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ArribaAbajoContenido de El liberalismo es pecado

En su primera edición, este libro está dividido en 44 capítulos, con una introducción y un epílogo. En las ediciones publicadas a partir de 1887 está incluida la aprobación de la Sagrada Congregación del índice del 10 de enero de 1887 y se especifica que esta aprobación del folleto viene justificada por dos denuncias contra la obra de Sardà. Consideraba Sardà que haber incluido este documento de Roma con la firma del obispo Jaume Català Albosa de Barcelona constituía el fallo definitivo de numerosas refutaciones.

Desde las primeras líneas, anuncia la finalidad y el contenido del libro:

«Ni empieces por ponerle ya desde el principio mala cara a este librejo. [...] Ya sí, y en son de disculpa me lo vas a decir, que no eras tú solo el que siente invencible repulsión y horror por tales materias [...] mas dime en conciencia: si de lo candente huimos, es decir, de lo vivo y palpitante y contemporáneo y de actualidad, ¿a qué asuntos ha de consagrarse, que sean de algún interés, la controversia católica?»149.



La religión y la Iglesia están siendo atacadas y por lo tanto el deber de todo apologista católico es defenderlas. No se trata solamente de exponer cuestiones de actualidad que «están al rojo blanco», sino de combatir a los enemigos del catolicismo con todas las armas disponibles.

Con tono firme y agresivo, Sardà justificaba que la controversia católica se centrara en cuestiones de actualidad que habían llegado a constituir una «gangrena» que amanezaba la salud espiritual del pueblo cristiano. Este prólogo, que parece más una arenga que una justificación del contenido doctrinal, fijaba el tono de todo el opúsculo. El propósito era reforzar las incitaciones a una santa cruzada para la que se proponían reglas de conducta precisas y contundentes. De hecho, El liberalismo es pecado constituye una especie de guía práctica para combatir el liberalismo. No en balde trata, en 31 capítulos de los 44, de recomendaciones y reglas que deben observar «los buenos católicos» en su trato con liberales. No se preocupa el autor en analizar las realidades políticas y sociales de su época y sólo ofrece a sus lectores preceptos basados en el carácter inmutable e intransigente del dogma católico.

Desde las primeras líneas anuncia la finalidad del libro. Organizados bajo la forma de conferencias cortas y familiares, asequibles a un público popular, los distintos capítulos se limitan a exponer el concepto del liberalismo. No hay nada nuevo para los lectores de la época en esta primera parte que recoge las condenas del Syllabus: condena del liberalismo político que fomenta las libertades civiles y políticas y que «niega la jurisdicción absoluta de Cristo Dios sobre los individuos y la sociedad». Para denunciar la herejía liberal Sardà recurre a los argumentos tradicionales de la apología integrista: no existe más libertad para el hombre que la sumisión a la verdad revelada. Como la verdad es inmutable, independiente de la razón humana, el único camino que tiene el cristiano es adherirse a esta verdad o separarse de ella. Como buen pedagogo, Sardà utiliza fórmulas sencillas para prevenir al lector contra una herejía cuyos peligros no estaban definidos con precisión y utiliza símiles que remiten a la esfera de las enfermedades contagiosas y a las epidemias. El liberalismo es un cáncer que conlleva la putrefacción de todos los valores y dogmas católicos.

Sardà suple su argumentación, a menudo esquemática, con fórmulas tajantes que afirman la superioridad del integrismo con respecto a cualquier otro sistema filosófico-religioso. La ideología integrista, basada en la afirmación radical de la infalibilidad de la verdad teológica, estigmatiza toda doctrina que no esté sometida al dogma cristiano. Sin entrar en demasiados matices acerca de lo que llama herejía, Sardà fustiga de manera perentoria toda corriente de pensamiento, todo sistema que no esté sometido al dogma: «La fe es el fundamento de todo el orden sobrenatural; el pecado es pecado en cuanto ataca cualquiera de los puntos de este orden sobrenatural; es, pues, pecado máximo el que ataca el fundamento máximo de dicho orden»150.

Con recursos dialécticos más propios de la controversia que de un discurso fundamentado en una reflexión sobre aspectos históricos y filosóficos, el autor se dedica ante todo a descalificar y condenar radicalmente la herejía liberal. En un primer momento enumera los principios liberales y los condena rotundamente:

«Principios liberales son: la absoluta soberanía del individuo con entera independencia de Dios y de su autoridad; soberanía de la sociedad, con absoluta independencia de lo que no nazca de ella misma; soberanía nacional, es decir, el derecho del pueblo para legislar y gobernar con absoluta independencia de todo criterio que no sea el de su propia voluntad, expresada por el sufragio primero y por la mayoría parlamentaria después; libertad de pensamiento sin limitación alguna en política, en moral o en Religión; libertad de imprenta, asimismo absoluta o insuficientemente limitada; libertad de asociación con iguales anchuras»151.



Esta enumeración de las características del liberalismo es seguida de las consecuencias prácticas de esa «herejía» tanto en el ámbito religioso como social y político. Las consecuencias que socavan los derechos de la Iglesia entre otras cosas, la obligada confesionalidad del Estado, la supremacía del poder espiritual sobre el poder temporal, la preeminencia de lo teológico sobre lo laico: «Derívanse de ellos la libertad de cultos más o menos restringida; la supremacía del Estado en sus relaciones con la Iglesia; la enseñanza laica o independiente sin ningún lazo con la Religión; el matrimonio legalizado y sancionado por la intervención única del Estado»152.

La arquitectura general del libro refleja este trasfondo ideológico:

  • Varios capítulos se centran en la definición de los síntomas y grados del liberalismo: capítulos 5 a 9; 12, 18, 31, 32, 33, 34, 35 y 43;
  • La condena del liberalismo filosófico y político, la descalificación eclesiástica del liberalismo que se apoya en el magisterio de la Iglesia: capítulos 3, 10 y 11;
  • Puntualizaciones terminológicas y conceptuales. Es significativo notar la importancia concedida por el autor al lenguaje, ya que «las palabras vienen a ser la fisonomía exterior de las ideas». No en balde sabían los integristas la importancia de los términos que utilizaban para designar a los católicos moderados. La horrorosa confusión de criterios provocada en la prensa católica por las apelaciones de «mestizo», «neo», «pastelero», «transaccionista», «pidalista», había hecho aún difícil la convivencia de los católicos de finales de siglo. En los capítulos 14 y 15, Sardà incurre en observaciones que remiten a la casuística y recalca que, si las novedades del siglo sólo atañen a la palabra y a la expresión, en realidad las herejías siguen siendo las mismas; sólo una verdad intangible, la del catolicismo íntegro que los «revolucionarios» y liberales disfrazan: «Si las palabras no tuviesen importancia alguna, no cuidarían tanto los revolucionarios de disfrazar al Catolicismo con feas palabras; no andarían llamándole a todas horas oscurantismo, fanatismo, teocracia, reacción sino pura y sencillamente Catolicismo»153;
  • Medios de los que pueden valerse los católicos seglares y laicos para combatir el liberalismo. Estos medios son los que los propagandistas católicos tienen a mano: la prensa, las asociaciones (33, 35 y 36). En otros capítulos iban a tratarse temas sensibles relacionados con el carácter y la finalidad de la propaganda propugnada por Sardà. Los capítulos 21, 22, 23 y 24 a 30 recogen argumentos anteriormente esgrimidos por el eclesiástico catalán en la Revista Popular y en opúsculos como Cosas del día, o sea, respuestas católico-católicas a algunos escrúpulos católico-liberales (1875): profesión íntegra y clara de la verdad, odio cordial y sincero al error y a todas sus formas y en todos sus grados, intervención de los laicos desde la prensa y en los círculos, centros y las asociaciones de católicos154. En el capítulo 40 se aborda la muy polémica cuestión de la unión, o asociación, de los católicos mediante un partido político. Considerada como una competencia «desleal», en el terreno de la movilización y de la propaganda católicas, la Unión Católica de Alejandro Pidal y Mon que había desencadenado, desde el inicio del proyecto en 1882, colisiones ideológicas continuas y agresivas155.

También dedica Sardà algunos capítulos a refutar posibles objeciones hacia la política del Vaticano y sus relaciones con gobiernos liberales. En este punto, los capítulos 30, 43 y 44 son reveladores de las dificultades que tenían los integristas para justificar la política del hecho consumado, o hipótesis de Pío IX, y el alcance político del Concordato de 1851, que fue la piedra angular de las relaciones entre la Iglesia y el Estado español durante muchos años156. Para los integristas, la aplicación de la tesis suponía la aplicación exclusiva y absoluta de los principios del Syllabus. En 1875, Sardà en el opúsculo Cosas del día, intentaba demostrar que si Pío IX había reconocido la monarquía alfonsina, su postura política tenía que disociarse de su postura religiosa que implicaba un total rechazo de los gobiernos y de las instituciones liberales157.

El liberalismo es pecado se cierra con un capítulo dedicado a otra cuestión que fue el nudo gordiano de las interpretaciones del Syllabus y significativamente titulado «Y ¿qué hay sobre la tesis y sobre la hipótesis en la cuestión del liberalismo, de que tanto se ha hablado también en nuestros últimos tiempos?».

Al pasar revista a todos los casos de complicidad liberal, Sardà hace evidentemente referencia a ejemplos concretos. Las alusiones críticas a prelados y eclesiásticos que colaboran con publicaciones liberales tienen una intención polémica ya que incriminan a personalidades conocidas como Llanas, Collell, Gatell y Vilarrasa, involucradas en aquel momento en una agria contienda con El Correo Catalán y la Revista Popular. También se trata de desautorizar a todos los católicos que participan, de alguna manera, en la Restauración y afirmar, una vez más, la total subordinación de la política a la religión:

«Política y Religión, en su sentido más elevado y metafísico, no son ideas opuestas ni aun separadas; al revés, la primera se contiene en la segunda, como la parte se contiene en el todo, o como la rama se contiene en el árbol, para valemos de más vulgar comparación [...]. En este concepto es Religión, o parte de ella la política [...] ya que precisamente la política es una parte muy importante de la Religión, porque es o debe ser sencillamente una aplicación en grande escala de los principios y de las reglas que dicta para las cosas humanas la Religión, que en su inmensa esfera las abarca a todas»158.



