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ArribaAbajoGaldós entre el lector y los personajes

Francisco Ayala


Han sido varias, aunque no muchas, las veces que, a lo largo de mi carrera, he publicado opiniones o apreciaciones acerca de Galdós. La última, un reciente estudio sobre los narradores en las novelas de la serie Torquemada, que dedico en homenaje a Joaquín Casalduero. La primera fue, si no me equivoco, un artículo de 1943 en La Nación de Buenos Aires, escrito con ocasión del centenario, que entonces se celebraba -y no, por cierto, en España, donde su nombre era por aquellas fechas nefando- del nacimiento de nuestro mayor novelista.

Quisiera comenzar hoy trayendo a colación ese remoto artículo mío porque, transcurrido ya más de un cuarto de siglo, no deja de presentar algún interés (ahora que con tan unánime glorificación se conmemora el cincuentenario de su muerte) el modo cómo en aquel entonces hube de enfocar su imponente figura; un interés que pudiéramos llamar histórico. «Cuando pasado el juvenil afán que descubre continentes nuevos en un leer insaciable y sin discernimiento -decía yo en aquella época todavía próxima a los entusiasmos de la vanguardia- quise, apenas remansado el frenesí de las lecturas definir mi conciencia literaria en una postura activa de estética beligerancia, prevalecía en los medios intelectuales españoles un juicio desfavorable hacia Galdós. Este juicio -añadía yo- había sido formado por la generación del 98», y aunque impugnado con vigor por algunos miembros de la generación siguiente: Pérez de Ayala, Marañón, concordaba con las actitudes impuestas a los grupos juveniles por sus convicciones teóricas y su fiebre renovadora.

Pero entre los entusiasmos vanguardistas de mi generación y el momento en que, exiliado ya, escribía yo mi artículo en Buenos Aires, había tenido efecto la guerra civil española y estaba en curso la segunda guerra mundial, operando un cambio de clima espiritual en donde muy pronto prosperaría el existencialismo literario. Era, pues, un momento de crisis, y sin duda que mis palabras la reflejan. En conjunto, el artículo tendía a colocar la apreciación de Galdós en el terreno que por derecho le pertenece, descartando los valores del «estilo», entendido éste en su aspecto superficial en cuanto selección y arreglo de las palabras con vistas a sus valores cromáticos y musicales, para insistir en las calidades propias del novelista. Pero, no obstante poner todo el peso en aquello que realmente constituye la grandeza de Galdós: «el complejo de significaciones estéticas donde arraiga el género literario 'novela'», quise todavía, con típico celo, encontrar compensadas las caídas de su prosa por «hallazgos de estilo y, sobre todo, de imagen, donde la corriente fácil, suelta y continua del discurso se detiene complacida en un juego lleno de encanto. Muchos de esos hallazgos -agregaba yo- consentirían, dada su consistencia, ser aislados, extraídos del contexto en que se encuentran, segregados, substantivados, y entonces habrían de resplandecer en su valor absoluto. ¡Qué suma poética no hubiera podido componerse con esos materiales, que en insospechadas concreciones imaginistas, arrastra como al descuido la densa prosa del narrador!» Y así en adelante. Como puede advertirse, tenía yo empeño en destacar esos valores artísticos muy preciados para mí, que después de todo no son sino accidentales en la creación galdosiana.

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Lo importante es que en opinión mía -y supongo que en la de todo el mundo, en la opinión literaria general- Galdós había salido ya de la zona de lo controversial para quedar instalado de lleno en una posición inconmovible donde, en lugar de sometérsele a las estimaciones oscilantes de gustos y escuelas, se hace necesario que el crítico ajuste sus personales juicios a los cánones implícitos en su obra. Lo cual no impide, claro está, que cada cual explore en ella las parcelas o aspectos que para su propio interés resulten más significativos, y busque en los modelos ofrecidos soluciones o siquiera aproximaciones a los problemas particulares de su propio tiempo. Esta es, precisamente, la virtud de los clásicos, esta es la condición que les confiere clasicismo: que, con riqueza al parecer inagotable, dan respuesta a las demandas cambiantes de diferentes épocas y dicen algo a muy diferentes sensibilidades, consintiendo la prueba de los más variados puntos de vista. Y, a decir verdad, la enorme magnitud de la producción galdosiana y la diversidad de sus contenidos se presta a un trabajo de exégesis en el que no se estorban ni tienen por qué competir, antes bien, pueden cooperar muchos estudiosos.

