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Imágenes nacionales y literatura84
Universidad Pompeu Fabra
El escritor, que suele parecerse al común de los mortales, se ve obligado alguna vez a referirse, en el momento en que se interesa por unos acontecimientos, unos comportamientos o unos personajes situados en algún entorno extranjero, a las imágenes que se conservan en su alrededor acerca de ese país. Estas noticias de lo desconocido y remoto están ahí, envolventes, siquiera para ser rechazadas. Puede ocurrir entonces que su sensibilidad dependa de la ajena, en primera instancia, y por lo tanto sus palabras. Ahora bien, entre las imágenes previas de una nación y el acto de escribir se sitúa con frecuencia lo visto, viajado y vivido por el escritor mismo. Pero si así es, ¿quiere esto decir que nuestro escritor desconocía las imágenes que se habían divulgado, o el abreviado recuerdo que de ellas se guardaba en su alrededor? ¿Que no guiaron nunca sus pasos? ¿Que no se esforzó por superarlas? Además, ¿cuántos escenarios extraños habrá podido conocer directa y personalmente? Si por escritura queremos decir aquello de que él tiene alguna noticia y procede de lo opinado, publicado y diseminado por sus predecesores, ¿no es anterior entonces la palabra escrita a lo visto y evaluado por unos y por otros? La experiencia ¿no depende así, radicalmente, de la escritura, como esta también de las imágenes nacionales existentes? Si una nación, una región o una ciudad ya han sido tematizadas, literarizadas, acaso durante siglos, ¿es concebible que el escritor las contemple y descubra como por primera vez? ¿No será que la literatura nos impide ver el mundo?
—118→De inmediato estas preguntas y bastantes más se introducen en una reflexión general sobre la imagen de una nación en las letras de otra nación, asunto y objeto de estudio que en este momento vuelven a ocupar a los historiadores de la literatura. Son cuestiones, a mi entender, que tienen muchos inconvenientes para los estudiosos de Literatura Comparada, que por ello han tendido desde hace bastantes años a concederles escasa atención (Guillén, 1985a, pág. 67; Pageaux, 1971, pág. 19). Adolecen de exagerada amplitud, de desdibujada vaguedad, por un lado. Nos alejan, por otro, de una concepción exigente o al menos coherente de la literatura, que aquí pasa a confundirse fácilmente con cualquier forma de escritura o con la cultura en general. Pero hay confusiones que pueden ser fecundas y tan reales como la vida misma. La indiferencia no consigue en absoluto que cierto problemas, por ser en efecto reales, desaparezcan. Una de las características más elogiables de los estudios de Literatura Comparada, considerados históricamente, ha sido la continuidad de sus preocupaciones.
Procuremos imaginarnos para empezar un espacio triangular cuyos tres ángulos son: escritura, imagen y experiencia. Para ello tenemos que tener presente el ámbito bastante particular al que corresponden los problemas que acabo de bosquejar. Aludo, pues, a la acepción que suele asumir cualquiera de estos tres términos, evidentemente móviles y polisémicos, en el terreno de la inteligencia de lo desconocido y extranjero, por parte lo mismo de individualidades que de sociedades. Por escritura, ya lo dije, se entiende multitud de cosas, textos o escritos que ni siquiera lo son, géneros que de entrada no son literarios o cuyos límites rebosan la literariedad, de lo fantástico a lo utilitario -de un Byron, digamos, a un Baedeker-. Por experiencia se entiende la de espacios extranjeros, remotos, en la vida misma, sea individual o colectivamente: sucesos, percepciones, símbolos, conceptos con su poso, sus secuelas, su larga estela en la memoria social.
Imagen es rótulo poco satisfactorio, pero aceptado convencionalmente, sobre todo desde los estudios de Jean-Marie Carré (como Les Ecrivains français et le mirage allemand, 1800-1940, París, 1947), y que abarca significaciones distintas y hasta dispares. Es imagen, en primer lugar, abriendo el compás al máximo, «l’idée qu’on se fait de l’Espagnol, de l’Anglais», etc..., como decía sencillamente Gustave Lanson (Lanson, 1986, pág. 45) ¿Idea? Bueno, digamos que opinión general e impersonal -«qu’on se fait»-, doxa, de vasta difusión, acerca de una nacionalidad, como Suecia, o de una región, como Sicilia, o de una ciudad de mítico prestigio, como Venecia, Granada, Berlín o Nueva York. También se alude, en segundo lugar, a la concepción nacional que se desprende de un autor importante, como Maquiavelo, emblema de Italia en cierta época, o Dostoyevsky de Rusia, merced a ciertos intérpretes, traductores y prologuistas. Noción por lo tanto procedente de determinada recepción. —119→ Asimismo es imagen para algunos el ambiente nacional o pequeño mundo que construye el conjunto de una obra de imaginación, como Carmen de Mérimée, o un libro de viajes, un Voyage en Espagne tan leído como el de Mme. d’Aulnoy o el de Théophile Gautier. Y, en cuarto lugar, lo que aparece como parte de una obra de ficción, mediante las opiniones manifestadas en ella -Polonia en Cousine Bette de Balzac, o Italia en La Chartreuse de Parme de Stendhal- o unos personajes emblemáticos de sus respectivos orígenes- toda la gama de Zauberberg de Thomas Mann. Y no son estas las únicas virtualidades. De ahí que quepan no ya diferencias sino, dentro de un mismo espacio, tensiones importantes.
En un campo ocupado por tantos estereotipos y no sólo amores sino aborrecimientos, ¿es lícito distinguir entre el juicio y el prejuicio? Puede quizás pensarse que los juicios heredados, recibidos, son prejuicios. ¿Conviene entonces separar el criterio individual de la opinión de muchos? Por más que se entreveren estas clases, en la práctica se tiene que percibir matices diferenciales. Hay pareceres arraigados en ciertas épocas que proceden de una intención descriptiva y analítica, por mucho que luego pasen de mano en mano o de pluma en pluma. Los mejores viajeros románticos, por ejemplo, procuran ir apreciando lo que ven y al propio tiempo confirman lo que dijeron otros, configurando así una visión común, tratándose por ejemplo de España, según veremos. Ya en 1819 George Ticknor había alabado especialmente al pueblo español. Otro tanto pensarán Disraeli y George Borrow; o Richard Ford, que escribe que «the lower classes are by far the best and finest of Spaniards». Y Prosper Mérimée reitera, con algo de condescendencia, que «la canaille est ici intelligente, spirituelle, remplie d’imagination... En Espagne j’ai toujours eu des muletiers et des toreros pour amis» (Alberich, 1984, págs. 37-38). Son juicios que se repiten por cuanto se basan en las mismas condiciones sociopolíticas, como la Guerra de la Independencia, la lucha del pueblo español contra Napoleón, y el reducido prestigio de las clases dirigentes, poco cultas, según estos observadores, y responsables de la supuesta inferioridad de la nación. A fines de siglo, análogamente, el populismo novelesco se deshará en elogios del campesino ruso.
Caen más bien del lado de los prejuicios, por otro lado, unas actitudes tercas, fijas, de marcado carácter negativo y partidista. La negación se une al desconocimiento -matrimonio bien avenido, este, si los hay, y de los que más duran. Ejemplo clásico entre nosotros -imagen de una imagen tal vez- es el recelo angloamericano ante el so-called carácter español, fundado en intereses antiguos y esquemas pertinaces. Es cuestión demasiado compleja para ser tratada de pasada (Kamen y Perez, 1980). Pero sí está claro el aprovechamiento de este prejuicio por parte de ciertos escritores. Lo que sí sabemos es que la literatura, sobre todo la más vulgar, se alimenta de tonalidades tenebrosas, ajustadas a la leyenda negra, y de tipos criminales. José María Alberich —120→ recuerda, en un ensayo provechoso, toda una serie de sectarias figuraciones británicas, desde The Spanish Friar (1680) de Dryden, y otras tragicomedias de fines del siglo XVII, hasta la novela de horror del XIX y sus historias anticlericales y espeluznantes «de monjas ensangrentadas, de espectros ululantes, de frailes diabólicos que seducen y luego atormentan a sus penitentes, de pobres chicas recluidas por la fuerza en prisiones conventuales, de novicias que dan a luz el fruto de sus amores sacrílegos y lo entierran luego en los sótanos o los desvanes del convento», etc. etc. (Alberich, 1984, pág. 35).
Los títulos de algunos de estos novelones llamados góticos aclaran que se sitúan en España, como The Abbott of Montserrat, or the Pool of Blood, o Don Sancho, or the Monk of Henares, o también Almagro and Claude, or Monastic Murder, y otras lindezas de este jaez. También es cierto, pero no consolador, que no son los españoles el único blanco de enemigas cuyos orígenes se remontan, siglos atrás, a las guerras de religión. Los ejemplos no son escasos. Sobresale por supuesto el menosprecio del Islam, cuyas vicisitudes durante el siglo XIX, en manos de quienes paradójicamente profesaban el orientalismo en Francia y Gran Bretaña, desde los tiempos de Silvestre de Sacy, fiel servidor de Napoleón, y de Edward William Lane, recuenta Edward W. Said en su importante Orientalism (Nueva York, 1979).