Para fundamentar su argumentación, se apoya en una cuidadosa selección de documentos pontificios y en extensas citas de la Civiltà Cattolica. Para el catolicismo íntegro, el único modelo es el Syllabus, al que dedica Sardà un capítulo de su libro. El católico «bueno» debía adherirse incondicionalmente a las enseñanzas de Pío IX, el cual con toda razón había pasado a la historia con el dictado de «azote del Liberalismo».

Su defensa de la intolerancia es una de las mejores muestras de la literatura integrista. En los capítulos 21 y 22, indudablemente los más polémicos de su libro, el apologista explica, como en anteriores artículos y folletos, que el católico no vacilará en «disgustar y ofender al prójimo para obrar en bien suyo». En todas las épocas de la historia los católicos fueron intolerantes. La defensa de la Inquisición, que excomulgaba y destruía a los que transigían con el error, es una fuente de constante inspiración para Sardà que defiende la tesis de una nación católica incontaminada gracias a la tradicional intolerancia de la Iglesia:

«[...] El amor que se debe a los hombres, como prójimos, debe entenderse siempre subordinado al que debemos todos a nuestro común Señor. Por su amor y servicio, pues, se debe (si es necesario) herirlos y matarlos [...]. Así en guerra justa, como se hieren y matan hombres por el servicio de la patria, se pueden herir y matar hombres por infracción del Código humano, puédense en sociedad católicamente organizada ajusticiar hombres por infracción del Código divino, en lo que obliga éste en el fuero externo, lo cual justifica plenamente a la maldecida Inquisición»159.



Al desarrollar este concepto de «caridad cristiana» que justifica la denuncia y el castigo del adversario, el autor de El liberalismo es pecado hace la apología de la «literatura calurosa y encendida y apasionada». Para convencer al público, y especialmente al público popular, conviene más hablarle «al corazón y a la imaginación». Esta apologética popular encaminada a despertar pasiones y exaltar las mentes justifica el uso «de la ironía, de la imprecación, de la execración, de los epítetos depreciativos»160. Para Sardà, el Evangelio no es fuente de mansedumbre ni de tolerancia.

Naturalmente, en la «cruzada» antiliberal preconizada por el eclesiástico integrista, la prensa se convierte en un instrumento de combate privilegiado. En su apología de la intolerancia, el autor afirma que, al no poder matar al enemigo materialmente, conviene destruirlo «espiritualmente». Pese a su total rechazo de mezclar las publicaciones religiosas con asuntos políticos, Sardà reconoce que la prensa debe favorecer, en el público, una adhesión afectiva y también ideológica.

Nuestro eclesiástico recalca esta dimensión ideológica de la prensa intransigente a lo largo de varios capítulos dedicados al periodismo católico, y compara a los periodistas con «soldados» que deben luchar en «una guerra sin cuartel». Las armas de todo verdadero «soldado» de la prensa son el sarcasmo, la calumnia. Al justificar «las intemperancias del moderno periodismo», recurre a ejemplos de grandes predicadores «íntegramente católicos» que, para desautorizar al enemigo, no vacilaban en ofenderlo y cubrirle de insultos.

En su defensa de un periodismo de combate, verdadera «máquina de guerra», Sardà llega al extremo de justificar los duelos personales e ideológicos para desautorizar a escritores y periodistas liberales. La intolerancia y la violencia exaltadas por el autor de El liberalismo es pecado eran las principales características de la prensa intransigente desde 1875. La publicación de este libro no hizo más que reforzar el extremismo religioso de muchas publicaciones católicas como El Correo Catalán y las revistas satíricas ya mencionadas. En 1885, con la publicación de un artículo polémico en El Siglo Futuro, referente a las atribuciones religiosas y políticas del Nuncio Apostólico, se organizó una nueva campaña integrista que ilustraba uno de los principios defendidos por Sardà i Salvany: al combatir el error, la prensa católica tenía el derecho de «encarnizarse en la personalidad del que lo sustenta»161.

Esta «santa intolerancia» no debe practicarse solamente en la prensa. Abarca la vida entera del creyente: el liberalismo es un mismo delito tanto en la política como en las costumbres. Puede aplicarse esta intolerancia incluso contra el clero, o miembros de la jerarquía, contaminados por la «peste liberal». Planteaba de este modo una de las cuestiones más candentes del momento: la autoridad y magisterio de la Iglesia. Si quieren ser consecuentes con su fe íntegra, los católicos deben resistir pasivamente «a la autoridad, en lo que aparezca evidentemente en contradicción con las doctrinas reconocidas por sanas en la Iglesia»162. La ilustración de este comportamiento se verificaría en el momento de publicarse el fallo de la Congregación del índice sobre el contenido de El liberalismo es pecado.

En la última parte de su opúsculo, que se asemeja más a un ajuste de cuentas que a una sólida argumentación de la doctrina cristiana, Sardà impugna el llamado «laicismo» y reclama el derecho, para los seglares católicos, de «tomar parte muy activa en la controversia religiosa, exponiendo doctrinas, calificando libros y personas»163.

Evocando la libertad de expresión tan denostada por los íntegros, y sin reparar en contradicciones, Sardà vuelve a salir en defensa de un militantismo exacerbado que debe plasmarse en la prensa, en el impreso, en las asociaciones y apostolados de todo tipo. Esta «moral en acción» se apoya en la actividad diaria de todos los «buenos católicos», que forman una auténtica milicia cuya misión es «dar la voz de alarma y disparar los primeros tiros». Al proponer reglas de conducta «íntegramente católicas», Sardà declaraba que el integrismo era la única «filosofía cristiana» posible. Esta legitimación de una fe inmutable y eterna se nutre de valores como la pureza, la virilidad y la intransigencia.

La vehemente defensa del radicalismo religioso y de la intolerancia intelectual por parte del autor de El liberalismo es pecado reflejaba el peso político que había adquirido el integrismo. A lo largo de sus puntualizaciones acerca del lema de la Revista Popular, «ni un pensamiento para la política», este eclesiástico recuerda que el integrismo es algo más que un partido, siendo en rigor un fenómeno religioso en el que la política es un medio. La ideología integrista, que sólo se había identificado circunstancialmente con el partido tradicionalista, se manifestó como una fuerza política que ponía en peligro la cohesión social y espiritual de la Iglesia. En el opúsculo se ponen de relieve las rupturas políticas e ideológicas que dividían a los católicos desde principios del siglo.

Era también la manifestación de una fuerza integrista muy arraigada en Cataluña. Al popularizar la tesis del liberalismo como pecado y al hacer la apología de la resistencia pasiva a toda autoridad o poder que no compartiese su credo político-religioso, el libro de Sardà era un ejemplo de fundamentalismo religioso que se oponía, en todos los puntos, al intento pacificador y comprensivo de León XIII.

El liberalismo es pecado iba a erigirse como referencia ineludible para el integrismo español y europeo. Constituyó un soporte ideológico importante para prohombres del integrismo como Ramón Nocedal que era, ante todo, un político y estratega. Con la publicación de una obra que asentaba la tesis de la intransigencia religiosa y política, la Revista Popular afirmó con aún más dureza su liderazgo respecto a las demás publicaciones íntegras. De 1885 a 1888, momento en que la ruptura entre carlistas e integristas frenaba la vitalidad de la prensa intransigente, el semanario de Sardà i Salvany apoyó las nuevas campañas íntegras.




ArribaAbajoEl discurso fundamentalista: violencia del lenguaje, lenguaje de la violencia

Se ha subrayado a lo largo de este estudio como Sardà, al instrumentalizar la prensa para que se convirtiese en un medio de galvanización de los católicos, manejaba procedimientos retóricos y elaboraba un discurso propios del fundamentalismo religioso. El liberalismo es pecado se caracteriza por la omnipresencia de un discurso que exalta la violencia, la exclusión e incluso la destrucción. Para el autor, este discurso tiene una doble finalidad: pedagógica y propagandística. Existe una verdadera preocupación por alcanzar un público amplio y popular, poco afín a la lectura de obras dogmáticas y serias. La propaganda popular exige que se escriba «en estilo llano y común, [...] con salsa excitante y apetitosa que convide al paladar»164. Esta prosa casera es la que reivindica en el capítulo XLII del opúsculo, ya que «el pueblo no es metafísico; ni en los escritos de Propaganda Popular se da a las palabras la acepción rígida que se les da en las escuelas»165. La complicidad con el lector y las frecuentes interpelaciones mediante preguntas constituyen una táctica discursiva puesta al servicio del mensaje militante y propagandístico. Desde las primeras líneas del prólogo, y de manera recurrente en el opúsculo, se tutea al lector estableciendo de este modo un trato familiar con todos los recursos de la lengua oral y popular: «pío lector», «amigo lector», «¡oh lector!». Predicador y a la vez confesor, el autor aparece revestido de una autoridad indiscutible y la familiar complicidad desemboca muchas veces en la culpabilización del lector. Sardà i Salvany, muy consciente de la importancia del lenguaje, recurre a todos los procedimientos estilísticos que facilitan «la familiar y amistosa conferencia» y esclarece lo que a primera vista puede parecer «mera cuestión de palabra»166. Porque, como explica el autor en el capítulo XIV, «las palabras vienen a ser la fisionomía exterior de las ideas» y todas las herejías han recurrido a falsas palabras, juegos de palabras y ambigüedades para ocultar su verdadera identidad:

«Si las palabras no tuviesen importancia alguna, no cuidarían tanto los revolucionarios de disfrazar al Catolicismo con feas palabras; no andarían llamándole a todas horas oscurantismo, fanatismo, teocracia, reacción, sino pura y sencillamente Catolicismo, ni harían ellos por engalanarse a todas horas con los hermosos vocablos de libertad, progreso, espíritu de siglo, derecho nuevo, conquista de la inteligencia, civilización, luces, etc., sino que se dirían siempre con su propio y verdadero nombre: Revolución».