Por razones que no son del caso, y seguramente muy circunstanciales, la atención que yo le he prestado en mis estudios destinados al público no ha sido demasiado asidua, pero debo decir que no hay vez en que vuelva a sus libros (y lo hago con frecuencia, tanto por gusto como por profesional obligación) que no encuentre la recompensa de nuevas vislumbres e incitaciones. Así, este mismo año, la película de Luis Buñuel basada en Tristana me ha llevado hacia la novela, y esta lectura reciente ha despertado en mí impresiones y suscitado reflexiones que no me habían ocurrido antes. (Dicho sea entre paréntesis: puesto que comencé aludiendo al contraste entre las teorías vanguardistas de mi juventud y el espíritu «garbancero» que se atribuía a don Benito, ¿no es de veras curiosa la devoción -pudiera decirse, incluso, la obsesión- del superrealista Buñuel, el autor de Le chien andalou y L'age d'or, con el realista mundo galdosiano? Acerca de ello habría que decir mucho más de lo que cabe en una anotación incidental. Quede tan sólo apuntado que el superrealismo de nuestro cineasta quizá no sea tanto resultado de teorías o lecturas, o de un espíritu de los tiempos, o de la influencia de sus coetáneos, como una reacción de crudo y brutal españolismo, de radical casticismo cerrado al exterior, por cuyo lado se explicaría la sorprendente simbiosis de este intuitivo con aquel reflexivo y sereno observador de la vida hispana.) Pues bien, volviendo ahora a Tristana, la novela -a la que en el fondo le es bastante ajena la película en ella inspirada-, mi lectura última me ha descubierto en esta obra, no por cierto una de las mejores de su autor, el intento deliberado -más deliberado y sistemático que en ninguna otra- de superponer a los materiales de la existencia cotidiana que trata de representar según el módulo realista un revestimiento de literatura lo bastante fuerte como para imprimirle forma y prestarle carácter.

Tristana, título de la obra, es ya para empezar el nombre que a la heroína impuso la fantasía de su madre, dama «con ciertas puntas y ribetes de literatura de buena ley», que «detestaba las modernas tendencias realistas»: «Su niña debía el nombre de Tristana a la pasión por aquel arte caballeresco y noble, que creó una sociedad ideal para servir constantemente de norma y ejemplo a nuestras realidades groseras y vulgares». Es pues la muchacha, al menos en cuanto a su nombre (pero en alguna medida también su carácter corresponde al significado de éste) una creación del delirio quijotesco de su progenitora, quien a través de sus preferencias literarias se identifica con una sociedad ideal que debiera superponerse a las realidades del presente, y quiere   —7→   simbolizarla en la criatura de sus entrañas. Ésta, Tristana, aparece así como proyección de una mente enferma, extraviada por aquellos libros que volvieron loco a Alonso Quijano.

