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Los dogmas neoclásicos en el ámbito teatral47
Universidad de Alicante
El problema básico al que nos hemos de enfrentar en el momento de penetrar en el universo literario del Neoclasicismo no es el de exponer y desentrañar las leyes que constituyen el sistema que lleva ese nombre, sino algo previo e imprescindible: definir y, naturalmente, admitir la perspectiva desde la que fue formulado. Las leyes neoclásicas no tiene en sí mismas dificultad, pero sí la tiene el asentimiento a esa perspectiva. Si el espectador equivoca el ángulo visual, el espectáculo resulta deforme y grotesco. Lo mismo sucede cuando miramos de frente y desde lejos una fachada barroca que fue diseñada para ser mirada desde cerca y desde abajo en una calle estrecha; o ante el cuadro de Holbein llamado Los Embajadores, donde la absurda forma entre los dos personajes resulta ser, desde abajo y desde la izquierda (posición en que se encontraba, en el lugar para el que fue pintado, la puerta por la que el espectador tenía forzosamente que pasar, y desde la cual dirigía una última mirada a ese cuadro que lo había ido inquietando progresivamente a medida que avanzaba hacia ella por una sala alargada), un cráneo humano, símbolo de la vanidad del poder.
En lo que respecta al Neoclasicismo, la Historia nos ha ido desdibujando sistemáticamente la perspectiva. Los románticos del XIX la convirtieron en caricatura: véase el artículo que Espronceda publicó en El Artista de 1835 con el título de El pastor Clasiquino, contra el último representante del Neoclasicismo —38→ en la España de su tiempo, Don José Mamerto Gómez Hermosilla. Los escritores e historiadores de la Literatura del XIX nos legaron el tópico de la falta de originalidad y de calidad del siglo XVIII, repetido como dogma de fe hasta no hace mucho; para Menéndez Pelayo y Emilio Cotarelo, neoclásico es sinónimo de antinacional, extranjerizante y literariamente deficiente, frente al genio «español» de Ramón de la Cruz; y desde el siglo XIX, la conversión de la literatura en mercancía competitiva ha tendido a exaltar, como valor supremo, la originalidad independiente de todo precepto creativo, es decir, la actitud diametralmente opuesta a la neoclásica.
Para asumir la perspectiva neoclásica es preciso partir de tres dogmas básicos, previos a las reglas en las que se articula la teoría literaria del Neoclasicismo.
1. Un radicalismo y una intolerancia que, en una primera aproximación, pueden resultar sorprendentes o repugnantes, pero que se legitiman por estar basados en la tradición de la Antigüedad grecolatina, en la razón y en las exigencias de la psicología del destinatario de la literatura; tres ejes de coordenadas supuestamente fijos y con respecto a los cuales el discurso neoclásico se define como de trayectoria única e invariable, y válida para cualquier tiempo y cualquier lugar. Ningún factor de relativismo (diferentes culturas, literaturas, peculiaridades de los caracteres nacionales) puede afectarla, y debe imponerse sobre los usos aberrantes que la ignorancia, la inercia tradicional o la sumisión a una demanda de entretenimiento mal entendida hayan podido establecer. Los neoclásicos (y hay que decirlo sin temor) legislaron en cuestiones literarias para el Universo y para la Eternidad; creyeron que, partiendo de una correcta definición de la función social de la literatura, de un planteamiento realista de los requisitos del asentimiento de su destinatario y de una correcta aplicación de la razón para lograr lo primero con subordinación a lo segundo, las conclusiones sólo podían ser unas; y creyeron también que su época estaba llamada a establecerlas de una vez por todas, porque por primera vez en la Historia presenciaba la humanidad la aurora de una nueva era en la que lo justo y lo razonable brillarían con el resplandor de un sol universal, dejando de ser el candil de una minoría incomprendida y aislada.
Así habla Juan José López de Sedano, en el prefacio a su tragedia Jahel (1763), de las «sólidas e inalterables reglas del arte» (pág. VII) desde las cuales es necesario reformar el teatro, que en su imperfección es «vergüenza y oprobio de un siglo tan ilustrado como el presente» (pág. XLVII). Y escribe Luzán que los preceptos de la Poética «en todas partes son, o a lo menos deben ser, unos mismos» (1977, pág. 148; cito siempre por esta edición); que «son tales y tan conformes y ajustados a la razón natural, a la prudencia, al buen gusto y al paladar de los mejores críticos que sería especie de desvarío querer inventar nuevos sistemas» (pág. 152); y que
—39→(pág. 427) |
Por su parte, Nicolás Moratín considera que las reglas son consecuencia natural de la razón, y tan irrebatibles como la Ley de la Gravedad:
(Desengaño I, pág. 8) |
2. Los neoclásicos creyeron que su época estaba llamada a realizar, entre otras, una reforma de los usos y comportamientos sociales, y a configurar un nuevo tipo de ciudadano más solidario, más cívico y más feliz. Esa reforma debía hacerse, por supuesto, poniendo en pie los instrumentos legales y coactivos adecuados, pero también intentando modificar la mentalidad colectiva por medio de la educación y la persuasión. Se puede persuadir por medio de un discurso teórico, pero este procedimiento tendrá siempre el inconveniente de exigir un destinatario con superior capacidad intelectual y con voluntad de ser instruido, o sea un destinatario minoritario.
Para llegar a la mayoría, a la que es indiferente la instrucción, es mejor utilizar el tradicional procedimiento indirecto de enseñar deleitando: utilizar el arte o la literatura de modo que la enseñanza se adquiera involuntariamente, por ósmosis. En una sociedad como la del XVIII existen dos medios tradicionales de comunicación de masas: el púlpito y el teatro (y empieza a imponerse un tercero: la prensa periódica). El mensaje neoclásico va a utilizar el teatro como cauce de recepción mayoritaria, porque el teatro es el género literario más accesible; se recibe pasivamente, sin necesidad de abrir un libro; se recibe por la vista y el oído, de modo que alcanza incluso a los analfabetos; y lo recibe un mayor número de personas y con mayor frecuencia, porque el teatro es una de las distracciones básicas del pueblo y un acto social habitual para las demás clases sociales.
Para que el teatro cumpla su misión educadora se requieren dos cosas: 1) que, aun siendo el entretenimiento o la diversión del espectador una finalidad legítima y necesaria, nunca se pierda de vista que está subordinada a la mejor transmisión del mensaje, y por lo tanto nunca debe ese entretenimiento salirse de cauce impidiendo la transmisión del mensaje, o transmitiendo uno inmoral o ambiguo; 2) que la obra dramática debe estar confeccionada de modo que el espectador, sin proponérselo, interiorice y haga suyo psíquicamente el mensaje; es decir, que se logre la identificación del espectador con el discurso dramático —40→ o, en otras palabras, que se impida su distanciamiento. De estas exigencias, la primera explica la hostilidad de los neoclásicos hacia el teatro del Siglo de Oro, y la segunda la razón de ser de las famosas «reglas» neoclásicas, especialmente las llamadas «tres Unidades».
