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ArribaAbajo5. La búsqueda de lo absoluto o el mito de América

América supone la pesada tarea de ser humano y haber hecho un límite con el caos y con las cosas, para buscar un camino interior que nos conduzca a la verdad primera de la vieja sangre.

Rodolfo Kusch, América profunda                


En un artículo titulado «Abel Posse: La búsqueda de lo absoluto», Luis Sáinz de Medrano definía el conjunto de la novelística del escritor argentino como un solo libro, «el libro de la ansiedad, la vehemente, desesperada o -si cabe el adjetivo- calculada ansiedad de unos seres que intentan superar sus propias vidas [...], dar el gran salto hacia lo que trasciende»364. Lo adecuado de esta definición se confirma tanto en la lectura de las novelas de Posse como   —194→   en las propias reflexiones de un autor para quien «el arte es el producto de una inquietud existencial»365. Los personajes del escritor argentino son seres que buscan algo más allá (o, quizá, más adentro) de sí mismos, que reflejan una desazón profunda ante la existencia acuciante para su creador, de manera que, diríamos con sus propias palabras,

...hay una identidad total entre mis disimuladas y poco brillantes manifestaciones de perplejidad ontológica y existencial, con las brillantes, novedosas y excitantes respuestas a la perplejidad de mis personajes366.



Los viajes iniciáticos emprendidos por los protagonistas de las novelas de Posse, que parecen realizarse en el espacio o en el tiempo, pero que, en realidad son para ellos, como ha explicado Domingo Luis Hernández, «la persecución de respuestas, el allanamiento de preguntas [...], un modo de reconocimiento»367, responden a esa necesidad de indagación en lo esencial del ser que puede orientarse hacia la infancia perdida, la figura del padre o el mítico Vril, pero que tiene como fin último la revelación de lo Absoluto. El hombre, para Posse, sufre la «nostalgia de lo Abierto (que no se sabe bien qué es). Nostalgia de entrar en el todo, en la madeja, en el agua del río, en la brisa, en el origen»368, y por ello debe atreverse a dar «el verdadero   —195→   salto», el que le permita «reencontrar esa eternidad oculta en uno mismo»369, es decir, acceder a ese espacio de lo Abierto donde la comprensión de la existencia implica a su vez la comprensión del mundo. Es en este contexto en el que considero que la realidad americana adquiere para el autor, en las tres novelas que nos ocupan, una nueva y definitiva dimensión vinculada a la idea de «mero estar» que, según Kusch, define el pensamiento originario americano, pero también a la identificación de América como objeto de búsqueda, como paraíso perdido, que implica a su vez una concepción mítica del continente.

El «mero estar», que como sugiere el propio Kusch, podría considerarse una traslación al ámbito del pensamiento indígena del concepto Dasein formulado por Heidegger desde la fenomenología (traducido normalmente como «ser ahí», pero también, según han formulado algunos autores, como «estar ahí» o «el que está ahí»), es una forma plena del ser que supone a su vez una respuesta a la inquietud existencial por la trascendencia: como radicación del ser en la realidad, el estar permite, en palabras de Kusch, «recuperar el Absoluto»370 o, como diría Heidegger, la apertura del ser, su acceso al espacio de lo Abierto, a una nueva dimensión en la que es posible una verdadera toma de conciencia del «ser en el mundo»371.

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Frente a otros personajes de Posse que intentan ese acceso a lo Abierto sin éxito372, los protagonistas de Daimón, Los perros del Paraíso y El largo atardecer del caminante logran en determinado momento de sus vidas un ingreso en sí mismos y, al tiempo, en una realidad trascendente gracias a distintas pero, en esencia, convergentes experiencias de América que obedecen, por sus características, a esa apertura del ser formulada por Heidegger y reinterpretada por Kusch: los tres personajes acceden a un estar ahí en el que se produce una quiebra de las coordenadas temporales y la consecuente instalación en un tiempo mítico373. Esa nueva forma de existencia se logra asimismo tras la aceptación de lo irracional como medio de conocimiento: Aguirre, Colón y Álvar Núñez abandonan las raíces del pensamiento occidental y asumen la irracionalidad gracias al contacto con el mundo indígena, donde ésta,   —197→   como explica Kusch, tiene relación con la magia y con la «entrancia o enfrentamiento de la vida emocional en sus dimensiones más profundas»374.