Lo más sencillo es el tópico, el tópico a secas, que no por trivial y mediocre deja de persistir y de influir. Tratándose de rasgos nacionales, la banalidad parece ser ineludible, según anotaba George Orwell:
(Berger, 1951, pág. 385) |
Los lugares comunes que descuellan y tienen más posibilidades de larga vida son los bons mots que demuestran ingenio, o gracia, o, como los refranes, paralelismo en la forma. El siglo XVII inglés conoció el tópico siguiente, que Francis Bacon formula en uno de sus Essays, Of seeming wise (1625): «It has been an opinion that the French are wiser than they seem, and the Spaniards seem wiser than they are». Notamos que Bacon da la opinión por ya existente; y que reduce a una sencilla inversión el juego retórico de combinaciones que elaboraba Peter Heylin en su Microcosmos (1621), traducido así por Patricia Shaw: «pues, mientras se dice que los españoles parecen sabios, siendo tontos, que los franceses parecen tontos y son sabios, que los italianos parecen sabios y lo son, no se afirma que los portugueses sean sabios ni lo parezcan» (Shaw Fairman, 1981, pág. 141). Se pasa de tal suerte al chiste sobre nacionalidades, de todos conocido. Si los españoles salen malparados de la ocurrencia de Heylin, júzguese por otra parte cómo quedan las españolas en las palabras de un viajero inglés por España en 1623, que recoge en una carta un dicho local: —121→ «en el baile la francesa, en la cocina la holandesa, en la ventana la italiana, en la mesa la inglesa y en la cama la española» (Shaw Fairman, 1981, pág. 127). La vocación y destino final de estos conceptos es la pura tontería, corriente y moliente, exenta de gracia o forma, pero no por ello de pretensiones. Es la especie que Flaubert cultiva, humorística y morbosamente, en su Dictionnaire des idées reçues. Véanse unas muestras: «ANGLAIS -Tous riches» «ALLEMANDS -Peuple de rêveurs (vieux)» «BASQUES -Le peuple qui court le mieux» O también: «ITALIE -Doit se voir immédiatement après le mariage -Donne bien des déceptions, n’est pas si belle qu’on dit». Y no olvidemos: «SEVILLE -Célèbre par son barbier. Voir Séville et mourir (v. Naples)».
Haría mucha falta, dicho sea de paso, una buena historia de la tontería en la trayectoria de la literatura. En tiempos modernos se destacarían algunos personajes de Voltaire, de Balzac, de Flaubert, de Clarín, y sobre todo de Proust en Sodome et Gomorrhe, donde brilla con luz propia aquel Dr. Cottard que produce perlas como la siguiente, a propósito de Sócrates:
(Proust, 1988, III, pág. 439) |
Lejos de semejantes enormidades, y de los que se divertían con ellas, como el propio Flaubert, se hallan quienes se enfrentaban seriamente con el problema del carácter nacional, de su devenir histórico, de su dudosa autonomía y solidez frente a los condicionamientos económicos, sociales y también políticos que lo modelan de año en año, o de su utilización por parte de cuantos esperan hallar en la literatura o en las artes un principio de cohesión para una nacionalidad precaria o emergente. Es en nuestro siglo, dentro del campo de la psicología social el estudio de las mentalités (como las primitivas, con Lévy-Bruhl, la anglosajona, etc., o las estructuras sociales y mentales investigadas por Gaston Bouthoul); y en el de la antropología cultural ciertas obras, consagradas a pueblos no primitivos, o al menos no tanto, tan valiosas como The Chrysanthemum and the Sword (1946) de Ruth Benedict, sobre el Japón, o The Tahitians (1975) de Robert I. Levy, o Pueblo of the Sierra (1950) de Julian Pitt-Rivers. Adviértase el dualismo -esa primera puerta que permite escaparse del corral de la simplificación- propuesto por el título de Ruth Benedict, como también la contradicción y riqueza, plural o polifónica, que implica en su aproximación a culturas comparadas el método de Gregory Bateson, que muestra en distintas naciones unas condiciones bipolares: dominación/sumisión, —122→ auxilio/dependencia, etc. (Berger, 1951, pág. 382). Pero hemos topado con la Universidad, que nos aleja del ámbito de la tontería, aunque no siempre, y del asunto del presente ensayo. Salvo raras excepciones, estos saberes no han logrado incorporarse a las zonas sociales y culturales, como el mundo de las letras, en que actúan y hasta prosperan las imágenes nacionales. Es evidente que los lectores, editores y autores ocupan muchas veces espacios no sólo dispares sino encontrados, dentro de un mismo entorno cultural.
Un mero observador puede descubrir, sin ir tan lejos, que las relaciones literarias entre dos naciones no reproducen en muchos casos, ni reflejan fielmente, las tensiones o los conflictos que existen entre estas en lo que toca a la economía y la política, y que afectan la opinión pública en general. Lo primordial es reconocer de entrada que una cultura encierra diversos estratos interactivos, interrelacionados, no reducibles realmente a un principio de identidad singular; que conviene tener presentes estas tensiones, y, es más, ir poniendo muy en tela de juicio el concepto mismo, en este terreno, de principio de identidad.
La imagen política de Estados Unidos en Bogotá habrá sido durante largos años negativa; pero ello no impidió que el modelo de Hemingway -el de los relatos de Nick Adams en In our Time- afectase positivamente la composición de El coronel no tiene quien le escriba de García Márquez. En nuestros días los ejemplos de estas incongruencias son legión. El comienzo de la llamada Guerra Fría a fines de los años 40 y la ola de intolerancia denominada McCarthyism perjudicaron notoriamente la imagen de Estados Unidos en Italia, pero no el aprecio que sentían Vittorini y Pavese por Faulkner y el mismo Hemingway.
Explica Femand Braudel que cuando Venecia era el estado más poderoso de Italia y del Mediterráneo, el foco de cultura principal era Florencia, es decir, que no había confusión entre el «centro material» y el «centro cultural» (Guillén, 1985b, pág. 503). La confusión entre los dos centros o estratos es efectivamente lo que desorienta y abarata tantos juicios y prejuicios de imagen nacional. Hace poco el escritor caucásico Fazil Izkander (de Abjazia, enclavada en Georgia) comentaba el tópico de la enigmática alma rusa, preguntándose si no resultaba de la perplejidad del extranjero al tener noticia simultáneamente de unos grandes escritores, de vasta y libre humanidad, como Turguéniev y Chéjov, y de un existir social grosero y cruel a lo largo del siglo XIX. Es como si habláramos de la enigmática alma hebrea, decía, tras fundir a Einstein con un tendero judío85.
Todo sucede como si una sociedad o una comunidad no fuese una entidad monolítica, centralizada o indivisible, desde un punto de vista cultural; o si se quiere, como si el acto de escribir se situase en un estrato de la sociedad, en —123→ primer lugar, distinto del socioeconómico y del político; y se distanciase, en segundo lugar, de todo espacio colectivo por el peso decisivo de la individualidad. Cierto que no siempre se manifiesta esta individualidad, según veremos en quienes admiten más gustosos las imágenes convencionales, o aceptan a pies juntillas un concepto tan sumamente discutible como el de carácter nacional. Pero lo que sí recordaremos en las presentes páginas es que este concepto, generalizado y confuso durante los siglos XVI y XVII, pero respaldado por el incremento de los sentimientos nacionalistas en Europa, útil luego para los philosophes y enciclopedistas del XVIII, deseosos de orientación e información acerca de los estados y sistemas políticos extranjeros, pasa desde principios del XIX a significar algo como un principio de identidad psíquica y colectiva: el «alma» o «genio» de una nacionalidad. Este principio de identidad se interioriza y psicologiza, si se me permite la palabra, durante el Romanticismo.
Todavía en 1866 Hippolyte Taine escribe que «la racine des grands événements est toujours un caractère de peuple, et l’histoire se ramène à la psychologie» (Taine, 1887, pág. 347). Cierto que pocas ideas han envejecido más que esa. El principio psíquico de identidad colectiva no ha resistido a los avances en nuestro siglo de las disciplinas económicas, sociológicas e históricas, resueltamente analíticas y exteriorizadas. Otros modelos nos interesan, no sólo en la medida en que admitan tensiones, confrontaciones y oposiciones como componentes de una sociedad y, aun más, como condiciones eficaces y necesarias para su funcionamiento -el interaction model de ciertos sociólogos (Guillén, 1989, págs. 245-247)-, sino porque cuestionan con vigor, en el terreno cultural, lo repito, el concepto mismo de identidad.
Pero volvamos a épocas anteriores y al lugar que ocupan imágenes y tópicos generalizados. A ningún nivel es el asunto simplificable. Los unos funden y confunden, según advertía Izkander, generando o repitiendo imágenes vulgares; y los otros distinguen. Un breve ejemplo: recordemos algunas discrepancias que caracterizan un mismo momento histórico, el siglo XVIII, desde el ángulo de las relaciones entre Francia y España. Daniel Henri Pageaux, gran conocedor de nuestro tema, explica que el «sector cultivado» de la sociedad francesa de la primera mitad del siglo se muestra muy severo en sus opiniones acerca de España, despreciativo y hasta injusto. El eje cultural de Europa conduce de Roma a Londres, de la tierra de las artes y las humanidades a la sede del espíritu crítico y la razón política (Pageaux, 1971, pág. 27). Los philosophes y enciclopedistas denuncian la marginalidad y el retraso de la península vecina. El gusto neoclásico desvaloriza la literatura española. Pues bien, el primer volumen de la Bibliothèque universelle des romans, de Julio de 1776, publica una extensa reseña de las letras españolas, sorprendentemente elogiosa y bien informada. Se trata sobre todo de novelas. El autor conoce a Diego de San Pedro y sus sucesores; las novelas de caballerías y pastoriles; buen número de novelas picarescas; relatos «históricos», es decir, moriscos; los —124→ cuentos de Cervantes, Pérez Montalbán y María de Zayas; el Persiles; y hasta obras de Santa Teresa y Sor María de Agreda, de forma narrativa. España no ha inventado, dice, todos los géneros novelescos, pero los ha perfeccionado todos (I, pág. 8). Nos hallamos ante una sensibilidad precursora del hispanismo de principios del siglo XIX, casi prerromántica, tanto en estas apreciaciones como en su caracterización de la nación española, que la lectura de novelas, dice el articulista, hace posible («ce genre, tout frivole qu’il est, caractérise peut-être mieux l’esprit de chaque Nation qu’aucun autre»). Así pues, España es «une Nation naturellement fière, máis très courageuse; galante et voluptueuse, mais disposée à la jalouise; qui habite un climat brûlant, dont l’ardeur donne plus d’activité à ses qualités estimables et plus de force à ses passions» (I, pàgs. 6-7). Esta apreciación, tan distinta de otras, pertenece ella también, aunque minoritaria, a una evolución histórica.