Todo el arte consiste en adoctrinar y afirmar verdades tajantes pero sin dejar de convencer y suscitar una adhesión a la línea de conducta propuesta. Esta apologética popular encaminada a despertar pasiones y exaltar las mentes justifica el uso «de la ironía, de la imprecación, de la execración, de los epítetos despreciativos»167. Sardà toma precauciones oratorias desde las primeras líneas del prólogo para tranquilizar a los lectores: les advierte que se trata de cuestiones «abrasadas y candentes [...] hasta el rojo blanco» pero que «el fuego de que ahí se trata es metáfora y nada más»168. Las constantes advertencias e interpelaciones dirigidas a los lectores convierten esta «familiar y amistosa conferencia» en auténtico examen de conciencia.

La gran catástrofe del siglo XIX es la afirmación de la soberanía del Estado y de la sociedad civil sobre la Iglesia. En muchos de los artículos anteriores a la publicación de El liberalismo es pecado, Sardà explica que una de las consecuencias nefastas del liberalismo y de la secularización es la imposición del criterio de la mayoría como norma suprema frente a los criterios sobrenaturales. Esta democracia es un veneno para los pueblos seducidos por un protagonismo social y político que no les corresponde:

«No ha mucho, empero (no se han cumplido aún cien años), entablóse en nuestra patria un pleito singular. Preguntóse por primera vez a los pueblos: ¿quién ha de ser en adelante vuestro supremo legislador? ¿Cristo dios o el Estado? Y el pueblo, ¡pobre pueblo! ¡engañado pueblo! llamado a deliberar sobre esta proposición, respondió sencillamente a ella: no queremos otra soberanía que la del Estado»169.



Para que las verdades y doctrinas íntegras expuestas en el opúsculo sean de más fácil acceso, Sardà utiliza giros coloquiales, refranes y referencias a la vida diaria. Se trata de aligerar el contenido doctrinal y polémico del prólogo y alternan el tono de la confidencia y de la familiaridad de los giros idiomáticos: «y dando un pasito más te diré, así en secreto que nadie nos oiga, que pues tuvo sus cuestiones candentes cada siglo [...]. Tendido queda el paño y principiada esta serie de breves y familiares conferencias»170. De manera didáctica, Sardà alude a situaciones de la vida diaria para convencer a sus lectores: al aludir a la guerra contra la heterodoxia liberal afirma que conviene ir «pertrechado de armas ofensivas y defensivas» ya que «espada sin punta y sin filo no es espada sino hierro viejo, y que la pólvora con agua no lanzará el proyectil»171. En el momento de describir el comportamiento obligado del auténtico católico, añade que es semejante a «un hombre azotado como un peñasco por todas las olas y todos los vientos y que se está fijo, inmóvil, sin retroceder» o adherido «como la hiedra al muro parroquial, firme(s) como su viejo campanario, puede(n) desafiar toda tempestad y hacer rostro a toda borrasca»172.

En otras ocasiones recurre a parábolas como en el capítulo XXX, donde evoca la tan debatida cuestión de la tesis. Al referirse al peligro de la contaminación de los «buenos» por las malas doctrinas, en este caso la hipótesis, evoca el ejemplo de un padre de familia cuyas hijas corren el peligro de entrar en contacto con mujeres «malas y perversas». El autor propone al lector que se aplique «la parábola o comparación» a la Iglesia cuyos hijos se ven amenazados por la iniquidad de los gobiernos liberales y que, en algún momento, pueden dejarse arrastrar por la tentación de pactar con ellos. Sardà se dirige al pueblo lector como si fuera un niño incauto y desvalido: «tal es la maléfica influencia de este envenenado ambiente que se respira. El pobre pueblo lo traga con más facilidad que nadie, por su natural buena fe»173.

La amenaza de una contaminación de los «buenos católicos», de los «humildes hijos del pueblo» por los «gérmenes de la infección liberal» se enfatiza mediante tropos relacionados con la enfermedad, la podredumbre. Se trata de una «epidemia», de «enfermedades» que «diezman la población», contaminan «la atmósfera [...] y la mayor parte de los que la respiran»174. Estos tropos vienen a constituir una urdimbre de metáforas: España es «un país apestado» por la herejía y urge «poder establecer cordón sanitario absoluto entre católicos y sectarios del Liberalismo»175. Para que el buen católico no tenga relaciones con «tales apestados», para «prevenir y evitar, o disminuir por lo menos, ese constante riesgo de infección», se preconizan remedios radicales: «así al enfermo se le ama abrasándole con el cauterio, cortándole la gangrena con el bisturí»176.

El lenguaje metafórico refleja la violencia de la doctrina integrista que destila el opúsculo y refuerza la finalidad didáctica del autor. En El liberalismo es pecado, muestra paradigmática del tópico lenguaje eclesiástico y moralizante, cuajan determinadas estrategias discursivas y convenciones estilísticas. Este «tratadillo popular de antiliberalismo» que es una guía práctica de recomendaciones y reglas que han de observar los buenos católicos justifica el militantismo radical con el ejemplo de los mártires y apologetas de la tradición cristiana. Siempre con una finalidad pedagógica, Sardà propone máximas cristianas definidoras de la actitud del auténtico católico: «En todos los casos debe el católico soportar con paciencia su dura situación», «el pecado contra la fe es el mayor que se conoce»177.

Abundan las expresiones coloquiales desvalorizantes para condenar a los católicos liberales: estos católicos «tocan el bombo y soplan la trompeta de la Fama», no son verdaderos católicos ya que no se obstinan «en remar contra la corriente»; contrariamente a los íntegros que lo quieren «todo puro y sin mezcla»; «pescan con redes [...] viejas y conocidas», y tienen «paladares estragados por salsas mestizas»178.

Sardà recurre a tropos de claras raíces bíblicas y típicos del hablar popular y hace frecuentes referencias a los Evangelios confiriendo de este modo al opúsculo su carácter especial de obra a la vez didáctica, prescriptiva y doctrinal. Los ejemplos y las parábolas sacadas de los Evangelios siempre apuntan hacia el mismo fin: afirmar el ideal de integridad católica, el carácter absoluto e inamovible de la verdad católica. La intransigencia y la intolerancia, elementos constitutivos del fundamentalismo religioso, justifican para Sardà una lectura y una interpretación exclusivas y radicales de los textos religiosos.

En el caso de la epístola de San Pablo a Tito en la que habla de los cretenses (I, 10-16), San Pablo pone en guardia a Tito contra «los cretenses siempre embusteros, malas bestias, panzas holgazanas [...]. Por tanto, repréndelos severamente, para que se mantengan sanos en la fe». Sardà menciona esta parte de la epístola como un ejemplo del «apasionamiento producido por la santa pasión de la verdad». De hecho, el pasaje citado de la parte I de la epístola no puede leerse sin tener en cuenta los términos de san Pablo contenidos en «Consejos particulares a Tito»: «Evita las cuestiones necias, las genealogías y las contiendas y debates sobre la ley, porque son inútiles y vanas. Al sectario, después de una y otra admonestación, evítale, considerando que está pervertido; peca, y por su pecado se condena»179.

El radical pesimismo hacia la naturaleza humana, que se opone a la creencia en una humanidad perfectible y evolutiva, se expresa en el capítulo XXXI donde Sardà recalca que la herejía tiene su origen en la «naturaleza depravable del hombre»180. El autor cita, en este caso, la Primera epístola de San Juan (I: «Caminar en la luz») para enfatizar el carácter aborrecible del catolicismo liberal. El catolicismo liberal es el error por definición porque nace de la depravación, del interés y de la corrupción181. Es interesante notar que en esta epístola primera, que parece haber sido escrita como presentación del Evangelio mismo, san Juan, autor de tres epístolas, se revela aquí como el predicador de la caridad. Evidentemente las exhortaciones del discípulo de Jesús a la caridad benévola expresadas en los mandamientos sobre la caridad no aparecen en el escrito de Sardà, cuya utilización fragmentaria de los textos religiosos sólo sirve una finalidad: la de demostrar que el fin, es decir, la total intransigencia con el error, justifica los medios182.

La sumisión exigida es parte consustancial de este discurso autoritario manejado por el autor: las verdades que afirma no pueden discutirse, y cualquier rebeldía religiosa o dogmática supone la exclusión. Es constante en esta obra la manipulación basada en un principio de autoridad: la referencia recurrente a textos del Evangelio, cuidadosamente seleccionados, legitima esta autoridad indiscutible. Las preguntas dirigidas al lector establecen una jerarquía en este discurso: el sujeto fuerte del discurso autoritario, en este caso el autor, mantiene una postura dialéctica y no monológica como pudiera parecer. Conoce bastante bien los presupuestos del otro interlocutor, el lector, para poder reducirlos según mejor le parezca. No se trata tanto de hacer compartir como de imponer determinada verdad ideológica y doctrinal.

El catolicismo es una verdad absoluta que no se puede restringir, o acomodar, a las preocupaciones humanas. Por lo tanto, la definición que propone Sardà de la caridad, o querer bien al prójimo, excluye toda idea de diferencia y de tolerancia ya que implica la única interpretación posible de la verdad religiosa.

El ideal de la integridad católica implica una concepción de la caridad muy alejada de una dimensión evangélica. El tema de la caridad es, según las propias palabras de Sardà, el «verdadero caballo de batalla de la cuestión». Dedica varios capítulos de su opúsculo a un tema muy sensible. Aunque se refiera a san Pablo en el capítulo XX para convertir la intransigencia en valor doctrinal y utilice en toda la obra la metáfora de la milicia cristiana presente en el Nuevo Testamento -y las epístolas de apóstoles como san Pablo- deja totalmente al margen los propósitos del apóstol sobre la caridad183.

Se trata de fundamentar una espiritualidad basada en la pureza de la doctrina y la pasión por la ortodoxia.

La actitud intransigente de Sardà se manifiesta en el mismo título de la obra y en el tono de la exposición: de lo que se trata es de combatir con «santa intolerancia» para imponer la verdad sobre el error. La integridad religiosa que es, a juicio del autor, la única filosofía válida e inmutable justifica una «guerra justa», en la que se pueda «disgustar», «herir», «matar», «ajusticiar», denunciar a «la execración común», «reprimir» y «castigar» a los fautores. A partir del prólogo, por lo tanto, se sitúa en el terreno de la polémica y desvela las armas que piensa utilizar. Entre estas armas destacan la crítica mordaz y violenta, los ataques personales, la exclusión.

