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ArribaAbajoTercera parte

Tettauen, mes de Rayab de 1276



ArribaAbajo- I -

En el nombre del Dios Clemente y Misericordioso.

He aquí la historia que para recreo del Cherif Sidi El Hach Mohammed Ben Jaher El Zebdy, escribe su amigo y protegido Sidi El Hach Mohammed Ben Sur El Nasiry.

Es esta la guerra del Español desde que apareció en el valle de Tettauen, y se refiere con verdad y estimación natural de todos los hechos presenciados por el narrador, para que los venideros conozcan la brava defensa que de su religión venerada hacen los hijos de El Mogreb El Aksá.

Nuestros aborrecidos hermanos, los de la otra banda, los hijos del Mogreb El Andalus, avanzaron desde Sebta hasta El Medik, sosteniendo combates terribles con nuestros valientes montañeses y tropas regulares. El número de cristianos que perecieron en aquellas refriegas no se puede calcular; los moros perdimos escaso número, y en casi   —190→   todos los encuentros quedábamos vencedores. El avance de los españoles, tras tantos descalabros, y su paso de un terreno a otro, no se explica sino por combinaciones astronómicas, mágicas y cabalísticas, cuyo secreto tienen aquellos Generales y que los nuestros no han podido penetrar. El enemigo consulta de día la marcha del Sol; de noche las posiciones de los astros que esmaltan de bellas luces el firmamento, y combinando estos signos con las cifras y figuras que en unos deformes libros traen, del estudio de todo ello sacan la pauta de sus movimientos, que siempre resultan hacia adelante, nunca hacia atrás.

Pero estas artes mágicas no les valdrán: para desbaratarlas y confundir a los infieles, nos basta con las dotes singulares de nuestro caudillo Muley El-Abbás, asistido de las bendiciones de Allah, que le tiene por ejecutor de sus altos designios. Si es fuerte con su espada, no lo es menos con sus oraciones. En ellas dice: «¡Oh profeta, excita los creyentes al combate! Veinte hombres tuyos aniquilarán a doscientos infieles...». En el alto de Kal-lalin, que los enemigos llaman Torre Geleli, tiene su campamento el hermano del Sultán, y desde allí, con el milagroso anteojo de aumento que le regaló el Inglés, observa las posiciones y movimientos de los infieles. Nada se le escapa; no se mueve una mosca en el campamento cristiano, sin que nuestro General se entere, asistido además por referencias que le traen numerosos espías,   —191→   ora renegados, traicioneros a su patria, ora fieles berbiriscos que, fingiéndose locos o enfermos, van a mendigar al campo español.

¡Loor a Allah único! He visitado al Príncipe marroquí en su lujosa tienda: la confianza brilla en su noble rostro; ha preparado tan bien sus planes, que ya no tiene nada que hacer, y espera tranquilamente que el enemigo se mueva, para disponer salirle al encuentro y atajar sus pasos. Confiado en la protección del Cielo, no sólo practica la oración mañana y tarde a las horas que marca la ley, sino que recomienda a sus ascaris y a los jefes de ellos que ante todo cuiden de practicar la oración... En el momento del combate, mientras unos pelean, otros deben rezar... alternando en la matanza y en el rezo. Por eso les dice: Allah es vencedor...

Los infieles ocupan su tiempo en ridículos preparativos. Han levantado un fuerte que llaman de la Estrella, donde se les ve afanados en trabajos semejantes al trajín de las hormigas... Sabemos que al campo de O'Donnell ha llegado un Príncipe francés, emparentado con la familia Real de España 1; es hijo de un hermano del esposo de la hermana de la Reina, y parece que trae la misión de instruir a los españoles en ciertos particulares de la guerra del Francés en Argelia... inútil ciencia, pues lo que venció a los argelinos fue su falta de fe y no el valor   —192→   de la Francia. No hay semejanza entre la Argelia y El Mogreb, pues este antes que militar es creyente, y perdura en las vías de Allah... Allah es la fuerza; Allah es la astucia militar y el amparo de las naciones... Aguardamos, pues, tranquilos el choque de armas que ha de poner fin a esta guerra... Los infieles perecerán en las lagunas de Guad-el-Gelú como en las aguas del mar Bermejo pereció Faraón, cuando iba en perseguimiento de los hijos de Israel, conducidos por Moisés o Mouçá.

Alabanzas a Dios Misericordioso, que ayer ordenó el movimiento de nuestros Ejércitos. Queriendo ver de cerca la gloria del Islam, me agregué al séquito del victorioso Muley El Abbás... El día era hermoso, día dispuesto por Allah con todo esplendor de luces y limpieza de ambiente para que el triunfo fuera más visible en la tierra y en el cielo. Muy temprano vino del campo español ruido de salvas. Nadie sabía la razón de aquel cañoneo; yo, que por mis aficiones al estudio entiendo un poquito de la historia de nuestros enemigos, expliqué el suceso brevemente. El día de ayer corresponde a un día en que los cristianos aclaman y santifican a los reyes suyos que se llamaron Alfonsos, y al Príncipe heredero de la Corona, que también lleva este nombre... Desde que oyeron las salvas querían nuestros valientes guerreros lanzarse a destruir el fuerte que los hispanos construían; mas el General tuvo especial empeño en contenerlos, a fin de madurar   —193→   el plan de ataque, y disponer las fuerzas del modo más conveniente para quitar a los españoles el fuerte. No cesaba de mirar al campo y a las posiciones de ellos, como si con sus ojos asistidos del catalejo quisiera medir las distancias, y anticipar los pasos de unos y otros. Yo admiraba su celo por la causa de la fe, y la paciencia que ponía en ordenar sabiamente sus disposiciones. Por fin, al filo de mediodía soltó El-Abbás la gente de a pie que se abalanzó contra la izquierda de los españoles, y mientras estos respondían al ataque avanzando hacia nosotros, nuestra Caballería se lanzó como tempestad para embestir por su flanco derecho a los infieles. ¡Qué hermosa carrera la de tantos hombres a caballo, enardecidos y locos de ira contra la usurpación! Caballo y jinete parecían en cada uno de una sola pieza, y en esta un corazón ardiente irradiaba el fuego de la pasión guerrera. Nunca vi Caballería más fiera y gallarda. ¡Loor...! La paz sea con el que sigue el buen camino.

Descollaban en aquel volador enjambre los facíes o jóvenes voluntarios venidos de Fez, de Zarhun y de Ait Yamuz, con vistosos arreos y pulidas armas, y furibundas ganas de morir por la fe. A esta noble y distinguida tropa pertenece el ya famoso guerrero El Horain, apodado Abu-Riala, que en las acciones de Cabo Negro realizó prodigios de valor y temeridad sólo comparables, según se dice, a las hazañas de los compañeros del Profeta. Cuentan que en lo más   —194→   recio de las peleas se arroja este divino Abu-Riala (el del duro) en medio de las filas enemigas, tremolando un pendón amarillo, sin otra fianza que su esforzado corazón y el ardimiento de su caballo. El grito de guerra, para llevarse tras sí a los que quieren ser émulos de su valor, es este: Adelante; yo soy vuestro escudo invulnerable. Sobrenatural prodigio es que vuelva siempre sin que le causen la menor herida ni las balas ni el acero de los españoles... Debemos explicar este milagroso caso por la protección que dan los invisibles ángeles guerreros al bueno, al creyente y heroico soldado de Allah.

Desde mi puesto en el séquito del General contemplé la fogosa Caballería. Los de vista larga que me rodeaban gritaron roncos de entusiasmo: «Allí va el santo combatiente, el gigante Abu-Riala, corazón de Dios y brazo del Profeta. Ved su estandarte amarillo; ved su mano poderosa señalando al Cielo; ved la cabeza de su caballo hendiendo las filas españolas». Esto me decían que viera y mirara; mas yo no veía sino una confusión de patas de animales, y de cabezas y brazos de hombres corriendo en espantoso torbellino. Yo miraba más bien hacia mi derecha, donde ocurría lo más interesante de la acción. Por lo poco que vi y lo poco que me decían, entendí que un gran número de españoles se metió en un terreno que había sido encharcado previamente, sangrando el Alcántara. La risa que soltó el General me indicó que allí les quería ver, y que la entrada   —195→   de los españoles en los pantanos era el error por él previsto, y por su astucia preparado para ganar fácilmente la batalla...

Las exclamaciones gozosas de nuestra gente indicáronme que estaban cogidos en la trampa los pobres españoles, y que ya no teníamos que hacer más que una cosa bien fácil: rematarlos allí tranquilamente y sin riesgo. Mas lo que yo creí cacería de patos, fue cosa distinta: los malditos patos, o sea españoles, formaron con gran presteza el cuadro, táctica que no se ha enseñado a los de acá, y fortalecidos de este modo, no pudo hostilizarlos la Caballería por la blandura del suelo en que tenía que maniobrar. Quedaba, sí, el recurso de atacar el cuadro a pie: ya iban a ello nuestros valientes moros; ya se cruzaban armas con armas; ya caían algunos de allá con las cabezas hendidas, y los de acá con las barrigas ensartadas... Teníamos gente de sobra; podíamos dar cuenta de ellos... pero ¡ay!, Satán maldito, que rara vez deja de introducirse en estas decisivas luchas, tomando partido por los infieles, puso en movimiento a la muchedumbre de tropas del llamado Tercer Cuerpo, para venir en socorro de los que tenían jugada la vida en el pantano... ¡Allah disperse a los injustos!

Aterrado vi yo las tropas a pie y a caballo que venían como a distancia de dos tiros de fusil. Pareciéronme millones de hombres, y a medida que su paso veloz acortaba la distancia, se me representaban en mayor número.   —196→   Con risa de júbilo, Muley Abbás y los que le acompañaban exclamaron: «No pueden, no pueden llegar a socorrerlos...». «¿Por qué?...». «Porque entre esas tropas y el terreno fangoso donde está el cuadro no hay más que pantanos, lagunas hondas, donde perecerán sin remedio. ¡Allah los precipite!». Evidente, como los hechos fatales de la Naturaleza ciega, parecía esto; mas no lo fue, porque Satán perverso, enemigo de los creyentes, lo arregló de modo que los españoles que venían al socorro no temieran meterse en el agua hasta la cintura... Yo les vi, nadie me lo contó... yo les vi atravesar las charcas, alzando los brazos para que no se les mojaran el fusil y los cartuchos que en sus manos traían... y en esta postura hicieron un fuego tan horroroso contra los nuestros, que no parecía sino que el Infierno desataba toda su furia.

Personas prácticas del campamento, que ya conocen a todos los caudillos españoles como si los hubieran parido, me contaron por la noche que vieron al General Ros de Olano, al Brigadier Galiano, y al propio General O'Donnell, atravesar la laguna con el agua hasta la cincha del caballo, dando a todos ejemplo de valor, y arengándoles con voces roncas para que no temieran al agua, como no temían al fuego. ¡Ah, sin las artes infernales empleadas en favor vuestro por maléficos espíritus, qué sería de vosotros, pobres hijos de España!... Esto pensaba yo, caído en gran tristeza al ver que nuestros   —197→   montañeses bravos y nuestros atrevidos jinetes facíes se retiraban hacia las posiciones próximas a Torre Geleli; y buscando, según mi costumbre, la causa recóndita de los hechos, me decía: «¿Cómo es que esas lagunas que teníamos por profundas, y que lo eran según el dicho de hombres entendidos en cosas de la Naturaleza, han resultado con hondura no mayor que la de medio cuerpo de un hombre? Misterios son estos que no desentrañaremos mientras no nos sea dado penetrar los designios del Dios Único, que gobierna el mundo así en las grandes como en las pequeñas cosas. Huir del examen y conocimiento de tales honduras es el verdadero principio de sabiduría que debe guiar al hombre discreto y virtuoso».

Pregunté por Abu-Riala, no bien llegábamos a nuestras tiendas, y me dijeron que había consumado aquel día descomunales proezas, matando a multitud de cristianos, sin que le tocara el más leve rasguño. El corcel que montaba fue menos dichoso: quedó muerto. Para consolar al guerrero de esta pérdida, mandó Muley El Abbás que se le diese uno de los mejores caballos que tenía para su servicio, y luego ordenó que las músicas fueran a tocar junto a la tienda del héroe; honor y merced con que se hacía pública la virtud y merecimientos de un hombre tan excelso. Hasta hora muy avanzada de la noche oímos los dulcísimos acordes de las chirimías, pitos y tambores que daban serenata al soldado del Cielo.

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No obstante ser considerables las pérdidas del Ejército de la fe en aquel día, no advertí descontento en los valientes soldados de a pie y a caballo. Por la noche, comentando la batalla, predominaba la opinión de que había sido victoria manifiesta, y no derrota como creían los menos en número, y los mal pensados y agoreros. Cierto que no habíamos tomado el fuerte de la Estrella; mas los cristianos no habían avanzado una pulgada en sus posiciones... Cada paso valle arriba les había de costar muy caro... Debíamos dejarles subir, internarse, para exterminarles más a gusto. Esto decían. ¡Dichoso pueblo, que con el fuego de la creencia en Dios enciende el de la confianza en sí mismo! Nada teme: los obstáculos le enardecen. Nunca espera lo malo: sus ojos, iluminados por la fe, ven con tintas de rosa y azul los días venideros. ¡Pueblo noble y santo, digno de dominar toda la tierra!

¡Loor al Muy Alto! Invitado a cenar con el Príncipe, encontrele sombrío, como si no estuviera satisfecho del giro que llevaban las cosas de la guerra. Contaba, sí, con mayor contingente de tropas, que el Sultán le mandaría bajo la bandera del Príncipe Muley Ahmed Ben Abderrahman; contaba con el valor indomable de los montañeses, de los facíes y demás elementos de su Ejército; mas no tenía tranquilidad, viendo la creciente arrogancia de los españoles, sus obras de atrincheramiento, su poderosa artillería, y la perseverancia calmosa con que iban   —199→   conquistando el terreno. A esto le dije yo, para consolarle y levantar su ánimo, que la acción de aquel día me revelaba poca decisión de los cristianos para seguir adelante. Aparentaban más fuerza de la que tienen, y tras de su afectado coraje, se advertía el cansancio, y las ganas de volverse a su país. Movió la cabeza Muley El Abbás con expresión de tristeza dubitativa, y yo proseguí con mayor fuego de persuasión: «Creed que si alguna ventaja obtienen los enemigos de Allah, es porque Allah les favorece en apariencia para estimular el ardimiento de los fieles. Así el Profeta, en sus luchas contra los traidores, no se acobardaba ante los avances de estos, sino que les dejaba llegar hasta donde podía destruirles sin que quedara uno solo para contarlo. En el Libro Santo encuentro ejemplos mil de esta consoladora táctica del Único Dios. Ya sabéis que está escrito: «Satán había preparado sus batallas, y les decía: soy vuestro auxiliar y os hago invencibles. Mas llegado el momento, les volvía la espalda diciéndoles: Pereced ahora y sufrid los terribles castigos de Dios...». Seguid leyendo, y veréis que está escrito: «Hiriéndoles en el rostro y en el pecho, los ángeles quitan en un punto la vida a todos los infieles... y les gritan: Id a gustar las penas del Infierno».



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ArribaAbajo- II -

Y he aquí que el noble y sabio Príncipe me dice: «Pues eres tú creyente fervoroso, y a más de esto sabio en cosas mil de la tierra y del cielo, y tienes el don de elocuencia y gran influjo sobre las gentes, puedes prestar ahora un gran servicio a la causa del Mogreb. Te vas a Ojos de Manantiales, donde tienes tu casa y estancia de tu comercio, y ves si es cierto que están los habitantes inquietos y afligidos porque algunos riffeños 2 revoltosos han cometido el delito de pillaje o saqueo... Entérate de si las familias huyen de la ciudad temiendo ya la entrada de los españoles. Tengo por cierto que los judíos tratan de ir al campo cristiano en son de embajada para pedir a O'Donnell que no se detenga y se haga dueño de Tettauen, sin otro fin que proteger las vidas y haciendas de ellos, de los que recibieron las Escrituras, para venderlas después a precio vil».

-Cierto es -repliqué yo- que Dios ordenó a los judíos que explicaran el Pentateuco a todos los hombres y no lo ocultaran. Mas ellos comerciaron indignamente con los santos libros... Pero un doloroso castigo les espera.

-No les hables ahora de castigos -dijo vivamente el Príncipe-, ni pongas en tu lenguaje rencor ni amenaza, porque a decir   —201→   verdad, están las cosas para que pongamos en práctica la conocida regla de ciencia vulgar: Sé como el caracol en el consejo y como el ave en la acción. Usarás con los hebreos un lenguaje benigno y amistoso, induciéndoles a permanecer tranquilos, sin ningún temor, y enterándote bien de sus pensamientos y de sus planes, que por muy escondidos que los tengan en el arca de su hipocresía, tú hallarás modo, con tu lenguaje astuto, de sacarlos afuera.

No fue preciso que me dijera más el augusto Príncipe, y decidí partir a la madrugada... En Ojos de Manantiales reanudo mi trabajo epistolar, tres días después de lo que anteriormente referí. ¡Loor al victorioso! Oíd lo que digo: en cuanto llegué a este santo pueblo, no me di paz para ponerme al habla con los tetuaníes pudientes y con los judíos altos y bajos. La verdad, a todos les hallé muy cariacontecidos. Respecto a saqueo y desmanes de los montañeses, supe que sólo en el Mellah (barrio de los hebreos) habían cometido algún desaguisado. Recorrí toda la ciudad; vi en algunas calles cofres y líos de ropa, señal de que algunas familias partían; no traté de disuadir a nadie, pues me habrían echado en cara que yo he mandado a los míos a Fez para rescatarlos de todo mal...

En mi casa, sin más compañía que la de la esclava que quedó para mi servicio, he sentido la opresión del silencio, como losa que pesa sobre mi espíritu. La soledad de mi   —202→   vivienda, días antes embellecida y alegrada por seres queridísimos, dábame la impresión de estar emparedado en anchurosa tumba... No había más ruidos que los que yo llevaba en mi memoria: la risa jovial, cristalina, de mi adorada Puerta de Dios (Bab-el-lah), en quien cifro todos mis cariños; el habla dulce y discreta de mis otras dos mujeres, Quentza y Erhimo, a quienes tengo también grande afecto, y más que nada el pisar rápido, la inquietud traviesa y los chillidos deliciosos, como piar de pájaros, de mi hijo Ali Ben Sur y de mi encantadora niña Luz-il-lah, a quien Dios hizo archivo de todas las gracias. La fatal guerra me ha obligado a separar de mí estas prendas queridas. Confinadas en Fez hasta que vuelva la paz, mi pensamiento vuela sin cesar a donde ellas moran, y trato de endulzar el amargor de la ausencia con la miel del recuerdo... Mi casa vacía de aquellas voces, vacía también de tan bellas imágenes, arroja sobre mí la pesadumbre fría de sus paredes, que no me deja respirar... Sea Dios benigno, y no me prive de mis mujeres y mis hijos. Ellas son buenas, recatadas, hacendosas. Superior inteligencia y bondad resplandecen en la sin par Puerta de Dios, dotada por mí con largueza y estimada en doscientas onzas españolas.

Me sobrepongo a la emoción para tomar disposiciones urgentes. Reviso mis papeles comerciales para encontrar confusión en ellos cuando la paz vuelva a nuestro pueblo; escribo a Fez ordenando que permanezcan   —203→   allí los camellos hasta mi aviso; dispongo que salga un propio con este mandato, y por él envío a mis hijos y a mis mujeres cajitas con amorosos regalos. Entrada la noche, me entrego al descanso; sueño con los tiros que oí en la batalla junto a los pantanos... oigo los alaridos de Abu-Riala... corro perseguido por cristianos que quieren hacerme prisionero... despierto en las angustias de mi huida fatigosa... cojo un rosario, y en ferviente oración recibo los consuelos de Allah, que con mano suave alivia mi corazón del anhelante susto... Por la mañana, después de los rezos y abluciones, salgo a recorrer la ciudad; visito una tras otra mis tres casas alquiladas, para saber si las abandonan sus habitantes; si alguno de ellos, al huir, ha dejado la puerta mal cerrada; si en los pasadizos de las calles hay hacinamiento de paja y estiércol. Me tranquilizó el ver que mis buenos inquilinos permanecen en la ciudad. A los tres endilgué un largo discurso sobre el peligro de los incendios en tiempo de guerra, y otro con diversidad de razonamientos para llevar a su ánimo la persuasión de que jamás entrarán los españoles en nuestra ciudad. Por las caras que ponían oyéndome, entiendo que les convencí. Son hombres de grande inocencia, por lo que Dios tendrá piedad de ellos.

Despachados estos asuntos, me dirigí al Mellah. Mi primera visita fue para Yakub Mendes, traficante en piedras preciosas, mi amigo desde que me establecí en Tettauen.   —204→   Encontrele muy afanado, con su mujer y sus hijas, recogiendo todo el material valioso que posee, aljófar, topacios, esmeraldas... Hacían paquetitos chatos que pudieran fácilmente ser cosidos en la ropa interior, para transportar consigo toda su riqueza en caso de forzosa partida. A Yakub y su familia prediqué la tranquilidad, la confianza en el Mogreb para desembarazarse de los españoles; pero no conseguí calmar su inquietud. Fácilmente había convencido a los pobres, que no tienen nada que perder; pero a los ricos, ¡Allah me conforte!, no podía convencerles. Díjome Yakub que él conocía bien la fuerza de los españoles, por haber recorrido la Península sin fin de veces, y vivido en Córdoba, Sevilla y Madrid luengos días, y que no podía tener confianza en las fuerzas desorganizadas del Mogreb. Tan cierto era que O'Donnell entraría en Tettauen como que el Sol sale hoy, mañana y siempre; y el día de la entrada de los vencedores, lo que no habían saqueado los riffeños, lo saquearían los soldados de O'Donnell, a quien aplicó con malicia un refrán hebreo que dice: ni ajo dulce ni todesco bueno. Díjele yo que no es el General español de origen tudesco, sino irlandés, y él afirmó que lo mismo da, pues no tiene sangre andalús, sino de raza goética y normándica, que es la que más aborrece a Israel... En esto llegó a la casa un vecino de Yakub, llamado Ahron Fresco, usurero y comerciante en especias y gomas de sahumar. De lo que hablaron uno   —205→   y otro colegí que la noche anterior habían celebrado una junta, en la cual se debatió si debían pedir a O'Donnell que les amparase contra los riffeños. No prevaleció tan traidora proposición, y por ello debemos dar gracias a Dios. ¿Pero quién se fía de esa gente? Con razón dice el Libro Santo: La confusión reina en los juicios hebreos, y sus acuerdos son como los remolinos del aire.

Sobre mis dos amigos descargué yo un diluvio de elocuentes razones, incitándoles a que por ningún caso solicitaran la protección del infiel español. Cuando más enardecido estaba yo en mi retórica, llegaron Tamo y Noche, dos hebreas de aquella vecindad, muy guapas, que tiraron de mí familiarmente para llevarme a su casa. No pude esquivar la premiosa invitación, y pasando del tugurio de Yakub al de Ha Levy Seneor, padre de las antedichas, este, su mujer Hanna y las hijas, hablando los cuatro a la vez con desacorde griterío, me contaron que la noche anterior habían asaltado su casa tres desalmados riffeños, quitándoles veinte duros en moneda macuquina española, catorce pesetas columnarias, diez napoleones, y que por milagro (no quiso Dios que dieran con el escondrijo) no les aliviaron de la moneda de oro que guardaban. Después se surtieron de ropa blanca; lleváronse los dos chales mejores de Tamo, los zarcillos de Noche, que eran de filigre de Córdoba, y unas belghas (babuchas bordadas de oro). Traté de aplacar su enojo diciéndoles que   —206→   desde hoy se reforzará la guarnición con gente de confianza, y que todas las puertas de la ciudad se adornarán con las cabezas de los saqueadores... Sin detenerme a escuchar sus lamentaciones airadas, me fui en busca de mi amigo Simuel Riomesta, hombre rico, influyente sobre la caterva de Israel, y pensaba yo que persuadiendo a este, los demás quedarían desarmados de su coraje y repuestos de su miedo.

Iba yo por la calle más angosta y puerca del Mellah, para salir a la casa de Riomesta, cuando me sentí llamado por fuerte voz de mujer. Era Mazaltob (Afortunada), hebrea viuda de más que mediana edad, que desde su puerta echó sus gritos en mi demanda. Trafica en bálsamos por ella misma compuestos, y tiene fama de hechicera o mágica, por su acierto en adivinanzas y su buena mano para curar enfermos con garatusas y oraciones, ayudadas de zumos de hierbas y raspaduras de huesos. En su juventud fue, según oí, más cautivante por sus decires agudos que por su hermosura. Lo que me habló fue de esta manera: «Te he llamado para decirte que la otra mañana, estando yo en prado de Almorain arrecogiendo herbas, topé a un mancebo ferido, que me demandó agasajo... Yo lastimosa le truje a mi casa, aonde me dijo ser español. Su nombre es Juan el Pacificante, y tié semblan de profeta... Anda en perjudicación de la paz, y del campo cristiano echáronle por sus perdicas, y agora viene acá para que aproclamemos la   —207→   paz y no la guerra... Él es bueno, es sencillo, y el habla tiene bonica española, que adulza el oído. Entra y verasle».

Sospeché que el español de que me hablaba Mazaltob era espía, o algún perdulario hambrón que viene so color de renegar para que le demos de comer. Insistió la hebrea en que su huésped no era nada de esto, y para calmar mis recelos me dijo: «Tú, que de achaque de españolerías sabes más que nadie, habla con él y asóndale... Yo no te asiguro que sea profeta; pero sí que por el su semblan y por su voz cantora lo parece. ¿No hubieron los cristianos un profeta que se llamó Juan? Pues cata que este es lo mesmo, o que viene en figuranza de quillotro...».

