarecido manifiestan los españoles»128.

Pero esta encíclica también es importante ya que aclara la postura del pontífice respecto a la acción religiosa de los católicos y su participación en las instituciones políticas. En la Cum Multa, León XIII condena tanto a los que «suelen no sólo distinguir, sino aún apartar y separar por completo la política de la Religión, queriendo que nada tenga que ver la una con la otra», como a los que «mezclan e identifican la Religión con algún partido político hasta el punto de tener poco menos que por separados del Catolicismo a los que pertenecen a otro partido»129.

Indudablemente, el papa rechaza a los liberales que quieren la separación del Estado y de la Iglesia, pero también condena cualquier forma de radicalismo religioso. Al preconizar la concordia de todos los católicos y su intervención en la vida pública, León XIII se sitúa en el terreno de la hipótesis y acepta los hechos consumados. La Iglesia y el Estado son dos potestades aparte, cada una con su misión en la sociedad.

En posteriores encíclicas, como la Inmortale Dei (1885) y Libertas (1890), León XIII intentará frenar los excesos del integrismo europeo al precisar que lo que daña al principio religioso es la libertad utilizada contra la Iglesia y los preceptos de la doctrina católica. No es dañosa la libertad bien entendida que es la tolerancia con respecto a las opiniones políticas de todos en la medida en que no interfieren con la jurisdicción de la Iglesia. Evidentemente las directrices moderadas del pontífice así como sus advertencias en contra de los excesos que perjudican la autoridad eclesiástica iban dirigidas, ante todo, a los católicos españoles.

La causa del cisma es la negación de la autoridad de la Iglesia por aquellos católicos que actúan al margen del episcopado y usurpan su magisterio: «El fundamento de esta concordia es en la sociedad cristiana el mismo que en toda república bien establecida, a saber: la obediencia a la potestad legítima, que ora mandando, ora prohibiendo, ora rigiendo, hace unánimes y concordes los ánimos diferentes de los hombres»130.

Preocupado por las dificultades que afectan a la Iglesia española, León XIII hace una advertencia a los católicos «rebeldes» que no acatan la autoridad del episcopado y al clero que pretende interpretar los documentos episcopales y pontificios: «[...] no corresponde a su deber el que los sacerdotes se entreguen completamente a las pasiones de partidos, de manera que pueda parecer que más cuidado ponen en las cosas humanas que en las divinas»131.

Con esta observación, el pontífice revela la grave responsabilidad que tienen los propios católicos en la falta de cohesión de la Iglesia. Esta brecha abierta en una institución que se había mantenido incólume era, sin dudas, el resultado de la constante secularización de la sociedad. Lo que es preocupante, advierte León XIII, es que un sector católico cada vez más mayoritario se deje seducir por la libertad de pensamiento y de expresión. Por culpa de la libertad de la imprenta en general, y más particularmente de la prensa, la Iglesia y los prelados se ven amenazados en su autoridad tradicional. León XIII dirige serias advertencias a los periodistas católicos que se ven arrastrados por «la desenfrenada libertad de pensar y la fiera e insidiosa guerra que en todas partes se mueve contra la Iglesia» y recuerda que sin autoridad no puede haber concordia religiosa.

La Cum Multa, que contenía indicaciones detalladas acerca de los conflictos religiosos en España y de sus causas, constituía un testimonio elocuente sobre la situación de cisma latente en la Iglesia; documento solemne y grave cuyo acento conciliador iba a repercutir en las posteriores pastorales y circulares del episcopado español. Sin embargo, las directrices moderadas de León XIII no apaciguaron los ánimos. Aunque no se atrevían a desautorizarlo explícitamente, los integristas, que veían en León XIII el papa de la hipótesis, seguían enarbolando el Syllabus como única referencia doctrinal. Ignoraron deliberadamente las referencias al radicalismo religioso condenado por el pontífice y se esforzaron por neutralizar las orientaciones desfavorables al integrismo mediante interpretaciones parciales de la encíclica.

El sector intransigente parece haber ignorado deliberadamente la censura contenida en la encíclica en relación con la intolerancia religiosa. Los acontecimientos posteriores confirmaron la conducta partidista de estos católicos que preferían citar a Pío IX antes que a León XIII y que siguieron interpretando las pastorales y los documentos episcopales de acuerdo con sus convicciones político-teológicas.