A su vez, el protagonista, conocido por don Lope de Sosa, es también un trasunto literario: viene a rellenar por lo pronto la silueta que había trazado en hueco la famosa Cena jocosa de Baltasar del Alcázar: En Jaén, donde resido, / Vive Don Lope de Sosa / Y direte, Inés, la cosa / Más brava de él que has oído... Como nadie ignora, tras de la copiosa cena con sus espléndidos bodegones el sueño hará que el cuento se quede para mañana, y lo único que hemos sabido al terminar el poema es que Tenía este caballero / Un criado portugués: nada más. En ningún momento nos declara Galdós que su don Lope de Sosa sea el de la conocidísima composición de Alcázar, antes quiere despistarnos hablando de teatro y de romances; pero no deja sin embargo de ofrecernos algunas claves sutiles. Hacia el final de la novela, el tronado caballero recibirá auxilio económico de sus primas, «que en Jaén residían»; y ya antes, en una conversación de Tristana con su nuevo amante, Horacio, ha intercalado ella: «-Pues direte, Inés, la cosa... Oye». ¿Quién podrá dudar de que el personaje galdosiano -en parte por su propio capricho de cambiar en Lope su familiar López, y en parte por el capricho burlón de sus amigos, que han añadido al disfrazado patronímico ese apodo «de Sosa»- es una encarnación literaria del fantasmal caballero de Jaén? Pues -recordémoslo- en la novela ese nombre resulta ser un postizo: «... dijéronme que se llamaba don Lope de Sosa, nombre que transciende al polvo de los teatros o a romances de los que traen los librillos de retórica; y, en efecto, nombrábanle así algunos amigos maleantes; pero él respondía por don Lope Garrido. Andando el tiempo supe que la partida de bautismo rezaba don Juan López Garrido, resultando que aquel sonoro don Lope era composición del caballero, como un precioso afeite aplicado a embellecer la personalidad; y tan bien caía en su cara enjuta, de líneas firmes y nobles, tan buen acomodo hacía el nombre con la espigada tiesura del cuerpo, con la nariz de caballete, con su despejada frente y sus ojos vivísimos, con el mostacho entrecano y la perilla corta, tiesa y provocativa, que el sujeto no se podía llamar de otra manera. O había que matarle o decirle don Lope». Pero si este apelativo conviene a la catadura un tanto caricaturesca del personaje, vamos a ver cómo todavía concurren en él también los rasgos de otras criaturas literarias, igualmente sugeridos en su nombre. Dejando aparte la variante maliciosa de don Lepe que, en juego con Lope, le da su criada Saturna para aludir a la listeza que le atribuye («más listo que Lepe», suele decirse), o acaso en la intención del autor para indicar su transformación de «lobo» en «liebre», observemos que, según la partida de bautismo, nuestro hombre se llama Garrido. Este apellido, como con tantísima -quizá excesiva- frecuencia ocurre en las obras de Galdós, sirve para caracterizar o descubrir al personaje, delatando alguna cualidad suya («garrido» equivale a «galano», según enseña la Academia); mientras que el nombre de pila, don Juan, viene a afiliarlo en la progenie de un muy ilustre héroe poético: Don Juan Tenorio. En efecto, nuestro don Lope es un don Juan; y las notas de su carácter, tal como se desprenden del texto de la novela, se ajustan -hechas las convenientes adaptaciones- a las del prototipo de Tirso. «Sin ninguna ocupación profesional», don Lope era «gran estratégico en lides de amor, y se preciaba de haber asaltado más torres de virtud y rendido más plazas de honestidad que pelos tenía en la cabeza». (Más adelante oiremos a Tristana referirse en conversación con Horacio a las historias galantes que, para encenderle la imaginación, su seductor le contara, ponderando: «¡Lo   —8→   de la marquesa del Cabañal es de lo más chusco!... El marido mismo, más celoso que Otelo, le llevaba... Pues ¿y cuando robó del convento de San Pablo, en Toledo, a la monjita?... El mismo año mató en duelo al general que se decía esposo de la mujer más virtuosa de España, y la tal se escapó con don Lope a Barcelona. Allí tuvo éste siete aventuras en un mes, todas muy novelescas. Debía de ser atrevido el hombre, muy bien plantado y muy bravo para todo».) Por supuesto, don Lope «aborrecía el matrimonio». Y todavía se perfila este carácter donjuanesco con un muy puntilloso sentido de la caballerosidad, o caballería, cuyas leyes interpretaba «con criterio excesivamente libre». «Para él, en ningún caso dejaba de ser vil el metal acuñado, ni la alegría que el cobrarlo produce le redime del desprecio de toda persona bien nacida»; pero «Si su desinterés podía considerarse como virtud, no lo era ciertamente su desprecio del Estado y de la justicia, como organismos humanos. La curia le repugnaba...» «Y no se crea que era irreligioso»... En suma, «Si no hubiera habido infierno, sólo para don Lope habría que crear uno, a fin de que en él eternamente purgase sus burlas de la moral, y sirviese de escarmiento...», etcétera.

