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1492: vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla [Fragmento]

Homero Aridjis





-En lo más espeso y umbroso de los bosques solitarios se recreó y ocultó, solazándose en la contemplación de animales salvajes que había reunido durante sus correrías a lo largo de los años. En uno de estos bosques murados construyó una casa para entregarse con sus amigos a costumbres tan nefandas que la presencia del niño me impide referir -dijo don Pero Pérez.

-Su intimidad fue guardada por un enano etíope feroz y por hombres crudos y violentos que recorrían armados los caminos para ahuyentar a las personas de esclarecido linaje y de notable ingenio que podían venir a perturbarlo en su retiro -dijo don Acach de Montoro.

-Cansados de estos abusos y de su vida crapulosa, los Grandes del reino decidieron derrocarlo -dijo don Francisco Manrique-. Unos sugirieron que debía acusársele de herejía, ya que había inducido al marqués de Villena y al maestre de Calatrava a convertirse al islamismo; otros propusieron que se le declarase tirano, apático, licencioso. Pero si en los cargos disintieron, en el acto de destronamiento todos estuvieron de acuerdo, y en un llano fuera de los muros de Ávila levantaron un cadalso de madera descubierto, para que pudiese ser visto por la muchedumbre, y trajeron un pelele semejante al rey, con trono, cetro y corona. Los Grandes subieron al cadalso, un pregonero leyó en altas voces las súplicas que los oprimidos habían elevado en vano y los gravámenes que había impuesto al pueblo, sus maldades, sus abominaciones, su corrupción desenfrenada. Entonces, se le decretó la sentencia de destronamiento, el arzobispo de Toledo le quitó la corona, un marqués le arrancó el cetro de la mano derecha, el conde de Plasencia la espada, el maestre de Alcántara y los condes de Benavente y de Paredes las insignias reales, y, empujándolo a sus pies, lo echaron del tablado al suelo, bajo el asombro del pueblo, que pareció lamentar la muerte simbólica del destronado. Enseguida, fue subido al solio el príncipe don Alfonso, su hermano de once años de edad, y ante el entusiasmo de la gente y el sonar de los clarines se le alzó por rey de Castilla. El pueblo le prestó acatamiento, gritando: «Castilla, Castilla por el rey don Alfonso». El cual murió a los quince años en Cardesoña; de pestilencia, según unos; envenenado con unas yerbas en una trucha, según otros.

Pasados los nueve días de la descomposición del cuerpo del rey don Enrique IV y transcurrido el tiempo de luto por su muerte, se levantó en la plaza de Segovia un cadalso de madera, descubierto de todos lados, para que pudiese ser visto por todas partes por la multitud, y subió en él, vestida con riquísimas ropas, adornada de joyas de oro y piedras preciosas, bajo el sonar de los atabales, los clarines y las trompetas, una joven de mediana estatura, blanca y rubia, de ojos entre verdes y azules, de mirar gracioso y honesto, cara alegre y hermosa y movimientos mesurados. A su paso se alzaron los pendones reales y los heraldos proclamaron en grandes voces ante los caballeros, los regidores y la clerecía de la ciudad a la nueva reina de Castilla y de León, a la princesa doña Isabel. A la que todos besaron las manos, la reconocieron por reina y le juraron fidelidad, con la mano puesta sobre los Evangelios. El mayordomo de su hermano Enrique le entregó las llaves de los alcázares de la villa, las varas de la justicia y los tesoros del rey; los cuales ella devolvió, pidiéndole que los guardase y administrase. Luego la comitiva partió hacia la iglesia de San Miguel, cabalgando ella en caballo ornamentado con ricas guarniciones, precedida por la nobleza y seguida por inmenso pueblo.

En nuestro pequeño mundo, sepultado el molinero, mi madre quedó muy entristecida, el porvenir pareció cerrársenos y la provisión de vituallas disminuyó. Sin embargo, unigénito y púber, no vi con desagrado ser de nuevo el centro de los cuidados de la criatura que me había dado a luz. Alegría que duró poco tiempo, porque ella, aún hermosa, al cabo de unos meses se allegó a un panadero cojo, de nariz larga y viso turbado, rostro largo y cetrino, cabellos rizos y ojos penetrantes, delgado de cuerpo y cincuentón, que, para mi sorpresa y enojo, comenzó a decirme hijo.

Este hombre, que entendía más de lo que decía y sabía latín y había leído a algunos poetas, fue limpio en su vestir y en sus maneras, en sus conversaciones y en sus razones. Al principio vino a la casa sólo a la hora de prima, con el pretexto de traer el pan recién sacado del horno, pero por haberse levantado a maitines, soñoliento, se quedaba a dormir en el lecho de mi madre hasta mediodía. Al paso de los días mudó su costumbre y apareció sin nada entre las manos, entre vísperas y completas, y se levantó al primer gallo para hacer el pan. A medianoche, al verlo desaparecer en la oscuridad y el frío, veía también en él la promesa del pan que iba a comer más tarde o más temprano, y si éste iba a ser de trigo, de cebada, de centeno o de mijo, palpando en mi fantasía su peso, su tamaño y su olor.

De esta ensoñación me despertó un día mi madre, al confiarme que presto iba a tener el pan pintado, dándome a entender que iba a haber bodas. Este aviso me llenó de celos, sospechando que ella había mudado su afición por él, a quien deseaba dársela para siempre. Pero aunque el matrimonio no se hizo nunca, dejé de ponerle mala cara al panadero y no irrumpí más en su pieza de improviso, con la intención de sorprenderlos en ayuntamiento impúdico.