La descripción más clara de este ingreso en «Lo Abierto» por medio de una comprensión no racional sino sensitiva es la que corresponde en Daimón a la experiencia de sí mismo y del continente que alcanza Aguirre en Machu Picchu375, la ciudad sagrada donde «se concentra la espiral del tiempo», una experiencia que culmina precisamente con lo que podría considerarse un intento de definición de este término:

LO ABIERTO

Aguirre fue llegando sin darse cuenta. Paso a paso, de la mano de una maravillosa fuerza de noluntad que reblandecía todos sus propósitos [...]. Flotaba en el tiempo sin planes prefijados [...]. Huamán había logrado que el denodado hacedor que había en Aguirre fuese cediendo al tiempo de lo real [...]. Deshistorizábase [...]. Huamán se le acercó: «Se ve que estás en Lo Abierto. Has caído por fin en el estar. Serás como nosotros: te arruinarás un poco pero habitarás lo profundo»376.



Ayudado por las sustancias alucinógenas que le proporciona el amauta Huamán, Aguirre se ha liberado del   —198→   hacer, para caer en el estar. Dicha caída en el estar supone, como vemos, una ruptura con el concepto de tiempo histórico, y, de manera más amplia, con el discernimiento racional de la existencia propio de la cultura europea, que va a permitir al personaje habitar «lo profundo» de sí mismo y del mundo.

Esa misma sensación de estar «dentro del mundo, en el mundo, y no ante la realidad»377 es la que siente Colón en el Paraíso. El almirante no requiere ningún tipo de guía para este ingreso total en el estar: «los hechiceros taínos juzgaron que no necesitaba drogas: su capacidad interna de secreción de delirio era perfecta» y, por tanto, era capaz de evitar por sí mismo «el embrutecimiento racionalista de los humanos»378. El mero contacto con la realidad americana permite a Colón acceder a una nueva dimensión no racional («en su mente, vencidos los corredores y andariveles racionales, el recuerdo y la realidad se le mezclaban como en los sueños»379), pero, además, la experiencia es para él más decisiva que para el conquistador español, ya que, a partir de ella, el almirante pierde definitivamente «la conciencia racional, característica de los "hombres del espíritu" de Occidente»380 para asumir una nueva forma de pensamiento con «una coloración americana»381.

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Menos aventajado que Colón, Álvar Núñez se sirve de guías indígenas, en esta ocasión tarahumaras, para emprender su búsqueda ontológica. Son estos guías los que le hacen comprender que «vemos con demasiada nitidez cuanto nos rodea, aquí y ahora, pero hemos perdido la gran dimensión»382. Por ello, es la anegación de los sentidos, a través de la experiencia iniciática que proporciona la ingestión del Ciguri, la que le permite acceder a una forma de conocimiento plena:

...vi raíces por las que corría amarillo oro o maíz. Colores rotos, muy vivos, que sustituían objetos, planetas. Ideas de colores. Sentimientos fluyendo como agua [...]. Comprendí que había viajado por avenidas de ciudades secretas. Que Marata o Totonteac bien podrían ser esas residencias indescriptibles a las que sólo se accede por el Ciguri, por la descomposición de todos los sentidos, con el viaje a lo transreal383.



El «viaje a lo transreal» en el que el personaje experimenta un «cúmulo de sutiles sensaciones» le va a permitir afirmarse y definirse a sí mismo como «otro», como «el que vio demasiado», es decir, tomar conciencia de su conversión esencial en contacto con la naturaleza y la cultura americanas. La experiencia de Álvar Núñez provoca una transformación menos extrema que la de Colón, pero constituye también un pleno acceso a lo Abierto que, en cierto   —200→   sentido, resulta todavía más decisivo que el logrado por el almirante, por cuanto supone la culminación de un proceso de adaptación al mundo americano que va a provocar en el personaje todo un ámbito de reflexión sobre el continente.