El tono triunfalista de la prensa integrista en el momento de la publicación de El liberalismo es pecado, el incidente del cardenal Pitra en 1885 así como las constantes referencias a Pío IX, representante de la intransigencia doctrinal, reflejan la voluntad del sector íntegro de ignorar la actitud de pacificación del nuevo pontífice. Evidentemente León XIII aceptaba los hechos consumados y ponía en práctica la hipótesis.

Las interpretaciones y tergiversaciones acerca de la Cum Multa hicieron aún más difíciles los intentos del episcopado y de un sector católico moderado para una pacífica convivencia de los españoles. Este fracaso evidenció las disensiones entre muchos miembros del clero y sus prelados, especialmente en Cataluña donde los seminarios y las asociaciones católicas seguían las consignas integristas.

Con el acostumbrado procedimiento de recuperación ideológica de documentos desfavorables, a primera vista, para el integrismo, la Revista Popular presentaba la Cum Multa como una condena del catolicismo posibilista. De hecho, a partir de 1883, se sucedieron las demostraciones de insumisión y de militantismo exacerbado por parte de varias asociaciones católicas y de la prensa integrista. En una serie de artículos titulados «A sangre y a fuego» y publicados a lo largo del año 1883, Sardà esgrimía un tono ofensivo y exaltado que anunciaba la virulencia de El liberalismo es pecado: «Combate es la vida dijimos ocho días atrás, y hoy añadimos, sangriento combate. A fuego y a sangre hay que luchar en él, y sólo se logra en él la victoria sacando teñidas las manos en sangre y chorreando sangre el corazón»132.




ArribaAbajoEl liberalismo es pecado: origen y objeto

En su exhaustiva y muy documentada obra sobre el integrismo en Cataluña y las circunstancias en la elaboración de la controvertida obra de Fèlix Sardà i Salvany, Joan Bonet y Casimir Martí apuntan que las primeras noticias acerca de la preparación de este folleto constan en una carta del eclesiástico catalán a su amigo el jesuita Celestí Matas133. Este documento del mes de marzo 1882 es de notable interés, ya que refleja el enardecido clima de divisiones político-religiosas de aquel periodo y las intenciones de Sardà con respecto a una obra cuyo contenido no podía dejar de ser polémico.

Se publicó este libro en el momento álgido de una crisis religiosa que tuvo repercusiones incluso fuera de España. El opúsculo en el que el eclesiástico catalán llevaba «trabajando día y noche con fiebre» tenía que publicarse «en el calor de la lucha, es decir, antes de abril»134. Esta lucha a la que se refiere explícitamente Sardà es alimentada por una serie de acontecimientos ya mencionados: las repetidas advertencias del episcopado contra los excesos del laicismo que se manifestaba en los periódicos y las revistas intransigentes, la preparación de peregrinaciones de marcado carácter político-religioso y la reciente aprobación de la Unión Católica de Pidal por el episcopado español y el papa León XIII.

El papel desempeñado por el obispo de Barcelona, José María Urquinaona, para poner un freno al protagonismo ofensivo de la prensa integrista fue, indudablemente, uno de los elementos de más peso en las dificultades experimentadas por Sardà i Salvany para la publicación de su obra. Al redactar su pastoral del 7 de marzo de 1882 para denunciar la instrumentalización política de manifestaciones religiosas organizadas por el catolicismo integrista, el obispo Urquinaona pretendía llamar la atención de los fieles sobre el cisma que roía a la Iglesia española135.

Entre las grandes campañas de movilización religiosa con las que los íntegros trataban de deslindar los campos entre católicos «puros» y católicos liberales y organizar actos de repudio contra los gobiernos de la Restauración, se celebró el centenario de Santa Teresa de Jesús136. Este centenario que los integristas querían rescatar de la impiedad liberal fue objeto por parte de Sardà de un proceso de recuperación ideológica y religiosa. Se publicaron entonces varios artículos que reafirman el carácter ofensivo de las campañas católicas.