Sentado bajo el cobertizo, el panadero no sólo me enseñó a escribir bien, sino que me llevó por cada uno de sus libros, me mostró las propiedades de algunos animales y de algunas plantas y piedras. Deseoso de hacerme hornero como él, me despertaba en la madrugada para llevarme a calentar el horno; el cual yo templaba y hacía, después de echar en él la hornija para encenderlo.

-Cuidado, que los panes como los amores se cuecen de una sola horneada -me decía, al verme meter el hornazo en la boca del horno, que tenía forma de bóveda con gran respiradero.

En ocasiones, nos íbamos juntos a ver al carnicero, que tenía a la vista sobre una mesa los cueros y las cabezas de las reses, lo oíamos decir que él no hinchaba la carne, ni la vendía pasada ni de animales enfermos, acatando los precios dados por el concejo. O íbamos a la casa del herrero, que hablaba de las muchas bestias que había enclavado ese día, empleando buenas herraduras y buenos clavos; o del zapatero, que había usado cueros de calidad para hacer sus zapatos, evitando los de asno y caballo; o del tejedor, que había tejido varios sayales a un maravedí la vara.

Pero hombre serio, en general, oía más que hablaba, y sabía leer con los ojos lo que a uno le daba ansias y aquejaba. Llegué a tomarle cariño y le ayudé en cosas que él no me pedía o no esperaba que hiciese, como ahuyentar de sus pasteles las moscas del verano, que los llenaban de inmundicias, como si se hubiesen puesto de acuerdo para venir del muladar de la ciudad y zumbar y zumbar bajo el sol.

-Pareces un Domiciano -me decía-, entretenido en matar moscas.

Pues, además de volver difuntas a más de ellas con una mata, a aquellas que agarraba vivas les arrancaba sus seis patas y las dividía en cuatro trozos; o les desprendía las alas membranosas, observando en ellas contra la luz las venillas en forma de hojas y los pelillos pardos que cubrían su cuerpo.

-Casi todos tragamos el elefante y soplamos el mosquito -añadía, riéndose, y entraba a la casa.

Por ese tiempo, mi madre conoció a un mercader flamenco, que había traído por vía terrestre baúles repletos de paños bastos de Brujas, paños finos de Malinas, telas escarlatas de Gante, lanas con urdimbres de estambre de Ostende y sábanas de Holanda. Temprano un día miércoles ella me llevó a verlo al mesón de Alfonso, donde se hospedaba en la villa. Allá, en una pieza oscura, en la que sólo abría la ventana para contar los dineros, le vi regalar a mi madre una saya de Malinas y unos chapines valencianos con oropel de cabrito, suelas de cuero de buey y corchos nuevos; presentes que ella recibió sonrojada, preguntándose a sí misma y preguntándome a mí qué iba a decir sobre ellos al panadero al volver a casa.

En el suelo de la pieza tenía el mercader flamenco cinco baúles, y encima de cada uno el precio del paño por vara escrito en maravedís. El hombre, alto y delgado, de rostro largo y honesto, nariz luenga y cabellos llanos, no dejaba de mencionar su ciudad natal cada vez que hablaba, comenzando sus frases de esta manera:

-Hay en Amberes telas de lienzo en los prados, que, colocadas en estacas, se rocían de hora en hora hasta que quedan blancas... Hay en Amberes panes de cera blancos como ruedas de molino... Hay en Amberes vendedores de pulgas, que las traen en unas cajitas con cadenillas de oro y plata atadas al cuello... En Amberes, las chimeneas son de ladrillo angosto... En Amberes dicen que los niños son golondrinas que nunca pasan, que los jóvenes son pavones, los treintenos leones y los viejos médicos que entienden en conservar la vida... En Flandes hay cierta yerba de flores amarillas, que cuando las vacas no se empreñan las llevan a pacer en ella y se empreñan, y las mujeres flamencas sacan agua destilada de ella para empreñarse...

Después de esa visita, allá por el mes noveno, cuando reina Sagitario, el vientre de mi madre comenzó a inflarse. El panadero, temiendo lo peor, creyó que era hidropesía, pues supo que había habido en la familia de ella tres avaros y nunca se apagaba su sed. Empezó a darle remedios contra esa enfermedad, hasta que una noche fría, entre grandes ansias y mucha sangre, le dio a él un hijo y a mí un hermano. Pero como el niño fue pálido y rubio -el panadero tenía los cabellos como un azabache y vestido de blanco parecía mosca en leche-, mi madre explicó que había usado lija y sahumerio para teñirle la piel y el pelo cuando nació.

-¿Te acuerdas de aquel mercader flamenco que nos contó que las mujeres de su tierra sacan agua destilada de una yerba de flores amarillas para empreñarse? -me preguntó una vez ella, llamándome a la cama donde descansaba con su bebé-. De esa agua bebí yo, en un jarrillo que me dio mi amigo de Amberes para mi sed, y una vez que bebí, rompí el jarrillo, ocultando en el corral los pedazos para que no fuera a encontrarlos el panadero; pues dicen las gentes de allá que a muchos hombres el saber que una mujer bebe con un extranjero de esa agua cordial les provoca tantos celos como si estuviera la luna sobre el horno, llenándose de ira hasta ponerse locos.