Como bien puede advertirse, la figura del protagonista de Tristana está, pues, construida con materiales que la tradición ponía al alcance del autor, de modo que nuestro don Lope constituye, todo él, una alusión literaria. No se piense, sin embargo, que esta construcción del personaje ficticio sobre un modelo tomado de la literatura misma, aunque ello sea en forma tan deliberada y obvia como aquí se hace, implica desvío frente a la realidad, ni siquiera -aunque a primera vista pudiera parecerles- infidelidad o traición a los principios del realismo, sino tal vez un refinamiento mayor y una más resuelta penetración en la estructura misma de la vida humana que la novela trata de representar. Pues la literatura, la tradición literaria, se encuentra muy profundamente engranada en la experiencia práctica; más aún, contribuye en medida sustancial a organizar la vida en sociedad mediante los oficios de la imaginación, ya que ésta, operando en diversas vías, establece tanto los mitos colectivos portadores de valoraciones reconocidas y acatadas por el grupo, como los dechados de humanidad a que cada individuo pretende ceñirse. Así, don Juan López Garrido se inventa a sí mismo como «don Lope» (y sus amigos completarán esa invención apellidándole «de Sosa»), al asumir el continente y la conducta, la figura y el comportamiento de un tenorio; es decir, estiliza su personalidad de acuerdo con un modelo establecido y fijado en la mente colectiva por la tradición literaria, de igual manera que pueden hacerlo y lo hacen en la práctica de la vida real muchos sujetos particulares; de igual manera que, en un sentido amplio, debemos hacerlo todos, ya que la literatura ofrece una manifestación especializada de la imaginación colectiva. Referir a prototipos literarios sus personajes novelescos, según Galdós lo hace, no es, pues, privarlos de realidad, sino al contrario, calar hondo en la naturaleza social del hombre, orientado siempre por los patrones culturales vigentes en su comunidad.

En cuanto a Tristana misma, ya vimos para empezar cuál era el origen de su nombre. En el curso de la novela asumirá ella también otros que el humor cariñoso de Horacio extraerá para adjudicárselos del acervo poético: los de las heroínas dantescas Beatrice y Francesca (Frasquita, Paca, Panchita, Curra de Rímini, quien repetirá en ocasión oportuna «aquello tan sobado de nessun maggior dolore»).

No ya en labios de un personaje, o en su pluma, sino en la del narrador mismo, acude, tácita, otra cita de la Divina Comedia cuando, tras la primera que en la intimidad había tenido Tristana con su nuevo amante, nos dice el autor: «Y desde aquel día ya no pasearon más» (sus entrevistas habían sido hasta entonces peripatéticas), en   —9→   intencionada imitación del famoso verso: quel giorno più non vi leggemmo avante. Las alusiones literarias, no sólo al Alighieri sino también a otros varios poetas, pululan en la novela, y bien puede afirmarse que le imprimen un sello especial.

Desde luego que el procedimiento no es nuevo, ni tampoco excepcional en Galdós; ya en ocasión anterior hubimos de señalarlo, con referencia a Misericordia y a propósito de un personaje, el caballero Ponte, cuya figura responde claramente al prototipo literario establecido por el escudero del Lazarillo; y nada hay que decir acerca del reflejo de don Quijote, ubicuo en toda la extensión de la obra novelística galdosiana; sólo que en Tristana se destaca de un modo muy particular este encuadramiento de nuevas criaturas imaginarias en el marco de la tradición literaria, suscitando en nosotros algunas reflexiones sobre su alcance y consecuencias.

Ante todo, conviene notar que ello comporta una exigencia del autor frente a sus lectores, quienes no podrán captar por completo la intención de su proyecto a menos que sean capaces de penetrar las alusiones y percibir al trasluz las figuras literarias sobre las cuales ha sido montado. Así, por ejemplo, a quien desconozca la significación del verso citado en la historia de Paolo y Francesca se le escapará, al menos en parte, el sentido de la maliciosa parodia que de él hace Galdós cuando relata las relaciones entre Horacio y Tristana. El escritor da por supuesta la existencia de una comunidad de lecturas con su público, a falta de cuya comunidad la comprensión del nuevo libro que le entrega ahora resultaría deficiente y, en gran medida, fallida. Pero apenas hará falta insistir en que tal es, de cualquier manera y en términos generales, el supuesto de toda comunicación literaria. El poeta opera siempre sobre la base de una tradición que con él comparten los destinatarios de sus escritos, como han de compartir el resto de los valores culturales, empezando -claro está- por el idioma, en que uno y otros se encuentran integrados.

Lo notable en este caso es que, entre dichos valores culturales, y precisamente por lo que atañe al proceso de la creación artística, figuraba con gran relieve y prevalecía al tiempo de escribir Galdós la teoría del realismo, «las modernas tendencias realistas» detestadas por la madre de Tristana; y esa teoría preconizaba, en lo literario, no por cierto la imitación de los clásicos ni nada que se le parezca, sino muy al contrario la observación directa y descripción puntual de los materiales inmediatamente ofrecidos por la sociedad. Sin embargo, lo que hallamos aquí y nos parece digno de nota no es el hecho de que la obra galdosiana aparezca inserta dentro de la tradición literaria, como de todos modos hubiera tenido que estarlo aunque él no quisiera; lo interesante es que, en efecto, lo quiere, que invoca esa tradición en forma bien expresa y premeditada, colocando a sus lectores frente a la forzosidad de remitirse a ella como indispensable marco de referencias. Con esto, comprobamos una vez más aquí la actitud flexible de don Benito frente a las teorías literarias, que en ningún momento adoptará con seguridad dogmática. Pues, aun cuando alguna vez tomara, como es sabido que lo hizo, apuntes del natural para luego llevarlos al lienzo donde pinta la realidad, no por ello deja de componer ésta con los elementos de la fantasía poética incorporados a la mente colectiva. Y al efectuar esta combinación sigue las lecciones del modelo que nunca cesaría de estudiar durante su vida de novelista: Cervantes.