Vinculadas, pues, a ese tema fundamental que es la transformación del europeo inmerso en la realidad de América, señalado ya como rasgo definitorio de los tres personajes, las experiencias de Aguirre en Machu Picchu, Colón en las tierras caribeñas y Cabeza de Vaca en el territorio tarahumara insisten a su vez en la idea de «descubrimiento», de «revelación» del continente americano como forma de respuesta válida a esa búsqueda de lo Absoluto que define toda la novelística de Abel Posse. Pero además, la elección de Machu Picchu como el espacio mágico donde tiene lugar la primera de estas experiencias iniciáticas es significativa por cuanto nos recuerda que, de algún modo, dichas experiencias culminan una identificación entre la ansiada revelación de lo Absoluto que manifiestan sus novelas (en especial las dos primeras) y la revelación personal de América que logra el propio autor a partir precisamente de su estancia en el Perú y del conocimiento de la cultura incaica. Desde la América definida como «flor carnívora» o «incendio verde»384 y los «hombres sombras», «seres lampiños con frentes aplanadas, herencia de ritos muertos que ellos desconocen» a los que se refiere el protagonista de La boca del tigre385 hasta la imagen armónica   —201→   del continente y la figura del amauta Huamán que guía a Lope de Aguirre por los recovecos de su conciencia en las alturas de la ciudad sagrada, Posse ha recorrido un amplio espacio de aceptación y de valoración de la naturaleza y la cultura originaria americanas, ha realizado una progresiva penetración en lo esencial de América con la cual va a sumergir a su vez al lector en una imagen distinta del continente386. Y es esa nueva imagen de América la que se va a convertir en punto de partida y espacio válido para el encuentro del hombre con el propio ser y la comprensión del mundo que de él se deriva.

En realidad esta nueva imagen del continente se anuncia ya en esa segunda novela, todavía experimental, en la que el personaje, a pesar de su confesado desinterés por las culturas precolombinas387, siente una especial atracción por la desmoronada pirámide cercana a su hotel y evoca a los antiguos mayas que realizaban en ella «los rituales que podían darles acceso al Sentido»388; el propio Larralde confiesa al final de la novela que su «merodeo de arqueólogo metafísico también busca el sentido»389, aunque de modo   —202→   infructuoso: Posse todavía no ha encontrado la respuesta a esa búsqueda de lo Absoluto que plantean sus personajes, pero nos muestra ya una intuición en torno a ese pensamiento originario que esconden las piedras de la pirámide maya. A partir de Daimón, la intuición se convierte en certeza: el sentido que busca Larralde en La boca del tigre y que la pretendida civilización actual parece haber abandonado sólo se logra, parecen decirnos las novelas de Posse, cuando, abandonando las vías de la civilización, el hombre se entrega al «mero estar» propio de esas culturas autóctonas americanas.

Pero además, esa ubicación del Sentido, de lo Absoluto, en América está relacionada con una imagen del continente como «paraíso» presente en buena parte de la Crónica de Indias desde los Diarios de Colón y convertida en un tópico legítimo todavía para la literatura latinoamericana. Porque el viaje iniciático que supone la entrega a lo Abierto a través del estar, no es planteado por Posse, igual que lo hacía Kusch, como una forma de «defensa» del mundo sino como simple disfrute, el disfrute del que ha logrado al menos entrever, como explica Huamán a Aguirre, «los colores del paraíso perdido (por ustedes)»390. América es el Paraíso porque es el espacio ideal que ofrece al hombre la felicidad del «mero estar», el cumplimiento de la utopía, de la plena realización del ser, y Colón, Álvar Núñez e incluso Lope de Aguirre, son los descubridores   —203→   de ese espacio utópico que se revela como lugar de realización de los sueños de Europa391.