-El profeta cristiano que dices es el que llamamos Yahia, hijo de Zacarías, varón de extremada virtud. Este será todo lo contrario: un pillastre, un embustero... Pero si, como dices, viene del campo de O'Donnell, no será malo que yo le coja por mi cuenta y le interrogue. Llévame pronto a la presencia de ese mancebo predicador de paces, que con verdades o con imposturas algo ha de decirnos que pueda sernos útil.

Cogiéndome del albornoz me metió adentro por obscuro pasadizo hasta una estancia humilde, y oliente a comida pasada, donde paredes y mueblaje parecían trasudar materia grasienta. Adelantose ella por otro pasadizo, y luego volvió con estas razones: «Se ha quedado adormilado. Hoy anduvo luengas horas por la cibdad, calle adelantre, calle   —208→   adetrás, y ha venido con cansera... Pero puedes entrar y verasle. Todo en él yace como muerto, menos la respiración, que vela como guardián en las puertas del rostro, boca y nariz, y ella es la que avisa cuando el ánima ida quiere volver a su casa». Entré con Afortunada en una estancia que de un patio sucio y ahumado recibía la luz, cernida por cortina roja, y sobre una cama que alzaba poco del suelo vi una estirada figura de hombre, derechamente tendida en todo su largo. Era el durmiente de poquísimas carnes y de más que mediana estatura, bien formado de esqueleto y miembros, por las partes que de él se veían. Pecho y brazos tenía vestidos de una kmiya, y sobre ella un caftán amarillo rayado, que se recogía en la cintura y muslos, dejando ver las piernas al aire. Su cabeza me pareció perfecta; bello y afilado el rostro, con una barba leve, que más parecía pintada que nacida. Barba y pelo eran negros, y el color de la piel como el de madera de olivo, con ligero bruñimiento y lustre de cosa embalsamada.

Yo me senté, pues muy a propósito hallé un taburete junto a la cama. Mazaltob me dijo: «Hablemos en voces altas para que se acuerde», y rompió en gritos... No pasó mucho tiempo sin que el dormido despertara, lo que sucedió abriendo él los ojos, y quedando rostro, cabeza y cuerpo en completa inmovilidad. Primero vio y miró a su patrona, después a mí, y su mirada estuvo posada en mí largo tiempo, sin querer desclavarse   —209→   de mi faz... Hablele yo en árabe preguntándole a qué había venido, y él no respondió con discurso, sino con una rápida incorporación, clavándome otra vez los ojos, negros y con luz como los carbones encendidos. De veras me hizo pensar en el profeta cristiano Yahia, hijo de Zacarías, en quien Dios puso el signo de su predilección, y de él dice el Libro Santo: Escogido fue para enseñar a los hombres la paz.




ArribaAbajo- III -

Como no daba señales de entender el árabe, le hablé en su lengua, obedeciendo a Mazaltob, que me decía: «Háblale en español bonico y de son pacible». Sentado en el lecho, Yahia, sin pronunciar palabra, me tocó en el brazo, en la rodilla, como si quisiera con el tacto completar el examen que sus ojos hacían de mi persona. Por fin oí el metal de su voz. A mi pregunta de si le gustaba nuestra tierra, contestó que le agrada porque en ella todos los hombres se tratan de , señal de la completa igualdad ante Dios, y porque el Islam y el Israel practican su fe sin estorbarse el uno al otro. Esta paz entre las religiones le sorprendía y le encantaba. Después me dijo: «Oigo tu lenguaje como una música triunfal, y veo tu rostro como un rostro amigo».

A mi pregunta sobre los motivos de su peregrinación,   —210→   respondió que había huido del campo español porque le agobiaba el alma el espectáculo de la guerra, y la ferocidad con que unos y otros hombres acuden a matarse. La guerra va contra la Humanidad, como el amor en favor de ella. Las armas destruyen las generaciones, que son reedificadas en el seno de las mujeres. Puede la Humanidad vivir sin armas; sin mujeres no vivirá... En verdad declaro que esto me pareció dictado por la más alta sabiduría. No pensé lo mismo después, cuando dijo cosas tan sin sentido como estas: «Por tu cara y gesto, por la forma de tu nariz y de tus labios, así como por la voz y el mirar luminoso, mi pensamiento te liga con tu noble familia». Sin duda la mente de Yahia era una extraña mixtura de pensamientos celestiales y de bajos yerros humanos, porque tras una hermosa invocación a la paz como ley superior de los hijos de Adán, soltaba este desatino: «Tú no quieres la guerra, ni bajarás con arma homicida al campo de O'Donnell, porque en el campo de O'Donnell está tu hermano». Sin duda quería decir que entre todos los nacidos existe el lazo de hermandad, y verdaderamente concuerda esto con lo que dice la Escritura: «No hacemos diferencia entre los enviados de Dios. Todos los que adoramos un Dios Único y le tememos, vamos a ti, Señor, y entraremos en los jardines de inefables delicias».

Por fin, requerido a darme noticia de los planes de los españoles y de los medios   —211→   que traen para combatirnos, dijo que él, después de haber sido voceador de la guerra, había pasado por la gran revolución de su espíritu, viniendo a detestar lo que antes adoraba. En el Ejército tenía muchos amigos, y en Madrid dejó personas muy amadas, que también eran afectas a la tradición guerrera y a las glorias de su patria. Él no estimaba esas glorias como legítimas, y buscaba otras en armonía con la Naturaleza humana, deseando ver extinguida la ferocidad, los instintos de destrucción... Suspira por la paz, por el amor entre todos los humanos y la universal concordia... No estaban estas ideas en desacuerdo con las mías, pues yo pienso lo propio, si bien entiendo que todavía no ha llegado el tiempo en que nos convenzamos los hijos de Adán del desvarío de las guerras. Yahia tan pronto iluminaba con resplandores divinos nuestra conversación, como la obscurecía con disparates manifiestos. Preguntome si había estado yo en la acción de los Castillejos; respondile que no, y él dijo: «Razón tuve en creer que no eras tú el que vimos, vivo primero, muerto después. Nos alucinó el terror de aquellos espectáculos de matanza, y en sueño nos visitaron imágenes ensangrentadas de los seres queridos».

-Aunque tu misión en el mundo -le dije-, más bien es ver fantasmas que predicar la paz, dame una idea de los planes de O'Donnell, que algo has de saber, si en el campamento cristiano tenías amigos. ¿Crees   —212→   tú que los españoles romperán y desbaratarán la grande hueste marroquí que les cierra el paso a esta ciudad?

-La romperá y desbaratará como el cuchillo deshace esas paredes de cañas con que cercáis vuestros huertos. El moro es valiente, pero no sabe nada de artes de guerra. Sus armas son primitivas, o de sistemas diferentes si algunas tienen modernas. Los hombres no saben formar cuerpos tácticos, y el valor, en vez de concentrarse y unificarse, tiende a esparcirse y desmenuzarse en infinidad de actos aislados. No hay Jefes, no hay Generales, no hay organización, no hay cabeza... Imposible la victoria del Mogreb.

No pude contenerme. Levanteme, y con voz colérica le mandé callar... le amenacé si no callaba. Él con humildad, inclinando la cabeza, respondió: «Me has pedido mi opinión y te la he dado. En mi opinión he puesto la verdad: nunca pensé que la verdad te ofendiera».

-¿Te atreverás a sostener delante de mí que O'Donnell se abrirá paso hasta la ciudad y entrará en ella?

-Sin ofensa para ti ni para el Mogreb, yo digo que O'Donnell entrará en Tetuán antes de ocho días. Sus planes, como de General que todo lo calcula, y que pesa y mide toda contingencia, son infalibles.

¡Loor al Dios Único! Comprenderás, noble señor, cuánto me indignó el vaticinio del desquiciado Yahia. Le increpé con altas voces, y si no estuviéramos en ajena casa,   —213→   habría castigado su atrevimiento... Todo lo que le dije fue en lengua árabe, porque el español que sé no me sirve para incomodarme. Él se quedó en ayunas de mis imprecaciones, y yo salí de la estancia ofendiéndole con el gesto desdeñoso tanto como con las palabras. En el pasadizo estrecho, camino por donde divagan los malos olores, me detuvo Mazaltob, y poniéndome en el pecho sus manos crasas, me dijo: «No hagas ofensión a Yahia, ni le amotejes con griterío, porque él es bueno y hate dicho verdad... Tan cierto como ahora es día, Donell entrará en Tettauen... Ven y veraslo agora en sinos que nunca marraron». Desmayada no sé cómo mi voluntad, dejeme conducir a un aposento, en el cual tenía la oficina de sus inmundos hechizos. Vi fuego en un anafre, agua en varias redomas; vi lagartos vivos, papeles con endiabladas escrituras, y un círculo de metal con signos astrológicos, que giraba entre agujas negras y verdes. «No quiero, no quiero ver tus artimañas sacrílegas», grité desprendiendo mi albornoz de sus uñas. Y ella a mí: «Cuando te profeticé, años ha, que serías rico, que de onde vien el Sol vernían para ti ochenta camellos menos uno, e ainda te dije que en tal luna te serían dados doscientos ducados de oro, bien lo creíste, y bien se enjubiló tu ánima viendo que era verdad mi adivinancio, con merced del Alto Criador».

-Déjame; no creo nada -repetí, anhelando zafarme de ella; pero no me valió mi   —214→   deseo, porque la maldita me puso delante una tableta con sin fin de rayas y garabatos, los cuales, vistos al revés, eran la propia figura del número 18, y debajo estaba escrita en arábigos caracteres la palabra Tzementhash (diez y ocho). Me mostró luego una redoma con agua teñida de amarillo, en la cual flotaban varias hojuelas de plantas... Agitó la redoma; corrían las hojuelas dentro del agua como traviesos pececillos, y una salió a la superficie tiñéndose de color de rosa... Pues bien: la cifra y este juego de las hojuelas en la redoma querían decir que el día 18 de Schebah (mes corriente en el calendario judiego) entrarán los españoles en Tetuán. De sus profanas manipulaciones, invocando a Satán, sacó Mazaltob la siniestra profecía, y se obstinaba en que yo había de creerla. Ella, como profesora en brujerías y artes satánicas, lo creía o afectaba creerlo, diciendo: «Que muerta me caiga yo ahora mesmo si no es la vera palabra de Dios que el día 18 de Schebah serán ellos en Tettauen, El Donell y El Prim... Créeslo tú; mas no lo dices por no adolorar a los tuyos».

«¡Guárdeme Allah Misericordioso de las asechanzas de Satán el Pérfido, el Corruptor de Adán y de toda su prole!». Con esta exclamación arrojé de mi lado a la impostora, dándole un empujón que la hizo vacilar sobre sus pies como la estatua sacudida por terremoto, y salí de su casa. En la puerta, mujeres hebreas y chiquillos de la misma casta gritaban: «¡Paz, paz!» azuzándome con   —215→   burla. Seguí mi camino sin echar una mirada sobre tan ruin caterva, y doblando la esquina me dirigí a la casa de Riomesta, una de las pocas que en el Mellah reciben al visitante con olor de sahumerios, y así previenen nuestra respiración en favor de los dueños. En el patio estrecho me recibió la hija de mi amigo, Yahar (Perla), hermosa joven que cautiva por su ideal blancura. Díjome que su padre estaba en la Sinagoga, donde tenían reunión los Principales para tratar de su defensión... Añadió la buena moza que había venido una orden de Muley El Abbás, prohibiendo a las familias tetuaníes ausentarse de la ciudad. Nada de esto sabía yo; mas lo tuve por cierto, y la medida me pareció acertada, pues la fuga de los ricos era mayor pánico de los que quedaban, y fomentaba el ladronicio y pillaje...

¡Loor al Grande, al Dueño de todo el Universo!... Estas novedades desviaron mis propósitos del camino que llevaban, y prometiendo a Yohar que volvería para platicar con su padre, salí del Mellah, y me fui en busca de los moros de más cuenta y poderío, cuya opinión necesitaba conocer. Visité a Brisha, después a Erzini y a Ibn El Mefty, que son los más acomodados. Los tres me dijeron que la orden de Muley Abbás les parecía bien; pero que ellos no la obedecían, mirando sobre todo a la seguridad de sus familias. Se marcharían, pues, desafiando las iras del Kaid, pues maldito lo que confiaban en que la plaza, con cañones viejos,   —216→   artilleros inhábiles y una guarnición insubordinada, pudiera defenderse y amparar los intereses de sus moradores. Que estas manifestaciones llenaron mi alma de tristeza, no es menester decirlo. Religión ¿dónde estás?... ¿Qué víbora se anida en el pecho de los que debieran ser tus defensores? ¿El egoísmo y el ansia de guardar las riquezas tienen su asiento donde antes lo tuvieron las virtudes? ¿Qué haces, Allah potente, Allah Soberano el día de la retribución?... Andando de calle en calle, la suerte me hizo topar con uno de mis más respetables convecinos, El Hach Ahmed Abeir, natural de Tánger, establecido en Tettauen, el cual me saludó cariñosamente en español, pues esta lengua es muy de su agrado, y sabiendo que la poseo, en ella me habla para ejercitarse y no darla al olvido. Díjome que aunque todos los pudientes salgan, él se quedará, suceda lo que sucediere, conforme a los designios de Allah Fuerte y Misericordioso. Más temía de los soldados riffeños que guarnecen la plaza, que de los españoles que amenazan meterse en ella.

Por no enojarle, creí de mi deber aparentar cierta conformidad con Ahmed Abeir, a quien debo acatamiento, pues son grandes el respeto y cariño que todos, pobres y ricos, le tienen en la ciudad. La conversación recayó luego en los judíos, de quienes podía temerse que hicieran algo destemplado y fuera de la decencia. Díjome que él hablaría con el Rabbí, y que no descuidara yo el apaciguar   —217→   a Riomesta y a otros pudientes del Mellah... He aquí por qué torné a la Judería, donde tuve la desgracia de volver a encontrarme con la embaucadora Mazaltob, acompañada del borriquero que la sirve, un hebreo revejido, sarnoso y casi enano que se llama Esdras Molina. La nigromántica, que a Satán tiene por maestro, entregaba al dueño del asno líos de ropa para que los transportase a un huerto próximo al Santuario de Sidi Sideis... Al verme, soltó con áspero chillido la brutal sentencia extraída de sus diabólicas alquimias: 18 de Schebah... y se metió como escurridiza culebra en la casa de Ahron Fresco. Solo ya frente a Esdras, le detuve, conteniendo por el cabezal a su tranquilo burro, que me agradeció la parada. Sabía yo que aquel desdichado escuerzo de Israel había vivido en Ceuta algunos años; que desde Cabo Negro andaba rastreando la retaguardia del Ejército de O'Donnell, ya para merodear lo que cayese, ya para traficar con los proveedores, llevándoles limones y naranjas, tal vez alguna pieza de caza... Los cantineros y él se entendían, y recíprocamente se ocultaban sus latrocinios y contrabandos... Aunque no confiaba en que de los envilecidos labios de Esdras saliese la verdad, le interrogué... Si su borrico hablara, me daría quizás informes más verídicos que los de su amo; pero como el animal callaba su hondo pensamiento, con el otro tuve que entenderme, recordando aquel sabio versículo del Libro   —218→   Santo que dice: La boca del mentiroso deja escapar la verdad.

Pidiéndome que le anticipara el precio de las declaraciones que me haría, y aflojadas por mí dos pesetas columnarias, Esdras me contó que los españoles habían desembarcado un tren de batir, cañones relucientes al sol, y unos montajes tan bonitos que daba gloria verlos. Pero él, Esdras, lo había examinado bien. ¡Todo farsa y aparato de mentira! Los cañones eran de un metal que parecía latón, y el día en que con ellos se hiciera fuego, los artilleros saldrían volando por los aires... «Ainda, no tien polvra -prosiguió el borriquero-. La polvra de cañón que vino de España en el barco que trujo los mantenimientos, no arde en el Marroco, porque el aire y el fogo del Marroco son otros fogos y otros aires... Yo lo sé, yo lo entiendo... Ainda, la Reina española Isabela dice que no quié guerra más; que la guerra aumenta sus pecados, y los clergos de España perdican que no más guerra...». Acabó su informe diciendo que los españoles no harían ante los muros de Tettauen más que una simulación de batalla, y se tornarían para su tierra... Esto dijo aquel indino, cuya palabra oí con repugnancia... Pero algo hay de verdad en lo de que la pólvora española no arde en África tan bien y con tanto fogonazo como allá, por ser nuestro aire diferente de aquel; opinión que oí manifestar a un sabio de aquí, muy docto en cosas físicas y matemáticas...

  —219→  

Te cuento, señor mío, estas particularidades, porque me encomendaste que al par de los hechos de la guerra pusiese en mis cartas copia fiel de la opinión de la gente. Opinión larga hallarás en mis renglones, sabio y prudente señor, para que juzgues por ti mismo lo que aquí sucede. La resultancia de todos estos hechos y opiniones no la sabemos. Es locura querer penetrar los santos designios. Concluyo por hoy repitiendo estas sublimes palabras del Profeta: «Si Dios no contuviera a las naciones unas con otras, la tierra sería corrompida. Los beneficios de Dios no se manifiestan en las naciones, sino en el Universo...». Y yo digo: «Si Dios da la victoria a los infieles, es porque así conviene al Universo. La justicia nos será conocida el día de la resurrección... Esperemos tranquilos ese día».




ArribaAbajo- IV -

¡Loor al Dios Único!

La paz sea contigo, y la Misericordia de Allah con bendiciones.

Volví, como decía, a la morada de Simuel Riomesta, que es uno de los hebreos más ricos de esta ciudad, amigo de los que bien pagan, prestador de dinero con grande seguridad, acechante de los engañadores y perseguidor inexorable de tramposos. Conmigo tuvo siempre miramiento grande, acudiendo   —220→   solícito a facilitarme plata y oro cuando mis negocios me ponían en algún compromiso transitorio y urgente. Su opinión de mí y su confianza en mi crédito corresponden a mi puntualidad: nunca hemos tenido la menor cuestión. Añado que si es Simuel el hombre de más formalidad y rigor en los negocios de préstamos, no hay otro más rezador y cumplidor de los preceptos de su ley. Según me han dicho, es el primero que entra en la Sinagoga los viernes por la tarde y sábados por la mañana, y el último que sale: tiene permiso para pronunciar lección en fiestas señaladas. En los días de Kypur sale descalzo, conforme marca la ley, y practica el ayuno con verdadero fervor, que parece un deleite. En Ros-Ashanah, en las Vigilias de Purim, Taanit, Schabuot, la observancia del culto y la práctica de todos los ritos le aleja de sus negocios más de lo preciso, y en el Sucot, o fiesta de Las Cabañas, arma en su azotea las frágiles chozas para dormir en ellas, y salir tempranito a mirar al Oriente, esperando la aparición del Mesías.

Al entrar en el patio de su casa, me sorprendió el rumor de ásperos rezos que de la estancia salía, y dije a la blanca Yohar, que me recibió muy risueña: «¿Pero a tu padre, después de pasarse medio día en la Sinagoga, aún le quedan ganas de rezar?».

-No se harta de oración el padre -me respondió la del color de las azucenas (que Allah le conserve)-, para que el Dio de Dioses nos desaparte guerras y calamidades.

  —221→  

No pude contenerme, y llegándome a la puerta por donde salía la salmodia, vi a Simuel, con otros dos usureros, uno por cada lado, berreando devotamente. Libro en mano, llevaba mi amigo la voz principal de una recitación judaica, al modo de letanía, y a cada frase que él pronunciaba, respondían los otros con bronca voz: Bedil vayahabor. Sonaba en mis oídos este estribillo como si me dieran con un hierro en la cabeza... Interrumpí sin reparo el rezo, gritando a Simuel desde la puerta: «¡Eh! Riomesta, que estoy aquí. No es cortés recibir a los amigos con esos graznidos lúgubres... Parecéis aves de agüero malo. ¡Con doscientos y el portero, vuestra cancamurria da dolor de cabeza! Suspende la matraca y ven acá un momento». Con la mano hízome señal de que esperase, y siguió echando los fragmentos del salmo, a que contestaban los otros con el machacante Bedil vayahabor.

Salió al cabo de un rato mi amigo, y mirándome por encima de sus antiparras, que resbalaban por el caballete de su nariz, me dijo: «¿Qué quieres, mi señor?». Y yo: «No te necesito para un solo fin, Simuel; pero empiezo por el primero: has de darme doscientos duros en oro».

-¿Cuándo?... y la paz sea contigo.

-Ahora mismo, y tu paz te sea dada.

-Siempre vienes premoroso. Para servirte, heme quitado otros días el pan de la boca, y agora me quito el rezo santo.

  —222→  

-Bastante has graznado ya, y bien segura tienes el alma contra el fuego eterno. Sabrás que no me voy de aquí sin los doscientos de oro...

-Oye de mí, Yohar: toma la llave, sube y cuéntale a El Nasiry doscientos de oro, en el entre que acabamos el cántico. Y tú, cuando bajes, me harás el recibo.

Subí con Yohar a un aposento en que está el arca del dinero, entre las estancias donde duermen el padre y la hija. ¡Loor a Allah, el Indulgente y Bondadoso! Me agradaba lo indecible verme solo junto a la mujer cuya blancura me enamoraba; blancor de rostro y manos, albor visible en el cabo de pierna y en los pies medio escondidos en las rojas babuchas bordadas de oro. El tilín del dinero que Yohar contaba, y la blancura de esta, que a la de los jazmines eclipsaría, me llenaban de gozo. Recordé las santas palabras: «Allah es quien hace germinar los seres en el seno de las madres. Él ha colgado las estrellas en el Cielo, para que os guíen en la obscuridad. Él ha creado las flores, las palmeras y mil frutas delicadas. Es el Sutil y el Instruido». El arrobamiento a que me llevaron el tilín del oro y la belleza nítida de Yohar, era turbado por el rezongar de los ancianos, que desde la planta baja subía. En mis orejas seguía zumbando el insufrible Bedil vayahabor.

«Gentil Yohar -dije a la moza-, ¿cuándo te casas? Oí que has desechado a muchos pretendientes... Acabarás por fugarte con   —223→   un pelagatos, con un cristiano español... o conmigo».

-Contigo no, El Nasiry -respondió con voz blanda-. Eres casado. Cuatro mujeres y cuatro esclavas son tuyas por merced de tu Dios... Toma el dinero, y no me apellizques el brazo con melindre, que esta carne no es para tu sabor.

-Ya sé que será para el sabor de los ángeles... ¡Loor al Glorioso!... De veras siento que seas judía. Toda tu blancura se desleirá en la mugre de Israel.

-No blasfemes. Si mi padre te oye, no te hablará en son de amigo.

-Más que por sus riquezas debe tu padre mirar por ti, si la guerra sigue. Corre tanto peligro como el oro tu blancura. La codician los españoles que vienen hambrientos de mujeres.

-Ni mi padre ni yo tememos a los del Andalús, que son caballeros valientes, y barraganes muy cumplidos.

-Los del Andalús quemaron en España a tus abuelos, y aquí te derretirán a ti, como alba cera, en el fuego que traen. Vente conmigo a Fez y te salvarás de la quema.

-Vete a Fez tú y tu generación, y déjame a mí, que bien está en el peral la pera; cada cosa en su puesto, y la masa en el Pesah...

Bajábamos, y nada más pudimos hablar, porque salió a nuestro encuentro Simuel, presuroso de que le extendiese y firmase el pagaré, como lo hice en la estancia donde él   —224→   y los otros rezaban. En cuanto examinó el papel, quitose las antiparras sacándolas por la nariz adelante: tan sólo usa los vidrios para poner aumento y claridad en la letra de los libros de devoción o de los documentos de crédito. Luego, respondiendo a mis exhortaciones para mantener la fidelidad al Mogreb y la confianza en su fuerza, me dijo que los judíos, o no tienen ninguna patria, o tienen dos, la que ahora les alberga y la tradicional: esta es España. De allá provienen él y los suyos: su antecesor Abraham Riomesta había sido Recabdador de las Alcabalas y Tercias reales en la Aljama de Talavera. Verdad que de allí se les echó, y algunos de su propia familia fueron quemados públicamente, otros quedaron en Castilla con el nombre de conversos o marranos... Pero de entonces acá, ya no había en España inquisidores ni tostamiento de personas. Onde que por ello ya no tenían los hebreos rabia contra españoles, ni miraban como enemiga dañante la potestanía de España. Añadió que en Ceuta, habiendo pasado meses largos con su hijo Rubén, avecindado en aquella plaza, tuvo ocasión de tratar con gran cuenta de españoles, y en todos ellos encontró amistades, cortesía y fina voluntad. Militares y civiles conoció, muy cumplidos y barraganes. A muchos prestó dinero, y ellos, que de España venían necesitados, por ser aquella la tierra de la necesidad, no se asustaban por cuantía de réditos, y en el pago eran liberales, dando ganancias   —225→   sin que hubiera precisión de andar en perjudizios... Ainda, su hijo Rubén le ha escrito cartas diciéndole que Echagüe y O'Donnell ordenaban a sus tropas el respeto de las religiones islamita y mosaica, amenazando castigar a los que hicieran daño en mezquitas y sinagogas, y ambos Generales, lo mismo que Prim y Zabala, prometido habían amparar vidas y haciendas de moros y hebreos.

A estas razones contesté yo con otras, infundiéndoles el recelo y desconfianza de los cristianos; mas no se daban a partido: lo que afirmó Riomesta fue apoyado por uno de los vejetes que le acompañaban en sus rezos, Ahron Fresco, el cual se dejó decir que había recibido recaditos de españoles solicitando préstamos, que se harían efectivos al ocupar la plaza. Comprendí que nada podía con aquella gente sin fuego de patria en el corazón. Les dejé con desprecio y repugnancia. Al salir, despedido en la puerta por la blanca Yohar, oí de nuevo los rezos lúgubres, y recordé las palabras del Profeta: «Escrito está que sus corazones se petrifican en el egoísmo... Está escrito que cuando se hayan quemado en el Infierno, se les pondrá nueva carne y nueva piel para volver a quemarlos».

