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ArribaAbajo Notas sobre el teatro de Cienfuegos

Juan A. Ríos Carratalá


Universidad de Alicante

En nuestra historia literaria hay autores, como Nicasio Álvarez de Cienfuegos, que permanecen en un ámbito muy peculiar. Los podemos encontrar citados en cualquier manual, pues muy pocos son -salvo ignorancia total- los que olvidan por completo su existencia. Sin embargo, y a diferencia de las figuras cumbre de cada época, también es verdad que siempre observamos que son abordados con los mismos lugares comunes. Las causas pueden ir desde la inercia de la crítica hasta la ausencia de monografías capaces de superar ideas manidas. Nuestro siglo XVIII no es una excepción. Frente a la continua revisión a que se han visto sometidos los máximos exponentes del mismo, nos encontramos con una larga serie de autores sobre los que se repiten unos pocos conceptos hasta el infinito. Al hacer nuestra Tesis de Doctorado sobre Vicente García de la Huerta, y a pesar de algunos brillantes estudios sobre el mismo, nos encontramos con decenas de miméticas opiniones que transmitían una imagen parcial y, en última instancia, falsa. Algo parecido nos ha sucedido al estudiar a Nicasio Álvarez de Cienfuegos.

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Demasiado importante para ser olvidado, pero no lo suficiente para ser realmente analizado en todas sus dimensiones, nos encontramos con una imagen incompleta de Cienfuegos. Los brillantes estudios de José Luis Cano, Rinaldo Froldi y otros953 han puesto de manifiesto la peculiaridad de su poesía. Hoy nadie puede dudar de la importancia de Cienfuegos como destacado miembro de la primera fase del romanticismo español, siguiendo la periodización poética de Russell P. Sebold954. Superado el dogmático rechazo de críticos como Gómez Hermosilla, sus poesías nos descubren una sensibilidad que -si la liberamos de una retórica a veces agobiante- nos puede conmover todavía en la medida que supone un paso adelante con respecto a sus modelos salmantinos. «Exquisita sensibilidad» que ya fuera señalada por Azorín (O. C., IX, 1209), poniéndola en relación con el alborear de un mundo nuevo. «Mundo romántico» que -siguiendo al mismo Azorín en una de sus intuiciones geniales- se reviste en Cienfuegos de humanitarismo y liberalismo como consecuencia de tener su origen en nuestro siglo XVIII, en sus observadores y sus críticos955. Sensibilidad y filantropía denostadas por Menéndez Pelayo, quien califica a nuestro autor como «... soñador aéreo y utopista que pace y alimenta su espíritu con quimeras de paz universal y se derrite y enloquece con los encantos de la dulce amistad»956, pero que también le han valido simpatías, por otra parte no siempre afortunadas. Luis López Anglada, por ejemplo, llega a proponer a Cienfuegos como modelo para la poesía social de los años 50 y 60 en un artículo ditirámbico957. No obstante, entre el odio y la admiración queda la imagen de un poeta de sensibilidad prerromántica, o romántica, teñida de cierta noción de heterodoxia en su defensa a ultranza de una razón y una virtud laicas como guías de la humanidad.

El ataque frontal de autores como Gómez Hermosilla y Menéndez Pelayo se centra a menudo en este último aspecto, el cual, a su vez, es comentado a partir de su poesía lírica, en especial por su polémico y conocido   —449→   poema «En alabanza de un carpintero llamado Alfonso»958. No vamos a negar la importancia de esta singular composición, cuyo contenido todavía nos causa cierta sorpresa. Tampoco pretendemos considerar el poema como un fruto aislado del resto de la poesía de Cienfuegos, pues -aunque en él se acentúen y condensen los rasgos «heterodoxos»- podemos encontrar parecidas características en el resto de una producción poética coherente. Nuestro objetivo es llamar la atención sobre la excesiva fijación en un solo género de los practicados por el autor -la lírica- para estudiar su pensamiento, cuando en su poesía dramática encontramos rasgos tanto o más importantes -a pesar de su por lo general poca precisión- para delinear dicho pensamiento. En todo caso, partimos de la hipótesis de que si consideramos a Cienfuegos como «heterodoxo» no nos podemos basar únicamente en su lírica y menos en un solo poema959.

