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ArribaAbajo El concepto de Fantasía, desde la estética clásica a la dieciochesca175

Guillermo Serés


Universidad Autónoma de Barcelona

El concepto de fantasía, o imaginación, como pintor interior del alma figura ya en el Filebo (39 b), de donde arranca una larga tradición:

Sócrates.- Acepta, entonces, la presencia en nuestra alma de otro artífice [además del escribiente] al mismo tiempo. Protarco.- ¿Quién? Sóc.- Un pintor que, después del escribiente, pinte en el alma las imágenes de lo dicho. Pro.- Pero ¿cómo y cuándo? Soc.- Cuando un hombre, tras haber recibido de la visión o de cualquier otro sentido los objetos de la opinión y de los discursos, mira, de alguna manera, dentro de sí las imágenes de estos objetos.


De las palabras de Platón se desprende que la fantasía es meramente una opinión proveniente de una sensación, o a ella vinculada. En concreto, que la phantasia «pinta en el alma las imágenes [...] de la visión o de otra sensación», o sea, «el hombre mira en sí mismo las imágenes de los objetos» (ibíd.). La fantasía, por lo mismo, es el artista que pinta en el alma las imágenes (eikonas) de las cosas; imágenes que un poco más abajo (40 a) son definidas como «fantasmas» (phantasmata). El tema central del Filebo, sin embargo, no es el conocimiento, sino el placer; y si Platón se refiere al problema de la fantasía (y de la memoria) es porque necesita demostrar que deseo y placer no son posibles sin esta pintura del alma. El fantasma, puesto aquí bajo el signo del deseo y del placer, es un extremo que no hay que olvidar. Las metáforas del pintor interior   —208→   y la de la tablilla de cera del Teeteto (191 d-e) fundamentan la historia de la psicología clásica a este respecto. Naturalmente, la fantasía, la imaginación, bosqueja una imagen, digamos, estilizada, irreal, reelaborada a partir de las improntas depositadas en le memoria; es decir, no copia directamente, sino que reconstruye, por evocación, las speciei que entran por los sentidos y se imprimen en el almacén de la memoria. Cosa bien distinta es la opinión que le merece a Platón dicho proceso psíquico (o sea, su vertiente ética), pues, precisamente porque depende de una sensación, sujeta a la opinión individual y vinculada con las pasiones del alma, no es fiable, hay que relativizarla176.

Abunda en ello en el Sofista, cuando dice que el pensamiento, la opinión, la imaginación, «son géneros a los que les puede afectar, en nuestras almas, tanto la falsedad como la verdad» (263 d). La opinión, continúa, «cuando no se presenta espontáneamente, sino por la mediación de la sensación, tal afecto ¿puede recibir otro nombre que no sea imaginación [phantasia]?» (264 a); así, «esta pasión que designamos con la palabra phainetai [= yo imagino] es una combinación de sensación y de opinión que puede ser verdadera o falsa» (264 b). De forma que, si puede haber opiniones falsas, también las imágenes de estas provenientes pueden serlo. Ello es así porque la imaginación, facultad intermedia entre el sentir y el pensar, momentánea y transitoria, no posee ni la evidencia de la sensación directa, ni la coherencia lógica del razonamiento abstracto; su dominio es el parecer, no el ser.

Un poco antes (República, X, 602), había diferenciado entre mimesis eikastiqué y mímesis fantastiqué. El artista, opina, puede crear copias exactas (icásticas), que reproduzcan el contenido de la realidad sensible y, por tanto, limitarse a una inútil duplicación del mundo fenoménico, que sólo imita las ideas; o bien puede crear simulacros inexactos y engañosos que, en el sentido de la mímesis fantástica, empequeñecen lo grande y agradan lo pequeño, para engañar a nuestra vista imperfecta: entonces su obra aumenta la confusión en nuestra alma, y está en un nivel inferior al del mundo sensible. Por tanto, nunca un phantasma o un eidos, formado por la mímesis fantástica, que depende de una apreciación subjetiva u opinión, podrá reflejar una idea (innata y eterna); sí podrá la mímesis icástica, aunque tenuemente, duplicándola.

En el Timeo (52 b) insiste diciendo que, a diferencia del acto de intelección, que precisa una demostración verdadera, no así la opinión. Esta, en tanto que fruto de la sensación y canalizada por la imaginación, sólo es capaz de crear una «segunda realidad: parecida a la primera, pero dependiente de los sentidos», de la que no podemos afirmar que sea testigo fiable de la verdad, «pues la   —209→   imagen [eidos] no le pertenece, ni siquiera lo que representa, sino que es como un fantasma de otra realidad» (52 c), por lo que es contingente y relativa. En La República reafirma (VI, 508 d) dicha contingencia de la fantasía (cf. Ross 1986, pág. 56).

Así, las imágenes, según Platón, son la primera sección del mundo visible: «Llamo imágenes en primer lugar a las sombras, luego a los fantasmas (phantasmata) reflejados en el agua o en alguna superfice lisa y brillante, y al resto de representaciones del mismo género [...] por lo que la imagen es al modelo lo que el objeto de la opinión es al objeto del conocimiento» (República, 510 a). Los fantasmas, por tanto, no son más que el segundo acercamiento (de los cuatro posibles) al conocimiento del ser, al principio absoluto; no son más que «el intermediario entre la opinión y la inteligencia» (511 d); no participan de la idea.

Por todo ello, cuando, más abajo, quiere echar a los poetas de la república lo que en realidad pretende es expulsar a los representantes de la poesía imitativa (de la «mímesis fantástica»), pues la imitación es el tercer grado de alejamiento de la idea: el poeta, como el pintor, se limita a trazar la simple imagen refleja de las cosas y de su aparente realidad (República, 596 d), crea un mundo de mera apariencia (597 d-e). Según él, los poetas desde Homero no han hecho más que representar, fantásticamente, las imágenes reflejas (eidola) de la areté humana, pero sin tocar la verdad, por lo que no podían ser sinceros educadores de hombres (600 e 5; cf. Jaeger 1974, pp. 767-772). Y si el arte es imitación de una apariencia (mimesis phantasmatos), también es, por tanto, productor de una segunda apariencia, de una imagen de la imagen (homoioma). Las nociones de phantasia, phantasma y homoioma subyacen, pues, al concepto de mimesis, ya que no la hay sino por y para la imaginación (véase el detallado estudio de Bundy 1927, complétese con Ruth Harvey 1976 y Agamben 1977). La debilidad ontológica de lo imaginario compromete al arte y lo apresa en la región del no-ser y de la mentira. Por lo mismo, la objeción fundamental contra la poesía (y, claro, contra la fantasía a aquella vinculada) es que no habla a la parte mejor del alma, la razón, sino a los instintos y a las pasiones, a los que espolea (603 c); la poesía, al imitarlo, acentúa todavía más el sentimiento de dolor (o tristeza, etc.), la pasión o la emoción que representa y que embarga al poeta. Con ello empuja al hombre (poeta o lector) a entregarse con toda intensidad a este afecto, en vez de acostumbrar al alma a dedicarse a la cura de sus partes afectadas por el mal, por el sufrimiento o por la tristeza (604 c-d). Platón explica la tendencia de la poesía a gustar en toda su plenitud los sentimientos del dolor por su interés natural en la parte pasional de la vida del alma humana. De este modo, el poeta incapacita al alma para distinguir lo importante de lo que no lo es, pues unas veces, en tanto que cultivador de la mímesis fantástica, como arriba recordaba, magnífica algunos objetos o pasiones, otras los minimiza. Y este relativismo e imprecisión son, en consecuencia, los que demuestran que el poeta crea ídolos y no reconoce la verdad.

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Otro grave reproche, asociado al anterior, es el de que la poesía corrompe nuestros juicios estimativos. Al escuchar el comportamiento pasional o las quejas de un héroe trágico, o al recrear en nuestra fantasía las imágenes que nos presta el poeta, sentimos goce y nos dejamos caer por entero en sus manos. Lo seguimos arrastrados por el movimiento de simpatía de nuestros sentimientos y fantasía; e incluso ensalzamos como buen poeta a quien mejor sabe producirnos estas emociones, pues la simpatía es la esencia de todo efecto poético (605 c 10 d). Dicho en otros términos: el ideal moral del hombre según Platón se halla en abierta oposición con los sentimientos poéticos. De este modo, su concepción no sólo reprueba la fantasía (mera opinión relativizante), sino también la emoción que pueda comportar, por simpatía, el efecto en el público. Rechaza, por lo tanto, los phantasmata y las emociones derivados de la poesía, porque ambos, al fin y al cabo (ora por la mímesis, ora por la simpatía), dependen de la misma facultad: la phantasia.