Al salir vi que a la casa de Riomesta se llegaba la embaidora Mazaltob con un ramo de hierbas aromáticas y medicinales que no dudo serían para Yohar. ¿Estaría en aquellas plantas el secreto de la extremada blancura   —226→   de la joven hebrea?... Pensé yo que la ciencia llamada Botánica por los infieles ofrece medios de encender el amor en las naturalezas frígidas y aplacadas. ¡Oh, Yohar, guárdate de la hechicera y de sus diabólicas artes! Estos pensamientos me llevaron lejos del Mellah... dirigime hacia la Alcazaba, y en el camino tuve el disgusto de ver que una de mis casas había sido abandonada por el moro inquilino, y que este se había llevado la puerta, arrancándola de sus goznes. Era ya mi casa albergue de mendigos y vagos, que me la llenaban de su inmundicia. Indignado, traté de arrojarlos de allí; mas ningún caso me hicieron. En la Alcazaba vi al Kaid, que en buenas palabras me expresó sus graves apuros para contener a la gente pobre, que se había hecho dueña de la ciudad. El principal cuidado de él era sostener el orden y atender al aprovisionamiento de las tropas de Muley El Abbás.

Allí me encontré al venerable Hach Ahmed Abeir, también con achaque de reclamaciones, que por un oído le entraban al Kaid y por otro le salían. Entristecidos bajamos mi amigo y yo al Zoco, donde vimos turbamulta de montañeses que se quejaban de no tener con qué alimentarse; algunos tetuaníes pedían armas, y con ira ponderaban la voracidad de los cristianos, que todo se lo comían y no dejaban nada para los pobres moros. Había visto recaderos judíos que cargaban de víveres sus burros   —227→   y los llevaban al Sbañul... No pudimos permanecer allí, porque el vocerío de aquella infeliz gente nos agobiaba. Quiso Ahmed llevarme a visitar las baterías de la plaza y sus cañones y artilleros; pero a ello me resistí, previendo mayor desengaño del que ya ennegrecía mi alma. Despedime del respetable señor, encomendándole a la misericordia de Allah, y me salí solo por Bab Echijaf, para irme a Samsa, donde contaba pasar la noche y aun descansar algunos días en casa de un amigo. Muy necesitado me sentía de respirar aire campestre, y de espaciar mi vista por las hermosuras que prodigó Allah en este rincón del África, sin duda destinado a que en él tuvieran su Paraíso Terrenal los predilectos.

El alma, sobrecogida por los siniestros augurios que en la ciudad oí, y por mi temor de la derrota del Islam, se me ensanchó al contemplar las risueñas colinas próximas, el lejano y majestuoso Djibel Musa, coronado de nieve, y al recibir en mis pulmones el aromoso ambiente que de los montes venía. Ya los almendros empezaban a vestirse de sonrosada blancura; ya el suelo se cubría de menudas florecillas; ya diversas plantas daban señales de la temprana germinación, por la cual África es maestra y precursora de Europa en la labor de la Naturaleza... Nunca me pareció tan bello este suelo de bendición; nunca oí con deleite tan vivo el murmullo de los arroyos que del monte descienden; nunca admiré con tanto fervor la obra   —228→   de Allah, que creó toda la tierra y los cielos sin el menor cansancio... Todo el camino hasta Samsa lo recorrí en muda contemplación. La obra de Dios no ponía ninguna parte de sí en la guerra que nos asolaba: bosques y peñas, montes y colinas eran indiferentes a los combates entre hombres, y si algo decían, era paz y siempre paz. Mirando las sierras elevadas, que como ningún otro signo expresan la grandeza del Criador, pensé en el Día del Juicio... «En aquel día -dice la Escritura-, Allah dispersará los montes como polvo, para que toda la tierra sea inmensa planicie, por la cual irán avanzando los hombres resucitados. Condúcelos ante el trono del Juez el ángel Israfil... Avanzarán los hombres en falanges, y no se oirá más que el ruido de sus pasos». Ante la majestad del Juicio supremo, ¿qué significa esta guerra, ni cien guerras, ni las riñas y trapisondas en el rebaño de Adán?

En Samsa me hospedó mi grande amigo Mohammed Requena, anciano de luenga barba blanquísima, encorvado ya por el peso de los años, pero con el entendimiento y la mirada fulgurantes de animación, viveza y gracia. Pertenece a la nobleza tetuaní, y en su casa conserva las llaves de la que en Granada ocuparon sus antecesores, hasta que Isabel y Fernando (¡a quienes Allah dé su merecido!) les arrojaron con Boabdil a las playas africanas. Es padre de generaciones: sus hijos y sus nietos y biznietos masculinos no se pueden contar... Es hombre instruido:   —229→   ha estado dos veces en la Meca; ha viajado por Oriente, y algo también por España y por Italia; habla regularmente el español, y es, como sabéis, buen creyente, de los que interpretan el Korán a gusto de todos. Con él he pasado las mejores horas de mi descanso, y no hay que decir que nuestra conversación ha sido un continuo girar en torno al tema de la guerra.

Debo deciros que Requena no disimula su desconfianza de que el Mogreb se sacuda fácilmente las moscas españolas. Empleó esta frase, que copio fielmente. Y la sinceridad del sutil viejo no se ha recatado para manifestarme cierta simpatía por los españoles. En mucho tiene sus cualidades de valor y de natural despejo para todo. Entre mil cosas, me ha contado que años atrás, hallándose en Ceuta, hizo conocimiento con el General Ros de Olano, Comandante entonces de aquella plaza fuerte, y quedó prendado de su cortesía. Es, según dice, hombre sabio en guerra y en paz; su instrucción abraza hasta el círculo de la religión, de la poesía, y de la historia de los pueblos antiguos, mayormente del que se llamó Roma, que luego vino a perderse como todos los imperios de grandeza desmedida. Entretenía Mohammed Requena dulcemente las horas con el Chej español, y desde aquellos días no ha pasado uno sin que le recuerde. Siente en el alma que la guerra del Mogreb con España le impida hoy bajar al llano para saludar a su amigo con la Paz y la Misericordia de Allah...

  —230→  

En nuestra última conversación me dijo Mohammed Requena estas palabras que jamás podré olvidar: «En toda guerra sale finalmente vencedor el combatiente que sabe más, no sólo de guerra, sino de todas las cosas de humano conocimiento, porque la guerra es un arte que pide la reunión del saber militar y de todos los demás saberes y entenderes. Los españoles, aunque algo alocados, saben o tienen de los diferentes saberes luces incompletas; lucecitas que todas juntas hacen un gran resplandor en las almas, por el cual se guían hacia donde está la victoria... Y no te digo más, hijo. Anda y ve... y tráeme pronto noticias del triunfo de nuestros hermanos... que sobre todo lo que te he dicho está la voluntad del Excelso».




ArribaAbajo- V -

¡Loor al Grande, al Justo! Sean contigo la misericordia y las gracias.

Transcurridos cuatro días gratos en compañía del bendito Requena, mina de excelencias, salí en averiguación de lo que pasaba, pues desde las inmediaciones de Samsa oíamos cañonazos y el granear de la fusilería. Bajé a campo traviesa, y pasando junto al cementerio mosaico, me encontré a mi criado Ibrahim, que volvía del campamento, y me contó las peleas de moros y   —231→   cristianos en los días de mi ausencia. Sin precisar fechas, pues era mi hombre bastante torpe en el conocimiento del Almanaque, me informó de que los españoles habían rechazado a los creyentes siempre que estos quisieron estorbar sus obras de fortificación; que el día tantos llegaron al campo nuestro las tropas que manda el Príncipe Sidi Ahmet, ocho mil hombres bien armados: se les saludó con salvas y juego de pólvora. El día tal, que debía de ser día cual en el Calendario de ellos, visitó el campamento cristiano el Gobernador de Gibraltar, que no iba más que a curiosear. En todo metió las narices aquel señor, para informar a su Gobierno del armamento del Español y de cómo llevaban la guerra. En Torre Geleli se comentó esta visita como favorable: creíamos que el Inglés había de aconsejar a O'Donnell que se retirara, y no se dejase coger en la trampa que preparada le tenemos. Pero el Español, despedido el Inglés con zalemas, no tiene trazas de retirarse, y bien lo probó al día siguiente y al otro, provocándonos a batallas en que Allah no quiso favorecernos. De nada nos valió echar los facíes por la parte próxima al río, porque la Infantería del Prim no los dejó maniobrar, y entre tanto los batallones ligeros y la Caballería española se nos colaron por la parte alta, al pie de El Dersa. Por fin, otro día, que Ibrahim designó más claramente diciendo el bárah (ayer), los españoles celebraban fiesta de una santa que llaman La Virgen,   —232→   y no combatieron, sino que se dedicaron al rezo, poniéndose todos a mirar para la azotea de la Aduana, donde estaba el santón vestido de blanco y oro, delante de un altar... Y atentos a los gestos del imam, se arrodillaban o se ponían en pie, y luego tocaron todas las músicas en celebración del sacrificio. Oyó contar Ibrahim que en cuanto concluían los cristianos la ceremonia que llaman Misa, degollaban en aquel altar cien carneros y veinticinco bueyes, que es la ofrenda con que obsequian a su Dios, el cual es un ídolo que gusta de ver correr la sangre en su ara.

Nada contesté a los errores y disparates de Ibrahim acerca de la religión hispana, por parecerme que constituyen un estado moral favorable a nuestra causa, y ordenándole que se fuese a Tetuán para estar al cuidado de mi casa, seguí hasta Torre Geleli, ansioso de ver al Príncipe y de comunicarnos recíprocamente nuestras ideas y observaciones. Encontrele revistando los trabajos de fortificación de su campamento, en el cual unos dos mil hombres trabajaban abriendo fosos, acumulando tierras, hacinando obstáculos en las escarpas, con piedras, matojos, enredijo de pencas de pita, raíces y cuanto hallaban a mano. Trabajaban con fe, riéndose algunos anticipadamente de la cara chasqueada que pondrían los españoles cuando se vieran enredados de pie y pierna en tales laberintos... A Muley El Abbás le observé sereno y grave: oyó mis noticias del estado de   —233→   la opinión en Tettauen, sin mostrar alarma ni abatimiento, asegurándome que había reforzado la guarnición de la plaza con gente guerrera de la mejor que tenía. Díjome luego que sabía por su espionaje la llegada de un refuerzo de tropas cristianas, llamadas Voluntarios catalanes, y quiso saber por mí qué gente es esta, de dónde viene, y a qué kabila o tribu de españoles pertenece.

Acudí a ilustrar al Príncipe diciéndole que esta tropa viene de un territorio hispano que se llama La Catalonia, país de hombres valientes, industriosos y comerciantes; país que está todo poblado de talleres donde labran variedad de cosas útiles, papel, telas, herramientas, vidrio y loza. Como expresara extrañeza de que los catalonios dejaran sus telares, alfarerías y fraguas para venir a una guerra en que morirían como moscas, le respondí que allí sobra gente para todo, y que los trabajadores pacíficos no temen interrumpir su faena para ayudar a los fogosos militares, pues los pueblos de Europa saben por experiencia que después de la guerra es más fecunda la paz, y mayor el bienestar de las naciones... Dije esto dejándome llevar de una sandia pedantería, que aprendí no sé dónde ni cómo, y el Príncipe, risueño y burlón, me cortó la palabra con los movimientos dubitativos de su hermosa cabeza casi negra.

Siguiendo por el campamento atrincherado, vi los cañones en su sitio y todo dispuesto para el combate. No pude ocultar mi   —234→   satisfacción: las robustas piezas me parecieron de terrible hermosura, y los artilleros que habían de servirlas eran a mis ojos los primeros del mundo. Oyó el Príncipe mis ponderativos aspavientos, y con modestia melancólica me dijo: «Ellos traen cañones gruesos de sitio, y otros ligeros que llevan fácilmente de un lado para otro. Pero sobre el bronce está la voluntad de Allah... A los débiles hace fuertes, y a los fuertes débiles. Ya habrán visto los españoles que los moros van aprendiendo de sus enemigos, con rápida instrucción, el arte de pelear en campo abierto. ¡Ah!, ¡qué sería de los cristianos si no tuvieran de General a ese O'Donnell, hombre sereno que en los puntos y momentos de la confusión da sus órdenes con la calma del que sabe el cómo y el por qué de mover una pieza! Todo lo tiene previsto; nada se le escapa... Las faltas que cometen los muy arrebatados avanzando más de lo preciso, las enmienda con los pasos medidos de los más prudentes... Así es que siempre le sale la idea suya... Te digo con toda el alma que para el Mogreb quisiera yo un hombre así, tan sabio y tan entendido en el mover de tropas... Pero ahora y siempre, sobre todo la voluntad de Allah». Terminó manifestando que las pérdidas en el día 7 de Rayab (31 de Enero), habían sido muchas por una y otra parte. En efecto: yo había visto sin fin de heridos arrastrándose o llevados a hombros por las veredas de Samsa, y en todo el campo gran número de   —235→   muertos que aún no habían sido enterrados... ¡Lleva sus almas, oh Perfecto, a los jardines de perdurables delicias!

El gozo me inundó contemplando la actividad de la muchedumbre guerrera en el campo. En los ojos de aquellos hombres, resplandecía el fuego de la fe... Confiaban en Allah y en sí mismos. Recorrí de grupo en grupo todo el terreno ocupado por los defensores del Mogreb; vi miles de miles de musulmanes de distintas castas y familias, y en ningún rostro noté señales de desaliento. Hablaban con animación, reían, y entre las faenas obligatorias y los pasatiempos gimnásticos, ello es que tenían en continuo ejercicio sus músculos de acero. Cuando la batalla no les enardecía, jugaban a vencer o morir.

Allí estaba el Mogreb: todo lo vivo y sano de esta tierra de bendición que Allah tiene por suya. Contar los hombres que pisaban el suelo desde las alturas medias de El Darsa a la vaga corriente de Guad El Gelú, habría sido tan difícil como sacar cuenta exacta de las estrellas del Cielo. En el enjambre bullicioso distinguí las rudas facciones del bereber, de ojos encendidos y ágiles movimientos; vi los negros del Sus, de expresión triste y dulce mirar; los muladís, o mestizos de sudanés y bereber, veloces en la carrera y astutos en la intención; vi el árabe de Oriente, cuyo rostro, de belleza descarnada, trae a la memoria la imagen del Profeta, y el árabe español o granadino, de fina tez, fácilmente   —236→   reconocido por su compostura aristocrática. ¡Y qué variedad de trajes y atavíos! ¡Cuánto más pintoresca nuestra tropa que la de España, en que los soldados van igualmente vestidos, como frailes o alumnos de una escuela eclesiástica! No son personas, sino muñecos fabricados conforme a un vulgar patrón de la industria de sastres. Aquí veo la rica variedad de colores que me dice los gustos de cada tribu y de cada país. Los montañeses del Riff 3 traen sus pardas chilabas terrosas, para que el color les ayude a confundirse con los tonos del suelo; los más pudientes las adornan con caireles y flecos de risueños colores. Ved allí los talebes, de blanca vestidura, y los bereberes de Semmur, gustosos de que los vivos matices de sus trajes ofrezcan blanco seguro al enemigo. De esta otra parte aparecen los ricos árabes tetuaníes y facíes, con el blanco albornoz que ennoblece la figura; los negros bukaras ostentan el rojo de sus gorros puntiagudos; los del Sus visten caftanes listados de blanco y rojo, y los beni-argas y tsuliés combinan el negro y blanco... ¡Qué armonía en esta variedad, y qué hermoso espectáculo el de tanta gente que trae a la guerra la unidad de su fe, manteniéndose cada cual en la forma y colorines que la tradición de su tribu le impone!

Cayó la noche sobre esta muchedumbre de creyentes guerreros. La oración suspiró en muchas bocas, y en la mente de todos hubo un pensamiento que salió y subió en busca   —237→   del Dios Misericordioso. El bullicio se fue apagando, y la movilidad resolviéndose en quietud apacible. Unos en las tiendas, otros al raso, requerían el descanso. Yo me uní a un grupo de amigos que, arrimados a las formidables trincheras de la Casa de Assach, se prepararon a pasar la noche. En aquel grupo había soldados de indomable ferocidad y creyentes de gran virtud: uno de estos, Bu Haman, camellero que largo tiempo estuvo a mi servicio, me guardaba fidelidad y adhesión cariñosa. La noche pasamos hablando más que durmiendo, exponiendo cada cual sus pensamientos con libre franqueza. Entre las mil peregrinas cosas que oí, recuerdo una observación interesante del camellero: dijo que la noche anterior, de centinela junto al río, frente al llano de Benimadan, había visto que todos los perros de Tettauen pasaban por una y otra orilla en dirección del campo de los españoles. Sólo dos o tres se detuvieron en el campo moro. Hizo constar uno que los canes olfatean el buen comer y nunca se equivocan. Otro puso en duda la decantada fidelidad de aquellos animales, y yo, sin decir nada, pensé que el desfile de perros hacia el campamento cristiano era un hecho de malísimo augurio... Mi mente se llena de dudas. Para desvanecerlas, mi memoria revuelve el Korán... que habla de todo lo divino y lo humano..., pero no dice nada del talento de los perros.

La noche fue desapacible, por el vientecillo   —238→   helado que venía del Norte. A la madrugada cayó alguna nieve, obligándonos a buscar el abrigo de una tienda. Al amanecer, el viento cambió a Levante, y la nieve en llovizna fastidiosa. Se presentaba un día de temporal, desfavorable para la guerra. Por fortuna o por desgracia, a poco de amanecer, corrió el viento a la otra banda, y el Poniente trajo sequedad y despejo del cielo... El ¿qué pasará hoy? a todos nos tenía en gran inquietud, y el temor y la esperanza, unidos del brazo, eran huéspedes de todos los corazones marroquíes. Apenas fue de día, nuestro campo recobró la actividad de la víspera: los que tenían algo que comer, se prevenían contra el ayuno forzoso de las horas de pelea. Otros, comidos o sin comer, tanteaban sus armas y se surtían de balas y pólvora... Recorrí todo el espacio entre la Casa de Assach y Torre Geleli, rodeando trincheras, sorteando obstáculos y metiéndome por entre las manadas de hombres afanados, inquietos. Vi a Muley El Abbás hablando sucesivamente con este y el otro Chej, con el Kaid et tabyia, jefe de los artilleros, con los diferentes kaides y bajaes de la caballería regular (Jaiali), de los Bukaris (Guardia negra), y de las irregulares masas de tropa (harca) que componían aquella inmensa grey. El Príncipe Ahmet salió a caballo con lucida escolta de jinetes árabes, y fue a inspeccionar la gente que acampaba al pie de la montaña... Luego volvió a Casa de Assach. El sol se desembarazó de   —239→   nubes; sus rayos hacían brillar las armas, y con suave picor, hiriendo la piel de los hombres, los llevaba de la ansiedad a la confianza.

Un Kaid de los facíes me ofreció caballo y armas; pero no acepté, pues no me sentía con las necesarias aptitudes de agilidad y resistencia para seguir a la Caballería en sus atrevidas carreras. No pudiendo permanecer ocioso, mi puesto no debía ser otro que las trincheras de Torre Geleli o la Casa de Assach. Acompañé al Kaid hasta las alturas que hay pasado el arroyo de Virgech: desde allí vimos que los españoles habían levantado su campamento, y marchaban ordenadamente hacia nuestras posiciones, en dos grandes masas que debían de ser los Cuerpos Segundo y Tercero. La verdad, era un espectáculo imponente ver marchar tan gran número de hombres formando líneas, que de lejos parecían trazadas sobre el papel. Avanzaban con paso tranquilo en dos enormes conjuntos de diez mil hombres cada uno. Detrás, junto al fuerte de la Estrella, quedaba otro golpe de gente, que debía de ser la Reserva. Todo lo que vi suspendió mi ánimo: era como la perplejidad calmosa con que la Naturaleza anuncia las tempestades. ¿Hasta dónde llegarían aquellos hombres, que yo veía como nube parda arrastrándose por la tierra, y que llevaba dentro de sí el rayo y la destrucción?... Pasaron los españoles el Alcántara, sin duda por puentes que les habían construido sus ingenieros, y   —240→   seguían adelante con grave marcha de gigantes, esquivando los terrenos pantanosos, pero sin perder su orden ni sus alineaciones admirables.

Desde las lomas donde dejé a los facíes, bajé rápidamente, y pasando el arroyo Virgech me volví a las trincheras que en extensa línea, con entrantes y salientes, conforme a las ondulaciones del terreno, serpenteaban de Norte a Sur, cortando el camino de Tettauen... Seguían los españoles su marcha pavorosa, y los dos Cuerpos de Ejército se separaban más conforme iban ganando terreno. Entre ellos distinguí otro bloque rastrero y movible, más bien azul que pardo, que me pareció la Artillería montada. Detrás, a larga distancia de los dos Cuerpos, venía la Caballería en abierta y descomunal falange, dos inmensas filas que parecían trazadas con regla... En nuestro campo, a medida que a las trincheras me aproximaba, advertí, más que silencio, un susurro, bajo el cual vibraba un escalofrío. Pude creer que el oído aplicaban todos queriendo escuchar el estremecimiento del suelo por las pisadas de los españoles con mesurada cadencia. Duró este susurro, a mi parecer, cerca de una hora. Los cañones de una y otra parte callaban lúgubremente... El primer tiro lo disparó, según oí, una cañonera que subía por el Río Martín para impedir que las partidas de moros derramadas por la orilla izquierda hostilizaran a los españoles... El avance de estos era constante,   —241→   como el tormento de una idea fija... Al segundo disparo de la cañonera, nuestras baterías rompieron el fuego contra los dos Cuerpos españoles que venían de frente. La Artillería de ellos seguía callada; la nuestra, demasiado impaciente quizás, empezó a mandar balas; pero iban tan mal dirigidas que casi todas caían en los claros de los batallones, los cuales continuaban su marcha lenta, de aterradora pesadilla, sin hacer caso de nuestra temprana furia.

Mas llegó un momento en que los españoles se detuvieron. Hallábanse en el punto preciso que su sabio General les había marcado. Amenazaban el extremo derecho de nuestra línea de trincheras. Ya les veíamos a distancia como de un cuarto de legua, o menos. De su Artillería avanzaron diez y seis cañones, que rompieron el fuego sobre nuestros parapetos. ¡Allah Grande y Justo, asiste a los tuyos! El horrible estruendo de tantos cañones de una y otra parte no puede ser expresado por ninguna voz humana... Tan formidable sonido no parecía cosa de la tierra, sino del Cielo. En medio del fragoroso sacudimiento del suelo y vibración de los aires, vino a mi mente lo que está escrito en el Libro Santo: «El Trueno canta las alabanzas del Excelso. Los Ángeles, poseídos de terror, le glorifican. Allah lanza el rayo; ruedan las Nubes; las Tempestades repiten que Allah es inmenso en su furor».



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ArribaAbajo- VI -

Y en esto, como si de la sierra se desgajase uno de los montes más altos rodando en pedazos mil hacia el llano, vimos que se arrancaba nuestra Caballería en número de cinco mil jinetes, con infinidad de colorines y relumbrón de arreos y armas, corriendo a envolver a los españoles por su flanco derecho. ¿Cómo podrían contener los de O'Donnell este formidable pedrisco? Me han dicho que el suelo retemblaba, y que por el aire surcaban como llamaradas las exclamaciones de los jinetes, enardecidos por la fe y envalentonados por la seguridad del triunfo. Este hubiera sido grande y decisivo, si Satán, que entre las filas españolas andaba con todos sus diablos para dañar al Islam, no sugiriese a nuestros enemigos un infernal ingenio de guerra, el más indigno y bárbaro que puede imaginarse. El General de la Reserva, que me parece se llama Ríos, destacose del fuerte de la Estrella, que era el puesto que O'Donnell le había marcado, y disparó sobre nuestros cinco mil caballos, no balas o granadas, sino unos traidores cohetes que, corriendo y reventando por bajo, al modo de buscapiés, espantaban a los nobles animales y hacían imposible todo concierto en el ataque. ¡Maldito sea de   —243→   Allah, y precipitado en la Géhenna (los Infiernos), el que inventó tales aparatos de confusión y burla canallesca! Contra esto nada vale el arrojo de los guerreros más audaces, nada las órdenes, planes y reglas de batalla. Desesperados, los jefes de la Caballería gritaban que no se tuviese miedo de los estampidos de los cohetes; pero los pobres caballos, como irracionales y privados de entender la palabra humana, no podían repararse de su terror, sintiendo que por entre sus patas se enredaban todos los demonios con carcajada de pólvora restallante y corrimiento de ruidos espantosos. No obstante, trabajo le costó al Cheje Ríos, con sus cohetes y sus batallones, atajar el empuje de nuestra Caballería, aunque esta se enroscaba en sí propia, y se dio el caso de que algún jinete, medio loco, hiriese a sus propios hermanos.

Satán o Eblis y todos los genios malos, creados del fuego, se concordaron para ayudar a los españoles. A los diez cañones que vomitaban balas contra nosotros, otros tantos se unieron pronto lanzando granadas encendidas. Felizmente, nuestros parapetos no estaban mal armados, y el daño que nos hacían no era grande. Yo vi que a cada disparo saltaban al cielo surtidores de tierra; a veces, entre ella, un pedazo de árbol, una cabeza, una pierna de hombre... ¡Espectáculo terrible! Otros cañones cristianos fueron en ayuda del General Ríos, que se desenredaba de los caballos moros como su Dios o   —244→   Satán le dio a entender. ¡Allah le ataje pronto sus días!

Y las dos masas de Infantería cristiana se aproximaban más a cada momento, esperando que se les diera orden de atacarnos. La una ya estaba como a seiscientas varas de nosotros; la otra como a cuatrocientas. Por el lado del río también había fuego vivísimo. Un cheje español se batía con los moros de a pie y de a caballo que desde la margen del Guad El Gelú nos ayudaban, y contra estos también echaron cánones los cristianos; que en este día de ira y de fuego todo era labor de artilleros, y se creería que de la tierra brotaban las condenadas piezas de montaña. ¡Sea quemado y vuelto a quemar infinidad de veces en el Infierno el que inventó estos execrables tubos de bronce, que traerán, si Allah no lo remedia, el acabamiento de los hijos de Adán!