La función didáctica del teatro es uno de los tópicos más repetidos en las poéticas y manifiestos del Neoclasicismo. En la Poética de René Rapin:
(1970, pág. 23 - traducción mía) |
En los Elementos de Literatura de Jean-François Marmontel:
(1867, I, pág. 90 - traducción mía) |
En la Jahel de Sedano:
[La reforma del teatro es asunto] en que se interesa nada menos que las buenas costumbres y una gran parte del decoro literario de la nación. |
(pág. XLVI) |
En el Pensamiento 9.º de El Pensador de José Clavijo y Fajardo:
(I, pp. 10-11 y 15) |
En la Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas de Jovellanos:
(1963, pág. 496) |
En el texto antes citado de Clavijo se decía que, dada la importancia del teatro en materia de moral colectiva, la dirección del mismo «debía ser uno de los principales objetos del gobierno». A este respecto es un documento paradigmático la carta dirigida por Leandro Moratín a Manuel Godoy el 20 de Diciembre de 1792:
(1973, pp. 141-144) |
En resumen, que el teatro es escuela de moralidad, no sólo en el ámbito privado sino también en el cívico, y por lo tanto es asunto directamente relacionado con la estabilidad social y el orden público. La autoridad debe, pues, diseñar una política teatral, creando instituciones conducentes a la reforma del teatro, concediendo recompensas a los dramaturgos correctos, estimulando la puesta en escena y la publicación de las obras acertadas y prohibiendo la difusión de las que no lo son.
Ignacio de Luzán participa de estos ideales, con la salvedad de que en su tiempo (murió en 1754) aún no era un dogma establecido el de la intervención activa del poder en materia teatral, como lo sería en la segunda mitad del siglo con la prohibición de los autos sacramentales y las comedias de magia y el ambicioso Plan de 1799.
Dice Luzán en la Poética:
(pp. 185, 173 y 197) |
En la dedicatoria de la comedia, traducida de Nivelle de La Chausée, La Razón contra la moda (1751):
(pp. [6] - [8]) |
En su Plan de una Academia de Ciencias y Artes en que se habían de refundir la Española y la de la Historia, Luzán, anticipando el ideal de dirigismo cultural que hemos visto en palabras de Moratín, propuso que su soñada Academia General dispusiera de fondos para premiar el teatro correctamente escrito, y de autoridad para censurar el original de toda publicación antes de ser impresa. Jovellanos, en la Memoria citada, pedía que ninguna obra pudiera representarse sin aprobación de la Real Academia Española; Samaniego afirmaba en el discurso 92 de El Censor que «la elección de los dramas que se ofrecen al público debiera ser uno de los primeros cuidados de nuestra policía» (1972, pág. 169).
En cuanto a Nicolás Moratín, opinaba en el Desengaño I que «la perfección del teatro es negocio que no sólo importa al honor de la nación, sino que se hace precisa en conciencia para la indemnidad de las costumbres [...] Después del púlpito, que es la cátedra del Espíritu Santo, no hay escuela para enseñarnos más a propósito que el teatro» (pp. 2, 12).
En la Sátira I afirmaba que la denuncia del vicio es actividad propia del escritor, en colaboración con la autoridad civil:
3. En cuanto al mecanismo creativo, los neoclásicos admitieron la necesidad de las motivaciones irracionales e innatas a las que se da el nombre de inspiración; pero creyéndolas necesarias las supusieron insuficientes para producir una obra correcta sin el auxilio de una técnica, racional y adquirida por la reflexión y el estudio, y que comprendía el arte y la ciencia. Arte era el conjunto de normas aplicables a la concepción y estructura de la obra literaria, —43→ y ciencia el de los saberes auxiliares relativos a su contenido (como la Historia, la Geografía, la psicología y las costumbres de los distintos pueblos y épocas, todo ello esencial para delinear las conductas y reacciones de los personajes puestos en escena, y no cometer impropiedades en el tratamiento de asuntos situados en tiempos y espacios lejanos, o sea en las obras de tema histórico).
Está muy claro en el Arte poética de Nicolás Boileau:
(1967, I, vv. 1-4, 37-38 - traducción mía) |
En la Poética de Rapin:
(1970, pp. 13-14, 24, 26) |
Y en la de Luzán:
(pp. 125-126, 537) |
Para poner en pie su ideal de teatro didáctico y razonable, el Neoclasicismo exigió el cumplimiento de unos principios de los que nos ocuparemos ahora, intentando justificarlos desde una mentalidad que, aun siendo desde luego discutible, es mucho más que la rutinaria y pedantesca imposición de unas cuantas fórmulas mecánicas, como ha querido hacernos creer una secular tradición que desde principios del XIX se ha obstinado en ignorar la entraña y hasta la letra del pensamiento neoclásico.
Es el dogma básico y esencial, desposeyendo a la palabra «engaño» de las connotaciones peyorativas actuales. La ilusión corresponde a la identificación del espectador y se opone a su distanciamiento. Asumiendo la identificación de modo radical y absoluto, y contando con la psicología primaria del espectador, se trata de aprovechar y potenciar la tendencia instintiva de éste a interiorizar y —44→ hacer propios los conflictos, las situaciones y las personalidades del drama, de tal modo que pierda de vista su mundo real para introducirse en el imaginario que le ofrece el teatro, sin que esa ilusión sea rota en ningún momento por nada que lo haga percatarse de la índole ficcional de la representación. En el hecho teatral nos encontramos con tres ámbitos: dos físicos, el del espectador y el de la representación (actores y escenario), y uno imaginario, el del relato. El Neoclasicismo pretende que el espectador se sitúe psíquicamente en el espacio imaginario sin encontrar obstáculo alguno ni en sí mismo ni en el espacio de la representación. O sea: 1.º, que se despoje de su propia identidad y asuma la de los personajes del relato atravesando la de los actores; 2.º, que abandone el espacio del coliseo para situarse en el del relato atravesando el espacio escénico; 3.º que se traslade de su tiempo vital al tiempo del relato atravesando el tiempo escénico. Para ello será necesario que ese desplazamiento inconsciente, en tres dimensiones, no tropiece, ni en lo que concierne al relato ni en lo que concierne a la representación, con ningún impedimento que dispare el resorte de la conciencia y, por lo tanto, devuelva al espectador a la percepción de la propia identidad, del espacio y del tiempo reales que tenía en el momento del alzarse el telón. La Ilusión teatral es la clave de la teoría neoclásica, y en última instancia todos los pecados contra ésta se definen como quebrantamientos de aquélla.
Luzán lo expresa perfectamente en la epístola dedicatoria de La Razón contra la moda:
(1751, pp. [17]-[18], [25]) |
Nicolás Moratín recalca en varias ocasiones la necesidad de mantener la Ilusión o engaño teatral:
(Desengaño I, pp. 3-4) |
—45→
(Desengaño II, pág. 21) |
(Desengaño III, pág. 50) |
En el texto de Luzán que hemos citado en primer lugar tenemos una expresión preciosa, en su trasparente ingenuidad, para aproximarnos a lo que los neoclásicos entendieron por ilusión; una obra incorrectamente confeccionada tiene el defecto capital de que durante su representación y ante su público «se manifiesta el poeta», es decir: se hace evidente que aquello es una obra literaria producida por un autor y a la cual se asiste, en lugar de ser una experiencia vivida e instintivamente asumida. Por eso decía antes que la Ilusión neoclásica es lo contrario del distanciamiento. De sobra sabemos que el segundo es la garantía del espectador ante la recepción acrítica del mensaje de la obra; no es raro que el Neoclasicismo exigiera la primera como requisito de los fines de dicho mensaje, sin que debamos olvidar el propósito de captación ideológica y hasta de «abuso de confianza psíquica» (como decía André Breton en otro orden de cosas) que ello supone.