Aristóteles, por su parte (De anima, III, 3; De memoria et reminiscencia, 449 b ss; Retórica, 1370 b), le sigue y le contradice. Le sigue al afirmar que «el sentido es la facultad capaz de recibir las formas sensibles sin la materia, al modo en que la cera recibe la marca del anillo sin el hierro o el oro» (De anima, 424 a); en el De memoria (450 a), a esta marca o impronta en la cera la llama «dibujo» (xographema). Le contradice cuando declara que la fantasía no puede ser reducida a una opinión, sino que es un «movimiento» procedente de la sensación, que es conducido después a la fantasía, que puede producir el fantasma incluso en ausencia del objeto percibido (428 a).

La fantasía es, por tanto, la facultad intermedia entre el sentido común (o percepción) y el intelecto o (o pensamiento), en tanto que participa de los dos. Todo conocimiento, viene a decir, deriva de las impresiones sensoriales; el pensamiento actúa sobre ellas, ya cualificadas o sublimadas, tras haber sido tratadas y absorbidas por la fantasía. Esta es la parte hacedora de imágenes, figurae, del alma, la que realiza el trabajo de los procesos más elevados del pensamiento; de ahí que el alma nunca piensa sin una imagen (sin un phantasma; De anima, 432 a 17); es decir: «todo pensamiento se acompaña de fantasmas»177. Antes ha dicho que «la facultad cognoscitiva piensa sus formas en imágenes» (431 b 2); o bien: «No se puede aprender o entender nada si no se tiene la facultad de la percepción; incluso cuando se piensa especulativamente se ha de tener alguna imagen con la que pensar» (432 a 9). «La imagen es, en suma, el cuerpo sutil del pensamiento, así como la imaginación es el del alma» (Klein 1980, pág. 76). Por lo mismo, es medio sensación y medio idea. Lo fantástico,   —211→   por tanto, no hay que entenderlo como lo irreal, sino como lo intermediario entre lo anímico y lo sensible. Se diferencia de la sensación precisamente en esto, en que es capaz de recrear el fantasma sin su intervención: «La fantasía será un movimiento producido por la sensación en acto. Y como la vista es el sentido por excelencia, la palabra fantasía deriva de la palabra luz [phaos], puesto que no es posible ver sin luz. (De anima, 429 a). La imaginación, por tanto, alumbra el interior de la mente con su luz, pues esta facultad está también henchida de la luz que ilumina los objetos exteriores, «y puesto que, a lo que parece, no existe cosa alguna separada y fuera de las magnitudes sensibles, los objetos inteligibles [...] se encuentran en las formas sensibles [...]. De ahí también que, cuando se contempla intelectualmente, se contempla a la vez y necesariamente alguna imagen, puesto que las imágenes son como sensaciones, sólo que sin materia» (ibíd., 429a, 432a).

«Sin materia» y sin tiempo, puesto que el hombre tiene necesidad de las imágenes «para pensar en el tiempo lo que está fuera del tiempo» (ibíd.). La función del fantasma en el proceso cognoscitivo es tan importante, que se puede afirmar que es, en un cierto sentido, la condición necesaria de la inteligencia; incluso llega a decir que el intelecto es una especie de fantasía (phantasia tis) y repite el axioma omnipresente en la epistemología medieval que la Escolástica fijará en la fórmula «Nihil potest homo intelligere sine phantasmata» (432 a 17). Pero no acaba aquí la función del fantasma: también interviene decisivamente en el sueño y en las técnicas advinatorias, pues en estos y otros casos, la imagen se nos impone con una especie de espontaneidad, de autonomía, como alumbrada por una luz que le es propia. Valga este ilustrativo esquema178.

imagen

En colaboración con la fantasía, la memoria, que, situada en la misma parte del alma que aquella, funciona a modo de almacén de imágenes. Sería muy larga de explicar la diferencia entre phantasia e imaginatio: algunos autores   —212→   las distinguen, indicando que a la imaginación le correspondería retener lo percibido y a la fantasía unirlo o separarlo; otros no (por ejemplo Tomás de Aquino); otros, por fin, desestiman la imaginatio (o la vinculan al sensus communis), concibiendo la phantasia como una réplica de la razón, puesto que es su fundamento (abajo lo amplío). En fin, quedémonos, de momento, con la sinonimia, pues este proceso y asignación funcional de las potencias del alma (sentido común, fantasía, memoria, entendimiento) estarán presentes, tácita o explícitamente, con o sin matices, en la mayoría de formulaciones filosóficas o fisio-psicológicas hasta el siglo XVII y, por supuesto, se tendrá en cuenta a la hora de explicar estéticamente los mecanismos de la imaginación, invención o, en definitiva, creación artística179.

Las artes, en efecto, transfieren la realidad objetiva a formas irreales de la construcción imaginaria. De este modo, el modelo artístico, verosímil, como hipótesis fantástica de la realidad, se consiente holguras y libertades muy especiales, que no se puede permitir el modelo cognoscitivo realista. Esas licencias se orientan, sobre todo, a dos fines distintos: proveer, primero, un tipo de conciencia sobre la realidad, en sectores de la experiencia que son inasequibles para el conocimiento mediante sensaciones y percepciones orientadas al conocimiento racional; y segundo producir, un tipo de reacciones bajo forma de emociones y de sentimientos, en las esferas ética y estética, que no podría activar nunca el conocimiento. Para ello, y a diferencia de Platón, Aristóteles parte del presupuesto de que la poesía es útil, es natural en el hombre, pues este se deleita por naturaleza y aprende imitando, fantaseando; o sea, conoce por la mímesis, que es el origen, el fundamento y el fin último de su Poética: «Siéndonos, pues, natural el imitar, así como la armonía y el ritmo [...] desde el principio los mejor dotados para estas cosas, avanzando poco a poco, engendraron la poesía partiendo de las improvisaciones» (1448 b). En esta última afirmación no sólo se ve un ataque a la concepción platónica de la poesía como furor divino, además se defiende la necesaria mediación de la fantasía, pues la literatura es imitación, creación de una realidad fantástica no necesariamente realista. Se trata, pues, de una definición de poesía en relación con la realidad y con el grado de fidelidad de la imitación, no tanto de un modelo real como de un tipo y, sobre todo, de unas acciones ideales.

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Ahora bien, como la imagen, cauce de la imitación, es mitad sensación, mitad idea, necesita una base o fundamento mitad cuerpo y mitad alma: ese sustrato se hallaba ya en el neuma de los estoicos y en los espíritus animales de las escuelas médicas antiguas. Se consideraba que la imagen o fantasma, una vez reflejada en el espejo del ojo, era transportada por el neuma o spiritus, que es una suerte de intermediario entre el alma y el cuerpo que circula por la sangre; o lo que es lo mismo: el espíritu era el instrumento del alma para todas las operaciones de esta que conciernen al cuerpo (cf., por ejemplo, Klein 1980, pp. 29-59 y Nardi 1984, pp. 135-172), el vehiculum animae que dirá después Alberto Magno (De somno et vigilia, I, 1, 7).

Por todo ello, no será extraño encontrar entre los filósofos naturales afirmaciones del tipo: el espíritu animal engendra los cinco sentidos y emite, a través de los ojos, el neuma visual que reflejará las imágenes de los objetos o de los fantasmas; se trata del spiritus lucidus, transportado por los nervios, que a este fin están perforados. Se solía ilustrar la descripción de su funcionamiento con la conocida imagen platónica de la transmisión de la luz solar (República, VI, xix, 508 b-509 d): el alma poseedora de la verdad esencial alumbra los objetos contemplados intelectualmente de la misma forma que la luz del Sol ilumina los objetos reales.

Con la bien hallada imagen del Sol, se resuelve la dificultad de tener que explicar un concepto espiritual (el funcionamiento de las facultades) con elementos materiales (espíritus); además, como los espíritus «animales» son los que encauzan y transmiten la percepción sensible (son lucidi), la imagen de la luz solar deja de ser una imagen, pues según la descripción que después ofrecerán Aristóteles y los filósofos naturales es estrictamente literal, siendo la cavidad cerebral correspondiente el Sol de las cavidades interiores del hombre. Con lo que, además se consigue dotar de realidad tangible a la phantasia, que, como hemos visto, el Estagirita hacía derivar de phaos (luz), en tanto que era la encargada de encauzar las percepciones visuales, las imágenes, al intelecto; o sea, la encargada de «alumbrar» la parte estrictamente racional, para que puedan ser «contemplados» los phantasmata. En otras palabras: la encargada de sacar a la luz las imágenes previamente depositadas en la memoria. Vale decir: de la misma forma que los ojos han menester luz y claridad para ver las imágenes y colores, así la fantasía tiene necesidad de luz allá dentro en el cerebro, para ver los fantasmas que están en la memoria. Esta claridad, como dice Aristóteles, «no la da el sol ni el candil ni la vela, sino los espíritus vitales que nacen del corazón y se distribuyen por todo el cuerpo» (De anima, 432 a).