Mientras tanto, unos lugares comunes se reiteran a lo largo de los años. Daré otro ejemplo breve, la imagen en Francia del orgullo, la fierté, la vanidad de los españoles. «Les Espagnols», afirma Mme. d’Aulnoy, «ont toujours passé pour être fiers et glorieux» (Foulché-Delbosc, 1926, pág. 204). Leemos en Les Délices de l’Espagne et du Portugal (1707), que firma un tal Álvarez de Colmenar: «les Espagnols ont beaucoup d’honneur et de fierté, et l’on peut dire même que c’est là leur marotte, mais il n’en ont point quand il s’agit de se venger, de quelque manière qu’on les ait offensés» (Álvarez de Colmenar, 1707, II, pág. 838). (Quiere decir marotte, que era el cetro del bufón, manía o idea fija). Asimismo encontramos en los Voyages de France, d’Espagne, du Portugal et d’Italie (1770) de Etienne de Silhouette: «[l’Espagnol] affecte de l’honneur et de la fierté, c’est-là sa marotte; mais il n’en a point quand il s’agit de se venger» (Silhouette, 1770, III, pág. 143). Formulación precisa, esta, que caerá un día, por fin, en el olvido.
Pero no el sambenito de la soberbia, que reaparece en un ensayo de Taine del año 1866, pongo por caso, en que dice de los españoles: «la superbe est son fonds» (Taine, 1887, pág. 335). Pues las imágenes del extranjero, como las convenciones sociales y artísticas, suelen tener algo en común, su reiteración a lo largo de muchos años. Colectivas, pertinaces, longevas, se mantienen firmes, como tales idées reçues; o bien van evolucionando y cambiando, para ser sustituidas por otras; e incluso para volver a adquirir, tras un tiempo de hibernación, nueva vida.
Conviven en un solo momento, como veremos ahora, opiniones encontradas acerca del mismo país, con sus distintos ritmos y desenvolvimientos. Las diferencias se deberán a factores como la disparidad de orígenes, social o culturalmente, los condicionamientos políticos, y las superposiciones de trayectorias históricas. Veámoslas, con algo más de detenimiento.
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Es de sobra evidente, tratándose de relaciones internacionales, que hay una clase de experiencia colectiva que repercute tanto en la imagen como en la escritura: la circunstancia política, sea ésta el fogonazo del suceso deslumbrante, sea la persistencia de la larga duración (Pageaux, 1971, pág. 17).
Tras las guerras y disputas entre Francia y España durante buena parte del siglo XVI, la Paz de Vervins en 1598 trae consigo una relativa tranquilidad, que favorecerá el conocimiento durante el siglo siguiente de la lengua y las letras españolas. Pero en la lucha por el poder de Europa no se vuelve la hoja tan fácilmente. Durante dos siglos más la rivalidad básica entre los dos países afectará a Italia, los países germánicos, toda Europa. Vista desde el vecino del Norte, España es una potencia temible y un pueblo temido. No olvidemos que, pese a pronunciados procesos de decadencia económica y cultural, España aspirará decididamente hasta fines del siglo XVIII, políticamente, a mantener su presencia en Italia, a ampliar su dominio de América Latina, a recobrar Menorca y Gibraltar. Aun es España, escribe un viajero francés en 1730, «une nation conquérante» (Silhouette, 1770, III, pág. 10). Desde tal ángulo es funcional y se vuelve indispensable desde el siglo XVI el conocimiento más inteligente del rival hereditario, el aprendizaje de su lengua, la lectura no sólo de sus grandes escritores sino de otros menos conocidos. Contra ese fondo temporal lento, que transcurre década tras década, se dibujan los acontecimientos y cambios rápidos.
Así los matrimonios reales, signos del juego de alianzas. Hito esencial son las bodas en 1615 de Ana de Austria, hija mayor de Felipe III, con Luis XIII, Rey de Francia, y de Isabel de Borbón con el príncipe don Felipe. Las consecuencias serán palpables. Pero se advierte que el cambio de clima político no deja de acarrear conflictos y debates, como si las imágenes previas no cedieran el paso tan fácilmente a las nuevas. Salieron a la palestra numerosos panfletos, generalmente anónimos: Discours sur les mariages de France et d’Espagne (París, 1614), Remontrance à la Reine sur les Alliances d’Espagne (París, 1614), Réfutation du Discours contre les Mariages de France et d’Espagne (1614), etc. (Pfandl, 1913). ¿Cómo conciliar posturas tan nítidamente opuestas? Poco después aparece en París el importante tratado de Carlos García, La oposición y conjunción de los dos grandes luminares de la tierra... con la Antipatía de franceses y españoles (1617). Esta obra de Carlos García, que era un escritor de raza, ha sido bien estudiada. Sólo apuntaré que es una curiosa mescolanza de pensamiento abstracto, casi escolástico, y de sátira realista, casi picaresca. España y Francia se reparten las virtudes y los defectos del mundo. Las diferencias entre estos dos principios contrarios, que el demonio convirtió en antipatía, han de conducir por voluntad de Dios al entendimiento y la mutua complementación. La experiencia poco cuenta, en su significación global, para Carlos García. Lo que pueda tener de descriptivo o de histórico el retrato de —126→ cada país se supedita al voluntarioso esquema general. El cambio político ha influido inmediatamente en la escritura, ideológica sin ambages, y de una complejidad que muestra que las imágenes son varias y no cambian tan velozmente.
Durante el siglo XVII perduran las más negativas del español, reducido a unos pocos adjetivos: soberbio, apasionado, imaginativo, celoso, pendenciero, inculto, indolente. Uno de los estereotipos más difundidos, y es evidente que menos serios, campea en un subgénero llamado las Rodomontades espagnoles (siendo así que Rodamonte es personaje de Boiardo y Ariosto), como las de Baillory, de 1589, y sobre todo las de N. Baudoin, aparecidas en 1607, que se reeditan por lo menos diecisiete veces hasta 1686. Una edición lleva el título Rodomontadas castellanas, recopiladas de los muy espantosos y terribles e invencibles capitanes matamoros Crocodrillo y Rajabroqueles (París, 1611, «en casa de Dom J. de Ibarra»). Es un librillo bilingüe, de carácter más bien jocoso y comercial (Cioranescu, 1937). El capitán ibérico no es objeto de odio, sino de ridículo. Pero nótese que el adjetivo matamore -valentón, fanfarrón- se incorpora a la lengua francesa. Es el nombre de un personaje de L’illusion comique (1636) de Corneille. Y el español jactancioso, versión barroca del viejo miles gloriosus de la comedia latina, hace su aparición en otras latitudes donde España imponía su voluntad imperial, como desde luego Italia. La Angelica, comedia del napolitano Fabrizio de Fornaris (París, Abel l’Angelier, 1585), ya traía a un personaje llamado «capitano Crocodrillo», que era el único que hablaba en español.
Pero el menor disgusto en las relaciones políticas hispanofrancesas hará que resurjan formulaciones abiertamente hispanófobas. Mencionaré solamente la anónima Cabale espagnole, entièrement découverte à l’Avancement de la France et contentement des bons françois (París, 1625), donde se lee que los españoles, «insolents, au dessus des plus audacieux..., se disent effrontément les seuls Catholiques du monde»; y «nous n’avons rien vu de la part des Espagnols que matoiserie et supercherie» (pp. 4, 14). Y unas frases de Henry de Sponde, de 1636:
(Sponde, 1636, s.p.) |
Frases que hoy nos entretienen, pero que en su día rezumaban y resumían lo que Carlos García llamó poco antes antipatía. Recuérdese que cuando la enemistad de Luis XIV va bordeando la guerra abierta, el abate de Saint-Réal, fácil productor de relatos pseudohistóricos, tan de moda a la sazón, publica su Dom Carlos, en 1672, patraña cuya secuela pasará por Otway y Sébastien —127→ Mercier y llegará hasta Schiller y Verdi. El mismo Saint-Réal fantasea en 1674 La Conjuration des Espagnols contre la République de Venise, que tampoco cayó en saco roto (Dulong, 1921). Robert Escarpit, a propósito de los problemas de la traducción, ha hablado de trahison créatrice. Creo oportuno sugerir, con motivo de imágenes nacionales, que hubo también calumnias creadoras.
