—[192]→ —193→
América supone la pesada tarea de ser humano y haber hecho un límite con el caos y con las cosas, para buscar un camino interior que nos conduzca a la verdad primera de la vieja sangre. |
Rodolfo Kusch, América profunda |
En un
artículo titulado «Abel Posse: La búsqueda de
lo absoluto», Luis Sáinz de Medrano definía el
conjunto de la novelística del escritor argentino como un
solo libro, «el libro de la ansiedad, la
vehemente, desesperada o -si cabe el adjetivo- calculada ansiedad
de unos seres que intentan superar sus propias vidas [...], dar el
gran salto hacia lo que trasciende»
364.
Lo adecuado de esta definición se confirma tanto en la
lectura de las novelas de Posse como —194→
en las propias reflexiones de un autor para quien «el arte es el producto de una inquietud
existencial»
365.
Los personajes del escritor argentino son seres que buscan algo
más allá (o, quizá, más adentro) de
sí mismos, que reflejan una desazón profunda ante la
existencia acuciante para su creador, de manera que,
diríamos con sus propias palabras,
...hay una identidad total entre mis disimuladas y poco brillantes manifestaciones de perplejidad ontológica y existencial, con las brillantes, novedosas y excitantes respuestas a la perplejidad de mis personajes366. |
Los viajes
iniciáticos emprendidos por los protagonistas de las novelas
de Posse, que parecen realizarse en el espacio o en el tiempo, pero
que, en realidad son para ellos, como ha explicado Domingo Luis
Hernández, «la persecución
de respuestas, el allanamiento de preguntas [...], un modo de
reconocimiento»
367,
responden a esa necesidad de indagación en lo esencial del
ser que puede orientarse hacia la infancia perdida, la figura del
padre o el mítico Vril, pero que tiene como fin
último la revelación de lo Absoluto. El hombre, para
Posse, sufre la «nostalgia de lo Abierto
(que no se sabe bien qué es). Nostalgia de entrar en el
todo, en la madeja, en el agua del río, en la brisa, en el
origen»
368,
y por ello debe atreverse a dar «el
verdadero —195→
salto»
, el que le permita «reencontrar esa eternidad oculta en uno
mismo»
369,
es decir, acceder a ese espacio de lo Abierto donde la
comprensión de la existencia implica a su vez la
comprensión del mundo. Es en este contexto en el que
considero que la realidad americana adquiere para el autor, en las
tres novelas que nos ocupan, una nueva y definitiva
dimensión vinculada a la idea de «mero estar»
que, según Kusch,
define el pensamiento originario americano, pero también a
la identificación de América como objeto de
búsqueda, como paraíso perdido, que implica a su vez
una concepción mítica del continente.
El «mero estar»
, que como sugiere el
propio Kusch, podría considerarse una traslación al
ámbito del pensamiento indígena del concepto
Dasein
formulado por Heidegger desde
la fenomenología (traducido normalmente como «ser
ahí», pero también, según han formulado
algunos autores, como «estar ahí» o «el
que está ahí»), es una forma plena del ser que
supone a su vez una respuesta a la inquietud existencial por la
trascendencia: como radicación del ser en la realidad, el
estar permite, en palabras de Kusch, «recuperar el
Absoluto»370
o, como diría Heidegger, la
apertura del ser, su acceso al espacio de lo Abierto, a una nueva
dimensión en la que es posible una verdadera toma de
conciencia del «ser en el mundo»371.
Frente a otros
personajes de Posse que intentan ese acceso a lo Abierto sin
éxito372,
los protagonistas de Daimón, Los perros del
Paraíso y El largo atardecer del caminante
logran en determinado momento de sus vidas un ingreso en sí
mismos y, al tiempo, en una realidad trascendente gracias a
distintas pero, en esencia, convergentes experiencias de
América que obedecen, por sus características, a esa
apertura del ser formulada por Heidegger y reinterpretada por
Kusch: los tres personajes acceden a un estar ahí
en el que se produce una quiebra de las coordenadas temporales y la
consecuente instalación en un tiempo
mítico373.