Chismes corrieron por Madrid que decían que mi madre había tenido amores secretos con un mercader flamenco, pero ni estas murmuraciones ni la falta de parecido físico del niño con el panadero afectaron la enorme devoción que le tuvo a su hijo; llegando a no separarse del carbunclo ni de día ni de noche, pues apenas se ausentaba unos momentos para ir a amasar su pan, el vástago de mi madre lo llamaba a gritos, tornando él enseguida, como si oyera los reclamos en su corazón.

Esta vida engañada se acabó la primavera siguiente, cuando volvió a la villa el mercader de Amberes y llamó a mi madre al mesón de Alfonso, para mostrarle los paños y flamencos y brabanzones que traía, pues sus telas «Nunca en estas tierras fueron tan finas», proclamó. En un cofre aforrado por de fuera en piel de animal, repartidos tenía chapines de cordobán negro, de brocado verde y blanco, con escarpines de terciopelo azul o grana bordados con matas de arrayán o atravesados por cordones de plata, «altos como las mujeres mismas, de veinticuatro corchos; o más discretos, de cuatro corchos, para levantar con gracia el cuerpo de las doncellas y las dueñas chicas».

El panadero fue avisado por vecinos solícitos de esta y otras visitas que mi madre había hecho al mercader, y una tarde, lleno de celos, creyendo que ella había mudado su amor por aquél, la esperó detrás de la puerta, disimulado en las sombras incipientes de la noche. Y como del celo a la celada sólo hay una estocada, a puñaladas la bañó en sangre, mientras enloquecido le decía:

-El mercader te puso chapines, el mercader te dio mellinas bermejas, te regaló con los paños flamencos más caros..., pero yo te pondré en tierra.

Salpicado de sangre, la boca torcida, los dedos de las manos separados como si buscara en el vacío al flamenco para estrangularlo, iba de una pieza a otra repitiendo:

-Celosos, unos cierran las puertas, ciegan las ventanas de sus casas, otros quiebran la pierna, clausuran la vida de la mujer que aman..., yo, tranquilo y confiado me fui a hacer el pan de cada día.

Con estas razones llevó al niño a una iglesia y lo dejó a la entrada como expósito. Tocadas completas volvió, me encerró en un cuarto, figurándose que iba a escapar de la casa para denunciarlo por haber matado a mi madre.

Pared en medio lo oí llorar, maldecir y estrellar la loza en el suelo, golpeando su cabeza contra una superficie dura. Con voz inaudible habló a mi madre y al mercader flamenco, como si estuviesen delante de él, y dio puñetazos en vago, clavó cuchillos en el piso, en la puerta, en la cama, en los muros, igual que si ellos lo burlasen repetidamente cambiando de sitio en la pieza. Y creo que hubiera acabado por picotearse a sí mismo si no hubiese venido pronto un alguacil armado para prenderlo.

Otro día, la escena fue en el cementerio, adonde fui con el flamenco y unos cuantos vecinos curiosos a enterrar a mi madre. La resurrección de la carne, el perdón de los pecados y la vida perdurable fueron palabras que dijo un fraile a su cuerpo inerte, pues dimos a la fiel sepultura eclesiástica.

El mercader, hombre de cejas, pelo y bigote canos -que le había visto rubios hacía sólo unos meses-, me pareció entonces excesivamente flaco, como si la pena de haber visto a mi madre asesinada y a mí huérfano lo hubiese vuelto semejante a uno de esos hombres que, habiendo sido enterrados vivos en la arena, se han secado tanto sus carnes que no guardan ya humedad en ellas.

Al contrario de lo que esperé, una vez que hubimos dejado a mi madre en su reposo eterno, el mercader no me dio vitualla ni maravedí algunos, ni se ofreció hacerse cargo de mí de ninguna manera; se limitó a acariciarme la cabeza, a desearme buena suerte en la vida y a decirme estas palabras confortantes:

-Morir es dormir, tu madre está soñando en el paraíso. Algún día la verás, cuando también tú te vayas a descansar de las fatigas de este mundo, allá donde no importan las riquezas ni las pobrezas de la vida.

Recuerdo la fijeza de sus ojos al decírmelo, la voz que se le hacía nudo en la garganta, la palidez extrema de su rostro, el temblor de su barbilla. Creí que las corvas se le doblaban, que se iba a arrojar en la sepultura y abrazar el cadáver de la muerta, pero sólo me dijo, con timbre sentencioso:


Ciego tras ciego e loco tras loco,
Así andamos buscando fortuna:
Quanto más avernos tenemos más poco,
Asy como suenno e sonbra de luna.



Partió lo más presto que pudo, hallando acémilas disponibles para el viaje; no sin antes llenar sus baúles con lanas de Castilla, comino, almendras, uvas y pasas. Volví a la casa, con la impresión de haber pasado ese día, y el día anterior y todos los días de mi vida, soñando.

La pieza donde solía dormir me resultó estrecha y vacía, semejante a una tumba, y como si el techo, el piso y los muros estuviesen salpicados de una sangre que ya jamás podría lavar.

Por horas y horas la boca me supo a ceniza; ausente de mí mismo, toqué las cosas, miré alrededor, igual que si palpara nubes, traspasara paredes y levantara aire. Rodeado por la silente oscuridad, descansé mi cuerpo en el abismo, lo tendí en la melancolía sin límites.

A solas con mi fortuna me encontré distinto, frente a una persona que era yo, con cabellos secos, mejillas marchitas y manos que no se sentían una a otra. Mis ojos envejecidos se pasearon por la noche del cuarto, que parecía continuar más allá del techo, más allá del espacio, en la nada sin fin del mundo... y por el corral hediondo donde balaba una oveja única.

