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La fuerza dramática de Riaza se puso de manifiesto también en la escena española en 1985, cuando encarnó a Bernarda Alba.
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La fuerza arrolladora de la melodía que toca «Il matto» en el violín y que la enamorada Gelsomina aprenderá en su trompeta, en su intento de crear el hilo invisible que la una para siempre al maromero que encarna la poesía, sólo puede encontrar un paralelo literario en la melodía de Vinteuil que inspira los amores de Odette y de Swann en el primer volumen de A la recherche du temps perdu, de Proust, y que muchos imaginamos como el motivo obsesivo del último movimiento de la sonata en do mayor de César Franck.
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Según Eidsvik (174), «Bufluel quietly reversed the thesis of the novel that people will adjust happily to just about anything and thus indirectly attacked the most fundamental assumption of repressive regimes such as Franco's. Galdós built a novel, and Franco a government, on the belief that people can be made to like almost anything. Bufluel's film demonstrates that adaptation to repression leads to perversion and murder».
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Me refiero a Joan Connelly Ullman y George Allison. El precursor en esta consideración de Galdós como «psiquiatra» es José Schraibman. Por mi parte, en La gestación de «Fortunata y Jacinta»: Galdós y la novela como re-escritura, abordo la novela desde las perspectivas tanto freudiana como jungiana.
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Barbieri, quien fundara el Teatro de la Zarzuela de Madrid, estrenó El barberillo de Lavapiés en 1876. El detalle de incluir una escena de la zarzuela en el octavo capítulo de la serie manifiesta el empeño de Mario Camus por lograr la creación de la atmósfera decimonónica madrileña en su versión fílmica de la novela; recordemos que la historia de las dos casadas termina en abril de 1876: Fortunata muere el 18 y pocos días después Maxi ingresa en Leganés.
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Los límites de espacio sólo me permiten esbozar breves comentarios sobre algunos de los demás personajes. El Juanito televisivo no ofrece contraste marcado con el original, pero Barbarita ha dejado de ser la matrona apetitosa que codiciara el narrador (1: 142). Se ha perdido la alegría de su matrimonio con don Baldomero, que sirve en la novela para marcar un contraste brutal entre la dicha de los padres y la desgracia de los hijos. Estupiñá conserva su simpatía y su sumisión lacayuna a la voluntad de los Santa Cruz, pero ha perdido su «árabe de pico», aunque, si bien no lleva su bastón con puño de cotorra, sí gasta el perfil de tal ave.
La caracterización de doña Lupe, a cargo de la veterana actriz, María Luisa Ponte, quien recientemente hiciera con Paco Rabal una filigrana de cortometraje entre dramático y paródico, Ni contigo ni sin ti, es magnífica. La Ponte, quien ya había hecho el papel para Fortunata y Jacinta de Fons, conserva sin menoscabo la fusión entre tiranía y ternura del original, así como el humor de sus regaños épicos a Papitos y a Maxi. Pero ha pasado una década y tiene, no sólo más experiencia, sino una edad más adecuada para el papel que la que tenía cuando lo realizara para la película. Nicolás Rubín, grueso y poco limpio, está bien caracterizado, pero Juan Pablo pierde mucho, pues las escenas de las tertulias de café escasean. Con ellas desaparece el humor del narrador, quien, con la ayuda de alguna placera, glosa en el original los disparates y las fanfarronerías políticas que profiere con gran solemnidad el aspirante al «turrón alfonsino». En cuanto a Moreno Isla, aunque Camus se interesa por explorar su enamoramiento platónico de Jacinta, la traslación de códigos obliga a perder su memorable monólogo interior (2: 342-44), aquél en que se pregunta por qué querrá tanto a «esa mona», y si a ella no se le habrá ocurrido quererlo alguna vez.
Fernando Fernán Gómez logra un Feijoo cabal, que inicia el «curso de filosofía práctica» en el arte de «vivir» que ha de dictar a Fortunata en una escena inolvidable que no figura en el original: bailando un chotis con tierna complicidad, a los acordes de la música del organillo que no es otra cosa que la calle entrando por la ventana. Por su parte, Paco Rabal, quien protagonizó de manera magistral Los santos inocentes, logra un Izquierdo memorable, aunque más chusco que modelo de pintores.