Este liberalismo tanto filosófico como político es la «cuestión candente» o «cuestión de las cuestiones», y constituye la palabra clave que aparece obsesivamente (más de 133 recurrencias). El lenguaje de guerra, que impregna casi todas las páginas, se justifica según el autor por ser el liberalismo un asunto de «controversia católica», término que aparece también en numerosas ocasiones:

«¿A qué asuntos ha de consagrarse, que sean de algún interés, la controversia católica? A combatir enemigos [...] y para eso, ¡Vive Dios! nos apellidamos soldados los católicos y representamos como ejército la Iglesia [...] de veras deben ser, pues, las armas que se usen, de veras los tajos y reveses que se den, de veras las heridas que se causen o que se reciban»184.



Como recuerda el eclesiástico catalán, conviene «martillar» tanto en sentido figurado como propio las verdades de la fe íntegra. Este «martillar» se plasma en el procedimiento retórico de la anáfora: «que martillar sobre hierro candente, ese es buen martillar; no martillar sobre hierro frío, que es martillar de pura broma. Martillo de los simoníacos [...]; martillo de Averroes [...]; martillo de Abelardo [...]; martillo de Albigenses»185.

Otro ejemplo de los procedimientos retóricos propios del discurso radical y fundamentalista es el capítulo III, donde se justifica el título de la obra: «Si es pecado el liberalismo, y que pecado es». Después de la contundente afirmación introductoria, «el liberalismo es pecado», sigue una larga demostración elaborada, en un primer momento, a base de negaciones. El liberalismo es por antonomasia el mal y la destrucción; el carácter intrínsecamente malo del liberalismo se expresa mediante la anáfora «niega», repetida once veces y acompañada de la palabra «negación».

En un segundo momento demuestra el carácter inmoral del liberalismo. Mediante fórmulas incisivas, que se repiten a lo largo de la obra, afirma la única verdad posible: la condena y la exclusión del liberalismo. El mundo está dividido en dos grupos antagónicos: los partidarios del orden sobrenatural cristiano y los que defienden el naturalismo y el derecho libre del orden. El combate a muerte entre «la razón eterna de Dios» y «el principio de la moral independiente» se ilustra con las repeticiones antitéticas de los términos «inmoralidad», «moralidad» y «moral». La demostración desemboca en la excluyente filosofía del silogismo a la que recurre sistemáticamente Sardà: «Por donde cabe decir que el Liberalismo, en el orden de las ideas, es el error absoluto, y en el orden de los hechos, es el absoluto desorden. Y por ambos conceptos es pecado»186.

El carácter rotundo de las afirmaciones -y la visión dogmática del autor- se refleja en los frecuentes quiasmos utilizados, como el que cierra el capítulo: «es el error absoluto, es el absoluto desorden». Los silogismos que concluyen muchos de los capítulos del opúsculo ostentan el tono radical de la confrontación histórica del catolicismo y del liberalismo. Tenemos una buena muestra de este enfrentamiento retórico e ideológico entre los partidarios del orden sobrenatural cristiano y los que lo niegan en el capítulo IV. El encadenamiento de varios silogismos culmina con la condena radical del liberalismo y de los liberales asimilados al «demonio», a «los condenados», al «pecado máximo», «el mal sobre todo el mal»187.

Lo que pretende demostrar Sardà es que no cabe acomodar la religión a las necesidades y contingencias de la sociedad porque es ésta la que debe plegarse a los dogmas y a las exigencias religiosas. Este antagonismo presenta bajo forma de antítesis los diferentes momentos de la Historia: una historia que quedará convertida en un instrumento argumental al servicio de una concepción preconcebida188. Con el advenimiento del liberalismo en Europa penetraron los principios disolventes de libertad de pensamiento, de conciencia y de cultos. Todo el problema de la sociedad contemporánea se reduce a esta lucha entre el catolicismo y la revolución. En el capítulo II resume con fórmulas violentamente descalificadoras el proceso secularizador y revolucionario que ha propugnado el liberalismo: es una «guerra sistemática al catolicismo», «es el mundo de Luzbel [...] en radical oposición y lucha con la sociedad de los hijos de Dios, que es la Iglesia de Jesucristo»189.

Nuestro eclesiástico recoge el planteamiento apocalíptico de un Donoso Cortés fuente de inspiración para el catolicismo íntegro. El cuadro devastador expuesto en El liberalismo es pecado corresponde al mismo proceso de dramatización histórica presente en la obra de Donoso Cortés190. Este escrito sintetiza todos los elementos de dicho pensamiento radical y reaccionario: el catastrofismo apocalíptico frente a la amenaza de una conspiración revolucionaria contra la religión y la Iglesia; el orden jerárquico inmutable de suyo establecido por Dios; la superioridad jerárquica de la fe sobre la razón; la analogía entre Dios y la sociedad y la obligada sumisión de la sociedad civil a la autoridad de la Iglesia. Donoso Cortés había participado en la gestación del Syllabus y obras suyas como Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, considerados en sus principios fundamentales (1851) y Carta al eminentísimo Señor Cardenal Fomari sobre el principio generador de los más graves errores de nuestros días (1852) son una referencia ineludible y constante para Sardà. Cabe recalcar las coincidencias formales, la similitud en los procedimientos retóricos y en la dimensión ideológica191.

La cosmovisión cerrada y excluyente instaurada por los planteamientos doctrinales del integrismo desemboca en una postura fundamentalista. A partir de una vivencia de la fe católica siempre a la defensiva de forma exacerbada e intransigente, se elabora una auténtica teología de la guerra. En El liberalismo es pecado, el lenguaje de cariz agresivo y guerrero iguala el militantismo católico a una «cruzada»: «aquí en España (país de una eterna cruzada), [...] la defensa armada es un hecho poco menos que canonizado»192. La Iglesia se transforma en un ejército militante, y se justifica la violencia «espiritual» y hasta física. Los símiles sobre la guerra convierten a los católicos íntegros en «un solo pelotón de bien armados soldados que sepan bien lo que defienden y contra quién lo defienden y con qué verdaderas armas lo deben defender»193. El ejército cristiano debiera ostentar «viril energía» y convertirse en «el grupo más ardientemente batallador en defensa de los derechos de la fe y de la Santa Sede»194. Esta cruzada es tanto más legítima cuanto que resulta consubstancial a la historia de la defensa del catolicismo:

«¿No bendijo la Iglesia en la Edad Media la espada de los cruzados, y en la moderna la bayoneta de los zuavos pontificios? ¿No les dio su pendón? [...] Si san Bernardo no se contentó con escribir sobre eso patéticas homilías, sino que reclutó soldados y los lanzó a las costas de Palestina, ¿qué inconveniente hay en que un partido católico se lance hoy día a la cruzada que permitan las circunstancias?»195.



Todos los ejemplos propuestos por Sardà ilustran el mito de la raza española que, a lo largo de su historia, supo imponerse a las herejías de fuera. No es una casualidad si se apoya en la conocida obra de Menéndez Pelayo Historia de los heterodoxos españoles para demostrar una concepción particular de la historia de España, en la que identidad nacional y unidad católica son indisociables196. La intransigencia y la intolerancia en materia religiosa son los aspectos que definen la esencia del pueblo español a través de los siglos: lo liberal es «postizo» y «un pronunciamiento lo trajo, otro pronunciamiento lo podría barrer, sin que en nada se alternase el fondo de nuestra nacionalidad»197.

Para Sardà la fe nacional y la religión católica, apostólica y romana son indisociables; sólo es posible «la íntegra soberanía de Dios» con «nuestra nacionalidad y nuestra fe»198. La compenetración «consubstancial» de lo nacional con el elemento católico configura el nacional-catolicismo, cuyas raíces «tienen sus bases en la reacción católica frente a la Ilustración, a la Revolución francesa y en la revuelta con la invasión napoleónica de 1808»199. El nacional-catolicismo y la filosofía maniquea de la Historia que la concibe como una lucha despiadada entre la ciudad de Dios y la ciudad del mundo, presentes en el integrismo español del XIX, han perdurado en la Iglesia española hasta bien entrado el siglo XX. Las posturas excluyentes y el «totalitarismo religioso» del integrismo200 han generado actitudes y confrontaciones violentas, tanto en la historia española como en la historia política y religiosa de países latinoamericanos.




ArribaAbajoLa resonancia de El liberalismo es pecado

En su epílogo declaraba Sardà: «Lanzamos a los cuatro vientos estas humildes hojas; llévelas donde quiera el soplo de Dios»201. De hecho, este opúsculo tuvo una resonancia que trascendió el marco geográfico español y el período histórico de la Restauración. La doctrina integrista contenida en sus páginas constituía una declaración de guerra contra la modernidad y se convirtió en un bastión ideológico donde se atrincheraron determinados sectores religiosos y políticos en momentos de crisis y de cambios profundos. Se ha señalado que la novedad del opúsculo no radicaba tanto en el contenido, ya que la condena del liberalismo racionalista y del liberalismo católico se encuentra en varias encíclicas desde la Miran Vos (1832) de Gregorio XVI hasta la Quanta Cura (1864) y el Syllabus de Pío IX, como en la «vulgarización y el estilo que hizo de tal doctrina»202.

La actitud de repulsa ante el liberalismo por parte de la Iglesia y del catolicismo se plasmó en juicios de valores que constituyeron un terreno abonado para el integrismo y el radicalismo religiosos. No puede infravalorarse, en este aspecto, el comportamiento ante los problemas político-religiosos de la segunda mitad del siglo XIX de los jesuitas y de la Compañía de Jesús, el cual se caracterizó por una repulsa doctrinal completa del liberalismo y del catolicismo a su vez liberal203. Sardà, muy vinculado a los jesuitas, encuentra en los documentos doctrinales de éstos, antes de la publicación de El liberalismo es pecado, los argumentos religiosos y políticos en contra del liberalismo. Las coincidencias entre el opúsculo de Sardà y escritos del Padre Arcos, como el folleto titulado ¿Es lícito a un católico ser liberal en política? (1874) son evidentes. No es ninguna casualidad si en la Revista Popular del año 1885 Sardà dedica una sección bibliográfica entera al elogio de una obra del Padre Perrone, jesuita y autor de una obra (Lugares teológicos) que recoge los principios del Syllabus en su refutación del liberalismo, y que es un texto oficial en la mayoría de los seminarios204. Efectivamente, los textos doctrinales de la Compañía de Jesús, como el tratado De vera religione (1876) del Padre Mendive, fueron una guía para Sardà pues alude a ellos reiteradamente en la Revista Popular y, además, recogerá en su opúsculo las declaraciones contundentes de las fórmulas descalificadoras y la proclamación del supremo magisterio de la Iglesia católica en materia de definición de los derechos de la verdad.