De esta forma, también logra relacionar directamente (mejor dicho, «fisiológicamente») la luz física, la del sentido de la vista, con la de la fantasía, pues ambas, en tanto que ligadas al sensus communis, son espirituales, es decir, se sirven de los mismos medios o conductos: los espíritus y los nervios. Los fantasmas, las imágenes, así, no son más que una suerte de espíritus sutiles. Por   —214→   lo tanto, del mismo modo que la imagen es «el cuerpo sutil» del pensamiento, la imaginación lo es del alma; incluso se llegó a utilizar la denominación phantastikón neuma (Nemesio de Emesa, De natura himinis, I) o spiritus phantasticus. No pudo ser de otro modo, pues si la imagen es medio sensación y medio idea, necesitaba una base o fundamento mitad cuerpo mitad alma; la phantasia será, así, indumentum animae (al decir, por ejemplo, de Hugo de San Víctor, De unione corporis et spiritus, en PL, vol 177, cols, 285 ss.).

El espíritu, pues, sería la frontera entre el alma y el cuerpo, mediaría (según Alberto Magno, De somno et vigilia, III, i, 9) entre la percepción animal y la razón angélica, de forma análoga a como el hombre es el puente entre el ángel y la bestia. De ambas premisas se deduce que el espíritu, la fantasía, es lo propio del hombre, en tanto que participa de la sensación y de la idea: el hombre, así es el animalis phantasticus por excelencia (corrobórese también, v. g., con Santo Tomás, Summa, I, 76, 7, 2), porque los phantasmata que cogita son instrumentos imprescindibles para la posterior contemplación intelectual y elaboración de universales, ya que subliman las sensaciones (y percepciones) intelectualmente. El hombre, por lo mismo, utiliza las imágenes, transportadas por los espíritus, para formar ideas y conceptos; alumbra con la fantasía, en suma, su parte racional, su entendimiento (cf. Pigeaud 1983). La fantasía (o sea, la meditación del espíritu lucidus, o luminoso), por ello y hasta el XVII, es considerada esencialmente como intermediaria del conocimiento, esto es, como vínculo entre el objeto y el concepto, y, forzosamente, entre lo particular y lo universal, entre el cielo (alma racional) y la tierra (el cuerpo)180.

Tal como ocurría en la Antigüedad, en la Edad Media será definida desde los puntos de vista gnoseológico y moral (véase, por ejemplo, Du Cange 1886 s. v. phantasia). Desde el primero, valga la definición de Tomás de Aquino: Phantasia est thesaurus formarum per sensum acceptarum (Summa, I, q. 78, a. 4); desde el segundo (a través de Orígenes, el primero en definir los sentidos interiores), sirva la de Ramón Llull, quien, sin negar a Sto. Tomás ni la necesidad de los fantasmas para el conocimiento, afirma que, a diferencia de la sensación, la imaginativa sí puede miltiplicare chimaeras. Por ejemplo, con su libro Phantasticus, Llull ilustra la acepción ética, normal en la Edad Media, de la fantasía como phantasma, spectrum, vana visio, imago, e incluso vanitas; el verbo phantasiari valdrá, pues, por hacer funcionar la imaginación en el terreno de las chimaerae181. Noción que no es nueva, pues, como hemos visto en el   —215→   esquema aristotélico, hay que tener en cuenta otra acepción de phantasia relacionada con las visiones, apariciones, sueños premonitorios, etc. Pero no voy a entrar en ello; sólo indicar que un precedente muy importante es el comentario de Macrobio al Sueño de Escipción, incluido en De re publica de Cicerón, compilador, sabido es, de tantas tradiciones182.

No obstante, la mayoría de escritores se acoge a la descripción psíquica (o sea: fisio-psicológica). Así, la noción del phantasma, asociada, por ejemplo, a la imagen de la dama grabada o pintada en el corazón (cf. Mancini 1988), se encuentra en el amor cortes, el dolce stil novo, el petrarquismo, el neoplatonismo del Renacimiento y del Barroco. Reconvertida, o sea aligerada del neoplatonismo y de la carga fisio-psicológica, también figura en el ocultismo del XVIII, el Romanticismo y la época moderna.

Dicha concepción, siguiendo el orden cronológico, permite explicar la mayor parte de poemas del dolce stil nouvo y sus derivados posteriores hasta Petrarca; v. g., el poema XCIV (vv. 1-4) del Canzoniere del aretino:


Quando giugne per gli occhi al cor profondo
l’imagin donna, ogni altra indi si parte,
et le vertù che l’anima comparte
lascian le membra, quasi immobil pondo.


O sea, la imagen, el fantasma, dominante («donna») desaloja a las demás, y los espíritus que la transportan a la fantasía («le vertù») acaparan toda la atención del sujeto, quedando el resto de miembros inertes (o inermes= «quasi immobil pondo»). El proceso psíquico de recreación en la fantasía de la imagen vista o recordada, es, pues, central, axiológico, puesto que el ejercicio poético consiste en la descripción de su origen, sus patógenas manifestaciones y su transcripción figurada. Se trata, casi (o sin el casi), de un cuadro clínico y de una recreación filosófica. Ello es así porque la imagen es, en última instancia, material, sanguínea, espiritual; también es emocionalmente indisoluble de la sensación o aprehensión originaria (véanse los trabajos de Klein 1980, pp. 3059, Nardi 1984, pp. 9-124 y Bruni 1988). Se establece, por tanto, una continuidad real entre fantasía e invención (o recreación) literaria: ambas son e tapas de un proceso iniciado en la sensación o emoción; los límites de la fantasía coinciden con los de la poesía. Por lo que al final de su Commedia (Paraíso, XXXIII, 142) afirmaba Dante: «All’alta fantasia qui mancò [=le faltaron las fuerzas] possa». Y más si tenemos en cuenta que, según los parámetros averroístas, el amor (u otra pasión) se asienta en la parte del alma donde, según la doctrina aristotélica,   —216→   están la memoria y la imaginación, es decir, en el alma sensitiva, o sea en la comunicación entre el corazón y el cerebro.

He citado a Dante y Petrarca porque nos permitirán entender mejor a Garcilaso, máximo representante de nuestro clasicismo (soneto VIII):


De aquella vista pura y excelente
salen espirtus vivos y encendidos,
y siendo por mis ojos recebidos,
me pasan hasta donde el mal se siente:
éntranse en el camino fácilmente
por do los míos, de tal calor movidos,
salen fuera de mí como perdidos
llamados d’aquel bien que’stá presente.
Ausente, en la memoria la imagino;
mis espirtus, pensando que la vían,
se mueven y se encienden sin medida;
mas no hallando fácil el camino,
que los suyos entrando derretían,
revientan por salir do no hay salida.


Está estableciendo, como Cavalcanti, como Petrarca, una continuidad entre visio (los cuartetos), cogitatio o recreación fantástica en ausencia (los tercetos) y creación literaria. Obsérvese que en los tercetos, el fantasma de la amada, conducido por los espíritus sanguíneos, quiere servir de cuerpo sutil de la imaginación, mediante el calor que los «enciende» (v. 11) y sublima, con lo que se consigue la recreación espiritual (o sea, «neumática») de la imagen. No obstante, si leemos atentamente comprobaremos cómo el poeta intenta imaginársela impulsando los espíritus para que transporten la imagen a la memoria y a la fantasía, que, según seguían creyendo en su época, ocupaban ventrículos contiguos, (v. 10); pero no lo logra (v. 14). La descripción de todo el proceso imaginativo-espiritual es, precisamente, el poema (su inventio); o sea, se sigue dando la continuidad fantasía-creación que arriba veíamos en Petrarca.

No obstante, como apunta en sus Anotaciones Fernando de Herrera, la imaginación o fantasía está vinculada al alma sensitiva, por lo que no sirve para la contemplación de universales ni para representar las ideas (por ejemplo, la de belleza, o la de amor); o mejor dicho: ha de ponerse al servicio de la contemplación intelectual183.

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Al decir de Platón, por tanto, este tipo de goce fantástico del amor (y su recreación poética) es, meramente, una opinión, no es esencial o ideal. A la fantasía, como mucho, le compete una función ancilar: proporcionar imágenes para la posterior formación de conceptos o universales que reflejen, bien que parcialmente, nociones ideales184. No así para los representantes del Neoplatonismo, que acortaron la distancia entre la fantasía y el entendimiento con la noción de ratio. En efecto, para Ficino o Bruno, el pincel de la fantasía está hecho de luz interior (recuérdese la phaos aristotélica) que ilumina las visiones de nuestros sueños o las imágenes depositadas en la memoria. Esta luz invisible e incorpórea, inmaterial y emanada de nuestra alma, es la sustancia espiritual arriba mencionada. Ficino (a través de Proclo, Porfirio y otros) enumera distintos tipos de luz interior o fantástica: la de Dios, la de los ángeles, la racional, etc., hasta la luz solar de todos los días; y establece una trabada y gradual relación entre ellas, pues, al fin ya al cabo, todas participan de la luz del espíritu universal, del alma del mundo. La diferencia con Platón radica en que la luz con que la fantasía pinta las figuras mentales es la misma que la del alma racional, con lo que hermana así fantasía y razón.

