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De la «poética de los muertos» al paisaje trascendente. Una aproximación a las relaciones entre Chateaubriand y Bécquer
Universidad de Santiago de Compostela
Uno de los aspectos más invocados por los estudiosos de Bécquer a la hora de analizar su obra es el de sus deudas con gran parte del Romanticismo europeo, sobre todo el alemán y el francés. Sin embargo, en pocas ocasiones se ha ido más allá de un mero cotejo de imágenes, expresiones, ambientes o, lo que es peor, de toda una serie de lugares comunes que más que aclarar han acabado por confundir el supuesto influjo. De ahí que, como réplica a tal saturación, se haya desembocado en la reivindicación del carácter señero e independiente de su literatura, no limitada por ningún tipo de dependencia respecto a la de otras latitudes (Berenguer Carisomo, pág. 138).
En el caso de su relación con Chateaubriand, por el contrario, esta ha tenido dos buenos valedores. Así, Robert Pageard, muy cautamente y porque se ciñe de un modo estricto al único testimonio que avala la lectura por parte de Bécquer de algunas obras de Chateaubriand, el del contemporáneo y amigo del escritor Julio Nombela, señala cómo aunque el sevillano no menciona nunca al poeta francés éste tuvo mucho que ver con su orientación literaria, y concluye que «il ne paraît guère douteux que le Génie du Christianisme et ses annexes ait contribué à former le goût romantique de Bécquer», siendo visible dicha contribución en Historia de los Templos de España y en muchas de sus poesías (VV. AA, pp. 477-524). Para Rubén Benítez, en cambio, la deuda de Bécquer es mayor y se ve, sobre todo, en la prosa: recibe de Genio del Cristianismo la concepción de la historia como manifestación de la Providencia divina, la atracción por lo maravilloso cristiano, y muchas de sus técnicas de descripción de tumbas, templos, santuarios y otros objetos de culto, todo ello perceptible en Historia de los Templos de España así como en varias de sus leyendas y prosas —82→ (1971, passim); y de la novela Atala la visión cristiana de una naturaleza trascendente que se da en su leyenda El caudillo de las manos rojas (VV. AA, pp. 380-382, 392); e incluso le debe parte de los rasgos de algunos personajes, como la judía Sara de La rosa de Pasión, muy semejante a las heroínas de Chateaubriand, las cuales van al sacrificio impulsadas por una creencia nueva (1974, pág. 32)63.
Mi intención en el trabajo presente dista de la de ambos investigadores en la medida en que no pretende tanto mostrar los débitos de un autor con respecto al que lo ha precedido, cuanto comprender la obra de arte, y en este caso la literaria, como una totalidad en la que, si algo de ella puede proceder de otro lugar, su funcionamiento ya no será el mismo al estar incluido en una estructura diferente (Wellek, pág. 213), interesándome, a la vez que por las relaciones interiores de las obras de ambos autores, capaces de superar las meras relaciones de hechos que tienden a explicar los fenómenos de un modo genético, por los problemas de su función dentro de un contexto cultural e histórico más amplio.
Ello significa partir de la radical ambigüedad de los textos, productos no de la causalidad que va unidireccionalmente de la fuente a su resultado, sino de la sociabilidad de una escritura literaria «cuya individualidad se cifra hasta cierto punto en el cruce particular de escrituras previas» (Guillén, pág. 313), y también poder avanzar hacia la comprensión de aquellas estructuras significativas, similares o no, que afloran en el diálogo múltiple de unos textos con otros y en los correspondientes procesos de emisión y recepción en una época dada. Tan sólo así parece posible alcanzar una poética comparatista que, apuntando hacia la teoría más que a las relaciones de hechos, busque en la universalidad de la invariante gran parte de su fundamentación metodológica y epistemológica (Marino, passim).
Aquí me fijaré en un aspecto que me parece fundamental para conocer mejor la relación de analogía entre los dos poetas: el del tratamiento de aquellas figuras que, citando a un importante teórico del cine, llamaré de la ausencia64, con el propósito de definir la doble relación que Chateaubriand y Bécquer mantienen entre sí y con respecto a algunas de las constantes del Romanticismo europeo; lo que nos permitirá aproximarnos al funcionamiento de unas mismas estructuras significativas y a la lectura que Bécquer hace del —83→ francés. En este sentido, entiendo por figuras de la ausencia aquellas figuras del discurso, procedimientos descriptivos o motivos que tienen como objeto hacer presente ante el lector a un ausente, sea este una persona o una idea.
Uno de los rasgos que mejor definen el Romanticismo es la transformación de las utopías geográficas e históricas dieciochescas en una categoría existencial, de forma que el Otro Lugar y el Otro Tiempo se convierten ahora en el mito de la Alteridad, con una dimensión más interior y sicológica que externa -entiéndase que el esquema dualístico base del mito de la Alteridad responde a un pensamiento que no es más que una reformulación de conceptos religiosos tradicionales fundamentados en la relación del Creador con su criatura (Abrams, II-III)-; lo que supone el intento de liberación del «yo» romántico de lo contingente y material, en una perpetua huida hacia el Otro, meta última de su deseo de alcanzar un nuevo lenguaje (Testa, pp. 131-146). Un lenguaje que pone en duda la prioridad ontológica del objeto sensible frente al poder de la imaginación y se constituye como algo esencialmente ambiguo, fruto de la doble naturaleza terrenal y mental de los objetos, tal como afirma Paul de Man después de estudiar varios textos de Rousseau, Wordsworth y Hölderlin: «Each of these texts describes the passage from a certain type of nature, earthly and material, to another nature wich could be called mental and celestial»; con lo que la palabra poética «has become and offspring of the sky» (13-14) y se convierte en el principal instrumento de esa reconciliación del arte y la naturaleza, del lenguaje y la realidad, que es la ambición romántica fundamental (Wellek, pág. 167).