¿Se opondrán a estas los relatos de viaje, las cartas, las relaciones y otros informes proporcionados por los que tuvieron la ocasión de residir en España? Ello no podrá suceder sino muy progresiva y lentamente. Luego volveré sobre el brillante Voyage en Espagne (1691) de la baronesa d’Aulnoy, el más leído en su época. Son escasas las páginas de esta índole que no den voz ante todo al desconcierto que produce la rareza. No se supera, antes bien se confirma, la imagen generalizada del extranjero. El viaje no es pretexto de saber o de entendimiento, sino de escritura. En realidad lo que predomina es el desconocimiento de la península ibérica -inaccesible, distante, extrañamente dispar-. Y ante esa oquedad, es difícil que no persistan las simplificaciones y simplezas de siempre.
Sólo durante el siglo XVIII surgirá un tipo nuevo de viajero, ansioso ante todo de conocimiento, de la inteligencia de la diversidad, como el autor de los Voyages de France, d’Espagne, de Portugal et d’Italie, publicados el año 1770 en Amsterdam -el viaje se había efectuado en 1729 y 1730- y comentados no hace mucho por Daniel-Henri Pageaux. Su autor, Etienne de Silhouette (1709-1767), como explica muy bien Pageaux (1971, págs. 73-81), es uno de esos hijos de familias acomodadas que viajan por Europa para completar su educación y prepararse para tareas de responsabilidad política. Es algo nuevo, una forma diferente de viajar, el grand Tour inaugurado por los ingleses, y unido en esta ocasión al firme propósito de estudiar las principales instituciones de los países vecinos. Para ello Silhouette -años más tarde será secretario del duque de Orléans y contrôleur général de Finanzas- ha leído, pero según él con poco provecho, a Mme. d’Aulnoy, demasiado fabuladora, al malhumorado dominico Padre Labat, que en 1705 observó con displicencia Cádiz y Sevilla (Labat, 1927), y las Délices de l’Espagne et du Portugal (1707), atribuidas a Álvarez de Colmenar. No se trata de coleccionar sensaciones o états d’âme. El viajero se familiariza con las estructuras administrativas, la agricultura, el comercio, las fuerzas navales, la Iglesia, la Inquisición. Elogia la organización del Estado español, y la perspicacia -«pénétration»- de sus gobernantes: «jamais hommes n’en eurent davantage, et ne furent plus capables de concevoir en un instant tout le fond d’une affaire...» (Silhouette, 1770, III, pág. 90). La tenacidad de estos gobernantes es notoria y hace que sean durísimos en las relaciones internacionales -«il n’y pas de Nation moins traitable, et avec qui il soit plus difficile de négocier» (pág. 119); y para colmo su ambición no tiene límites: «les Espagnols désirent ardemment, et désirent beacoup de choses» (pág. 127).
Pero Shilouette procura también describir las costumbres de los españoles, que le sorprenden sobremanera, por ejemplo su ardor sexual:
—128→(pág. 73) |
Y, tras unas páginas descriptivas y concretas, no puede el viajero sino tratar de definir el «carácter» nacional, concepto muy de la época, si tenemos en cuenta el Essai sur la poésie épique (1723) de Voltaire, con el comienzo titulado «Des différents goûts des peuples» (Guillén, 1985, pág. 41). Pero la combinación de imágenes tradicionales, que no le abandonan, y de informaciones tan abundantes como contradictorias le sumen en la perplejidad. Véase hasta qué punto le sacan de apuro y sobreviven los tópicos procedentes de tiempos anteriores:
(Silhouette, 1770, III, págs. 142-144) |
Ahora bien, reitero que la amplia difusión de semejantes clichés caracterológicos no impide que se produzcan otras lecturas, otras interpretaciones, en los medios letrados, y hasta entre los impresores y traductores deseosos de satisfacer los intereses del gran público.
Volvamos otra vez al siglo XVII, cuando Baudouin, Carlos García, Sponde o Saint-Réal ponen ante todo de manifiesto los altibajos de unas relaciones sociopolíticas. La rivalidad y la hostilidad abren cauces de conocimiento y hasta de intensa familiaridad. En Francia, como es sabido -hace unos cien años lo contaba A. Motel Fatio en sus Etudes sur l’Espagne («Première série», París, 1888)- se publican numerosos diccionarios, refraneros, libros bilingües de conveniencia pedagógica, y desde luego numerosas traducciones de escritores —129→ españoles, sobre todo entre 1615 y 1635. Aludo a intermediarios conocidos como César Oudin, Ambrosio de Salazar, Juan de Luna, Bense du Puis, Desroziers, Vital d’Audiguier, y otros intérpretes y desterrados, sin olvidar, aun en 1660, el manual de Port-Royal, la Nouvelle méthode espagnole de Claude Lancelot. Nada de esto nos sorprende (¿en qué países hay hoy más especialistas en ruso?); pero hay un hecho menos conocido: la difusión de la lengua fue terreno abonado donde fructificaron algunas obras escritas en lengua castellana por franceses aficionados a ella. Voiture, el fácil poeta cortesano, compuso cartas y poemas en un español correcto. No he podido ver la Vida y muerte de los cortesanos, compuesta por el señor de Moulere, caballero gascón, publicada en París el año 1615, aprovechando la coyuntura de los desposorios reales. Sí tuve la oportunidad de leer el relato del asimismo gascón François Loubayssin de Lamarque, Engaños deste siglo y historia sucedida en nuestros tiempos, aparecida en París ese mismo año. Es una extensa «novela ejemplar», vivaz y variopinta, basada en las aventuras generalmente amorosas de un caballero andaluz que, camino de la Corte, se hospeda con su mujer en sucesivas ventas, donde pululan las maritornes, las bellas fregonas y las doncellas disfrazadas.
Claro está que el panorama cambia si atendemos a los mejores autores franceses de la época. Baste aquí con señalar lo más obvio, que es el cambio de signo, de negativo a positivo, que observamos cuando pasamos de la imagen, tan colectiva, a la literatura, tan plural y hasta heterogénea. Es una tentación erigir esta diferencia en ley teórica, pero sería un error, habida cuenta de que no sucede lo mismo en la Italia de los siglos XVI y XVII, abrumada por el peso militar y político de los españoles (Croce, 1948, pág. 110). En Francia no se produce un rechazo cultural tan completo; y saltan a la vista las incitaciones e intertextualidades en las obras de autores fundamentales como Corneille, Molière, Scarron, Madame de Lafayette, es decir en el teatro y la novela principalmente, pero sin olvidar formas menores como el apotegma o la máxima; y las huellas, pasando a otros menos destacados, pero que sí indican el peso de una cultura, de moralistas, escritores religiosos, historiadores y tratadistas políticos como fray Luis de Granada, Santa Teresa, Alonso Rodríguez, Mariana, Saavedra Fajardo y Gracián. Solo agregaré dos observaciones, más discutibles.
Es digna de interés la importancia de la lectura en Francia de los autores de cuentos o relatos cortos, como Cervantes, Lope, Tirso, Pérez Montalbán, Salas Barbadillo, Castillo Solórzano y María de Zayas, que fueron muy leídos y admirados; y sin los cuales pienso que sería distinta buena parte de la narrativa francesa de fines del siglo XVII y sobre todo del XVIII. De toda esa multitud de relatos españoles proviene no sólo un mundo novelesco, todo un espacio imaginario que fascinó a muchos, con sus lances, sus conflictos, sus tipos, sus escenas y mitos característicos, sino también un ritmo, una velocidad narrativa y una concentración de forma y de estilo muy peculiares, y muy opuestos a la andadura de la prolija novela francesa -pastoril, histórica, heroico-galante- del Siglo XVII.
—130→Me importa acentuar, en segundo lugar, el hispanismo implícito en lo que llamaríamos la literatura periférica y marginal del siglo XVII, desde los libertins como Théophile de Viau, o Charles Sorel y Tristan l’Hermite, hasta los autores satíricos, burlescos y eróticos como Saint-Amant y el hoy olvidado pero ingenioso poeta Claude Le Petit, ejecutado en París el año 1665. Es sorprendente: los heterodoxos, frente al creciente neoclasicismo de los escritores establecidos, hallaban sustento en la agudeza y la sátira españolas, en la picaresca y el perspectivismo cervantino. Tengo presentes desde luego las propuestas teóricas de los Formalistas rusos; y me pregunto si estos francotiradores, estos autores y géneros secundarios no contribuyeron al declive de géneros céntricos y al ascenso, corriendo los años, de quienes pasarían a ocupar, como los novelistas, posiciones predominantes en las instituciones de la literatura. Como quiera que fuera, el desconocimiento y la interpretación convencional del extranjero intervienen muchísimo menos en estas obras que en los escritos, como el extenso tratado de Carlos García o el Dom Carlos de Saint-Réal, en que la temática misma enlaza con la imagen nacional y las circunstancias que la orientan. Todo sucede, en efecto, como si diferentes zonas socioculturales obedeciesen a procesos temporales y ritmos asimismo diferentes.
Esa superposición de ritmos es perceptible también cuando se observan las repercusiones en dirección contraria, es decir, las de la imagen nacional en los procesos políticos y sociales. «El ministro que hoy toma una decisión ha sido in fluido» -comenta J.M. Alberich- «muy probablemente, velis nolis, por imágenes colectivas absorbidas en la escuela, en los libros, en los periódicos» (Alberich, 1984, pág. 25). Un ejemplo elegido por Alberich es la expedición inglesa contra Buenos Aires de 1806 y 1807, dirigida por almirantes que esperaban que los argentinos fueran tan antiespañoles como ellos mismos y los recibiesen con los brazos abiertos. Los resultados fueron desastrosos para las tropas de Beresford y Whitelocke. No coincidían los recelos ingleses, acaso por ser más mentales, o más simples, con los argentinos. Y he aquí que esta disposición de ánimos tropieza en el verano de 1808 con una sorpresa dramática: el español despreciado se convierte en aliado en la lucha contra la Francia napoleónica. La repercusión, más que en la imagen, en la escritura, es inmediata, según indica Alberich a propósito del teatro londinense. Al gran dramaturgo Sheridan, autor de aquel terrorífico Pizarro (1799), sucede en Noviembre de 1808 el autor de una pieza titulada The Siege of St. Quentin, or Spanish Heroism.