El reflejo de la realidad por medio del discurso artístico o literario puede afrontarse tomando como objeto seres o hechos individuales aislados en su singularidad, o bien dotando de alcance generalizador la representación de lo concreto. Los neoclásicos llamaron a lo primero imitación de lo particular o icástica, y de lo universal o fantástica a lo segundo. Luzán reconoce la filiación platónica de esta distinción cuando afirma que las cosas «que hemos dicho poder ser objeto de la poesía se deben considerar de dos modos, esto es, o como son en sí y en cada individuo o particular, o como son en aquella idea universal que nos formamos de las cosas, la cual idea viene a ser como un original o ejemplar de quienes son como copias los individuos o particulares» (1977, pág. 169). Imitación icástica, sigue Luzán, es la del pintor que realiza el retrato realista de una persona determinada; imitación fantástica, la que corresponde a la leyenda del pintor Zeuxis, «que para pintar a la famosa Helena no se contentó con copiar la belleza particular de alguna mujer, sino que juntando todas las más hermosas tomó de cada una aquella parte que le pareció más perfecta, y así formó, más que el retrato de Helena, el dechado de la misma hermosura» (pág. 170). La imitación de lo particular, que convierte al artista en un mero espejo pasivo, parece actividad subalterna frente a su intervención más amplia y propiamente creadora en la de lo universal, incluso por razones —46→ etimológicas, pues poeta (término que en el XVIII equivale al actual de escritor creativo) significa hacedor, «lo que da a entender que el poeta sólo es poeta cuando cría con su ingenio y fantasía nuevas fábulas» (Ibíd).
Por otra parte, aunque todo lo existente es objeto potencial del arte, es obvio que la mayor nobleza de éste residirá en cargarse de trascendencia ética ocupándose del ser del hombre, de sus acciones y conductas: «La poética imitación tiene por objeto principal las cosas del mundo humano, esto es, la moral, las acciones, los afectos y pensamientos del hombre», concluye Luzán (pág. 240); y Santos Díez González define la poesía (o sea la Literatura) como «imitación de las acciones humanas, en verso y con ficción» (1793, pág. 2). Así pues, siendo lo humano espiritual y moral el objeto predilecto de la literatura, y la de lo universal la mejor imitación, el poeta deberá convertirse en un Zeuxis de la espiritualidad humana y de su casuística moral. Es éste uno de los tópicos más reiterados por los dramaturgos del Neoclasicismo; Moratín iniciará el prólogo de La Comedia nueva declarando que «procuró el autor, así en la formación de la fábula [argumento] como en la elección de los caracteres, imitar la naturaleza en lo universal» (1970, pág. 67), porque la misión de la comedia no es darnos el retrato satírico de individuos determinados, y así «resulta la pintura con toda la expresión característica que es conveniente, y al mismo tiempo carece de aquella semejanza individual (odiosa sin duda) que es propia sólo de quien retrata y no de quien inventa» (Ibíd). Y si la misión del comediógrafo, artífice de lo universal, es superior a la del satírico (retratista de lo particular), la del poeta lo es a la del historiador, pues éste está sujeto a la crónica fiel de la multitud de los hechos sucedidos. Por ello, cuando el poeta tome por asunto uno de esos hechos, no estará obligado a sujetarse escrupulosamente a su verdad, porque la verdad de lo concreto es siempre manifestación de la contingencia de lo particular.
Podemos pues entender, en el ámbito de la preceptiva teatral, la imitación de la naturaleza como imitación de la naturaleza humana en lo universal.
No significa reproducción fotográfica de cualquier integrante de la realidad, sino interpretación generalizadora y paradigmática de acuerdo con los principios y comportamientos de la naturaleza en su integridad; se trata de trazar individuos que funcionen como símbolos o paradigmas, y que así reflejen toda la extensión de las posibilidades del universo al que representan. En resumen: 1.º, lo más frecuente o «universal», con exclusión de lo que se desvía de esa norma; 2.º, lo arquetípico, es decir, lo que presenta dichos rasgos en grado sumo; 3.º, lo identificable y admisible como generalidad por los destinatarios de la obra de arte. Lo cual supone un doble problema: primero de generalización y selección, que tendrá, puesto que nos movemos en un terreno de conductas humanas vistas desde la moralidad y el didactismo, una solución forzosamente ideológica que conduce al dogma del Decoro; segundo, de recepción y asentimiento, que conduce al de la Versosimilitud.
—47→Dice Charles Batteux en Las Bellas Artes reducidas a un único principio:
(1969, pág. 45 - traducción mía) |
Y Luzán en su Poética:
(pp. 172-174, 240) |
La Verosimilitud es, para los neoclásicos, resultado de la Imitación de la naturaleza en el sentido antes indicado; es requisito del asentimiento del receptor y por lo tanto del efecto didáctico del arte. Aplicada al argumento, requiere encadenamiento estructurado de los hechos y fundamento en las acciones de los personajes; aplicada al modo de ser de estos, equivale al Decoro; aplicada a la representación, exige las Unidades.
La Verosimilitud nos pone frente a los mismos problemas de manipulación de la realidad que la Imitación de la naturaleza. Los neoclásicos contaban al respecto con unas formulaciones un tanto sibilinas de la Poética de Aristóteles:
-Se debe preferir lo imposible verosímil a lo posible inverosímil.
-No corresponde al poeta decir lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, es decir lo posible según la verosimilitud o la necesidad.
—48→-El historiador dice lo que ha sucedido, el poeta lo que podría suceder.
- Es verosímil que también sucedan cosas al margen de lo verosímil. (1974, pp. 157-158, 223, 233)
Estamos en realidad ante la distinción de tres conceptos: lo verdadero, lo posible y lo verosímil. Lo verdadero es el conjunto de hechos producidos en la realidad del mundo natural y de la Historia. Lo posible, lo predictible a la vista de lo verdadero, dando por supuesta la continuidad de las leyes naturales. La unión de lo verdadero y lo posible configura la verdad de los doctos. Lo verosímil, en cambio, corresponde a la opinión de la masa indocta destinataria del teatro (tanto la opinión que ya tiene como la que en ella se pretende crear), y a lo esperable desde la universalidad de la imitación; y puede no coincidir con la verdad. Cuando esto ocurra el poeta debe adoptar lo definido como verosímil, aun imposible y falso, y rechazar lo verdadero y posible cuando sea inverosímil. Cuando trate un asunto histórico deberá modificarlo para adaptar la verdad a la verosimilitud; ésta es la diferencia entre Poesía e Historia, a la que antes hemos aludido.