La dimensión notoriamente didáctica del opúsculo de Sardà, su habilidad en facilitar el acceso del lector a temas doctrinales gracias a una exposición sencilla y popular, su arte en presentar soluciones definitivas y eficaces para los conflictos que podían afectar a la vida material y espiritual de los fieles, explican el éxito duradero de El liberalismo es pecado. Los textos doctrinales del autor catalán, y las ideas que difundían, «han perdurado durante muchas décadas en algunos sectores eclesiásticos y han conformado el universo de muchos católicos hasta los tiempos del Vaticano II»205.

El éxito de El liberalismo es pecado propició una serie de publicaciones, la mayoría de ellas redactadas por eclesiásticos, sobre el liberalismo y el papel de la Iglesia como depositaría de la soberanía divina y único dique ante la sociedad moderna. Entre las numerosas publicaciones directamente inspiradas en el opúsculo de Sardà, merece citarse El Buen Combate, del eclesiástico Agustín Terrer, que se dedica a demostrar que todo buen católico debiera alistarse en la milicia cristiana y combatir la política liberal y anticristiana. Otras obras que también se presentan bajo la forma de un catecismo antiliberal y de un tratadillo popular son las del canónigo Ramiro Fernández Valbuena, La herejía liberal (1893), y la del canónigo de Plasencia, Eduardo Maciá Rodríguez, Los principios liberales puestos al alcance de todos en fórmulas para entender y comprender su malicia (1896)206.

Tanto la sección bibliográfica de la Revista Popular como el Apostolado de la Prensa promovido en 1871 encauzaban y promocionaban la abundante producción dedicada a anatemizar la doctrina y el programa del liberalismo. Siguiendo el ejemplo de Sardà, el eclesiástico de Plasencia Policarpo Fernández Sánchez da «muestras de infatigable y valeroso controversista» con la publicación en 1885 de sus conferencias sobre El naturalismo considerado respecto a la libertad humana, al progreso científico, al dogma y a la moral católicos, y los Apostolados de la Prensa se dedica a una labor de difusión de la doctrina antiliberal vertida en El liberalismo es pecado mediante una serie de folletos didácticos. El Apostolado de la Prensa de Madrid proponía temas candentes como los Frutos del liberalismo (1897) y El liberalismo católico (1899), y declaraba que si «no era nuevo el propósito, era necesario», y entre los muchos libros dedicados a esta cuestión «alguno de los cuales nos alumbrará y servirá de guía en este camino»207.

El opúsculo de Sardà tuvo también resonancia en América Latina, como lo demuestra la publicación de la carta pastoral de los obispos de Ecuador. Dicha pastoral, que denunciaba el liberalismo «como el error capital de las inteligencias y la pasión dominante» del siglo, «el peligro supremo de la sociedad y del individuo», confirmaba uno de los principios fundamentales del integrismo: el ideal de integridad católica estaba por encima de los partidos políticos y de las formas de gobierno y más valía una república católica como la de Ecuador que una monarquía liberal208.

En Colombia, en el año 1912, y como respuesta a la campaña que contra las ideas liberales expresaban desde mediados del siglo XIX amplios sectores de la Iglesia católica, escribió Rafael Uribe Uribe De cómo el liberalismo político colombiano no es pecado. Esta obra constituye un valioso testimonio del impacto ideológico y religioso del opúsculo de Sardà en la América hispana. El libro de Rafael Uribe Uribe, que era una refutación de la doctrina integrista vertida en el escrito del eclesiástico catalán y una advertencia solemne contra los riesgos de cisma que seguían afectando a la Iglesia de Colombia a principios del siglo XX, fue condenado y proscrito por un decreto del arzobispo de Bogotá209. La separación absoluta de la Iglesia y del Estado con la constitución colombiana de 1843 había propiciado un estrecho vínculo, durante las décadas finales del siglo XIX y las primeras del XX, entre conservatismo y catolicismo. Para la Iglesia colombiana y los conservadores, el Syllabus y otras encíclicas que condenaban el liberalismo aparecieron como poderosas armas de combate:

«En tal ambiente los adversarios del liberalismo encontraron un excelente instrumento de lucha en el Syllabus y en la nueva categoría de pecado inventado por Sardà. No bastó que poco años después, cuando los liberales perdieron el poder, en la Constitución de 1886 se consagrara la religión católica, apostólica y romana como la de la nación y se restableciera el viejo confesionalismo religioso y, además, en 1887 se firmara el concordato con la Santa Sede, para que el liberalismo dejara de ser considerado como pecado»210.



La polémica en torno a la relación entre la Iglesia y el Estado, y más especialmente sobre el vínculo entre política y religión, se plasmó en varios escritos que reflejan la penetración del integrismo fuera de España y la resonancia de la obra de Sardà. En 1895 el padre Rafael María Carrasquilla sintetizó las doctrinas liberales condenadas por la Iglesia, particularmente por Pío IX y León XIII en su Ensayo sobre la doctrina liberal. Para Carrasquilla, que retoma los argumentos de El liberalismo es pecado, «ser liberal en política y católico en religión es imposible»211. En 1898, otro virulento anatema se dio a conocer en el folleto del obispo de Pasto, Ezequiel Moreno Díaz, titulado O con Jesucristo, o contra Jesucristo, o catolicismo, o liberalismo. No es posible la conciliación. Se trataba de una respuesta a los escritos de Carlos Martínez Silva, autor de Puente sobre el abismo (1897), y del presbítero Baltasar Vélez, que había publicado bajo forma de cartas el folleto Los intransigentes (1897)212. Estos escritos bastan para demostrar que el clima de cisma y las divisiones que afectaban al clero y a los católicos colombianos de finales de siglo eran los mismos que los que seguían desgarrando al catolicismo español: en ambos casos se trataba de combatir el liberalismo con la doctrina de la Iglesia. En el momento de interpretar las encíclicas y otros documentos oficiales, los íntegros ponían en práctica la intolerancia preconizada por un Fèlix Sardà i Salvany atendiendo «más a la letra que mata que al espíritu que vivifica»213.

Como ejemplo de los valores políticos y religiosos representados por Sardà resalta el libro del eclesiástico colombiano Vicente María Cornejo Disertación sobre el liberalismo de Colombia (1907), con un prólogo escrito por el propio Sardà i Salvany. Al recomendar la lectura de este libro, Sardà puntualiza que en él se había puesto «el dedo en la llaga» al señalar «exactamente el tratamiento que se debe a los infelices atacados de esa enfermedad del Liberalismo que trae invadida, como pestilencial epidemia, la mayor parte de la cristiana sociedad»214.

Con la publicación en 1912 de su libro Cómo el liberalismo colombiano no es pecado, Uribe Uribe analiza de manera pormenorizada los argumentos religiosos y la intransigencia doctrinal de la Iglesia y algunos sectores del conservatismo colombiano que habían luchado contra el liberalismo. En este escrito el autor, que se autodefine como «ciudadano que trata una materia de interés público», propone un recorrido exhaustivo de la vida religiosa y política de Colombia y de España desde la proclamación del Syllabus. Lo que resulta de particular interés es el análisis de las fuentes doctrinales en las que se inspiró el sector integrista colombiano y, en particular, del opúsculo de Sardà. Desde las primeras líneas precisa Uribe Uribe que El liberalismo es pecado se ha convertido para el sector conservador e integrista de Colombia en «el pan de cada día». En el prólogo, y en varios capítulos, dedica un análisis completo a las doctrinas intransigentes vertidas en el opúsculo de Sardà, demostrando un conocimiento exhaustivo de la realidad político-religiosa española215.

El tema principal abordado por Rafael Uribe Uribe es la aceptación del pluralismo político y la tolerancia en el catolicismo. Es interesante notar que su punto de vista de hombre liberal se inspira en la filosofía y los planteamientos del catolicismo liberal europeo, en particular francés y belga y que, en todo momento, insiste sobre la importancia de «deslindar lo absoluto de lo relativo, lo que, por su carácter propio, es ante todo el de declaraciones de principios, que miran a la doctrina más que a su aplicación, a los sistemas filosóficos más que a las constituciones»216. Desde el principio recalca las hondas repercusiones que tuvo el Syllabus en el catolicismo y el modo de ser católico y su dimensión de dogma intangible que constituyó el núcleo del integrismo español y europeo. Rafael Uribe Uribe plantea la cuestión fundamental de la coexistencia de la Iglesia con las realidades sociales y políticas de un período histórico concreto y de un país determinado, de una doctrina religiosa y de una vivencia personal de la fe:

«Esta distinción [...] entre lo absoluto y lo relativo [...], entre la tesis y la hipótesis, abre ancha puerta de salida a los católicos y aun a los que no lo son, pero que están en la necesidad de tratar con la Iglesia [...]; lo que no pueda hacerse en el terreno de los principios, hay libertad para acometer lo en el de los hechos, sin menoscabo para la ortodoxia [...]»217.



Desde un punto de vista humanista y evangélico, aboga por un cristianismo como norma de fraternidad universal y de moral: «Entre católicos y católicos colombianos no debe de haber más desnivel que el que establezcan las virtudes, los mérito personales, la bondad de las costumbres y la dignidad de la vida»218. Uribe Uribe publica su libro en un momento de la historia colombiana en que las actitudes prácticas de las distintas concepciones políticas habían cuarteado el sustrato común de un mismo catolicismo. El análisis del escritor colombiano pone el dedo en la llaga de lo que se parece tanto en Europa como en América a un totalitarismo religioso: la negación de la autonomía legítima de los distintos ámbitos de la vida, la afirmación y el triunfo de una Iglesia que no dependen de su propia esencia espiritual sino de la imposición del catolicismo como una verdad absoluta.