Uno de estos artículos, publicado en 1882 con el título «Que conste», había provocado la suspensión de la revista. El artículo, que apareció sucesivamente en La Vespa y en El Siglo Futuro, especificaba cuál debía ser el arma del verdadero apologista cristiano: la caridad templada por el odio a la herejía y al hereje y la «sátira mordaz»137. Con una violencia que prefiguraba el radicalismo religioso de El liberalismo es pecado, Sardà llevaba hasta sus últimas consecuencias lo que llamaba «la santa virtud del odio». Indudablemente hacía referencia a las reglas dé conducta cristiana del arzobispo de Tarragona a las que oponía recomendaciones poco moderadas y tolerantes. Recogiendo ideas ya expresadas en los primeros años de publicación de su revista con respecto al código del «perfecto y verdadero cristiano», el eclesiástico exponía en sus artículos sobre propaganda católica las obligadas «virtudes» del propagandista íntegro. Para no asustar a sus lectores y «retraer de la defensa de la fe a los corazones generosos», tomaba cierta distancia hacia publicaciones como las revistas católicas satíricas cuyos procedimientos demasiado ásperos no resultaban beneficiosos para el integrismo. Pero a pesar de las atenuaciones en la forma, la intransigencia doctrinal era tan incisiva como en los años del Sexenio. Es la misma postura de cruzada religiosa para la defensa de una fe íntegra y el mismo militantismo intolerante.

Es revelador a este respecto que en un artículo que resume las condenas del liberalismo publicado durante el pontificado de León XIII, sólo se mencionen los breves y documentos de Pío IX. Para los integristas nada ha cambiado desde 1875. La intransigencia, afirma Sardà i Salvany, es una virtud tradicionalmente española que ha mantenido la Iglesia incontaminada durante siglos. La hipótesis, o «verdad católica a medias», es una «caridad melosa» que «sonríe al error, al pecado, a todos y a todo». Aunque Sardà predicaba la intolerancia con el error y la caridad con las personas, difícilmente podía respetarse este precepto en una apologética integrista en la que no se separaba al hereje de su herejía. El texto citado a continuación ilustra la ambigüedad de la postura del apologista que se define ante todo por su odio y su intolerancia con respecto al error:

«Hay, pues, un sofisma grosero en decir que debemos tener igual consideración y respeto a todos los hombres y a todos los nombres, por la muy caritativa razón que todos son nuestros prójimos. Es verdad, si se mira sólo a su física personalidad. En este sentido nos está vedado desearles el menor mal y nos está mandado procurarles siempre el mayor bien. Pero no es verdad si se les considera personificaciones o representantes del bien o del mal, de la verdad o del error. Entonces no es verdad que todos los hombres y todos los nombres nos merezcan igual respeto, ni que a todos debamos amor, ni a todos tratar con veneración o cariño. No, entonces hay hombres y nombres a quienes hemos de amar y venerar como se ama y venera a la verdad que personifican, y hay hombres y nombres a quienes debemos aborrecer y execrar como es aborrecible y execrable el error y el mal que representan. Entonces la caridad, la santa y sublime caridad para con Dios y para con el prójimo, nos manda llamar lobos y demonios a tales hombres y a tales nombres; la caridad nos manda tratarlos como tales, designarlos como tales al recelo y al desprecio y al enojo de la incauta multitud; nos manda mostrarnos con ellos duros, intratables, acerados sin clase alguna de contemporización o indulgencia»138.



En el variado «arsenal de armas lícitas» del que dispone el propagandista católico, figuran las «santas virtudes del odio y de la intransigencia». Estamos lejos de la tolerancia y mansedumbre evangélicas y en la mayoría de los artículos firmados por el director de la Revista Popular destacan las palabras «odio, guerra sin cuartel, detestar, aborrecer». Estas «virtudes» han sido desde siempre las del verdadero pueblo católico y español que encontró en ellas la fuerza de odiar «el moro y el judío [...], la raza enemiga, [...] el francés y el afrancesado que eran nombres de maldición y de horror para la mayor parte de los hijos de este suelo».

Por lo tanto, la «santa cruzada» emprendida por los íntegros contra el liberalismo justifica esta particular concepción de la caridad para con los enemigos:

«[...] la misma caridad nos obliga a combatirlos en todos terrenos mientras son portaestandartes de la herejía o fautores de ella, no perdonando medio para desautorizarlos y quitarles toda influencia para con nuestros hermanos, hasta anularlos si es posible, o por lo menos hasta lograr que no les haga caso el pueblo fiel»139.



En este discurso, que tiende a exaltar los «valores varoniles y nobilísimos» del odio, están presentes todos los elementos del nacional-catolicismo: el catolicismo, definitorio del ser nacional español, no admite adulteración o «avería» de la herejía, que sea mora, judía o liberal. Ese liberalismo es el que provoca la degeneración del ser nacional y que propicia los católicos «afeminados», culpables de transaccionismo con el enemigo. En su reivindicación de la organización de los centenarios de Santa Teresa de Jesús, de san Francisco de Asís o de Calderón, Sardà deja bien claro que estos ilustres representantes de la auténtica y católica España sólo pueden ser celebrados por los verdaderos cristianos en los que todavía se encuentran: «esa vieja levadura de fe, ese poderoso fermento de sana popular ortodoxia [que] apenas en otro pueblo alguno se conserva ya»140.