Por eso, la busca de una invariante de la Alteridad en el Romanticismo, que permita ayudar a definirlo supranacionalmente, ha de tener muy en cuenta ese carácter liminal o transicional entre realidades de orden diferente que señalan el paso del «yo» al Otro a través de las diversas realizaciones que lo ejemplifican y de los lenguajes que lo van construyendo, siendo así que, del mismo modo que puede hablarse de un territorio en el que el deseo del «yo» se neutraliza y desaparece en la indiferencia de la vejez de un Hölderlin, o en la tranquilidad de la muerte y la unión mística con el infinito de un Fóscolo (Testa, pp. 133-140), y de un lenguaje poético basado en el oxymoron, como el que se da en los autores citados por De Man (1-17), también es posible considerar ciertas creaciones de Chateaubriand y Bécquer como una especial plasmación de la inquietud romántica por alcanzar esa otredad por medio de un lenguaje propio.
Destaca, en primer lugar, en ambos autores la consideración del Otro no tanto como algo sin una existencia propia y definida en el orden inmaterial, independiente del sujeto poético, cuanto como un ausente que sólo se reactiva en el reconocimiento que de su voz autónoma hace ese sujeto. De ahí que la —84→ muerte, más que un espacio al que finalmente llega el «yo» como producto de su difracción, sea el lugar de encuentro de dos realidades independientes, el sujeto poético y un ausente que, bajo la forma de Autoridad, Ideología o Creación estética, es capaz de hablar a través de los muertos; constituyéndose la prosopopeya en la figura privilegiada para dar cuenta de dicha ausencia y de tal encuentro.
Genio del Cristianismo, publicada en 1802, es, además de la obra que cimentará la fama literaria de su autor, una de las primeras en dejar constancia de una nueva conciencia literaria, ya que ante la desaparición de la universalidad que suponía el mundo clásico en ella adviene el nuevo paradigma capaz de sustituirlo y que tan fecundo será en el futuro, el de un cristianismo dotado de un prestigio supranacional y estético equivalente al antiguo (Madaule, pág. 238). Por ello, si lo característico de la época clásica había sido la negación de las particularidades nacionales en bien de una Poética general, lo mismo ocurrirá, paradójicamente, con la obra de Chateaubriand cuando intenta sustituir una poética pagana por una poética cristiana igualmente universalizadora. Esto explica los dos objetivos de la obra: ser un arma ideológica contra los sofistas del momento, los hombres de letras herederos de los postulados racionalistas del siglo anterior, incrédulos y ateos, y la defensa de una poética cristiana más válida estéticamente que la antigua poética clásica. Así lo expresa al comienzo de la obra el propio autor:
(1847, III, pág. 4) |
Por ello la divide en cuatro partes que responden a los objetivos señalados: la primera trata de los dogmas y la doctrina, la segunda y tercera de la poética -entendida como el estudio de la relación con la literatura y el arte-, y la cuarta del culto y las ceremonias. Es precisamente en esta última parte en donde aparece su preocupación por las tumbas y por lo que, citando sus mismas palabras, podríamos denominar la «poética de los muertos», especie de objeto fantasma o de cronotopo que aúna en sí los sentidos ideológico y estético del texto, ya que a la vez que da cuenta de la nada del hombre y de la inmortalidad del alma65 lo hace, asimismo, de la inmortalidad de un arte que no ha cesado de reproducir la belleza de la voz de la ideología cristiana:
—85→(1847, III, pág. 66) |
(1847, III, pág. 202) |
Observamos en estas palabras una voz que nos habla de la nada y la inmortalidad al mismo tiempo, y que establece el culto fúnebre en todos los pueblos de la tierra, un culto que es, antes que nada, algo bello («Il est beau que le cri de l’espérance s’éléve du fond du cercueil»). Y esa misma voz, que procede de alguien ausente e inidentificable con una persona de carne y hueso, es la que se transparenta por medio de la prosopopeya que aparece en las invocaciones a los muertos y en la palabra de sus epitafios.
En efecto, tanto en la preceptiva clásica como en la romántica la prosopopeya consiste, entre otras cosas, en permitirle actuar, hablar o responder a los muertos y a los ausentes. Así, para el neoclásico Batteux se basa «en prestar a las cosas insensibles acción, pensamientos, sentimientos, y pasiones; en dirigirles la palabra como si entendiesen, y en dársela como si tuviesen facultad de hablar; en hacer presentes a la personas ausentes; o hacer revivir a los que han muerto, ya dirigiéndoles la palabra, o ya haciéndoles hablar» (1808, VI, pp. 269-270); mientras que para el romántico Fontanier que, a diferencia del anterior, excluye al apóstrofe como uno de los modos de la prosopopeya, «consiste à mettre en quelque sorte en scène les absents, les morts, les êtres surnaturels, ou même les êtres inanimés; à les faire agir, parler, répondre, ainsi qu’on l’entend; ou tout au moins à les prendre pour confidents, pour témoins, pour garants, pour acusateurs, pour vengeurs, pour jugues, etc, etc; et cela, ou par feinte, ou sérieusement, suivant qu’on est ou qu’on n’est pas le maître de son imagination» (404).