Dicha concepción tendrá plena vigencia, como decía, hasta el siglo XVII. Empezará a derrumbarse a partir de Descartes, quien publica, además del Discurso del método, el Tratado de las pasiones (Les passions de l’âme, 1646) y, un poco más tarde, J. Locke su Ensayo sobre el entendimiento humano (1690), que van a suponer no tanto un giro copernicano de la cuestión cuanto una aproximación filosófica y estética distintas. Aunque diferentes, ambas obras arrancan de presupuesto muy parecidos. En ambas se rechaza la esencia platónica y se sustituye por la fuerza constitutiva del pensamiento: el sujeto se concebirá como creador de la realidad, en tanto que la aprehenderá a partir de los contenidos de conciencia; ya sea mediante el cogito cartesiano, ya mediante el sensismo lockiano. En ambos se elimina el carácter participado (platónico) del conocimiento humano y se subraya el papel originante del acto de sentir y de percibir, que sustituyen progresivamente al acto de ser, a la esencia, pues la unidad e identidad del sujeto cartesiano radican en el acto, lockiano, de percibir las propias sensaciones. Sujeto y acto de conciencia reemplazan, pues, a la esencia y a la idea innata. En palabras de Paul Hazard (1963, pág. 225), la revolución intelectual y estética consistiría en «ver elaborarse el pensamiento humano y ver edificarse, al mismo tiempo, las creencias que permiten al hombre tener una vida feliz, con la conciencia de que no hay nada, ciencia moralidad, arte, que no venga de sus propias operaciones».

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En las obras citadas, Descartes considera que el hombre está compuesto de dos esferas: la superior, que alberga a la razón, y la inferior, dominio de las pasiones, provocadas por lo que captan los sentidos. El arte, la estética («razón inconsciente» la llama el francés), se situaría en la intersección formada por la esfera superior (idea o inspiración artística) y la inferior (estímulo y materialización de esa idea en objeto artístico). Obsérvese que, al igual que Aristóteles, ambas secciones no son compartimentos estancos, sino que hay una continuidad psíquica: el artista asume plenamente la sensación, la pasión, y la canaliza estéticamente (véase Garin 1989, pp. 148-157).

Locke, por su parte, divide las ideas en simples y complejas; las primeras son aquellas que «no producen en el espíritu más que una sola imagen» (II, ii, 2); representan todo el material de que dispone nuestra mente; a partir de ellas, componiéndolas a voluntad, el espíritu forma ese universo maravilloso que cada uno lleva dentro de sí (descarta las que él llama «ideas fantásticas», II, xxx, 1). Las ideas complejas son «combinaciones de ideas simples reunidas y unidas en un nombre general» (II, xxx, 3), por lo que parece que «la mente humana goza de alguna suerte de libertad para formar esas ideas complejas [...] la cuestión entonces estriba en saber cuáles de esas combinaciones son reales y cuáles son únicamente imaginarias. En saber qué colecciones de esas ideas están de acuerdo con la realidad de las cosas y cuáles no lo están» (ibíd.). La solución, claro, es evidente: las «ideas [complejas] no son reales sino en la medida en que son combinaciones de ideas simples realmente unidas y que coexisten en las cosas que están fuera de nosotros. Por el contrario, son fantásticas aquellas que están formadas de tales colecciones de ideas simples que realmente nunca han estado unidas, nunca se han encontrado juntas en ninguna sustancia [...] debemos tenerlas únicamente como ideas imaginarias» (II, xxx, 5).

Sean o no reales, lo que nos importa, de momento, es que considere al hombre capaz de combinar a su voluntad las ideas simples; en tal sentido, sigue de cerca el Tratado de las pasiones de Descartes, quien afirma (arts. XX y XXVI):

Cuando nuestra alma se aplica a imaginar alguna cosa que no existe, como en representarse un palacio encantado [...] las percepciones que ella tiene de estas cosas dependen principalmente de la voluntad que hace que ella las perciba [...] Así, a menudo cuando se duerme, y también a veces estando despierto, se imagina tan fuertemente ciertas cosas, que cree verlas ante sí o sentirlas en su cuerpo, aunque no estén allí.


Lo explica Descartes por la acción de los espíritus animales en el cerebro y por el funcionamiento de una glándula, también cerebral, que permite fantasear: «Cuando se quiere imaginar alguna cosa que nunca se ha visto, esta voluntad tiene la fuerza de hacer que la glándula se mueva de la manera que se requiere para impulsar los espíritus hacia los poros del cerebro por cuya abertura esta cosa puede ser representada» (art. XLIII).

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Ni que decirse tiene que Descartes no habla de la voluntad en el sentido escolástico, pues «nuestras pasiones no pueden ser directamente excitadas ni anuladas por la acción de nuestra voluntad» (XLV), sino que casi todas van «acompañadas de alguna emoción que se produce en el corazón, y, por consiguiente, también en toda la sangre y los espíritus, de suerte que, hasta que esta emoción haya cesado, permanecen presentes en nuestro pensamiento de la misma manera que los objetos sensibles están en él presentes mientras obran sobre los órganos de nuestros sentidos» (XLVI). Como se puede ver, y arriba indicamos al hablar de las dos secciones humanas, la explicación funcional de lo fantástico y lo emotivo no está demasiado alejada de la circulación espiritual (neumática) de la fisiología clásica; sí difieren en la conciencia individual añadida: la voluntad de representar el objeto en la fantasía (parte superior del hombre), o la de asociarlo emocionalmente con alguna pasión (porción inferior).

Retomemos a Locke, pues igualmente encontramos en él esta defensa de la capacidad de fantasear del alma humana: «Es misión de la memoria proporcionar a la mente aquellas dormidas ideas de que tiene necesidad; tenerlas dispuestas para todas las ocasiones consiste lo que llamamos invención y fantasía» (II, ix, 8). Cosa bien distinta es la realidad o irrealidad del conocimiento, pues «¿existe algo más extravagante que la imaginación del cerebro humano? ¿Dónde existe una cabeza que no tenga una quimera?» (IV, iv, 1). Pero, habida cuenta de que somos dueños de las voluntarias combinaciones de las ideas simples, «las visiones de un entusiasta y los razonamientos de un hombre sobrio serán igualmente ciertas. Nada importa cómo sean las cosas: será suficiente con que un hombre observe el acuerdo de sus propias imaginaciones, y con que hable de manera convincente, para que todo sea verdad, para que todo sea cierto» (ibíd.) Cosa bien distinta es «¿para qué le sirve todo este bonito conocimiento de la imaginación [...] al hombre que pregunte por la realidad de las cosas?» (ibíd.) Pero, al menos, reconoce la capacidad individual de crearlas mediante la combinación de recuerdos, emociones, o ambos185.

Y, claro, por aquí plasma su desacuerdo tanto con los conceptos platónicos de entusiasmo y participación en la divinidad (IV, xix, 6 ss.) cuanto con el aristotélico de fantasía: «¿Qué mejor camino puede existir para conducirnos a los errores y desvaríos más extravagantes que el tomar la fantasía como la guía suprema y única [...]? La fuerza de nuestras persuasiones no constituye ninguna   —220→   prueba de su propia rectitud (IV, xix, 11), pues «la luz, la verdadera luz en la mente es [...] la evidencia de la verdad de una proposición [...]. Hablar de cualquier otra luz [clara referencia a la phaos aristotélica] en el entendimiento significaría sumirnos en las tinieblas o situarnos bajo el poder del Príncipe de las Tinieblas» (IV, xix, 13). Vale decir: hemos pasado de la fantasía o iluminación como participación en la luz cósmica, de Ficino o Bruno, a la iluminación individual: la conciencia del sujeto tiene su propia luz (sensación-percepción) y, por tanto, juzga por sí misma. En dos palabras: el individualismo sensista, unido al cogito cartesiano.