Dice en la Poética Luzán:
(pág. 233) |
Ya a fines del XVI observaba burlonamente el Pinciano que sería improcedente en literatura seguir una verdad incompatible con el asentimiento del público: «Haced un poema [...] de eso [el mayor tamaño del Sol en relación a la Tierra]; veréis como se ríen las gentes, llevadas de la incredulidad y falta de verosimilitud para con ellas» (1973, II, pág. 69). Unos 40 años después, en su comentario de la Poética de Aristóteles (Nueva idea de la tragedia antigua), reeditado en 1778, José Antonio González de Salas anotaba que «las [cosas] posibles repugnan a la credulidad muchas veces, y esto no puede suceder a las verosímiles» (1778, pág. 43). Aubignac, en su Pratique du théâtre de 1657 matiza que lo verdadero y lo posible no han de quedar proscritos de la escena, aunque serán admitidos en ella únicamente en lo que tengan de verosímil, y después de haber sido examinados y en su caso modificados por el poeta (1971, pág. 67). La verdad, observa Rapin, suele ser inverosímil por su sujeción a lo particular y anecdótico, de suerte que lo verosímil y lo universal coinciden y se exigen mutuamente (1970, pág. 41).
—49→Existe, por otra parte, una verosimilitud extraordinaria e insólita, que el poeta deberá conseguir y justificar, y a cambio de la sorpresa y novedad que con ello introduzca logrará el interés de su público. Esa verosimilitud extraordinaria es fuente de admiración, junto al carácter arquetípico o extremo de la universalidad cuando la imitación la consigue.
Decoro es el resultado de la aplicación de verosimilitud y universalidad a los personajes. Significa que sean arquetípicos y psíquicamente coherentes, y que su conducta y lenguaje correspondan a su status, edad, sexo, etnia y época. En virtud de la verosimilitud extraordinaria podrán tolerarse desviaciones de lo que normalmente exige el Decoro (por ejemplo, que en circunstancias extremas, de grave necesidad y peligro, una mujer adopte comportamientos viriles como caudillo militar). El concepto no tiene una base exclusivamente moral, pero sí la tiene, y además ideológica, la definición de sus implicaciones en función de status y sexo. Por otra parte, afecta a cuestiones tan prácticas como los movimientos y actitudes de los actores, el vestuario y la escenografía.
Boileau aconseja a los dramaturgos, en aras del Decoro, lo siguiente:
(III, vv. 359-366, 389-390 - traducción mía) |
Y Luzán:
(1977, pp. 229-230, 497) |
(1751, pp. [25]-[26]) |
—50→
El problema de la inadecuación del vestuario de los actores preocupó grandemente a los neoclásicos: quebrantaba el Decoro y era fuente de inverosimilitud. Samaniego, en el discurso 92 de El Censor, se lamenta de que «un tetrarca de Jerusalén vista de militar o de golilla, la viuda de Héctor lleve ahuecador o guardainfante, y el conquistador de la India se presente con sombrero de tres picos y tacones colorados» (pág. 176).
La razón de la impropiedad de los trajes usados en escena, en relación a la época o la etnia de los personajes, estaba en la tradición que imponía a los actores el correr con los gastos de su vestuario. Cada actor procuraba disponer del mínimo guardarropa, y tenía que usarlo a tuertas o a derechas. Los neoclásicos exigían que los teatros dispusieran de un amplio y variado guardarropa, o bien que los empresarios corrieran con el correspondiente gasto, librando de él en todo caso a los actores.
Las tres Unidades (de Lugar, Tiempo y Acción) son el más vistoso de los ingredientes de la teoría literaria neoclásica. Boileau las resume en el verso 45 del canto III de su Arte poética: «un lugar, un día, una sola acción completa». Las Unidades se consideraban necesarias para el mantenimiento de la Ilusión del espectador, por las razones que veremos acto seguido.
La Unidad de Lugar exige que toda la acción dramática transcurra en un mismo espacio físico imaginario, designado por el autor dramático. Pecan contra ella las obras cuyo argumento consta de acontecimientos que se desarrollan en espacios distantes unos de otros. Su razón de ser está en que, de no cumplirse, el espectador observaría que los personajes viajan en el espacio mientras él mismo y los actores permanecen fijos, y se quebraría la Ilusión.
Aristóteles no mencionó la Unidad de Lugar; los neoclásicos supusieron que la consideró implícita, por ser obvia y por venir exigida necesariamente por la Unidad de Tiempo.
Planteaba la dificultad de obligar al autor a situar verosímilmente todos los sucesos dramáticos en un mismo lugar, aunque esa dificultad resultaba disminuida por la corta duración, en el tiempo imaginario, de la acción, de acuerdo con la Unidad de Tiempo. Además de su sentido estricto tenía uno amplio, que autorizaba el uso de distintos espacios dentro de un mismo edificio, e incluso el de varios lugares próximos, como una ciudad y sus alrededores. Los hechos necesarios para la economía de la acción dramática y que no pudieran verosímilmente adaptarse a la Unidad de Lugar no debían ser escenificados rompiéndola, sino ser narrados por un personaje.
Dice Luzán en su Poética:
—51→(pág. 464) |
Nicolás Moratín insiste en dejar bien claro, en todas y cada una de sus obras dramáticas, que ha respetado escrupulosamente la Unidad de Lugar. En el prólogo a La Petimetra:
(1762, pp. 21-22) |
En la primera escena de la comedia don Damián informa a don Félix, sin más propósito que advertir al auditorio del respecto verosímil de la Unidad, que doña Jerónima y doña María «viven en un mismo cuarto» (pág. 27).
En el prólogo a Lucrecia leemos que «la de Lugar se guarda tan fielmente que todo se supone sin violencia sucedido en cuatro palmos de tierra» (1763, pág. 8); en el de Hormesinda, que «la de Lugar se reduce a un salón». El mantenimiento de la Unidad de Lugar obliga a Moratín a una pintoresca justificación en el prólogo a Guzmán el Bueno:
(1777, pp. 7-8) |
La Unidad de Tiempo requiere, en sentido estricto, que el tiempo imaginario de la acción y el tiempo real de la representación coincidan, de modo que el primero se limite a poco más de tres horas. En sentido amplio se admitían hasta 24, de acuerdo con la interpretación menos estricta del «giro del sol» mencionado por Aristóteles, e incluso 48. Podía colisionar con Verosimilitud y Decoro al obligar a los personajes a evolucionar psíquicamente en tan corto espacio de —52→ tiempo, aunque para justificarlo se disponía de la peripecia (cambio de la acción por un hecho que la modifica radicalmente) y la agnición o anagnórisis (la revelación de la identidad, previamente oculta, de un personaje clave). La mejor agnición es que la produce peripecia; y el mejor argumento (la fábula impleja) es el que contiene peripecia, agnición o preferentemente ambas. Los hechos anteriores al tiempo acotado y necesarios para la fábula no podían ser escenificados sino que debían ser narrados, como ocurría a propósito de la Unidad de Lugar.
(Luzán, 1977, pág. 459) |
(1751, pp. [20]-[21]) |
Nicolás Moratín se preciaba de una observancia de la Unidad de Tiempo tan estricta como de la de Lugar. Es inverosímil, dice en el prólogo a La Petimetra, «que en tres horas se vean cosas que se supone que pasan en muchos años» (pág. 7). Y más allá, en el mismo texto:
(pág. 22) |
Idénticas manifestaciones en los prólogos a Lucrecia (pág. 8), Hormesinda (pág. 4) y Guzmán el Bueno (pág. 8).
