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[Alfonso de Lizana]

Francisco de Paula Mellado

Pilar Vega Rodríguez (ed. lit.)

Uno de nuestros compañeros de viaje, enterado de nuestra misión de recoger historias, cuentos y leyendas, nos refirió la siguiente.

Alfonso de Lizana, noble y anciano caballero aragonés, fue uno de los favoritos guerreros del esforzado Jaime I.

Al apoderarse este monarca de la antigua Murviedro1, arrojando para siempre a los moros que la ocupaban, dejó a Alfonso por su alcalde o gobernador.

Era su única hija y heredera la bellísima Berenguela, joven no menos sobresaliente por su hermosura que por sus virtudes y habilidades; la que entre la multitud de paladines que aspiraban a su mano distinguía a Jorge de Moncada, uno de los más amables y valientes.

Tenía éste un hermano mayor muy semejante a él en el rostro, pero no en el alma, que también estaba enamorado de Berenguela, y se llamaba Armengol.

Alfonso de Lizana, verdadero caballero de la Edad Media, veía con dolor casi extinguida su noble raza por falta de un hijo varón, y así quiso al menos que Berenguela diese nietos valientes, e hizo publicar al son de trompetas, que no sería esposa sino del guerrero más famoso que antes de obtener su mano había de acometer una arriesgado empresa.

Era ésta no menos que llegar hasta Jerusalén, dar muerte en combate singular a tres sarracenos y traer a España sus cabezas.

Entre todos los amantes de Berenguela, solo se decidieron a marchar a la Tierra Santa, Jorge de Moncada y su hermano y rival Armengol. Embarcáronse para Génova, y allí se incorporaron a un cuerpo de cruzados que iban a —103— rescatar el Santo Sepulcro. Distinguióse Jorge desde los primeros días, y muy pronto conquistó con su valerosa espada el sangriento trofeo que el padre de su amada le había señalado por precio de su dicha.

Disponíase ya a regresar a España, cuando un paje de su hermano vino a traerle de parte de este un cartel de desafío en que le prevenía fuese acompañado de su escudero a un bosquecillo de palmeras que se veía no lejos del campamento, pues deseaba disputarle la caja que encerraba las tres cabezas de los sarracenos, antes que con ellas se ausentase y fuese dueño de Berenguela.

Acudió Jorge en el momento a la cita, y al llegar al sitio designado se vieron rodeados, tanto él como su escudero, de varios asesinos que el ardido Armengol tenía prevenidos. Quisieron defenderse los recién llegados mas hubieron de ceder bien pronto al número de contrarios y cayeron traspasados de heridas.

Muy pronto fueron despojados los cadáveres de sus armas y vestidos, y allí abandonados a las garras de las fieras del desierto.

Una tarde que Berenguela acompañada de sus camareras se paseaba a la ribera del mar, divisó con duda y luego con inexplicable alborozo, acercarse a velas tendidas un bajel en cuyo árbol mayor se veía un blanco estandarte que contenía las armas de Aragón y las de Moncada. A los pocos instantes vino a postrarse a sus pies el enamorado paladín, y Berenguela le dio a besar sus blancas manos.

Muy pronto se hicieron los preparativos de los desposorios y llegó por fin este suspirado día. El cortejo de los novios que debía acompañarlos hasta la iglesia era muy lucido y numeroso, pues se componía de la flor los conquistadores de Valencia. Berenguela ricamente vestida cabalgaba en una blanca hacanea2, cuyas riendas de seda y oro llevaba su mismo padre, y multitud de juglares, saltadores3 y trovadores marchaban delante entonando cantos al compás de laúdes4, rabés5, albogones6 y guitarras moriscas.

Habíase ya comenzado la sagrada ceremonia, y al decir el sacerdote: «Jorge de Moncada, queréis por esposa a Berenguela de Lizama», se alza un rumor en el templo que la interrumpió. Un árabe, con el traje de su país, rompió por entre la multitud, y apoderándose con inexplicable osadía de la mano de Berenguela, dijo con voz robusta: «Sí quiero».

Fácil es de conocer la sorpresa de los circunstantes. El primer desposado logró huir y desaparecer sin que nadie lo estorbase; Berenguela se desmayó y sólo después de calmarse la confusión producida por tan extraño accidente, pudo aclararse todo.

Jorge, al caer traspasado por los puñales de su pérfido hermano, no quedó muerto. Un árabe que acertó a pasar por aquel sitio notando que alentaba todavía, vendó sus heridas y colocándole en su caballo lo condujo a su tienda. Allí, restablecido muy en breve, y con vestidos que le dio su generoso huésped, pudo regresar a Murviedro, llegando a tiempo de estorbar que el impostor Armengol le robase su nombre y su esposa.

En cuanto a éste no se volvió a saber de él.

FUENTE

Mellado, Francisco de Paula, Recuerdos de un viaje por España, Establecimiento de Mellado, 1849, vol. 2, pp. 102-103.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.