Locke, al menos, dejó bien claras la capacidad y la libertad combinatorias de la imaginación humana para formar ideas reales o irreales (fantásticas); para crear una realidad propia, que ya no está, como anteriormente, al servicio del concepto o del arquetipo. La Fantasía ya no es ancilla intelecti, sino un instrumento con que la parte racional (angélica) pueda contemplar o pueda formar universales; o sea, el phantasma ya no es un intermedio entre lo particular y lo universal. Como consecuencia, a partir del siglo XVIII parece que esa necesidad imperiosa de formar universales no sea tan perentoria, sino que se tiende a individualizar las imágenes; o, al decir del profesor Sebold, a «dinamizarlas»: «en la anacreóntica de Meléndez se nombran el oído y la vista, y estos sentidos, junto con el tacto y el gusto, contribuyen a la representación de una naturaleza dinámica y viva, todo ello debido a la observación sensualista lockiana» (1977, pág. 44). Sentir, por tanto, significa que el sujeto tiene conciencia de la sensación, es decir, sentir vale por sentirse. El sujeto no se concibe únicamente como inteligencia, sino que se descubre como un complejo de sentimientos y de imágenes, solas o asociadas con aquellos; sentimientos e imágenes que, en muchos casos (apuntará Locke), son contradictorios y falto de lógica. Lo ilógico de algunas combinaciones de la fantasía, sin embargo, no la descartan como facultad creativa.

Sin embargo, en seguida hay que decir que en la primera parte del siglo XVIII muchos autores redujeron la fantasía (¿por ese mismo peligro de falta de lógica?) a labores subsidiarias: embellecer, deleitar, adornar; otros la dotaron, precisamente por su vinculación con la emoción y su capacidad de recrear mentalmente las imágenes, de un papel protagónico; con todo, la diferencia de planteamientos entre unos y otros es gradual. Entre los segundos, destaca Joseph Addison y sus Placeres de la imaginación (1712). A diferencia de Descartes, Addison establece tres porciones en el ser humano: la razón, la parte sensual y pasional (a excepción de la vista) y la imaginación, intermedia entre las dos (nótese que ya la conceptuaban así a partir de Aristóteles). Dada su situación intermedia, explorar los placeres de la imaginación valdrá por hallar las causas por las que ciertos objetos mueven «fuertemente nuestras pasiones»: lo bello, lo grande y lo singular. Procediendo de tal modo, estaba poniendo los fundamentos de tres claves estéticas que desarrollará el Romanticismo, a saber: lo bello, lo sublime y lo pintoresco, respectivamente.

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Según Addison, uno de los mecanismos básicos (en realidad, su máximo logro) por el que la imaginación nos da tales placeres es el de la evocación, asociación de ideas o conceptos en la fantasía:

Podemos observar que una sola circunstancia de lo que ya hemos visto recuerda a veces una escena entera de imágenes, y despierta innumerables ideas que antes dormían en la imaginación [...]. Enciéndese nuestra imaginación, y sin pensar lo nos lleva a ciudades o teatros, llanuras o prados [...] y la memoria de esto da nuevo realce al deleyte que le causó el original [...]. En vano será investigar si el poder de imaginar cosas extrañas procede de mayor perfección en el alma [...]. Lo cierto es que un grande escritor debe haber nacido con este poder en toda su fuerza o vigor; de suerte que sea capaz de recibir ideas vivas de los objetos exteriores, de retenerlas por mucho tiempo, y de combinarlas cuando se ofrezca en aquellas figuras y representaciones más a propósito para herir la imaginación del lector186.


El otro fundamento de la fantasía es su capacidad para reordenar o recomponer la realidad o su recuerdo, pues «podemos retener, alterar y componer las imágenes recibidas, y formar de ellas cuantas pinturas y visiones agraden más a la fantasía»187. El poeta está especialmente dotado para ello, siempre, claro que no intente «aventajar» a la naturaleza (pp. 191-193):

Como la imaginación se puede siempre figurar cosas más grandes, nuevas o bellas que las ya vistas, y hallar algún defecto en lo ya visto, los poetas tienen el arte de lisonjearla en sus ideas enmendando y perfeccionando la naturaleza cuando describe una cosa real, y aumentado nuevas bellezas que las que hallan en la naturaleza cuando describe una cosa fingida [...]. El poeta [...] elige los vientos y tuerce el curso de los ríos, encaminándolos con toda la varia tortuosidad que contemple más deliciosa a la imaginación del lector. En una palabra, tiene en su mano el modelo de la naturaleza, y puede darle los encantos que guste; con tal de que no la reforme demasiado y caiga en absurdos por querer aventajarse a ella.


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A esta capacidad se refiere Jovellanos (y valga la intromisión), a quien tanto influyó Addison, en su Tratado teórico-práctico de la enseñanza (1801), en ocasión de criticar poemas cuyos autores «no han conocido que en el lenguaje de la poesía la imaginación ocupa el lugar y ejerce los oficios de la razón, y aunque recibe de ésta el fondo de sus ideas, se encarga de colorirlas y de engalanarlas; no han conocido que esta facultad sabe tomar de la naturaleza las bellezas de unos objetos para transportarlas a otros, y adornarlas, inventar formas e imágenes para representar las ideas más abstractas» (1987, pp. 20-21).

Vuelvo a Addison para confirmar que, según él, ambos presupuestos estéticos (evocación y reordenación de lo evocado) se combinan perfectamente y pueden (tal como ya vimos también en Aristóteles) ser encauzados por la palabra; siendo ellos, además, los que fundamentan la libertad, originalidad y subjetivismo del poeta y del lector: «en la descripción nos lo pinta [el objeto] el poeta libremente, y como más le agrada; y nos hace ver diversas partes, a las cuales no atendimos, o no estaban al alcance de nuestra vista al mirarlo [...] el poeta nos puede dar de él una idea más compleja o excitar solamente las más aptas para herir la imaginación» (pág. 176).

Tales facultades deberían tender, según sus propias palabras, a hacer que la fantasía lograse complementar las obras de la naturaleza y las del arte, aunque siempre aquella superará a este, pues las obras de arte «podrán parecer algunas veces tan bellas o singulares [lo larvadamente pintoresco] como las de la naturaleza; pero nunca tendrán aquella desmedida grandeza e inmensidad que transporta el alma al contemplar las de la naturaleza» (Ibíd.). O sea, las naturales son grandes (sublimes) y singulares (pintorescas). Pese a ello, a renglón seguido afirma que «hallamos, sin embargo, más agradables las obras de la naturaleza cuanto más se parecen a las artes, porque en este caso el placer nace de un principio doble: del agrado que los objetos causan a la vista, y de la semejanza a otros objetos» (compárese con la mímesis de Aristóteles, Poética, IV; y, abajo, con Burke).

Aún se puede citar un texto de Jovellanos en que parece seguir los planteamientos últimos de Addison. Me refiero a las célebres Reflexiones (1789) sobre Las Meninas de Velázquez, donde subraya aquella subjetividad del artista, su capacidad para ver, mediante la luz de su fantasía, lo que el hombre normal no ve. Aquí parece defender Jovellanos, a la vez, el aspecto icástico (o sea, la mímesis, como Luzán) y el fantástico, pues, viene a afirmar que si lo icástico causa más admiración, lo fantástico, más deleite; por lo que, deducimos, el arte perfecto debería albergar ambos aspectos. A renglón seguido parece desmentir esta solución de compromiso para decir que la naturaleza vence al arte; sin embargo, un poco más abajo toma partido por lo fantástico: «No por esto [o sea, por su mímesis icástica] diremos que Velázquez no alcanzó aquel don de expresión que pertenece a la parte sublime y filosófica del arte. ¿Cómo sin él hubiera dado a sus cuadros tanto movimiento y tanta   —223→   viveza?». Con el «don de expresión» se refiere a la capacidad de emocionar (o sea, de «herir la imaginación» como diría Addison), que prevalece sobre la belleza ideal. En última instancia, predica que el arte, de algún modo, transforma la naturaleza a través de la imaginación. Se corrobora cuando más abajo habla de que Velázquez está haciendo una «imitación de lo invisible», que es lo que más admira del boceto: «De él [de Velázquez] se dice que llegó a pintar hasta lo que no se ve, esto es, hasta lo que se ve más bien con el espíritu que con los ojos [...] y si hay magia en la pintura, sin duda que ningún pincel fue más mágico que el de Velázquez».

Obviamente, esta magia es la misma que Addison confiere al poeta en el tercer párrafo, al afirmar que «pinta» lo que no hay en la naturaleza, o sea, lo que sólo encuentra en su imaginación; fruto, eso sí, de sensaciones anteriores, evocaciones o asociaciones, o sea, de combinaciones de fantasmas. Compárese con lo que M. H. Abrams (1974, pág. 285) denomina «teoría mecánica de la invención poética», o sea, la herencia psicológica y estética cartesiano-lockiana recogida por Hume, Gerard y otros: «Las imágenes se mueven siguiéndose unas a otras cruzando por el ojo de la mente. Si ellas vuelven en el mismo orden espacial y temporal [...] tenemos la memoria. Pero si las imágenes íntegras [...] vuelven en un orden diferente, o también si partes segmentadas de dichas imágenes son combinadas en un todo nuevo que nunca estuvo presente a los sentidos, tenemos la fantasía o imaginación».