Leandro Moratín fue asimismo cuidadoso con la Unidad de Tiempo. La Comedia nueva desarrolla su argumento en dos horas; El Viejo y la niña en unas tres horas; El Barón en cuatro; La mojigata en siete y El sí de las niñas en diez. En El Barón se dan indicios al espectador de cuál es el tiempo de la acción dramática: en acto I escena 5, casi al comienzo, de la conversación entre dos personajes se deduce que nos encontramos después de la siesta, y algo después de las tres; y en una de las últimas escenas del segundo y último acto se nos dice que van a dar las nueve de la noche.
Nicolás utiliza un procedimiento similar en el acto I de La Petimetra, y más ampliamente Jovellanos en El Delincuente honrado, que transcurre en unas treinta —53→ horas. El día primero, desde el amanecer a la hora de comer, incluye los dos primeros actos; la tarde y noche, los dos siguientes, y el quinto ocurre en la mañana del día siguiente, hasta las once. En I, 2 Torcuato mira su reloj y dice que son las siete y cuarto. En II, 3 Laura recuerda que aún no se ha realizado la comida del mediodía, y en II, 13 un criado la anuncia. En V, 1 un reloj da las once de la mañana del día siguiente.
La Unidad de Acción exige que ésta sea única, unitaria (es decir, conste de una serie de hechos necesarios y coherentes) completa (con planteamiento, desarrollo y desenlace) y de un solo protagonista.
Pecan contra ella las obras que contengan varias acciones de un protagonista, una de varios protagonistas y varias de varios; y en estos casos y también en el de una acción de uno, las acciones con hechos secundarios desvinculados de la acción principal (los que daban lugar a un argumento «episódico»). Cuando la obra escenifique un hecho histórico hay que respetarla igualmente, aun contra la verdad, en aras de la verosimilitud, habida cuenta de la no identidad entre Poesía e Historia. Los hechos necesarios para la economía del argumento pero que rompan la Unidad de Acción no podrán ser escenificados sino narrados, como en lo tocante a las otras Unidades.
La definición de Luzán en la Poética es como sigue:
(pp. 457-459) |
Y en La Razón contra la moda:
(pp. 23-24) |
Llamo reglas menores a preceptos que se deducen de los anteriormente expuestos, o que no fueron propugnados por el Neoclasicismo como leyes incuestionables; y, en fin, a cuestiones de menor cuantía que no tienen la enjundia de las que hemos visto hasta ahora.
a) No representar la violencia o la muerte en escena sino narrarla, ya que de otro modo se quiebra la ilusión o identificación del espectador, que es bruscamente devuelto a la realidad («se manifiesta el poeta») al advertir que ni él ni los actores han sido realmente heridos o muertos. González de Salas observaba que la tradición preceptiva se oponía a «poner a los ojos de los oyentes aquella manifiesta ejecución» y consideraba preferible «comunicar sólo su noticia por relaciones», aunque no todos los tragediógrafos de la Antigüedad cumplieron tal precepto (1778, pp. 56-57). En cuanto a «hacer las muertes en público», Luzán (1977, pp. 492-493) matiza la prohibición según el grado de inhumanidad y barbarie; Díez González es partidario de «huir de presentar a vista de los espectadores en el teatro escenas atroces y sanguinarias» (1793, pág. 105).
b) Evitar los apartes. La razón de su inconveniencia la explica inmejorablemente Montiano, en el primero de sus Discursos (1750, pág. 62): «Otro [defecto] comunísimo en nuestros teatros, y que se opone a la verdadera imitación de la acción, es el hablar a parte los actores, estando otros delante, porque es inverosímil que no oigan lo que dicen, cuando lo escucha todo el auditorio». Luzán es tolerante al respecto (en el prólogo a La Razón contra la moda) lo mismo que Aubignac (pp. 234-238). Discutió igualmente el Neoclasicismo la verosimilitud del soliloquio, mucho mayor que la del aparte.
c) Dar al lenguaje claridad frente a los alambicamientos barrocos y no usar estrofas artificiosas, por ser lo uno y lo otro, tanto en tragedia como en comedia, inverosímil e indecoroso.
d) En cuanto al número de actos, aunque la tradición preceptiva imponía el de cinco (véase Aubignac, pp. 195-197), el peso de la costumbre española hizo a nuestros neoclásicos admitir tres e incluso dos (Luzán, 1977, pág. 518; Díez González, 1793, pp. 79-80).
Finalmente, se consideraba conveniente que la escena nunca estuviera vacía, salvo en fin de acto, y que el número de personajes hablantes no fuera —55→ superior a tres. Fue también objeto de debate la licitud de un héroe trágico movido por la pasión amorosa.
Y no se crea que el calificativo de menores que he aplicado a estas cuestiones significa que sean despreciables en el ámbito del pensamiento neoclásico; cuando Ignacio Bernascone quiere elogiar a Nicolás Moratín en el prólogo a Hormesinda, no olvida que «ésta es una tragedia sin amor, sin episodios extraños, sin soliloquios, sin apartes, sin dejar solo el teatro desde el principio hasta el fin» (N. Moratín, 1770, pág. [3]).
El teatro musical suponía dificultades específicas desde el punto de vista de la verosimilitud de la unión de música y parlamento, escollo que plantea con toda claridad Antonio Eximeno:
(1796 pp. 218-219) |
Luzán opinaba además que el encanto de la música puede llegar a marginar los fines educativos del teatro, «introduciendo, en vez de este deleite que podemos llamar racional, porque fundado en razón y en discurso, otro deleite de sentido» (1977, pág. 515).
La falta de verosimilitud también le parecía a Moratín un grave defecto del teatro musical (véase Andioc 1965 pág. 317). Luzán (op. cit. pág. 516) había reprobado incluso la ópera. Díez González la acepta, y llega incluso a censurar a quienes niegan licitud a todo teatro musical en nombre de la verosimilitud (pág. 173 n.), actitud adoptada antes por Tomás de Iriarte en La Música y por Andrés (1787 pp. 351-354), e incluso la reglamenta con detalle (1793 pp. 145 188). La zarzuela y sus análogos, en cambio, no merecieron el beneplácito de D. Santos:
(op. cit. pág. 141) |
Más tolerante y propicio a la disculpa fue D. Tomás, en nombre del gusto nacional y «la española natural prontitud» (1989, pág. 266), y también Eximeno:
(op. cit. pp. 195 196) |
—56→
Para el Neoclasicismo, tragedia y comedia son dos formas dramáticas perfectamente delimitadas que no admiten entre sí híbridos, aun cuando una distinción radical entre ambas carece de aval en la Poética de Aristóteles y en el teatro griego. Cuando determinadas formas intermedias aparezcan (tragedia burguesa, comedia sentimental) se producirá la gran renovación del teatro dieciochesco, de la que no cabe ocuparse aquí.
La tragedia, según la Poética de Luzán (pág. 433) es:
Las características de esa tragedia son las siguientes:
1.ª. Debe ser de asunto y protagonista históricos; se supone que lo realmente sucedido y divulgado afecta más al espectador y es más didáctico; además, siendo el héroe un príncipe, la Historia conservará por fuerza acciones de muchos de ellos aptas para ser dramatizadas. No debe olvidarse que el poeta está autorizado a modificar la verdad particular de los hechos y de los personajes históricos, como vimos más arriba.
