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[Carta de Juan Valera a Concepción Gimeno de Flaquer. Madrid, 1889]

Juan Valera

DISTINGUIDA AMIGA:

No sé cómo agradecer a vd. el que se acuerde de mí y me envíe con frecuencia y en abundancia libros publicados en México, por aquí casi desconocidos. Mi deseo es hablar de todos y darlos a conocer al público español; pero el tiempo y el humor me faltan.

Entre los últimos libros que vd. me ha remitido hay uno que me agrada sobremanera. Su autor, D. José María Roa Bárcena, es de los hombres más eminentes y simpáticos de ese país. Conozco sus poesías líricas, que él mismo me ha enviado; pero solo sé por fama, y tengo gran deseo de ver sus leyendas históricas de antes de la conquista española y sus eruditos trabajos en prosa como historiador del Anáhuac.

El Sr. Roa Bárcena es también novelista; y dan sin duda brillante prueba de su mérito en esta clase de escritos los Varios Cuentos, reunidos en un precioso volumen, de que vd. me regala un ejemplar. Noche al raso, es lindísima colección de anécdotas y cuadros de costumbres, donde el ingenio, el talento y la habilidad para narrar están realzados por la naturalidad del estilo y por la gracia y el primor de un lenguaje castizo y puro, sin la menor afectación de arcaísmo. En el terrible cuento Lanchitas, la fantasía del autor y su arte y buena traza prestan apariencias de verosimilidad y hasta de realidad al prodigio más espantoso.

En estos cuentos del Sr. Roa Bárcena, por lo mismo que están escritos en tan acendrado lenguaje castellano, se notan más los vocablos exóticos que designan objetos de por ahí, aunque rara vez acude el lector con éxito al Diccionario de la Academia para saberlo a punto fijo. Así, por ejemplo: xícaro, zacatón, otate, cuilote, tapextie y abarrotero.

Dejo por hoy de decir más del Sr.. Roa Bárcena, y no hablo de Altamirano, ni de Peón y Contreras, ni de los restantes libros remitidos por vd. porque voy a escribir sobre la obra de otro mexicano, hace ya muchos años ausente de su patria; que estuvo en España bastante tiempo, y que después lleva pasados en París hasta hoy lo menos treinta y tres o treinta y cuatro años.

Se titula el libro de este mexicano expatriado Al Cielo por el sufrimiento, y está escrito, como ya se entrevé por el título, en ese habla española, desteñida y cosmopolita, que ha de hablarse en París en cierto círculo elegante de hispanoamericanos y de españoles residentes en aquella culta y amena capital, centro y foco de la civilización neolatina.

No es menester análisis para señalar un galicismo sintético, digámoslo así; pero no lo digamos en son de censura. En este caso, parece la falta que señalo inevitable requisito del valer y del encanto que el libro tiene. Es la obra no de un literato de profesión, sino de un hombre de mundo que, casi involuntariamente, sin pretender escribir una novela, fija en el papel sus impresiones y sentimientos y nos cuenta, con la mayor naturalidad y sencillez, sucesos que ha visto, y tal vez que él ha «vivido».

Franceses son los personajes del drama, francesas son las costumbres que el autor describe, y la sociedad elegante de París y sus casas, el medio ambiente y el lugar de la escena. Si se cambiasen la ortografía y la terminación de las palabras, el libro casi quedaría en francés, y, en mi sentir, competiría entonces con cualquiera novela de Feuillet, de Ohnet o de Cherbuliez, ya que tendría más sinceridad y más verdad, aunque tuviese menos artificio. Es un espejo donde se ve con fidelidad lo mejor y más sano de cierto círculo de gente, que, colocado entre las pasiones y apetitos de la baja plebe, los esfuerzos y faenas de una burguesía codiciosa y trabajadora, y el torbellino de los ricos viciosos y derrochadores, procura realizar una vida honrada y cómoda de sibaritismo honesto y juicioso, de elegancia católica, y de finura apacible, entreverada de devoción.

Difícil es vivir en esta encopetada y graciosa Arcadia, llena de distinción, perfumada de buen tono, limpia y serena, y cuyos Melibeos y Filis deben tener a fin de hacer su papel con desahogo, lo menos cincuenta o sesenta mil pesetas de renta cada uno, y todos suma prudencia, arte y ciencia doméstico-económica, para no dejarse arrebatar por el atractivo del lujo, no gastar más de lo que tienen, no arruinarse, y no tener que salir de la Arcadia para irse a la Tebaida o a cualquier retiro más o menos penitente.