Esa nueva forma de existencia se logra asimismo tras la
aceptación de lo irracional como medio de conocimiento:
Aguirre, Colón y Álvar Núñez abandonan
las raíces del pensamiento occidental y asumen la
irracionalidad gracias al contacto con el mundo indígena,
donde ésta, —197→
como explica Kusch, tiene relación con la magia y con
la «entrancia o enfrentamiento
de la vida emocional en sus dimensiones más
profundas»
374.
La
descripción más clara de este ingreso en «Lo
Abierto» por medio de una comprensión no racional sino
sensitiva es la que corresponde en Daimón a la
experiencia de sí mismo y del continente que alcanza Aguirre
en Machu Picchu375,
la ciudad sagrada donde «se concentra la
espiral del tiempo»
, una experiencia que culmina
precisamente con lo que podría considerarse un intento de
definición de este término:
LO ABIERTO Aguirre fue llegando sin darse cuenta. Paso a paso, de la mano de una maravillosa fuerza de noluntad que reblandecía todos sus propósitos [...]. Flotaba en el tiempo sin planes prefijados [...]. Huamán había logrado que el denodado hacedor que había en Aguirre fuese cediendo al tiempo de lo real [...]. Deshistorizábase [...]. Huamán se le acercó: «Se ve que estás en Lo Abierto. Has caído por fin en el estar. Serás como nosotros: te arruinarás un poco pero habitarás lo profundo»376. |
Ayudado por las sustancias alucinógenas que le proporciona el amauta Huamán, Aguirre se ha liberado del —198→ hacer, para caer en el estar. Dicha caída en el estar supone, como vemos, una ruptura con el concepto de tiempo histórico, y, de manera más amplia, con el discernimiento racional de la existencia propio de la cultura europea, que va a permitir al personaje habitar «lo profundo» de sí mismo y del mundo.
Esa misma
sensación de estar «dentro del
mundo, en el mundo, y no ante la realidad»
377
es la que siente Colón en el Paraíso. El almirante no
requiere ningún tipo de guía para este ingreso total
en el estar: «los hechiceros
taínos juzgaron que no necesitaba drogas: su capacidad
interna de secreción de delirio era perfecta»
y,
por tanto, era capaz de evitar por sí mismo «el embrutecimiento racionalista de los
humanos»
378.
El mero contacto con la realidad americana permite a Colón
acceder a una nueva dimensión no racional («en su mente, vencidos los corredores y
andariveles racionales, el recuerdo y la realidad se le mezclaban
como en los sueños»
379),
pero, además, la experiencia es para él más
decisiva que para el conquistador español, ya que, a partir
de ella, el almirante pierde definitivamente «la conciencia racional, característica
de los "hombres del espíritu" de
Occidente»
380
para asumir una nueva forma de pensamiento con «una coloración
americana»
381.
Menos aventajado
que Colón, Álvar Núñez se sirve de
guías indígenas, en esta ocasión tarahumaras,
para emprender su búsqueda ontológica. Son estos
guías los que le hacen comprender que «vemos con demasiada nitidez cuanto nos rodea,
aquí y ahora, pero hemos perdido la gran
dimensión»
382.
Por ello, es la anegación de los sentidos, a través
de la experiencia iniciática que proporciona la
ingestión del Ciguri, la que le permite acceder a una forma
de conocimiento plena:
...vi raíces por las que corría amarillo oro o maíz. Colores rotos, muy vivos, que sustituían objetos, planetas. Ideas de colores. Sentimientos fluyendo como agua [...]. Comprendí que había viajado por avenidas de ciudades secretas. Que Marata o Totonteac bien podrían ser esas residencias indescriptibles a las que sólo se accede por el Ciguri, por la descomposición de todos los sentidos, con el viaje a lo transreal383. |
El «viaje a lo transreal»
en el que el
personaje experimenta un «cúmulo
de sutiles sensaciones»
le va a permitir afirmarse y
definirse a sí mismo como «otro», como «el que vio demasiado»
, es decir,
tomar conciencia de su conversión esencial en contacto con
la naturaleza y la cultura americanas. La experiencia de
Álvar Núñez provoca una transformación
menos extrema que la de Colón, pero constituye
también un pleno acceso a lo Abierto que, en cierto
—200→
sentido, resulta todavía más decisivo que el
logrado por el almirante, por cuanto supone la culminación
de un proceso de adaptación al mundo americano que va a
provocar en el personaje todo un ámbito de reflexión
sobre el continente.