Por lo visto, los españoles querían inutilizar nuestras baterías antes de atacarnos cuerpo a cuerpo. Mas no era fácil, no era nada fácil, ¡ira de Allah!, porque los parapetos de tierra, dirigidos en su ejecución por sargentos ingleses, presentaban admirable defensa para los cañones y los sirvientes de estos. El fuego continuo de los enemigos nos mataba mucha gente; pero no lograba inutilizar nuestras piezas... Estas callaban algún rato, por falta de sirvientes; pero luego volvían a soltar su tremenda voz en los aires inflamados. Señal indudable de intervención del pérfido Eblis en contra nuestra   —245→   fue que una granada cristiana, en vez de caer en la contra-escarpa, se metió muy adentro, guiada del infernal espíritu, y vino a reventar en el propio depósito de nuestra pólvora. Quemose esta de una vez, escupiendo al cielo un pavoroso y horrísono volcán. ¿Qué mayor prueba de que los genios del mal tenían hecho trato con O'Donnell y servían a España como traicioneros y burlones diablos?

El maldito, el infiel O'Donnell no se apartaba un punto del pérfido plan que había compuesto para perder al Mogreb. Su titánica Infantería, poca cosa como quien dice, la friolera de treinta y dos batallones, continuaba impávida detrás de las baterías, aguardando a que estas hicieran el mayor estrago posible. La tenía el Gran Español como trincada y sujeta con inmensa rienda, y aunque ella quería embestir, no la dejaba el muy perro. Los cañones, que a cada instante crecían en número, como si salieran de la tierra, continuaban abrasándonos en toda la línea... Las trincheras de Casa de Assach, donde estaba el príncipe Ahmet, eran las que más quebrantadas parecían por el cañoneo incesante... Llegó, por fin, el momento que el sagaz O'Donnell esperaba, el momento de la madurez, o sea cuando nos halláramos en punto de cochura, como quien dice, para ser comidos calentitos. Las vibrantes cornetas de ellos, y las músicas para que nada faltara, dieron a una la señal de ataque... Ello fue cuando la Infantería   —246→   se hallaba a la distancia precisa para poder llegar de un aliento a nuestras posiciones... Quien pudiera ver desde los aires la veloz carrera de los treinta y dos batallones desplegados como por encanto en una línea de extensión poco menor de media legua, vería un espectáculo tan horrible como grandioso. ¡Inmenso choque de la vida y la muerte! Por la parte que yo vi, puedo imaginar el conjunto de esta feroz acometida de hombres contra hombres. Y para que no dijesen los soldados que sus jefes les mandaban a morir, quedándose ellos en el seguro, delante de las masas de infantería venían los Generales gritando: «Avante, hijos... Carguen...A ellos...».

En el lugar donde yo estaba, junto a Casa de Assach, me tocó ver a O'Donnell, a quien nunca había visto... Le vi trayéndose detrás una ola de furiosos hijos de Adán discípulos de Cristo, hombres mil vestidos del pardo poncho, con los casquetes o roses echados atrás, y la fiera bayoneta relumbrante al sol, apuntando a los pechos y a las barrigas de los pobres hijos de Adán que éramos discípulos de Mahoma... Y pude observar en aquella visión de relámpago, que era el llamado Gran Español un diablo largo y rubio, de tez enardecida por el fuego de su sangre hirviente... Y visto un instante, ya no le vi más, porque tuve que poner mis ojos en el pedazo de tierra por donde yo debía escabullirme para librar mi cuerpo del horrible filo de las bayonetas...   —247→   Recuerdo bien que hice fuego sobre los enemigos que se colaban en nuestro campo, salvando las trincheras; y no disparé una sola vez, sino dos o tres; y no mentiría si asegurase que maté, o herí por lo menos gravemente, a uno, quizás a dos... Pero considerándome yo también hijo de Adán, y acordándome de Puerta de Dios (Bab-el-lah) y de mis adorados hijos, creí que era un deber conservar la existencia, o que mi muerte no habría de traer ya ninguna ventaja al apabullado Islam.

Y así como yo vi al máximo diablo O'Donnell echarse con su caballo sobre nuestras trincheras, trayéndose detrás el huracán de sus tropas, otros me han contado que vieron al Eblis Prim en tal punto de la línea, y al Eblis Ros de Olano en tal otro... Diablos eran todos, y cada soldado echaba fuego por los ojos, fuego por la bruñida bayoneta, y fuego escupían de su boca en bárbaras y blasfemantes expresiones... En medio de la confusión de nuestro campo, viéndome obligado a no estar ocioso y a no escapar cobardemente, imité a los chejes que vi cerca de mí, y como ellos, dediqueme a dar palos sobre los infelices que retrocedían... ¡Atroz revoltijo de pelea, y espantosa algarabía de voces y tiros, de cañonazos próximos y lejanos! Llegué a perder toda orientación y a no saber dónde me encontraba. Yo no sabía hacia qué parte caía Tettauen, pues creí verla por el lado del Río Martín, hacia la mar salada; me figuré que las olas ocuparían el sitio del   —248→   enhiesto Djibel Musa, y que este se había ido de paseo por la banda de Oriente... En fin, ni Norte ni Sur había ya para mí, y tierra y cielo cambiaban de sitio.

Las feroces luchas cuerpo a cuerpo eran aquí y allá favorables a los españoles. Muchos de estos avanzaban como locos campo adentro... Vi muertos a los que un momento antes había visto vivos, gritando y matando. Caídos vi moros o cristianos, que volvían a levantarse, teñidos de sangre, para caer de nuevo... No sé por qué parte... debía de ser por la parte de El Dersa... moros a caballo y a pie se alejaban de la refriega... Mirándoles, sentí vehementes ansias de tomar aquella dirección; pero no me determinaba. Seguía yo sacudiendo a los flojos, y recordándoles con ardiente palabra las dulcísimas venturas que encontrarían en los jardines paradisiacos si se dejaban morir por el Mogreb... Pero, la verdad, no se convencían fácilmente, y, sin quererlo yo, me transmitieron su desánimo. Confieso, señor, sin avergonzarme que la seguridad de la inmortal dicha cautivaba mi espíritu menos que las imágenes de la felicidad temporal y transitoria, accesible en este mundo. Todas mis ansias eran para mis hijos y para Puerta de Dios (Bab-el-lah).

En esto, como desmayase yo en apalear a los que volvían al enemigo la espalda, en la mía descargó furiosamente su garrote un kaid desconocido y bárbaro. No fue preciso más que para que siguiese yo el ejemplo de   —249→   muchos moros principales, o no principales, que quisieron acortar la distancia entre el campo de muerte y la montaña de salvación. A huir me impulsaba, más que el horror de la matanza, el furibundo miedo que tomé a los rostros de los españoles. Ni los cadáveres que pisábamos, ni el espectáculo de los hombres que yacían expirantes, con la cabeza hendida, el vientre rasgado, algún miembro separado del tronco, entre charcos de sangre, me causaban horror tan intenso como los rostros de los españoles vivos que iban entrando en nuestro campo y posesionándose de él. Y si alguno me miraba, mi pánico me hacía buscar un agujero donde esconderme, o ancha tierra por donde correr... No puedo darte, señor, explicación de esto, pues yo mismo no lo entendía ni lo entiendo. Ello debió de ser obra de los genios malvados que, invisibles entre nosotros, nos llevaron a la catástrofe, aflojando nuestra valentía; y no satisfechos aún, querían volvernos locos para que los cristianos nos destruyeran en la confusión de nuestra retirada.

Ya iba yo más allá de Torre Geleli, faldeando con paso vivo la montaña, cuando otros infelices que a mi lado pasaron a todo el correr de sus ágiles piernas, profirieron blasfemias horribles, natural desahogo de la vergüenza y humillación que todos sufríamos. Lo peor, Señor, fue que yo también blasfemé: mi lengua, como máquina obediente a las soeces exclamaciones que   —250→   me entraban por los oídos, pronunció también voces y frases altamente ofensivas para el Poderoso Allah, Dios Grande y Único... Entiendo, Señor, que en aquel trance de tanta turbación y amargura, mi lengua emancipada y sola, sin estímulo del pensamiento, echó de sí las atrocidades que confieso ahora para que veas mi pecado y me ayudes a obtener el perdón. Oyendo las perrerías que los otros decían de Allah por haber consentido a los ángeles maléficos la derrota del Islam, yo le llamé cochino, nombre que dan los cristianos al inmundo animal cuya carne nos está vedada por enfermiza y corruptora de nuestra sangre... Y para acabar de arreglarlo, voces españolas de mal gusto se me escaparon de la boca, como calzonazos aplicado al Sumo Creador, y cabrón o macho cabrío, con que desvergonzadamente motejé al Profeta... Pero estábamos ebrios de despecho y vergüenza, y no sabíamos lo que decíamos; casi no éramos responsables de tan nefando sacrilegio, y Allah, que nos oía, porque todo lo oye y lo ve, debió de menear la majestuosa cabeza, y esclarecer todo el Universo con una indulgente sonrisa... ¿Verdad, Señor, que si Allah nos condujo al desastre fue porque así nos conviene? ¿Verdad que ha querido castigarnos por nuestra poca fe y el descuido de las prácticas religiosas? Así lo pensé yo por la noche, y me privé del descanso y sueño para implorar el perdón de mi culpa, y reconocer humildemente la Sabiduría   —251→   del Creador y Ordenador de todas las cosas.

Y dicho esto en descargo mío, sigo contando. Íbamos en gran desorden, temerosos de que el cañón cristiano nos diera la despedida. Faldeando el áspero monte frente a la Alcazaba, saludábamos tristemente a la blanca paloma que pronto había de ser esclava del soberbio Sbañul. No vi al Príncipe Ahmet, que era de los que habían tomado la delantera para llegar pronto al descanso; al otro Príncipe, a mi amigo Muley El Abbás, sí pude verle, y aun cambiar con él afligidas palabras. El noble señor se cubría el atezado rostro con un pañuelo, para que no viéramos las lágrimas que de sus ojos echaba. Hombre de tesón militar y de ardiente patriotismo, no hallaba consuelo a su dolor y vergüenza, como no fuera en la santa religión. «Dios lo ha querido -me decía-. Nada podemos contra Dios... El Mogreb es vencido por la tibieza de nuestra fe... No acuden como debieran los voluntarios musulmanes a la guerra santa... Mahoma está perplejo, Allah muy enojado...».

Andando sin parar, oí de labios de mis compañeros de fuga las opiniones más estupendas. Bu Haman, el que fue mi camellero, nos explicó el desastre con un criterio teológico muy peregrino. Aficionado el hombre a leer las Escrituras, blasonaba de muy sagaz en la interpretación de las causas divinas que producen los efectos humanos. No nos había derrotado Allah deliberadamente para castigarnos por nuestra falta   —252→   de fe: la fe crece como planta lozana en el Mogreb. Nos habían derrotado los genios rebeldes burlando al Poderoso. El Dios Único, al crear a estos malditos seres incorpóreos formándolos del fuego, les dio la facultad de introducirse sin ser vistos en el Paraíso, y de poder escuchar lo que el Dios Único habla con los bienaventurados. Así se enteran de los secretos divinos, y luego bajan a la tierra y arman sus enredos. «Si Allah no hubiera dado a los genios malos la facultad de oír lo que se dice en el Cielo, no pasarían estas cosas... Los tales escucharon lo que Dios decía del plan de guerra de los españoles y de lo que pensado tenía para desbaratarlo... ¿Qué hicieron entonces? Pues descolgarse a la tierra y sugerir a O'Donnell que cambiara de plan...». Sin duda el buen Bu Haman se había vuelto loco de la irritación y furia del combate, porque sólo a un demente se le puede ocurrir el sacrílego disparate con que terminó su explicación. «Creedme: lo que debe hacer Allah Grande y Único, en casos de una batalla que compromete la suerte de su pueblo, es callarse... callarse, digo, y no revelar su pensamiento a los rostros blancos (bienaventurados) que van a preguntarle: ¿qué hay, Señor?, ¿qué has resuelto?...». Si sabe Allah que los genios rebeldes tienen facultad de esconderse y oír, ¿para qué habla?... Adorémosle con un nuevo nombre: El Silencioso.



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ArribaAbajo- VII -

Al caer de la tarde, entre cinco y seis, cuando ya el sol trasponía, dorando las cumbres de El Dersa, nos tiramos al suelo en un recuesto seis o siete hombres que caminábamos juntos. El herido que dos de nosotros transportábamos por turno se nos quedó muerto, y desembarazados de la carga (dejándole junto a un árbol, acompañado de otros que los delanteros soltaban conforme morían) nos dimos un rato de reposo. Boabit Musa, comerciante de Rabat, amigo mío, sacó del zurrón con su mano ensangrentada unas naranjas que repartió, y chupando su ácida frescura departimos sobre lo pasado y lo futuro. Bu-Haman se lamentó de que en poder de los cristianos quedase el sin fin de tiendas de nuestros cuatro campamentos, y las provisiones ricas que en ellas teníamos. Era un dolor perder tanta riqueza y hermosura. El Yemení, negro del Sus, no podía echar de sí la visión horrible del furioso ataque de los españoles. Lo que vio en aquellos momentos de sublime espanto, quedó impreso en sus ojos, y del espanto no se aliviaba sino refiriendo lo que aún veía. Y con tal viveza lo narraba, que los demás creíamos haberlo visto. En la tronera o boquete del parapeto estaba El Yemení cuando Prim, con gallardo atrevimiento, se metió a   —254→   caballo en nuestro campo. La sorpresa misma de tal audacia impidió matarle en el instante de su aparición. Luego se fue a él, yatagán en mano; pero a punto entraron detrás de Prim seis, ocho, diez de aquellos voluntarios que llaman catalonios, hombres fornidos, con un gorro morado y luengo a manera de bolsa, que les cae para delante o para detrás según mueven la cabeza... Ha contado El Yemení que él solo mató a cuatro de aquellos malditos, hundiéndoles su cuchillo en el vientre o en el costado... A uno de estos lo mató en el mismo momento en que él mataba a un riffeño. Fueron dos muertes entrelazadas, como las rayas de un arabesco... Antes de esto vio a los catalonios de las primeras filas caer en un charco de agua honda, y sobre los cuerpos caídos pasar los demás como por un puente... En esta disposición los fusilaban desde el parapeto, cuando se metió Prim como un terrible diablo contra el cual nada podían. Llevaba consigo un espíritu malo, pues le tiraban golpes y tiros, y no podían herirle.

Y Boabit Musa refirió que de los gigantes catalonios habían muerto la tercera parte, o más, pues caían como moscas. En una trinchera de Casa de Assach había visto a O'Donnell echando llamas por los ojos y por la boca. Podía jurarlo... Una compañía de cazadores había entrado tras él. Mataron moros muchos; pero estos no se dormían, porque allí quedó el capitán de la compañía, todos los sargentos, y más de treinta soldados.   —255→   Boabit mató cuantos quiso, y de ello estaban sus manos teñidas de sangre. Otro que venía con Boabit, y que yo no conocía, refirió que en Torre Geleli entró un General, que según dijeron es hermano de O'Donnell, llevando consigo un batallón, del cual murió la mitad para que la otra mitad pudiera llegar hasta la misma Torre. Al que esto contaba le diputé por renegado, fijándome en las exclamaciones españolas que entre frase y frase ponía. Interrogado acerca de su condición, nos reveló su origen cristiano, y yo caí en la cuenta de que él fue quien, al iniciarse la retirada, blasfemó al lado mío, haciéndome blasfemar a mí. Aquel maldito español fue el causante de que mi boca se disparara en insultos desvergonzados contra el Excelso... A pesar de esto, quedamos amigos, y como El Gazel, que así se llama, dijese que en cuanto fuera de noche entraría en Tettauen, donde tenía que mirar por algunos efectos de comercio guardados en su almacén, entre ellos tres sacos de almendra, me animé yo a ir con él, pues me convenía dar un vistazo a mi casa y a mis sagrados intereses.

En esto llegaron otros amigos, de los últimos en la fuga, y con ellos venía Sid Afailal, hijo de un famoso sheriff y más aficionado a la Poesía que a la Guerra. Venía como loco, dando gritos y extendiendo los brazos, ya para increpar a los que entregaban al cristiano la bella ciudad, ya para dirigir a esta, que entre sombras se veía   —256→   melancólica, dulces requiebros amorosos. Callamos oyéndole, pues aquel hombre que clamaba con poéticas voces en medio de los caminos, poseía seductora elocuencia; los heridos se reanimaban oyéndole, y hasta se creería que los muertos ponían atención al vago discurso difundido en la noche. Leed aquí, señor, lo que el mágico poeta cantaba con entonación solemne que a todos nos hizo derramar llanto de ternura: «Dime, Allah, ¿por qué has desbaratado el Ejército de la Fe?, ¿por qué lo has expuesto a tantas calamidades?, ¿por qué has rebajado una tan gran dignidad entregándola a un enemigo que no vale ni sus desperdicios?». Así declamaba con mística exaltación, mirando al cielo, elevadas con rigidez ceremoniosa las palmas de sus manos. Luego se volvía hacia Ojos de Manantiales, y con plañidera y delgada voz le decía: «Tú, que has sido siempre pura como paloma blanca, o como el turbante del Imam en el Mumbar (el sacerdote en el púlpito); tú, que eras un jardín espléndido y hermoso, cuyas flores sonreían de felicidad como un lunar en la mejilla de una desposada; tú, cuya belleza es superior a la de Fez, Egipto y Damasco, ¿qué es ahora de ti?». Oyendo estos bellos canticios, lagrimones como puños brotaban de nuestros afligidos ojos, y el pecho senos oprimía. Volvíase luego el poeta hacia nosotros, y nos declaraba que Tettauen era víctima del mal de ojo, y que padecía la misma suerte que la fabulosa heroína Zarka El Jamama. Los españoles   —257→   no eran más que unos infames hechiceros que habían hecho mal de ojo al Islam... La emoción no nos permitió añadir comentario alguno a las sublimes inspiraciones del tierno poeta, que luego se volvió otra vez hacia la ciudad arrancándose con esto: «¡Oh país de la felicidad y del placer! Si la estrella de tu buena suerte se ha eclipsado ante los resplandores de otra estrella de fatalidad, pronto nacerá una luna que con su esplendor borre las tinieblas presentes». Esto dijo el exaltado poeta. Le besamos la orla de la chilaba, y él siguió, hasta encontrar más moros fugitivos a quienes obsequiar con las mismas cantinelas.

Cuando le vio lejos, Bu-Haman me dijo: «Yo soy el único que no se ha conmovido con los gritos de este farsante. Ya sabes que el Korán habla pestes de los poetas. Los demonios malos inspiran a los hombres mentirosos, estos a los poetas que andan declamando por los caminos, y a los musulmanes extraviados que les aplauden y los siguen».

A esto replicó El Yemení que los poetas deben ser oídos con deleite y respeto, porque a ellos desciende el espíritu de Allah. El que acabamos de oír, Sid Afailal, es hijo de un veneradísimo Sheriff el-baraca, llamado así porque Allah le ha concedido la facultad de hacer milagros. Puede hacer todos los milagros que quiera; pero él es tan modesto que nunca los hace, o los hace en familia, para que no sean milagros públicos...   —258→   Algo dijo el camellero Bu-Haman sobre la milagrería corriente en el Mogreb; pero no pudimos enredarnos en discusiones sobre tan grave punto, porque los compañeros querían seguir para reunirse a los Príncipes y acampar con ellos. El Gazel y yo les deseamos la paz en el paso del arroyo de Samsa, y retrocedimos, entrando en Tettauen por la Puerta de Fez.

¡Allah soberano, Allah justiciero! Descienda tu infinita misericordia sobre la muchedumbre de nuestras iniquidades, y lávanos de ellas... No tenemos palabras con que implorar tu clemencia al ver los infortunios que ha derramado tu justicia sobre la inocente Tettauen. ¿Por qué, Señor, desatas sobre tu hija predilecta las furias del Infierno? ¿Quiénes son estos enemigos que la hieren, la deshonran y la ultrajan? No son, ¡ay!, los feroces secuaces del Hijo de María, no los infieles, no los idólatras, sino nuestros propios hermanos, o quizás genios diabólicos disfrazados con figura y rostro del Islam.

No habíamos dado veinte pasos en el interior de la ciudad, cuando vimos los efectos del plebeyo desorden que en ella reinaba, y mi compañero, el renegado El Gazel, cuyo verdadero nombre es Torres, sin poder reprimir el grito de la raza que del alma le salía, exclamó en español: «¡María Santísima... tenemos aquí la canalla!... Me cisco en Allah y en la pendanga de su madre. ¿Pero no ves, no ves? Por aquí ha pasado el demonio».

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Exhortele yo a ser más comedido y limpio en su lenguaje, y seguimos por las calles tenebrosas, tropezando en objetos mil abandonados, en figuras yacentes que exhalaban quejidos, en muertos que no decían nada, en escombros y maderas a medio quemar. Ante tanta desolación, no tuve otro pensamiento que dirigirme a mi casa, próxima al palacio Imperial. El Gazel corrió a la suya, cerca de la gran Mezquita. Nos separamos... Al pasar yo por la Alcaicería, halleme entre un miserable gentío que con grande algazara se arremolinaba en torno a una puerta, de la cual salía humo. Mujeres, viejos y chiquillos clamaban desconsolados. Los bárbaros montañeses habían huido por Bab Eucalar después de pegar fuego a varias casas, llevándose lo que de algún valor encontraron en ellas. Ansioso de llegar a la mía, tuve la suerte de encontrar a Ibrahim, que me anticipó la tranquilidad que yo buscaba... Ningún atropello había sufrido mi vivienda, según me contaron mis sirvientes y la esclava, por lo cual me apresuré a dar gracias a Dios pidiéndole además que en lo restante de la noche me librara de toda maldad.

Díjome Ibrahim que Muley El Abbás acamparía probablemente a orillas del Busceha, y que sus tropas no guardaban ninguna disciplina. Multitud de montañeses se habían quedado en las afueras de Tettauen, por Occidente, y cuando les parecía bien entraban en busca de comida, muertos de   —260→   hambre y locos de rabia. Al tiempo que esto escuché, oí el cañón de la Alcazaba, que con jactancia estúpida seguía mandando balas al campo español, horas antes campo moro, seguramente sin hacer daño alguno, pues las balas habían de caer frías y desmayadas como las maldiciones del vencido moribundo. Al ser conocida la derrota de los musulmanes, había en la ciudad partidarios de la resistencia; pero después de los escandalosos desmanes ocurridos al anochecer, ya no hubo ningún tetuaní de mediano pelo y posición que no deseara la entrada de los cristianos.

Informáronme también mis servidores de que multitud de menesterosos moros y hebreos habían ido a mi casa durante el día, creyéndome allí, en demanda de socorro. ¡Infelices! Conocían el fervor musulmán con que practico la limosna, y acudían a mí. Sólo restos guardaba mi despensa; pero de ellos participaron los que padecían hambre. Mis criados hicieron lo que habría hecho yo si presente estuviera. Entre los pedigüeños estuvo la hechicera Mazaltob, que reiteró sus ansias de verme y hablarme. Creyendo que la engañaban al decirle que estaba yo en el campo de batalla, se metió por todos los aposentos y rincones en busca mía. Lo que buscaba no encontró; pero sí un gran trozo de mharsha (pan de cebada) como de media libra, y unos pastelitos dulces y ya revenidos (el macrod). Todo se lo apropió gozosa antes que se lo dieran, y partió veloz,   —261→   dejando en mis criados la mala impresión o sospecha de que, al recorrer sola las estancias, patios y corredores, pudo dejar en alguna parte de mi vivienda la huella maligna de su espíritu dado a los demonios. Sobre este punto tranquilicé a mis buenos sirvientes, asegurándoles que mi fe musulmana es escudo mío y de mi familia contra las asechanzas de los hijos del fuego.

Largo rato estuve en mi casa, meditando en las calamidades horrendas que Allah nos enviaba como llamas de purificación, y buena parte de aquel rato dediqué a implorar la clemencia del Augusto Criador por el pecado de ultrajar su nombre con dicterios inmundos, al lanzarme a la fuga después de la batalla. Cumplidos este deber y el de mis abluciones, tomé algún alimento para repararme de tanta debilidad, me vestí de limpio, y salí acompañado de Ibrahim, el cual me indicó que en la morada de Ahmed Abeir se congregaban los principales de la ciudad para ver qué determinaciones se tomarían ante el peligro de los desmandados riffeños por una parte y de los cristianos por otra. Palpando la obscuridad avanzamos por las angostas calles; a cada paso nos detenían informes bultos yacentes, otros movibles. Uno de estos, que nos infundió pavor supersticioso, resultó ser un pobre burro abandonado. El hambriento animal fue largo trecho detrás de nosotros, como pidiéndonos que le diéramos de comer. No me sorprendió la escasez de perros en las calles: los   —262→   suponía, según el dicho de Bu-Haman, apegados a las abundancias del campamento español. A lo mejor, de los montones de escombros o de muebles hacinados salían lamentos débiles, la voz ahilada de algún mendigo anciano, o de pobres ciegos que imploraban socorro. Limosna de pan querían, no de dinero, y aquella no podía yo dársela, porque el comercio estaba paralizado y en las tiendas no había provisión de ningún comestible.