2.ª. Los asuntos no deben corresponder al contexto espacio-temporal del espectador. Si corresponden a su mismo tiempo, deben situarse en espacio remoto; si a su mismo espacio, en un tiempo remoto; o bien en espacio y tiempo remotos ambos. La razón es que de otro modo el espectador podría estar informado de toda clase de detalles sobre acontecimientos y conducta de personajes, y sorprenderse ante las adaptaciones que de ellos debe realizar el poeta en aras de la Verosimilitud, el Decoro y la no sumisión de la Poesía a la Historia.
3.ª. El héroe trágico debe ser de rango elevado, puesto que sólo un poder y unas circunstancias como los suyos permiten acometer las acciones que son materia trágica, o sufrirlas; también porque se supone que los príncipes están rodeados de veneración e interés, y que sus destinos mueven a todos porque afectan a las naciones o comunidades por ellos regidas. Ese rango obliga a hacerlos actuar movidos por las pasiones que les son propias (ambición, orgullo, afán de poder), de acuerdo con las exigencias de Verosimilitud y Decoro. La pasión amorosa, cuando se desenvuelve en la esfera estrictamente privada en su alcance y consecuencias, o cuando da lugar a una mera intriga galante, no es un resorte propiamente trágico. Escribe Luzán:
(Ibíd, pág. 471) |
El Pinciano habla de «personas ilustres», «varones gravísimos» y «personas graves» (1973, I, pp. 240 y 246; II, pág. 330), y sintetiza perfectamente las razones de su idoneidad:
(Ibíd. II, pp. 330-331) |
Para Aubignac, la tragedia representa «la vida de los príncipes, llena de inquietudes, de temores, de trastornos, de rebeliones, de guerras, de muertes, de pasiones violentas y de grandes aventuras» (1971, pág. 128 - traducción mía). Rapin cifra la utilidad moral de la tragedia en el ejemplo de la caída de «los grandes y las personas más considerables» (1970, pág. 97). Según Luzán, «de ordinario las fábulas trágicas se sacan de algún hecho verdadero e histórico» y de «las desgracias de reyes, etc.» (1977, pp. 440, 532). Montiano reconoce que «los hechos ideales y fingidos, por más que sean verosímiles, no mueven tanto como los reales y verdaderos» (1750, pág. 118) y se cree obligado a disculparse porque los protagonistas de su Virginia no son príncipes y por lo tanto «dista la inferioridad de su estado de la elevación que se requiere» (Ibíd. pág. 86).
La elevación social de la tragedia en lo tocante a protagonistas y acciones llega incluso a sugerir que los mismos príncipes son su destinatario predilecto, ya que sólo ellos podrán propiamente aplicar el mensaje moral trágico a situaciones, móviles y conductas similares a los vistos en escena, los cuales sólo podrán ser asumidos por personas de menor rango tras una minoración analógica. El Pinciano escribe que la finalidad de la tragedia es «suadir a los príncipes» (I, pág. 246); Luzán que en ella «los príncipes pueden aprender a moderar su ambición, su ira y otras pasiones con los ejemplos que se representan de príncipes caídos», mientras «el pueblo y los hombres particulares logran su aprovechamiento en la comedia» (1977, pág. 194); Díez González, que la tragedia «sirve de ejemplo y escarmiento a los grandes personajes» (1793, pág. 86).
—58→Por otra parte, Luzán recomienda al autor de tragedias que «no saque los argumentos de historias muy modernas [...] por lo cual debe siempre echar mano de historias y acciones antiguas y apartadas de nuestra edad», aunque «también puede el poeta servirse de casos modernos y recientes, como sean de países muy distantes, porque para el vulgo lo mismo es la distancia de mil leguas que la antigüedad de mil años» (1977, pág. 455). Leandro Moratín, en sus anotaciones a La Comedia nueva, da por sentado que «son muy poderosas las razones que hay para elegir los héroes de la tragedia en épocas y regiones distantes de nosotros» (1970, pág. 198).
4.ª. El héroe trágico debe ser moralmente intermedio. La tragedia exige habitualmente un final desgraciado, y produce su efecto didáctico gracias a la kátharsis o purificación de las pasiones. Esta exige a su vez que el espectador sienta terror y compasión o piedad ante el héroe, al mismo tiempo que acepta moralmente la licitud de su castigo. Tales sentimientos no los puede suscitar un héroe totalmente virtuosos e intachable, ni uno totalmente vicioso y reprobable, sino uno básicamente virtuoso pero lastrado por un vicio, una falta o un error. Tras plantearse las combinaciones posibles entre las categorías morales (hombres buenos y virtuosos, malos y viciosos, indiferentes -estos últimos los que hemos llamado intermedios- y las «mudanzas de fortuna» (paso de la felicidad a la desgracia y viceversa), Luzán concluye:
(1977, pág. 472) |
La justificación psicológica de esta preferencia puede verse, por ejemplo, en Cascales:
(1975, pp. 186-187) |
En resumen: la tragedia debe inspirarse en hechos reales ofrecidos por la Historia; es el paso de la felicidad a la desgracia de personajes históricos, no correspondientes al tiempo ni al espacio del espectador, socialmente elevados y moralmente intermedios; su efecto didáctico se produce por medio de la —59→ kátharsis. En el epígrafe siguiente señalaremos los problemas que implican los conceptos de kátharsis y de culpa o error.
La comedia, por su parte, ha de ser de asunto inventado y contemporáneo, y reflejar las tribulaciones de personajes positivos pero no excelsos, que triunfan frente a otros negativos o viciosos, pero no moralmente monstruosos ni desaforados. Son todos ficticios, socialmente bajos (lo que llamaríamos pueblo y clase media) y correspondientes al espacio y tiempo del espectador; el efecto didáctico se produce por la ridiculización de los vicios de los personajes negativos, y el hecho de que sean susceptibles de ridículo y risa indica bien a las clara su corto alcance y poca gravedad. Oigamos de nuevo a Luzán:
Lo que más importa en las comedias es que la virtud se represente amable y premiada, y el vicio feo, ridículo y castigado, porque de ahí resulta el aprovechamiento del público. |
(1751, pp. [11]- 12]) |
(1977, pág. 528) |
Es esencialmente la misma definición de Leandro Moratín en el «Discurso preliminar» a sus comedias.
Mientras «la tragedia se funda en Historia, la comedia es toda fábula», y fábula «alegre y regocijada entre personas comunes», observaba el Pinciano (III, pág. 20; I, pág. 241). La razón del carácter ficticio de la fábula cómica viene, en última instancia, de un prejuicio clasista según el cual sólo príncipes y aristócratas son sujetos dignos de la memoria histórica:
(Luzán, 1977, pág. 456) |
Moratín asigna a la comedia la pintura de «acciones domésticas, caracteres comunes, privados intereses, ridiculeces, errores, defectos incómodos [...] las costumbres populares que hoy existen, no las que pasaron ya; las nacionales, no las extranjeras» (op. cit. pp. 198-199). Por eso no caben en la mentalidad neoclásica comedias de «reyes, príncipes, archiduques, pontífices y emperadores, y asaltos y conquistas», es decir las comedias heroicas del Siglo de Oro y sus descendientes del XVIII (Ibíd, pp. 201-202). Los vicios materia de la comedia «son o deben ser tales que no se deban castigar con las penas graves de las leyes» sino con el desprecio y la risa (Díez González, 1793, pág. 143), a diferencia de los graves desafueros y delitos trágicos.