Es indudable que existe en París uno o más círculos de esta clase. Son como isla o islas de reposo en medio de turbulento mar, lleno de sirtes, escollos y bajíos.

No es utopía, sino realidad, esta a modo de nueva Jerusalén en germen y bosquejo, que surge del seno mismo de la moderna Babilonia. Llámanla, creo, beau monde o monde comm’il faut y se contrapone a otros mondes, que se marcan con calificativos extraños, como «monde camelotte, demi monde, quart de monde, monde interlope», etc.

El autor de Al Cielo por el sufrimiento, nos introduce en el círculo, o en uno de los círculos de ese beau monde de París, donde constantemente ha vivido, y nos lo pinta con todos sus pormenores, resultando del cuadro cierta poesía natural y suave. Yo comparo su libro a un vaso gracioso, pongamos de cristal de Venecia, lleno de una poción, no muy dulce para que no empalague, ni muy amarga o agria para que no ofenda al paladar, y donde se notan el sabor y el aroma de los ingredientes que la componen: vida devota de San Francisco de Sales; música religiosa de Cherubini, Beethoven, Mozart, Rossini y Niedermeyer; bailes-blancos y bailes-rosas; trajes de Worth, Rouff, Laferrière, Féliz y Pingard; sombreros de Virot o de Isabel, y guisos de los Gouffé, Lovigne, Chenu, Pasquier, Canivet y sus rivales, discípulos y sucesores.

De todo esto se disfruta en bellísimos salones, centro del más refinado confort, y donde se ven acumulados, en artístico y aparente desorden, muñequitos de Sajonia, jarrones de Sèvres, tacitas y juguetes de plata holandeses, cuadros, estatuas y esmaltes, muebles Luis XV, telas Luis XIV, costosas baratijas Luis XVI, relojes de chimenea primer Imperio, y otra grande multitud de admirables «bibelots» o chirimbolos.

Pero, ya que estamos en este mundo hechicero y gratísimo, bueno será que diga yo a usted quién nos guía por él y lleva como de la mano.

Aquí me entran ciertos escrúpulos. Yo he recibido el libro por el correo. Ignoro quién me le envía. Y dice el libro: «Edición privada». Supongo que esto significa que el libro no es para el público; no se halla de venta. ¿Hasta qué punto, me interrogo, me será lícito criticarle, aunque en la crítica entre por más el elogio que la censura, porque la justicia así lo exige? Pero, al fin, me respondo: el libro está impreso, y, aunque no se venda, circulará. Nadie me encarga que guarde el secreto. No abuso, pues, demasiado de la publicidad. Ojalá que todos los abusos de este linaje fueran tan inocentes como el mío.

Me mueve además a tratar del libro, la buena amistad que a su autor profesamos, desde hace casi medio siglo, toda la sociedad de Madrid, y muy en particular mis parientes y mis amigos.

El autor es D. José Manuel Hidalgo.

Su nombre pertenece a la historia política, no solo de Europa, sino del mundo, en la segunda mitad del siglo XIX. Su intención fue buena. Quiso enviar sosiego, prosperidad, ventura y mayor dosis de civilización a su patria. Si erró en los medios «a i posteri l’ardua sentenza». Importante fue su acción en todos aquellos sucesos que colocaron en el trono de México al entusiasta y noble príncipe Maximiliano, cuya trágica muerte nadie desconoce.

Toda la fingida narración que su libro contiene, está impregnada de aquella blanda melancolía, propia de un alma religiosa, lastimada y herida por tremendas catástrofes y por solemnes desengaños. Esta melancolía, si blanda, profunda, brota del centro mismo de las elegancias, primores y refinamientos que el autor describe.

La novela del Sr. Hidalgo, así por el candor inimitable con que está contada, como porque algunos de los lances no vienen dialécticamente justificados, según suele estarlo toda, ficción, parece, más que novela, verdadera historia.

A veces, lo confieso con cierto rubor, hay en la novela sublimidad y delicadezas de sentimiento, que dan tan crueles resultados, que yo, movido a compasión, siento deseo de ingerirme entre los personajes y de aconsejarles que transijan y sean menos severos.