Las «incoloras utopías» que Menéndez Pelayo encontraba en la obra de Cienfuegos tienen un lugar adecuado en su teatro. Ello es perfectamente lógico si, atendiendo a la dialéctica de innovación-tradición tan patente en nuestro autor, observamos la herencia a la que se ha de remitir para escribir sus tragedias. El neoclasicismo utilizó este género, por lo general, como un instrumento idóneo para transmitir a las clases nobles los postulados de una ética ejemplar conforme a la razón de Estado. Cienfuegos, sin alcanzar la culminación de esta tendencia que se da en el liberalismo pasional de las tragedias de Quintana, supo dar un paso adelante con respecto al rígido modelo neoclásico que encontramos en la época del Conde de Aranda. Evolución que cobra un mayor interés por imbricarse la razón de Estado con la progresiva concreción de una crítica que desembocará en el liberalismo decimonónico. Evolución que, además, no se da únicamente en el ámbito ideológico -donde la aportación de Cienfuegos es pobre-, sino también en la defensa del individuo, portador a veces de una pasión no ajena a la razón, frente a una hasta entonces omnipresente y monolítica razón de Estado. Ésta seguirá imponiéndose en las obras de nuestro autor, pero no impunemente. El desenlace de Zorayda es una buena muestra de ello.

La producción teatral de Cienfuegos abarca cuatro tragedias y una   —450→   «comedia moral». Esta última, titulada Las hermanas generosas960, es una obra «larmoyante» de escasa entidad. A través de ella se intenta ejemplificar dramáticamente las teorías ilustradas sobre el matrimonio y las relaciones padres-hijos, sin añadir nada nuevo a un enfoque prácticamente agotado en las obras de Nicolás Fernández de Moratín (La Petimetra), Tomás de Iriarte (El señorito mimado y La señorita malcriada) y, sobre todo, en la producción de su contemporáneo Leandro Fernández de Moratín. Al igual que hicieran los citados autores, Cienfuegos defiende la libre elección del cónyuge como garantía de la estabilidad y la felicidad en el matrimonio, pero siempre subordinándose al respeto absoluto de la autoridad paterna. El problema de la obra reside en que todos sus personajes son dechados de virtud y, por lo tanto, apenas hay conflicto dramático posible; todo se reduce a la ejemplificación de unos modelos de comportamiento demasiado ideales y arquetípicos, sin ninguna entidad teatral.

Las dos tragedias más conocidas de Cienfuegos son indudablemente La Condesa de Castilla961 y Zorayda962. No vamos a entrar en la valoración de las mismas, aunque resulte evidente que, como ya apuntara Martínez de la Rosa, la última sea muy superior en todos los aspectos963. La fuerza y riqueza del personaje de Zorayda, la trama que nos recuerda en algunos momentos nuestro teatro del XVII y la ambientación decididamente romántica hacen de esta tragedia una obra todavía legible. Y, desde luego, muy superior a la cascada de versos incapaces de levantar la alicaída tensión dramática de La Condesa... No obstante,   —451→   ambas ponen de manifiesto el humanitarismo filantrópico y otros rasgos característicos del pensamiento de Cienfuegos, aunque en sus niveles más difusos y sin cobrar un protagonismo decisivo. Desde tal perspectiva, en Zorayda encontramos una defensa de la virtud, a pesar de que ésta en ocasiones pueda ser contraria a la ley: «... extranjero/ el virtuoso entre peligros vaga;/ donde la ley, escudo del perverso,/ el labio sella a la virtud inerme» (I, IV); paralelamente se pone en boca de Almanzor la supremacía de la razón frente a la ley: «Que cumplir con la ley es tiranía/ si excusa la razón el cumplimiento»964. Ello podía conducir lógicamente a una subversión de la autoridad establecida, aumentando las divisiones internas del Reino. Para evitarlo, voluntariamente o no, Cienfuegos introduce el personaje de Hacén, anciano padre de Boabdil, que de acuerdo con una tipología clásica representa la voz de la experiencia y la prudencia. Consecuentemente, y aunque admita las razones de Almanzor, dicho personaje desaprueba el radicalismo del bravo guerrero y afirma que «... jamás el justo/ a la fuerza confía sus agravios;/ la voz de la razón es su defensa» (II, III). Se produce así una dialéctica que tiene un evidente paralelismo con la mantenida por Hernán García y Alvar Fáñez en Raquel, de García de la Huerta, y que desembocará en un final donde el necesario castigo del cobarde y cruel Boabdil es protagonizado por su mismo padre, anulando los efectos disgregadores de una rebelión y respetándose así la autoridad constituida como manifestación directa de la razón de Estado. Pero ese restablecimiento del orden pasa por encima de los cadáveres de Zorayda y su amado Abenamet, inocentes víctimas que dan la razón a Almanzor cuando afirma que en Granada el trono de Boabdil está levantado «sobre la destrucción de la inocencia» (III, I). El triunfo de la postura radical de Almanzor jamás se hubiera representado en un escenario, pero Cienfuegos muestra cómo la razón y la virtud pueden estar legítimamente en contra de la arbitraria ley de una razón de Estado que, en manos de la tiranía, obstaculiza las justas aspiraciones individuales. Creemos que la visión idílica de este conflicto que tenía el neoclasicismo de la época de Carlos III ya ha quedado superada.