Como ha señalado Óscar Peyrou, «América parece seguir simbolizando, para el autor argentino, lo que simbolizaba para los españoles en el siglo XVI, un lugar lleno de maravillas y misterios, un lugar donde todo es posible»392; creo poder añadir que, en este sentido, el Nuevo Mundo es ante todo para Posse un «paraíso perdido», de manera que esa imagen utópica, edénica, que se deduce del proceso de «invención» de América en el siglo XVI le permite desarrollar uno de los asuntos más recurrentes en su novelística. Al escritor argentino, como al protagonista de Los demonios ocultos, lo que le interesa verdaderamente son «los paraísos perdidos. Lo que el hombre imaginó del Paraíso. Y también su irresistible pasión por destruirlo...»393. Aguirre forma parte de la barbarie que destruye América a pesar de haber visto en ella «los colores del paraíso», pertenece a esa cultura judeocristiana que piensa que el hombre no puede ingresar en el Paraíso porque siempre será expulsado394; Colón y Álvar Núñez contemplan América con una mirada prístina, pero su imagen de esas tierras   —204→   como el Paraíso bíblico implica necesariamente también la conciencia de culpa del hombre que se sabe expulsado del Edén. Así, Álvar Núñez, al describir a Lucinda el paisaje de Iguazú, advierte: «El hombre no tiene la palabra justa para poder referirse a ese Paraíso que perdimos [...]. Por un instante, apenas una hora quizás, estuvimos en el portal del Paraíso Terrenal»395; y Colón, que ha llegado a dictar las Ordenanzas del Estar en esas tierras edénicas, murmura cuando, ya encadenado de vuelta a España, mira las tierras americanas: «Purtroppo c'era il Paradiso...!»396. América es el Paraíso perdido por Occidente, y creo que es sobre todo el alcance mítico de esta definición el que nos lleva al sentido último que ésta adquiere en ese espacio más amplio de «revelación» del continente que propone Abel Posse en sus novelas.

A lo largo de estas páginas he intentado mostrar la manera en que un autor literario se ha enfrentado a la América histórica a través de una relectura crítica de la Crónica de Indias y de sus protagonistas con el fin de «rescatar una verdad de América más ajustada»397, la verdad de un pasado que había sido ocultada por la Historia oficial, pero que resulta imprescindible para la comprensión actual del continente, no sólo porque en el pasado están las claves de la problemática latinoamericana hasta nuestros días sino también porque dicho pasado es compresente, actuante en   —205→   la América de hoy bajo diversos códigos. En esa búsqueda de la América histórica, Abel Posse ha logrado además la «revelación» de lo americano como respuesta a una indagación ontológica, a una pregunta existencial por el hombre que, partiendo del pasado, supera sin embargo la dimensión temporal y racional de la historia. Es dicha revelación la que le permite hacer confluir en sus novelas la América histórica con una América mítica, con el mito de América que nace de esa tarea literaria de reflexión, de conciencia del ser americano que es para el autor el propósito esencial de la literatura hispanoamericana contemporánea. Como señala el mismo Posse, «la verdadera historia de América tiene que hacerse por la interrelación de la versión americana profunda»398, es decir, por una versión mítica cuya plasmación sólo puede realizarse, además, a través de un lenguaje nuevo, propiamente americano.

Abel Posse, que insiste continuamente en su preocupación esencial por el lenguaje, ha explicado cómo la historia ha sido para él no sólo un espacio básico de reflexión sino también el terreno donde desarrollar un lenguaje propio: a partir de Daimón, lo que pretendió fue «formar una visión de lo americano [...] que fuera surgiendo desde el lenguaje y no desde las ideas»399, inscribiéndose así en toda una línea de escritura desarrollada ya desde la «nueva novela» de los 60 y asumida por la «nueva narrativa histórica» que implica, como ha definido M.ª Cristina Pons, una «búsqueda de   —206→   volver a nombrar a América Latina a partir de un nuevo lenguaje»400. La continua indagación en los recursos expresivos, la experimentación formal y la reflexión sobre el proceso mismo de la escritura que manifiestan las novelas estudiadas dan cuenta de la insistencia de su autor en esta búsqueda cuyo resultado oscila entre la aparente sencillez de El largo atardecer del caminante y el lenguaje barroco, totalizante, de Daimón y Los perros del Paraíso, un lenguaje capaz de expresar en sí mismo la realidad americana al modo que proponían Carpentier o Lezama.

