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Alquimia para un premio

Daniel Moyano





Más que quiniela, habría que decir alquimia, no sólo porque el resultado final y lo único que realmente importa de este viejo premio es el dinero (el oro), sino por los complicados mecanismos, que se diría de índole química por lo complejo que parecen, que la Fundación Nobel (Nobelstiftelsen en sueco) utiliza para concederlo.

Como que su creador, Alfredo Nobel, fue un químico e industrial que se hizo multimillonario vendiendo dinamita, un artilugio inventado por él en 1867. En el cole me enseñaron que don Alfredo, consciente de que su invento no sólo era útil para la construcción de caminos y de puentes sino para la destrucción de los mismos, acuciado por saludables remordimientos decidió donar la totalidad de su fortuna, unos 30 millones de las coronas suecas de entonces (allá por 1896) para premiar a las personas o instituciones que hubiesen aportado, en el transcurso de cada año, beneficios a la humanidad en materia de física, química, fisiología y medicina, literatura y paz.

Y digo que lo que más importa a los aspirantes es el oro y no la gloria prometida, habida cuenta, a estas alturas del Nobel y de la posmodernidad, del piadoso manto de olvido que pesa, pese al Nobel que ganaron entre 1907 y 1939, sobre las tumbas de escritores como R. Euken (alemán), H. Pontoppidan (polaco), S. E. Sillanspaa (finlandés), W. Reymont (polaco), C. Spitteler (suizo), P. Heyse (alemán), A. Karifeldt (sueco), K. Gjellerup (danés). ¿Qué fueron todos ellos sino verdura de las eras?

De respetarse ciertas constantes del laboratorio Nobel, habría que esperar que las reacciones químicas de este año se volcasen hacia los escritores del recientemente liberado Este; si en su momento se le concedió a Solzhentysin por su exilio en el Gulag, por qué no dárselo a Kundera o al más reciente Kadaré.

En el plano de los deseos, como generalmente en estas lides se busca proteger al más débil, al más marginado, uno propondría que se premiase a una mujer (si fuese española, mejor), o a un negro bien negrazo, del rincón más olvidado del África; yo le concedería un Nobel doble, e invitaría a la fiesta a toda la tribu.





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