Al reflexionar sobre las causas de la crisis religiosa en Colombia, Rafael Uribe Uribe apunta otro mal conllevado por el radicalismo del catolicismo intransigente: la confusión entre política y religión. Si el peligro que acecha a la Iglesia y al catolicismo es el liberalismo, los integristas consideran legítimo que la defensa de la religión se haga por todos los medios posibles, incluyendo la política. Evidentemente el autor colombiano se ampara en las encíclicas de León XIII (Cum Multa, 1882, Inmortale Dei, 1885, Libertas, 1888, y Sapientiae Christianae), cuyas directrices sitúan a León XIII en el terreno de la hipótesis y abren otras vías a los católicos: las vías de una recristianización de la sociedad que pueda realizarse independientemente de toda opción política y favorecer, así, la emergencia de una nueva cristiandad219. Las palabras premonitorias del autor al final de su libro reflejan la gravedad de una crisis política y religiosa en la que la religión es instrumentalizada por la política: «Ni al Estado ni a la Iglesia conviene que las facciones que se agitan en la arena de las contiendas civiles levanten una enfrente de otra banderas de religión»220.

Entre las muchas reacciones que suscitó De cómo el liberalismo no es pecado ya se ha mencionado el decreto del arzobispo de Bogotá que, en 1912, prohibía la lectura del libro. Posteriormente fue prohibido por el Vaticano e incluido en el Index Librorum Prohibitorum. En cuanto a las publicaciones que pretendían refutar los argumentos de Rafael Uribe Uribe, puede mencionarse el libro del padre Marcelino Ganuza, agustino recoleto como Ezequiel Moreno, y que se titula El liberalismo político colombiano no es pecado. Contestación al opúsculo de Uribe. La consecuencia más dramática del libro de Uribe fue el asesinato del autor en 1914, víctima de la «intransigencia brutal y salvaje» que denunciaba en 1912221.

Al confundir el ámbito de la religión con el de la política, los integristas, tal como lo propugnaba Sardà i Salvany, convertían la religión y la Iglesia en un arma de exclusión y de combate. Esta vivencia de la fe en forma excluyente y exacerbada se manifestó de manera radical durante la II República y la Guerra civil222. La legitimación de la sublevación militar por parte de la Iglesia durante la Guerra Civil parte de los mismos supuestos que los que defendía Sardà i Salvany: la intolerancia y la intransigencia religiosas tenían sus raíces en la historia española, donde se identificaban fe católica y carácter nacional. La Revista Popular, que pretendía ser fiel intérprete de las tradiciones católicas del pueblo español, había elaborado en sus páginas el nacional-catolicismo, que se refleja en la toma de posiciones de la mayoría de los obispos en 1936223. En aquel período de la historia española se intenta demostrar que la cruzada religiosa es también una cruzada patriótica224.

La asimilación entre el ser español y el catolicismo alimenta el mito de la «raza» española que supo imponerse a las herejías: la intolerancia religiosa es justificable, afirma Sardà i Salvany, porque representa la intolerancia de todo un pueblo, su heroísmo y sus sacrificios por mantener una España católica incontaminada por la «herejía» extranjerizante. La defensa de una España pura e incontaminada, frente a la herejía considerada como una aberración de la verdad católica, impregna las primeras palabras dirigidas por el episcopado español en 1937 y fueron recogidas en un libro titulado Ha hablado la Iglesia. Documentos de Roma y del Episcopado español a propósito del movimiento nacional salvador de España:

«Sí; ya ha hablado la Iglesia sobre los asuntos de España y ha hablado con tal claridad y abundancia, que no deja lugar a duda. Ha condenado enérgicamente la actuación de los malos españoles, que venden su Patria al extranjero; y ha condenado también a los malos católicos que pactan alianzas con los marxistas y comunistas en contra de la Patria íntegra y una»225.



La teología de la guerra justifica el título de otra obra que reproduce los mismos valores religiosos y políticos que representa Sardà: Guerra Santa. El sentido católico del movimiento nacional español, publicada en 1938 por el Magistral de Salamanca Antonio de Casto Albarrán y cuyo prólogo está redactado por el arzobispo de Toledo, el cardenal Goma. En estas líneas, el cardenal Goma legitima la «guerra santa» por la defensa del catolicismo y de la patria.

La actitud integrista seguirá teniendo influencia en la Iglesia española durante el tardo franquismo, y pese al Concilio Vaticano II; sigue planteándose hoy la cuestión de la convivencia entre la religión y la sociedad civil, la laicidad y la doctrina católica.




ArribaAbajoPrimeras condenas del folleto de Sardà

Uno de los primeros escritores católicos que va a publicar lo que puede considerarse como una réplica a la obra de Sardà es Joaquim Rubio i Ors, codirector de la revista El Criterio Católico, dirigida por Eduard Llanas. El folleto de Ors, titulado De la moderación en las controversias, salió en enero de 1885. Todos sus esfuerzos se centraban en la crítica y condena de la postura polémica e intolerante de Sardà, y de cierta prensa católica que despreciaba las directrices apaciguadoras expuestas en la Cum Multa. La prensa católica, afirmaba Rubio i Ors, se había transformado en un mero instrumento de combate y de violencia dialéctica: «El periodismo por efecto de aquellas divisiones dejó de cumplir en parte, o cumplió más bien en daño que en provecho de la Iglesia, y antes en desprestigio que en honra propia la misión que le estaba encomendada»226. En su refutación al folleto de Sardà, Rubio i Ors, que pretende evitar el terreno de los ataques personales, no menciona expresamente al autor de El liberalismo es pecado y sólo se refiere a la serie de artículos publicados en La Hormiga de Oro bajo el título de «Cuestiones Candentes».

Desde las primeras páginas, recuerda el ambiente de violencia verbal de la prensa católica, ambiente sustentado por revistas y diarios íntegros que, como La Yespa, L'Avi Veil y otros, manejan «los insultos, sarcasmos y manifestaciones de odio». Nota, con cierto pesimismo, que el periodismo católico ha fallado en su misión esencial: competir con la prensa liberal y recristianizar la sociedad. Rubio i Ors denuncia, en todas las páginas de su folleto, lo que volverán a denunciar muchos católicos y eclesiásticos en los posteriores congresos católicos y, en la primera Asamblea de la Buena Prensa en 1904: la postura ambigua de los escritores y periodistas que justifican su compromiso en el ámbito del periodismo por la defensa de los valores religiosos, pero que utilizan esta «arma poderosa» en contra de sus propios hermanos. Esa desunión de los católicos, agravada por la intemperancia de la prensa, es uno de los graves males que pervierten los esfuerzos de la Iglesia y de muchos fieles para emprender la reconquista social y religiosa de la sociedad moderna:

«Las divisiones de partido, la diversa manera de apreciar las relaciones que deben existir entre la Iglesia y el Estado, exacerbados por los odios personales y por las destemplanzas en el lenguaje de periódicos que se daban, con poca cristiana modestia, por los únicos íntegra y verdaderamente católicos, hicieron que apenas nacido y, como institución que era apropiadísima a satisfacer las necesidades de los tiempos y poderosísimo auxiliar de la Iglesia, con gozo saludado en su aparición, y en su desarrollo estimulado y honrado con las bendiciones de Pío IX, el periodismo, por efecto de aquellas divisiones, dejó de cumplir en parte, o cumplió más bien en daño que en provecho de la Iglesia, y antes en desprestigio que en honra propia la misión que le estaba encomendada»227.



Tal como lo haría Eduard Llanas en su Exposición sobre la presente crisis en 1887, Rubio i Ors constata que se han desoído las voces de los prelados y del pontífice, y que los intentos conciliadores de la Cum Multa han fracasado. En su folleto propone una interpretación de esta controvertida encíclica que invoca la moderación y la tolerancia.

La doctrina integrista, que favorecía la exclusión intelectual y espiritual, y el dogmatismo cerril tenían a ojos del colaborador de El Criterio Católico efectos contraproducentes para la Iglesia y para el carlismo. Al apoyar el exclusivismo político y religioso de un Nocedal, el partido carlista, que tanto había contribuido a reforzar el frente antirrevolucionario del Sexenio, se desautorizaba y marginalizaba.

Las críticas más duras de Rubio i Ors se dirigían contra la apología de la intransigencia hecha por Sardà, y más especialmente contra los capítulos de su libro referentes al concepto de caridad. Sardà era culpable, según Rubio, del pecado que él mismo denunciaba con tanto apasionamiento: la rebeldía a la jerarquía católica que era la única capacitada, moral y espiritualmente, para interpretar la doctrina católica. La arrogancia intelectual de Sardà, que interpretaba y utilizaba las sagradas escrituras o tergiversaba las intenciones de los santos padres, era un procedimiento revolucionario, en todo punto comparable con las desviaciones jansenistas.

El opúsculo de Rubio i Ors tiene un indudable valor documental, ya que esclarece las disensiones profundas entre los católicos con respecto al papel de la religión y de la Iglesia en la sociedad de su época. El liberalismo es pecado revela el inmovilismo de un sector católico que rechaza toda noción de progreso social y de accidentalidad de las formas políticas. Este integrismo es el que, según Rubio i Ors, dificulta toda comprensión crítica de la sociedad moderna.

La publicación de este folleto fue acogida por la Revista Popular con el sarcasmo y el triunfalismo propios de un adversario seguro de sí: no había dejado de publicar regularmente dicho semanario las recomendaciones oficiales de algunos prelados con respecto a El liberalismo es pecado228. Por otra parte, para contrarrestar el alcance de algunas iniciativas del catolicismo moderado contra la publicación del polémico opúsculo de Sardà, la prensa íntegra había fomentado una nueva campaña de movilización política y religiosa.

De manera intencionada, la Revista Popular proponía, en el mismo número, una reseña despreciativa del «deplorable folleto» de Rubio i Ors, publicado «sin censura eclesiástica y lleno de despropósitos» y un extenso artículo dedicado al tema candente de la caridad. Este artículo, que se inspiraba en un documento de la Civiltà Cattolica, justificaba de nuevo que el escritor cristiano pudiese valerse «del ridículo, de la sátira y de la personal invectiva para desautorizar al enemigo de la verdad». En su lucha contra el error y la heterodoxia, el escritor católico no podía siempre separar al hereje de su herejía y, por lo tanto era lícito «cubrirlo de la ignominia que merece despojándole así de aquella autoridad de la que desgraciadamente abusa con lamentable eficacia»229.