En la raíz de este término, el griego prosopon, se traduce, sin embargo, una ambigüedad advertida por De Man, ya que significa al mismo tiempo la máscara y el rostro, lo que está visible y lo que permanece oculto (76); y dicha ambigüedad es la que resalta, precisamente, en esta forma de necrológica que —86→ son los epitafios de Chateaubriand, en donde a la vez que se le otorga a cada muerto una voz diferente que remite a un rostro individualizado y no intercambiable con los demás, también se lo imposibilita para tener un rostro propio, siendo la máscara de un ausente que aunque se manifiesta de modos distintos permanece siempre igual, con una voz única. Es decir, que a los muertos se les da una voz que los convierte en rostro de sí mismos y máscara de un ausente; único modo en el que la ideología puede manifestarse en todo su poder. Veamos algunos ejemplos.
Al hablar de los cementerios campestres, el enunciador se fija en algunos epitafios:
(1847, III, pág. 205) |
Campesinos con un nombre que, sin embargo, resulta nada ante la muerte, o niños cuya voz les es prestada por un cura, contrastan con los poderosos que reposan en las iglesias, a los que el enunciador describe en sus animadas posturas, invita al lector a que los contemple y, finalmente, les dirige la palabra:
(1847, III, pág. 206) |
También ellos acaban en la nada:
(1847, III, pág. 206) |
Aunque al final quede la inmortalidad: «Que votre sommeil soit profond sous ces voûtes, hommes de paix, qui aviez partagé votre héritage mortel à vos frères, et qui, comme le héros de la Grèce, partant pour la conquête d’un autre univers, ne vous étiez réservé que l’espérance» (1847, III, pág. 206).
—87→El ausente se ha concretado ante el lector: es la religión, la Autoridad66, quien da la voz y quien superpone su rostro ideológico al de los muertos, mostrando por medio de la prosopopeya las claves de un discurso consistente en enseñarle al lector cómo por debajo de lo aparente (el rostro de los muertos) hay algo oculto: la nada y la inmortalidad, y que ambos son el auténtico rostro que hacen de lo anterior su máscara. Su epopeya, la de los muertos, es como la del mundo clásico, sólo que ahora es la épica de una nueva edad, la cristiana.
Este discurso de la Autoridad como palabra impuesta, que Chateaubriand reproduce en sus Memorias de ultratumba por medio de la relación padre-hijo (Abraham, pp. 177-185), no se encuentra en Bécquer. Su Historia de los Templos de España es un eco de Genio del Cristianismo en muchos aspectos, lo cual no tiene nada de sorprendente si se considera el éxito de Chateaubriand en nuestro país (Peers, pp. 351-382), el autor más leído de entre los tradicionalistas (Benítez, 1971, pp. 17-18); pero es dudoso que puedan establecerse los paralelismos de un modo automático entre uno y otro sin tener en cuenta el sentido que en cada caso adquieren estructuras superficialmente semejantes, como en algunos casos se ha hecho, por ejemplo -y lo tomo como único caso de entre muchos que se podrían citar- al comparar las descripciones que ambos hacen de las catedrales góticas (Pageard, 1971).
Como Chateaubriand, también Bécquer se instala en una doble tradición ideológica y estética cuando se interesa por el arte religioso; aunque, además de su incorporación al campo de escritores que lo precedieron en ese interés por la descripción de los monumentos de España (Arboleda, pp. 11-67), inscribiendo su obra en una serie genérica distinta a la del francés, hay en él un sentido político muy concreto motivado por las especiales circunstancias españolas de la época: la preocupación por conservar las bellezas nacionales (Benítez, 1971, pp. 60-64).
Ese ausente objeto de su deseo se concreta, como en el poeta francés, a través de las tumbas y del proyecto de Bécquer de dotarlas de vida, tal como afirma al comienzo de su Historia:
(809) |
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Ahora bien, hay en su propuesta dos hechos que llaman la atención. En primer lugar, se trata de acceder a un pasado nacional, no a un orden universal sustituto del mundo clásico; y en segundo, el poeta evocará a «esos titanes del arte que lo erigieron». Ello explica aquellas palabras de Nombela tantas veces citadas («lo que Gustavo pretendía era hacer un grandioso poema en el que la fe cristiana, sencilla y humilde, ofreciese el inconmensurable y espléndido cuadro de las bellezas del Catolicismo», Díaz, pág. 52), así como el triple punto de vista adoptado, procedente tal vez de Víctor Hugo (Pincus Sigele, pág. 443), el del historiador, el del artista y el del poeta. Porque ambos remiten a un universo estético más que ideológico67: no se trata tanto de buscar un pasado ideológico con una voz única en la que el poeta se integra, un paisaje que lo preexiste y con el que no cabe más que la identificación, cuanto de integrarse en una tradición de creadores, capaces de dar vida a esos monumentos o voz a los muertos pero siempre desde la distancia que supone el acto de la creación. A Bécquer la tradición le sirve para revelar su propia voz, la del poeta, más que la de la Autoridad o la Institución; de ahí su distanciamiento del historiador que habla sobre el contexto histórico en el que el monumento surgió, sea la del P. Mariana o la de otro cualquiera. Es más un «esfuerzo sentimental», una «memoria afectiva» (Ramírez Araújo, pag. 253) que una memoria ideológica.