Al despertarme, en la medianoche, vi a mi madre de bulto. La vi de mediana estatura y bien compuesta en la proporción de sus miembros, de cara alegre y hermosa y ojos verdes. Me acordé de los días de su viudez, apacible, honesta, embargada por una pena en la que no había queja, desesperación ni ira. Traía debajo de las cejas enarcadas los ojos alcoholados de negro, las mejillas coloradas; me llamaba, parada allí en la ausencia, para darme los garbanzos y el puchero, las albóndigas y la cazuela de pescados que me gustaban tanto y ella sabía hacer tan bien.

Por días y días, quizás semanas, miré el sol en la pared, sin más ocupación que la de ir a escuchar al pregonero en la plaza de la iglesia de San Salvador, que pregonaba a altas voces, delante de mucha gente, las nuevas importantes para los moradores de la villa. En la cocina de la casa hallé mi sustento en el humero, donde aún colgaban unas morcillas y unas longanizas que el panadero había puesto allí para enjugarse y secarse al humo. Bebí agua del pozo y comí cosas que me deparó el sueño, hasta que el sueño comenzó a confundir mis ojos y sombras amenazantes se despegaron del suelo y del techo para hablarme. Ante mi asombro, ropas tiradas en el piso reptaron como serpientes arrugadas, moscas del tamaño de mi mano persiguieron en el muro arañas peludas, una mesa cambió de lugar sin ayuda de nadie y una mujer ensangrentada apareció llorando detrás de cada puerta. Toda grieta la descubrí con grima, toda pared en ruinas me pareció una criatura desplomada, toda carcoma en la madera fue semejante a una cara roída, todo agujero a un carcavón, todo semoviente dio la impresión de estar desjarretado, desentrañado, desamparado. La enemiga universal, que engañó a nuestra madre Eva, quiso entrarse en mi cuerpo por la boca, voló en torno de mí con grandes alas, arañó mis hombros con las garras de sus pies e intentó anidar en mi pecho. Despavorido, abandoné el rincón de mis pesadillas, fui a sentarme en el umbral de la puerta para pasar allí el resto del año. Hasta que, tomado por una inspiración extraña, fui a la cocina y a las piezas, hurgué en las arcas, en los vestidos y en los jarrones, queriendo la fortuna que hallara debajo de la cama de mi madre una olla llena de castellanos de oro.

Rayo tras rayo el amanecer se hizo, la luz levantó en vilo al firmamento, deshizo la humedad, abrió caminos pardos, doró las piedras, los tejados, los cuerpos de las gentes tempraneras que iban a sus labores y faenas en la villa o en el campo. El reloj de la puerta de Guadalajara dio la hora tres leguas a la redonda. Sentado de nuevo en el umbral de la casa, contemplé las cimas encrespadas del Guadarrama, las murallas de pedernal heridas por los eslabones del sol, que devolvían al cielo chispas doradas, como si un mago invisible hubiese suspendido en el espacio la música de lo efímero, el diálogo de la piedra y la luz.



Vino por el camino un ciego feo y colorado, de rostro largo y nariz quebrada, cabellos rojos, barba crecida y orejas puntiagudas; enjuto, picaba el aire y la tierra con su palo, abrazaba las paredes, besaba las puertas y se acostaba en los peldaños para descansar. A un tiro de piedra de mí, preguntó al vacío:

-Decidme quién vive aquí, por el amor de Dios y la Santísima Virgen María que nos parió y casi nos hizo iguales... Pido limosna en la iglesia de San Francisco, en cuyo convento se ha retirado la desventurada doña Juana, en un cuarto que cae sobre la portería vieja, con dos enrejados a la iglesia y una ventana a la capilla de San Onofre, para mayores señas... Dejóme ciego el califa de Córdoba, Muhammad ben Abd ar-Rahman, padre de cuarenta hijos varones, sin considerar las mujeres, que venció al renegado Ornar ben Hafson y a Ixen, a quien crucificó entre un perro y un puerco... Pero, ¿a quién hablo?, ¿hay alguien aquí?

Como si me hubiera visto por el rabillo del ojo, llegóse a mi lado, me dio con el palo en la rodilla, me interrogó:

-¿Qué forma tienes tú? ¿Eres hombre o hembra? ¿Moro, judío, cristiano, portugués, segoviano? ¿Estás en guerra con Madrid o conmigo? ¿Qué haces allí parado? Si no eres bestia, habla.

-Estoy aquí sentado, en el lugar del crimen -contesté.

-¿Acaso mataron a vuestros padres los malhechores que de noche se esconden en la Puerta de la Culebra para robar y asesinar? -me preguntó, acercando su cara áspera a la mía.

-Mi padre fue barbero y degolló a un boticario y se lo llevó el alguacil para darle muerte... A mi madre la mató un panadero porque ella le dio un hijo de otro hombre.

-No entiendo tanta muerte... ¿Dices que un boticario degolló a un barbero porque le dio un hijo de un panadero?

-Habéis confundido todo -comenté.

-No he comprendido nada -dijo, sentándose a mi lado en una piedra-. Cuéntamelo más despacio.

-Acordarme de tanto crimen me da pena en el ánima y dolor de estómago -le dije.

-Comienzo a comprender -dijo-: un panadero degolló a un boticario porque un barbero le dio un hijo.

-Callad, mejor -supliqué.