Para ir a la casa de Ahmed Abeir, que vive cerca de Bab-el-aokla, habíamos de pasar por el Zoco. Allí nos salieron al encuentro moros haraposos y judíos de ambos sexos gritando con voces desesperadas: «Paz, Señor. Abrir puerta españoles». Esta súplica vino a mis oídos en las dos lenguas, árabe y judiego-española, y en las dos contesté yo: «Confiad en la autoridad, que resolverá lo que convenga». Mi respuesta les exasperó más, y allí fue el maldecir a Muley El Abbás, al Bajá, y a los hombres tercos que, guarecidos en la Alcazaba, sostenían una sombra de poder irrisorio... No era mi ánimo detenerme a escuchar lamentaciones agoniosas, ni relatos de desdichas que no podía evitar. Pero me vi rodeado de pobres viejos moros, del comercio menudo, amigos y clientes míos, que lloraban por sus miserables tiendas del Zoco, saqueadas y destruidas aquella tarde. Habían llegado al punto anímico en que el sentimiento patriótico se contrae, se aniquila, desaparece,   —263→   quedando en su lugar y dueño de toda el alma el sentimiento de la subsistencia y de la propiedad. Los que dos días antes llamaban perro al Español, ahora claman por él, pues aun siendo perro había de traer comida, y otra cosa que ellos no aciertan a definir, y es algo semejante a lo que los europeos llaman Orden público. «Que vengan -gritaban-, que vengan con justicia, y al ladrón, palo mucho».

Una mujer me tiró del jaique. «¿Eres tú Noche? ¿Y tu hermana Tamo? ¿Y tu padre Ha-Levy?». Con voz turbada, tartajosa, que expresaba el hambre en cada sílaba, la infeliz Noche me contó que ellas y su padre habían intentado la fuga, denque supieron perdida la batalla; pero en Bab Eucalar toparon una turbamulta que las metió para adentro. No eran montañeses todos los que entraban atropellando con griterío. También venían entre ellos mancebos tetuaníes de los que andaban en la guerra... Furiosos, insultaron a las dos hermanas tirándoles de la justata para desnudarles la pechera, y al padre le agarraron de las barbas canas sin respetar su vejetud... La pobrecica Tamo, al volver a casa, se había caído en un montón de maderos, desgobernándose un pie, y estaba cojosa; a su padre, cuando pasaban por el Zoco, un tropel de moríos jóvenes quiso tirarle a tierra, y uno de ellos le aderezó un palo en la cabeza, de lo que ha quedado el pobre adolorado, sin judicio... En la casa no habían dejado los robadores ni una hilacha.   —264→   Todo, menos el oro que estaba soterrado, se lo llevaron. Tamo y Noche con su padre se habían refugiado en casa de Ahron Fresco, aonde juntadas familias muchas, podían defenderse si otra vez tornaban los malos. Lo que a todos más agobiaba era no tener nada de comida, pues a ningún precio se encontraba.

«¿Pero nada tenéis que pueda serviros de alimento -le dije-: higos, mojama, el gato?...».

-Nada hay en nuestra casa ni en la de Fresco más que las drogas que vendemos: azufre, aloes, incienso, agalla, matalahúva y zarzaparrilla... Con algún enjuagatorio de esto, refrescación de tripas, vamos engañando el hambre... Ven y verás nuestra miseria.

Respondile que no podía en aquel momento ir a su casa, por tener que personarme en la de Ahmed Abeir, donde los Principales estaban reunidos. Allí acordaríamos algo que aliviase la miseria y previniera nuevos desmanes. Seguí mi camino, apartando a un lado y otro los grupos de hambrientos y llorones. En casa de Abeir hallé unos catorce individuos, de posición los unos, otros dedicados al transporte comercial, como el renegado El Gazel (Torres). En pocas palabras me informó el dueño de la casa de que se había llegado al acuerdo de enviar al campo español, al día siguiente, una comisión de cinco vecinos con el fin de ofrecer a O'Donnell la entrega de la ciudad,   —265→   siempre que el General español prometiese respetar vidas, haciendas y religiones. Más de tres y más de cuatro dijeron que en la embajada debía ir yo, a lo que me negué, alegando que he tenido cuestiones desagradables con españoles del comercio de Ceuta y de Algeciras, y que sonaría mal en los oídos cristianos el nombre de El Nasiry. Razones di con fundamento lógico y hasta con elocuencia, y por término de mi perorata propuse que fuese Torres en la embajada. Así se acordó. ¡Loores mil al Poderoso Allah!

Habíamos determinado lo que te escribo, ilustre Señor, sin contar para nada con los locos que aún seguían presumiendo y fanfarroneando en la Alcazaba. Mas era preciso que nos armáramos de valor, y nos atreviéramos a decirles que se retiraran dejándonos dueños de la plaza. Con otros dos fui comisionado para poner en conocimiento del Bajá y su tropa la destitución que acordó la Junta del Pueblo, cosa desusada en nuestras historias, y una novedad más que aprendíamos de los españoles. ¡Sobre todo los designios de Allah!

¡Con doscientos y el portero!, no me acobardé ante las dificultades de mi comisión, ni tampoco los que en ella habían de ser mis compañeros. Pero sucedió lo más inesperado y peregrino, pues sin duda Satán, que nos había hecho tan malas partidas en el curso de la batalla, también en aquella tristísima noche de la ciudad, ni vencedora ni conquistada, tramó los mayores enredos que   —266→   pueden imaginarse. He aquí que apenas salimos a la calle los tres comisionados para colgar el cascabel en el pescuezo de los de la Alcazaba, oímos estruendo terrorífico de voces y vimos por encima de las azoteas resplandor rojizo de incendio... Corrimos hacia el Zoco, de donde al parecer venían la bullanga y el resplandor, y al pasar por un pasadizo cubierto de los que en la ciudad tanto abundan, distinguimos un bulto negro y pavoroso que hacia nosotros venía en la actitud más amenazante. Íbamos armados: requerí una pistola, di la voz de ¡quién vive!... Como no nos respondiera el terrible sombrajo negro, ya los tres en concertado movimiento nos lanzábamos hacia él, cuando del bulto mismo salió un formidable rebuzno que al primer sonido nos hizo estremecer de susto, después de admiración... Caso fue sobrenatural, según dijo uno de los tres, que creía en el poder de los genios maléficos para transformarse en pollinos. Era el infeliz asno que yo había encontrado no lejos de mi casa, y que recorría la ciudad buscando algo que comer. Más afortunado que los habitantes de la raza de Adán, aquel descendiente de la burra que habló, según nos dice el Pentateuco, había encontrado entre las basuras y escombros un montón de paja, en el cual metía con delicia sus desocupados dientes. Rebuznaba de júbilo triunfal.



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ArribaAbajo- VIII -

¡Bendito Allah, confunde a los injustos, que no creen en tus signos! ¡El ángel Malek, encargado de tus castigos, les dé a beber el agua hirviente!... ¡Horrible espectáculo se presentó a nuestros ojos en el Zoco y puerta del Mellah! La canalla que en las angustias de la ciudad hallaba ocasión para sus tropelías entró a media noche, cebándose en los pobres hebreos. Buscaba el dinero escondido, y no hallándolo, apaleaba a los hijos de Israel, sin respetar mujeres ni ancianos. Cuando yo llegué, algunos de aquellos desalmados habían huido ya, llevándose ropas y cuanto encontraban de fácil transporte; otros trataban de pegar fuego a las casas hacinando paja y la madera vieja y las astillas de los tenduchos destrozados. En el barullo perdí de vista a mis compañeros; pero la suerte me deparó a Ibrahim: él y yo acudimos con palos a dispersar a la chusma, que las armas no eran del caso contra malhechores cobardes que huían a cualquier intimación de hombres decididos... Quiso Allah que de súbito se nos unieran tres fornidos moros de buen porte que llegaban de la Alcazaba, y entre todos pudimos dar su merecido a los que avivaban la hoguera y metían haces encendidos dentro de las casuchas   —268→   pobres... De pronto, de lo más recóndito del Mellah nos llamaron voces de angustia... Corrimos allá. Una cuadrilla de montañeses audaces y bárbaros, indómita plebe del Riff, sacaba de una de las casas más escondidas del barrio (a la derecha conforme entramos) a una pobre mujer, que si no salía ya muerta, poco le faltaba. A rastras la traían, vociferando. La pobre víctima, magullada en rostro y brazos, y teñida de sangre, no podía ya ni soltar el aliento para pedir socorro. Otras mujeres hebreas clamaban tras ella, y ningún hombre de su raza sabía salir gallardamente a su socorro...

Te confieso, Señor, que me quedé espantado al reconocer en la tan cruelmente arrastrada mujer a la hechicera Mazaltob. El espíritu de caridad surgió en mí con irresistible fuerza, y sin acordarme de que la impostora me había ofendido, ni reparar en su raza usurera ni en su religión condenada, me fui contra los verdugos, y a uno le di un tajo en la cabeza, a otro tiré al suelo, y me harté de patearle mientras mis compañeros arremetían contra los demás y les ponían en rápida dispersión. Con mano generosa levanté del suelo a la embaidora diciéndole: «No por tu maldad ha de negarte el buen musulmán auxilio piadoso, que mi Profeta me ordena perdonar las ofensas y dar socorro al enemigo acosado de ladrones». Lleváronla adentro, y en las pestíferas estancias la metieron mujeres compasivas,   —269→   a las que recomendé que le aplicaran a los cardenales y magulladuras paños con vinagre... Y si vinagre no tenían, que fueran a buscarlo a mi casa, donde en abundancia lo hay. ¿Verdad, señor y amigo mío, que obré como buen musulmán y fiel seguidor de las máximas divinas? No fue mi conducta inspirada de la jactancia ni de la ostentación, que esto habría sido como echar simiente en pelada roca, sino de la compasiva piedad, que es como sembrar en terreno blando y fértil... «Los que no tengan piedad del débil, se nos ha dicho, aunque este débil sea idólatra o desconozca los signos de Dios, no entrarán en los jardines refrescados por corrientes de agua y embalsamados por un aire que lleva en sus átomos todas las delicias».

Los tres moros venidos de la Alcazaba, Ibrahim y yo, formábamos ya un núcleo de fuerza y autoridad que podría dominar la situación, si otros moros se nos agregaban. Les propuse que en unión de los dos compañeros que habían salido conmigo de la casa de Abeir nos constituyéramos en fuerza pública para mantener el orden al uso europeo, en nombre de nuestro Señor el Sultán. Antes de escribir aquí su respuesta, debo decirte que dos eran negros del Sus, el otro kaid-et-Tabyia (jefe de artilleros), y a mi parecer (perdóneme Allah) entendía tanto de manejar cañones como yo de afeitar ranas... Pues a mi propuesta de subir a la Alcazaba respondieron que ya el Bajá y los   —270→   demás hombres que en la fortaleza servían se habían retirado, saliendo por Puerta de Fez, o permaneciendo en la ciudad en espera de los acontecimientos.

«Según eso -dije yo-, podremos subir a la Alcazaba y tomar posesión de ella».

-No es cosa fácil -respondió uno de los negrazos del Sus, tan grande como algunas casas del Mellah-, porque en cuanto desocupamos nosotros la Alcazaba, cual bandada de ratones se metieron en ella los montañeses libres, de estos que no reconocen ley, de estos que aquí roban y hacen maldades muchas. Metidos en la Alcazaba, ¿quién sino ellos dominará la ciudad?

-Y qué quieren: ¿rendición?

-No rendición quieren, porque los españoles cortarían sus cabezas.

-¡Y vosotros y yo y otros amigos que encontraremos, no somos capaces de cortar las de ellos! -exclamé indignado ante la flema de aquellos hombres sin sentido de la patria, ni del orden ni de nada-. ¿Qué hacemos entonces? ¿Dejar que esa canalla robe y asesine?... ¿Estáis vosotros decididos a permanecer aquí conmigo, con Abeir y otros hasta que entren los españoles?

-No: nosotros nos retiraremos esta noche, porque no queremos rendición. Ni rendir nosotros, ni ver a Tettauen entregada al cristiano... Dejamos el caso en manos de Allah. La voluntad del Excelso decidirá.

-Pero Allah, ya ves que está dormido. No hace nada por su pueblo; dice a su pueblo:   —271→   «Gobiérnate solo, y endereza tus destinos como puedas». Allah se duerme.

Al oír esto, aquel negro de mirada candorosa, de estatura colosal que a la mía, no pequeña por cierto, sobrepujaba en el tamaño de una cabeza o de cabeza y media, me puso la mano en el pecho, y con grave tono me dijo: «El Nasiry, tú no eres creyente. Decir que Allah dormita es la mayor blasfemia, porque Allah es el Vivo, el Vigilante, es El que no duerme nunca, y con estos nombres debemos adorarle ahora». Dejome aterrado y mudo con estas solemnes expresiones, cuya verdad reconocí al instante. Sí: Allah no duerme; los ojos de Allah velan con mirada profunda sobre todo el Universo. Dejemos que los hechos corran y que la solución venga de lo alto. No imitemos la insana inquietud de los cristianos y europeos, que se arrogan las facultades de Dios, interviniendo en los sucesos humanos y enmendando la obra del tiempo, como los chicos sin juicio que con el dedo adelantan o atrasan los relojes sometiendo las horas a su pueril deseo.

Ya salíamos del Mellah cuando me encontré a Riomesta, de tal modo alterada su faz por el miedo y la consternación, que a primera vista no le conocí. Para desfigurarse más, traía pañuelo azul por la cabeza, atado debajo de la barba a estilo de mujer, ordinario empaque de los judíos pobres. Llegose a mí antes que yo a él, y posando en mi mano las dos suyas, me dijo con dolorido   —272→   acento: «¡Oh, El Nasiry, ventura mía es toparte agora! Tú fuerte, tú señor, yo miserable... soy asemejado a pájaro solitario sobre techo... Ceniza de pan comí, y se acabaron cual humo mis días». Comprendí que algún grave accidente lloraba: su voz era como la del profeta hebreo llorante cabe las ruinas. ¿Le habían incendiado su casa, le habían robado el dinero? A mis preguntas sobre la causa de su tribulación, respondió con mayor duelo: «Hanme robado con ultrajaciones; mas no es esa la causa de mi lloro, El Nasiry. ¿No sabes que mi hija Yohar huyó de mí, como hembra liviana, culposa y aviciada de perversión? ¿No sabes que contra su padre pecó, ladrona y escapadiza, llevándose llaves de mis arcas soterradas, y joyas pulidas de esmeralda y aljófar?...». Ninguna noticia tenía yo de que la blanca Yohar hubiese abandonado el hogar paterno. ¿Cómo fue? ¿Quién la indujo a tan horrendo delito?

«Sabrás -dijo Riomesta mezclando el furor con las lágrimas- que Yohar se envoluntó con ese profeta cristiano que responde por Yahia, y que vino so color de predicar 4 paces entre los hombres; pero a lo que vino fue a meter víboras venenosas en el corazón de mi Perla, y dañar su mente con vicio... ¡Oh, El Nasiry!, a mi soledad no hay consolación. Abandonado soy de Adonai. Polvo soy en mis vidas, cuanto más en mi muerte... En instante maldito salió viva Yohar del vientre de su madre. Engendrada fue   —273→   con luenga hondura de pecados... La que antes me alegró, ogaño me ha trocado en vasija de vergüenza y deshonra». Lastimado del infortunio de mi amigo, y sintiéndome además lastimadísimo en mi amor propio, como si tuviese por mía la belleza y blancura de Yohar, monté en cólera y dije a Riomesta que si en alguna parte de la ciudad me topaba con el mentiroso profeta Yahia, le cortaría la cabeza.

«Acabo de saber -dijo sin aliento el afligido padre- que has salvado la vida a Mazaltob. ¡Oh, qué mala piedad la tuya, El Nasiry! Esa perversa es culpable de la huida de mi Yohar; ella envoluntó al Yahia, enguapeciéndole como a barragán español; ella le encendió con hechizos; ella trastornó los pensirios de mi Yohar; por ella moraron Yahia y mi hija luengas horas en su casa y en la de Simi, la destiladora de perfumes. Entre las dos han percudido el alma de Perla, llenando la mía de pena y cordojo. ¿Para qué has librado a la bestia Mazaltob del fuego eterno? Ya la tenía Belceboth clavada en su tenedor de tres puntas para meterla en la paila de aceite hirviendo, cuando has venido a quitarla de los hombres que hacían justedades... Eres torpe, El Nasiry... Mas si quieres estar entre los buenos, búscame a Yahia, el de la pacificación, y tráeme su cabeza en un plato, ansí como trujo Salomé la del otro Yahia, falso y engañador profeta al igual de este...».

No pude detenerme más, porque los compañeros   —274→   que iban conmigo, fatigados ya del lamentar angustioso del hebreo, me daban prisa para salir del Mellah. Dejé al pobre Riomesta en gran desesperación, tirándose de las barbas y rasgando el pañuelo azul que con airado gesto se quitó de la cabeza. Al separarme de él, fueron tras mí en corto trecho sus últimas exclamaciones, que eran plegarias de su rito: «Dio piadoso, luengo de furores, cata a mí, y apiádame... ¿Por qué me alzaste y me echaste? ¿Por qué maldeciste mi simiente?... Mis días son sombra declinada... Se pegó mi hueso a mi carne... Soy asemejado a cernícalo del desierto... En día de mi angustia te llamo que me respondas...».

Los dos cumplidos hombrachones del Sus y el jefe de artilleros no veían la hora de escapar, más que por miedo, por zafarse del desdoro que pudiese caberles en la rendición de Tettauen. No podían defenderla ni entregarla. Dejaban el suceso a la voluntad de Allah, manera muy cómoda de salir del paso. Les acompañé un rato, y despedidos con toda cortesanía, me volví a casa de Abeir. La Junta o Asamblea de Ancianos y Principales continuaba reunida: ya sabían el cambio de gente por gentuza en la Alcazaba. Como no teníamos fuerza para impedir los atropellos, se acordó fiarnos también en la divina voluntad, y esperar el día, hasta que nuestra embajada fuese a O'Donnell y volviese con la respuesta del Gran Español.

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Díjeles yo: «Mañana es domingo, día santo para los secuaces del Hijo de María. Los cañones de sitio estarán callados, y el Ejército de O'Donnell no hará más que rezar y oír misas. Pero el lunes, de fijo, veremos caer sobre nosotros espantosa lluvia de bombas y granadas». Soñolientos ya, entregados al fatalismo inherente a la raza, no se mostraron inquietos por mis presunciones y anuncios alarmantes, ni por los hechos positivos de que al poco rato tuvimos conocimiento. Había yo dado a Ibrahim órdenes de recorrer toda la ciudad y buscarme a los dos compañeros que se nos habían perdido en el bullicio del Zoco, poco después del susto del asno hambriento. Llegó mi criado a decirme que Ben Zuleim y Abdalá Núñez habían encontrado al Bajá que descendía de la fortaleza, dejándola en poder de los malos: el Bajá les habló y con él abandonaron la ciudad, como buenos musulmanes que ponen en manos de Dios los conflictos que no saben resolver. Abandonados de aquellos amigos, a cada instante éramos menos, y a medida que se achicaba nuestro poder, las dificultades crecían de un modo aterrador. Apuré yo mi fácil labia para señalar con los peligros los deberes a que nos obligaban las circunstancias. Debíamos penetrarnos de que constituíamos un pequeño Majzen, o institución de Gobierno, por poderes tácitos del Sultán. Éramos la autoridad, el Estado, en una palabra, y en nuestras manos estaba la suerte de una de las   —276→   más bellas ciudades del Mogreb... ¡Allah me asista! Fuera de Ahmed Abeir, que ponía vaga atención en mi discursillo, la Junta de Principales no me comprendía, ni se hacía cargo de que éramos un Majzen más o menos chico. Hartos de tomar tazas de té, los junteros se obsequiaban recíprocamente con estruendosos eructos, o descabezaban un sueño sobre las blandas alfombras y mullidos cojines. A una orden de Abeir, los esclavos nos trajeron raciones amplias de elquefthá (carne asada en pinchitos), hojaldre, huevos cocidos y pastelillos dulces. Yo no tomé más que un huevo y un pastel; alguno de los Principales no fue parco en el devorar, y casi todos se tumbaron luego en las colchonetas, y con sus ronquidos ásperos me recordaban los estruendos de la batalla de aquel día. ¡Allah les conserve frescas sus asaduras!

Quise dormir: pensaba en la blanca Yohar y en el moreno Yahia, que debía de ser pájaro de cuenta, como aquel falso profeta de la familia de los koreichitas, de quien dijo el Santo: «Con sus pérfidas ficciones de inspiración celeste, difundió la idolatría y arrastró a las gentes al vicio». Ya le sentaría yo las costuras al tal Yahia, si le encontraba... Comprenderás, Señor, que con tales pensamientos y la inquietud en que me tuvieron las frecuentes noticias de nuevos desmanes, era imposible mi reposo... Hasta que aclaró el día no pude dormir; pero fue tan profundo el hoyo de sueño en que cayó   —277→   mi cansancio, que no sentí salir a los cinco compañeros que iban de embajada al Cuartel General de O'Donnell.

Pasó más de una hora desde que me desperté, y estábamos Abeir y yo engolfados en nuestros devotos rezos, cuando volvieron los de la embajada. La curiosidad, unida al patriotismo, nos movió a dejar para otra hora las devociones, y oímos de boca de El Gazel la relación de la solemnísima entrevista con O'Donnell. Al llegar al campo español, supieron que el Generalísimo había salido a caballo a reconocer las inmediaciones de la ciudad por aquella parte. En tanto, la oficialidad y tropa recibió a los comisionados moros con simpatía y afecto... Aguardaron mirando las tremendas baterías que armaban a toda prisa para hacernos polvo, y en esto, y en hablar alguna cortés palabrita con los oficiales, se dio tiempo a que volviera de su paseo el Gran Español. Este les recibió con exquisita urbanidad; entró en su tienda, suplicándoles que le siguieran. Tomaron todos asiento, y... Para abreviar: antes que nuestra embajada llegase, ya había dispuesto el Irlandés otra que a Tettauen subiría con el siguiente recado escrito en un papel. El Gazel leyó la comunicación, de la que copio aquí los párrafos de más substancia: «Entregad la plaza, para lo que obtendréis condiciones razonables, entre las que estarán el respeto de las personas, de vuestras mujeres, de vuestras propiedades y leyes, y de vuestras costumbres...   —278→   Os doy veinticuatro horas de tiempo para resolver: después de ellas, no esperéis otras condiciones que las que imponen la fuerza y la victoria». Con esto tuvo bastante la embajada, y no necesitaba prolongar la conferencia. Al despedirlos sonriente, O'Donnell les dijo: «Mañana a las diez se disparará el primer cañonazo, si no recibo contestación satisfactoria».




ArribaAbajo- IX -

La voluntad del Excelso estaba bien clara. España sería dueña de Tettauen, aunque otra cosa dijese un Kaid de las tropas acampadas al Oeste, el cual nos mandó un emisario con la notificación de que ellos defenderían la ciudad hasta morir, y que no se hablara de rendición ni cosa tal... Ni aun le dejamos concluir, y despachado fue sin ceremonia. Luego se nos dijo que algunos de estos valientes de última hora, entrando en la ciudad, ocuparon las baterías que protegen las principales puertas del recinto... Supimos también que no éramos nosotros la única Junta de vecinos inclinados a la rendición, pues otras dos se habían formado en la Alcaicería y barrio de Curtidores, y nuestro primer cuidado en el resto del día fue ponernos en comunicación con ellos. ¡Oh, qué desconsolado y afanoso aquel día que los cristianos llamaban Domingo, 5 de Febrero!   —279→   En algunos puntos de la ciudad, tumulto y hervidero de riñas; en otros soledad de cementerio; en todos escombros, restos del pillaje, sangre, lodo y basura. Si bien éramos pocos los partidarios de la rendición, lo corto del número se compensaba con la calidad de las personas, con su valor y poderío. Esto se vio claramente aquella tarde, cuando se acordó desalojar de revoltosos riffeños y anyerinos la batería de Bab-el-aokla. Siete estacas en manos de siete señores realizaron felizmente la breve operación militar.

De estas cosillas y otras no pude enterarme por mí mismo, y de ello tuvo la culpa El Gazel, que, como español, es un pozo de astutas maldades... Antes de seguir, Señor mío, confesarte quiero un horrendo pecado que cometí aquella tarde, y que me puso a dos dedos del infernal abismo. Y fue que en vez de evitar yo la compañía del execrable Gazel, dejé a mi alma en la libertad de gustar de ella... Señor, no supe resistir a la tentación del renegado cuando quiso llevarme a su casa prometiéndome el descanso y la dulzura que nuestros amargados humores necesitaban. Vive el pérfido español junto a la gran Mezquita, en casa de regular apaño para una existencia cómoda. Sus mujeres había mandado a Tánger o Arsila, no estoy bien seguro, dejando aquí de servidumbre a un negrito vivaracho. Apenas entramos Torres y yo en la casa y nos tumbamos sobre los blandos almohadones, trajo el negrito   —280→   una garrafa de aguardiente y vasos para beberlo... Yo me resistí; hice muchos ascos; pero tales fueron las instancias de El Gazel y tan extremados y persuasivos sus elogios de la virtud de aquel licor, que me determiné a probarlo... ¡Ay, Señor!, nunca lo hubiera hecho, pues catarlo fue lo mismo que sentir el ardiente deseo de nuevas pruebas y cataduras, y a medida que cataba, mi cabeza se iba inflamando en insanas alegrías...

Para castigar mi olvido de la sacra ley que nos prohíbe beber zumo fermentado de uvas, el Señor permitió que yo me encendiera en un bárbaro apetito de beber más y más, hasta llegar a un estado de infernal demencia... Ya no necesitaba yo que El Gazel me ofreciera nuevas tomas de aquel veneno, porque yo mismo, espoleado por un gusto superior a toda razón, cogí la botella, llenaba el vaso mío y el del otro... En fin, Señor, que se me fueron a los aires la cabeza, los nervios, el sentido, y perdí mi conciencia musulmana, y se hizo polvo la torre de mi fe. No puedo decirte la cantidad de vasitos que llevé a mi boca; sí te digo que mi borrachera fue de las más soberanas que se han conocido en la historia del vicio, y mi pecado de los que no pueden ser redimidos sino con una vida entera de abstinencia. ¡Ay, ay, ay!, lágrimas amargas corren de mis ojos al referirlo, Señor. Ten piedad de mí, y encomiéndame a la misericordia del Benigno.