Como ilustración de estas palabras, y para cotejarlo con Addison, oigamos a Condillac, que concibe la fantasía como un complemento de la verdad, pues le asigna una función, de nuevo, subsidiaria, aunque de signo distinto a la que tenía hasta el siglo XVII:

L’imagination a sur-tout les agrémens en vue, mais elle n’est pas opposée à la vérité. Toutes ses fictions sont bonnes lorsqu’elles sont dans l’analogie de la nature, de nos connoissances ou de nos préjugés; mais dès qu’elle s’en écarte, elle n’enfante plus que des idées monstrueuses et extravagantes. C’est là, je crois, ce qui rend cette pensée de Despréaux si juste: «Rien n’est beau que le vrai; le vrai seul est aimable. II doit régner partout, et même dans la fable», (Boileau, Epitre IX, 43-44). En effet, le vrai appartient à la Fable: non que les choses soient absolument telles qu’elle nous les représente, mais parce qu’elles les montre sous des images claires, familières, et que, par conséquent, mous plaisent, sans nous engager dans l’erreur.


(1973, pág. 149)                


Poniendo por testigo a Boileau, la fantasía se limita, o debiera limitarse, a alumbrar (recuérdese, de nuevo, la etimológica definición de Aristóteles) y a complementar la verdad. Consciente, eso sí, de su poder «embellecedor», de su capacidad para ordenar de nuevo las sensaciones recordadas, las imágenes evocadas (pág. 148). En los pasajes siguientes, y a partir de la máxima de Boileau, insiste en que el cometido, subsidiario, de la fantasía es, básicamente, embellecer la verdad.

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En otra obra suya, el Tratado de las sensaciones también lo apunta: «la imaginación aproxima las más distintas [ideas], cambia el orden que tenían en la memoria y forma con ellas una cadena totalmente nueva [...]. En virtud de la imaginación, las ideas se enlazan de mil maneras diferentes, y con frecuencia se recuerda menos el orden en el cual experimentó sus sensaciones que aquel en que las imaginó» (1963, pág. 83). Nótese que de nuevo la prerrogativa que le reserva a nuestra facultad es la de reordenar, recomponer y enlazar diversamente las sensaciones, las emociones y las imágenes, aunque siempre partiendo (aristotélicamente, diríamos, aunque también es una de las claves de Addison) de las imágenes referidas a la realidad.

Así, la realidad, lejos de ser descartada, es el referente, mediato o inmediato, para aquilatar el mayor o menor deleite conseguido mediante su complementaria: la fantasía. Por ello, más abajo establece una correlación gradual, sin solución de continuidad, entre sensaciones, fantasía, reflexión, etc. La capacidad de fantasear, como vemos, está entre la memoria y la reflexión; no está claramente diferenciada, ni funcional ni estéticamente. No en balde, en el Essai la diferencia se limita a que la fantasía «conserve la perception même», mientras que la memoria, «n’en conserve que le nom ou les circonstances» (pág. 121). O sea: fantasear supone, meramente, recordar más vivamente.

También esperábamos encontrar en el Muratori de la Fuerza de la humana fantasía (1743) una defensa a ultranza de la facultad, pero sus planteamientos estéticos se quedan más acá que los citados. La definición y características se corresponden, básicamente, con las citadas, aunque más bien nos recuerda el Thesaurus de Sto. Tomás: Fantasía «es aquel arsenal en que se recogen y aprehenden las especies de una infinidad de cosas, que sirven después de materia para los pensamientos. [...], en ella especialmente consiste el comercio del alma con el cuerpo». Ello se debe a que la fantasía (habida cuenta de que es el comercio entre alma y cuerpo) «es poderosa motriz de nuestro cuerpo, a causa de la comunicación que con el corazón y con todos los nervios tiene nuestro celebro» (Ibíd.).

Lo más interesante es la derivación hacia el ut pictura poesis horaciano de la capacidad expresiva del poeta mediante la mímesis fantástica (págs. 270-275):

La pintura es una poesía hecha con colores [...]. El saber un poeta imaginar y pintar bien algún objeto o alguna acción proviene de su vivaz fantasía, [pintará] con ideas sensibles lo abstracto y sutil de las doctrinas [...] con gracioso estilo poético, hijo también de la fantasía, teniendo en tal asunto atento y divertido al lector con lo admirable y nuevo [...]. Es de maravillar del mismo modo el poeta que sabe imaginar vivazmente los sucesos, ya verdaderos o ya fingidos, y como si los viese con sus propios ojos, los describe circunstanciadamente, de modo que experimentáis aquel mismo placer o movimiento interior que si los vierais pintados en un cuadro de Tiziano.


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También se adhiere a la prerrogativa fantástica de combinar o reordenar los recuerdos; pero cuando se trata de hallar conceptos (en el sentido barroco), la fantasía vuelve a su condición de ancilla intellecti188. De semejantes atribuciones (la variación y nueva disposición de los aprehendido por los sentidos) parece dotarla Burke ([1757] 1987, págs. 11-12):

La mente del hombre posee una especie de poder creativo de por sí, representando a su antojo imágenes de cosas en el orden y según la manera en que fueron recibidas por los sentidos, o combinando aquellas imágenes de una nueva manera y según un orden diferente. Este poder se llama imaginación; y a ella pertenece todo lo que llamamos ingenio, fantasía, invención, y lo que se le parece. Pero hay que tener en cuenta que tal poder de la imaginación es incapaz de producir nada absolutamente nuevo; sólo puede variar la disposición de aquellas ideas que ha recibido de los sentidos. Ahora bien, la imaginación es la provincia más extensa del placer y del dolor [...] de nuestros miedos y esperanzas, y de todas las pasiones que están en conexión.


Hasta ahora, todo parece acorde con lo dicho y, claro, con la remota mímesis icástica. No obstante, hacia el final del libro asume con vigor inusual de defensa de la mímesis fantástica, que hace coincidir con la «simpatía» poética que condena Platón. O sea, se basa en la emoción, que no comporta semejanza, para definir los efectos de la poesía, con lo que desmiente la mala interpretación del horaciano Ut pictura poesis (compárese con Lessing 1985, pp. 151-157 y passim). Parte para ello de la descripción homérica de Elena; descripción que, precisamente porque no es mimética, «nos afecta mucho más», pues, «a diferencia de la pintura, la misión de la poesía y de la retórica consiste en afectarnos más bien mediante la simpatía que mediante la imitación; mostrar, especialmente, el efecto de las cosas en la mente del que habla, o de los otros, que dar una idea clara de estas mismas cosas» (pág. 129). En tal sentido, Burke se alejaría de la visualización de Addison y, en general, de la tendencia de asociar imaginación con intensidad visual; defendería, en cambio, la progresiva tendencia a subrayar el poder de evocar sensaciones, especialmente emotivas, de penetrar por simpatía en los sentimientos ajenos.

Como se puede apreciar, con el discurrir de los años se va tendiendo hacia la concepción sentimental del arte, esto es, se va a ir reduciendo al mínimo su función mimética y subrayando su capacidad de suscitar evocaciones y afectos en la mente del lector: simpatía, terror, emoción... (compárese con De lo bello y lo sublime, 1764, de Kant). No muy alejado (aunque en pro de representar la   —226→   belleza ideal) se muestran Sir Joshua Reynolds en sus Discourses (1769-70) y otros tantos críticos ingleses (no puedo pormenorizar; la explicación de la teoría de los críticos ingleses puede verse en Wellek 1969, I, pp. 117-139 y en Carnero 1983).

También se podría convocar aquí a Diderot, que lleva al extremo dicha concepción de la poesía, del poeta. Así, en Le Rêve de D’Alambert (1769) la imaginación se presenta como capaz de percibir analogías superiores a las de la pura asociación. La función de la fantasía no es únicamente la de reordenar, reelaborar o embellecer las imágenes depositadas en la memoria, sino que afirma que al poeta las imágenes le sobrevienen de modo impredictible e inexplicable, como resultado de la emoción que en aquel momento le asalte. Defiende, por ello, las asociaciones originales del creador y afirma que dichas asociaciones, si no verdaderas, sí son reales, porque se originan en el interior del poeta, que puede sentirlas y asumirlas con una emoción mayor que la que le pudieran producir las impresiones directas de los sentidos. De hecho, el criterio de grandeza poética viene aquilatado por la intensa emoción que experimenta el individuo. En poesía y en cualquier arte, una idea, lejos de ser mero dato sensorial, ha de transformarse en emoción, no en concepto. Es la otra cara de la fantasía, la que vimos que rechazaba Platón: la emoción, la simpatía (a las que hay que asociar toda la estética de los sublime y demás categorías), ya las sienta el poeta, ya intente conseguir ese efecto en el lector.