Ahora bien, los teatros de Gran Bretaña seguirán ofreciendo al público obras procedentes de coyunturas anteriores, pues ya vimos que en este terreno las actitudes tienen larga vida. Como las posiciones no son simples, sino plurales, o duales, o ambiguas, siempre se puede desempolvar y rescatar, en momentos en que las relaciones son oficialmente positivas, obras poéticas que —131→ en su día sí lo fueron, como tales, como literatura, aunque no reflejasen la postura mayoritaria. Así, por ejemplo, se puede volver a representar aquel Spanish Friar (1680) de John Dryden, que mencioné antes, y que no era realmente hispanófobo.
La tragicomedia tan enérgica y amena de Dryden, en realidad, sitúa cómodamente su acción, compuesta de combates y amoríos, en una fabulosa Zaragoza medieval. Mezclando como Shakespeare el verso con la prosa, Dryden entrelaza dos intrigas, una amorosa y noble, otra erótica y cómica. A la segunda pertenece Father Dominick, que es un Falstaff más bien pasivo, obeso y bebedor, con ribetes de hipócrita y de trotaconventos, y con tan poca malicia que resulta ser el fácil instrumento de las apetencias de los demás. Sólo él puede justificar la crítica protestante al uso, ante la corrupción de la Iglesia católica y la Inquisición; pero lo mismo de españoles son los personajes heroicos que animan la intriga primera; y la condición indispensable es que el fraile no sea inglés, quiero decir, que España sea aquí lo que Italia en tantas obras de Shakespeare, Webster y sus contemporáneos: un escenario remoto que consigue distanciar la acción y hacer más aceptable la sensualidad, el engaño o el delito por parte de un público inocente.
Téngase en cuenta además la popularidad a la sazón del ambiente teatral español, que John Loftis demuestra en The Spanish Plays of Neoclassical England (1973, págs. 29 ss.). Se trata de la época en que los historiadores ingleses encuadran el denominado Restoration drama, de 1660 a fines de siglo. El título de Loftis destaca ya el predominio del gusto neoclásico francés, al que el propio Dryden se somete en buena parte de su obra. Ahora bien, cuando los teatros de Londres, cerrados desde 1642, bajo Cromwell, vuelven a abrirse con la Restauración monárquica de 1660, la calidad de bastantes modelos dramáticos franceses es discutible. Las comedias mejores de Molière no se han estrenado todavía y la primera pieza de Racine, La Thébaide, será de 1664. El teatro español, junto al inglés, era no sólo el más atractivo, sino el más próximo a la tradición interrumpida en Londres unos años antes. A partir de 1660 Dryden, como los demás escritores, entrega sus obras a los teatros; y la primera de ambiente español, The Rival Ladies (1664), se esfuerza por competir con el éxito estrepitoso conseguido por Sir Samuel Tuke con la adaptación que este, a petición del Rey, Charles III, que sabía y leía el español, había realizado de Los empeños de seis horas, atribuida a Calderón86, titulada en inglés The Adventures of Five Hours (1663) (Nicoll, 1961, pág. 192; y Hume, 1905, págs. 191-195). La ficción —132→ teatral que la crítica inglesa llama the Spanish plot, «la intriga española» (Loftis, 1973, cap. 3), compuesta de complicaciones, equívocos, disfraces, encuentros nocturnos y duelos de honor -en suma, la comedia de enredo calderoniana- será compatible con los rasgos negativos procedentes de la leyenda negra. The Spanish Friar contiene esa imagen como una anticuerpo, reducido, según vimos, al personaje de Father Dominick.
En el teatro popular inglés de principios del siglo XIX se superponen, pues, las imágenes nuevas, las románticas, y las anteriores, las figuras propias de la comedia de enredo del Siglo de Oro. «Es decir», comenta Alberich, «el inglés de mil ochocientos veía en las tablas un español totalmente convencional, no sólo producto de una tradición teatral, sino con cerca de dos siglos de retraso también» (Alberich, 1984, pág. 30). Nos hallamos ante un décalage, un desfase, doble, ya que dispara el presente hacia el pasado y también lo aleja de todo cuanto no conocen ni perciben los estereotipos. De ambos modos son radicalmente dispares la experiencia y la escritura, según Jean-Marie Carré puso de relieve con motivo del mirage allemand y los escritores franceses; o dicho sea con Robert Escarpit: «c’est le décalage historique qui existe entre la réalité d’un pays et l’image qu’en donnent les écrivains d’un autre pays même quand ils en ont une expérience directe» (Escarpit, 1964, pág. 242).
¿Experiencias directas? Me niego a creer que no existan; pero son muchas las ocasiones en que estas ocupan un lugar más que subalterno. Recordemos ahora el arquetípico viaje por España, el más leído durante siglo y medio, la Relation du Voyage d’Espagne (1691) de Mme. d’Aulnoy.
Este libro, que consta de quince epístolas extensas, fechadas en diferentes ciudades españolas, se reeditó once veces, hasta 1874, y dieciséis veces en traducción inglesa, hasta 1899; y se publicó en alemán y holandés. Durante el siglo XIX lo admira todavía Sainte-Beuve; o Barbey d’Aurevilly, que lo considera «un chef d’oeuvre d’observation aigüe» (Foulché-Delbosc, 1926, pág. 5), por su valor literario, pero también como fuente de información. Aprendía mucho leyéndolo el francés, según Taine, que sólo se había imaginado la realidad española a través de Lope de Vega, Calderón, Murillo y Zurbarán; pero con Mme. d’Aulnoy «le lecteur va juger du caractère espagnol, non d’après les oeuvres d’imagination qui le mettent en scène, mais d’après un témoin qui l’a vu» (Taine, 1887, pág. 335). Pues bien, Foulché-Delbosc dedicó un tomo entero de la Revue Hispanique al contraste de lo escrito por este testigo, la baronesa d’Aulnoy, con los lugares que describe, los datos que facilita, los personajes supuestamente reales que retrata, y la cronología más plausible de los acontecimientos que observa o en que participa.
Tras haber observado Foulché-Delbosc que el compañero de viaje de la baronesa que cuenta y explica cosas de Galicia se basa en Le Voyageur d’Europe de A. Jouvin (1678), que para la muerte del príncipe Baltasar Carlos se copia el —133→ Voyage d’Espagne de A. de Brunel (1655), que la presentación de Burgos lo debe todo a Jouvin, a Brunel y al Journal du voyage d’Espagne de F. Bertaut (1669), que la de Segovia se remonta a Le Fidèle conducteur pour le voyage d’Espagne de Coulon (1654), que la descripción de una corrida de todos se extrae de los Mémoires curieux envoyés de Madrid del secretario de Embajada Carel de Sainte-Garde (1670), que otros pasajes provienen de las cartas y relaciones breves publicadas en La Gazette, que además no puede ser sino anterior a 1640 la lista de Universidades españolas que se ofrece, puesto que incluye a Coimbra, Evora y Lisboa, que en el fondo es cuestión de presentar a los españoles como un pueblo de costumbres «sauvages y galantes» -resume Foulché-Delbosc- y pasiones «violentes y farouches», para lo cual la escritora inventa no pocos lances ficticios, como la historia de una muchacha estrangulada por su hermano, el cual luego es muerto por el amante de su hermana; tras tantas y tan laboriosas elucidaciones, el gran hispanista llega, en resumidas cuentas, a una conclusión ineluctable (Foulché-Delbosc, 1926, pp. 90, 100): Mme. d’Aulnoy no puso los pies en España.
Se trata de una ficción epistolar, presentada como si fuera real -recuérdese el éxito enorme de las Lettres de la religieuse portugaise, de 1669-. Asimismo el bonito volumen titulado Délices de l’Espagne et du Portugal (1707, 2.ª ed. 1715), citado por Silhouette, según vimos, es una compilación -casi una guía del viajero- atribuida a un autor imaginario, Juan Álvarez de Colmenar, que saquea la Relation de Mme. d’Aulnoy.
Otros escritores, desde principios del siglo XIX, serán más deseosos de ver ellos mismos lo que describen. Comenta, sin embargo, J. M. Alberich que el viajero de esa época iba a España «con la tarea obligada de reconocer en el país que visitaba la imagen absorbida en las lecturas de estas obras; iba a buscar al doctor Sangrado, a los bandoleros que encerraron a Gil Blas en la cueva, a los venteros y barberos de Don Quijote, etc., y los encontraba» (Alberich, 1984, pág. 30). Raros no eran, efectivamente, esos encuentros con personajes de ficción, aunque andando los años ya no fuera con los de Le Sage y Cervantes, sino con tipos de otra laya: toreros, gitanos, santos, guerrilleros, bandidos generosos, mendigos muy dignos, y andaluzas au sein bronzé. Pero tampoco puede negarse que el modo de viajar y su motivación se van transformando muy sensiblemente. Si el viajero literarizado lee y se prepara, antes de cerrar las maletas, no es para hacer acopio de saberes en primera instancia, sino para estar luego en condiciones de percibir y sentir plenamente. Ahora sí es cuestión de expériences directes por parte del viajero, y mediante ellas de una superación de sus propios límites y hasta de las realidades más próximas, rumbo a lo desconocido y soñado. La previa fecundación literaria, procedente a veces de ficciones, lanza al viajero hacia mundos no ya distintos sino imaginados y fabulosos.