Es la creatividad del lenguaje la que traslada al lector a esa realidad viva de un continente fascinante con la que se abren las páginas de Daimón («América. Todo es ansia, jugo, sangre, savia, jadeo, sístole y diástole, alimento y estiércol, en el implacable ciclo de leyes cósmicas que parecen recién establecidas» 401), la realidad desbordante de un lenguaje necesariamente nuevo como el de ese primer intento de nombrar un continente desconocido que configuró la Crónica de Indias. El Nuevo Mundo fue, en la escritura de descubridores como Colón, Cieza de León o Álvar Núñez, un mundo de maravilla, el Paraíso, el más fabuloso de los mitos de la historia; un mito, sin embargo,   —207→   enterrado durante siglos, que exigía ser exhumado desde una conciencia crítica contemporánea y que aparece por fin en la escritura de aquellos autores latinoamericanos que, como Abel Posse, nos hacen confiar todavía en el poder creador de la palabra.



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ArribaAbajoApéndice documental: una visión literaria de América (entrevista a Abel Posse)

Finalizado el presente libro, el profesor Luis Sáinz de Medrano, amigo personal de Abel Posse y sin duda su mejor crítico en España, se ofreció amablemente a ponerme en contacto con el escritor argentino para dialogar en torno a una serie de cuestiones que, en mi opinión, podían dar luz sobre aspectos importantes de la narrativa del autor. Se trata de cuestiones que fueron surgiendo sobre todo durante el período previo a la redacción de este trabajo vinculadas a la línea central de análisis del mismo, pero también a otras líneas de interpretación que considero de interés para comprender de manera más clara la relación entre las novelas estudiadas y el resto de una obra que, como ya he destacado, se revela como un corpus homogéneo.

Desde mi más sincera gratitud tanto al propio Abel Posse como al profesor Sáinz de Medrano, presento, pues,   —210→   como apéndice documental a mi trabajo, esta breve entrevista inédita que se quiere a un tiempo independiente y complementaria a los capítulos anteriores, en la que la voz de Posse matiza o amplía algunas de las ideas expuestas en dichos capítulos al tiempo que avanza nuevas reflexiones sobre aspectos fundamentales para abordar el conjunto de su novelística.

La primera «imagen» de América y del indígena americano que encontramos en sus novelas se da en ese marco referencial de La boca del tigre, donde la selva tropical centroamericana parece sólo el paisaje elegido para la evocación; incluso el protagonista reconoce su «poco entusiasmo» por esas civilizaciones que no le interesan «más que accidentalmente». Sin embargo en esta novela parece revelarse ya una fascinación por las culturas precolombinas y el verdadero ser americano, ¿en qué medida existía ese interés en usted en aquel momento?

Escribí La boca del tigre en Lima, apenas llegado de Moscú. Todavía tenía un concepto de escritor argentino, porteño, sobre la realidad de la América profunda. Pero pasados los meses, América y el Perú fueron para mí una revelación de mitologías, espiritualidad, misterios y dioses perdidos. Viví un recorrido hacia lo ancestral, similar al de los personajes de Los pasos perdidos de Carpentier.



Ya en esa novela el protagonista aparece en algún momento leyendo la aventura de Orellana por el Amazonas o los Comentarios reales del Inca Garcilaso, ¿cómo llega usted a la Crónica de Indias? ¿Qué importancia tiene la Crónica en la imagen que pretende mostrar del continente americano?

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En ese viaje espiritual y admirativo hacia la América ancestral, necesité leer y releer las Crónicas y comprender que sus autores escribían desde las categorías de interpretación y la subjetividad europea. Comprendí que era importante devolver la visión y la voz de los vencidos, de los anonadados por el impacto de la invasión cultural y judeocristiana.



En Los perros del paraíso el narrador afirma: «sólo hay Historia de lo grandilocuente, lo visible [...]; por eso es tan banal el sentido de Historia que se construyó para consumo oficial». ¿Qué cree usted que aporta el autor literario al sentido de la Historia?

El escritor vivifica la Historia, se mete en sus entrelíneas, en sus contradicciones. Combate con su sensibilidad el autoritarismo del cronista que cree interpretar objetivamente los hechos que vivió o le contaron. Siempre hay relato, siempre hay subjetividad. El novelista y el historiador, empatan. Los hechos encubren las cosas mínimas, la dramaticidad callada, el dolor interno.



¿Se sintió usted asumiendo un papel de historiador, de investigador del documento histórico en el tiempo de elaboración de Daimón, Los perros del paraíso y El largo atardecer del caminante?