Vinculadas, pues,
a ese tema fundamental que es la transformación del europeo
inmerso en la realidad de América, señalado ya como
rasgo definitorio de los tres personajes, las experiencias de
Aguirre en Machu Picchu, Colón en las tierras
caribeñas y Cabeza de Vaca en el territorio tarahumara
insisten a su vez en la idea de «descubrimiento», de
«revelación» del continente americano como forma
de respuesta válida a esa búsqueda de lo Absoluto que
define toda la novelística de Abel Posse. Pero
además, la elección de Machu Picchu como el espacio
mágico donde tiene lugar la primera de estas experiencias
iniciáticas es significativa por cuanto nos recuerda que, de
algún modo, dichas experiencias culminan una
identificación entre la ansiada revelación de lo
Absoluto que manifiestan sus novelas (en especial las dos primeras)
y la revelación personal de América que logra el
propio autor a partir precisamente de su estancia en el Perú
y del conocimiento de la cultura incaica. Desde la América
definida como «flor
carnívora»
o «incendio
verde»
384
y los «hombres sombras»
,
«seres lampiños con frentes
aplanadas, herencia de ritos muertos que ellos
desconocen»
a los que se refiere el protagonista de
La boca del tigre385
hasta la imagen armónica —201→
del continente y la figura del amauta Huamán que
guía a Lope de Aguirre por los recovecos de su conciencia en
las alturas de la ciudad sagrada, Posse ha recorrido un amplio
espacio de aceptación y de valoración de la
naturaleza y la cultura originaria americanas, ha realizado una
progresiva penetración en lo esencial de América con
la cual va a sumergir a su vez al lector en una imagen distinta del
continente386.
Y es esa nueva imagen de América la que se va a convertir en
punto de partida y espacio válido para el encuentro del
hombre con el propio ser y la comprensión del mundo que de
él se deriva.
En realidad esta
nueva imagen del continente se anuncia ya en esa segunda novela,
todavía experimental, en la que el personaje, a pesar de su
confesado desinterés por las culturas
precolombinas387,
siente una especial atracción por la desmoronada
pirámide cercana a su hotel y evoca a los antiguos mayas que
realizaban en ella «los rituales que
podían darles acceso al Sentido»
388;
el propio Larralde confiesa al final de la novela que su «merodeo de arqueólogo metafísico
también busca el sentido»
389,
aunque de modo —202→
infructuoso: Posse todavía no ha encontrado la
respuesta a esa búsqueda de lo Absoluto que plantean sus
personajes, pero nos muestra ya una intuición en torno a ese
pensamiento originario que esconden las piedras de la
pirámide maya. A partir de Daimón, la
intuición se convierte en certeza: el sentido que busca
Larralde en La boca del tigre y que la pretendida
civilización actual parece haber abandonado sólo se
logra, parecen decirnos las novelas de Posse, cuando, abandonando
las vías de la civilización, el hombre se entrega al
«mero estar»
propio de esas
culturas autóctonas americanas.
Pero
además, esa ubicación del Sentido, de lo Absoluto, en
América está relacionada con una imagen del
continente como «paraíso» presente en buena
parte de la Crónica de Indias desde los Diarios de
Colón y convertida en un tópico legítimo
todavía para la literatura latinoamericana. Porque el viaje
iniciático que supone la entrega a lo Abierto a
través del estar, no es planteado por Posse, igual
que lo hacía Kusch, como una forma de «defensa»
del mundo sino como simple disfrute, el disfrute del que ha logrado
al menos entrever, como explica Huamán a Aguirre, «los colores del paraíso perdido (por
ustedes)»
390.