-Ya me lo contarás en otra ocasión, cuando no esté tan nublado el cielo -dijo-. ¿Sabéis razones? ¿Vuestros padres os enseñaron alguna cosa de utilidad y discernimiento o sólo a hacer años y a fenecer?

-Mi padre me enseñó proverbios y mis padrastros me llevaron de la mano por algunos libros -respondí.

-Me alegra que no seáis un borrico, pero decidme rápido, ¿qué veis en este momento?

-Una luz, que si pudierais verla os curaría de la ceguera.

-Por ver esa luz llevaría una procesión de gansos por las calles de Madrid y guiaría un ejército de bufones por el infierno -dijo.

-Ahora veo una criatura erecta sobre dos piernas, con dos brazos, dos ojos y una boca roja -dije.

-¿Tiene puñal o funda? ¿Es caballero o dama?

-Creo, señor, que lleva puñal toledano, y es lo más semejante a un hombre que he visto últimamente.

-¿Es un mulo que pasa? -preguntó luego, aguzando el oído para distinguir las pisadas.

-Es un escribano con pata de palo -dije.

-Vámonos ahora, que tenemos que llegar presto a la plaza de la iglesia donde trabajo, que allí hallaremos gran compañía... Después te llevaré a darte unos baños porque hueles como hedentina.

-¿Qué es eso?

-Muchos olores juntos.

-Desde que murió mi madre no me baño.

-Ya me lo imaginaba, porque te percibí a distancia por el olor; que percibo a los hombres por las narices: hay unos que huelen a perros muertos, otros a grajos mojados, a caños, a sudor y a camino... Recoge ahora tus harrapiezos, tenemos prisa.

-No visto harapos -dije, molesto.

-Perdón, pero por el olor te percibí como cosa pisada y hollada, como a persona a la que se le ven por diez lados las carnes, que al andar pisa sobre las plantas de sus pies y al sentarse se sienta sobre sus nalgas, ¿no es así?

-De ninguna manera.

-¿En qué podéis servirme?

-Tengo unos ojos asaz nuevos con los que puedo ver el Sol en el día y las estrellas en la noche; puedo mirar los ánades, los puercos, los perros, los paredones, los charcos, las cuestas, las puertas y las criaturas en esta villa -dije.

-El Sol para mí es oscuro, la Luna para mí es tiniebla -dijo.

Se quedó a mi lado, con la cara vuelta a la distancia, como si pudiese verla.

-¿Habéis comido? -preguntó, después de un largo silencio.

-No.

-¿Habéis dormido?

-Como muerto.

-¿Habéis hecho delitos?

-No todavía.

-Mientras los hacéis, no os acerquéis mucho a la talega, que en ese costal de lana llevo cien monedas que labró don Juan II con el Agnus Dei figurado en ellas.

-Nunca he robado a nadie -protesté.

-Ya una vez me quedé sin sustento por haberme dejado palpar por una moza que decía lo mismo.

-Conmigo podéis tener fe.

-Así decía la otra.

-Si no me creéis, adiós.

-¿No estáis solo en el mundo como yo?

-Sí.

-Pues desde ahora tienes padre, hermano, amigo; ya verás cómo nos divertiremos por esas calles ciegas.

-¿Ciegas?

-Por no verlas yo.

-Si un ciego guía a otro ciego, ambos caeremos en el hoyo -dije.

-No te fíes dé esos refranes, que nunca suceden a la gente cautelosa como yo.

-Mi padre sabía muchos.

-Por eso mató a un barbero.

-Mi padre era el de ese oficio, él mató al boticario.

-Lo mismo da, trae tus cosas que nos vamos presto.

-No tengo más cosas en el mundo que las que llevo puestas -dije.

-¿Tienes comida en casa? ¿Las gentes que fueron ajusticiadas no solían comer bien, no dejaron morcillas para los peregrinos?

-Las comí todas.

-¿Solo?

-Con mi alma.

-¿Hay agua? Tengo sed.

-Ni gota, se secó el pozo -dije, para burlarlo.

-¿Habiendo tanta agua en Madrid, en las fuentes, a flor de tierra, en las paredes, que nada más tienes que meter la mano sin cuerda en cualquier agujero para hallarla, no tienes tú?

-Ya os dije que se secó el pozo.

-Vámonos, llenaremos el jarro en la primera fuente, que tenemos que llegar antes de vísperas a un negocio que me quema las manos -dijo, cogiéndome del brazo.

-¿Cómo sabéis la hora? -pregunté.

-A ciego modo, por ciertos cálculos que yo me sé; palpo en el aire la calor y el frío, el trino de los pájaros me avisa, el resoplido de las muías me trae el anochecer... Ahora, andad.

-¿Cuesta abajo, cuesta arriba? ¿Por la calle de los Tintes o por la del Espejo?

-Por la que deseéis, pero andad, que tengo mucha prisa por llegar a cualquier lado.

Eso dijo; mas, como si dudara de mi compañía, a unos pasos se detuvo.

-¿Cómo os llamáis?

-Juan.

-¿Qué?

-Cabezón.

-¿Nombre del padre?

-Ricardo Cabezón.

-¿De la madre?

-Juana Morales.

-¿Casado?

-Mozo soltero.

-¿Impúber?

-Púber.

-¿Cristiano, judío o converso?

-Descendiente de judíos conversos.

-¿Algún culpable de herética -pravedad en la familia?

-Ninguno.

-¿Cómo murió tu padre?

-Los vecinos avisaron a mi madre que había sido ajusticiado por degollar al boticario en su barbería, pero después de su arresto nunca lo busqué.

