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Alejandra Magna. (Bitácora de la búsqueda del «porco grande»)

Carlos Franz





«Somos lo que comemos».


Goethe                


¿Qué culpa tengo yo si me gustan gordas? La veo comer junto a la fogata. Alejandra roe el hueso del muslo de un pecarí que cazamos esta tarde. Está sentada en el suelo de tierra, con sus poderosas piernas cruzadas, echada hacia adelante para evitar que la sangre negruzca del asado resbale sobre el balcón de sus pechos superlativos, desnudos. Me descubre mirándola deleitado y me lanza un beso con la boca sucia de grasa brillante, sus dientes blancos y sanos resplandeciendo sólo un poco menos que los pícaros ojos celestes encendidos por las brasas del fogón. (¡Y por el recuerdo de las cosas que hicimos en la orilla, hace un rato!) Estamos sentados bajo el techo cónico de hojas de hirapai trenzadas, en la choza comunal sin muros -para que circule el aire pegajoso que viene del río Pacaa Novo1. Mis queridos Wari rodean la fogata y todos comemos como se usa en la selva amazónica, con silencioso y agradecido ahínco (porque nunca se sabe cuándo habrá más). Pero la que más come, más que cualquiera de los nativos, es Alejandra. Mi Alejandra Magna.

Cómo ha cambiado. Hace menos de un año, cuando salimos de Londres para este viaje a las regiones ecuatoriales, era todavía esa hembra posmoderna y puritana (¿no son acaso estos conceptos la misma cosa?), devota del agua mineral, las ensaladas macrobióticas, y el sexo higiénico. Y sobre todo, avergonzada de una gordura que no podía disminuir sino sólo, apenas, mantener a raya con muchas horas de gimnasio y muchas más de hambre. En estos meses ha perdido esas inhibiciones, el puritanismo de sus ideas políticamente correctas acerca de la nutrición y la procreación, el culto del cuerpo sano. Ahora come de todo, se baña desnuda frente a la tribu sin que le importe que le miren sus michelines, fuma canutos y bebe chicha con resistencia de percherona. Y por la noche no hay pliegue de su cuerpo que no me ofrezca (más bien, que no me exija tomarle).

Alejandra rebusca en un cazo de greda y se lleva a la boca un xocin, uno de esos gusanos del grueso de un pulgar, que los Wari preparan fritos y que tienen por exquisitos -como los gusanos del maguey que saborean los mexicanos. Ella me mira a los ojos entre las llamas de la fogata mientras el bicho enroscado, blando, con la punta rojiza (extrañamente similar al pene de un niño, ahora que lo pienso), desaparece entre sus labios. Una gota de la pulpa blancuzca de su interior rueda por la comisura de su boca y antes de limpiársela con el revés de la mano, quizás con deliberada lentitud, Alejandra (¡Alejandra Magna!) me sonríe con esa felicidad pura y a la vez pícara que la consume -la come entera- desde que nos vinimos a la naturaleza.

Porque antes nunca gozó comiendo, ya lo he sugerido. Se lo pasaba haciendo dietas sin resultados. Rechazando operarse porque sería una hipocresía políticamente incorrecta acuchillar su cuerpo para parecerse a esas modelos de la anoréxica belleza contemporánea. Forzándose en cambio a gustar de su diferencia: uniéndose a movimientos de ciudadanos gordos que pedían respeto para su tamaño, tallas especiales de ropa y asientos más anchos en los aviones. Mientras, en secreto, vivía desconfiando con ultrajada dignidad de quienes -como este servidor- le dijeran que así estaba muy bella, rebosante de hermosura, que incluso unos kilos más la tensarían otro poco.