La condesa viuda de Hautmont es un dechado de talento, piedad, virtud y distinción aristocrática; pero la situación en que tiene al pobre Sr. Zentres es cruelísima. A la verdad yo entiendo que, pasados cinco o seis años de viudez, sin ofender a Dios, sin faltar a la memoria del primer marido, y muy en consonancia con todas las reglas y liturgias, la condesa hubiera debido modificarse, ser menos cogotuda, casarse, en una palabra, con el Sr. Zentres, y no hacer de él un Tántalo de corbata blanca, un perpetuo «patito» y un mártir crónico del amor mal pagado. Y todo esto teniéndole siempre al lado suyo, a modo de apéndice, que sabe Dios lo que dirían las malas lenguas: el gran Galeoto, que hasta en el mundo más comm’il faut existe y hace de las suyas.

La lastimosa situación del Sr. Zentres me explica aquel capricho del infante D. Alfonso de Portugal, cuando ordenó al escritor que rehízo la historia de Amadís de Gaula, que cediese este héroe, hasta con permiso de la Sra. Oriana, a la tenaz y vehemente pasión de aquella otra princesa, llamada Briolanja, que por él moría, sin remedio, de amores. Tanto me afligen las malas andanzas del Sr. Zentres, que respiro cuando, después de la muerte de la condesa, se hace él monje cartujo, considerando yo que el cuitado entra a hacer vida mucho menos penitente que la que antes hacía.

Los opuestos caracteres de las dos hijas de la condesa, Ida y Lea, están bien trazados, y seguidos. Ida, con un marido vanidoso y ligero, y ella vanidosa y ligera también, se deja arrebatar por la manía del esplendor y de la magnificencia; se arruina, es abandonada por el marido, que se va a California a buscar oro, y ella muere al cabo míseramente en el hospital. Lea es una santa; pero, con franqueza, yo hubiera deseado más justificación en el lance que la decide a ser Hermana de la Caridad. Lea no tiene tiempo, ocasión, ni razonable y suficiente motivo para amar de tal suerte a su novio, que le produzca desilusión tan profunda el que este la abandone, la plante, por otra señorita que tiene cuatro o cinco veces más dote. Hablemos claro, aunque no sea comm’il faut: lo que hizo el novio de Lea fue una verdadera porquería; no tiene otro nombre. Pero, ¡qué diantre! ¿No se había tratado su matrimonio con Lea contando previamente los ochavos de él y la dote de ella? Lo feo del caso estuvo en faltar a la promesa de un convenio de aparcería porque se halla otro convenio que trae más ventaja; pero la grandísima fe amorosa quebrantada y los mismos amores apenas se descubren.

Como quiera que sea, la vocación acude; Lea se hace Hermana de la Caridad; es una heroína y una santa, y todo ello está narrado con amor, con ternura, con fervor y caridad de cristiano.

El libro de mi antiguo amigo el Sr. Hidalgo es muy moral, muy devoto y algo melancólico; mas no por eso deja de entretener y de interesar. Además de ser el libro moral y devoto, asimismo ameno, es, como queda dicho, de alta elegancia, la cual no está en oposición tampoco con la devoción, con la moralidad y con la limpieza de costumbres.

Ya que el Sr. Hidalgo se lanzó, es de desear que persevere en el camino que ha tomado. Su cabeza ha de estar llena de noticias y de recuerdos de casos novelescos de la sociedad elegante de París, de aquella high life central en que hace tantos años vive. ¿De qué variada cantidad de aventuras, amores, anécdotas y sucedidos de todo género, no podría valerse, si quisiese, el Sr. Hidalgo, para componer, por docenas, novelas divertidísimas, sobre todo si no siguiese aislando mucho su monde correcto y plenamente comm’il faut, y dejase que de vez en cuando hubiera en él interrupciones de los otros mondes, interlope, camelotte, etc., etc.? Hasta su misma calidad de extranjero haría que el Sr. Hidalgo viese y representase los objetos con mayor imparcialidad.

No dudo que llegará ahí la novela del Sr. Hidalgo, y aconsejo a vd. que la lea. Es lectura propia de señoras, y está dedicada a una que lo es muy principal: a doña Mercedes Alcalá Galiano, baronesa de Beyens.

Pero, basta por hoy. Adiós, y créame su servidor y amigo Q. B. S. P.

Juan Valera