—60→Finalmente, Luzán sostiene (1977, pp. 371, 510-511) que la solemnidad y elevación de la tragedia exigen el uso del verso, endecasílabo y heptasílabo, con estructura simple y no artificiosa de rimas, o bien suelto. La comedia puede escribirse en prosa o bien en romance, de acuerdo con su naturalidad y sencillez. No podrá, según Luzán, haber tragedia en prosa. Idéntica es la opinión de Leandro Moratín (1944, pp. 320-321), que compuso dos de sus comedias (La Comedia nueva y El sí de las niñas) en prosa, y las otras tres en romance.
La visión aristocéntrica del mundo y el desdén hacia las clases popular y burguesa que revela la oposición neoclásica entre tragedia y comedia traiciona los prejuicios estamentales de la sociedad del Antiguo Régimen y su pone que bajo su inspiración se realizó una lectura reductora de la Poética de Aristóteles. La lógica de la historia y la presión social de los particulares y plebeyos daría pronto lugar a la comedia sentimental, la tragedia burguesa y la toma de la Bastilla.
Nuestro planteamiento de la codificación dieciochesca del Neoclasicismo (que fue menos sutil que el de los dos siglos precedentes) resultará enriquecido con algunos matices.
En cuanto a los personajes y el asunto de tragedia y comedia, Aristóteles (1974, pp. 131-132, 138, 141-145, 170-171, 181-182) asigna a la primera las acciones esforzadas (heroicas, de envergadura, superadoras de grandes obstáculos y necesitadas de gran esfuerzo) de hombres esforzados y mejores, y a la segunda las conductas viciosas (pero no en toda la extensión del vicio, sino en lo que no causa gran dolor ni ruina y es en último extremo risible aunque reprobable) de hombres de baja calidad y peores. La ambigüedad de la distinción entre mejores y peores es considerable; entenderla en cuanto «al vicio o la virtud» (frase probablemente interpolada en la Poética), aun en una lectura no cristiana de ambos términos, parece dudoso a la vista de Edipos y Medeas. Más aceptable es referirla al rango social, como entendió el Neoclasicismo habida cuenta de la naturaleza principesca de los linajes míticos de la tragedia griega: y no es imposible suponer que mejores aluda al carácter arquetípico o universalidad de la imitación, más exigible en la tragedia que en la comedia.
La naturaleza y requisitos de la kátharsis son el principal atolladero conceptual de la interpretación de la Poética de Aristóteles (véase 1974, pp. 143-145, 169-170). Charles Perrault llega a escribir en el cuarto diálogo de su Parallèle des anciens et des modernes (1971, pág. 266) que la purgación de las pasiones es «un galimatías que ha sido explicado tan diversamente que podemos deducir que nadie lo ha entendido» (traducción mía).
La delimitación de compasión y temor empieza por resultar confusa. Según la Retórica del mismo Aristóteles (1974, p. 341-349), se siente compasión —61→ hacia el esforzado en tribulación grave no merecida, y hacia el semejante que sufre un mal que puede alcanzarnos también; pero por otra parte sabemos que el personaje trágico merece en parte, y en parte no merece, su desdicha, y que la de los absolutamente virtuosos o malvados no cabe en el planteamiento trágico. Temor, a su vez, se siente hacia lo que puede sucedernos a nosotros y ante lo que, al afectar o amenazar a otros, nos mueve a compasión. La compasión parece dirigirse al inocente y el temor al semejante, pero con la paradójica circunstancia de que el completamente inocente quede excluido de la primera, y de que los horribles destinos de los personajes trágicos puedan llevarnos a creernos sus semejantes.
Pero, por otra parte, no hay en buena lógica razón ninguna para que las tribulaciones del absolutamente inocente, sea cual sea su rango social, no puedan ser objeto trágico. Admitirlo abre una de las vías hacia la Tragedia Burguesa y la Comedia Sentimental:
(Mercier, 1970, pp. 246-251) |
(Diderot, 1967, pág. 92 - traducción mía en ambos casos) |
Según la Política (Ibíd, pp. 349-351), los cantos entusiásticos ponen fuera de sí al poseído y producen purgación, o sea alivio y placer resultado de la relajación de la tensión psíquica al actualizarse y exteriorizarse las pasiones habitualmente reprimidas.
Una lectura literal de la Poética lleva a entender que las pasiones purgadas son exclusivamente la compasión y el temor mismos. Esta parece ser la interpretación del Pinciano:
(1973, II, pp. 314-315) |
Para González de Salas, «habituándose el ánimo a aquellas pasiones de miedo y de lástima, frecuentadas en la representación trágica, vendrán forzosamente a ser menos ofensivas [...] pues es cosa natural que de las acciones acostumbradas, aunque penosas sean, no se contraiga pasión» (1778, pp. 25-26).
Puede por lo tanto entenderse que compasión y temor, por la experiencia teatral, se moderan y templan a sí mismas a consecuencia del ejercicio y del hábito. Más sutil fue la interpretación de Lessing, para quien ambas pasiones alcanzan, cada una por su cuenta, su justa medida por incremento o disminución, y se equilibran entre sí como vasos comunicantes donde el exceso o defecto de cada una es compensado por la otra48.
Pero junto a esta interpretación, restrictiva por respetuosa de la lectura del texto aristotélico, era inevitable que la orientación del didactismo teatral desde la moral cristiana impusiera que «en las tragedias no solamente se corrijan la compasión y el miedo, sino otras muchas pasiones» (Luzán, 1977, pág. 433), es decir que se entendiera la kátharsis como corrección de los vicios morales encarnados en los personajes trágicos, «para que los reyes y los poderosos corrijan con este medio sus vicios y pasiones violentas, porque movidos a misericordia y lástima por la representación de casos atroces y lastimosos, es fuerza que templen en parte la crueldad, la ira, la ambición, y se inclinen a las virtudes opuestas a tales vicios, y que el temor y horror concebidos en el teatro los haga más cuerdos y menos desvanecidos en la próspera fortuna y más sufridos y constantes en la adversa» (Ibíd, pág. 490).
—63→A las ambigüedades internas de la Poética de Aristóteles en algunos de sus puntos hay que añadir las que resultan de la comparación de sus preceptos con la práctica del teatro que fue su supuesta inspiración, y de la lectura cristiana de este.
Sabemos que el personaje trágico pasa al infortunio no por radical maldad o vicio, sino por un grave error. Ese concepto se vuelve problemático cuando lo trasladamos desde el mundo griego a las ideas de responsabilidad moral propias de la civilización cristiana. En estas caben la soberbia, la ambición, la desmesura y la impiedad de Jerjes de las que habla la Sombra de Darío en Los Persas de Esquilo (desde ahora E); la arrogancia de Agamenón, que usurpa honores reservados a los dioses tras la conquista de Troya en el Agamenón (E); el dilema de Antígona entre la obediencia a Creonte y la piedad hacia Polinice muerto en la Antígona de Sófocles (desde ahora S); el orgullo impío de Edipo ante Tiresias en el Edipo rey (S); la ambición e infidelidad de Jasón en la Medea de Eurípides (desde ahora Ee); pero desde ellas son difícilmente admisibles el engaño y la envidia de los dioses en Los Persas, la maldición que pesa sobre los linajes de Layo y Atreo, la venganza de Medea, el oráculo del que pende el destino de Hércules en Las Traquinias (S), o la responsabilidad de Palas en el Áyax (S), de Venus en el Hipólito (Ee) o de Baco en Bacantes (Ee).