-Hicisteis bien -dijo, volviendo la cabeza hacia el cielo, como si se dirigiera a alguien en lo alto.

-¿Vuestro nombre? -le pregunté.

-Pero Meñique, nacido en Jaén el año del Señor de 1438... Aprendí a andar por mí mismo, jugué en las plazas de la Magdalena y de San Ildefonso, corrí las calles de las Parras, del Pariente y del Despeñadero; bebí en la fuente del Pilarejo y me arrodillé ante la cruz de jaspe, de cristal de roca, de Santa María. Lleno de fe, quise seguir los pasos de fray Vicente Ferrer y predicar la doctrina evangélica y el temor del juicio final, pero para perdición de mi ánima conocí a una manceba de clérigo, que traía por señal un prendedero de lienzo bermejo de tres dedos de ancho sobre la toca... Mas, decepcionado porque la barragana presto me dio un hijo de ganancia del amoroso clérigo, me enamoré de una beata de Nuestra Señora de la Concepción, que, con saya blanca y manto de buriel, conocí no lejos de la iglesia de San Pedro el Viejo, antes de la misa del sábado.

-¿Qué sucedió después?

-Sucedió que don Juan II, padre de don Enrique IV el Humilde, mandó degollar a su valido don Álvaro de Luna, que gracias a los amores nefandos que tenía con él fue tenido en Castilla por más que el mismo rey, repartiendo villas y lugares entre sus parientes y amigos.

-¿Era él vuestro amigo, vuestro protector, vuestro padre?

-Nada de eso, pero su fin desastrado cambió la vida de mi madre, que tocada por la gracia de Dios se retiró del siglo, aborreció las cosas temporales y huyó de los vicios, pasando sus días en ayunos, vigilias y oraciones, hasta llegar a vestir paños viles en una vida de extrema pobreza, como aquella de la orden que antiguamente llamaban de los humillados. De un día a otro, vinieron a la casa para comer doce pobres y otras personas vergonzantes, a los que dio porciones a la puerta y se quitó el pan de la boca para dárselos. Acaeció en poco tiempo que, yendo por la calle a la iglesia, se llegó un misérrimo para pedirle limosna y como no tenía nada que ofrecerle, le regaló los guantes y el libro que llevaba en la mano; pero como vino otro pobre muy maltratado por el mundo para solicitar su ayuda, se despojó del manto y se lo dio. Mas, como en la plaza una mujer de vida errada le pidió ropa vieja para cubrir sus carnes semidesnudas, pidió permiso para entrar en una casa y quitarse una prenda íntima para tapar la natura descubierta de aquella mujer. De allí le dio por visitar hospitales, allegándose a la cama de los enfermos más graves para tomarles el pulso, verles la lengua e igualarles la ropa del lecho, poniendo especial cuidado en que nada les faltase que estuviese a su alcance. Y tan dada llegó a estar mi madre al vicio, o virtud, de la caridad, que no había cosa en el mundo que poseyese que no quisiera dar a los pobres, llegando al extremo un día que mi padre andaba de viaje por Sevilla, que habiendo gastado todas las provisiones y dineros que tenía, por su deseo de cumplir con los pobres hizo almoneda pública de todos nuestros bienes, dejando sólo las camas y la mesa, y esto por lástima del pregonero, que se negó a pregonar en voz alta nuestras últimas pertenencias, pues había vendido aun la muía que nos servía para ir lejos de la villa y para cargar las cosas pesadas. Pero de la misma manera que amaba a los pobres aborrecía a los vagamundos, forzudos y membrudos que, pudiendo trabajar, andaban de puerta en puerta quitando el pan y el vestido a los verdaderos necesitados. «Este forzudo para que trabaje debe ser forzado», decía, cuando en su camina se topaba con uno, joven y sano. Sin embargo, los que más pena le daban eran los ciegos que no podían ganarse la vida con un trabajo honesto, ya que estando enteros de cuerpo estaban imposibilitados para moverse solos; hasta que un día ideó la forma de ocuparlos, ayudando a los herreros con los fuelles, porque para ello no era menester tener ojos sino manos. Y diciendo esto, a todo ciego que encontró en las calles pidió que fuese llevado con un herrero amigo suyo para ponerlo a trabajar. Después de ellos, le dio por salvar mujeres erradas de la perdición de su cuerpo y de su ánima, y fue de noche a las casas públicas a recogerlas, mediante halagos, ruegos y dineros, para traerlas a la casa, donde tenía una cámara con camas y un altar con una imagen de Nuestra Señora de la Aurora, para que pudieran meditar y orar cuando quisiesen. Cada mañana venía un capellán, que se sentaba frente a ellas, para hablarles del horror del vicio y de la hermosura del alma, de la fugacidad de la vida y de la pena eterna que les aguardaba de vivir entregadas al pecado capital de la lujuria.

-¿Vive aún vuestra madre? -le pregunté.