Y es verdad. Porque decir que es gorda no es expresar su belleza. Alejandra, para que me entiendan los escépticos, tiene forma de ocho. Tiene las formas de la mujer ideal. Sólo que amplificadas, aumentadas a la condición de paradigma. Retrato hablado: es medio chilena y medio sueca; mezcla de mapuche y vikinga. Pelo negro y lacio discrepando de la piel blanquísima y los ojos celestes, que refulgen sobre los pómulos aindiados, prominentes. Gran tórax que sostiene un par de tetas alzadas y macizas. Hombros anchos y brazos fuertes, de nadadora. De hecho, fue seleccionada nacional sueca hasta los diecinueve años, cuando se lesionó y tuvo que dejar de nadar. Lo que no pudo dejar fue la dieta de entrenamiento (desayuno con cereales y bistecs). A los veintiuno ya había alcanzado los noventa kilos, sin perder nada de sus músculos, ni sus formas. Esos brazos que podrían estrechar a un hombre hasta triturarle las costillas, culminan en unas manitos de muñeca, con hoyuelos y dedos largos y delgados. Esa combinación entre masa y delicadeza es Alejandra. Por debajo de aquel busto de soprano una cintura que casi me es posible abarcar con ambas manos. Y más abajo, más abajo... El sexo hundido en un profundo valle (el vello no se ve, o es apenas un resplandor de musgo al fondo de un estanque), las piernas macizas y torneadas, y -soportando toda esa belleza- los pies finísimos y delicados donde sólo las nervaduras de los huesitos largos, los tarsos y metatarsos siempre tensos, delatan todo el peso que están sosteniendo2.

Quizá mis colegas en la profesión me comprendan mejor que el resto de los mortales. Los antropólogos conocemos ideales de belleza que hoy subsisten sólo en paraísos arcaicos y secretos como este. Donde el hombre vive aún su gozosa e inocente edad edípica, enamorados de la madre naturaleza. Las hembras de esta tribu intocada son maravillosamente diferentes al macho. Si ellos deben ser atléticos para correr detrás de sus presas humanas o animales, ellas -como las mujeres primitivas que representan la mayor parte de las pinturas rupestres- son natural y gozosamente gordas. Naturalmente, pues son las depositarias de las reservas de energía para la prole. En tiempos de escasez -que son los más- sus grandes tetas dan de mamar a los cachorros de la tribu, e incluso, me han dicho los viejos chamanes, a los guerreros. Esperando en sus aldeas al borde de los ríos, las hembras no sólo cuidan la bodega, sino que son la reserva alimenticia para cuando vienen las grandes lluvias y las crecidas que los aíslan por meses3.

Y mientras tanto Alejandra, mi Alejandra Magna, se deleita ahora con el guiso de hormigas culonas flambeadas y ligadas en una pasta de maíz. Me recuerda el foie gras poileé, que comimos en el restaurante Jules Verne de la Tour Eiffel (tan lejos, un millar de años adelante de este pasado). En la oscuridad casi absoluta de esa terraza acristalada donde todo es negro, incluso los platos alumbrados apenas por débiles lamparillas -lo que permite concentrarse sólo en comer y mirar la luminosa gloria extendida de París- Alejandra paladeó el foie que yo le había sugerido exhalando un discreto suspiro de placer que, sin embargo, esa vez como tantas otras reprimió de inmediato. «Basta. No quiero más de esta grasa», me dijo y volvió a su platillo de berenjenas desaliñadas.

Alejandra era traductora en la UNESCO (habla media docena de lenguas, y ya está aprendiendo la de esta tribu, con facilidad pasmosa). Así la conocí. Fui a presentar ante el organismo un proyecto para la protección de mis queridos indios Wari, de los que apenas quedan dos mil en el Amazonas (esperanzado en que así mis colegas se concentrarían en corromper la inocencia de las reservas indígenas, y dejarían tranquilo a este grupo en estado puro). Y ahí estaba ella. Le tocó traducir mi proyecto al francés y me llamó para pedirme precisiones sobre ciertos términos antropológicos. Quería saber cómo sería adecuado traducir «ritos de ingestión funeraria». Intenté explicárselo del modo más suave posible. Pero confesaré que no estaba muy concentrado. Su descomunal belleza me retrotraía a tiempos lejanos, a mi infancia, a las nanas indias en mi Chile natal. No podía apartar la vista de sus vastas formas, mis ojos resbalaban por esos montes y lomajes, hasta despeñarse por el vertiginoso entre seno. Y de pronto la oí decirme con una escandalizada perplejidad (por su lado sueco, Alejandra es luterana):

-¡O sea que son caníbales!