América es el Paraíso porque es el espacio ideal que
ofrece al hombre la felicidad del «mero
estar»
, el cumplimiento de la utopía, de la plena
realización del ser, y Colón, Álvar
Núñez e incluso Lope de Aguirre, son los
descubridores —203→
de ese espacio utópico que se revela como lugar de
realización de los sueños de Europa391.
Como ha
señalado Óscar Peyrou, «América parece seguir simbolizando, para
el autor argentino, lo que simbolizaba para los españoles en
el siglo XVI, un lugar lleno de maravillas y misterios, un lugar
donde todo es posible»
392;
creo poder añadir que, en este sentido, el Nuevo Mundo es
ante todo para Posse un «paraíso perdido», de
manera que esa imagen utópica, edénica, que se deduce
del proceso de «invención» de América en
el siglo XVI le permite desarrollar uno de los asuntos más
recurrentes en su novelística. Al escritor argentino, como
al protagonista de Los demonios ocultos, lo que le
interesa verdaderamente son «los
paraísos perdidos. Lo que el hombre imaginó del
Paraíso. Y también su irresistible pasión por
destruirlo...»
393.
Aguirre forma parte de la barbarie que destruye América a
pesar de haber visto en ella «los
colores del paraíso»
, pertenece a esa cultura
judeocristiana que piensa que el hombre no puede ingresar en el
Paraíso porque siempre será expulsado394;
Colón y Álvar Núñez contemplan
América con una mirada prístina, pero su imagen de
esas tierras —204→
como el Paraíso bíblico implica necesariamente
también la conciencia de culpa del hombre que se sabe
expulsado del Edén. Así, Álvar
Núñez, al describir a Lucinda el paisaje de
Iguazú, advierte: «El hombre no
tiene la palabra justa para poder referirse a ese Paraíso
que perdimos [...]. Por un instante, apenas una hora quizás,
estuvimos en el portal del Paraíso
Terrenal»
395;
y Colón, que ha llegado a dictar las Ordenanzas del Estar en
esas tierras edénicas, murmura cuando, ya encadenado de
vuelta a España, mira las tierras americanas: «Purtroppo c'era il
Paradiso...!»
396.
América es el Paraíso perdido por Occidente, y creo
que es sobre todo el alcance mítico de esta
definición el que nos lleva al sentido último que
ésta adquiere en ese espacio más amplio de
«revelación» del continente que propone Abel
Posse en sus novelas.
A lo largo de
estas páginas he intentado mostrar la manera en que un autor
literario se ha enfrentado a la América histórica a
través de una relectura crítica de la Crónica
de Indias y de sus protagonistas con el fin de «rescatar una verdad de América
más ajustada»
397,
la verdad de un pasado que había sido ocultada por la
Historia oficial, pero que resulta imprescindible para la
comprensión actual del continente, no sólo porque en
el pasado están las claves de la problemática
latinoamericana hasta nuestros días sino también
porque dicho pasado es compresente, actuante en
—205→
la América de hoy bajo diversos códigos. En
esa búsqueda de la América histórica, Abel
Posse ha logrado además la «revelación»
de lo americano como respuesta a una indagación
ontológica, a una pregunta existencial por el hombre que,
partiendo del pasado, supera sin embargo la dimensión
temporal y racional de la historia. Es dicha revelación la
que le permite hacer confluir en sus novelas la América
histórica con una América mítica, con el mito
de América que nace de esa tarea literaria de
reflexión, de conciencia del ser americano que es para el
autor el propósito esencial de la literatura
hispanoamericana contemporánea. Como señala el mismo
Posse, «la verdadera historia de
América tiene que hacerse por la interrelación de la
versión americana profunda»
398,
es decir, por una versión mítica cuya
plasmación sólo puede realizarse, además, a
través de un lenguaje nuevo, propiamente americano.