-Ella, no contenta con buscar fuera de las poblaciones y los caminos reales a los leprosos, oyendo las campanillas y las tabletas de aquellos que no pueden dar voces para no contaminar el aire con su enfermedad, sintió piedad por los gafos, los encorvados que sufren de una lepra tan mala que, además de pudrirles el cuerpo, roerles el pellejo y las carnes, les encoge los nervios de las manos y los pies, de manera que parecen sus dedos garras y están excluidos por completo de cualquier trato humano. Un domingo, habiéndola rociado un sacerdote con agua bendita a la puerta de la iglesia, después de rezarle una misa pro infirmas, fue conducida en procesión a una cabaña cercada fuera de la ciudad, en la que se le arrojaron sobre sus pies cenizas de cementerio y se le prohibió contestar preguntas para no infectar el aire con su hálito enfermo, permitiéndosele sólo tocar las cosas con un bastón. «Has muerto para el mundo», se le dijo, «pero vivirás para siempre en el reino de Dios». Entre los gafos murió, sus ropas fueron quemadas el día de su sepelio, las gentes tomaron sus cabellos, sus uñas, sus vestidos, la cera que quedó en los cirios y la tierra de la huesa como reliquias. Dícese que ha hecho muchos milagros, excepto a mi padre y a mí.

A grandes pasos llegamos a la iglesia de San Salvador, con su torre alta llamada atalaya de la villa, donde se celebraba el concejo de Madrid, en la pequeña sala capitular encima del pórtico de la iglesia. Camino a ella vinieron también los vecinos Rodrigo de Cidillo, con un caballo castaño claro, Juan de Alcalá, con un caballo castaño oscuro, Rodrigo del Campo, con un caballo rucio, Pero de Pinto, en un caballo castaño que no era suyo, Luys de Buendía, con un caballo rocillo, y Pero González Cebollón, sin caballo, por tenerlo en la ribera. Todos iban a ver al procurador Ximón González, que los había convocado. Atrás vino un hombre con una carreta en la que llevaba materiales procedentes del derribo de una puerta de la ciudad. Andando detrás de él entramos en la plaza recién alargada y ensanchada, con sus tiendas aportaladas, en cumplimiento de la provisión de Enrique IV, que había dado orden de allanar y derrumbar las casas, para que en adelante se celebrara en ella cada jueves el mercado que se acostumbraba hacer en el arrabal; disponiendo un lugar especial para los pescadores, los panaderos, los hortelanos, los fruteros y los zapateros. La voz del pregonero Diego, rodeado de hombres y mujeres, resonó:

-En Madrid, lunes veinticuatro días del mes de noviembre, año de setenta y siete. Este día, estando ayuntados a concejo a canpana rrepicada, con el honrrado Juan de Bovadilla, corregidor de la dicha Villa, e con el doctor de las Risas, regidor, en la eglesia de Sant Salvador, de la dicha Villa, dieron a censo censual, perpetuamente para syenpre jamás a Alonso Ximón, vecino desta dicha villa, un solar para hedificar casas, que es a las fuentes de las Hontanillas, en linde del corral e casa que es de doña Antonia, que va por alledaños, de la una parte, el dicho corral e casa, e de la otra parte el arroyo, e de la otra parte la calle que pasa por la torre de Alzapierna...

-¿Quiénes oyen al pregonero? -me preguntó Pero Meñique.

-Diego de Yllescas, sedero, Pero González, platero, Diego Sánchez, guantero, el doctor de las Risas con su criado Gonzalo Mexía, Juan de Sevilla y Juan del Campo y otros muchos hombres y mujeres cuyo nombre no quiero decir -dije.

-¿Me ha visto el doctor de las Risas? -preguntó-. Es grande amigo mío.

-Sí, en este momento os hace una gran zalema -le dije, mientras el vasto doctor se inclinaba hacia nosotros con una amplia risa en su cara de rana, enseñando todos los dientes.

-Vámonos presto, que tengo prisa para llegar a un negocio en otra parte de la villa antes de que oscurezca -dijo, dando pasos tan desmesurados que parecía irse de bruces sobre su sombra.

-¿Eres ciego virtuoso o pecaminoso? -lo interrogó luego un fraile, con el que se topó al dar vuelta en una esquina, cogiéndolo de las barbas.

-Sólo hay dos clases de ciegos, los picaros y los patéticos -respondió Pero Meñique-. Soy una mezcla de ambos.

-Sólo conozco dos hijos de hombre, los lechosos y los carnosos, ¿tú qué eres? -me preguntó el fraile, agarrándome el pecho.

-Soy endeble, callejero, garañón y necesitado -contesté rápido.

-Tú, ¿estás ciego realmente o pretendes estarlo?

-Dicen las gentes que estoy ciego y a la verdad empiezo a creerlo -dijo Pero Meñique-. Tú, ¿qué eres?

-Sería una serpiente si no fuera un puerco -murmuró el otro.

-Lo creo -dijo Pero Meñique, riéndose.

-Sois muy feo, pero no os riáis de ello -dijo el fraile, alejándose.

-Había un tiempo en que se podía ir por el mundo con los ojos en blanco y nadie se burlaba de uno; un tiempo en que las paredes se podían atravesar y nadie se fijaba en ello -dijo Pero Meñique, después de rumiar el insulto del eclesiástico.

-No os aflijáis por lo que os dijo el fraile, que hay cosas peores que estar ciego, por ejemplo, estar muerto -le dije.

-Lo peor de estar ciego es que te caes en el mismo agujero y tropiezas con el mismo hombre dos veces -dijo-. A veces, quisiera ser algo más que un invidente andando por las calles de Madrid... Ser un Cid Campeador, un Marqués de Santillana o una doña Urraca.

-Conocéis bien esta villa, sus muchos secretos y sus muchos charcos, sus muchos olores y sus muchas iglesias, sus muchas piedras y sus muchos bacines -dije.

-Ando por un Madrid particular, hecho de pura noche -dijo-. Soy una criatura perdida en una calle, y hay días en que todos los cuerpos vienen contra mí, todos los bultos son muy duros... Para estar ciego estos días, querido Cabezón, hay que tener manos prontas y frente de piedra.