Ello también lo posibilita, retomo a Burke, el hecho mismo de que la poesía se haga con palabras, (o sea, que no sea una arte plástica) pues (y aquí el inglés vuelve al principio clave), «mediante las palabras, podemos hacer combinaciones que posiblemente no podemos hacer de otros modos». Merced a ellas, la fantasía (y emoción) del autor, y del lector, puede evocar, connotar conceptos o ideas (lo ejemplifica con Milton). En el fondo, late el subjetivismo que hemos visto en Diderot y que tan bien supo expresar David Hume en su Of the Standard of Taste (1757): «La belleza no es ninguna cualidad de las cosas mismas. No existe más que en la mente del que las contempla». O las premisas de Edward Young en sus Conjectures on Original Composition (1759), donde subraya la necesidad del individualismo y originalidad del poeta; de sus palabras se deduce que lleva más allá una de las ideas clave que hasta ahora hemos manejado: la imaginación del poeta deja de ser facultad combinatoria y constructiva para hacerse creadora de otro mundo (bien es cierto que pocos defienden en la Inglaterra de su tiempo tal concepto).

La otra idea, la progresiva defensa de la emoción respecto de la visualización, también tiene sus geniales continuadores; valga citar a Lessing, que, como hará luego Blanco, retoma el ejemplo homérico de Burke: «Lo que Homero no podía describir en sus partes constitutivas nos lo da a conocer por medio de sus efectos. Oh poetas, pintadnos el deleite, la emoción, el amor, el éxtasis que la belleza causa y habréis pintado con ello la belleza misma» (pág. 152).

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Herder (y en general el Sturm und Drang) a ese poder de la poesía lo denomina energía, con lo que quiere indicar que aquella permite expresar no sólo acciones sucesivas, sino también cuerpos, imágenes, pinturas: «Sé por Homero que el efecto de la poesía es [...] sobre la imaginación [...]. Por eso la opongo a la pintura». Repárese -habría que subrayarlo- en que es la primera vez que se desliga de la fantasía una de sus componentes: la imagen, la «pintura» (o sea, la mímesis icástica), reduciéndola a la otra: la emoción. Poesía es «efecto sobre nuestra alma o energía». De aquí a decir que la poesía no es imitación de la naturaleza, sino, como harán los románticos, «imitación de la divinidad creadora, denominadora», no hay más que un paso. Así, para Herder, el poeta es «segundo creador, poietes, hacedor».

Antes de seguir adelante, quizá valdría la pena ver plasmada, muy sucintamente, porque no es el tema del trabajo, la evolución de algunas de estas cuestiones en algunas poéticas españolas. Pero antes volveré a citar el influyente Dalla Perfetta Poesia Italiana (1703) de Muratori, muy anterior a la Fuerza de la humana fantasía (escrita en 1743) y que tanto influyó en Luzán y en los posteriores. Aunque el italiano desde un principio establece una clara diferencia, como hemos visto, entre imágenes intelectuales e imágenes de fantasía (en la línea de Vico), al final acepta la existencia de un tipo mixto que encaja muy bien con los presupuesto románticos. Por pasos: el primer tipo de imagen corresponde más o menos al concepto moderado barroco, en el que el nexo entre lo real y lo figurado mantiene una relación lógica; el segundo, las fantásticas, carecen de relación lógica entre sus términos reales e imaginarios, suscitada tal carencia por la construcción metafórica y por lo inusitado de la relación entre los términos. Con todo, la operación importante es la intelectual: «appartien prima all’intelletto, o vogliam dire all’ingegno, il ritrovar simiglianza fra gli oggetti; e su questo fondamento poscia può la fantasia appoggiare le immagine sue» (Muratori, 1821 II, pág. 24). Sin embargo, las imágenes que encuadra en el tercer tipo, las «verisimili alla fantasia» (por ejemplo, decir que un «arroyo se enamora del florido terreno por el que discurre»), «riconoscono più evidentemente essere dalla fantasia, la quale insieme unisce due o più immagini vere o naturali, per formare una nuova che mai naturalmente non è stata, ne può essere o apparire all’intelletto» (Ibíd., pág. 207).

Repárese en que este tercer tipo es el reflejo poético de la función estética atribuida por otros teóricos (Addison, Condillac, Burke...) a la fantasía. Además, Muratori también asigna a la fantasía como facultad otra característica ya vista: la emoción, pues el italiano parte del análisis del sentido, del sentimiento, de la pasión y del afecto como origen de la fantasía, derivando, de este modo, hacia planteamientos románticos, también anunciados con el concepto seudoplatónico de «simpatía» por Burke. Apunta que el afecto o la pasión dan la suficiente verosimilitud a las imágenes fantásticas: «Si formano queste dalla fantasia allorche esse commosa de qualche affetto unisce due diverse im magini semplici e naturali,   —228→   e da loro una figura o un essere differente da quanto la reppresenta il senso» (II, pág. 255). Imágenes que, claro, siguiendo a Muratori, no aprueba Luzán:

La tercera manera [de imágenes] es cuando la fantasía se usurpa las riendas del gobierno y manda despóticamente el alma, sin oír los consejos del entendimiento. Pero, semejantes imágenes, hijas de una loca y desenfrenada fantasía, en las cuales todo es falsedad, desorden y confusión, no caben en la poesía, ni aun en los discursos de hombres de sano juicio, dejándose sólo para los que, o dormidos sueñan, o calenturientos desvarían, o enloquecidos desatinan.


(1977, pág. 246)                


Por lo que decide hablar sólo «de las dos primeras especies de imágenes, esto es, de las que forma el entendimiento solo o la fantasía guiada por el entendimiento» (a reglón seguido). Lo que no es óbice para que a continuación el aragonés, siguiendo a Addison, haga corresponder cada tipo de imagen con las tres claves estéticas de este: lo sublime corresponderá al primer tipo, la belleza al segundo y lo singular o extraordinario al tercero, o sea, a las imágenes quiméricas o fantásticas. Pero no olvidemos que Addison no exhortaba al poeta a copiar, sino a perfeccionar la naturaleza a través de la imaginación, eligiendo de aquella lo más grande, bello y extraño, y combinándolo, emotivamente, mediante la asociación y la evocación de su fantasía. Como se ve, no deja de apostar por la mímesis, pues «imitación de la naturaleza no quiere decir reproducción realista de cualquier cosa que exista en el mundo natural o humano» (Carnero 1983, pp. 19-20). Pero, claro, Addison, al aceptar el pleno protagonismo de la fantasía (es decir, al no asignarle una función meramente ancilar), va más allá de concepto de mímesis de Muratori o Luzán, que subrayaban la preeminencia del entendimiento.

A partir de esta polaridad entendimiento/fantasía se puede medir el progresivo alejamiento de la norma neoclásica en los posteriores preceptistas, poniendo como raseros el mayor o menor grado de imitación de la naturaleza por la intervención de la fantasía, siendo sus límites la imitación particular y la universal (o icástica y fantástica). Desde Luzán, podríamos citar a Burriel (1757), Esteban de Arteaga (1789), Santos Díez González (1793), Francisco Sánchez Barbero (1805) y Juan Francisco Masdeu (1826). Quizá el más firme defensor de la imitación fantástica sea Arteaga, el más cercano a Luzán, Burriel; Masdeu y Sánchez Barbero son más eclécticos. Pero, como digo, es gradual; desde, digamos, el naturalismo (icástico) hasta la modificación o perfeccionamiento de la naturaleza, o sea, hasta -valga de momento el concepto- la idealización por la fantasía. El más osado a este respecto es Arteaga, que establece cuatro escalones miméticos; el último consiste en dotar al original de «atributos ficticios sacados de fábulas recibidas o de la propia imaginación»189.

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Paralelo al avance de la mímesis icástica, el del reflejo de la impresión (o impacto) que en la sensibilidad del escritor tiene la naturaleza; o sea, la consideración de la emoción como elemento estético fundamental. Se tiende cada vez más a valorar el proceso fantaseador del artífice en el proceso de creación artística, claro reflejo del empuje del sensualismo y relacionado con el paso de una poética preceptiva a otra «estética». Vale decir fantástica en el doble sentido: imaginación y emoción.

Arteaga, citando a Locke y Condillac, apunta que hay que suplir las carencias de la naturaleza con la reordenación de sensaciones y evocaciones que permite la fantasía: «Yo no soy esclavo de la imitación [...], poseo una imaginación con la cual dispongo en un cierto modo de todo el universo [...], perfecciono a la naturaleza, me levanto sobre ella» (pág. 136). Díez González también apunta que «todo poeta tiene libertad de usar de la ficción también en el sentido vulgar de fingimiento o cosa puramente ideal, que sólo existe en su mente» (pág. 7).