Fiel a su táctica, que consistía en sugerir mediante la publicación de bendiciones del pontífice a las revistas y diarios íntegros que el integrismo contaba con el apoyo de Roma, la Revista Popular recogió la iniciativa de El Siglo Futuro para organizar una manifestación de la prensa integrista en honor a León XIII.

Dos incidentes graves que ponían en entredicho el magisterio eclesiástico del Nuncio en España, y de ciertos miembros del episcopado, iban a reflejar el aliciente que representaba la publicación del opúsculo de Sardà para el catolicismo íntegro.

En enero de 1885, bajo la iniciativa del diario integrista madrileño El Siglo Futuro, varias publicaciones íntegras decidieron enviar un mensaje de adhesión a León XIII el día de la Epifanía. Esta nueva manifestación, que pretendía desautorizar al sector católico moderado y demostrar que los íntegros sólo se comprometían a seguir las directrices de Roma antes que las del episcopado español, había sido propiciada por la publicación de la encíclica del 20 de abril de León XIII sobre la masonería y el naturalismo.

Si el Syllabus había intentado ser el golpe de muerte contra el liberalismo y el catolicismo liberal, la encíclica Humanum Genus representaba, como afirmaba Sardà, «la ejecución y el entierro de la revolución mansa», ya que era la expresión más completa del decálogo antirrevolucionario de todos los tiempos230.

Conviene recordar que El liberalismo es pecado había obtenido el imprimatur poco tiempo después de la publicación de la encíclica. Muchos escritos antimasónicos publicados entonces contribuyeron a alimentar el clima de auténtica cruzada contra la masonería. Es de notar la publicación en 1885 del opúsculo del propio Sardà i Salvany, Masonismo y catolicismo. Paralelos entre la doctrina de las logias y la de nuestra Santa Iglesia, apostólica, romana, única verdadera, cuya finalidad era comentar la Humanum Genus y ponerla al alcance de la clase humilde, menos ilustrada, la más expuesta a las seducciones de la secta infernal231.

Sardà, que en el momento de la publicación de la encíclica Cum Multa, claramente dirigida a los católicos intransigentes, se había limitado a mencionar el documento como uno más y seguía esgrimiento el Syllabus de Pío IX. Celebra la nueva encíclica como «el documento más trascendental quizás de cuantos se han dirigido a los católicos desde la suprema cátedra del Vaticano»232. Para el autor de El liberalismo es pecado, esta encíclica que condena la filosofía racionalista y anticlerical de la Ilustración tiene un alcance estratégico: a través de la masonería y del naturalismo se trata de un rechazo radical de los regímenes políticos liberales.

El manifiesto de adhesión y de felicitación dirigido el 6 de enero de 1885 por la prensa integrista a León XIII declaraba ser «una manifestación de sentimientos católicos» respecto a la Santa Sede y «de disposición para defender los derechos de la Iglesia» contra «las trazas y maquinaciones de la secta abominable que a nada menos aspira que a borrar el nombre de Jesucristo en todas las esferas de la vida social»233.

Por otra parte, la benévola neutralidad en la que se mantenía el obispo de Barcelona, Jaume Català, respecto a los excesos de la prensa íntegra catalana, era otro factor favorecedor de nuevas manifestaciones políticas. El mensaje colectivo enviado a León XIII había sido organizado exclusivamente por publicaciones íntegras. Como lo había hecho anteriormente con los centenarios y romerías, el integrismo español reclamaba el derecho a ser el único representante de la causa católica. El contenido del mensaje ilustraba la ambigüedad de una adhesión que se apoyaba explícitamente en el Syllabus y pasaba por alto encíclicas como la Cum Multa. La lista de las publicaciones que participaron en esta manifestación apareció varias veces en la Revista Popular y constituye una valiosa aportación para el conocimiento de la prensa íntegra de provincias. En un principio sólo se adhirieron veinticuatro publicaciones, pero la Revista Popular anunciaba, en marzo de 1885, con cierto triunfalismo, un total de sesenta y dos diarios y revistas que habían escogido el campo de «los buenos católicos».

Algunos prelados como Morgades, obispo de Vic, sospechaban de lo que era, a sus ojos, una nueva maniobra destinada a reforzar la línea de conducta intransigente de carlistas e integristas. Morgades, que había prohibido al clero de su diócesis adherirse a este mensaje, desveló su desconfianza hacia esta manifestación en una carta confidencial dirigida al secretario de Estado del Vaticano. Las gestiones del obispo de Vic para contrarrestar los efectos de lo que podía considerarse como un manifiesto de la prensa integrista tuvieron una firme respuesta por parte de Roma. León XIII no contestó directamente a un mensaje que podía comprometerle a favor del integrismo. La carta de contestación al mensaje fue transmitida a Ramón Nocedal por el intermediario del Nuncio monseñor Bianchí. En dicho documento se ponía el acento en las directrices de moderación y conciliación contenidas en la Cum Multa. Por otra parte, el Nuncio no dejaba de subrayar que los firmantes del mensaje no constituían una mayoría representativa del periodismo católico.

Otro incidente que desencadenó confrontaciones con la jerarquía católica iba a demostrar cuan extremadas y excluyentes eran las estrategias propuestas por el sector integrista para la defensa de los intereses de la Iglesia. El polémico artículo titulado «La misma cuestión» por el periódico El Siglo Futuro no era más que la ilustración de lo que preconizaba Sardà en su obra: ataques frontales y despiadados contra las personas, interpretación de documentos por parte de seglares y campaña de prensa ofensiva.

En este artículo publicado el 9 de marzo de 1885, Francisco María de las Rivas hizo un comentario crítico de las atribuciones del Nuncio apostólico, a quien hacía responsable de la actitud reservada del episcopado español ante recientes iniciativas y declaraciones diplomáticas del Gobierno español. Se refería más precisamente al enfrentamiento entre el obispo de Puerto Rico y Cánovas. Este prelado había anunciado una interpelación en las Cortes para cuestionar la política religiosa del Gobierno. El Consejo de Ministros, reunido por Cánovas, decidió tomar las medidas necesarias para evitar esta interpelación, cuyo contenido había sido divulgado por la prensa liberal. Después de varias intervenciones del Nuncio Rampolla, decidido a atajar las repetidas manifestaciones de insubordinación de la prensa íntegra y atenuar el contenido polémico de documentos firmados por prelados integristas, el secretario general del Vaticano publicó un despacho en el que condenaba las declaraciones del diario nocedalista.

Tal como lo había hecho un año antes el diario integrista francés L'Univers, El Siglo Futuro ponía en entredicho las orientaciones conciliadoras del pontífice e intentaba justificar la actitud «rebelde» de ciertos prelados que, como el obispo de Puerto Rico, utilizaban el derecho que tenían para intervenir en asuntos de política interior y oponerse a los poderes constituidos. El articulista de El Siglo Futuro calificaba de «prurito mestizo» la actitud de los católicos y obispos que volvían «sus ojos a la Nunciatura Apostólica para ajustar su conducta a lo que allí se haga»234. En cierta manera, los integristas de El Siglo Futuro se negaban a admitir que la Santa Sede pudiese reconocer los gobiernos liberales y tener relaciones diplomáticas cordiales con sus representantes.

Al querer separar por completo las esferas de actuación y representación de los obispos y del Nuncio, se trataba para El Siglo Futuro de justificar la conducta obstruccionista de los prelados con respecto a un gobierno considerado ilegítimo. Lo que podía parecer una contradicción por parte del sector íntegro que siempre había afirmado su incondicional adhesión al poder de Roma se explicaba por la estrategia de oposición constante contra todo acercamiento al liberalismo. El artículo del periódico nocedalista revelaba hasta qué punto los integristas se negaban a admitir la política de hipótesis de León XIII.

El cardenal Jacobini, directamente informado por el Nuncio de las repetidas afirmaciones de insubordinación de la prensa íntegra española con la que se comprometían eclesiásticos y prelados, conocía las reticencias del sector íntegro respecto a las directrices conciliadoras de León XIII. La manifestación de la prensa integrista de enero de 1885 había demostrado, una vez más, la voluntad de carlistas e integristas de ignorar el cambio de actitud de León XIII hacia Pío IX así como sus posturas favorables a la hipótesis.

La nota de Jacobini al Nuncio Rampolla reflejaba la preocupación de Roma por la grave situación del catolicismo español y constituía una condena explícita de las tesis integristas que confundían la religión con la política. Hasta entonces las intervenciones oficiales del Vaticano en el ámbito español habían revelado una gran prudencia.

Los términos de la nota del secretario de Estado del Vaticano acusaban directamente a los católicos intransigentes, cuyas doctrinas eran consideradas «ofensivas [...], falsas y repugnantes a la verdadera noción de las Nunciaturas apostólicas, así como a la Suprema Autoridad Pontificia»235.

La condena por el cardenal Jacobini de los católicos que se rebelaban contra la autoridad de la jerarquía católica se dirigía muy particularmente a los periodistas y escritores que usurpaban el magisterio doctrinal de la Iglesia e incurrían en el «laicismo». Al incriminar oficialmente a Ramón Nocedal, el cardenal Jacobini atribuía al periódico nocedalista la responsabilidad de las manifestaciones integristas que tanto impacto tenían en la prensa de provincias. Con tono terminante se conminaba al articulista «a rectificar en su periódico sus erradas e injuriosas afirmaciones, haciéndole comprender al mismo tiempo que si rehusara de hacer rectificación y de hacerla adecuadamente, la Santa Sede se vería en la penosa necesidad de emplear otros medios a este efecto»236.

El diario no publicó inmediatamente la nota del secretario del Vaticano. Bajo la presión de otros diarios como La Unión y La Fe, que difundieron extensamente lo que consideraban una desautorización oficial del integrismo, Ramón Nocedal se comprometió por carta enviada al Nuncio el 24 de abril de 1885 a publicar la rectificación de Francisco de las Rivas.

Lo interesante del caso no es el aspecto meramente anecdótico del enfrentamiento, sino los intentos de aprovechamiento ideológico de una situación adversa por esta misma prensa que se veía condenada. Al respecto, merece citarse la reacción de la Revista Popular. Se comenta con entusiasmo la carta de Ramón Nocedal al Nuncio y la retractación de Francisco de las Rivas. Ramón Nocedal se convierte en un ejemplo edificante para muchos católicos que no hubieran sido capaces de mostrar tales rasgos de humildad. La carta de Ramón Nocedal constituye «la página más gloriosa de este ejemplarísimo periódico [...]. No ha sido, pues, condenado El Siglo Futuro: ha sido glorificado»237.