  —281→  

Sin poder precisar ahora las necedades que hice y dije en mi vergonzosa embriaguez, sé que mis carcajadas debieron de oírse en los picos de El Dersa, y que, sensible al mal ejemplo de mi perverso amigo, pronuncié frases vejatorias contra el Dios Único, injurias contra el santo Profeta y sus mujeres Khadidja, Aicha y María la Copta, y contra su afamada camella Koswa, poniéndolas a todas, camella y mujeres, como hoja de perejil... ¡Ya ves, Señor, qué monstruosos pecados! Verdad que yo no supe lo que decía; pero mi ignorancia no me disculpa, porque con plena conciencia hice la primera catadura del maldecido brebaje... Por fin caí en profundo sopor, que tal es el término y resolución de estas crisis infernales. Los españoles, dueños de un lenguaje riquísimo en voces picarescas y desvergonzadas, llaman a estos sueños vinosos dormir la mona. No sé cuánto tiempo estuve tendido en las alfombras de El Gazel... no sé cómo salí a la calle después de esta primera mona... Me contó luego un amigo que salí vociferando, suponiéndome montado en Koswa, la camella del Profeta, y que proferí no sé qué atrocidades indecentes contra el Sultán, contra el Majzen y contra la respetable Junta de Principales... A esta mona primera, otra siguió, la cual dormí ¡oh vilipendio!, en el último escalón del pórtico de la sagrada Mezquita, y en este sopor fui más estrafalario y licencioso que en el primero. Soñé que estaba yo en brazos de la blanca y tersa   —282→   Yohar, y que delante tenía, en una bandeja de plata, la cabeza del profeta Yahia, aderezada con buen golpe de sal para que tuvieran tiempo de adorarla sus discípulos los pacificantes...

No puedo precisar la hora de mi despertar de la segunda mona. Me sentía con todos los huesos doloridos, el entendimiento envuelto en pesadísima niebla, la memoria como desleída en una papilla opaca... Quise levantarme, y no pude: mi voluntad era otra papilla espesa, en la cual no podía vibrar ninguna resolución... Chiquillos hebreos y moros vinieron a hacerme compañía; perros vi escarbando en las basuras, y unos y otros, con distinto lenguaje, me dijeron que yo estaba dejado de la mano de Allah y que nunca obtendría perdón. Pero no debió de abandonarme enteramente Dios Misericordioso, porque mi fiel Ibrahim, que toda la noche me había buscado por la ciudad, halló a su amo en la situación lamentable que para mi vergüenza describo. «Sidi -me dijo sentándose a mi lado-, bendiga Dios el instante en que te encuentro. Grandes calamidades sufrimos, y es bueno que juntos señor y criado hablen del remedio de tantas desdichas. Sabrás que los salteadores han vuelto, y no hallando en el Mellah nada que robar, han saqueado viviendas de moros... Sidi, no extrañes que no te cuente con pormenores lo que ha pasado esta noche, porque estoy sin aliento; mi cuerpo se desmaya, se aniquila; la vida se me quiere escapar,   —283→   sin que con toda mi voluntad pueda detenerla».

-¿Estás herido, Ibrahim? ¿Cuál es tu mal? Por Allah que si no es hambre, no entiendo qué mal pueda ser.

-No se me va la vida por la puerta de ninguna herida, sino por otra puerta, no hecha con arma blanca ni arma de fuego...

Diciendo esto se retiró presuroso, dejándome sobrecogido, y a poco tornó a mi presencia con los alientos más desmayados. Su voz salía del pecho como de un fuelle roto las ráfagas débiles del aire. «Por Allah Reparador, lo que tú padeces, Ibrahim, es el cólera. Vete pronto a casa, aunque vayas arrastrándote. Acuéstate, y que Maimuna te haga té bien caliente».

-A tu casa no voy, Sidi, si no me das escolta de los ángeles Djebreil e Israfil, ni tú irás tampoco, porque tu casa está llena de maleficio. ¿No te dije que la maga Mazaltob, al ir con el falso motivo de pedirnos limosna, cuando tú estabas en la batalla, fue a poner en tu morada el más nefando sortilegio que inventaron los demonios? Yo sospeché, Sidi Mohammed El Nasiry; te conté mis barruntos, y tú soltaste la risa. Pues lo que yo sospeché y temí ha salido cierto, y ahora no puedes ir a tu albergue, porque está lleno de infernales espíritus que después de quitarte la vida, te cogerán por los cabellos y te arrastrarán a la Gehenna.

Perplejo y acongojado, pregunté a Ibrahim qué sortilegio había llevado a mi casa   —284→   la discípula de Satán, y él, después de alejarse otro momento para ir a un menester apremiante de su maligna enfermedad, volvió y me dijo: «Bien puedes imaginarlo, El Nasiry: es el embrujamiento más terrible; el que contra el mismo Profeta emplearon los mosaístas, y consiste en lo que se llama soplar sobre los nudos. Mazaltob, profesora en el embrujar, posee el secreto, y ahora tú eres la víctima. ¿No lo entiendes? Esa perra, es loba de Israel, hizo once nudos en una cuerda, y después de soplar en cada uno de ellos, diciendo unas oraciones endemoniadas, colgó la cuerda dentro del pozo de casa. Con esto basta para que tú, tu familia y criados sufran algún golpe de adversidad muy dura, que acabará en muerte, y el primer ejemplo tienes en mí, que me veo con el terrible corrimiento del cólera».

-¿Pero has visto tú la cuerda con los once nudos, Ibrahim?

-Pues si la hubiera visto, segura era mi muerte instantánea. Para que te convenzas, Sidi, y no dudes de que la Mazaltob te ha soplado los nudos, te bastará saber que al anochecer, hallándonos Maimuna y yo en la casa disponiendo nuestra cena, sentimos que puertas, ventanas y ventanillos daban horribles traqueteos, como si un furioso viento se paseara por todos los aposentos de la casa. Cuando tratamos Maimuna y yo de ver lo que aquello era, caímos al suelo y se nos encandilaron los ojos con un gran resplandor de relámpago verde... Vimos luego diablos   —285→   que recorrían la casa, azotando con sus rabos los muebles, echando a rodar toda la loza y cristales, y entonando unos canticios desvergonzados que nos helaron la sangre en las venas... Te contaré ahora lo más grave, Sidi. He aquí que hallándonos aturdidos y deslumbrados, vino a nosotros una diabla, por más señas muy parecida a Mazaltob, y nos machacó los huesos con un palo, echando de su boca conjuros indecentes; después le quitó a Maimuna las llaves de la casa, que en la cintura llevaba; a los dos nos empujó hasta echarnos a la calle... La sentimos cerrar por dentro... Apenas pusimos el pie en la calle, a los dos nos atacó este mal... A un tiempo fuimos acometidos del primer desmayo frío de nuestro vientre. Ella echó por un lado, yo por otro. Después de mucho andar, desmayándome del cuerpo bajo... infinidad de veces, he tenido la suerte de encontrarte para decirte: «Sidi, no vayas a tu casa».

-No iré... Me has puesto en cuidado. Pero pienso que en la Fe y en las Escrituras encontraremos algún arbitrio para chasquear al perro Satán... Dime, Ibrahim: ¿me engañan mis ojos, o es verdad que amanece?

-Ya viene el día, Sidi... Bendita sea la luz del Sol. ¿Te acuerdas del capítulo Ciento y tres del Korán?

-Sí que me acuerdo. Ese capítulo recito yo todos los días en cuanto veo la luz solar. Es breve y hermoso de toda hermosura y unción. Repitámoslo juntos: «Busco un   —286→   refugio contra ti, Señor del Alba, Señor del Día... Refugio contra la iniquidad de los seres malos que has creado... Refugio contra el mal de la noche sombría...».

-Refugio contra la perversidad de los que soplan sobre los nudos... Refugio contra los envidiosos.

Tres o cuatro veces repetimos con intensa devoción las sublimes palabras del Profeta. Después me dijo Ibrahim: «En otro lugar del Libro Santo encontrarás el remedio que empleó el Profeta contra el embrujamiento judaico de los once nudos. Has de leer con grandísima devoción y recogimiento once capítulos del Korán; a cada lectura de un capítulo, siempre que sea lectura con piedad, se deshará uno de los nudos, y en cuanto los once sean deshechos, desaparecerá el maleficio».




ArribaAbajo- X -

La claridad del día reanimó mi espíritu abatido, infundiéndome la esperanza de salir airoso de tantas calamidades. Propuse a Ibrahim que fuéramos a la casa de la Junta, donde yo encontraría un Korán que leer, y él mejor acomodo para su enfermedad. No me respondió, porque otra vez había ido a su negocio... Le esperé, y enlazándonos del brazo para darnos apoyo recíproco, nos dirigimos a casa de Abeir, la cual por fortuna   —287→   no estaba lejos... Diversa gente encontramos por el camino, en su mayoría judíos pobres y moros pordioseros, y más de cuatro nos preguntaron: «¿Entran ya los españoles?... ¿Traerán comida?». Respondíamos afirmativamente, y observábamos que nuestra respuesta ponía el júbilo en todos los semblantes. Al verme entrar en su patio, el buen Abeir me dijo con la más honrada convicción: «Allah te lo premie. Ya sé que has pasado la noche apaciguando a los exaltados y consolando a los menesterosos. En tu casa has dado albergue a los que perdieron el suyo. Dios Benigno aumentará tus bienes, El Nasiry». Con una reverencia grave asentí, no atreviéndome a responder de otro modo, por no mentir con palabras, que es el verdadero mentir. Dije que a su casa iba en busca de sosiego para el rezo y las abluciones, así como para prestar auxilio a mi servidor en su enfadosa dolencia. Risueño y afable me franqueó Abeir su vivienda grata. Antes de media hora, ya los diligentes esclavos cuidaban de Ibrahim, y yo me entregaba al piadoso rezo en el Libro Santo, comenzando la serie de lecturas que habían de producir el desate de los fatídicos nudos del sortilegio.

Pero he aquí que cuando me hallaba yo en el tercer nudo, o sea en la lectura y meditación correspondientes, un gran ruido de la calle me apartó de mi espiritual ejercicio. Fui llamado con apremiantes voces. Corrí... Abeir se había lanzado afuera con otros compañeros.   —288→   Los demás y El Gazel, a quien Allah confunda, tiraron de mí. ¿Qué ocurría? ¿Qué terremoto estremecía la ciudad en sus cimientos? ¿Qué tempestad disparaba en los aires exclamaciones de ira y de muerte? Pues nada: sucedía que por una parte los españoles, levantado su campo, marchaban hacia la ciudad, mientras los descontentos musulmanes del Ejército vencido se aproximaban por la otra, amenazando con pasar a cuchillo al vecindario si abría las puertas al perro cristiano. De modo que la blanca paloma, cogida entre dos fuegos y entre dos iras, no tendría ya salvación. El peligro me infundió valor. Quiso Allah que el corruptor de mi virtud, Torres El Gazel, se hallase al lado mío en aquellas difíciles circunstancias. ¿Qué había de hacer yo más que seguirle y obrar con él mancomunadamente, pues se trataba de asuntos políticos y no de cosa pertinente a las buenas costumbres?...

Corría la medrosa multitud hacia las puertas por donde presumía que los españoles harían su entrada. Grupos de riffeños procedentes de la Alcazaba intentaban ocupar los baluartes artillados próximos a dichas puertas. El Gazel, más sereno que yo, me dijo que no debíamos acudir a Bab-el-aokla, sino a Bab-el-echijaf, pues él sabía que O'Donnell intentaba entrar por esta parte. En medio del tumulto, supimos que Ahmed Abeir y otros compañeros Principales se habían ido a Puerta de Fez, por donde querían entrar los insensatos partidarios de   —289→   la resistencia. ¿Lograrían atajarles? Más fácilmente les atajaría el General Prim, que con los catalonios, según allí dijeron, se encaramaba por los muros exteriores de la Alcazaba, con la diabólica idea de ocupar aquella posición eminente y no dejar allí títere con cabeza. Tomada la fortaleza, ¿qué podían hacer los levantiscos montañeses más que ponerse en salvo, como los ratones a la vista y olor del gato que ha de comérselos?

De fuera de la ciudad venía un rumor de cornetas que hacía temblar de emoción a los que, hambrientos y sin hogar, habían perdido toda noción de patriotismo. «Ya están ahí», me dijo El Gazel con una expresión de júbilo picaresco que nunca podré olvidar, y corrió hacia Bab-el-alcabar. No fui tras él, porque en aquel instante se reprodujo en mí el extraño sentimiento que paralizó mi acción en la batalla, el terror del rostro de los españoles, a que no podía sobreponerme. Como niño asustado, llegué a creer que tapándome mi cara, no podían las suyas inspirarme tan singular confusión y azoramiento... Mas he aquí que en esto veo venir una banda de riffeños procaces, que clamaban en roncas voces contra España, y de paso arrojaban al suelo a desdichados ancianos judíos y a infelices mujeres. Me cegué; tiré de yatagán y les acometí con fiereza, desembarazándome al instante del que más próximo tenía. Dos moros de buen pelo se pusieron a mi lado, y con garrotazos bien dirigidos   —290→   me ayudaron a la dispersión de la chusma... Envalentonados por mi pronta defensa, los judíos corrieron hacia Bab el-alcabar dando vivas a España y a su Reina... Pero estaba de Allah que yo no saliera en bien de aquellas aventuras, porque al volverme hacia los dos moros de buena traza que me habían auxiliado, no vi más que a uno, y el que vi... pareciome sueño... era el maldecido y execrado profeta español, ladrón de la blanca Yohar.

Dudé un momento que fuera Yahia quien frente a mí tenía, porque su elegante porte y fina vestidura desdecían del empaque pobrísimo con que le vi en casa de Mazaltob. Pero él mismo disipó aquella sombra de duda, diciéndome: «Yo soy, yo soy Juan, no Yahia, como tú me llamas, y harás bien en declararte mi amigo, pues yo te tengo ley, no sólo por lo que eres y lo que vales, sino por memoria de tu familia». Fue mi primer impulso echarle mano al pescuezo; pero la dulzura de sus expresiones afables me alivió del coraje que sentí. «No hallarás en mí benevolencia -le dije-, sino un terrible castigo, como no me expliques al instante qué has hecho de Yohar, cuya piel obscurece la blancura de las azucenas».

-Pues la dulce Yohar, cuyo corazón de miel labraron las abejas del cielo, está buena y sana, en lugar seguro. En su nombre, sabiendo yo lo que te estima, te deseo la paz... Pero si quieres más informes, apartémonos al abrigo de aquel caserón derruido,   —291→   que allí veo unos gandules que a mi parecer están en actitud de apedrearnos. Vente acá, El Nasiry, y con explicaciones te demostraré que debes ser mi amigo.

Dejeme llevar a donde él quiso, moviéndome a ello, no sólo la curiosidad, sino el deseo de hallar en sus explicaciones motivo, más que de afianzar amistades, de desatar furores. Nos hallábamos muy cerca de Bab-el-echijaf, cuyos aproches y baluartes invadía la multitud. Al amparo de unas ruinas, prosiguió Yahia de este modo: «Me alegro de verte en esta ocasión, que es de grande alegría para todos. Yo celebro la entrada de los españoles en Tetuán, porque esto significa la paz próxima, beneficio para nosotros, y más aún para el Mogreb. La paz es mi sola idea, El Nasiry; la paz es mi aliento. Odio la guerra, y deseo que todos los pueblos vivan en perpetua concordia, con amplia libertad de sus costumbres y de sus religiones. Echar a pelear a Dios contra Allah, o a este contra Jehovah, es algo semejante a las riñas de gallos, con sus viles apuestas entre los jugadores. Pero la paz no sería buena y fecunda sin el amor, que es el aumento de las generaciones, y la continuación de la obra divina. Dios no dijo Menguad y dividíos, sino Creced y multiplicaos. Luego Dios bendijo el amor, y condenó las estúpidas guerras. A mí, trayéndome a este pueblo por extraños caminos y con evidente cariño tutelar, me ha dado aquí el amor, pues si yo quedé prendado de la hija de Riomesta   —292→   en cuanto la vi, ella me mostró desde el primer instante una inclinación ciega. ¡Paz y amor! ¿Qué más pude soñar?».

-Farsante, impostor, hilandero de frases galanas con palabras floridas, no pienses que me engañas o que me adormeces con tu hablada música traidora... Dime, dime pronto dónde escondes a Yohar, que quiero rescatarla y devolverla a su padre dolorido. Si no me contestas pronto, te trataré como mereces, y no verás la entrada de los tuyos.

-Veré la entrada de los míos -replicó el maldito Yahia con frío tesón-, porque en mí no hay maldad. ¿Cuándo fue maldad el amor? Yohar es mía, y tú, tú mismo, El Nasiry, vas a decirle al buen Riomesta que me deje a su Perla y no interrumpa nuestra felicidad.

-¿Por ventura estás decidido a comprar la blancura de Yohar con tu abjuración de la fe del Hijo de María?

-Nunca tal pensé, y cristiano he de morir. Aspiro a que ella confiese la religión de Cristo nuestro Redentor... España está ya en Tetuán, y a la sombra de la bandera de O'Donnell, Yohar será cristiana; cristiana como yo... como tú.

Esto de llamarme a mí cristiano, la más grande y mentirosa injuria que en mi vida escuché, debió causarme irritación; pero por la enormidad del disparate sólo sentí desprecio y ganas de echarme a reír. No pudiendo soportar las insolencias de aquel miserable, le agarré por un brazo, y no sé lo   —293→   que habría hecho con él, si en el instante mismo no resonara un clamor que nos notificó la entrada de Prim en la Alcazaba, escalados los muros de esta por los aguerridos catalonios.

«De tus violencias conmigo -me dijo Yahia-, te arrepentirás pronto, y me concederás tu amistad... No temo revelarte lo que aún ignoras. ¿Me preguntas que dónde está la Perla? Pues en el lugar más seguro de Tetuán; en tu casa, El Nasiry, en tu propia casa... Allí buscamos amparo, acosados y hambrientos. Confiando en tu benevolencia, fuimos a pedirte hospitalidad; no quisieron dárnosla, y la tomamos. Tú habías dicho: «Si no tenéis vinagre para curar sus heridas a Mazaltob, id a buscarlo a mi casa...». Fuiste obedecido, ilustre señor. Tu casa es el refugio de los menesterosos... ¿Por qué te asombras de lo que te cuento? ¿Qué sentimientos expresa tu rostro? ¿Es la ira, es la compasión? A fe que no te entiendo».

Ni yo, en verdad, tampoco me entendía. Ved aquí el motivo, Señor. Sobre el grave murmullo de la multitud apelmazada y ansiosa, se destacaba el son vibrante de cornetas. Los españoles se aproximaban; les precedía la voz metálica de sus músicas guerreras, que rasgaban el aire, o lo cortaban con estridencia, como el diamante corta la plancha de vidrio. El ruido de cornetas renovó en mi espíritu con indecible fuerza el terror que los rostros de españoles me causaron el día de la batalla. Pero en aquel Lunes 6 de   —294→   Febrero fue tan intensa mi pavura, que ni aun me dejaba fuerzas para huir. Huir era mi anhelo más hondo; pero este hondísimo anhelo me decía: «No te muevas». ¿Verdad que es raro, incomprensible?... Deseaba yo que los españoles entrasen; pero no quería verlos... verlos no.

Cayó mi ser en intensa perplejidad; me sentí pececillo a quien meten dentro de una redoma con su agua correspondiente. En aquel estado, oía las cornetas fatídicas; oía el relato de Yahia, sin poder contestarlo. Y la voz del español, penetrando en mi cerebro con claridad y vibración semejantes a las de los clarines guerreros, me decía: «En tu morada hallamos consuelo los perseguidos. Mazaltob es mujer buena y sin hiel, aunque tú creas lo contrario. Si le salvaste la vida, ¿por qué te asombras de que viera en ti el hombre pío y generoso, y buscara el abrigo de tu casa? Allá fuimos todos, yo con Yohar la blanca, Mazaltob con sus cardenales, y Simi la destiladora de perfumes... Bajo tu techo encontramos seguridad... ¿Qué fue de tus servidores? ¡Huyeron, dejándonos las llaves, hermoso acto de agudeza y discreción, que creímos ordenado por ti mismo!... De estancia en estancia, lo recorrimos todo. El infalible olfato de Mazaltob descubría los manjares guardados en las alacenas. Comida encontramos, y especias, miel y té... En tanto, Simi revolvía la cocina, donde halló carbón y leña, pedernal y yesca para encender lumbre. Nuestras bocas bendecían al   —295→   sabio, al caritativo Ben Sur El Nasiry. Para que nada faltase, Yohar descubrió los blandos lechos que nos ofrecían dulce descanso... Y no paró aquí el talento de mi Perla, pues revolviendo arcones y armarios, dio con estas elegantes ropas, y mostrándomelas me dijo: «Amado mío, honrarás la casa del señor adornando con sus galas tu mancebía...». Me vestí... reproduje tu persona gallarda.

¡Con doscientos y el portero, y por Allah Gracioso, que no sé, al escribir esto, si debieron moverme a indignación o a risa las manifestaciones de Yahia, original y desvergonzado profeta! Pero en aquel momento, yo era tan incapaz de regocijo como de cólera, por el tristísimo estado de atonía y de inmovilidad en que me puso mi pavor de los rostros hispanos... El estupor me convirtió, no diré que en estatua, sino en muñeco relleno de paja o serrín... Ya estaban los españoles al pie de los muros; ya la multitud se arremolinaba en la trágica disputa de abrir o no abrir las puertas... Yo, mudo y alelado, miré en el cuerpo de Yahia mi elegante caftán listado de rosa y amarillo, en su cabeza mi turbante tan blanco como el rostro de Yohar, y... lo mismo pude acogotarle que abrirle mis brazos... lo mismo arrancarle el traje que felicitarle por su agudeza. Como el estridor metálico de las cornetas ya próximas, retumbaron en mi cerebro estos dichos de Yahia: «Odio la guerra, y en ella soy todo ineptitud. Pero si   —296→   no sirvo para combatir, en los pueblos asolados por la guerra sé encontrar pan para los hambrientos y ropa para los desnudos. Créeme, El Nasiry: la guerra deja en cueros a los hombres, y la guerra los viste».

No supe contestarle. Mi turbación ¡ay!, iba en aumento; yo no podía tenerme en pie. Ya estaban allí los españoles; ya se les franqueaba la puerta... Aparté de Yahia mis aterrados ojos, y humillándome en tierra, oculté con las manos mi cara, para que ningún nacido la viera... El grito de ¡Viva España! ¡Viva la Reina de España!, proferido por los hebreos, me dio tal escalofrío, que hoy mismo me estremezco al recordarlo. Oía la voz de Yahia: «Ya estamos en Tetuán; ya Tetuán es nuestra. Alégrate, El Nasiry, y celebremos juntos la victoria de España y la paz...». Seguía yo tapándome cuidadosamente el rostro para que el desvergonzado profeta no viera las lágrimas que de mis ojos a raudales salían... ¡Allah sea conmigo y me libre de los perversos que soplan sobre los nudos!

Punto final pongo a mis cartas, ¡oh sabio y poderoso Cheriff Sidi El Hach Mohammed Ben Jaher El Zébdy!... He cumplido tu encargo. Vencido el Islam, y dueños ya de Tetuán los españoles, hoy Lunes 13 de Rayab de 1276, te pide tu bendición y la venia para no escribirte más de estas cosas tu ferviente amigo y deudo, Sidi El Hach Mohammed Ben Sur El Nasiry.





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ArribaAbajoCuarta parte

Tetuán, Enero-Febrero de 1860



ArribaAbajo- I -

No siendo cosa segura que el descarado profeta Yahia escriba el relato de sus aventuras pacificantes, conviene utilizar aquí datos y noticias de la propia Mazaltob, para llenar el vacío biográfico de Santiuste desde que abandonó a los españoles hasta que los encontró victoriosos dentro de los muros blancos de Ojos de Manantiales.

Transportado, como se ha dicho, en el asno de Esdras, entró el profeta con sus bienhechoras por Bab-et-tsuts sin ningún tropiezo, y con la misma felicidad llegaron todos a la casa de la hechicera en el Mellah. Compadecidas del herido y admiradas de su mansedumbre, Mazaltob y Simi (que era una de las que cogían hierbas en el verde prado), se aplicaron a curarle la contusión que tenía detrás de la oreja, lo que no fue difícil. Con la quietud y el alimento, este no muy del gusto del enfermo, pero eficaz para repararle, la contusión quedó remediada;   —298→   pero el estado total de Juanito no era satisfactorio, pues a más del decaimiento y de la fiebrecilla que no quería remitir, se hallaba privado en absoluto del uso de la palabra. La idea de fingirse mudo había obrado en su organismo con demasiada intensidad... Diole Mazaltob caldos de ranas, que aseguró eran eficacísimos para estimular las facultades oratorias, y no obteniendo el resultado que se esperaba, discurrió Simi aplicarle un remedio cabalístico llamado el Abracadabra, palabra mágica de origen caldeo, que, según el médico famosísimo Sereno Sammónico, tiene la virtud de despertar en la humana laringe el apetito de la conversación. Sabía Simi la forma y manera de la aplicación del Abracadabra, que consistía en escribir el mágico vocablo en un papel, desarrollando sus letras en triángulo; este papel se doblaba de modo que no se vieran las letras, y se ajustaba a la garganta del individuo atacado de mudez. Hecho esto, se encomendaba el caso con oraciones, haciendo constar en ellas que Abracadabra fue la primera palabra que oyó Adán de boca del Padre Eterno, cuando este creyó conveniente hablar con su criatura... Tuviese o no virtud efectiva este divino talismán, ello es que, al día y medio de tenerlo aplicado a su nuez, salió Santiuste echando cada discurso que daba gloria oírlo.