En este contexto cobra sentido la tensión entre escritura y experiencia, a veces creativa, a veces postiza. No se subestime el influjo de los conocimientos —134→ históricos. A George Borrow, cuando navega por el Guadalquivir, río abajo, le atrae muy poco el paisaje de campos rasos y escasos árboles; pero escribe que sin embargo «es imposible viajar por este río sin recordar que por él navegaron romanos, vándalos y árabes, y que ha presenciado sucesos de universal resonancia, cantados en poesías inmortales» (Zuleta, 1984, pág. 60). El peso de lo ya leído es sin duda evidente en relatos como Mes vacances en Espagne de Edgar Quinet (1843); o la primera descripción importante de España que compone un ruso, B. P. Bodkin (1845). Quinet parece haber reconocido sinceramente en Castilla la Vieja los personajes del Romancero y las huestes del Cid, que él había admirado en su biblioteca de París. La deuda de Bodkin con el reciente Voyage d’Espagne de Théophile Gautier (1840), que algunos críticos rusos le echan en cara87, no es sorprendente ni excepcional.
La excepción es Gautier, que se distingue de sus contemporáneos no sólo por su singular talento sino por su voluntad de liberación del peso del déjà lu, para bien o para mal, pues ¿no será un lástima -dice al principio- que se esfume la España del Romancero, de las baladas de Víctor Hugo, de los relatos de Mérimée y los cuentos de Alfred de Musset? En efecto, la realidad percibida por el viajero es otra. Gautier, vivaz, alegre, intranscendente, concreto, sabedor de que en seis semanas no se puede conocer el carácter de un país ni los usos de una sociedad, confirma constantemente la falsedad de los tópicos y la importancia de los cambios históricos. Los mejores guías son el azar y la independencia de criterio. Las fondas no son tan detestables como dicen. Hay muchas españolas rubias y pelirrojas. La desamortización, al suprimir a tantas monjas, ha perjudicado la imagen romántica y aventurera del país, etc. Lo que se describe desde Francia no existe en España. Tanto es así que los propios españoles protestan contra lo que se venía repitiendo acerca de ellos: «ils renient de toute leur force de l’Espagne du Romancero et des Orientales, et une de leurs principales prétentions, c’est de n’être ni poétiques, ni pittoresques, prétentions, hélas!, trop bien justifiées» (Gautier, 1958, pág. 64).
Ejemplo insigne, por otro lado, de la fusión de la escritura con la experiencia, hasta llegar a la alucinación o la mixtificación de sí mismo, es alguna página de Chateaubriand. Para él, comenta R. Lebègue, «la frontière s’effaçait entre ce qu’il avait lu et ce qu’il avait vu» (Lebègue, 1964, pág. 285). Es bien sabido que en sus Voyages en Amérique et en Italie (1827), la descripción de Florida se apoya en las Rêveries de Rousseau y en la información proporcionada por autores como Bartram y Charlevoix. Pero lo insólito del caso es que lo leído o releído incluye la obra del propio autor. La presentación en los Voyages tiene bastante en común con la novelita Atala, muy anterior, de 1801, lo cual dice —135→ mucho acerca de la capacidad del extraordinario prosista para atribuir cualidades de autenticidad a los productos de su propia imaginación. El vaivén entre lo vivido y lo escrito, entre la fantasía y la percepción, es múltiple. Bartram y Charlevoix enriquecieron probablemente el viaje real de Chateaubriand por América en 1791, que luego publica Atala y por fin vuelve a ésta y simultáneamente a sus recuerdos para redactar años después los Voyages de 1827.
Claro, ¿a qué imágenes previas no se exponía quien iba más allá de Europa? Tratándose del Nuevo Mundo, la crítica ha acentuado la frecuente intervención de preconcepciones, preopiniones y prejuicios en las actitudes europeas ante América del Norte, y ello desde el siglo XVIII hasta nuestros días. Un especialista, Gilbert Chinard, subrayó «le décalage entre l’imaginaire et le réel que nous constatons quand il s’agit d’Amérique» (Chinard, 1959, pág. 352). Son muchos los ejemplos que Chinard cita, y que no puedo mencionar aquí. Baste con recordar que Sartre no dice otra cosa en un conocido ensayo de Situations, III sobre Estados Unidos, de 1946: «Nulle part peut-être on ne trouvera un tel décalage entre les hommes et les mythes, entre la vie et la représentation collective de la vie» (Sartre, 1949, pág. 130). Cierto que Sartre se refería a los norteamericanos mismos, que generan su propia idealización y mitificación, anteriores a las que pudiera imaginar un viajero europeo. Estados Unidos, escribe un comentarista inglés, Marcus Cunliff, «seguirá siendo un lugar semimítico para los europeos, pero principalmente en la medida en que los americanos lo ven así» (Cunliff, 1961, pág. 29).
Pero volvamos a los términos más limitados de este ensayo. Me toca tener en cuenta la previa aportación, a la experiencia misma del viaje, de una escritora modesta, apenas literaria en la mayoría de los casos, pero no poco eficaz: las guías del viajero. El Baedeker, el Nagel, el Guide bleu, o el Michelin orientan y acompañan nuestros pasos en ocasiones de manera decisiva. ¿Cuáles fueron los orígenes?
Las peregrinaciones fueron en su tiempo viajes organizados, para los cuales era útil una información compartida. Es hoy famoso el Codex Calixtinus que se conserva en la catedral de Santiago de Compostela. Redactado a principios del siglo XII por encargo probablemente del obispo Gelmírez y del papa Calixto II, con influencias cluniacenses, esta clase de texto ponía al servicio de las peregrinaciones a Compostela unos consejos prácticos sobre el trazado de la ruta y las dificultades que acechaban al peregrino. Basándose en el manuscrito de Santiago y en el de Ripoll, Jeanne Vieillard publicó la Guide du pélerin de Saint-Jacques de Compostelle, en que se aprecian estimaciones detalladas de pueblos, de nacionalidades, y también de iglesias y obras valiosas como los portales de la catedral de Santiago (Vieillard, 1938). Recordaba Marcel Bataillon la utilidad de algunos siglos más tarde, con la difusión de la imprenta, de aquellas guías cuyo destino era Roma o Jerusalén, como los Mirabiliae Romae, uno de los primeros incunables, y el Viaggio de Venetia al sancto Sepulchro, del franciscano Bianchi, —136→ ambos reeditados muchas veces durante el siglo XVI.
Indica Bataillon un rasgo propio de esas publicaciones, que es su naturaleza y finalidad normativas: «dire tout ce qu’il faut avoir vu» (Bataillon, 1964, pág. 54). Observación muy acertada, que puede también dirigirse a guías románticas y postrománticas. Describir es seleccionar, seleccionar es preferir, preferir es favorecer, es encarecer, es guiar en el sentido pleno de la palabra, que conduce del texto al acto. ¿Quién no se ha apoyado en estos lazarillos, estos libros tan doctos, tan seguros de sí mismos? Cuenta Jean Bruneau que en 1845, durante su primer viaje a Italia, Flaubert confió siempre en el Guide du voyageur en Italie de J. Barzilay (1823, etc.); y acaso también en algunos más, como el Guide Richard, parte de una serie que tuvo distintas versiones, desde 1826; o los Voyages de Valery, desde 1831; o del mismo autor (seudónimo de A.C. Pasquin), el práctico L’Italie confortable, Manuel du touriste, 1841 (Bruneau, 1964, págs. 168-169).
Fueron éxitos de librería estas colecciones consagradas por un mismo editor a una variedad de países europeos, como los Murray, los Baedeker y los Joanne. En algunos casos era borrosa -ya desde el siglo XVIII- la distinción entre la guía utilitaria y el cultivo de un género literario. Apuntemos la relevancia de un impresor como John Murray, que admite las dos cosas, pues publica en 1845 el excelente Handbook for Travellers in Spain and Readers at Home del hispanista Richard Ford y también, poco antes, los hoy clásicos libros de George Borrow, The Zincali y The Bible in Spain (1841, 1843). Es más, Richard Ford es quien envía y recomienda The Zincali al editor; y quien le aconseja a Borrow que deje de cultivar un «estilo bello» («fine writing»), opinión que al parecer Borrow aprovechó en The Bible in Spain (Zulueta, 1984, pág. 57). Barruntaba John Murray lo que hoy tantos empresarios y comerciantes: que todos los seres humanos somos turistas en potencia, ansiosos de conocer aquellos países -si cabemos- en que no queda nada por descubrir.
La escritura, en tales casos, modela el viaje, el cual suscita una experiencia digna de convertirse en escritura. Nos hallamos ante un proceso de verbalización que se detiene cierto tiempo en el mundo. No son escasas las ocasiones en que esta cadena se simplifica aún más, reduciéndose a un traslado exclusivamente literario, el que conduce de la palabra ajena a la propia.