No hay duda: el recurso de presentar a sus criaturas imaginarias colocadas simultáneamente en dos, o quizá más de dos planos -el de la experiencia cotidiana y el de esa otra experiencia, privilegiada y decantada, que las estilizaciones poéticas del pasado nos suministran- tiene un inequívoco sello cervantino. Como en el autor   —10→   del Quijote, aunque no con tan asombrosa variedad ni sutileza tan rara, también en Galdós los nombres atribuidos a los personajes revelan con su incertidumbre y plasticidad la condición proteica de quienes los llevan, saltando siempre desde lo inmediato-concreto del hidalgo aldeano (o de la rica villana de Osuna) a los más diversos ámbitos de la fantasía literaria. Este salto del personaje puede darse en la descripción de su carácter ofrecida por el narrador, puede cumplirse en la interpretación de ese carácter que otros personajes hagan, y puede ser obra de la mente acalorada del personaje mismo. De todo ello hay muestras, según habrá podido advertirse, en el caso de don Lope de Sosa, como en tantos y tantos otros.

El procedimiento, con sus alucinantes posibilidades, da lugar a una relación muy compleja entre el autor y el lector a través de los seres ficticios que pueblan las páginas de sus novelas transitando de una en otra. En un reciente ensayo sobre la estructura narrativa he insistido en señalar con general alcance el fenómeno de la absorción que la obra de arte poética ejerce tanto sobre el autor como también sobre su lector, incorporándolos, ficcionalizados, al espacio imaginario en que dicha obra consiste, de modo que ambos pasan a ser, igualmente, personajes del cuento. Quizá los otros personajes, los propiamente dichos, cuyas vidas y acciones tejen la trama del relato (o de la pieza dramática, o del poema heroico) sean, como tantísimas veces acontece, figuras históricas de bien conocida biografía y perfil humano; quizá, aunque no los conozcamos, respondan en su pergeño a modelos reales que ha estudiado el autor; quizá éste, el autor mismo con sus condiciones y circunstancias verdaderas, se ha hecho sujeto de la narración como protagonista, como figura secundaria, o como mero espectador que observa y anota; pero en todo caso, sea Napoleón o sea don Benito Pérez Galdós, el ente de ficción animado en las páginas del libro se ha separado y diferenciado de cualquier hombre real. Con referencia a las novelas de este último, he mostrado en mi estudio sobre los narradores de la serie Torquemada que, en efecto, el «autor», aun el que funciona a la manera de un dios situado por encima de todas las limitaciones humanas, se inmiscuye dentro del campo magnético de la novela y entabla allí diálogo con el lector, haciéndole participar asimismo en el curso de la acción. Pues también el lector cumple una función esencial en la creación poética de la que es destinatario, y para cumplirla debe transformarse adquiriendo a su vez entidad ficticia, es decir, desprendiéndose de la contingencia de cualquier individuo particular que efectivamente lee o puede leer la obra en cuestión para quedar proyectado dentro de su marco, donde entabla contacto con el autor por referencia a los demás personajes. Así, he destacado en dicho estudio momentos en que el autor dialoga con sus lectores en un plano de realidad fingida a propósito de la muerte de un personaje ya conocido de ellos, cuya noticia les da disculpándose por hacerlo de sopetón; o bien los considera víctimas posibles y eventuales de las malas artes del implacable usurero...