-No me has dicho aún cómo te quedaste ciego, si fue por enfermedad, por desgracia o por castigo.

Mis palabras parecieron atravesarlo de lado a lado, detener su paso, quitarle el resuello. Pareció mirarme por una rendija pequeñísima de sus ojos, acercando su cara a la mía, y me dijo:

-Hará unos diez años, expulsado del monasterio de la orden de los predicadores, vagué sin freno de villa en villa de este reino y vine a dar en amores carnales con la hija de un moro sumamente vengativo, que azotó en mi cara la injuria que había recibido por legiones de mancebos cristianos que habían lujuriado con ella desde que era asaz moza. Una noche, en el quicio de una puerta, me sorprendió a media desnudez con ella, y enloquecido me persiguió por las calles de la morería, como si viese en un solo hombre a todos los burladores de su honra. El coraje lo hizo volar, después de breve carrera me dio alcance frente a la casa de doña Fátima y con gran saña me cegó con su alfanje; librándome, por milagro, de que me rasgara la boca y me castrara el paso oportuno de un alguacil que al oír ayes vino a mí... Mas no riáis de mí, que como decía Catulo no hay nada más tonto que una risa tonta.

-No me río, que no hago otra cosa que descubrir los estorbos del camino para que no topéis con ellos -dije.

-Si no anduviéramos lejos del muladar, creería que me llevas fuera de los muros de la villa adonde se echa el estiércol y la basura, que casi me echas a un barranco de donde suben hedores de bacinadas -dijo, picoteándome con el bastón, mientras dejábamos atrás la iglesia de Santa María, que en su tiempo fue mezquita de moros antes de ser purificada y consagrada por el rey don Alfonso VII.

Pasamos delante de la Puerta de la Vega, de entrada angosta, en cuya estancia exterior, en su punto más alto, se ocultaba una gran pesa de hierro para llegada la necesidad dejarla caer sobre los enemigos que se encontraran debajo. Seguimos por las calles de la Ventanilla y de Ramón, por la de Segovia, por las casas de Moneda y el descampado de las Vistillas. Parroquias, paredones viejos, caserones, ribazos escarpados del río, la muralla con sus cubos y sus torres surgieron y desaparecieron. Cogimos la cuesta de los Caños Viejos, la Cuesta de los Ciegos y fuimos a lo largo del arroyuelo, que parecía seguirnos con sus lodos y su rumor aguado.

-Esta calle se va levantando, Juan, ¿vamos por la Cuesta de Ramón? -preguntó Pero Meñique, sin aliento y como desfallecido.

-Vamos por la Cuesta de los Ciegos -respondí.

-Ya sabía, ya sabía, que por eso se me había alzado el camino -dijo, parándose a descansar.

Por la cuesta bajaron varios vecinos de Madrid de nombre Juan: Juan Calvete, guantero, Joan Catalán, pañero, Joan de Yllescas el del barranco, Joan Toro, Joan Laredo, Joan Béjar, Joan Romo, Joan Malpensado, Joan González, Joan Madrid, Joan Rebeco y Joan el sayalero.

-Oigo resuellos a mi lado -dijo Pero.

-Son los Juanes que bajan la Cuesta de los Ciegos -dije.

-Me sé a muchos de memoria, si al pasar junto a mí me saludan con la cabeza o con la mano, decidme al punto para contestar su cortesía.

-Ya pasaron -le dije, aunque el último de ellos le hacía gran reverencia.

-Percibo un olor de manceba en cabello, piel limpia, labios bermejos, alto cuello de garza, ¿es cierto? -me preguntó él, de súbito animado-. Píntamela con sus carnes, que me place oír hablar de mozas garridas.

-No es moza garrida, es el doctor de las Risas que baja la cuesta a grandes pasos, sin dejar de reír y sin dejar de hacer zalemas.

-¿Adónde está? Tórname hacia él presto para saludarlo -pidió Pero Meñique, con la cara vuelta a un paredón.

-Ido es -dije.

-Ido sea... Ahora oigo pasos de mujer que viene meneándose... Decidme si trae toca blanca, es ancha de caderas, es graciosa de rostro o tiene boca chueca y malos dientes.

-Es vieja desdentada con bigotes y barbas, semblante afeado con heridas nuevas, tiene ojos amarillos de harpía, piernas correosas y sobacos con bubones -dije, para engañarlo.

-La otra que viene detrás, ¿no es más alegre de rostro y bien compuesta en su figura?

-Tiene cuello ancho y velloso de villana, lozanía de catorce años y pechos floridos de dieciocho. Por su manera de andar creo que es de la mancebía, aunque viste de negro como si fuese viuda. Tal vez es monja virgen -dije, aunque no venía moza alguna por la calle.

-Cuando pase junto a nosotros, decidle cosas graciosas que sean de su devoción -dijo.

-Me da vergüenza hablarle.

-Es un hombre hediondo, lo huelo de lejos, no es ninguna moza -dijo, enojado.

-Aquélla dobló la calle del Factor y no pude alcanzarla -dije.

-Esa calle la dejamos atrás, llevo la ciudad en la cabeza y ando por ella en mis recuerdos mejor que tú viéndola -dijo-. Te burlas de mí porque soy ciego, pero pon atención al mirar al cielo que el estiércol de la golondrina si cae dentro de los ojos los ciega.

-Has dicho golondrina y pasa golondrina -dije.





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