Así, cuando describe la iglesia de San Juan de los Reyes, su preocupación es la de mostrar la continuidad de un ciclo creativo, ya que el encuentro en el mismo lugar con otros que le precedieron en la construcción del templo deriva del acto de la creación: primero, el arquitecto y los obreros que lo levantaron, después los ecos del mismo expandiéndose con la creación de un mundo nuevo y la destrucción del antiguo gracias a los Reyes Católicos, y su culminación en la figura de Cisneros; más tarde, la destrucción por los franceses y la reconstrucción por el poeta, quien de ese modo se incorpora a un proyecto comunitario que lo precede y del que no es más que un eslabón.
Desde esta perspectiva, la prosopopeya no consiste en darle a los muertos una voz que no poseen, sino tan sólo en hacerlos actuar siempre consciente de la distancia que mantiene con ellos, porque el poeta, tal como Bécquer dice en su descripción del castillo de Olite, es como Cristo frente a Lázaro: «lo que ha muerto lo saca del sepulcro y le manda que ande» (1035). Es lo que hace con el que años más tarde será el cardenal Cisneros:
(878-879) |
Aparentemente, el párrafo final es muy parecido al de Chateaubriand citado anteriormente: el joven Cisneros oye la voz de la religión que le habla de la nada que es la muerte y lo insta a alejarse del mundo y sus vanidades. No obstante, aquí la prosopopeya consiste en la animación de un mundo provocada por el poeta, quien crea un personaje del que lo que importa no es lo que le hace tomar una decisión, sino la decisión misma de permanecer en el ser vicio de la Iglesia, ya que ello es lo que justifica la grandeza posterior de España y de San Juan de los Reyes; es decir, su pertenencia a una tradición y un pasado con su propia individualidad y afirmando su propio rostro, frente a cualquier posible aniquilación en una voz igualadora.
Aunque quizá uno de los ejemplos más claros en cuanto a la diferente perspectiva ante el Otro y la muerte, sea esta concebida como fruto de un paisaje moral preexistente, de una situación en la que el poeta se integra, o sea el resultado de una creación literaria del poeta en la que este afirma su propia individualidad al margen de los demás, es la lectura que Bécquer hace de Chateaubriand y de sus cementerios campestres. Si bien se han señalado las analogías de una de las Cartas desde mi celda, la tercera, con el capítulo séptimo del libro cuarto de Genio del Cristianismo, del que ya se citó aquí un fragmento (Benítez, 1971, pág. 60, nota 33; Pageard, VV. AA., pp. 486-487), pienso que son tantas las diferencias y, desde luego, más importantes en cuanto al sentido del texto, no sólo respecto a ese fragmento de Genio, sino a un desarrollo mayor y anterior del mismo tema, el que Chateaubriand hizo en un poema de 1796 titulado Les tombeaux champêtres.
En dicho poema el autor francés permanece todavía muy ligado a la tradición utópica dieciochesca del paisaje natural, en el que se da una perfecta armonía del hombre con la naturaleza; un paisaje moral caracterizado por sus virtudes, que en alguna medida conservará en el Genio, aunque aquí ya entra —90→ en colisión con el paisaje interior propio del Romanticismo. Una de sus estrofas, por ejemplo, dice:
(1847, V, pág. 505) |
El «yo» poético después de alabar ese mundo campesino, feliz en su insignificancia, desea también en tal lugar una tumba sin honores, distinta a las de los poderosos de las iglesias, y deja escritos ya su historia y su epitafio -en claro paralelismo con esos náufragos sin ruido de los que una tumba cuenta su historia y «le texte sacré qui nous aide à mourir»-, en el cual el paisaje moral que lo ha precedido y en el que se encuentra su tumba se proyecta en la tranquilidad posterior a la muerte, que apela, así, a la conciencia del viajero que lo lee: «Laisse-le reposer sur la rive inconnue, / de l’autre côté du tombeau».
Si ahora nos fijamos en Bécquer no encontraremos nada de esto. También él alaba en la Carta tercera los cementerios campestres en oposición a los de las grandes ciudades y desea una humilde tumba en uno de ellos, pero falta esa dimensión moral y colectiva que aparece en Chateaubriand. El cementerio no aparece ligado a ninguna vida virtuosa de los campesinos y sí, en cambio, a su propia trayectoria de creación personal, al tratarse de la creación en su fantasía de una tumba adecuada a su situación actual, como a lo largo de su vida había soñado otros tipos de tumbas: primero, en sus años juveniles, cuando ansiaba la gloria literaria «en las márgenes del Guadalquivir que conduce al convento de San Jerónimo» (563); más tarde, deseoso de una gloria diferente a la literaria, la del héroe, «en el fondo de uno de esos claustros santos donde vive el eterno silencio y al que los siglos prestan su majestad y su color misterioso e indefinible» (567); por último, y acorde con su «vivir oscuro y dichoso en cuanto es posible, sin deseos, sin inquietudes, sin ambiciones» (570), desea una humilde tumba en el campo. El poeta, en última instancia, recrea una fantasía más, semejante a las anteriores, de forma que la «declaración de fe profunda en la trascendencia del espíritu sobre la materia» que hace al final (Villanueva, pág. 24) sin dejar de ser cierta, no deja también de ser tan imposible, en cuanto literaria, como las anteriores imaginaciones de su mente. Probablemente se podría hablar de un propósito deliberado del artista de crear una distancia entre él y las circunstancias —91→ o, menos benévolamente, de un «egoísmo feroz» que en modo alguno lo acerca a Chateaubriand (Brown, pág. 258).