En este contexto de tensiones que desgarran el catolicismo español, Sardà emprende varias gestiones que durarán dos años y medio hasta la publicación definitiva de su folleto en 1884. Los obstáculos con los que tuvo que enfrentarse en un primer momento para la difusión de El liberalismo es pecado ilustran las inquietudes y reticencias de algunos prelados y miembros del clero que temían las repercusiones ideológicas de esta obra. Sin entrar en el estudio exhaustivo de las vicisitudes y polémicas que acompañaron su publicación, cabe señalar las diferentes gestiones que tuvo que hacer Sardà para evitar una probable censura del episcopado. Los primeros intentos de publicación se hicieron en Madrid en 1882, mediante varias intervenciones de Ramón Nocedal para obtener el visto bueno de la censura eclesiástica.

El cardenal Moreno, arzobispo de Madrid, había encargado a dos teólogos que examinasen el manuscrito y se pronunciasen sobre su contenido. Su juicio fue favorable en cuanto a la doctrina vertida en el opúsculo pero se negaron a concederle el imprimatur por juzgar inoportuna su publicación en aquel momento. Al comentar este fracaso en una correspondencia con Sardà, Cándido Nocedal le propone publicar la obra por capítulos en el periódico y hacer tirada aparte141. Mientras tanto, el eclesiástico catalán, que tenía motivos para creer que la diócesis de Barcelona no le concedería el imprimatur, había confiado el manuscrito a los padres jesuitas Joaquim Caries y Jaume Monell para otra lectura y posible revisión de la obra.

En el mes de mayo de 1883, Sardà emprendió otras gestiones para pedir la censura eclesiástica del obispo. Después de la muerte de J. M. Urquinaona en marzo de aquel mismo año se espera una respuesta más favorable por parte de la diócesis. La actitud reticente del vicario capitular de Barcelona, Ignasi Pala, que se había mantenido en la misma línea condenatoria que el fallecido obispo en cuanto a los integristas, puede explicar la nueva negativa con la que tuvo que enfrentarse Sardà.

Pocas semanas después El liberalismo es pecado salía por entregas simultáneamente en El Semanario de Tortosa, que publicó trece capítulos en los meses de julio y agosto de 1883, El Correo Catalán, en el que se dieron a conocer once capítulos y El Siglo Futuro, así como La Ciencia Cristiana dirigida en Madrid por Juan Manuel Ortí y Lara142.

Este prudente anonimato le permitía a Sardà publicar su opúsculo sin aprobación explícita y formal en revistas de bastante prestigio. Con este procedimiento, que no dejaba de suscitar el interés del lector y las primeras reacciones ante una obra que prometía ser «explosiva», la prensa íntegra actuaba como una red de difusión paralela que escapaba hasta cierto punto al control de la jerarquía católica.

Esta red de periódicos y semanarios íntegros que difundían obras e informaciones polémicas constituía una plataforma logística muy eficiente para el integrismo. No era una casualidad, por lo tanto, que se publicara simultáneamente el opúsculo de Sardà en El Siglo Futuro. Utilizando un procedimiento periodístico que consistía en despertar la curiosidad de los lectores mediante la inminente revelación del nombre del autor de las «Cuestiones Candentes», el diario de Nocedal elogiaba el opúsculo de Sardà que tantos desvelos y recelos provocaba en la prensa católica «transaccionista»:

«Las Cuestiones Candentes son muy buenas y se leen mucho, y cuando formen librito, se leerán más todavía. Esto lo sabe la Unión, pero no se contenta con saberlo sino que además se afana por contribuir a la mayor fama, gloria y lectura de las cuestiones candentes amontonando artículos sobre el que escribe "El de Antaño"»143.



A pesar de las negativas de varios censores eclesiásticos, la obra del eclesiástico integrista era conocida en Madrid, Barcelona y otras ciudades de provincias antes de su publicación oficial y definitiva.

También es de señalar el protagonismo de las asociaciones católicas afines al integrismo en este dispositivo de difusión ideológica. Sardà i Salvany había conseguido una primera aprobación oficiosa del obispo de Barcelona, Jaume Català, en cuanto al contenido doctrinal de su libro, en 1884, con ocasión de varias conferencias celebradas en la Asociación de Católicos.