Abel Posse, que
insiste continuamente en su preocupación esencial por el
lenguaje, ha explicado cómo la historia ha sido para
él no sólo un espacio básico de
reflexión sino también el terreno donde desarrollar
un lenguaje propio: a partir de Daimón, lo que
pretendió fue «formar una
visión de lo americano [...] que fuera surgiendo desde el
lenguaje y no desde las ideas»
399,
inscribiéndose así en toda una línea de
escritura desarrollada ya desde la «nueva novela» de
los 60 y asumida por la «nueva narrativa
histórica» que implica, como ha definido M.ª
Cristina Pons, una «búsqueda de
—206→
volver a nombrar a América Latina a partir de un
nuevo lenguaje»
400.
La continua indagación en los recursos expresivos, la
experimentación formal y la reflexión sobre el
proceso mismo de la escritura que manifiestan las novelas
estudiadas dan cuenta de la insistencia de su autor en esta
búsqueda cuyo resultado oscila entre la aparente sencillez
de El largo atardecer del caminante y el lenguaje barroco,
totalizante, de Daimón y Los perros del
Paraíso, un lenguaje capaz de expresar en sí
mismo la realidad americana al modo que proponían Carpentier
o Lezama.
Es la creatividad
del lenguaje la que traslada al lector a esa realidad viva de un
continente fascinante con la que se abren las páginas de
Daimón («América.
Todo es ansia, jugo, sangre, savia, jadeo, sístole y
diástole, alimento y estiércol, en el implacable
ciclo de leyes cósmicas que parecen recién
establecidas»
401), la
realidad desbordante de un lenguaje necesariamente nuevo como el de
ese primer intento de nombrar un continente desconocido que
configuró la Crónica de Indias. El Nuevo Mundo fue,
en la escritura de descubridores como Colón, Cieza
de León o Álvar Núñez, un mundo de
maravilla, el Paraíso, el más fabuloso de los mitos
de la historia; un mito, sin embargo, —207→
enterrado durante siglos, que exigía ser exhumado
desde una conciencia crítica contemporánea y que
aparece por fin en la escritura de aquellos autores
latinoamericanos que, como Abel Posse, nos hacen confiar
todavía en el poder creador de la palabra.
—[208]→ —209→
Finalizado el presente libro, el profesor Luis Sáinz de Medrano, amigo personal de Abel Posse y sin duda su mejor crítico en España, se ofreció amablemente a ponerme en contacto con el escritor argentino para dialogar en torno a una serie de cuestiones que, en mi opinión, podían dar luz sobre aspectos importantes de la narrativa del autor. Se trata de cuestiones que fueron surgiendo sobre todo durante el período previo a la redacción de este trabajo vinculadas a la línea central de análisis del mismo, pero también a otras líneas de interpretación que considero de interés para comprender de manera más clara la relación entre las novelas estudiadas y el resto de una obra que, como ya he destacado, se revela como un corpus homogéneo.
Desde mi más sincera gratitud tanto al propio Abel Posse como al profesor Sáinz de Medrano, presento, pues, —210→ como apéndice documental a mi trabajo, esta breve entrevista inédita que se quiere a un tiempo independiente y complementaria a los capítulos anteriores, en la que la voz de Posse matiza o amplía algunas de las ideas expuestas en dichos capítulos al tiempo que avanza nuevas reflexiones sobre aspectos fundamentales para abordar el conjunto de su novelística.
La primera «imagen» de América y del indígena americano que encontramos en sus novelas se da en ese marco referencial de La boca del tigre, donde la selva tropical centroamericana parece sólo el paisaje elegido para la evocación; incluso el protagonista reconoce su «poco entusiasmo» por esas civilizaciones que no le interesan «más que accidentalmente». Sin embargo en esta novela parece revelarse ya una fascinación por las culturas precolombinas y el verdadero ser americano, ¿en qué medida existía ese interés en usted en aquel momento?
Escribí La boca del tigre en Lima, apenas llegado de Moscú. Todavía tenía un concepto de escritor argentino, porteño, sobre la realidad de la América profunda. Pero pasados los meses, América y el Perú fueron para mí una revelación de mitologías, espiritualidad, misterios y dioses perdidos. Viví un recorrido hacia lo ancestral, similar al de los personajes de Los pasos perdidos de Carpentier.