No puedo arrogarme el título de historiador. Para escribir esas novelas que usted cita tuve que buscar las contradicciones de los cronistas y tener la vivencia de esos pueblos andinos que vagan desde hace cinco siglos como errando en la huella de sus dioses heridos, o asesinados. Más que un genocidio, lo grave de la Conquista fue el teocidio.

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¿Hasta qué punto coincidiría con esa definición que ha hecho la crítica de sus novelas (sobre todo de Los perros del paraíso) como paradigmas de la llamada «nueva novela histórica latinoamericana»? ¿Dónde está esa «novedad» en el tratamiento de la materia histórica?

Usted alude a la categoría de «Nueva Novela Histórica», creada tal vez por el gran crítico Seymour Menton. Para mí, como en el caso de Carpentier, creo que lo nuevo ha sido abordar el relato histórico desde un nuevo lenguaje narrativo, desde una rigurosa creación del lenguaje. En mi caso se trató de buscar más que los hechos consabidos, el choque cultural y los efectos espirituales. Para esto había que crear un lenguaje muy libre para saltar de los hechos a las significaciones filosóficas o teológicas, para librarnos de la «historia oficial» y reencontrar la realidad desde la estética reveladora, posibilitadora.



¿Se aleja El largo atardecer del caminante de los propósitos de la «Trilogía del Descubrimiento»?

El largo atardecer del caminante está escrito desde un lenguaje menos sarcástico o paródico, o «carnavalesco» -como escribiría Bajtín. Pero por su tema se incluye en el ciclo del Descubrimiento y Conquista que con Los heraldos negros (en preparación), conformarán una tetralogía.



Tengo entendido que Los heraldos negros, sobre las reducciones jesuíticas en el Paraguay, no se va a centrar en ningún personaje histórico. ¿Cómo describiría usted esta novela?

El protagonista de Los heraldos negros (título-homenaje a Vallejo), será un grupo de jóvenes jesuitas de Austria y del Tirol reclutados por los terribles y apasionados   —213→   camaradas de Loyola para salvar la Cristiandad y recrear el mundo perdido en el Mal. Pasarán del medioevo de sus conventos tiroleses a la Venecia pecadora del Renacimiento, luego a la Roma papal y, finalmente, al Paraguay, para crear las misiones con esos hombres-infantes (como suponían) que eran los tupí-guaraníes.



Hablemos ahora de influencias: más allá de la admiración literaria, ¿cuál es el papel de Lezama en la manera que tiene usted de concebir la literatura?

Lezama Lima es, tal vez, el mayor creador de América junto con Rulfo (éste en una cuerda completamente distinta y trágica). Crea un lenguaje que corresponde a nuestro ritmo, nuestra proustiana indolencia, nuestra erudición escéptica, nuestro erotismo juguetón, nuestro catolicismo bizantino, nuestra incapacidad para saltar de la cultura estética a formas económicas y políticas propias. A una calidad de vida no imitativa.



¿Qué otros autores hispanoamericanos ejercen una influencia en su escritura «americana»? ¿Qué presencia tienen en esa escritura, por ejemplo, Borges, Valle-Inclán o Nalé Roxlo, a quienes usted hace referencias indirectas en El largo atardecer del caminante?

No tengo mayores influencias, creo, de esos tres autores (observe que ninguno de los tres fueron novelistas). Sí me impresionó mucho el lenguaje majestuoso de Carpentier y la creación libre, revolucionaria, de los textos de Severo Sarduy, de Guimaraes Rosa, de Nabokov y del oceánico Lezama.



Diría que, como constante en toda su novelística, veo la presencia explícita de una reflexión filosófica, existencial. ¿Hay mucho de «filosofía» en su literatura?

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Sí. Mi literatura es de lenguaje y de reflexión. Forma parte de mi visión de la historia y de los personajes interpretar su ubicación filosófica, teológica, en el tiempo en que viven. Sobre todo en la búsqueda del espíritu de sus épocas. Creo que la gran literatura, en un sentido clásico, se asoma a las preguntas básicas, permanentes, de la condición humana ante el misterio y ante la ambigüedad de eso que llamamos hombre (o mujer).