No por ello ha de ser el resultado mediocre o alevoso. Mostró Marcel Bataillon que el Viaje de Turquía, escrito hacia 1557, y atribuido por él al doctor Laguna, utiliza sin miramiento alguno y con evidente provecho artístico e ideológico unos libros reales y directamente informados y documentados, como los Costumi et i modi particolari della vita de’Turchi (Roma, 1545) de Luigi Basano, y el Trattato de Costumi et vita de’Turchi (Florencia, 1548) de —137→ Giovan Antonio Menavino. No es el Viaje de Turquía una mitificación sino por cuanto una escritura literaria apela a malicias e ilusionismos para comunicar su peculiar forma de vida y de verdad, ahí científica y cristiana. Su contemporáneo el Lazarillo de Tormes, asimismo anónimo, empezó por funcionar, nos aclara Francisco Rico, como una superchería o un apócrifo, dando gato por liebre, es decir, ficción por autobiografía (Rico, 1988, págs. 153 ss.). Pero no tarda mucho el lector del Viaje de Turquía en descubrir el uso ficticio de costumbres turcas, en vista de que el protagonista se llama Pedro de Urdemalas y sus interlocutores, Juan de Votadiós y Mátalascallando: popularísimo el primero, judío errante el segundo, proverbial el tercero (Bataillon, 1950, II, 281). Es notable la confianza con que el autor de este coloquio de corte humanístico se apropia de unas palabras de Menavino para afirmar en la epístola dedicatoria a Felipe II que «escribo no como erudito escritor, sino como fiel intérprete y que todo cuanto escribo vi» («no come erudito scrittore, ma como fedel interprete e vero raccontatore delle cose vedute» [Bataillon, 1950, II, 274]). En lo esencial, los orígenes librescos del Viaje no disminuyen para el lector la funcionalidad y significación en él de la imagen y representación de una nación extranjera, puestas al servicio del espíritu irónico y cristiano, a la manera de Erasmo, que con tanto vigor calificó Bataillon.
De semejante modo, aunque con distinto sentido, podría calibrarse la maravillosa Peregrinação de Fernão Mendes Pinto (1.ª ed., Lisboa, 1614). No así aquellas obras en que, por más que se encuentren en ellas huellas de viajes y experiencias vividas directamente, la función del entorno extranjero no pasa de ser secundario. Tengo presente, volviendo al vizconde de Chateaubriand, su Aventures du dernier Abencérage (1826; escrito entre 1807 y 1810).
Tan decisiva fue la prosa de Chateaubriand para el siglo XIX que toda ella ha sido objeto de minucioso escrutinio. Se han publicado muchas páginas acerca de una pequeña curiosidad biográfica: averiguar si el escritor pudo ver Granada, escenario de dicho relato, cuando pasó por Andalucía en Abril de 1807. La pregunta es bastante indiscreta, ya que el vizconde había concertado una cita con su íntima amiga Natalie de Noailles (Christophorov, 1984). Los dos venían de lejos; (él, de Jerusalén). ¿Acaso estuvieron juntos en Granada, pero no la vieron? De todas formas la trama sentimental del Abencérage podía inspirarse en cualquiera de las aventuras amorosas de Chateaubriand, que fueron copiosas; y las descripciones de Granada, en los libros de viajes de la época, como el de Henry Swinburne, o sin ir más lejos, el Voyage pittoresque et historique (1806-1820) de Alexandre de Laborde, que era el hermano de Natalie.
No puede sorprender que el Abencérage, como tantos escritos románticos, aluda de paso al carácter español (Blanca de Vivar, la protagonista, es descendiente del Cid), como también al francés (Lautrec, el caballero amigo), y al árabe (Aben-Hamet, el héroe). Principalmente Chateaubriand recurre al modelo del —138→ relato morisco para presentar sus temas y tipos predilectos: la hosca soledad del exiliado, la fidelidad al linaje, el amor absoluto, la nostalgia de grandezas pretéritas. El ambiente, espléndidamente reaccionario, es de una novela de caballerías situada en un pasado fabuloso y melancólico, o sea, el marco de las Guerras civiles de Granada (1595, 1619) de Pérez de Hita y sus imitadores franceses, que fueron numerosos, desde Mme. de Scudéry y las Galanteries grenadines (1762) de Mme. de Villedieu hasta el Gonzalve de Cordoue ou Grenade reconquise (1791) de Florian. No digo que el género fuera dieciochesco. Chateaubriand tenía que volver mucho más atrás, hasta la Edad Media. Para ello de algo le sirvió la imagen romántica de España en las letras francesas de la época, con el Poema del Cid y el Romancero, más allá o más acá de tramoyas y bambalinas. ¿Para qué ver Granada con detenimiento, si unos pocos detalles objetivos podían encontrarse en Swinburne o Laborde y lo que más importaba era la recuperación del pasado? Así, el entorno granadino y moro nunca fue más disparatado, creo, que en esta novela.
Pero no fue este el último de los Abencérages. Hay un personaje de Balzac que no tiene desperdicio, don Felipe Hénarez (o Henarez, o Henares, o Hernández, según los manuscritos), antiguo duque de Soria y Grande de España, proscrito en 1823 tras su adhesión al gobierno constitucional el año 20. Feo como un sapo, católico, sentimental, y reducido al modesto existir de un profesor de lengua en París, es sin embargo un hombre fascinante y misterioso, que enamora a Louise de Chaulieu, una de las dos protagonistas de las Mémoires de deux jeunes mariées (1842). Y es que los orígenes del ex-duque son insólitos, según explica a su hermano Fernando, a quien había cedido el título:
(Balzac, 1976, I, págs. 223, 227) |
Algo le queda, puesto que conserva tierras en Cerdeña, de origen, según él, árabe también: «la dernière maison hispano-maure de Grenade a retrouvé les déserts d’Afrique, et jusqu’au cheval sarrasin, dans un domaine qui lui vient des Sarrasins» (I, pág. 223). Pero el exilio es grave para quien, a falta de un gran amor, se había consagrado con toda el alma a su país:
(I, pág. 226) |
—139→
El futuro de don Felipe de Hénarez, que hallará el amor de Louise de Chaulieu, si no el fin del exilio, no será tan sombrío. Pero por el momento se dan en él dos cosas que interesan mucho a Balzac: el declive de un linaje noble, y un fracaso grandioso.
En esta ocasión cabe pensar que la introducción en una obra novelesca de la imagen nacional es un factor funcional y positivo. Lo excepcional del personaje de Hénarez, su pasión, su capacidad de sacrificio, de lealtad, de desprendimiento, se deben a ese complejo de rasgos imaginados que el concepto de España hacía posible y aceptable. ¿Era compatible tanta grandeza, tanto misterio, con la familiaridad? El lector francés de la época, que desconocía el país vecino, pero no a Chateaubriand, a Víctor Hugo, y a otros proveedores de la imagen, podía dar crédito a la aparición de un moderno Abencerraje en el que se encarnaba la cualidad específica de la idea romántica de España: su carácter parcialmente árabe. O es más: su orientalismo. Junto a ello, hay toda una gama de detalles convencionales que revelan el funcionamiento de la imagen, hermana de la ignorancia. Nótese la distracción de Balzac cuando atribuye al personaje español, en primera persona, en la carta que acabo de citar, lo que debiera decir el narrador: «porquoi la race chevaleresque par excellence...», etc. Y: «un véritable Espagnol n’a nul besoin de répéter ses promesses». Y claro está, Hénarez tenía que ser orgulloso: «il est d’une taciturnité castillane, fier comme s’il était Gonzalve de Cordoue». (Balzac, 1976, I, págs. 223, 233).
Balzac no se pasó la vida escribiendo a marchas forzadas en una buhardilla. Mundano, amigo de duquesas y personalidades eminentes, infatigablemente curioso, viajó mucho por Francia y Europa: conocía muy bien Suiza, donde se reunió con Mme. Hanska, y muy bien Italia, visitada varias veces, unida a su admiración, tan generosa e inteligente, por Stendhal; y observó Heidelberg, Stuttgart, Munich, Viena, Leipzig, Dresde, Riga, San Petersburgo... Pero no vio ninguna ciudad española. Yo no conozco ejemplo mejor de lo que no hace tantos años afirmaba aún Jean Cassou: que España era un sistema cerrado, «un système clos», recluido detrás de los Pirineos (Camp, 1954, pág. vii).
Sí hubo autores, por supuesto, que viajaron al país de la imagen, conociendo el estímulo del contraste y hasta de la decepción. A veces la imagen, en efecto, se tambalea y desmorona, cuando el conocimiento la pone a prueba. Ya apuntamos el talante renovador de Théophile Gautier. Recordemos también el de Flaubert, respecto no a España sino a los tópicos relativos a Italia y al llamado Oriente que prevalecían cuando él era joven. Resume Jean Bruneau que los románticos salían para Italia con ánimo de encontrar «la patrie de la beauté et de l’amour» (Bruneau, 1984, pág. 179). Pero Flaubert viaja como conocedor y amante de las artes. La belleza la persigue ante todo en los museos y monumentos de las ciudades; y no tanto la del Renacimiento como la de la antigua Roma. ¿No había dicho una vez que le hubiera gustado hacer el amor en aquella Roma? Es irresistible en él el ansia de ser otro; de desear lo diferente y trasladarse a lo imaginario. «Je voudrais —140→ être muletier en Andalousie» -escribe en 1842-, «lazzarone de Naples, ou seulement conducteur de la diligence qui va de Nîmes à Marseille» (Bruneau, 1984, pág. 165). Tan fuerte es este anhelo de otredad como su capacidad de desprecio para todo cuanto de hecho ha visto. Y la dicha no resulta ser la sustitución de un entorno nacional por otro -por lo que dice el año 1851 a su madre:
(Bruneau, 1984, pág. 175) |
Lección esta que será especialmente significativa al tratarse del Oriente, tan soñado, que el escritor visita a lo largo de un periplo inusitadamente largo y empeñoso, pues duró dos años -1849-1851- y le llevó de Egipto y Palestina a Asia Menor y por fin Grecia, y por segunda vez a Roma. Flaubert procura liberarse de ensueños exóticos y eróticos, descubriendo al propio tiempo nuevos matices de lo humano. Jean-Marie Carré, perito en espejismos, define muy bien el sentido de este descubrimiento: «au moment oú il s’apprête à remonter le Nil, il est sur le chemin de Madame Bovary» (Carré, 1932, II, pág. 100). El viaje por los países árabes ha enriquecido a Flaubert en la medida en que ha puesto a prueba no ya el orientalismo al uso sino el ilusionismo quijotesco de las fáciles imaginerías sentimentales. Es la temible percepción del abismo entre la imagen previa y el sabor de lo real. De vuelta en su casa de Croisset -destaca Haskell Block (1984, pág. 72)-, exactamente dos meses después de rematar sus apuntes y descripciones del viaje al Oriente, Flaubert comienza a escribir Madame Bovary.