Estamos, pues, en este ejemplo ante un tipo de funcionamiento intertextual68 que podríamos llamar con Claudio Guillén una inclusión significativa; se trata de incluir en el tejido mismo de los textos, en su interioridad, estructuras significativas en cuanto a la verticalidad semántica de los mismos, y no sólo citas o alusiones exteriores que no lo afectan sustancialmente (319-323). De hecho, aunque el sentido final de los textos de Chateaubriand y Bécquer parece ser el mismo (lo auténticamente importante es lo que atañe al espíritu, no a las vanidades materiales, y eso pertenece a la inmortalidad del alma), en Bécquer hay un proceso de ficcionalización y distancia de la propuesta que la llena de una ambigüedad que no tenía en el de Chateaubriand, al tiempo que señala ante el lector los límites de este: si el autor francés no se había distanciado de aquel paisaje moral en la historia que crea acerca de sí mismo y de su tumba, Bécquer hace de su historia algo no subordinado nada más que a las leyes de la misma. Lo cual, en definitiva, responde a las diferentes épocas y el distinto momento literario vivido por los dos artistas.
No siempre, sin embargo, resulta fácil aquietar el propio deseo y convertirse en el Otro por medio de la muerte. En ocasiones, la vocación por el Ausente es un foco de tensiones entre lo material y lo espiritual que impide alcanzar la armonía entre ambos y obliga al poeta o a sus personajes a permanecer en un estado de insatisfacción por no acceder a la ansiada unidad.
El deseo de reconciliación de la materia y el espíritu, por otra parte, es lo más característico del Romanticismo alemán, sobre todo desde que Schelling defendió una filosofía de la naturaleza antirracionalista, en que la intuición intelectual era lo único que permitía captar lo absoluto dentro de la naturaleza y el espíritu, la identidad de lo real y lo ideal, convirtiendo a la naturaleza en el espíritu visible, y al espíritu en la naturaleza invisible; lo cual le llevó a un rechazo tanto del arte que imitaba lo natural copiando sólo lo feo, como de aquel otro que no partía de la naturaleza sino de los modelos clásicos preestablecidos, arte, en suma, que desde la naturaleza debía elevarse hasta los más altos grados del alma (1972, passim). La íntima unión de naturaleza y —92→ espíritu, que sólo puede reconocerse por la intuición del artista, hace que la imaginación sea para todos los poetas románticos un poder creador mediante el que el espíritu penetra en la realidad de las cosas y ve la naturaleza como el símbolo de algo oculto, no perceptible (en muchos casos, Dios o la Eternidad), pero que, sin embargo, manifiesta el alma del mundo (Wellek, pág. 138).
Tanto Chateaubriand como Bécquer presentan idéntico espíritu antirracionalista e igual creencia en una realidad oculta que la naturaleza transmite y que la intuición permite descubrir (Varela, pág. 308). Así, Chateaubriand, anticipándose a la reivindicación de Schelling de un arte que no partiese de los modelos clásicos ya establecidos, defiende en 1795 en su Lettre sur l’art du dessin dans les paysages, una pintura atenta a captar los músculos y las formas de una naturaleza desnuda, capaz de hacerle ver al artista el espíritu de los diferentes paisajes:
Il faut donc que les élèves s’occupent d’abord de l’étude même de la nature: c’est au milieu des campagnes qu’ils doivent prendre leurs premières leçons. Qu’un jeune homme soit frappé de l’effect d’une cascade qui tombe de la cime d’un roc, et dont l’eau bouillonne en s’enfuyant: le mouvement, le bruit, les jets de lumière, les masses d’ombres, les plantes échevelées, la neige de l’écume qui se forme au bas de la chute, les frais gazons qui bordent le cours de l’eau, tout se gravera dans la mémoire de l’élève... Le paysage a sa partie morale et intellectuelle, comme le portrait; il faut qu’il parle aussi, et qu’à travers l’exécution matérielle on éprouve ou les rêveries ou les sentiments que font naître les différents sites. |
(1847, V pág. 553) |
Más tarde, el papel preponderante del alma del artista sobre la naturaleza se observa de un modo claro cuando se opone al espíritu racionalista ejemplificado por Rousseau (Dédéyan, pp. 30-32), frente al cual afirma que no es el paisaje quien modula el alma sino, por el contrario, el alma la que se transmite al paisaje (1847, IV, pp. 322-323); o cuando en las Memorias de ultratumba, al mismo tiempo que defiende el papel de la luz como creadora del paisaje, atribuye al artista la función más relevante en el nacimiento de aquel:
Le paysage n’est crée que par le soleil; c’est la lumière qui fait le paysage... Si les montagnes de nos climats peuvent justifier les éloges de leurs admirateurs, ce n’est que quand elles sont enveloppées dans la nuit dont elles épaississent le chaos: leurs angles, leurs ressauts, leurs saillies, leurs grandes lignes, leurs immenses ombres portées, augmentent d’effet à la clarté de la lune. Les astres les découpent et les gravent dans le ciel en pyramides, en cônes, en obélisques, en architecture d’albâtre, tantôt je tant sur elles un voile de gaze et les harmonisant par des nuances indéterminées, légèrement lavées de bleu; tantôt les sculptant une à une et les separant par des traits d’une grande correction. Chaque vallée, chaque réduit avec ses lacs, ses rochers, ses fôrets, devient un temple de silence et solitude... Je reconnais tout cela; mais entendons-nous bien: ce ne sont pas les montagnes qui existent telles qu’on les croit voir alors; ce sont les montagnes comme les passions, le talent et la muse en ont tracé les lignes, colorié les —93→ ciels, les neiges, les pitons, les déclivités, les cascades irisées, l’atmosphère flou, les ombres tendres el légères: le paysage est sur la palette de Claude le Lorrain, non sur le Campo-Vaccino. |