La Revista Popular llegaba hasta el extremo de afirmar que el error cometido por El Siglo era frecuente y no merecía que «se armara tanto ruido»: «Puede que mañana nos suceda a nosotros un percance de esta índole, que falibles somos y más que nadie, y no nos creemos en manera alguna desautorizados y mucho menos condenados, si hemos de corregir alguna de nuestras humildes enseñanzas»238.

Estas declaraciones revelan la voluntad de atenuar el alcance de un acontecimiento que hubiera podido tener graves consecuencias para la prensa carlista e integrista. También ponen de relieve el protagonismo de la prensa íntegra como medio logístico: cualquier acontecimiento político y religioso tenía gran eco y se comentaba en las publicaciones de provincias que formaban una red eficiente de amplificación y difusión de noticias. La contraofensiva promovida desde la prensa nea e integrista contra el Gobierno de Cánovas y el catolicismo «transaccionista» transcendía igualmente en la prensa extranjera y, a su vez, las publicaciones españolas más intransigentes utilizaban las campañas del integrismo europeo para justificar su conducta. Un ejemplo de la extensa difusión de la ideología integrista mediante la prensa se iba a verificar con el incidente del cardenal Pitra.


ArribaAbajoEl documento del cardenal Pitra: una reprobación implícita de la política de hipótesis de León XIII

En mayo de 1885, el prelado integrista obispo de Oporto, el cardenal Pitra, hizo publicar, en el periódico holandés Amstelbode, una carta en la que se daba a entender que la actitud política y religiosa de León XIII difería de la de su predecesor Pío IX. El cardenal Pitra deploraba que no se siguieran organizando las fuerzas católicas en la línea intransigente establecida por Pío IX. El elogio fervoroso de una época en la que se verificaba «el heroísmo de los zuavos del Papa-Rey» y «las fuerzas católicas convergían constantemente hacia Roma» fue interpretado como una crítica a las orientaciones de León XIII. Por otra parte, el autor de la carta lamentaba las persecuciones y las pruebas por las que habían pasado periodistas católicos como Veuillot y Ramón Nocedal, verdaderos «apóstoles» de la cruzada cristiana.

El primer prelado que reaccionó ante este panegírico nostálgico en favor de Pío IX fue el cardenal Guibert, arzobispo de París. El recuento de las lamentables divisiones del catolicismo francés y las puntualizaciones del arzobispo de París respecto a la responsabilidad de la prensa ultramontana tuvieron un impacto inmediato en España, donde publicaciones católicas moderadas aprovecharon la oportunidad para reafirmar su total sumisión a León XIII.

En un documento enviado a León XIII, el cardenal Guibert subrayaba el peligro de establecer distinciones entre los pontífices y la arrogancia de los católicos que se otorgaban el derecho de preferir un papa a otro por razones estratégicas. En su respuesta al arzobispo de París, León XIII hacía explícitamente alusión a la existencia de «estos católicos [que] creen poder tomar parte en el gobierno [de la Iglesia] y [que] se imaginan serle permitido examinar y juzgar según su manera de ver los actos de la autoridad»239.

Al puntualizar los peligros del radicalismo religioso, el Pontífice volvía a afirmar que cada papa debía ajustar su conducta a las circunstancias políticas y religiosas de su época: «En esto el Papa es juez, teniendo sobre este punto no sólo luces especiales, sino también el conocimiento de la situación y de las necesidades generales del catolicismo, a las cuales debe conformar su solicitud apostólica»240.

Para León XIII, que recogerá las mismas advertencias y recomendaciones en la encíclica Inmortale Dei, no hay ruptura doctrinal con Pío IX; la condena del liberalismo es la misma, aunque los procedimientos adoptados por la Iglesia para recobrar sus derechos y cristianizar la sociedad han cambiado: «Aquellos que entre dos direcciones diferentes rechazan las del presente para atenerse a la pasada, no dan prueba de obediencia hacia la autoridad que tiene el derecho y el deber de dirigirlos, y se asemejan bajo algunos conceptos a aquellos que, después de una condenación, querrían apelar al futuro Concilio o a un Papa mejor informado»241.

Era consciente León XIII de que sus directrices moderadas no habían amenguado las disensiones que desgarraban a los católicos. La prensa católica íntegra, que ignoraba las advertencias de los documentos pontificios, generaba una terrible confusión de criterios y alimentaba las polémicas del integrismo europeo.

En 1885, incidentes como el del cardenal Pitra y la publicación de la pastoral de los obispos de Ecuador, que se declaraban a favor de una república de ideología integrista, ilustraban las dificultades de convivencia entre los católicos. En España, como lo habían percibido con lucidez algunos católicos moderados, el integrismo seguía aferrado a sus dogmas político-teológicos y se negaba a admitir los cambios que, de acuerdo con los acontecimientos, se iban produciendo en el seno de la Iglesia. El reconocimiento de estos intentos de adaptación equivalía para los integristas y los carlistas, que compartían su inmovilismo, a una desautorización de su estrategia antirrevolucionaria y de sus luchas pasadas.




ArribaAbajoLa publicación de «El proceso del integrismo» del canónigo Pazos: nueva refutación del libro de Sardà

En un ambiente poco favorable al integrismo, contrariado por las últimas advertencias de León XIII con motivo del incidente del cardenal Pitra, el canónigo Pazos dio a la luz su refutación de El liberalismo es pecado. Este folleto, que tenía una presentación similar a la del libro de Sardà, quería ser una impugnación de las tesis del eclesiástico integrista.

El folleto, que contenía documentos de actualidad del Nuncio y de León XIII, y de algunos prelados involucrados en las recientes disputas provocadas por la prensa integrista, tenía, a pesar de las declaraciones de su autor, un contenido polémico. En el diálogo entre un integrista y un teólogo que servía de soporte organizativo al folleto, Pazos descalificaba el contenido doctrinal de El liberalismo es pecado e incriminaba personalmente a Sardà cuando se refería al extremismo religioso del sector íntegro242.

El interés principal de este opúsculo consiste en reflejar la actitud preconizada por el catolicismo moderado, actitud compartida por laicos pero también por la mayoría del episcopado español. Reconocía Pazos que el liberalismo era el «mayor mal de la época», pero que su existencia no justificaba las acusaciones de liberalismo-católico contenidas en el libro de Sardà. De hecho, afirma Pazos, los distintos grados de catolicismo liberal al que Sardà dedica tantas páginas son el árbol que oculta el bosque ya que existen muchos peligros que amenazan a la Iglesia y a la religión.

En su refutación del concepto de catolicismo liberal, el eclesiástico intenta demostrar que no puede sospecharse de complicidad con el liberalismo a un católico por el mero hecho de no adherirse al integrismo. Los católicos españoles que, fieles a las orientaciones de León XIII, militan para la defensa de la Iglesia desde la hipótesis, no renuncian a la soberanía de la Iglesia ni al dogma católico. Sardà había provocado una lamentable confusión en el mismo lenguaje y sembrado el desorden en las mentes de los fieles. Esta confusión lingüística era el resultado de una asimilación errónea entre liberalismo filosófico y político, ya que podía haber católicos «que se titulan católicos en religión, porque aceptan todo lo que enseña, y como lo enseña la Iglesia, y liberales en política, porque o no quieren el absolutismo o son partidarios del sistema representativo»243. También se apoyaba Pazos en la escasez de referencias doctrinales de Sardà cuando trataba cuestiones como las relaciones de la Iglesia con los poderes legítimos, el protagonismo de los laicos en la Iglesia y la apologética católica244.

El ataque más incisivo del canónigo de Vic se centraba en demostrar que el integrismo preconizado por Sardà era tan revolucionario como el liberalismo que impugnaba. Al considerar «poseedores únicos y exclusivos de una verdad íntegra, cuya integridad no ha declarado o definido la Santa Sede», los íntegros incurrían en el laicismo y en la rebeldía espiritual afines al liberalismo que se denunciaba en el libro de Sardà:

«El propio Señor Sardà, en un capítulo especial que dedica a esta cuestión, se empeña en hacer creer que no existen los laicistas. ¡Qué ceguedad! ¿No son laicistas los que tratan cuestiones teológicas, sin apoyarse en textos de Teólogos? ¿No son laicistas los legos o asociaciones legas que de hecho, al menos, prescinden de la Iglesia docente? ¿No son laicistas los que tanto respetan la autoridad del Jefe de un partido político y tanto discuten y tanto examinan el ejercicio de la autoridad de los obispos que son sucesores de los Apóstoles?»245.



Esta refutación en regla de la obra de Sardà i Salvany, pese a su aspecto excesivamente personalista, era indudablemente el proceso del integrismo. Reflejaba el rechazo de muchos escritores y periodistas católicos ante el carácter agresivo e intolerante de la concepción defendida por el eclesiástico intransigente.

La contraofensiva del sector íntegro se expresó bajo la forma de una recomendación oficial de El liberalismo es pecado por el obispo de Urgel, Salvador Casañas. Este prelado había encargado a un tribunal de tres teólogos que redactara un dictamen sobre la obra de Sardà. El fallo, publicado en el semanario integrista el 30 de julio de 1885, reconocía que «la doctrina consignada en el mismo era íntegramente católica y tratada con la claridad y precisión con que sabe hacerlo el valiente y hábil polemista Señor Sardà». En el mismo número, Sardà comentaba con un laconismo no exento de desprecio la salida de «este tan anunciado folleto» lleno de disparates y que se asemejaba más a un libelo que a una obra de controversia.

La defensa de Sardà no tardaría en ser reforzada por el primer fallo laudatorio de la Congregación del índice. Sin embargo, como lo demostrarían las posteriores intervenciones del Vaticano y del episcopado español, el ambiente era poco favorable al integrismo. La publicación de la Inmortale Dei (1885) que reafirmaba la voluntad comprensiva del pontífice con respecto a los gobiernos liberales, así como los primeros signos de erosión del predominio nocedalista en el partido carlista, iban a favorecer el progresivo aislamiento de las fuerzas íntegras.