-No exactamente. Los Wari se comen a sus muertos. Los cocinan y se los comen. Los misioneros convencieron a la mayoría, en los años sesenta, de que los entierren. Sin embargo el grupo que yo encontré -y que hará mi gloria, aunque esto no se lo dije- sigue comiéndoselos. Tengo grabaciones donde el chamán me explica que nuestra costumbre de dejar que los parientes se pudran en la tierra y se llenen de gusanos les parece mucho más repugnante. Ellos, en cambio, los ingieren, asimilan las esencias de sus cuerpos, y de ese modo los llevan siempre consigo. En mi última investigación de campo...

No sé que más le dije. Probablemente pedanterías de mi profesión: mis conferencias, mi cátedra en Londres, la tesis que me dirigió el mismísimo Lévi-Strauss (con el que más tarde rompí). Incluso le confesé mis recientes debacles académicas. El estudio en el que adelantaba la idea de que el canibalismo ritual debía ser considerado la manifestación más sofisticada y humanista de una cultura, en lugar de salvajismo primitivo. Tesis que ya había intuido Montaigne en su ensayo sobre el tema, por ejemplo, pero que la revista Nature me rechazó, mientras me ridiculizaban mis colegas ¡a los que refutaré de un modo que no dejará lugar a dudas4!

Creo que grité, gesticulé, arrojé la servilleta negra al suelo, los demás comensales en las penumbras del restaurante de la Tour Eiffel (en la cúspide de nuestra civilización) volteaban a mirarnos (ojos de fieras en la noche de la selva). A duras penas me contuve, temiendo que en lugar de impresionarla y seducirla, Alejandra se hubiera asustado con mi exabrupto. Pero no, ella es más simple y más sabia -luego lo sabría. Lo que le gustó de mí fue otra cosa: a pesar de mi apariencia doctoral, yo era un explorador que había viajado por lugares remotos y casi inaccesibles. Lo que la deportista en ella -amante del trekking y la vida natural- siempre había soñado.

Luego de aquel primer encuentro traductivo-gastronómico en París, no todo fue miel sobre hojuelas, sin embargo. Alejandra -hija de un exiliado político chileno nacido en Temuco, que enamoró a una sueca veinte centímetros más alta que él en Upsala- tiene un carácter digno de las tribus australes y boreales que hay en su sangre. Las terribles mujeres mapuches que torturaban personalmente a sus prisioneros (ellas le cortaron los brazos con conchas afiladas al conquistador Pedro de Valdivia, y los pusieron a asar para comérselos en su presencia). Y las vikingas que preferían a sus guerreros muertos antes que derrotados. No todo fue fácil con esta hija de los antípodas. Intentar convencerla de que hiciera excepciones a sus principios dietéticos e higiénicos, tanto en la comida como en el sexo, casi me costó su amor.

Mi Alejandra Magna enfrentaba el sexo con igual desconfianza que la comida (que ya la había traicionado una vez). Se duchaba antes de meterse a la cama conmigo, y no me aceptaba -hasta que nos vinimos a la selva- caprichos tan inocentes como ponerse en cuatro patas dejando que sus enormes tetas colgaran sobre el rostro devoto de su adorador hasta casi sofocarme. En realidad, no me aceptaba nada que no fuera la deportiva equitación tradicional en la cual yo siempre me agotaba antes y ella, desesperada, terminaba por aferrarme del culo y sacudirme contra su clítoris como si yo fuera un inmenso dildo, un consolador, hasta alcanzar un orgasmo vigoroso, cuyos mugidos despertaban a los vecinos. (A continuación, partía de inmediato al bidet)5.

Fue una lenta paciencia. Ya perdí la cuenta de cuántas veces tomé el Eurostar en Waterloo Station, al lado sur del Támesis, para cruzar el túnel bajo el canal hasta la Gare du Nord, mientras en el trayecto, cada vez más agitado, iba urdiendo planes que me permitieran convencerla de que pidiera ciertas cotelets d'aigneau en la Brasserie Boffinger donde cenaríamos (¡ah, cómo soñaba yo con verla desgarrar esas grasientas costillitas, casi humanas, con los dedos!). Y luego -todavía más difícil- una vez llegados a su pequeño y coqueto estudio en el Marais, cuánto le rogué que me permitiera contemplarla a mis anchas, desnuda y de pie entre las puertas espejo del armario: sus carnes multiplicándose en esa ilusión de infinito que producen los espejos enfrentados. En lugar de que corriera de la ducha a la cama, tapándose con la sábana y apagando la luz, para ponerse de inmediato en la posición del misionero.