Ya en esa novela el protagonista aparece en algún momento leyendo la aventura de Orellana por el Amazonas o los Comentarios reales del Inca Garcilaso, ¿cómo llega usted a la Crónica de Indias? ¿Qué importancia tiene la Crónica en la imagen que pretende mostrar del continente americano?
—211→En ese viaje espiritual y admirativo hacia la América ancestral, necesité leer y releer las Crónicas y comprender que sus autores escribían desde las categorías de interpretación y la subjetividad europea. Comprendí que era importante devolver la visión y la voz de los vencidos, de los anonadados por el impacto de la invasión cultural y judeocristiana.
En Los
perros del paraíso el narrador afirma: «sólo hay Historia de lo
grandilocuente, lo visible [...]; por eso es tan banal el sentido
de Historia que se construyó para consumo
oficial»
. ¿Qué cree usted que
aporta el autor literario al sentido de la Historia?
El escritor vivifica la Historia, se mete en sus entrelíneas, en sus contradicciones. Combate con su sensibilidad el autoritarismo del cronista que cree interpretar objetivamente los hechos que vivió o le contaron. Siempre hay relato, siempre hay subjetividad. El novelista y el historiador, empatan. Los hechos encubren las cosas mínimas, la dramaticidad callada, el dolor interno.
¿Se sintió usted asumiendo un papel de historiador, de investigador del documento histórico en el tiempo de elaboración de Daimón, Los perros del paraíso y El largo atardecer del caminante?
No puedo arrogarme el título de historiador. Para escribir esas novelas que usted cita tuve que buscar las contradicciones de los cronistas y tener la vivencia de esos pueblos andinos que vagan desde hace cinco siglos como errando en la huella de sus dioses heridos, o asesinados. Más que un genocidio, lo grave de la Conquista fue el teocidio.
—212→¿Hasta qué punto coincidiría con esa definición que ha hecho la crítica de sus novelas (sobre todo de Los perros del paraíso) como paradigmas de la llamada «nueva novela histórica latinoamericana»? ¿Dónde está esa «novedad» en el tratamiento de la materia histórica?
Usted alude a la categoría de «Nueva Novela Histórica», creada tal vez por el gran crítico Seymour Menton. Para mí, como en el caso de Carpentier, creo que lo nuevo ha sido abordar el relato histórico desde un nuevo lenguaje narrativo, desde una rigurosa creación del lenguaje. En mi caso se trató de buscar más que los hechos consabidos, el choque cultural y los efectos espirituales. Para esto había que crear un lenguaje muy libre para saltar de los hechos a las significaciones filosóficas o teológicas, para librarnos de la «historia oficial» y reencontrar la realidad desde la estética reveladora, posibilitadora.
¿Se aleja El largo atardecer del caminante de los propósitos de la «Trilogía del Descubrimiento»?
El largo atardecer del caminante está escrito desde un lenguaje menos sarcástico o paródico, o «carnavalesco» -como escribiría Bajtín. Pero por su tema se incluye en el ciclo del Descubrimiento y Conquista que con Los heraldos negros (en preparación), conformarán una tetralogía.
Tengo entendido que Los heraldos negros, sobre las reducciones jesuíticas en el Paraguay, no se va a centrar en ningún personaje histórico. ¿Cómo describiría usted esta novela?
El protagonista de Los heraldos negros (título-homenaje a Vallejo), será un grupo de jóvenes jesuitas de Austria y del Tirol reclutados por los terribles y apasionados —213→ camaradas de Loyola para salvar la Cristiandad y recrear el mundo perdido en el Mal. Pasarán del medioevo de sus conventos tiroleses a la Venecia pecadora del Renacimiento, luego a la Roma papal y, finalmente, al Paraguay, para crear las misiones con esos hombres-infantes (como suponían) que eran los tupí-guaraníes.
Hablemos ahora de influencias: más allá de la admiración literaria, ¿cuál es el papel de Lezama en la manera que tiene usted de concebir la literatura?