¿En qué medida esas lecturas filosóficas han conformado además su imagen de América? Pienso en textos como América profunda del argentino Rodolfo Kusch.

América, nuestra América y la del Norte, forman un Continente incierto. Kusch decía que Daimón era la «puesta en novela» de su filosofía nacida del choque de los verbos ser (Europa) y estar (América). El hombre de América, el aborigen supuestamente conquistado, estaba más cerca del Origen de lo Cósmico, que el «civilizado europeo» que le arrancó sus dioses e impuso el judeocristianismo. Kusch fue, junto con hombres como el mexicano León-Portilla, quien más se acercó al «pensamiento aparentemente desterrado» de la América indígena.



Se define usted como un escritor poco argentino en su concepción literaria y, sin embargo, Argentina es una constante temática en sus novelas: en La boca del tigre, el protagonista evoca las calles de Buenos Aires, los cafés, detalles cotidianos... ¿Es ésta la Argentina de sus novelas, la de la evocación, como en La reina del Plata?

Cuando digo «poco argentino» en relación a mis novelas histórico-culturales, en realidad quiero decir «poco porteño». Buenos Aires consolidó una literatura conceptual, de   —215→   origen cosmopolita, con mucha metafísica y mucha inteligencia. De Buenos Aires se saltaba directamente a Europa, a París. Es el caso de Sábato, Borges, Cortázar, y muchos más. Creo que sólo Enrique Molina y yo saltamos literariamente (se entiende) hacia esa América profunda y hacia la España gótica. En mi caso, como dije, el Perú fue revelador.

Sin embargo, la Patria es el barrio de la infancia, como decía Faulkner, y para mí ese barrio está, para siempre, en el corazón de Buenos Aires, en un aroma de jazmín y tango. La Reina del Plata y Momento de morir, son las dos novelas dirigidas hacia mi patria porteña.



En La boca del tigre Agustín se pregunta sobre Argentina: «¿cómo descubrir un país sin prestigio? Es más bien un refugio» y añade «En Argentina no hay historia: ése es su triunfo, que justamente se haya logrado lo que todos querían cuando huyeron de Europa: que, ¡por Dios!, no hubiese más historia...». ¿En qué medida mantiene usted esta idea de su país?

Las opiniones de ese personaje, muy autobiográfico, responden a otro momento de mis furias y mis penas. La historia alcanzó de lleno a mi Argentina y no podría repetir lo que escribí antes de la dictadura militar, las muertes y la quiebra económica.



En La pasión según Eva o El inquietante día de la vida usted entra ya de lleno en la historia de su país, ¿con qué intención?

Ambas novelas, una a través de la descomunal Evita Perón, la otra encarnada en un caballero enfermo, son un viaje hacia esa Argentina grande, inmigracional y americana, que constituye a la vez un país curioso, capaz de engendrar mitos   —216→   y mitologías. Un país sentimental, rebelde, imprevisible, indisciplinado. Pero siempre atractivo y hasta apasionante.



¿Y España? La madre del protagonista de Los demonios ocultos y el padre del protagonista de La boca del tigre son españoles, Marcelo y Susana hacen en Los bogavantes un recorrido «crítico» por la España franquista... ¿Qué grado de preocupación hay sobre España en sus novelas?

España es el origen de todo lo nuestro. Está en la raíz de nuestra gana y desgana; de nuestro anarquismo con voluntad de orden e imperio.

Mis novelas principales giran invariablemente en torno a la raíz ibérica y a esa catolicidad enferma que confiere tanta intensidad a nuestra vida e historia.

Como dijo De Gaulle: «Sin España, toda Europa carecería de profundidad». Lo creo, lo siento al escribir. La mitad de mi sangre es española (y como anotamos antes, el idioma, el lenguaje es la Casa del Ser).



¿Y sobre la España del pasado, la de los Reyes Católicos o Carlos V? ¿En qué medida hay una voluntad de denuncia de un pasado imperialista en Los perros del paraíso o en El largo atardecer del caminante?

Es evidente que España era un Imperio y la primera potencia mundial. Hubo guerras, crueldad, exterminios. Pero también mestizaje, nuevos pueblos. El Imperio se transformó en un admirable Continente cultural transatlántico. Hoy es uno de los centros espirituales que podría revitalizar o superar la decadencia de este Occidente mercantilista en manos de los tenderos y suboficiales anglosajones.