Advertimos que la imagen de Andalucía era secundaria en el Abencérage de Chateaubriand. Cuestionemos ahora, para terminar, una obra de imaginación en que la descripción de una nación extranjera es primordial: valga como ejemplo Carmen (1845) de Prosper Mérimée.
La fatídica novelita se presenta al lector como un relato de viaje, o más exactamente, como el viaje de estudios que realiza un arqueólogo francés interesado en la batalla que ganó Julio César en las cercanías de la actual Montilla. El marco narrativo, según observa Ilse Hempel, es triple: en el segundo capítulo el narrador investiga en una biblioteca de Córdoba; y sólo en el tercer capítulo visita la cárcel de la ciudad, donde don José, condenado a muerte, le cuenta sus trágicos amores (Hempel, 1984, pág. 87). La historia de Carmen es un cuento intercalado. Y por si fuera poco, Mérimée agrega finalmente un cuarto capítulo al comentario de carácter erudito, que así llega a ser un marco completo, esta vez con motivo del habla de los gitanos. Como hay marco, sorprende menos el que un historiador, latinista y especialista en las guerras de la antigua Roma se interese hasta tal punto en el caló, basándose en los escritos de George Borrow. Todo lo justifica la insaciable curiosidad del narrador; y sobre todo, el propósito de rodear los amoríos de Carmen con —141→ envolturas protectoras.
De tal suerte se consiguen dos cosas: experimentar y poner a prueba la veracidad de cierta imagen de España, mediante la capacidad de observación del sabio viajero; y prestar apariencia de realidad a la desaforada historieta interpolada. Puede incluso considerarse funcional la distancia que media entre la seriedad y el afán de saber del arqueólogo francés, o su postura científica, y el salvajismo de la conducta de los protagonistas ibéricos.
Mérimée hubiera podido situar su imaginada exploración etnológica en alguna provincia remota de su propio país. ¿Por qué en Andalucía? Es significativo que dos de las nouvelles de Mérimée, Mateo Falcone y Colomba, tengan por escenario a Córcega, supuesta cuna (véase la Vendetta [1830] de Balzac) de odios ancestrales y venganzas terribles. Yo diría que nos hallamos ante la nacionalización de la verosimilitud. No es nuevo el que un escritor atribuya a personajes extranjeros sus figuraciones de la criminalidad humana. Ya lo vimos con motivo del Spanish Friar de Dryden. Hace más de un siglos Euphorion, el bello libro de Vernon Lee, reflexionaba acerca del entorno italiano en que los grandes dramaturgos ingleses de fines del siglo XVI y principios del XVII asentaban su obras más sangrientas (como también en España, recuérdense la Spanish Tragedy [1587] de Kyd y el Changeling [1622] de Middleton). Pues bien, la vigencia especial a principios y mediados del XIX del concepto de carácter nacional convierte el cambio de lugar en un poderoso instrumento no sólo de dramatización, sino de significación. La naturaleza humana se subdivide en un mosaico de virtualidades diferentes, cuyas raíces son nacionales.
Verdad es que Mérimée tiene la delicadeza de hacer que el protagonista masculino, don José, sea vasco-navarro; y que la heroína, Carmen, sea gitana. Las dos nacionalidades poseen idiomas muy suyos. Pero por más que llame la atención el caló, los gitanos son aquí seres primitivos, amorales, sin civilizar. Reúne Carmen todas las osadías, todos los encantos y atractivos de la barbarie en bruto. Lo que sucede, como todo el mundo sabe, es que don José, encanallado, degradado, descivilizado, acaba mezclando los celos del vasco con la brutalidad del gitano. Pese a su relativa marginalidad, ¿no son producto los dos personajes de lo que Mérimée denomina «cette terre classique des voleurs» (Seconde Lettre sur l’Espagne)? Qué duda cabe que el desenlace del cuento de Mérimée, a diferencia por ejemplo del libreto de Meilhac y Halévy, es, para mayor contento de ciertos lectores, singularmente cruel -violento, diríamos hoy-. En la ópera el amante inminente de Carmen, Escamilla, a quien esta acaba de ofrecerse, actúa en una cercana plaza de toros, lo cual intensifica los celos de don José. Pero en la nouvelle la figura del rival, el picador llamado Lucas, permanece muy desdibujada; y es en otro espacio, en la soledad del campo, donde Carmen y don José se enfrentan. Carmen reconoce sinceramente que no ama a nadie. Desamparada pero firme, ella no insulta, ni ataca, ni se defiende. Don José, sin más contemplaciones, la apuñala y mata como una alimaña de los montes.
—142→La acción es rápida, breve, como el estilo stendhaliano que Mérimée imita con admirable acierto. Y lo que sería inverosímilmente sanguinario más allá de los Pirineos no parece ser, más acá de estos, sino una clase de comportamiento o de sociabilidad cuyas figuras más representativas, lo mismo en el cuento que en las Lettres sur l’Espagne de Mérimée, son el torero, el majo y el bandolero: como Francisco Montes, ejecutado en Valencia (2.ª Lettre) y José María el Tempranillo, puntales de una imagen nacional que la ficción corrobora y que permite expulsar más allá de las propias fronteras toda aleación humana de civilización y de barbarie.
* * *
Concluir sería vano. Las consideraciones que anteceden no provocan sino más interrogaciones.
Los estudios de imagen piden una fundamentación histórica que estas páginas no han podido construir. Me refiero no tanto a la periodización del itinerario de cierta escritura y cierta literatura como al examen de las relaciones existentes entre estas y el concepto de nacionalidad. La conducta social, política o económica de los españoles se prestaba sin duda a un inteligente análisis, como el que llevaban a cabo los embajadores venecianos en sus Relazioni al Senado de la Serenísima, de fascinante lectura aún hoy. Pero ello no conllevaba en absoluto la idea de una cultura nacional -nacionalidad no significaba cultura específica- sino la apreciación, en el mejor de los casos, de cuanto realizaba un país desde un punto de vista supranacional. Los españoles, informaba el año 1506 uno de esos embajadores, Vicenzo Quirini, «hanno naturalmente ingegno, ma non l’adoperano nè in dottrina nè in studio alcuno» (Alberi, 1839-1840, I, pág. 22). A mediado del siglo XVII Jean Chapelain, que era un gran lector, conocía muy bien a los poetas, narradores y pensadores del país vecino; pero les reprochaba en resumidas cuentas un escaso o insuficiente cultivo de un mismo saber, de unas artes literarias e intelectuales que constituían un acervo común y universal (Chapelain, 1883, págs. 334, 815). Lo que la literatura permitía y prometía era vislumbrar a través de toda lengua lo que Goethe aún llamaría lo general humano, das allgemein Menschliche. La acepción psíquica y perenne del carácter, alma o genio nacional sólo triunfaría con el Romanticismo, haciendo posible, mas no siempre deseable, la coincidencia de la imagen con la literatura.
Asimismo sufre cambios y evoluciones la concepción del nexo entre escritura y experiencia vivida. No es lo mismo, en lo que toca a nuestro tema, una visión clásica de la literatura como reelaboración de ejemplos, modelos o mitos tradicionales de humanidad, que una noción de la palabra escrita como fiel reproducción del mundo vario y visible. Esta visión mimética, «realista», que culmina también durante el siglo pasado, fortalece la credibilidad y posible influjo de toda imagen procedente de la poesía, la novela o el libro de viajes; —143→ aunque en algún caso sucediera lo contrario, porque la escritura arrancaba no de procesos cognoscitivos sino del prejuicio unido a la ignorancia. Creo que ello es importante para entender lo que proponía una obra como Carmen y sobre todo la forma que tuvo de leerla el gran público.
No hay espejismos -los mirages de J.M. Cané- sin espejos, pues, a lo Stendhal, colocados al borde del camino de la vida; ni imagen especular de origen literario sin concepción mimética de la vinculación de las palabras con las cosas. En la medida en que no convence ni actúa tal mimetismo, la imagen nacional que emerge de escritos y tópicos previos es una visión forzosamente arbitraria y entontecedora de aquellas complejas realidades y naciones que desconocemos; y una invitación permanente al esfuerzo por aprehender y construir, a lo largo del camino de la Historia, una Europa no uniforme ni trivializada, sino compuesta en lo posible de inteligencias reunidas, quiero decir, de mutuas relaciones cognoscitivas.
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