-Pervertido -me llamaba, auténticamente ultrajada-. ¿Por qué quieres mirarme así?

-Porque eres tan masivamente bella, Alejandra Magna -le contestaba yo.

Y ella me observaba con cierta incrédula perplejidad que por momentos se transformaba en auténtico rechazo, en asco. Poco a poco llegué a adivinar lo que ella, calladamente, temía. Ese cuerpo suyo, esos pliegues y rollos que estaban tan lejos de sus magros ideales posmodernos, sólo podían ser bellos para un auténtico pervertido. Y aún peor, esa insistencia mía en que comiera platos ricos en grasas, salsas bearneaise, magret de pato confitado, ¿qué otra cosa podía ser sino un deliberado y perverso intento de engordarla aún más? ¡Un intento de cebarla, de convertirla en la cerda obesa de sus inexpresadas pero presumibles pesadillas!

Recuerdo cuando esa sospecha terrible terminó de alumbrar en ella. Estábamos en el St. John, el restaurante en la calle del mismo nombre en el East Side de Londres. Alejandra había venido a visitarme ese fin de semana y la llevé a este figón de moda, cerca del Smithfields Market, con su apariencia y olor a carnicería; y su cartel que representa un cerdo («nose to tail eating»). Tal vez bebí más borgoña del indicado, y probablemente insistí más de la cuenta en que debía probar los marrow bones, especialidad de la casa. Supongo que hasta le hice la mímica de cómo se chupaba la médula del hueso, succionando por un extremo la deliciosa pulpa que se deshacía en la boca... El caso es que a Alejandra se le llenaron los ojos de lágrimas, y sin decir palabra se levantó de la mesa y salió escapando a la calle oscura. Para cuando conseguí otro black cab y llegué a mi departamento, ya se había llevado su maleta y probablemente estaba tomando el primer Eurostar de vuelta a París.

Todo el que haya vivido alguna vez una gran pasión sabe de lo que hablo. La privación, el dolor físico de su ausencia, el hambre de su cuerpo. Tras dos semanas de llamadas sin respuesta, viajé a París y me instalé en las escaleras de su edificio en la Rue de Sevigne, no muy lejos de la Place de Vosges, a esperarla. Estaba dispuesto a rogar de rodillas si era necesario, a implorar perdón, a convertirme al vegetarianismo y al jogging si ella me lo pedía. Y prometería nunca más encender la luz y descorrerle la sábana para contemplarle sus rollos a traición mientras dormía.

La solución fue más simple. La inspiración es así: la imprevista gota de genio destilada por un deseo muy largo. La sentí subir las crujientes escaleras de madera. Reconocí su tranco poderoso de percherona escandinava. Imaginar sus robustas pantorrillas me quitó el aliento y el valor, pisoteando todos mis planes. Cuando la vi en el descansillo, con la nariz respingada levemente sudorosa por el ascenso y los ojos celestes de walkiria colérica, algo en mí me sopló este invento en la oreja izquierda (que es por donde mis recias nanas indias, en el Chile de mi infancia, me decían que hablaba el diablo):

-Pedí un sabático. Me voy al Amazonas a terminar mi nuevo libro. Y quiero, necesito -balbuceé-, que vengas conmigo.

Ella inspiró como para protestar. Sus grandes pechos hincharon la blusa blanca (mojada de sudor en las axilas). Parecía que en cualquier momento me iba a gritar a todo pulmón (lo que en su caso es mucho pulmón) que me largara. Y en ese instante la luz automática de la escalera se apagó y quedamos a oscuras. Di un paso hacia ella, y agregué, cada vez más inspirado:

-Comeremos sólo cosas naturales, casi crudas, las comidas de los nativos. Te lo prometo. Y no habrá espejos junto a las camas. De hecho, no habrá camas. Sólo hamacas, supongo...