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En La Condesa... encontramos un caso de oposición entre la felicidad de la protagonista -basada en la satisfacción de una pasión amorosa- y la fidelidad a su difunto marido y la patria, dilema resuelto con el suicidio, rocambolesco, de la protagonista. Pero en esta obra ni el planteamiento ni el desenlace, repetidos en sus líneas generales en muchas otras tragedias de la época, son originales. A diferencia de las justas y virtuosas aspiraciones de Zorayda, las de la Condesa -personaje débil, tornadizo e incoherente- están condenadas por su propia naturaleza, la cual deriva de una pasión irracional. En esta ocasión, el desenlace se impone sin dolor, abrumadoramente. El espectador, no conmovido por un amor absurdo, sólo se puede identificar con la suicida en su deseo de desaparecer de la escena y, por lo tanto, admite el desenlace como única forma de conseguir al menos la reconciliación entre árabes y cristianos. Ingenua y «cursi»965 reconciliación coherente, sin embargo, con el espíritu pacifista que se revela a lo largo de toda la obra966; rasgo éste que tal vez, y a pesar de su pretendida intención edificante, reste interés dramático a una tragedia caótica de cara al espectador.

Pero desde la perspectiva de encontrar un paralelismo entre la «heterodoxia» de ciertos poemas de Cienfuegos y su teatro, Idomeneo967 y Pítaco968 nos ofrecen ejemplos más atractivos. En ambas tragedias encontramos un desenlace que podemos calificar de relativamente sorprendente: el rey abandona por su propia voluntad el cetro porque, entre otras razones, considera que no ha satisfecho las justas necesidades de sus vasallos; nos hallamos, pues, ante unas auténticas dimisiones que ejemplifican la subordinación del rey a la felicidad de su pueblo. Si a ello añadimos otros elementos como el duro ataque contra la tiranía basada en la superstición que se desarrolla en Idomeneo, tal vez nos encontremos un poco más cerca de un «revolucionario positivo» que lo que pensaba Menéndez Pelayo.

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Pítaco, escrita alrededor de 1800, editada en 1816 y nunca estrenada, se sitúa en un nivel teatral mediocre. «Ambientada» en el mundo clásico, sus versos apenas rebasan el convencionalismo que tantas veces predomina en la tragedia española de su época. La acción desarrollada con versos opacos es prototípica, sin que los personajes nos muestren una entidad capaz de sustentar la obra, en donde lo tremendo no queda siempre desligado de lo trágico. Sin embargo, desde un primer momento nos llama la atención el comportamiento de Pítaco, el sabio convertido en rey. En todas sus intervenciones se muestra como ejemplo de prudencia, justicia, virtud y clemencia, llevando este último rasgo hasta límites difícilmente verosímiles en el contexto de la obra. Pero lo más importante es la relación pueblo-rey. Habiendo sido llamado por su pueblo para salvar el solio real y su patria969, Pítaco se siente responsable de la felicidad de todos sus súbditos: «... ¿qué vale el cetro/ si al afligido consolar no puede,/ ni hacer feliz al que dejó de serlo?» (III, VIII), renunciando voluntariamente a su cetro para refugiarse lejos de la corte ante el simple temor de no haberlos hecho felices, a pesar de su virtud puesta en peligro frente a la ambición y el odio970. En definitiva, un rey-filósofo que legitima su poder sólo a través de la ética ejemplar de su comportamiento971 y la libre aquiescencia de sus súbditos como garantía contra todo tipo de tiranía. Por encima del «filosofismo» del que se acusa tanto, y con razón, a las obras de Cienfuegos, creemos que en un ámbito teatral comportamientos como el descrito tienen mayor fuerza y significación para definir el pensamiento del autor. No señalamos, por supuesto, ningún atisbo de republicanismo en Cienfuegos, pues el comportamiento de Pítaco sirve de gloria a la monarquía. Pero una monarquía sabia y virtuosa que adopta un compromiso de paz y felicidad   —454→   para sus súbditos que no podemos separar del proceso constitucional que se abre en Cádiz.