En tono familiar exento de pedantería el poeta y trovador hablaba de la paz, y era elocuente por lo mismo que no se curaba del   —299→   efecto oratorio. Su gracia persuasiva se manifestaba desde que abría la boca, y el puro lenguaje castellano, adornado de bellas imágenes, la pronunciación castiza y musical, eran el encanto de su auditorio, hecho al desabrido acento judiego-español. Además, su éxito era mayor por hablar a convencidos. Los hebreos, raza mercantil esencialmente pacífica, sin hogar propio, privada en absoluto de arrogancias militares, ni amaba ni entendía la guerra. La espada de Josué desde luengos siglos había sido vendida como hierro viejo. Por su carácter dulce y su fácil y sugestiva palabra, Satiuste fue bien quisto en la Judería y su arrabal de Meca, así como en el que llaman El Prado. Vistió Mazaltob a su huésped con un balandrán viejo, que no venía mal al cuerpo del español; le puso la faja encarnada y el bonete negro, y le mandó a que viera la ciudad y la corriese por todo el misterioso enredijo de sus calles. En el Mellah y fuera de él, los que no le oían hablar teníanle por un sephardim que había venido de Salónica o de Jerusalén a negocios comerciales.

Rodando por Tetuán, pudo apreciar el aventurero que si moros y judíos se peleaban por cuestiones de ochavos, nunca lo hacían por motivos religiosos: sinagogas y mezquitas funcionaban con absoluta independencia y recíproco respeto de sus venerados ritos. Observó también que los sacerdotes hebreos, así como los musulmanes que sin carácter eclesiástico prestan servicio en   —300→   los templos del Islam, eran casados, o disfrutaban la posesión de mujeres con más o menos amplitud. De esto quizás provenía la tolerancia, porque, a juicio de Santiuste, el celibato forzoso es como amputación que trae el desarrollo de los instintos contrarios al amor: el egoísmo y la crueldad. Observó asimismo que la falta de libertades políticas y el desconocimiento absoluto de las constituciones producían en el Mogreb una sencillez legislativa y jurídica que facilitaba la existencia. Érale grato el país en que había caído; la dignidad y el flemático determinismo de los musulmanes le encantaban. Si alguno de estos, con conocimiento del castellano, le caía por delante, Juan le hablaba de la guerra, naturalmente para condenarla. Decía entonces el moro que ellos no habían declarado la guerra, sino que era el Español quien traía la muerte al santo territorio del Mogreb. A los cristianos, que no a los moros, debía el sujeto predicador de paz endilgar sus amenos discursos.

No tomaba Juan en serio la misión de profeta que Mazaltob y Simi querían ver en él. El espíritu del exaltado mozo se había serenado desde que le llevaron aquellas buenas mujeres a la sosegada, aunque no muy limpia, existencia del Mellah. Profeta de paz no podía ser con los hebreos, que ya desde siglos remotos abominaban de la guerra, ni con los moros, que sólo peleaban a la defensiva, ni con los españoles, que jamás se quitarían de la cabeza el delirio deslumbrador   —301→   de las empresas militares. Pero no creyéndose llamado a catequizar directamente a las tres razas afines, sentía dentro de sí un vago prurito de manifestar sus ideas, no por los discursos, sino por la acción... más claro: creíase llamado a ser apóstol de la paz, no sermoneándola, sino haciéndola. Ni él mismo se daba explicación del punto de partida de este anhelo en su alma exaltada, ni del fin a que se dirigía con fuerza más instintiva que voluntaria... Pero él, cuando en los camastros de Mazaltob se reponía de sus caminatas callejeras, pensaba: «¿No será vano el artista que predique los principios de la escultura y no sepa labrar una estatua? ¡Ah!, no seré yo ese artista estéril y baldío. A un lado las retóricas que enseñan reglas infecundas, jamás comprendidas del oyente, y hagamos, aunque sea en barro tosco, la estatua de la Paz».

Estas ideas le rondaban la mente cuando fue visitado por El Nasiry, en quien, por la pureza del lenguaje, se le reveló un español musulmanizado, y por las líneas y la expresión del rostro, el fugitivo hermano de Lucila, que supo cambiar de religión, de patria y de costumbres con flexibilidad inaudita. No podía Juan asegurar que el arrogante moro que le visitó fuera Gonzalo Ansúrez; pero sus sospechas vehementes casi tocaban en la certidumbre. Hablando de esto con Mazaltob, la maga le dijo que El Nasiry era de la casta árabe granadina, y que se distinguía por su nobleza y generosidad.   —302→   Hablaba español por haber vivido largas temporadas en Málaga y Algeciras; no pensaba ella que fuese renegado, aunque algunos había en Marruecos circuncisos en toda regla, y tan perfectos en su transformación de lengua y costumbres, que el mismo ángel justiciante, el día del Juicio Final, no sabría si ponerlos entre los moríos o entre los del Andalús. Despertó esto más la curiosidad de Juan y sus ganas de tratar a El Nasiry, para echarle la sonda y ver si en él se repetía el extraordinario ejemplo de Alí Bey El Abassi. Pero pasaban días, y el moro, disgustado por las diabluras proféticas de Mazaltob, no volvió a parecer por el Mellah... Siguió en tanto el joven español haciendo conocimientos, y entre estos fue muy interesante el del rabino Baruc Nehama, varón provecto, de relativa ilustración y de cierta templanza en su fanatismo, el cual, creyéndole hombre desamparado y errante, y apreciando además su peregrino talento, quiso atraerle al rebaño judaico. Mas a las primeras insinuaciones vio el levita que se las había con un cristiano inexpugnable, y que su sermón catequista era como echar jarros de agua en los arenales del desierto.

Fuerte en su doctrina y dotado de brillante palabra para exponerla, Santiuste rebatía las opiniones del viejo Baruc apenas salían de su boca por entre las aborrascadas barbas, que le daban aspecto de profeta bíblico. Y ante el reposo y serenidad del cristiano   —303→   para combatir la rancia doctrina, el hebreo se incomodaba, perdía el grave continente, y sacaba, no digamos el Cristo, sino las tablas de la Ley, como vicario del amigo Moisés en la tierra... Pero estas exaltaciones del sacerdote de Jehovah pasaban como nubecilla, y el razonar manso de Santiuste llevaba la controversia al terreno escolástico y de esgrima intelectual, descartada toda idea de catequismo. Respetuoso con antagonista de tanto poder, Baruc oía el elocuente panegírico de la Fe Cristiana y de su prodigiosa difusión en todo el mundo. Con algo que recordaba de su maestro Emilio Castelar, y lo que él de su propia cosecha ponía, trazaba el poeta de la Paz cuadros admirables ante los cuales el moderno Aarón permanecía cejijunto, enredando sus amarillos dedos en la luenga barba. Por fin, no sabía el Rabino cómo y por dónde meter una opinión entre el follaje espléndido de la oratoria del joven Yahia; se reconocía inferior, aunque por dignidad de sus funciones sacerdotales y talmúdicas se guardaba muy bien de dar a torcer su brazo. En él resplandecía el orgullo de los que afectan poseer la única verdad, y antes mueren que soltar el signo autoritario con que guían, custodian y apalean a su dócil rebaño.

Hizo Santiuste la apología del Cristianismo en variedad de tonos, descendiendo del sublime al patético; ensalzó la intensa ternura de la predicación de Cristo, por la cual este penetró en las entrañas de la Humanidad,   —304→   conquistándola y haciéndola suya para siempre; marcó luego la obra inmensa de los apóstoles, para afianzar la doctrina del Redentor sobre las ruinas del Imperio, y la siguiente labor de los Padres para fijar en dogmas inmutables todo el organismo de la Hermandad Cristiana; describió la tenaz gestación de la Iglesia para formarse, para edificar su imperio militante y docente, y sostenerlo con robusta trabazón arquitectónica en el curso de los siglos. ¿Cuándo había visto la Humanidad obra tan grande y sintética, ni organización tan poderosa? La doctrina de Cristo había venido a ser la única normalidad espiritual de los pueblos civilizados. Todo lo demás era fetichismo, o bien residuos deshechos de una teogonía bárbara y sin calor. Declaró Santiuste con emoción y solemnidad que de las confesiones cristianas, prefería la católica, porque en ella había nacido y porque era la más bella, la más latina, en el sentido etnográfico, y la que a su parecer responde mejor a los fines humanos. Todo lo que la Iglesia Católica enseña con riguroso método escolar a los pueblos sometidos a su espiritual magisterio, él lo encontraba de perlas: en un solo punto disentía, y era la durísima abstención que llamamos celibato eclesiástico. He aquí el nudo negro. Todo lo encontraba muy bien, menos el negro y apretado nudo. Doctores tiene la Santa Madre Iglesia que deben poner mano en este negocio, si no quieren que se les venga encima un cisma   —305→   que será de los más agitados y calientes que amenicen la Historia de las disensiones religiosas. Y en este punto, declaraba tenazmente el poeta su intención cismática, porque él sentía en sí un vigoroso temperamento sacerdotal: amaba los interesantes ritos, la dulce comunión del alma con Dios, la penitencia confesional, la propaganda evangélica; en fin, todo le placía y encantaba. Pero al propio tiempo sentía irresistible atracción hacia la bella mitad del género humano que Dios formó de una costilla de Adán; hacia la que, acabadita de crear, embelleció con sus gracias el Paraíso y todo el Universo.

Dijo esto el poeta con delicadeza exquisita; y como el Rabino le indicase que el amor de mujer no está vedado a los sacerdotes en ninguna de las religiones, fuera de la papista o católica, declaró Santiuste que esta, siendo la mejor y casi la perfecta, aún tenía que dar el paso que le faltaba para ser la misma perfección, celebrando eternas paces entre la Fe y la Naturaleza. A esto contestó Baruc Nehama sacando a colación con cierto orgullo un texto litúrgico de su Ley, que dice: «Dio gracioso y piadoso, luengo de iras y grande de mercedes, hartarme he de ver tus faces... Bendice simiente de hombres tuyos adorantes, y al templo tráenos chiquitos de tu semejanza. Veamos crecer generancio tras generancio...». Quería decir esto que Dios bendice toda unión de mujer y hombre conforme a su Ley, sin exceptuar   —306→   los enlaces o casamientos de sacerdotes. Agregó el venerable levita esta sagaz observación: «Si el tener mujer los oficiantes del templo es bueno y saludable por los bienes que produce, lo es más, pero mucho más, amigo Juan, por los males que evita».

Quiso Dios que estos paliques sabrosos sobre la compatibilidad de amor y cleriguicio sirvieran de prefacio al encuentro de Juan el Pacificador y la bella Yohar, hija de Riomesta. Acaeció este notable suceso en la puerta misma de la casa rabínica, a la sazón que entraban las dos hijas de Baruc llamadas Rebeca y Alegría, y con ellas la de Riomesta, cuya hermosura eclipsaba la de las otras niñas, como apaga el sol el brillo de las estrellas. Quedó Juan suspenso, y apenas la vio desaparecer tras de la puerta, no sin que la moza echase a la calle una miradita, sintió en su interior un tremendo vaivén, como el de un barco sobre las olas bravas, de lo que le resultó un estado semejante al mareo, terror, ansiedad... Tiró el hombre hacia su domicilio, y encontrándose de manos a boca con la maga, le dijo: «¿Quién es esa divinidad que ahora entraba en casa de señor Rabino? Te aseguro que me ha deslumbrado, como estrella que bajada del cielo anduviese por la tierra vestida de mujer. Bien se ve que es de tu raza, por la blancura y fineza del rostro, y su aire de familia con Esther, Betsabee y otras tales que ilustran vuestras historias». Y Mazaltob le respondió: «Es Yohar, hija de Riomesta, tan   —307→   rico él, que veinte camellos no podrían cargar todas sus patacas. Tanto como el padre es rico, es ella hermosa, y ainda buena de su natural, amorosa y cargada de virtudes blandas, y con habla de sonido dulce que se te apega en el alma. Aplícate a ella, Yahia, que no podrían encontrar mejor apaño tus partes buenas. Si ella es polida, tú barragán, y ainda sabidor mucho. Háblale como tú sabes, con todo el melindre de tu suavidad, y verás cómo te responde con sonriso... No temas, y la tendrás enternerada, y aina serás camello que cargue a un tiempo la mayor riqueza y la mayor hermosura del Mellah».

Aunque lo de ser camello no fue muy del agrado de Santiuste, abrió sus oídos a las palabras de Mazaltob para que las ideas le entrasen holgadamente en la cabeza. Sintiose cautivado de las gracias de Yohar, sin que la riqueza fuese en él estímulo de su inclinación, pues era hombre absolutamente desinteresado y sin ningún apego a los bienes materiales. Tratando con su patrona del cómo y cuándo de aproximarse a la Perla, se le propuso que podían celebrar sus vistas en casa de Simi, la destiladora, pues esta tenía parentesco con los Riomesta por parte de madre. A menudo la visitaba Yohar por el atractivo de los perfumes, a que era muy aficionada. Su padre, confiado y bondadoso, seguro de la virtud de la bella moza, no la celaba con impertinencia, ni le ponía estorbos para que fuese sola a las viviendas próximas de parientes o amigos.

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Pues, Señor, he aquí que al día siguiente de ser Juan deslumbrado por la blancura de la hija de Riomesta, la vio de cerca, la tuvo al alcance de su voz, y mismamente de sus manos, en el taller o laboratorio donde Simi extraía las delicadas esencias de rosas y jazmines. Y Juan habló con palabra turbada: «Yo bien sé, amable Perla, que no soy digno de llegar a tu hermosura y bondad, prendas excelsas en que se esmeró el Criador de cuanto existe. Pero los hombres ambiciosos miran a lo que no pueden alcanzar, y solicitan lo que no merecen. Yo soy de esos, Yohar; ambicioso que no se sacia con nada pequeño, ni con bienes de la tierra; busco y pido los del cielo, que en ti están cifrados. Niégame el amor que te pido, porque así ha de ser, siendo tú tan perfecta y yo tan miserable... Niégamelo y despídeme, que con ser despreciado por ti me contento, si el desprecio trae en sí un poco de misericordia».

Y ella: «Tírate atrás, Yahia o Juan, y no me encariñes el oído. Ya sé que eres decidor fino, y que con tus decires graciosos y mielosos envoluntas a una piedra. Pero conmigo no te vale tu virtud, que so de nieve como ves... Ya ves cómo me río... cómo me río de ti, Yahia». La risa de la linda moza cayó en los oídos del poeta como lluvia de perlas sobre cristal... Esto pensaba; pero al punto rehízo la imagen, diciéndose que el mismo ruidillo gracioso sobre el cristal podía ser producido por garbanzos o granos de maíz.



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ArribaAbajo- II -

Y él: «Bendiga Dios el instante en que te vieron mis ojos. Deslumbrado fui; obscuridad triste llenó toda la tierra cuando desapareciste... Lloré yo mi miseria y escondí mi rostro, creyendo que para mí había concluido el reino de la luz. Ahora te veo, y mi alma se llena de gratitud, pues con mirarme sólo has tenido toda la piedad que como criatura de Dios merezco... ¿Qué más puedo desear después de verte? Sólo verte otra vez es mi deseo, y si no te enojaras, te pediría que me dejases gozar de tu presencia y de tu voz, aunque ninguna esperanza dieras a mi admiración de ti. Eres como divinidad a quien se debe todo acatamiento, y un culto que no puede ser callado, pues la voz se dispara sola en tu alabanza».

Y dijo Yohar risueña: «Cállate ya, embustero gracioso... que por querer ser fino demasiado 5en el requerimiento, echas flores de trapo, sin olor. Exprime tu corazón con verdad y sin tanto requilorio, y ansí te entenderé... Para decirme que so mujer bella y que penas por mí, no hay precisión de tanta cuenta de palabras vacías... Y no me hables de tu miseria, que es mentirosa, pues sé que vienes aquí con fingimiento de omildad, y que con ropas puercas tapas tu señorío de príncipe cristiano. Tu cara dice que de padres   —310→   altos naciste, y tu lenguaraje suena con lustración, que yo no entiendo, porque so inorante... ¡Ay, Yahia, qué bestia bonica verías en mí si me trataras despacio!».

-Si eres joya sin pulimento, más me agradas así. ¿Quieres que este pobre maestro te instruya, y adorne con luces de saber humano el divino entendimiento que posees?

-Sí que deseo polirme, y ser menos bruta de lo que so, que aquí en nuestras partes de Marroco no ha escuelas ande deprender cosas muchas y finas de lustración de Espania, Viena o la Rumanía.

-¿Quieres que proponga a tu padre tomarme de maestro tuyo? ¿Crees que pondrá en mí su confianza?

-No: antes ha de poner mi padre un garrote en tus costillas, y quitarme a mí de que te hable y oiga tus loores graciosos.

-Pues véate yo sin conocimiento de tu padre, y te instruiré, que en ello no ha de haber malicia, Yohar.

-Ni malicia ni perjudicio, sino ganicas mías de ver, de catar sabiduría. Creime, Juan, que es dolor de una mujer verse inorante y abrutada de tantas cosas.

Diciendo esto, y sin esperar la réplica de Juan, dio media vuelta con graciosa rapidez, arremangándose la túnica holgadísima de paño azul que vestía. Los despojos de hierbas, y el polvo y ceniza que invadían el suelo del laboratorio, exigieron el remango airoso de la guapa hembra, la cual sin querer descubrió por un instante hasta media   —311→   pantorrilla. Fue Yohar hacia la mesa o mostrador en que Simi filtraba y trasegaba líquidos, y cogiendo un frasco chiquito que casi no se veía entre sus blancos dedos, volvió junto al profeta, y le acercó el frasco a la nariz, diciendo: «Confiésame tú que nunca has golido desencia tan primorosa como esta. Es de una hierba silvestrina que aquí llamamos enchíchoru, la más prefumosa de los montes, y la que más halaga el sentido. Güele más, y hártate de este olor que es el mío. En tu camisa échate gotas, y golerás lo mesmo que yo».

Dejose el poeta embriagar de aquella fragancia, que se sobrepuso a los demás olores difundidos en el aire espeso del laboratorio. Tanto aroma fuerte le desvanecía, y su cerebro se adormeció en vagas sensaciones. Bellas cosas quiso decir después de perfumarse, como su ídolo le mandaba; pero ella no le dio tiempo a soltar las alambicadas retóricas. «Adiós, mi señor -le dijo mirándole los ojos-. Ya no más plática hoy. Quédate con la paz, Juan». Y él: «¿No veré mañana la luz de mi vida?».

-La verás, para que estés diluminado, que en el obscuro podrías trompicar y caerte...

-Si me engañas, Yohar; si no te veo mañana, al otro día encontrarás muerto al que quiere ser tu preceptor.

-No hagas malas mientes de mí -replicó la hebrea arremangándose por detrás para salir, pero sin mostrar más que los blancos   —312→   tobillos, y los pies en babuchas rojas-. Antes mancarás tú que yo... La primera lición que me des será de los modos de hablar bonicos... So la bestia de Dios... Como me criaron, ansí me ves, sin ningún perfilorio... Adiós, Juan... No me acompañes, ni me sigas con alocamientos. Puede que haiga genterío en la calle. Quitemos razón a los malos pensares.

Trastornado quedó el profeta de la Paz con la gallardía estatuaria, la gracia inocente y bíblica de la hija de Riomesta. Nunca vio mujer que pudiera igualársele. ¿Qué comparación tenían con Yohar ni Teresa, ni Lucila, ni tantas otras bellezas de allá, embutidas en feísimos trajes negros o pardos, y hablando un lenguaje de hipócrita corrección? Yohar era la mujer oriental o asiática, la Reina de Sabá, Semíramis, Herodías, María de Magdala, y ¿por qué no la mismísima Eva con la menor cantidad de ropa? Después de amar a Yohar, podía un hombre morirse tranquilo, llevándose a la eternidad los dejos de inefable ventura... Se enamoró y envoluntó con el fuego de todas las hornillas de amor encendidas por la juventud y sopladas por los poetas.

La imagen de Yohar, tal como en la oficina de perfumes la vio Juan, por instantes se le reproducía en el pensamiento con ilusión perfecta de realidad; por instantes se le borraba, no quedando de ella ni siquiera una vana sombra, y esta privación de la imagen le exasperaba: sin necesidad de conjuro,   —313→   de improviso volvía la imagen hechicera... Declaraba el poeta que no existía debajo del Sol rostro como el de Yohar, tan bello de frente como de perfil, blanco, amoroso, con resplandor de ternura sentimental, y de gracias veladas aún por la timidez. Los ojos rasgados, dormilones cuando la moza permanecía en silencio, echaban y recogían raudales de luz cuando hablaba. La boca, sin soltar una sílaba, expresaba tanto como los ojos. Los ojos, mirando, no hablaban menos que la boca... ¿Y qué decir de la negrura del pelo, que en dos ondas asomaba tan sólo por la frente; qué de aquel pañizuelo de colorines liado en la cabeza con arte exquisito, formando por delante como el pico de una montera, y atrás un bulto que envolvía la madeja liada del abundante cabello? Sobre sus orejas, no pendientes de ellas, sino suspensos del pañuelo por un gancho casi invisible, colgaban dos aros de oro como de cuatro pulgadas de diámetro. Nunca vio Santiuste adorno tan bonito, ni tan oriental, ni tan acomodado a la belleza de Judith o de Dalila. ¡Y qué manos finas, vigorosas! Aquellas manos pudieron cortarle los cabellos a Sansón o separar del tronco la negra cabezota de Holofernes.

El cuerpo, descrito vagamente por los pliegues del túnico, y por lo que de él contaban las extremidades, o las muestras que de estas se veían, no exaltó menos que la cabeza el entusiasmo y la admiración de Juan. ¿A dónde iban a parar los cuerpos de   —314→   europeas con la falaz anatomía que dan los corsés, y el andar corto y medido, sin el meneo de faldas de la mujer de Oriente?... En fin, señalando y ponderando bellezas, el profeta no acababa... Mazaltob, que siempre le oía con gusto por la riqueza y buen son del habla, se burló de él aquella noche mientras le servía la cena, y riéndose le dijo: «Bien garrida es Yohar, por merced del alto Criador... pero más, más... oye de mí... más que su blancura valen las arcas pretas del padre de ella, hombre apañador... ¡Goy, no desmayes, ni te acortes en el pedir cuando tengas a la moza bien sobajada de amor y endulzada de tu querer, clamando por boda!... Ansí te vea yo padre de cien chiquitos como he de verte rico y holgado de dinerales, si haces lo que te digo...». No tenía traza de parar en esta cantinela; pero Santiuste le cortó la palabra, pues su corazón noble y recto no sentía jamás inquietud por cosa tocante al oro y la plata, ni dejaría de prendarse locamente de la incomparable Perla si fuese huérfana y pobre.

La segunda entrevista fue más breve que la primera. Mas la tercera superó en interés y extensión a las dos anteriores. Llevó aquel día la israelita medias de seda, como tributo a la civilización de Europa, y otra túnica azul con una franja delantera y vertical bordada de oro. Por el descote y mangas asomaban encajes. Era un vestido caprichoso, bastardeando un poco la usanza, con lo que quería significar su gusto de la iniciativa y   —315→   de la variación, como sintiendo los desconocidos encantos de la moda. Y dijo Yohar: «He soñado contigo, Juanito... Érades tú un hermoso caballo español negro... yo una mulita blanquita. Venías a mí con relincho gracioso trotando, y yo te tiraba coces... No te rías, que ansí lo soñé. Dirás que so bruta, muy bruta, y que ni en sueños puedo quitar de mí la condición de animala sin sabidoría...».

-Eres encantadora, y tu inocencia vale más que todas las ciencias del mundo. En mi corazón has pegado tus coces divinas, que me destrozan el alma.

-Dime otra vez que si no te quiero te morirás de muerte amorosa, que es lo que más adentro del alma me allega para quererte... No sé si me has entendido, porque no tengo el habla tuya, como diamante tallado que echa luces.

-Sí que me moriré, porque mi vida no sabe ya vivir sola, y es llama que necesita arder en ti... Si no, se apaga. Tú eres el haz seco que ansía mi llama...

Y con esto Juan le echó los brazos, como para sellar juramento de próxima unión ante los altares, sin cuidarse de qué altares serían, o creyendo tal vez que para el caso todos los altares eran lo mismo. Sin hacer gran violencia para desprenderse, Yohar cumplió con lo que el pudor y la decencia le dictaban; lo demás lo hizo la delicadeza de Santiuste. Y ella dijo con seriedad: «No nos aloquemos, y seyamos conocientes del   —316→   mandato de Dio... Quietas manos, y los ojos con virtú; hagamos promisión de ser juntos siempre, y luego pensaremos en las procuras para casarnos con ley».

Y él: «Valor de compromiso solemne doy a todo lo que digo, Yohar. Serás mía, y yo tuyo en este mundo visible y en el otro».

Y ella, con emoción mística: «Oíd, Cielos y Tierra, porque Adonai habló... Conoció buey su comprador, y asno pesebre de su dueño». Con estas palabras rituales que pronunció al modo de juramento, y que en los oídos de Yahia sonaron como la más inspirada fórmula poética que pudiera imaginarse, expresó la israelita su propósito de pertenecer al español en cuerpo y alma. Y dejándose besar las manos, y algo de lo que asomaba de sus torneados brazos, completó así la idea: «¡Comprador mío, dueño mío!... Pesebre nuestro tengamos pronto para siempre».

Toda hipocresía y remilgos, acudió Simi, que presente estaba, a interrumpir un coloquio amenizado con aproximaciones, en las cuales creía ver grave riesgo de la honestidad. Dijo el profeta: «No hemos hecho más que jurar, Simi». Y Yohar: «Tírate allá, pringosa entremetida, que no hemos rompido ningún vaso, ni vaso nuestro, ni del decorío de tu casa. Virtú tenemos, delantre cielo y tierra».