(1983, II, pp. 592-593) |
¿Pero qué es lo que el poeta ve oculto en el paisaje? ¿Por qué habla de un «templo de silencio y de soledad»? Según Jean-Pierre Richard todas las figuras que Chateaubriand emplea en la descripción de paisajes (el agua, la tumba, los murmullos, la niebla, la luz de la luna, el eco...) remiten a lo mismo: a un desaparecer, a una puesta en escena de la ausencia que significa al mismo tiempo lo limitado y lo ilimitado («sin los límites no podría manifestarse lo ilimitado», dirá contemporáneamente Schelling [50]), una nada infinita pero un Dios igualmente infinito. O, lo que es igual, la tensión continua entre el ser y el no-ser desde una perspectiva religiosa y cristiana. Por eso, si antes la autoridad religiosa aparecía como la figura del Ausente, ahora es Dios quien lo hace. Y para permanecerle fiel es necesario renunciar a lo inmediato, trátese del contacto amoroso con la mujer amada o de la atracción sensorial por la naturaleza; con lo que la unión con ese Ausente se transforma en una prohibición generadora de conflictos entre la materia y el espíritu; interdicción que neutraliza el deseo de Chactas y Atala (Atala), Eudoro y Velléda (Los mártires), Aben Hamet y Blanca (El último Abencerraje), y de Amélie y René (René)69, y los conduce al alejamiento y la soledad (Richard, pp. 39-45).
De ahí que el bosque, además de la catedral gótica, sea figura privilegiada de esta soledad, al presentar al mismo tiempo una intimidad cerrada sobre sí misma y dirigida hacia lo lejano; imagen paradójica por tratarse «d’une intimité ouverte, ou d’une infinité délimitée» (Richard, pág. 99). Esta dialéctica de lo cerrado y lo abierto hacia la lejanía es visible ya en sus primeros poemas, como en uno de los Tableaux de la nature titulado precisamente La fôret, del que reproduzco un fragmento:
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(1847, V, pág. 501) |
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Aquí, la soledad querida por el sujeto poético es interpelada por una naturaleza que tiende a ir más allá del bosque, hacia lo lejano (una onda que lo llama «dans le fond des bois» o una vegetación que al cerrarse por encima de él convierte el bosque en una especie de iglesia con «voûtres tranquilles»), algo todavía indeterminado pero armónico, con un alma capaz de sentir dicha armonía, como en Atala: «Aucun bruit ne se faisoit entendre, hors je ne sais quelle harmonie lointaine qui régnoit dans la profondeur des bois: on eût dit que l’âme de la solitude soupiroit dans toute l’étendue du désert» (1847, IV, pág. 639); y que en ocasiones se le revela como armonía divina en los bosques americanos de Los Natchez:
Une musique qu’on entend partout, et qui n’est nulle part, ne cesse jamais dans ces lieux: tantôt ce sont des murmures comme ceux d’une harpe éolienne que la foible haleine du zéphyr effleure pendant une nuit de printemps; tantôt l’oreille d’un mortel croiroit oüir les plaintes d’une harmonique divine, ces vibrations qui n’ont rien de terrestre, et qui nagent dans la moyenne région de l’air. Des voix, des modulations brillantes sortent tout à coup du fond des fôrets célestes; puis, disperses par le souffle des esprits, ces accents semblent avoir expiré. Mais bientôt une mélodie confuse se relève dans le lointain, et l’on distingue ou les sons veloutés d’un cor sonné par un ange, ou l’hymne d’un séraphin qui chante les grandeurs de Dieu au bord du fleuve de vie. |
(1847, IV, pág. 465) |
También en el Bécquer de algunas de las Leyendas y de otras prosas es observable la tensión entre materia y espíritu, sin que les sea posible a sus personajes el poder trascender el primero para llegar al ideal que su alma se ha forjado, sobre todo cuando se trata de una mujer creada por el propio personaje. El Ausente ahora no es Dios, ni hay interdicción religiosa alguna, sino más bien una espiritualidad más vaga, dotada igualmente del carácter de eternidad; pero, del mismo modo que en Chateaubriand es posible descubrir en su sistema descriptivo esa dialéctica entre lo cerrado sobre sí mismo y lo abierto a lo infinito, a través de una distribución interna que señala oposiciones temáticas y lógicas y apunta hacia lo ideológico, en la prosa de Bécquer es advertible en ocasiones una estructura semántica que a la vez que describe de arriba abajo alternando lo limitado y lo ilimitado, establece un procedimiento clausural interpretativo de lo anterior que señala el intento de conectar al espíritu del «yo» con el del mundo que lo rodea, mostrando esa actitud romántica que hace trabajar ideológicamente al texto. De este modo adquieren todo su sentido las palabras de Rubén Benítez cuando dice que la originalidad de su prosa deriva en parte de Chateaubriand (1974, pág. 11); originalidad de unas Leyendas que radica probablemente en ese parecer escritas «entre la niebla del sueño, en el duermevela del amor y de la ensoñación por la imprecisión de su caras y contornos» (Alonso, pág. 166), y que consigue un buen resultado en aquel fragmento de Los ojos verdes en el que el joven Fernando da cuenta a su montero Íñigo del lugar en donde habita la mujer de sus sueños:
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Tú no conoces aquel sitio. Mira: la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae, resbalándose gota a gota, por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes y, susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno de las flores, se alejan por entre las arenas y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, y saltan, y huyen, y corren, unas veces con risas, otras con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo que sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa, para estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde. Todo allí es grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu con su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre. |
(155-156) |
Al margen de las coincidencias superficiales con el primero de los textos citados de Chateaubriand (el agua que cae desde lo alto de una peña, su bullir y su huida, la animación y los ruidos...), interesa destacar como, al igual que en otros textos del poeta francés, alternan la tendencia a la huida del agua con la del estancamiento en el lago, la de los fragmentario y pequeño («resbalándose gota a gota», «brillan como puntos de oro») con lo que esa pequeñez revela, la grandeza de lo que le rodea («Todo allí es grande», «con sus mil rumores desconocidos»); es decir, la dinámica entre lo limitado (el lago inmóvil, lo pequeño y fragmentario) y lo ilimitado (el agua que corre hasta desaparecer y convertirse en palabras o rumores de seres vivos, la grandeza del lugar), entre el espíritu inmortal del hombre y el espíritu igualmente inmortal de la naturaleza. Y todo ello potenciado por la retórica propia de las narraciones fantásticas, caracterizada por un lenguaje en el que lo sobrenatural nace de tomar literalmente el sentido figurado del texto (Todorov, pp. 94-100, Risco, pp. 173-174): aquí el bullicio y los susurros de las aguas acaban transformándose en palabras auténticas con las que los espíritus hablan al personaje.
La distribución de los términos atendiendo a las coordenadas arriba/abajo y limitado/ilimitado, con esa clausura realizada por la identidad entre el alma del personaje y la de la naturaleza, lo hacen equivalente a muchos de los textos de Chateaubriand y del Romanticismo; una semejanza que, en el caso del primero, es mayor cuando al final del relato se comprueba la imposible unión de Fernando con la diosa del agua poseedora de los ojos verdes, la cual, imaginaria o no (Risco, pp. 170-174, Sebold, 1989, pp. 138-139), revela a un Ausente inasible al que el espíritu del hombre no puede alcanzar, frustrándose de ese modo su deseo de armonía.
—96→Esta «natura naturans» que es capaz de encarnar en su movimiento los propios movimientos espirituales del personaje (Díaz, pág. 422), conformando así un «paisaje solidario» (García Viñó, pp. 344-346), está presente, asimismo, en textos de intención no ficcional, como la Historia de los Templos de España, en donde se lee los siguiente en el capítulo dedicado a la iglesia de Santa Leocadia en Toledo:
Cuando, después de haber recorrido una gran parte de la ciudad imperial, detuvimos nuestros pasos sobre la altura que corona el hospital de Tavera, desde la que se domina el lugar en que está situada la basílica, el día comenzaba a caer. El cielo se veía cubierto por lagos jirones de nubes pardas y cobrizas, entre los que se deslizaban algunos rayos de sol, que, encendiendo sus orlas y bañando en luz la cima de los montes, doraban las altas agujas y los derruidos muros de la población que acabábamos de abandonar. La vega, que extendiéndose a nuestros pies se dilataba hasta las ondulantes colinas que se elevan en su fondo como las gradas de un colosal anfiteatro, semejábase con sus oscuros manchones de césped y las anchas líneas amarillentas y rojas de su terreno arcilloso a una alfombra sin límites, en la que podíamos admirar la armónica gradación de los colores que se confundían y debilitaban marcando así sus diferentes términos y desigualdades. A nuestra izquierda, y escondiéndose por intervalos entre el follaje de sus orillas, el río se alejaba besando los sauces que sombrean su ribera y estrellándose contra los molinos que detienen su curso hasta bañar las blancas paredes de la fábrica de armas, que aparece en su margen, en medio de un bosque de verdura. Cuanto se ofrecía a nuestros ojos formaba un conjunto pintoresco; pero diríase al contemplarlo que sobre aquel paisaje había extendido el otoño ese velo de niebla azulado y melancólico en que se envuelve la Naturaleza al sentir el soplo helado de sus tardes sin sol; ese silencio profundo, esa vaguedad sin nombre, imposible de expresar con palabras, que, apoderándose de nuestro espíritu, lo sumerge en un océano de meditación y tristeza imponderable. Claudio Lorena, en algunos de sus maravillosos paisajes, ha logrado sorprender su secreto a la Naturaleza y ha reproducido este último adiós del día con todo el misterio, con toda la indefinible vaguedad que lo embellece. |