¿Qué hay de español en el presente de América?

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Creo haber respondido: sin España y sus errores y grandezas, América sería insignificante. Al vestirnos con el sayo de España y con su idioma, nos enriquecemos de una espiritualidad y una cultura superior. Esto se ve claro en los poetas, en Neruda o Vallejo.



En el año 2000 usted pasó de la novela al ensayo para publicar un libro que creo fue muy bien acogido en su país, Argentina, el gran viraje, cuyos planteamientos sobre la actual crisis argentina y sus posibles soluciones ha encontrado una continuación en su más reciente obra, El eclipse argentino. ¿Cuál es, en su opinión, el futuro de Argentina en estos momentos?

Argentina logra lo imposible: su infelicidad, su quiebra. Es como un millonario distraído que no recuerda donde escondió la llave de la despensa. Creo que de puro snobs y para llamar indecorosamente la atención nos provocamos una quiebra imposible de explicar.



¿Y el futuro de América, de esa América que usted ha definido alguna vez como «adolescente»?

Esa América nonata, adolescente, con más cultura que formas propias de democracia y economía, es con España, Portugal y Brasil, la mayor reserva del espíritu occidental decadente.

Todavía no creemos en nosotros mismos.

Todavía vamos a la estupidez subcultural, a la degradación de valores, o a la nefasta guerra de Irak, de la mano de los anglosajones.

Es como pedirle a un ciego que nos ayude a cruzar la calle.

Madrid, marzo 2004.





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ArribaBibliografía selecta

Obras de Abel Posse



Novela:

Los Bogavantes, Barcelona, Planeta, 1975 (1.ª ed.: Buenos Aires, Editorial Brújula, 1970).

La boca del tigre, Barcelona, Círculo de Lectores, 1974 (1.ª ed.: Buenos Aires, Emecé Editores, 1971).

Daimón, Barcelona, Plaza & Janés, 1989 (1.ª ed.: Barcelona, Librería Editorial Argos, 1978).

Momento de morir, Buenos Aires, Emecé Editores, 1998 (1.ª ed.: Buenos Aires, Emecé Editores, 1979).

Los perros del Paraíso, Barcelona, Plaza & Janés, 1987 (1.ª ed.: Barcelona, Editorial Argos Vergara, 1983).

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Los demonios ocultos, Barcelona, Plaza & Janés, 1988 (1.ª ed.: Buenos Aires, Emecé Editores, 1987).

La reina del Plata, Buenos Aires, Emecé Editores, 1988.

El viajero de Agartha, Buenos Aires, Emecé Editores, 1989.

El largo atardecer del caminante, Buenos Aires, Emecé Editores, 1992.

La pasión según Eva, Buenos Aires, Emecé Editores, 1994.

Los cuadernos de Praga, Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1998.

El inquietante día de la vida, Buenos Aires, Emecé Editores, 2001.




Ensayo:

Biblioteca esencial, Buenos Aires, Emecé Editores, 1991.

Argentina: El gran viraje, Buenos Aires, Emecé Editores, 2000.

El eclipse argentino, Buenos Aires, Emecé Editores, 2003.






Bibliografía crítica sobre las obras estudiadas

ALMAZÁN, María Inés y Edgardo Gabriel Ranucci, «Los perros del Paraíso de Abel Posse: una ruptura flagrante del orden espacio-temporal establecido», en Juana Alcira Arancibia (ed.), IX Simposio Internacional de Literatura, Buenos Aires, Instituto Literario y Cultural Hispánico, Editorial Vinciguerra, 1993, pp. 311-328.

ARACIL VARÓN, Beatriz, «Álvar Núñez: la huella del otro», Les ombres de la conqûete: fuites, dénis et oublis, monográfico de Cauces (Revue d'Études Hispaniques), Presses Universitaires de Valenciennes, 4 (2003), pp. 169-182.

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BARRIENTOS, Juan José, «América, ese paraíso perdido» Omnia (Universidad Nacional Autónoma de México), 2:3 (junio 1986), pp. 69-75.

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