Lezama Lima es, tal vez, el mayor creador de América junto con Rulfo (éste en una cuerda completamente distinta y trágica). Crea un lenguaje que corresponde a nuestro ritmo, nuestra proustiana indolencia, nuestra erudición escéptica, nuestro erotismo juguetón, nuestro catolicismo bizantino, nuestra incapacidad para saltar de la cultura estética a formas económicas y políticas propias. A una calidad de vida no imitativa.
¿Qué otros autores hispanoamericanos ejercen una influencia en su escritura «americana»? ¿Qué presencia tienen en esa escritura, por ejemplo, Borges, Valle-Inclán o Nalé Roxlo, a quienes usted hace referencias indirectas en El largo atardecer del caminante?
No tengo mayores influencias, creo, de esos tres autores (observe que ninguno de los tres fueron novelistas). Sí me impresionó mucho el lenguaje majestuoso de Carpentier y la creación libre, revolucionaria, de los textos de Severo Sarduy, de Guimaraes Rosa, de Nabokov y del oceánico Lezama.
Diría que, como constante en toda su novelística, veo la presencia explícita de una reflexión filosófica, existencial. ¿Hay mucho de «filosofía» en su literatura?
—214→Sí. Mi literatura es de lenguaje y de reflexión. Forma parte de mi visión de la historia y de los personajes interpretar su ubicación filosófica, teológica, en el tiempo en que viven. Sobre todo en la búsqueda del espíritu de sus épocas. Creo que la gran literatura, en un sentido clásico, se asoma a las preguntas básicas, permanentes, de la condición humana ante el misterio y ante la ambigüedad de eso que llamamos hombre (o mujer).
¿En qué medida esas lecturas filosóficas han conformado además su imagen de América? Pienso en textos como América profunda del argentino Rodolfo Kusch.
América, nuestra América y la del Norte, forman un Continente incierto. Kusch decía que Daimón era la «puesta en novela» de su filosofía nacida del choque de los verbos ser (Europa) y estar (América). El hombre de América, el aborigen supuestamente conquistado, estaba más cerca del Origen de lo Cósmico, que el «civilizado europeo» que le arrancó sus dioses e impuso el judeocristianismo. Kusch fue, junto con hombres como el mexicano León-Portilla, quien más se acercó al «pensamiento aparentemente desterrado» de la América indígena.
Se define usted como un escritor poco argentino en su concepción literaria y, sin embargo, Argentina es una constante temática en sus novelas: en La boca del tigre, el protagonista evoca las calles de Buenos Aires, los cafés, detalles cotidianos... ¿Es ésta la Argentina de sus novelas, la de la evocación, como en La reina del Plata?
Cuando digo «poco argentino» en relación a mis novelas histórico-culturales, en realidad quiero decir «poco porteño». Buenos Aires consolidó una literatura conceptual, de —215→ origen cosmopolita, con mucha metafísica y mucha inteligencia. De Buenos Aires se saltaba directamente a Europa, a París. Es el caso de Sábato, Borges, Cortázar, y muchos más. Creo que sólo Enrique Molina y yo saltamos literariamente (se entiende) hacia esa América profunda y hacia la España gótica. En mi caso, como dije, el Perú fue revelador.
Sin embargo, la Patria es el barrio de la infancia, como decía Faulkner, y para mí ese barrio está, para siempre, en el corazón de Buenos Aires, en un aroma de jazmín y tango. La Reina del Plata y Momento de morir, son las dos novelas dirigidas hacia mi patria porteña.
En La boca del tigre Agustín se pregunta sobre Argentina: «¿cómo descubrir un país sin prestigio? Es más bien un refugio» y añade «En Argentina no hay historia: ése es su triunfo, que justamente se haya logrado lo que todos querían cuando huyeron de Europa: que, ¡por Dios!, no hubiese más historia...». ¿En qué medida mantiene usted esta idea de su país?
Las opiniones de ese personaje, muy autobiográfico, responden a otro momento de mis furias y mis penas. La historia alcanzó de lleno a mi Argentina y no podría repetir lo que escribí antes de la dictadura militar, las muertes y la quiebra económica.
En La pasión según Eva o El inquietante día de la vida usted entra ya de lleno en la historia de su país, ¿con qué intención?