-Me llevarás a explorar -susurró Alejandra, como arrullándose, soñando en la oscuridad.

Oí como depositaba en el suelo el bolso de papel donde traía sus provisiones dietéticas. Y un segundo después me había alcanzado y me estrechaba en la oscuridad, entre sus poderosos brazos de nadadora. Mientras mis manos febriles aferraban -por fin de nuevo- sus pechos que, por mucho que los rodeara, no podría nunca abarcar.

*  *  *

Después fue este entregarse a la naturaleza. A la corrupción lenta, feliz, a la dichosa descomposición de nuestros prejuicios que nos va librando de la rígida y vigilada vida europea. Qué equivocado estuvo mi maestro: los «tristes trópicos» sólo lo son para quien no se atreve a entregarse hasta que sus melancólicas ideas sean devoradas por ellos.

Alejandra ha sido la perfecta verificación de esa sospecha. En este lugar donde la naturaleza no se cultiva sino que nos cultiva, los prejuicios modernos sobre vida higiénica, dietética y «natural», todas esas infelicidades fueron resbalando paulatinamente de ella. Al mismo ritmo con el que se desprendía de esas faldas y blusas holgadas con las que tapaba sus rollos, para quedarse sólo con unas sudaderas apretadas -casi perforadas por las puntas de los pezones- y shorts con muchos bolsillos que dejaban ver los muslos poderosos, tensos en el acto de hacerme la sillita para que me trepara a un árbol (buscando el nido del famoso picaflor de Rondonia). Porque Alejandra ha sido una aliada invaluable en esta, mi investigación final de campo. Confundiendo nuestras pistas -para evitar colegas plagiadores que pudieran seguirme- nos internamos solos en la selva desde Porto Velho hacia el Matto Grosso, a pie y sin porteadores. Yo abría la ruta con mi machete y mi brújula, mientras ella me seguía con nuestras mochilas aupadas en sus vastas espaldas, cargando la impedimenta suficiente para al menos un año, resoplando pero sin rendirse. Así trepamos laderas lodosas, cruzamos pantanos y ríos torrentosos, que ella nadó primero para luego tirarme desde el otro lado una cuerda y arrastrarme hasta su orilla.

Finalmente llegamos a la región lingüística Txapakura, donde los OroWaramXijein, primos aculturados de mis indios Wari, nos recibieron con un gran banquete6. Allí tuve la primera confirmación de los milagros que puede obrar la verdadera naturaleza en una mujer que se creía natural. Alejandra comió sin chistar todo lo que le pusieron por delante: piraña rehogada en aceite rancio, y manito de mono frita en su propia grasa. Por si fuera poco fumó de la pipa comunal y bebió licor de corteza. Comprendí que todo lo hacía porque le parecía «étnico», y habría sido prepotencia «eurocéntrica» rechazarlo. Pero asimismo supe que pronto olvidaría también esas ideologías para entregarse al puro placer primitivo de reconciliarse con su cuerpo. En efecto, esa misma noche, en el entusiasmo de su liberación -e imitando a las mujeres de la tribu que la toqueteaban, admiradas de su tamaño y color- se sacó la sudadera dejando ver sus vastísimas ubres mitológicas (y de pasada los pliegues rebosantes de sus michelines). Poco después, completamente borracha, la vi retozando con varias indias jovencitas que se trepaban sobre ella como los liliputienses sobre Gulliver. ¡Mi mestiza sueco-mapuche, que lejos estabas de la parroquia materna en Upsala!

Mi amigo, el jefe de los OroWaramXijein, me codeó e hizo el gesto de relamerse mirando a Alejandra. Estos aborígenes son así: comunales en sus deseos. Quizá me va a pedir que se la preste, pensé yo por un momento, ingenuamente. Pero no era exactamente ese su apetito. Lástima, me dijo el jefe, en su portugués gutural, que ya no comamos «o porco grande». El cerdo grande. La cotizada carne de blanco que comían hasta la época de sus abuelos7.

Nosotros, en cambio, a medida que nos internábamos hacia estas regiones ignotas donde viven mis Wari en estado puro, nos aproximábamos al ideal de comerlo todo. Todo lo que en Europa parecía sucio o pecaminoso, o criminal incluso. Yo, sin ir más lejos, al hundirme en la selva me fui hundiendo también -y cada vez más- en Alejandra, saciando todas las hambres que antes ella me dejaba insatisfechas.