En cuanto a las Unidades, es dudoso que Hipólito y Andrómaca (Ee) cumplan la de Tiempo (en el primer caso, por la duración verosímil del trayecto de Hipólito hasta la costa donde sufre el accidente, los viajes del mensajero y el traslado del cuerpo del herido; en el segundo, por el viaje de la esclava que ha ido a buscar a Peleo para salvar a Andrómaca de Menelao, por el del mismo Peleo, por el del mensajero que relata la muerte de Neoptólemo en Delfos y por el que de la comitiva que transporta el cadáver). Andrómaca y Suplicantes (Ee) son ejemplos de fábula episódica, contraria a la Unidad de Acción.
La no escenificación de la violencia se cumple en términos generales en el teatro griego: las muertes son relatadas por un mensajero u otro personaje en Los siete contra Tebas (E), Las Traquinias (S), Antígona (S) o Hipólito (Ee), por ejemplo, o bien se recurre a poner ante el espectador el momento en que un personaje es conducido a la muerte, a hacerle oír sus gritos entre bastidores cuando es herido o a mostrar su cadáver, como ocurre en Agamenón (E), Coéforas (E), Electra (S), Medea (Ee) o Electra (Ee). Pero, por otra parte, aun dejando a un lado el teatro de Séneca, Áyax se suicida en escena en Áyax (S), y en Bacantes (Ee), tras la narración de la muerte y descuartizamiento de Penteo por su propia madre y las mujeres tebanas, enloquecidas por Baco, la madre manipula en escena la cabeza de su hijo e invita a todos a un festín ritual en el que se comería su cadáver.
Sobre los personajes y el asunto de la tragedia es necesaria una puntualización. Ya sabemos que se consideró que debían ser históricos, y por —64→ qué motivos. Sin embargo, Aristóteles (1974, págs. 159-160) dejó escrito que hay tragedias, y no por ello inferiores, de personajes y asunto ficticios, como La Flor de Agatón (uno de los contertulios del Banquete platónico), y que al fin y al cabo lo histórico no es conocido de todos ni por completo (lo que significa tanto que podemos modificar la Historia de acuerdo con las exigencias de la Poesía, como que una tragedia de materia inventada podría cumplir perfectamente sus funciones -y acaso ser entendida dicha materia como histórica, del mismo modo que Luzán señalaba que la de una comedia, aun siendo histórica, se entendería siempre como inventada).
Luzán, tras preguntarse si «el argumento de la tragedia debe tomarse de la historia o puede fingirse de planta», llega a la conclusión de que «se pueden hacer tragedias de argumento fingido, en lo cual no pongo la menor duda, persuadido de la razón no menos que de la autoridad de Aristóteles», porque lo que de verdad importa no es la ficción o verdad de fábula y personajes sino «la buena constitución de la fábula y otras circunstancias» (1977, pág. 453). La posibilidad teórica quedaba desde luego abierta, aunque para el Neoclasicismo resultaba dudosa su aplicación porque «hoy no tenemos tragedia alguna griega o latina que no contenga fábula de argumento conocido y verdadero; y con singularidad, para apoyo de su doctrina, pudo apenas nombrar Aristóteles una tragedia fingida de Agatón» (González de Salas, 1778, pág. 48), para mayor inri perdida. De modo que si la autoridad de Aristóteles y el sentido común obligaban a admitir la tragedia fingida como posibilidad, de todos modos resultaba desaconsejable por la falta de modelos y porque la tragedia histórica era siempre preferible, al ser el conocimiento previo de su asunto garantía del asentimiento del público, hasta tal punto que ese conocimiento era piedra de toque para valorar unos argumentos históricos en comparación con otros:
(Luzán, 1977, pág. 454) |
También debemos tener en cuenta, por paradójico que pueda parecer, que la preceptiva aristotélica dejaba abierta la posibilidad de una tragedia de final feliz, aunque con notable ambigüedad: Aristóteles establece que la constitución trágica puede ser el paso de la dicha al infortunio o viceversa (1974, pp. 155, 191) -teniendo en cuenta la condena de la fábula doble en la tragedia pero no en la comedia (Ibíd, pp. 172-173)-, para afirmar luego que la buena tragedia es la de fin desgraciado (Ibíd, pág. 171). Es sabido que obras como el Filoctetes de Sófocles o Ion, Ifigenia entre los tauros, Helena y Alcestes de Eurípides tienen buen fin, aunque es dudoso que el nombre de tragedias les convenga.
Aubignac afirma que no está justificado privar del nombre de tragedia a obras de desenlace feliz en las que la acción y los personajes sean de naturaleza —65→ trágica (acción esforzada de hombres ilustres), porque «la índole de los hechos y la condición de las personas» es lo que define la tragedia, y no el desenlace (1971, pp. 133-135). Luzán admite «aquellas en que muere el principal personado, como aquellas en que solamente peligra o tan sólo es abatido de la felicidad a la miseria, y también las de éxito feliz» (1977, pág. 433, subrayado mío); y en concordancia con Aubignac afirma que «aun en éstas las principales personas se ven en gravísimos peligros de perder la vida o el estado o la felicidad» (Ibíd, pág. 529), con lo cual lo esforzado y gravemente peligroso de la acción prima sobre el desenlace. Así el Pinciano reconocía que, si no cabe comedia de fin desgraciado, sí en cambio tragedia de «alegres fines»: «Si la tragedia alguna vez, que son pocas, viene a rematar en tales remates, tiene primero mil miserias, llantos y tristezas de los actores y representantes, y mil temores y compasiones de los oyentes» (1973, III, pág. 25). De modo que pudiendo la compasión y el temor ser excitados por la acción sea cual sea el desenlace, cabe tragedia feliz, aunque será de más débiles efectos.
Podemos observar por lo tanto que la vulgata del Neoclasicismo resultaba menos rica en matices y más rígida que la Poética de Aristóteles y que el pensamiento de sus buenos conocedores. En estos matices estaba el germen de la renovación teatral del XVIII, sin más que interpretar libremente la tradición aristotélica. Siendo posible una tragedia de asunto y personajes ficticios (lo que nos aproxima al asunto y personajes de la comedia, particulares y plebeyos) estaba trazado el camino hacia la tragedia burguesa o doméstica: y ese mismo tipo de tragedia, con un final feliz, nos conduce directamente a la comedia sentimental. La rigidez neoclásica no procedía de Aristóteles, sino de la ideología estamental que, secuestrando el teatro de asunto esforzado para ejercicio de personajes ilustres y dando por supuesto que fuera de la aristocracia no podían existir personas graves, intentó confinar a los personajes de clase media y popular, degradando sus problemas y conflictos, en el ámbito de lo cómico risible.
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