Todos ellos, a lo que se ve, aplican, o desarrollan, los principios arriba citados de selección, reordenación, o perfeccionamiento de lo aprehendido, recordado, asociado, evocado o sentido. Para ello es central la facultad de la fantasía. Bien está que a todo ello lo llamen imitación universal, siguiendo la división tradicional, pero en germen está la progresiva sustitución de la realidad y su visualización en el sentido aristotélico por el proceso imaginativo-creativo del poeta. Tales ideas, obviamente, se pueden encontrar en la mayor parte de autores del primer tercio del XIX, en quienes también planea la contradicción surgida de haber penetrado simultáneamente en España varias de las corrientes citadas: desde el racionalismo ilustrado hasta el irracionalismo romántico, pasando por el sensualismo.

Así, Blanco White, recogiendo muchas de las tradiciones citadas, apunta que la poesía es el lenguaje de las pasiones; el poeta ha de experimentar el mundo pero a través de su propia conciencia, «se siente vivir y todo vive a sus ojos». Por lo mismo, la reflexión sobre el sentido de las cosas, filtrada por la fantasía del poeta, es parte integrante de la poesía; la introspección llega a ser un imperativo estético, sin dejar de ser «natural». Tal es el fundamento estético de uno de sus discursos: Sobre el placer de las imaginaciones inverosímiles (1971, pp. 214-216):

El placer de las ficciones que nos transportan a un mundo imaginario [...] es tan natural y tan inherente en nuestra constitución, que no puede arrancarse del alma sino con violencia [...]. En vano se cansan los que [...] quieren extirpar de la mente humana la facultad que nos lleva a pintar mundos invisibles de que la misma mente como que percibe ser parte. En estas creaciones de la imaginación consiste la parte más sublime y peculiar de la poesía.


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Para ello, «el artista [...] puede exigir ciertas concesiones mentales de parte de los que han de gozar sus obras» (pág. 216); pero siempre que tales invenciones guarden cierta verosimilitud: «el verdadero ingenio poético puede excitar interés hasta en favor de objetos inanimados, con tal que les dé expresiones correspondientes a las que verdaderamente usarían si tuviesen vida y sentimiento» (pág. 217). Semejantes asertos se podrán ver en el conspicuo crítico Alberto Lista (1836), pues, pese a sus reticencias frente a lo inverosímil, permanece fiel a la teoría del genio que ya desarrollaran otros: el poeta tiene, en última instancia, que crear a partir de sus sensaciones íntimas. La realidad, la naturaleza, se subjetiviza a través de la fantasía individual.

Ni que decirse tiene que la mayor parte de poetas posteriores describen sus vivencias íntimas, o, al menos, las simultanean con las del mundo exterior. Los precedentes son muchos; valga como ilustración este texto de Coleridge (Biographia literaria, apud Ambrams 1975, pág. 297):

La Fantasía, en verdad, no es otra cosa que un modo de Memoria emancipada del orden en el tiempo y el espacio; a la vez combinada y modificada por esa facultad empírica de la voluntad que expresamos con la palabra elección. Pero al igual que la memoria ordinaria, la Fantasía debe recibir todos sus materiales ya hechos por la ley de asociación.


En el siguiente, en cambio, el autor da preeminencia a la elaboración individual de la emoción, de la pasión; la poesía ya no es meramente un espejo que refleja miméticamente, sino una lámpara con luz propia, la luz de la fantasía individual, que proyecta los fantasmas íntima y pasionalmente elaborados: «Las imágenes [...] llegan a ser pruebas de genio original sólo en la medida en que son modificadas por una pasión predominante o por pensamientos o imágenes asociados despertados por aquella pasión» (ibíd., pág. 101).

Fácil resulta comprobar que la pasión, emoción o simpatía (provenientes de la fantasía individual) que rechazaba Platón acaban usurpando su papel central a la idea y a la representación. La fantasía del poeta romántico ya no es, usando la imagen de Abrams, un «espejo» que recibe luz ajena, por mucha grandeza y capacidad idealizadora que tenga, como nos indica Quintana (1969, pág. 206):


Mira el espejo rutilante y puro
de tu imaginación, que en su grandeza
el mundo todo, el universo entero,
sin contenerse en límites, abarca,


sino que acaba por asumir la función de «lámpara» que irradia luz propia (o apropiada; cf. Sebold 1989, pág. 296). El mundo interior del poeta romántico constituye la única guía, la única luz, para la comprensión del mundo exterior, puesto que es él mismo quien lo alumbra. Al decir de Blanco, «el poeta se siente vivir y todo vive a sus ojos» (pág. 173); esto es: desde sus ojos irradia una luz que proyecta sobre los objetos exteriores, una visión nueva de la realidad. Si en la   —231→   Antigüedad, como vimos, la luz (phaos) de la fantasía servía para iluminar la memoria y el entendimiento, para reconocer las imágenes (speciei) impresas en el corazón o en el cerebro, ahora se invierte el proceso: el poeta rehace la naturaleza «a la imagen de su propia psique» (Sebold 1983, pág. 19) y la proyecta al exterior: la realidad se subjetiviza, es un producto de la fantasía individual.

Si no se tienen en cuenta estas premisas, no se entenderá una gran parte de la poesía romántica, no se apreciará el imperativo estético de la introspección, el análisis y testimonio de las vivencias del creador romántico, fundamento de su poética. Aunque escape un poco al período que nos interesa, valga como ilustración el testimonio de El diablo mundo (1840) de Espronceda, cuya reflexión ya no consiste en la recreación (cogitatio) en la fantasía de las imágenes previamente aprehendidas, sino en (vv. 1084-1087):


cuanto fingió e imaginó la mente,
cuanto del hombre la ilusión alcanza,
cuanto creara la ansiedad demente,
cuanto acaricia en sueño la esperanza.


La representación mimética, en mayor o menor medida idealizada por la fantasía, deja paso a la emoción, a la vivencia individual, sea esta un sueño, una quimera o una premonición. La luz interior de la fantasía (phaos) ya no ilumina, para evocarlas o recrearlas, las imágenes exteriores, sino que estas (el mundo, la realidad...) acaban adquiriendo los contornos de los fantasmas individuales y se dejan ver a la luz que estos proyectan.

Para resumir, podría decirse que hemos visto cómo las representaciones de la fantasía interior individual acaban reemplazando a las speciei, figurae, imagines o phantasmata exteriores. Se puede, por tanto, establecer una evolución desde la Antigüedad en este sentido:

La imago (eidolon) pintada en el alma (o sea, visual), indefectiblemente unida al phantasma y vehiculada por la sensación (y los indefectibles espíritus), conectada con la phantasia (Platón-Aristóteles), perdurará (ética y estéticamente) hasta el XVII, ya sea por la participación en la idea, ya como remedo suyo (icástica o fantásticamente). Esta imagen, casi siempre estereotipada o ancilar respecto del concepto o de la idea hasta el siglo XVII, va adquiriendo vida propia conforme avanza el sensismo y la autoconciencia; avance que es paralelo a la progresiva pérdida de su referente mimético (icástico, visualizado) y a la reivindicación de sus componentes afectivo, emotivo y simpático; paralelo asimismo a la privacidad (individualismo, subjetivismo) y a la menor capacidad referencial o representativa. Diríase que del estereotipo se pasa a la imagen vivida individualmente, sentida, recordada, evocada y combinada; de ahí a la consecuente ausencia de imagen referencial que ello comporta.

En cierto modo, se pasa progresivamente de la primacía estética de la representación mimética (icástica o fantástica) a la de la experiencia individual   —232→   del autor, vinculada a la fantasía en su vertiente emotiva o sentimental. En palabras del profesor Sebold (1983, pág. 88) referidas a la poesía naturalista: «el realismo de ésta depende menos de la capacidad del poeta para describir la naturaleza que de su talento para captar las sensaciones que él ha experimentado cuando está en contacto con los diferentes objetos naturales que se ha propuesto representar». O sea, «la naturaleza viene a ser espíritu dinámico, visible, mientras que el espíritu es naturaleza invisible» (ibíd., págs. 76-77). El poeta proyecta su fantasía (vale decir: su emoción) sobre los objetos exteriores, que, por tanto, acaban siendo un reflejo de su experiencia individual, se subjetivizan. Cabe preguntarse si tal proceso también comporta una menor participación del lector, del receptar. Seguramente, a no ser que comparta la sensibilidad o la cultura del autor.

A tenor de lo dicho, el esquema aristotélico arriba presentado tendría que modificarse: se mantiene la relación sensación-fantasma, pero este ya no está directamente relacionado con el lenguaje, digamos, convencional (aunque sí con el del poeta); ni sirve ancilarmente al intelecto o a la representación mimética; además, se refuerza (por Blake y otros visionarios) su vinculación con el sueño y con la premonición individuales. También mantiene su vínculo con la memoria, la reminiscencia y la paramnesia, y especialmente con las evocaciones, asociaciones y connotaciones individuales.

Acorde con esta concepción estética de la fantasía, la creación artística ya no será un reflejo o representación del mundo, sino su emotiva o fantástica iluminación (valga el pleonasmo) a partir de una vivencia interior.


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