Idomeneo es una defensa apasionada de la razón y la virtud -personificadas en Linceo- frente al fanatismo, la ambición, la tiranía y la injusticia. Estableciendo un esquema de definidas oposiciones, Idomeneo -por su engaño- y Polímenes -por su inocencia- son víctimas de la ambición de Sofrónimo, personaje en el que Menéndez Pelayo vio una alusión muy clara contra los sacerdotes972. A. Dérozier y Jerry L. Johnson, entre otros, ya han puesto de manifiesto la denuncia que hace Cienfuegos de la tiranía y la ambición que instrumentalizan hipócritamente la superstición973. Tema repetido en la crítica ilustrada, pero que en esta obra se presenta con caracteres más radicales de lo habitual. Radicalismo que conduce a la sublevación del pueblo para defender a Polímenes y matar a Sofrónimo y hasta al mismo Idomeneo, el rey. Roto -mediante el engaño, la ambición y la superstición- el equilibrio capaz de aunar la razón y la virtud con la razón de Estado para lograr la felicidad común, el pueblo toma un decidido protagonismo. Actitud radical que Cienfuegos amortigua interponiendo a Polímenes y Linceo, los cuales arriesgan sus vidas para impedir el desacato a la autoridad que supone la sublevación popular974. Por encima de los agravios recibidos y la razón que los ampara, se sitúa en este comportamiento de los citados personajes la lógica de la ideología del autor, el cual concibe la sublevación sólo como «aviso» para reyes equivocados, nunca como una acción restauradora, acción que en las obras de Cienfuegos sólo emana del poder constituido.

No obstante, el asesinato de Sofrónimo supone un desacato para el rey, el cual -tras el suicidio de su esposa- reconoce su engaño y huye abrumado «... cediendo el trono/ a quien supiere en la virtud honrarle» (III, XIX). Podemos comparar este desenlace con el de Raquel, de García de la Huerta, en donde también se da una sublevación que, a pesar de los esfuerzos del virtuoso Hernán García, acaba con el asesinato de Rubén y Raquel, los cuales habían secuestrado la voluntad   —455→   del rey. Lo que rompe este paralelismo es la muy diferente actitud del monarca, fiel reflejo del opuesto pensamiento que sustentaban Cienfuegos y Huerta. Mientras que en Raquel el rey sólo se siente deudor ante la nobleza y, una vez restablecido el pacto con la misma, sigue gobernando en paz, en Idomeneo el monarca considera que él ha sido la causa de la desgracia de su hijo, su esposa y su pueblo y, por lo tanto, abandona un cetro que moralmente ya no puede seguir ocupando. De nuevo la ejemplificación de la actitud adoptada se muestra muy superior a cualquier «filosofismo».

En definitiva, creemos que el autor de «En alabanza de un carpintero llamado Alfonso» trasladó, con más o menos fortuna, al ámbito teatral su defensa de la razón y la virtud como leyes supremas del comportamiento humano. Leyes que pueden ir en contra de la autoridad paterna (recordemos el enfrentamiento Linceo-Sofrónimo) o de la autoridad real, pero que es necesario cumplir para lograr la felicidad común. No encontramos, sin embargo, en el teatro de Cienfuegos nada de la crítica contra la «generación del crimen laureado», ni mucho menos, alabanzas paralelas a la dedicada al carpintero Alfonso. Pero de esa diferencia en el nivel crítico no debemos extraer, en nuestra opinión, conclusiones que vayan mucho más allá del diferente techo que la censura, o la misma autocensura derivada del cumplimiento de una preceptiva clásica que delimitaba los ámbitos temáticos según los géneros, ponía para el teatro y la poesía. Cienfuegos se nos muestra, pues, como un autor plenamente coherente en el pensamiento que con irregular acierto expresó en todas sus obras. Seguiremos prefiriendo sus poesías a las tragedias aquí comentadas, porque la estética es lo único que sostiene eficazmente la memoria de un autor, pero la preferencia no debe significar el olvido.