Las novelas de Torquemada presentan las relaciones del narrador con sus personajes y, por mediación de ellos, con su lector, en una gran diversidad de caminos. Pero hay en el orbe novelístico de Galdós, tan variado en recursos, un caso particularmente curioso donde, con la elegancia de perfecta demostración matemática, queda muy de relieve la transformación de ese autor omnisciente en un personaje ficticio más. Me refiero a El amigo Manso, singularísima novela a la que Ricardo Gullón consagró un magistral estudio cuya dedicatoria le debo y agradezco. En tal novela, el autor ese que todo lo sabe y todo lo ve, que domina como demiurgo su propia creación, ha quedado al margen o, mejor dicho, aparece en el cuadro del relato traído de   —11→   la mano por el narrador principal, quien por su parte es -y expresamente se declara ser- un mero ente de ficción. Recuérdese: su primer capítulo, titulado «Yo no existo», elabora este aserto del epígrafe con las palabras iniciales siguientes, que de entrada resultan chocantes y tienen que sorprender en la pluma de un escritor «realista»: «Declaro -dice su personaje- que ni siquiera soy el retrato de alguien, y prometo que si alguno de estos profundizadores del día se mete a buscar semejanzas entre mi yo sin carne ni huesos y cualquier individuo susceptible de ser sometido a un ensayo de vivisección, he de salir a la defensa de mis fueros de mito...». «Soy -continúa diciendo- una condensación artística, diabólica hechura del pensamiento humano (ximia Dei)...»; «Quimera soy, sueño de sueño y sombra de sombra, sospecha de una posibilidad»... Enseguida va a aparecer el autor: «Tengo yo un amigo -agrega el personaje inexistente- que ha incurrido por sus pecados... en la pena infamante de escribir novelas... Este tal vino a mí hace pocos días, hablome de sus trabajos, y como me dijera que había escrito ya treinta volúmenes, tuve de él tanta lástima que no pude mostrarme insensible a sus acaloradas instancias. Reincidente en el feo delito de escribir, me pedía mi complicidad para añadir un volumen a los treinta desafueros consabidos». Etcétera. Según puede verse, se trata aquí de don Benito Pérez Galdós ficcionalizado, como es Miguel de Cervantes Saavedra quien, ficcionalizado, se pasea en el capítulo IX de la primera parte del Quijote por el Alcaná de Toledo. Y luego, al final de la novela, cuando el amigo Manso, protagonista-narrador, debe morir, acude de nuevo a los buenos oficios del autor omnisciente para informarnos de que «El mismo perverso amigo que me había llevado al mundo sacome de él... Hombre de Dios -le dije-, ¿quiere usted acabar de una vez conmigo y recoger esta carne mortal en que, para divertirse, me ha metido? ¡Cosa más sin gracia!...» Es decir, que el personaje se encara con el autor creador suyo para pedirle que lo mate.

¿No tenemos aquí ya, con pleno desarrollo, la original idea en que basaría Unamuno su «nivola» Niebla? Si mal no recuerdo, dos artículos había dedicado en su día Unamuno a comentar, bajo el título de «El amigo Galdós», esta novela de 1882, sin reparar en el artificio con que su trama está presentada y desenvuelta. Y Gullón destaca otros testimonios de la impresión que le había producido, aunque callara siempre el motivo básico de su interés. Cierto que Galdós no había dado a ese artificio la profundidad teorética ni la transcendencia filosófica que Unamuno había de infundirle, sino que lo empleó con humor ligero, muy según su personal temple; pero tampoco es menos cierto que, en cuanto técnica novelística, la relación entre Manso y don Benito es exactamente la misma que entre Augusto Pérez y don Miguel. (Detrás de ambos, claro está, se encuentra la confrontación de don Quijote en la segunda parte de su historia con las historias, verdadera y apócrifa, de sus hazañas aparecidas previamente.) Hasta podría afirmarse que, en un aspecto, hay mayor sutileza en el escritor canario que en el vasco; pues mientras éste no puede prescindir de imponernos su individualidad imperiosa hasta hacer de su personaje un monigote movido a discreción -de cuya flaqueza como novelista sacará su fuerza el filósofo-, aquél sabe echarse a un lado y prestarle al suyo autonomía, encomendando a su mediación el contacto del lector discreto con el no menos discreto autor. En el seno de la obra y por virtud suya -por su virtud estética- es donde ese contacto se entabla y adquiere eficacia significativa.