Ahora, cuando hacemos el amor de noche en las tibias orillas lodosas del Pacaa Novo, siempre hay estos dos momentos. Primero nadamos juntos hasta el centro de la poderosa corriente. Hasta un punto desde el cual yo no podría volver solo a la orilla. Allí jugueteamos un poco: un juego perverso en el que ella me sostiene y a la vez me amenaza con dejarme ir, corriente abajo, hacia los intrincados e infinitos afluentes amazónicos, hacia el reino del gigante Towira Towira, en el más allá subacuático de los Wari. Y luego, cuando ya me abandonan las fuerzas, en el último instante, ella me rescata y me saca a remolque, nadando con un solo brazo, mientras me rodea el cuello con el otro manteniéndome la cabeza a flote. Al hacer pie, Alejandra me toma en peso y me saca del agua en brazos, como se lleva a una novia a su lecho nupcial, hasta depositarme en el labio húmedo y tibio de la orilla, a salvo. Yo me dejo transportar, apretado contra sus grandes senos, sintiéndome un niño dios, adormecido de placer, que es llevado a la cama donde gozará de la madre tierra. Porque allí, en efecto, gozamos de nuestro segundo momento: antes de hundirme y ahogarme en ella -como antes casi me ahogué en el río- yo le pido que siga de pie mientras la contemplo de rodillas, abrazado a sus dilatados muslos. Desde allí, ínfimo, pequeño, infantil, la veo en su auténtica perspectiva: enorme, primigenia, universal. Mientras Alejandra Magna, recortada contra la luna llena que tiembla de calor en el cielo color cobalto de la selva, se deja mirar a pasto, se deja adorar, y al fin se agacha, desciende, condesciende, y me acaricia suavemente las mejillas con sus pechos colgando -¡al fin!- sobre mi cara. Es como si la propia vía láctea se agachara para alimentarme con su chorro infinito. Luego, la diosa entera se arroja sobre mí y me aplasta y me sofoca y me deja apretarle todos sus dobleces. Y hacer con ellos otras cosas que no detallaré, pero que tienen que ver con las posibilidades innumerables de acoger y absorber y tragar que tienen los pliegues y los rollos sudorosos. Hasta que a los aullidos de la selva se une el nuestro en la orilla desconocida donde me hundo y me dejo engullir dichosamente volviendo al seno del que vine.

Así, en estas noches, de estos meses, en esta edad anterior del mundo, he encarnado, he hecho carne mi teoría. He comprobado lo que sólo se sospecha en la supuesta civilización de la que vinimos. Nadie se sacia, verdaderamente, hasta que no ha sido comido.

Ya sólo me queda un paso más. Ahora mismo ella se emborracha de felicidad, henchida todavía por las devociones que le tributé en la orilla, bebiendo con las mujeres jóvenes de la tribu que festejan el Hüroroin, la fiesta de la chicha fermentada. El chamán con sus pelos teñidos de barro rojo me hace una seña de inteligencia por sobre la fogata, con su pipa. Ya es hora. Debo terminar estas notas. Cerrar mi bitácora. Antes de hacerlo le lanzo un último beso a mi Alejandra Magna. Con lágrimas en los ojos que ella no puede ver, pero que si lo hiciera atribuiría al humo verde de las yerbas que hemos estado fumando. En unos minutos me internaré en el bosque donde acechan los guerreros con sus machetes de acero brasileño, nuevos, relucientes, que yo mismo les traje de regalo...

Mañana, como en los viejos tiempos, mis queridos Wari asarán y comerán el «porco grande». Que vivirá en todos ellos -en su carne y en su sangre- sin corromperse jamás, trasmitiéndose de boca en boca, de estómago en estómago, generación tras generación. La demostración de mi tesis estará completa. Yo seré la demostración. Yo viviré en la tribu intacta que descubrí y en las vastas carnes de mi Alejandra Magna a la que liberé de sí misma. A ella -ese es el trato- le darán lo más delicado de mis partes8.





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