La Mauricia «la Dura» de Charo López y el Maxi de Mario Pardo son las caracterizaciones mejor logradas de la serie. Charo López da la cualidad salvaje y primitiva del personaje, precisamente lo que le falta a la Fortunata de Ana Belén. Insuperable su diálogo con Sor Marcela, piropeando mimosa desde el encierro de una celda a la monjita coja para que le conceda un trago de jerez, así como los vituperios a las monjas y «los curánganos de babero» de su delirio alcohólico. Magnífico demonio tentador, que desde su lecho de muerte le dice a Fortunata que no es pecado querer a quien le sale a una «de entre sí». El sueño sacrílego, cargado de simbolismo pre-freudiano, que leemos en el original, se trueca en el capítulo VIII de la serie en delirio sacrílego de la vigilia: Mauricia, con Fortunata como testigo mudo y atónito, despierta de noche y va al sagrario, a sacar el cáliz y comerse las hostias, mientras le habla al niño Dios.
Por su parte, Mario Pardo es tan perfecto en su encarnación de Maxi que difícilmente releeremos la novela sin imaginarlo en el papel. La estampa física, la torpe timidez, la trágica pasión impotente (en el capítulo octavo de la serie se insinúa el problema tras la falta de culminación de las caricias en la cama entre él y su mujer), la voluntad férrea, su deterioro psicológico (obsesión del honor, ataques de celos, misticismo, manía de la lectura, delirio de persecución, pérdida de la memoria: capítulo noveno de la serie), todo ello está en el Maxi de Camus. Falta, desde luego, y aquí echamos de menos otra vez al narrador, la visión cervantina de su locura, la oscilación que se da en la novela entre la certeza de su razonabilidad y la convicción de su enajenación. En el original tenemos, a fin de cuentas, a un loco-cuerdo. La novela televisiva termina, como la Fortunata y Jacinta original, con sus palabras: «No encerrarán entre murallas mi pensamiento. Resido en las estrellas. Pongan al llamado Maximiliano Rubín en un palacio o en una cuadra... Lo mismo le da». Camus y López Aranda, como guionistas, han cambiado en dos detalles el pasaje: han sustituido la palabra «muladar» por «cuadra» y han añadido «le» a «Lo mismo da». Este último cambio, aunque parezca nimio, es desafortunado. Pues apunta tan sólo a Maxi, a su falta de voluntad, a su entrega a lo que el destino quiera hacer con él. Mientras que «Lo mismo da», en su impersonalidad, puede apuntar también a la sinrazón del mundo, y da paso al perspectivismo cervantino al convertirse en clave de lectura de la singular novela: hay, por lo menos, dos formas de leerla, y ambas son legítimas. Como lo he explicado en otro lugar, en el caso de Fortunata podemos leer tanto su fracaso social como su triunfo moral; en el de Maxi, tanto su locura como su cordura.
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Turner vuelve al tema en el segundo capítulo de su reciente libro, Benito Pérez Galdós. Fortunata y Jacinta.
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Y a la vez propone la dialéctica entre Eros y Thanatos. Cito la coplilla de la edición de Consuelo Berges (377-78):
(Mi traducción: «Frecuentemente, el calor de un bello día/ hace soñar a la niña en el amor./ Para amontonar las espigas que siega la hoz,/ mi Nanette se inclina/ hacia el surco que nos las ofrece./ Sopla fuerte el viento ese día,/ levantando las cortas enaguas».)
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This study has grown out of a series of conversations with my colleague, Chad C. Wright, whose recent studies on Tristana have greatly stimulated my interest in the novel and provided insights that have been invaluable for understanding the subversive processes at work. The preliminary results of my research were presented at the XVIIth International Congress of the Arthurian Society in Bonn in July, 1991)
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Noting the relatively recent entry of Tristana into the Galdós «canon», Boudreau attributes the surge of interest in the novel to Buñuel's 1970 film adaptation, to feminism, and to «the current appreciation of indeterminacy for its own sake» (120).