Otro ejemplo muy notable de aparición de un personaje por vías inesperadas y nuevas, entre los varios que pudieran extraerse del mundo galdosiano, es el que, en Misericordia, nos ofrece el caso de don Romualdo. Como todo el mundo sabe, este   —12→   sujeto había sido una invención de la protagonista, Benina, quien, para disimular sus actividades mendicantes y justificar la procedencia de sus frutos ante su ama, doña Paca, «armó el enredo de que le había salido una buena proporción de asistenta, en casa de un señor eclesiástico alcarreño, tan piadoso como adinerado. Con su presteza imaginativa bautizó al fingido personaje, dándole, para engañar mejor a la señora, el nombre de don Romualdo». Más adelante la misma Benina pensará en don Romualdo y su familia como en seres reales, «pues de tanto hablar de aquellos señores y de tanto comentarlos y describirlos había llegado a creer en su existencia. '¡Vaya que soy gilí! -se decía. Invento yo al tal don Romualdo, y ahora se me antoja que es persona efetiva y que puede socorrerme'». Pero he aquí que, avanzada la novela, un día, el día menos pensado, cuando regresa a casa, le dice doña Paca: «Que ha estado aquí don Romualdo». Pronto sentirá Benina que «lo real y lo imaginario se revolvían y entrelazaban en su cerebro»: la invención de su mente se ha concretado y va a aparecer ahora en carne y hueso (carne y hueso de ficción) trayendo la buena nueva, es decir, la noticia de esa herencia que sacará de penas, fatigas y miserias a la familia. Don Romualdo es, pues, una figuración de la fantasía de un personaje ficticio que se materializa y adquiere cuerpo en el mismo nivel de realidad imaginaria donde viven y se mueven los demás personajes de la novela; es un infundio, pero un infundio que, desde la cabeza de quien lo concibió, pasará a entrar en el juego, introduciendo un factor autónomo capaz de alterar decisivamente el destino de las existencias individuales implicadas en la trama novelesca.

Nadie ignora que el tema de la fantasía como fuerza creadora, asociado muchas veces a la ceguera física y en contraste con ella, es uno de los más frecuentados por Galdós, en cuya pluma recurre siempre de nuevo. La misma Benina, en Misericordia, es para Almudena una belleza arrebatadora (como para Pablo, hasta haberse operado de la vista, fue Marianela belleza perfecta); y por cierto que el narrador calificará la aparición de don Romualdo de «maravilloso suceso, obra del subterráneo genio Samdai», esto es, del fabuloso rey de baixo terra en cuyos poderes cree el mendigo árabe. Pero en este último caso la creación de la fantasía resulta, por un lado, mucho más compleja de lo ordinario, pues surge, no en el autoengaño de la ilusión, sino en un deliberado engaño, aunque piadoso y bien intencionado, de Benina, al que, sin embargo, vienen a mezclarse luego ciertos estímulos del deseo ilusorio que ella trata de combatir con pensamientos sobrios: «No hay más don Romualdo que el pordioseo bendito...»; y por otro lado, la figura confeccionada en frío dentro de la mente de un personaje termina por incorporarse, tomar sustancia y convertirse ante sus propios ojos en personaje real, no en mera alucinación. Tampoco estamos aquí en presencia de ese tratamiento ambiguo que, de mano maestra, suele dar Galdós a las fantasías de sus personajes, colocándolas en el doble plano de la anomalía psíquica y de la verdad metafísica (piénsese, por ejemplo, en las conversaciones del niño Lusito Cadalso con Dios padre, en Miau), sino que esta vez se atiene a la que pudiéramos considerar explicación realista de los hechos, y sólo a ella, confiando a las contingencias del imprevisible azar, a una inverosímil aunque muy posible casualidad, a uno de esos golpes de teatro con que la vida nos sorprende en ocasiones, el hacer buena la mentira urdida por Benina. Pues resulta que don Romualdo existe de veras; y no sólo existe, sino que, además, viene en efecto a traerle a aquella pobre casa el bienestar soñado... La ironía está en que, para quien había inventado la mentira creyendo y no creyendo en ella, para la heroica y santa Benina, ese bienestar que su don Romualdo trae se mudará, como los tesoros del ciego Almudena, en amargo fruto de desengaño e ingratitud.   —13→   Estupenda sabiduría la de nuestro autor «omnisciente» que, con arte tan consumado y sin alarde alguno, hace brotar así un personaje de la cabeza de otro, que resultará a la postre inocente víctima de su propia creación.

Estas ligeras anotaciones apenas se proponen tocar, acá y allá, el asunto de la relación entre autor, personaje y lector en la imponente obra novelística de Galdós, quien, como todos los grandes clásicos, deja tela cortada para generaciones sucesivas de comentaristas y críticos.

Universidad de Chicago



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