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1984

Ricardo Gullón





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Nada parece hoy tan plausible como la utopía. Cualquier narración basada en dar por supuesta la persistencia de un estado de cosas que se nos antoja dramáticamente inestable resulta menos verosímil que las anticipaciones forjadas por los grandes pesimistas de nuestro tiempo. Poco a poco fue asentándose en las almas la convicción de que radicales cambios han de producirse para transformar no solamente la situación del mundo y la organización de la sociedad, no solamente la existencia del hombre, sino su esencia.

George Orwell escribió en 1984 una cruel y pesimista utopía, ahora puesta al alcance de los lectores de lengua española gracias a la excelente traducción de Rafael Vázquez-Zamora. El suceso merece comentario, pues esta novela es la sátira política más amarga que se ha escrito en este siglo y también la construcción porverinista alzada con lógica más inflexible y amarga. En el año 1984, dice Orwell, el mundo estará dividido en tres gigantescos Superestados: Oceanía, Eurasia y Eastasia o Asia Oriental, que vivirán en guerra constante y, por así decirlo, en monstruosa y permanente agonía. Quizá pueda explicarse esta concepción agónica del futuro pensando que, mientras ideaba su ficción, Orwell vivía luchando a brazo partido con la muerte en el último período de la tuberculosis, que no tardó en acabar con él.

La acción del relato se desarrolla en Londres, una de las mayores ciudades de Oceanía, Estado regido por el Gran Hermano, jefe y figura, mítica (pues ni siquiera es seguro que exista) del todopoderoso partido gobernante, cuyos miembros se reparten en dos estamentos: el interior, compuesto por los dirigentes, y el exterior, integrado por los ejecutantes; los proletarios, ajenos al partido, constituyen la enorme mayoría anónima de trabajadores, embrutecidos en la ignorancia y en la impotencia.

La novela explica el proceso de una rebeldía individual que acaba, fatalmente, en la sumisión plena. Tema apasionante, porque en nuestro mundo   —376→   existe suficiente dosis de incertidumbre para hacer creíble la sombría visión del escritor. La conciencia -la angustia- de lo presente induce a considerar lo futuro desde el ángulo más pesimista. Todo resulta exagerado, pero posible. Los datos real es tomados como punto de partida inclinan a admitir la posibilidad de un mañana en donde los torvos presagios tendrán cumplido desarrollo.

Fenómeno impresionante de nuestro tiempo es la tendencia a pensar que el poder no tiene otro objetivo que el poder, pero los políticos no suelen proclamar en voz alta este principio con la rudeza que lo hace O'Brien, el personaje de 1984. Un poder total, absoluto, negador de la más parva parcela de libertad: no consiente al hombre ni la de refugiarse en sus pensamientos, puesto que los pensamientos, en cuanto no sean reflejo mecánico de las consignas del partido, pueden ser nocivos para la seguridad del Estado. «La funesta manía de pensar» es adecuadamente vigilada por la Policía del Pensamiento, a cuyo cargo corre descubrir cualquier incipiente disentimiento.

La neolengua, el crimental, el doblepensar, la mutabilidad del pasado y otras invenciones análogas envuelven a los ciudadanos del Superestado oceánico en una red de falsedades de la que no es posible evadirse. Desaparecen las fronteras entre lo cierto y lo falso, entre la verdad y la mentira. Telepantallas, aparatos de televisión, al mismo tiempo emisores y receptores, vigilan incesantemente y en todas partes el comportamiento del individuo. La soledad no existe: el hombre advierte siempre sobre sí la mirada y el oído del Estado. El crimen de la mente o crimental -según se llama en la neolengua de Oceanía- es reconocido, por quienes incurren en él, como anticipo de la muerte. El delincuente mental se da por muerto, y sabe con certeza absoluta que más pronto o más tarde acabará «vaporizado» y se perderá toda huella de su paso por la tierra.

Los principios del neolenguaje (curioso apéndice a la novela) explican el proceso de simplificación y transformación del idioma como medio para reducir el horizonte mental. Una anquilosis del lenguaje, una amputación de sus posibilidades expresivas, gravita sobre el pensamiento mismo, que, a la larga, privado de medios para formular cualquier heterodoxa divagación, se contrae y disminuye hasta dejar de ser. El nuevo lenguaje ayuda a formar hombres nuevos, y al obstaculizar la eclosión de ideas impide el nacimiento de herejías y discrepancias. El hombre no necesita pensar, si el Estado y el partido piensan por él, y le dictan, no sólo lo que debe hacer, sino lo que debe pensar. La Policía se convierte en sagaz escudriñadora del pensamiento, que otea la divergencia en cerebros donde ni se ha producido, donde simplemente se halla en vías de producirse. Un ademán, un gesto, es susceptible de implicar una condena, y así quien osa pensar debe saberse, por tal audacia, incurso en pena de muerte.

1984 es libro desesperado por cuanto tiene de profético, pero al escribirlo Orwell quizá trato de conjurar la amenaza poniéndola en claro, evocándola en el postrer grado de lo eventual; quizá este tenso y penetrante alarde de imaginación tendía a enfrentar al hombre con su destino para que, advirtiendo su trágica dimensión, acierte a rehuirlo, a encontrar manera de encauzarlo por otra senda, hacia fórmulas y soluciones que no impliquen el irremediable y completo aniquilamiento de la condición humana.





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