La interrupción de la publicación del opúsculo en El Semanario de Tortosa en el capítulo 11 confirmó los temores de Sardà hacia las reacciones contrarias del episcopado ante lo que podía aparecer como una nueva provocación integrista144.

Para evitar posteriores problemas con la censura, se habían publicado varios capítulos del folleto en La Hormiga de Oro. Esta revista ilustrada dirigida por Llauder y que se integraba en el grupo de publicaciones del catolicismo íntegro empezó a salir en el año 1884. Su colaboración con la Revista Popular fue frecuente y duradera. Con el seudónimo «El de antaño», Sardà dio a conocer varios capítulos del polémico opúsculo. En realidad esta publicación por entregas gozaba de la autorización y del beneplácito de Jaume Català Albosa, el nuevo obispo de Barcelona. El propósito de Sardà era obtener la censura eclesiástica para publicar el folleto con su nombre145. Aparentemente las manifestaciones de mayor tolerancia con el sector integrista por parte del obispo de Barcelona fueron un motivo determinante para que Sardà diese a conocer en la prensa barcelonesa el contenido integral de su folleto.

Por otra parte, la publicación en 1884 de la encíclica Humanum Genus contra el masonismo fue considerada por los católicos integristas como una legitimación de su radicalismo religioso. En aquel documento pontificio del 20 de abril de 1884, se denunciaban el masonismo y el naturalismo que amenazaban «el orden religioso y civil establecido por el cristianismo» y el peligro que representaban para el principio de autoridad de la Iglesia.

El sector íntegro había acogido con entusiasmo un texto que interpretó como una desautorización oficial del espíritu transaccionista del catolicismo moderado. En la prensa integrista, se comentaba que las condenas pontificias habían desenmascarado a las sectas masónicas, al naturalismo y al liberalismo que eran sus soportes ideológicos. De manera significativa, el semanario de Sardà recogía el sentimiento de los integristas, para quienes León XIII, con su última encíclica, había reanudado con la intransigencia político-religiosa de Pío IX. Para Sardà, como para Llauder y Ramón Nocedal, que se adherían con renovada sumisión al pontífice desde sus respectivas publicaciones, este documento justificaba «la sanísima estrategia de los más firmes católicos»:

«Mas para nosotros es de indudable certeza que la peor y definitiva herida mortal quien más directamente la recibió con la Encíclica es la Revolución mansa, o sea el llamado catolicismo liberal. El Syllabus fue su sentencia de muerte. La última Encíclica es su ejecución y entierro [...] Sanciona con esta Encíclica, que será en adelante la expresión más completa del Decálogo antirrevolucionario, toda la Propaganda que durante los últimos años han venido sosteniendo con tan dolorosos sinsabores los adalides más firmes de la intransigencia católica»146.



A mediados del mes de octubre de 1884, El liberalismo es pecado sale de la imprenta y la prensa integrista y carlista celebra este acontecimiento poniendo de relieve el hecho de que la obra que forma un tomo en octavo se publica con la licencia y censura de la autoridad eclesiástica. El sensacionalismo del acontecimiento es reforzado por las revelaciones acerca de la verdadera identidad del autor de «Cuestiones Candentes». El Siglo Futuro, que había contribuido a la campaña publicitaria del opúsculo al publicarlo en sus páginas, aprovecha su salida oficial para asociarse a lo que consideraba como una victoria del integrismo.

Desde su aparición, el opúsculo había provocado muchos reparos por parte del episcopado español. Los primeros en expresar sus reservas ante el contenido de esta obra fueron los obispos de Segorbe, de Oviedo y el arzobispo de Burgos147.

Estos miembros de la jerarquía católica no desmentían el apoyo oficial de la diócesis de Barcelona a Sardà pero pronosticaban con cierto temor que una obra cuya sustancia doctrinal confirmaba las anteriores condenas pontificias del liberalismo no era reprensible en sí pero que, en cuanto a forma y a aplicación, resultaba mucho menos aceptable.

Frente a los recelos de algunos prelados que no aprobaban el extremismo de las afirmaciones de Sardà, destacaban los comentarios elogiosos de los obispos de Urgel, Salvador Casañas, de Tuy y de Osma. Naturalmente la Revista Popular sólo dio a conocer a sus lectores las opiniones más favorables hacia el opúsculo y destacaba «la multitud de autorizadísimas cartas gratulatorias que había recibido el Director del Semanario»148.