No hay que decir que volvieron a verse al siguiente día, y a ratificar su juramento con expresiones ardorosas, y con todos los gestos   —317→   y mímica que tan dulce intimidad requería, sin que la presencia de Simi viniese a turbarles. ¡Oh, Yahia, profeta gracioso y venturoso! Tus empresas de paz dejarán memoria entre los humanos, por lo atrevidas y eficaces: tú domas el fanatismo, aproximas las razas enemistadas, y pides para todos los pueblos la bendición del Sumo Dios Único... Fue dichoso Santiuste, y su felicidad le tuvo día y noche como en éxtasis, viendo en su pesebre a la que reunía todas las gracias de Eva nuestra madre. Por bien empleadas dio sus fatigas desde que se lanzó al trajín de la guerra. En su viaje al África vio la inspiración del Cielo, o el dedo de Dios, como dicen los historiadores y los políticos cuando quieren dar calidad de cosa divina a sus majaderías pomposas. Obediente también al dedo de Dios, que le sañalaba la puerta de su casa, abandonó Yohar el hogar paterno (llevándose alhajas, algún dinerito suyo, y no llaves, como Riomesta decía en sus imprecaciones lastimeras), para seguir a Juan hasta el fin del mundo: en tal ceguera de amor la puso el poeta con su labia fogosa y el buen gancho que tenía para enamorar. Fue la primera idea de los amantes huir de Tetuán; mas olfateando el peligro, se acogieron al parador llamado el fondak. De allí escaparon más de prisa, por estar lleno el local de montañeses desalmados y de parásitos feroces; vagaron por calles y pasadizos hasta que el borriquero Esdras, a quien Yohar mantuvo a su servicio   —318→   recompensándole con largueza, les deparó albergue en el tenducho miserable de un zapatero remendón, que había escapado de la ciudad. La pobreza y el desaseo de aquellas viviendas no abatió el espíritu de los amantes, ni enfrió la juvenil pasión que a entrambos inflamaba. Eran felices, y sus almas serenas flotaban sobre tanta inmundicia sin contaminarse de ella, como la luz que pasa por los aires infectos sin obscurecerse ni ensuciarse.

Llegó el 4 de Febrero. En la siniestra noche que siguió al desastre, pasaron los amantes horrible susto, viéndose en peligro de ser cruelmente asesinados. Dios, Allah y Adonai juntos defendieron las preciosas vidas de los que por ley de amor eran predilectos de la divinidad. Esdras les puso en comunicación con Simi; esta, en la mañana del domingo, les contó los horrores acaecidos en el Mellah, atropellos, incendios, muertes, y por fin el terrible caso de Mazaltob, que por milagro de Dios y mediación de El Nasiry no pereció a manos de los bandidos... Salidos los amantes de su escondite por indicación de Simi, se fueron a un almacén ruinoso de la calle Caid Hamed, donde ya estaba escondida la hechicera, y allí esta sagaz mujer, asistida de los poderes infernales, concibió el magno proyecto de buscar refugio en la próxima casa de El Nasiry... De la idea pasaron a la ejecución, conforme entró la noche del 5 al 6, y tan admirables disposiciones estratégicas   —319→   y tácticas dio la maga para el atrevidísimo acto, que un éxito brillante coronó la sutileza de ella y la prontitud de todos.

Cuentan los que lo vieron que en la mañanita del 6 salió Juan de su nuevo alojamiento con el airoso traje que encontró en los roperos de El Nasiry, y recorrió el centro de la ciudad, informándose de lo que había pasado durante la noche. El aspecto de las calles y el cariz de la gente que en ellas veía le afianzó en su idea de la fácil entrada del ejército vencedor. En Garsa Es-seguira, vio muchos hombres que disputaban en alta voz, señal de que no había unidad en los pareceres, y sin unidad la resistencia era imposible. Unos corrían después hacia la puerta de Fez, otros hacia las del lado Este; no vio tipos de militar fiereza, sino figuras demacradas, famélicas, con la insana movilidad de quien no sabe lo que quiere ni a dónde va. Pasó luego por la calle Emtamar donde habitaba un gaditano con quien había hecho conocimiento. Deseaba por su mediación ponerse al habla con Riomesta, pues de este y del Rabino era grande amigo el tal andaluz, que fue a Tetuán de barbero y luego puso comercio de ferretería y loza ordinaria. Halló Santiuste la casa y tienda cerradas a piedra y barro, y allí se detuvo un momento dudando qué dirección tomar. En esto sintió voces de tumulto, y vio correr la gente en dirección de la gran Mezquita. La curiosidad le llevó hacia allá... Siguió luego por calles que conducían a una de las   —320→   puertas de la ciudad... ignoraba cuál de las puertas era. Oyó que por allí entrarían o querrían entrar los españoles, y esto le empujó más por aquel camino. Al desembocar en una encrucijada irregular, llena de basuras y escombros, formada por casuchas de una parte, de otra por ruinas, vio que unos montañeses atropellaban a dos pobres hebreos ancianos y a las mujeres de la misma raza que salieron a su defensa. Un moro de buen porte y calidad, a juzgar por su vestimenta, corrió al socorro de los débiles. Pronto se le unió en la caballeresca acción otro señor bien vestido. Santiuste, que con su prestado traje se tenía por tan principal como el primero, acudió a reforzar a los caballeros. En un santiamén quedaron estos vencedores, y dispersos los desalmados... Dio algunos pasos Juan, atraído de un rumor de cornetas que del campo venía... Llegó a la vista de los baluartes que franquean la puerta de la ciudad; vio que al lado suyo, tocándole casi, iba uno de los bravos personajes moros que medio minuto antes habían cerrado contra la canalla. Paráronse ambos, se miraron, y el profeta Yahia se encontró frente a la gallarda figura de El Nasiry.




ArribaAbajo- III -

No hizo Santiuste por evitar la mirada del moro, ni menos trató de escabullirse y poner pies en polvorosa; antes bien afrontó   —321→   gustoso la presencia de aquel sujeto y se fue a él con donaire y confianza. «Yo soy Juan -le dijo-, no Yahia, como tú me llamas»; y de esta sola frase surgió una larga conversación. Ráfagas de cólera, ráfagas de benevolencia notó el poeta en la cara del moro y en su lenguaje de perfecta entonación castellana. Lo que hablaron se perdió en el bullicio del pueblo que les rodeaba y en el rumor de cornetas que del campo venía. No se maravilló poco Santiuste de ver que el arrogante moro palidecía, que sus miradas inquietas se volvían de la tierra al cielo y del cielo a la tierra, y que de su pecho arrojaba suspiros, en los cuales iba envuelto el sonido de alguna palabra ininteligible. Sin duda sufría grave trastorno moral y físico, enfermedad del cuerpo, o profunda turbación del ánimo. El griterío de dentro de la plaza y el ruido militar de fuera crecían. Entre ambos rumores la puerta permanecía cerrada. ¿Se abría o no se abría la puerta?

En el sitio donde estaban Juan y El Nasiry no se veía la puerta, y sí el torcido callejón que a ella conduce. Junto a ellos, entre las ruinas y un paredón interior de fortaleza, vieron la escalera de gastados peldaños, por donde subían y bajaban moríos de mal pelaje que pretendían ocupar el reducto defensor de la puerta, artillada con dos cañones de figurón... Sin verlo, bien se comprendía que los españoles habían llegado a la puerta, y encontrándola cerrada amenazaban con abrirla de par en par a cañonazos.   —322→   El altercado entre los cristianos de fuera y los muslimes que por las troneras del reducto asomaban sus famélicos rostros, se oía desde dentro. No teniendo entereza para resistir ni para franquear gallardamente la entrada, los de arriba dijeron: «No podemos abrir... El Kaid se llevó las llaves». Siguió a esto un estruendo de vigorosos golpes dados en la puerta.

España colérica gritaba: «Abrid, miserables, o pegaré fuego a la ciudad». Con enormes piedras y con las culatas de los fusiles, los españoles cascaban las herradas maderas... Vieron entonces Juan y su acompañante que del reducto bajaban despavoridos los bergantes que allí hacían un vil simulacro de defensa. Al verlos huir, El Nasiry, sin abandonar su actitud de abatimiento les dijo: «La voluntad de Allah sea cumplida...». En el mismo instante, la caterva de judíos y de moros pobres se lanzó por el callejón que conduce al interior de la puerta, y ayudó con piedras a romper lo que los españoles querían romper desde fuera. La Blanca Paloma, la virginal doncella Ojos de Manantiales quedó pronto a merced de su conquistador... Tras un silencio de estupefacción, estalló bajo la bóveda de la puerta, como un trueno subterráneo, la marcha real española. Todo aquel viejo armatoste arquitectónico se estremeció, dando piedra con piedra... Los que tocaban la marcha permanecieron un instante quietos; luego se vieron las bayonetas, los fusiles, los hombres   —323→   que entraban con paso grave... El Nasiry, en el paroxismo de su terror, cogió del brazo a Juan y lo llevó por un callejón que desde la puerta se empinaba entre casuchas gibosas. «No puedo ver esto -le dijo-. Vámonos... escondámonos». Y Yahia: «Déjame, señor, que les vea. Son mis amigos... Ya entran... avanzan ya con paso ligero. Mira cómo les aclama la multitud. Entran con respeto, como hombres de buena educación que delicadamente se acercan a la desposada y le quitan los velos... Al frente viene el General Ríos... también Mackenna...». Estirando toda su estatura para echar una mirada por encima de las cabezas de la multitud, dijo El Nasiry: «Viene con ellos El Gazel, para enseñarles los caminos y guiarles por las calles... Vámonos, Yahia; yo no debo ver esto».

Avanzaron algo más callejón arriba. En una rinconada donde asomaban, por entre construcciones humildes, algunas peñas del cerro en cuya cúspide está la Alcazaba, El Nasiry no pudo ya mantener en tensión las fuerzas del alma que sostenían su disimulo. Dejando correr un raudal de lágrimas, sin cubrirse el rostro ni alterar su voz plañidera, habló de este modo: «La turbación que siento es de las que pueden matarle a uno si se descuida... Asístame Dios... Pues adivinaste tú quién soy, poco será lo que yo tenga que decirte... Esas músicas, esa gente que entra en Tetuán con alegría de victoria, no me dicen cosas   —324→   olvidadas. Lo que veo y lo que oigo es mío, tan mío como mi propio aliento... No digas a nadie lo que has visto en mí, ni repitas mis palabras. Yo debo alejarme de esta pompa y fingir que me entristece lo que me regocija... Tengo aquí un nombre, tengo una posición, tengo un estado, que gané a fuerza de trabajo y de astucia inteligente. No puedo renegar de mi estado, Yahia; no puedo arrojarlo a la calle por un melindre de patriotismo... Guárdame el secreto, y adelante... Sigamos, observemos y disimulemos. El traje que vistes te obliga, como a mí, a ser cauto y prudente».

Desde el sitio en que se hallaban, vieron que entraba el raudal de tropas; los haces de bayonetas brillaban al revolver de la marcha en las angostas calles; el color pardo de los ponchos se iba extendiendo y llenando calles y plazuelas, como sangre inyectada en las venas vacías de la ciudad. La virginal Ojos de Manantiales estaba ya hinchada de españoles, y pletórica de aquel rico elemento vital que se difundía por todo su cuerpo... Las azoteas, coronadas de gente, coronaban también de vagas aclamaciones el estruendo de las músicas que invadían las calles... «Acerquémonos ahora -dijo El Nasiry-, y veamos si entra también O'Donnell». No por donde habían subido, sino por otro callejón que iba a desembocar a la plazuela llamada Garsa El Kibira, fueron ambos a satisfacer la curiosidad y la emoción, el insaciable sentimiento que   —325→   nunca se hartaba. A distancia, por un largo y recto pasadizo cubierto, que era como anteojo, vieron pasar soldados, recorriendo una vía de relativa anchura. Así estuvieron mediano rato: «Mira, mira -gritó de improviso Santiuste-: ese que ahora pasa es O'Donnell... Ya pasó, ya no lo ves...». «Le vi -replicó El Nasiry-, y le conocí por su grandeza, que a mi parecer superaba a la de las casas». Detrás del General en Jefe siguieron entrando secciones de todos los Cuerpos con sus músicas correspondientes, las cuales tocaban la marcha de la ópera Macbeth, muy del gusto de O'Donnell por su marcial aliento.

«En el corazón -dijo El Nasiry retrocediendo con su amigo-, se me queda pegada esa música, y creo que la estaré oyendo mientas viva...». Empujada la puerta más próxima, penetró en una casa de apariencia humilde. Era una de las tres de su propiedad que alquiladas tenía. El pobre viejo que moraba en ella, almuédano a sus horas, a ratos escribiente de un Kadí, había salido a ver las tropas. En el patio, una mora vieja y demacrada recibió al casero: este y su acompañante, descansando en un poyo revestido de azulejos, continuaron su interesante coloquio. Reiteró El Nasiry a Santiuste la recomendación de guardar secreto sobre cuanto le dijese, movido del irresistible impulso de abrir su pecho, en tan grave ocasión, a un individuo de su raza y de su tierra. A las innumerables preguntas   —326→   que hizo acerca de España y de la familia de Ansúrez, pidiendo detalladas noticias de su padre y hermanos, contestó Juan con interés minucioso, apurando su memoria para que nada se le quedase por decir. Con esto acabó el buen Yahia de ganar la confianza del que tenía por poderoso señor musulmán, o renegado de alta escuela, al estilo de Alí Bey... De veras admiró Juan el prodigio de una metamorfosis bastante perfecta para cautivar en confiada ilusión a todo un pueblo.

Ponderó El Nasiry las ventajas de vivir en Marruecos en calidad de moro, disfrazándose para ello de lenguaje, de costumbres y de religión, y ensalzó el beneficio grande que resulta de existir allí muy pocas leyes, simplificación legislativa que compensaba el bárbaro despotismo del Sultán. Este no era tan intolerable para el hombre flexible y astuto que supiera adaptarse al suelo, y hacer sus pulmones al ambiente de un país sin gobierno excesivo, tiranía ciega y caprichosa. Era cuestión de marrullería, de estudio de los hombres y de conocimiento de la fundamental ciencia del Mogreb, que es la Gramática Parda. Él había estudiado más que cien bachilleres de Salamanca para llegar a la cabal asimilación del Islamismo por el lado religioso, por el civil y moral, y podía decir, aparte toda modestia, que pocos picaron tan alto en la sutileza de la conquista. «La llamo   —327→   así -prosiguió-, porque conquista personal es lo que yo he realizado, y no hay otra manera de penetrar en esta salvaje familia. Los españoles no imitarán en conjunto mi obra, y por no imitarme, no serán nunca dueños de Marruecos, a pesar de estas guerras y de estas batallitas vistosas... sí, muy vistosas y con música, hijo mío, pero nada más... Y por fin, si tu intención es quedarte aquí, tómame por maestro, y no des un paso ni respires sin consultarme previamente. Prepárate a una labor dura, y trae a tu entendimiento todas las luces que andan por esos mundos, y alguna más que tú inventes, pues la sabiduría y picardía labradas por los demás no son bastantes, y hacen falta picardía y saber nuevos que cada cual debe sacar de donde pueda».

Tocole después a Santiuste explicar el rapto de Yohar, y en verdad que lo hizo con perfecta honradez histórica, refiriendo los antecedentes del caso y el caso mismo sin jactancia ni floreos sentimentales. Frunció el ceño El Nasiry a la conclusión de la historia, y dijo: «Bien, Yahia: empuje grande de ilusión hubo, según veo, por una parte y otra, y no mediaron más que los engaños propios de amor. Ordena la Naturaleza que se le rinda homenaje, y no hay forma de desobedecerla... Es una tirana que manda en la juventud... ¡Como que ella es siempre joven, y está engendrando sin cesar!... Bien, hijo: lo que no me parece acertado es tu pretensión de que Yohar abrace el Cristianismo.   —328→   Si logras catequizarla, despídete de las riquezas de su padre, que son cuantiosas, hijo. Conozco a Riomesta; sé que no sólo es el más rico, sino el primer rezador del Mellah, apegado fanáticamente a su Ley rancia y a los ritos hebraicos. No, no cederá... Tienes que largarte a España con la moza, si es que quiere seguirte... Hoy, como está enamorada, te dirá que sí, que será cristiana, que quiere el agua del bautismo... Pero no te fíes, hijo, no te fíes, ni creas que esas lindas coces de Yohar que me has contado han de ser siempre blandas y amorosas... Ya coceará de otro modo... Deja que se enfríe un poco el amor, pues no hay cosa caliente que el tiempo no enfríe, y verás cómo la borrica tira al pesebre paterno... Dime otra cosa: ¿tienes tú con qué mantenerla?, ¿piensas que se resignará a la pobreza? Yohar gusta de los ricos vestidos, de las joyas... Sin duda esa víbora de Mazaltob le ha hecho creer que eres tú algún magnate disfrazado de pobre... Sigue mi consejo: haz paces con Riomesta; pídele su borriquita blanca; dile, o hazle creer, que por poseerla en forma de ley entrarás por el aro judiego y te hincarás delante de Adonai».

Como Santiuste declarara enérgicamente que no haría jamás abjuración verdadera ni fingida de su fe cristiana, El Nasiry, luengo de marrullería, astuto y nada corto de explicaderas, le dio palmadas en el hombro diciéndole: «Hijo, vete pronto a España, vete a cualquier país civilizado, que en África   —329→   no tienes más carrera que la de mendigo si no estudias todas las artes del fingimiento. El cristiano que acá venga y no sepa fingir, o muere o tiene que salir pitando. Se hace aquí fortuna más o menos grande según el grado de simulación que cada uno se traiga para poder vivir entre esta plebe... En mí tienes ejemplo vivo del arte de figurar lo que no es... Después de tanto tiempo y de aprendizaje tan largo, ya vencedor en la lucha, todavía me veo precisado a representar más papeles, según las ocasiones que se van presentando... Y para que lo comprendas mejor, te pondré un ejemplo mío, un ejemplo reciente, de estos días, de hoy... Verás, Yahia... atiende un poco».

Limpió su gaznate El Nasiry con ligeras toses, y bien preparado de ideas y razones, prosiguió así: «Tengo yo un amigo llamado El Zebdy, residente en Fez, buen hombre, intachable musulmán, rezador y creyente a macha-martillo, rico y de no escasa influencia cerca del Sultán. Su bondad y humanidad no tienen más límite que la línea del fanatismo; cuando traspasa esta línea, es El Zebdy tan bárbaro y cruel como cualquier otro de su raza, y aún más que tantos y tantos que se ven por ahí. Pues bien: este amigo me suplicó que le contara por escrito todas las ocurrencias de la guerra, desde la llegada de los españoles al valle del Río Martín, hasta que quedaran deshechos ante los muros de Tetuán... No era de mi gusto escribir historias; pero no podía negarme a   —330→   la pretensión de El Zebdy, porque este señor me ha protegido con largueza; me salvó una vez la vida; por él tengo aún esta mi cabeza sobre los hombros; me ha dado dinero y crédito para mis negocios; consiguió que el Sultán me cediera gratis el terreno donde he construido tres casas; y más, más favores le debo. ¿Qué podía yo hacer, Juan? Ponte en mi lugar. Pues Señor... agarro mi pluma y ¡zas!: todas las acciones se las he contado, y sólo me falta la de Tetuán y las trapisondas en la ciudad, tarea que tengo dispuesta para esta tarde, si Dios me da tranquilidad y tiempo...».

-Linda historia será -dijo Santiuste-, escrita sobre el terreno, interpretando la realidad honradamente.

-Quítate allá. ¿Crees tú que es historia lo que escribo para El Zebdy? No, hijo, no es nada de eso, porque he tenido que escribirlo al gusto musulmán, retorciendo los hechos para que siempre resulten favorables a los moríos. Y cuando no me ha sido posible desfigurar el rostro de la verdad, hele puesto mil mentirosos adornos y afeites para que no lo conozca ni la madre que lo parió. En cada párrafo he metido exclamaciones del Korán y gran porción de esas pamplinas con que aquí se alimenta el fanatismo. Allah y la variedad infinita de sus nombres no se me caían de la pluma. Así queda el amigo muy contento y al leer dice: «¡Qué buen creyente es El Nasiry! ¡El Benigno le alargue sus años!». Cierto que si el   —331→   fárrago de mis cartas cayera en manos de un español listo y versado en letras, vería que por los huecos de aquella balumba de citas koránicas y de adulaciones al Mogreb y a sus bárbaras tropas, asoman las ideas cristianas, todo el saber que se trae uno al mundo desde que le ponen en la frente la sal del bautismo. Claro que el bestia de El Zebdy no verá más que la superficie de lo escrito; en el fondo no penetrará, porque su entender romo es incapaz de penetración, como el de todo muslim que no ha salido de estas ciudades apestosas; se holgará mucho de mis falsas historias, y las mostrará a sus amigos. No quiera Dios que ojos cristianos las lean, pues entonces saltará de los renglones el engaño que en ellos se oculta, y adiós fingimiento mío... Allah me guarde siempre... o Dios, si tú lo quieres... y en confundirlos no hay pecado, que de estrellas arriba el que manda es quien es, y no se cura de que aquí le demos este nombre o el otro. Entiéndelo, hijo».

Calló El Nasiry, quedando un ratito en meditación. Juan, metido también en sí, no echaba en saco roto la lección de fingimiento. La pausa terminó con un suspiro del caballero moro, y con decir este a su amigo: «Creo, Juan, que es hora de que vuelvas a casa. Yohar la blanquísima estará inquieta porque tardas... Yo me quedo aquí: mi inquilino, que como amanuense del Kadí es hombre de letras, me tendrá preparados los trastos de escribir. Aquí enjareto mi carta   —332→   al gaznápiro de El Zebdy, y hago tiempo hasta que llegue la noche, pues de día no verán mi rostro las calles de Tetuán. Cuando obscurezca iré a mi casa, que ahora es tuya, y te visitaré a ti y a toda la caterva que allí se me ha metido. Procuraré recoger a Ibrahim y a Maimuna, que amedrentados huyeron de vosotros, teniéndoos por diablos... Entre todos me cuidaréis la casa, que ha venido a ser refugio maternal de moros, cristianos y judíos... Anda, hijo, no te detengas... Allah y la Virgen te acompañen... Dios y la Virgen digo. Todo es lo mismo... Dios hizo al hombre, y el hombre ha hecho los nombres de Dios... Abur».




Arriba- IV -

Camino de su prestada vivienda, Juan pasó por España... España invadía las calles, pasadizos y rinconadas de Tetuán, gozosa, entusiasta, decidora, con todo su vigor de espíritu y toda la sal de su lenguaje. ¿Quién se acordaba ya de las fatigas, de las hambres, de la muerte de compañeros mil, de las penalidades de todos? Gustaban los soldados la victoria como un manjar celestial que asemejándoles a los dioses les revestía de la más pura dignidad, y les inspiraba mayor indulgencia con los vencidos, y más vivo amor a la patria ausente. ¡Fenómeno singular! Traídos a la victoria por   —333→   O'Donnell, todos se parecían a él; en todos se reflejaba la serenidad majestuosa del héroe triunfante. No se maravilló poco Santiuste cuando vio y supo que ni el más leve atropello habían cometido los soldados vencedores: a moros y judíos trataban con afable generosidad, repartiendo entre ellos el pan que llevaban para sí. El triunfo ganado con las dos grandes virtudes militares, el valor y la obediencia, la suma acción, la suma pasividad, a todos infundía ideas y talante de caballeros.

Al pasar por el Zoco, advirtió Juan que en el Mellah gran número de soldados confundían su júbilo bullicioso con la bullanga de las hebreas. No quiso entrar en el barrio judío, donde pudiera aparecérsele la irritada figura de Riomesta, y abriéndose paso entre la muchedumbre de militares, tomó la dirección de su casa. Buscaba rostros amigos, y el primero que vio por dicha suya fue el del beatífico clérigo castrense don Toro Godo, que al pronto no le conoció: de tal modo le desfiguraba la morisca vestimenta. Se abrazaron; mucho tenían que hablar y que contarse; pero Juan iba deprisa, y ya charlarían en mejor ocasión... Con interés vivo y palabra rápida preguntó por los amigos: «¿Y Alarcón, y Pepe Ferrer, y Clavería, y el dibujante Vallejo, y Rinaldi, y este y el otro y el de más allá?». De casi todos le dio don Toro noticias lisonjeras... «Abur, hasta luego...». «Nos veremos mañana...». Diez pasos más, y el poeta de la Paz se encontró   —334→   frente a frente del poeta de la Guerra, Pedro Antonio de Alarcón, que venía de la casa de Erzini con su amigo Carlos Iriarte, escritor y dibujante francés. Grande fue el estupor del de Guadix al ver a su amigo sano, limpio, alegre de rostro y mirada, y con aquel airoso empaque musulmán que cuadraba tan bien a su tipo y figura.

«¿Qué tienes que decir, Pedro, de la metamorfosis de tu amigo? ¿Me creías muerto? Muerto fui, resucitado soy. Abrázame una y cien veces... ¡Viva el África hospitalaria!... ¿Para qué hemos conquistado a la blanca Tetuán sino para establecernos en ella?».

-¡Viva Tetuán, y España por los siglos de los siglos viva! -gritó el granadino con toda la fuerza de su voz, los brazos en cruz-. ¡Cuánto me alegro de verte! ¡Qué guapo estás! ¿Quién te ha dado esta ropa? Pillastre, ¿has conquistado alguna morita?

-Ya te contaré... Tengo prisa... vuelvo. ¿Dónde me esperas? Tenemos mucho que hablar.

-¿Estabas aquí cuando la batalla del 4 de Febrero?... ¡Acción clásica de guerra! Yo veo en ella el triunfo de la Artillería, y la obra maestra de O'Donnell. Ensalcemos esta grande ocasión de los tiempos presentes. ¡Con cien mil de a caballo, cuándo nos veremos en otra!... ¿Pero tú qué has hecho, qué haces ahora?

-Si viene la paz, haré la historia de ella... Lo que falta para llegar a la paz, yo lo contaré   —335→   al mundo. No me mires con burla. Ya te demostraré que alguna hojita de los laureles que habéis conquistado me corresponde a mí... Tetuán, la Blanca Paloma, nuestra es... Si vosotros con el acero y la pólvora habéis hecho una gran conquista de guerra, yo, con pólvora distinta, he hecho una conquista de paz. ¿Cuál será más duradera, Perico?...






 
 
FIN DE AITA TETTAUEN
 
 


Madrid, Octubre-Noviembre-Diciembre de 1904-Enero de 1905.