(884-885) |
De nuevo contemplamos la proximidad a Chateaubriand tanto en imágenes muy concretas como en el sentido global del texto. El «velo de niebla azulado», semejante a aquella «gasa azul» con que la luna vela los objetos en La corza blanca, es un pariente muy cercano del «voile de gaze» de la luna que armoniza con su color azul a las montañas en el fragmento citado anteriormente de Memorias de ultratumba, del «vapeur bleuâtre» que envuelve los campos silenciosos al atardecer en uno de sus poemas, Le soir dans une vallée, y de «la clarté suave qui veloute la surface des objets» de su lejana carta sobre la pintura de los paisajes (1847, V, pág. 554). La atmósfera vaga de los paisajes de Claudio Lorena, por su parte, parece proceder en primera instancia de la lectura del mismo texto de las Memorias, ya que en él se le atribuye al pintor esa atmósfera flou, si bien lo que más interesa de la referencia a Lorena es que la inserta en un —97→ contexto en el que no se está hablando de un paisaje enteramente objetivo sino lleno de la subjetividad de quien lo contempla, espectador que provoca una trascendencia del paisaje más allá de un inventario realista al ver en él formas inestables y cambiantes; de donde el desconcierto de algunos que, como Edmund L. King, no acaban de entender esa cita ni ven una igualdad sustancial entre su prosa y su poesía (26, 115).
En efecto, también en la distribución interna del fragmento es perceptible la dialéctica entre lo cerrado del paisaje («colosal anfiteatro», molinos que detienen el curso del río) y lo ilimitado («alfombra sin límites», el río que se aleja, el «océano de meditación y de tristeza»), así como la clausura que lleva a la unión del paisaje con el espíritu del espectador: la vaguedad que sumerge a este en otra vaguedad igualmente inasible, la del océano de meditación y tristeza; concreción, en definitiva, de un Ausente que, más allá de cualquier pintoresquismo apunta hacia la eternidad.
Precisamente para marcar el tránsito entre una realidad y otra, confundiendo los contornos al hacerlos imprecisos pero también agrandándolos sin fin, y desengañando a quienes pretenden acceder a la unión con el Ausente al mantenerlos en su mundo material, es por lo que reiteradamente aparece en ambos autores el motivo de la claridad de la luna con la doble capacidad de transformar y engañar al mismo tiempo, marca visible de esa ausencia.
En Chateaubriand es lo que activa a su fantasma amoroso cuando, después de construir para sí mismo una mujer ideal, producto de la suma de todas las mujeres vistas por él, un rayo de luna la hace revivir en su presencia; sueño del que finalmente despierta y lo lleva a caer en la desesperación (1983, I, pp. 93 94). Por eso, muchos años más tarde se dirigirá a la luna en términos poco halagadores:
O lune! vous avez raison; mais si je parlais bien de vos charmes, vous savez les services qui vous me rendiez; vous éclairiez mes pas alors que je me promenais avec mon fantôme d’amour... Que de fois vous avez regardé mes yeux passionnément attachés sur les vôtres! Astre ingrat et moqueur... |
(1983, II, pág. 661)70 |
Ese carácter de astro que provoca transformaciones pero se burla de quienes creen en ellas es el que tiene en varias leyendas de Bécquer, sobre todo en La corza blanca y El rayo de luna; relato este último que, igual que en Chateaubriand, trata de un joven que crea a su propio fantasma amoroso, fruto de la reunión de los rasgos de diferentes mujeres; un fantasma que acaba —98→ concretándose ante su vista por la actividad de la luna, quien lo engaña y le provoca una frustración que le hace descreer de todo lo que no sea la propia imaginación:
-¡No! ¡No! -exclamó el joven, incorporándose colérico en su sitial-. No quiero nada...; es decir, sí quiero: quiero que me dejéis solo... Cantigas... mujeres..., glorias..., felicidad, mentira todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué? Para encontrar un rayo de luna. |
(193) |
Bien podrían ser estas las palabras que marcan la diferencia entre Bécquer y Chateaubriand. Si el francés escribe en una época de transición entre un mundo antiguo que se desmorona y otro nuevo que emerge, buscando su paraíso perdido en una épica sustentada por la religión cristiana, el sevillano lo hace cuando varias generaciones de poetas románticos han transformado la nostalgia en energía creadora independiente, capaz de establecer un puente entre la idea y la naturaleza; por ello, aunque hace una lectura de Chateaubriand atenta a su tradicionalismo religioso, le interesa tanto o más su particular manera de mostrar la tensión entre la materia y el espíritu; esto es, su respuesta ante el mito romántico de la Alteridad, una respuesta que oscila entre la posibilidad de alcanzar la unión con el Ausente por medio de la muerte y el imposible acceso a la misma.
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