Ambas novelas, una a través de la descomunal Evita Perón, la otra encarnada en un caballero enfermo, son un viaje hacia esa Argentina grande, inmigracional y americana, que constituye a la vez un país curioso, capaz de engendrar mitos —216→ y mitologías. Un país sentimental, rebelde, imprevisible, indisciplinado. Pero siempre atractivo y hasta apasionante.
¿Y España? La madre del protagonista de Los demonios ocultos y el padre del protagonista de La boca del tigre son españoles, Marcelo y Susana hacen en Los bogavantes un recorrido «crítico» por la España franquista... ¿Qué grado de preocupación hay sobre España en sus novelas?
España es el origen de todo lo nuestro. Está en la raíz de nuestra gana y desgana; de nuestro anarquismo con voluntad de orden e imperio.
Mis novelas principales giran invariablemente en torno a la raíz ibérica y a esa catolicidad enferma que confiere tanta intensidad a nuestra vida e historia.
Como dijo
De Gaulle: «Sin España, toda Europa carecería
de profundidad»
. Lo creo, lo siento al escribir. La mitad
de mi sangre es española (y como anotamos antes, el idioma,
el lenguaje es la Casa del Ser).
¿Y sobre la España del pasado, la de los Reyes Católicos o Carlos V? ¿En qué medida hay una voluntad de denuncia de un pasado imperialista en Los perros del paraíso o en El largo atardecer del caminante?
Es evidente que España era un Imperio y la primera potencia mundial. Hubo guerras, crueldad, exterminios. Pero también mestizaje, nuevos pueblos. El Imperio se transformó en un admirable Continente cultural transatlántico. Hoy es uno de los centros espirituales que podría revitalizar o superar la decadencia de este Occidente mercantilista en manos de los tenderos y suboficiales anglosajones.
¿Qué hay de español en el presente de América?
—217→Creo haber respondido: sin España y sus errores y grandezas, América sería insignificante. Al vestirnos con el sayo de España y con su idioma, nos enriquecemos de una espiritualidad y una cultura superior. Esto se ve claro en los poetas, en Neruda o Vallejo.
En el año 2000 usted pasó de la novela al ensayo para publicar un libro que creo fue muy bien acogido en su país, Argentina, el gran viraje, cuyos planteamientos sobre la actual crisis argentina y sus posibles soluciones ha encontrado una continuación en su más reciente obra, El eclipse argentino. ¿Cuál es, en su opinión, el futuro de Argentina en estos momentos?
Argentina logra lo imposible: su infelicidad, su quiebra. Es como un millonario distraído que no recuerda donde escondió la llave de la despensa. Creo que de puro snobs y para llamar indecorosamente la atención nos provocamos una quiebra imposible de explicar.
¿Y el futuro de América, de esa América que usted ha definido alguna vez como «adolescente»?
Esa América nonata, adolescente, con más cultura que formas propias de democracia y economía, es con España, Portugal y Brasil, la mayor reserva del espíritu occidental decadente.
Todavía no creemos en nosotros mismos.
Todavía vamos a la estupidez subcultural, a la degradación de valores, o a la nefasta guerra de Irak, de la mano de los anglosajones.
Es como pedirle a un ciego que nos ayude a cruzar la calle.
Madrid, marzo 2004.
—[218]→ —219→
Los Bogavantes, Barcelona, Planeta, 1975 (1.ª ed.: Buenos Aires, Editorial Brújula, 1970).
La boca del tigre, Barcelona, Círculo de Lectores, 1974 (1.ª ed.: Buenos Aires, Emecé Editores, 1971).
Daimón, Barcelona, Plaza & Janés, 1989 (1.ª ed.: Barcelona, Librería Editorial Argos, 1978).
Momento de morir, Buenos Aires, Emecé Editores, 1998 (1.ª ed.: Buenos Aires, Emecé Editores, 1979).
Los perros del Paraíso, Barcelona, Plaza & Janés, 1987 (1.ª ed.: Barcelona, Editorial Argos Vergara, 1983).
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