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ArribaAbajoAburrimiento y erotismo en algunas novelas de Galdós

Gonzalo Sobejano


En el prólogo a la traducción española de uno de los más bellos libros que sobre el amor existen, El Collar de la Paloma, del hispanoárabe Ibn Hazm, hacía Ortega y Gasset una advertencia muy conveniente. «Suponer -declaraba- que un fenómeno tan humano como es amar ha existido siempre, y siempre con idéntico perfil, es creer erróneamente que el hombre posee, como el mineral, el vegetal y el animal, una naturaleza preestablecida y fija, e ignorar que todo en él es histórico.» «Aun el más básico de todos [los instintos], que es el de conservación, aparece complicado con las más abstrusas creaciones específicamente humanas, como el honor, la fidelidad a una creencia religiosa, la desesperación, que llegan inclusive a suspender su funcionamiento. Esta coalescencia de lo natural con lo cultural hace irrecognoscible al instinto, lo convierte en magnitud histórica que nace un día para desaparecer otro, y entremedias sufrir las más hondas modificaciones».1

Dejando a un lado las variedades del amor según los temperamentos y las naciones o según los tipos de motivación, sobre todo lo cual escribió con tanta agudeza Stendbal (autor de aquella división en cuatro especies: amor-pasión, amor-gusto, amor-físico, amor de vanidad), bastará, desde un punto de vista histórico, recordar algunos calificativos cuyas connotaciones de época huelga precisar: amor pagano, amor platónico, amor udrí, amor cristiano, amor cortés, amor sensualista del siglo XVIII, amor romántico... No, no sólo difieren en su modo de amar el sanguíneo y el melancólico, el mediterráneo y el escandinavo, Don Juan y Werther, sino que además la cultura de cada época modifica más o menos profundamente las actitudes, los motivos, las formas y el lenguaje de los seres que se aman.

El sistema de sentimientos de una época rara vez consigue trasmitirlo a la posteridad el historiador, más experto en hechos y en ideas que en formas de sensibilidad. Pero la literatura es seguramente la función cultural que mejor suple esta deficiencia, y dentro de la literatura, por su más vasto radio de captación de la vida social, la novela.

Asombra que todavía no se haya dedicado un estudio particular al concepto y sentimiento del amor en una obra novelesca tan extensa y variada como la de Galdós. En su sentido propio, el amor es caridad (amor a Dios y al prójimo), es deseo (atracción sexual) o es deseo perfeccionado en caridad. En las novelas de Galdós tienen poderoso relieve estos amores. Ningún novelista español de su tiempo abordó con tanta asiduidad y hondura el amor de caridad (Doña Perfecta, Gloria, León Roch, Ángel Guerra, Nazarín, Halma, Misericordia); ninguno supo como él presentar los complejos matices de la inclinación erótica: en las fases de enamoramiento, pasión y consolidación (o disolución), en sus enlaces con la vida social y en sus distintos grados de valor, desde el nivel del instinto (Tormento) hasta la cumbre de la adoración ideal (Marianela), pasando por el amor-pasión, el amor de vanidad, el cariño conyugal, la confianza, etc.

Quisiera sólo llamar la atención sobre un aspecto poco considerado, según creo, en los estudios que acerca de Galdós conozco: la relación, muy sintomática de su época, entre el aburrimiento y la aventura erótica.

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Podría definirse el aburrimiento como la tonalidad afectiva deprimida que procede de la hartura y conduce a una especie de odio pasivo. Formado de saciedad y enojo, el aburrimiento significa impotencia para comprometerse. El aburrido, incapaz de comprometerse en un proyecto trascendente, trata de escapar a su aburrimiento por medio de la aventura. En la aventura -sea mortal, estética o amorosa- intenta recuperar lo perdido: el entusiasmo.2

La relación entre aburrimiento y aventura erótica, que apenas apunta en alguna novela anterior como La Pródiga de Alarcón y El señorito Octavio (caps. IV y VII) de Palacio Valdés, ambas de 1881, aparece por vez primera, dentro de la obra de Galdós, con Lo prohibido (1884-85) y se da también en Fortunata y Jacinta y en La incógnita y Realidad. Por las mismas fechas que Lo prohibido salen a luz otras novelas donde el aburrimiento ostenta una presencia primordial: La Regenta (1884-1885) y El Cisne de Vilamorta, de 1885.

De sobra conocida es la intensidad del tedio romántico tan próximo a la desesperación (Byron, Chateaubriand). Pero el aburrimiento, que no es exactamente lo mismo, cobra importancia literaria más tarde (Schopenhauer, Baudelaire, Flaubert), cuando se quiere revelar la presión del medio ambiente sobre un carácter pasivo, sobre una personalidad débil. No es extraño, por tanto, que Galdós cuente con el aburrimiento como factor de la conducta por los años en que más cerca se halla del naturalismo, años que son también aquellos en que más se acusa la uniformidad y mediocridad de la España de la Restauración. En otra restauración, anterior y de consecuencias muy parecidas, habían surgido las primeras novelas de la desilusión o del romanticismo antirromántico: Le rouge et le noir, La Chartreuse de Parme, Lamiel. ¿Y qué es Madame Bovary sino el suicidio del romanticismo reducido al ámbito de la impotencia absoluta? La vida de Emma Bovary es fría como un granero cuyo tragaluz da al norte. En los rincones de su corazón, a la sombra, teje su cendal la araña silenciosa del aburrimiento. Nada sucede. El porvenir es un pasillo negro con una puerta cerrada al fondo. Madame Bovary, como después Mallarmé, ha leído todos los libros. Mira caer la lluvia, oye sonar las campanas en la tarde dominical. A las horas de comer siente subir del fondo de su alma, como el vaho de la sopa, oleadas de desabrimiento. Condensa en su mediocre marido el odio caudaloso resultante de sus hastíos, y la medianía doméstica la empuja a fantasías lujosas, y la ternura matrimonial a deseos adúlteros: «lo que vivía y lo que imaginaba, sus ansias de placer que se dispersaban, sus proyectos de felicidad que crujían al viento como muertos ramajes, su virtud estéril, sus esperanzas caídas [...] todo lo recogía, todo lo tomaba y con todo calentaba su tristeza».3 De este laberinto trata de escapar la desgraciada Emma entregándose a la aventura erótica, sin encontrar nunca el agua necesaria a su sed. A pesar de la actitud objetiva del narrador y del final catastrófico de esta historia provinciana, es obvia la identificación de Flaubert con Emma Bovary, como es obvio que la derrota de ésta posee un significado de glorificación -tenebrosa- del anhelo insaciable.

Lo mismo que Flaubert, y no por mimetismo sino por verdadera congenialidad, Leopoldo Alas supo captar en La Regenta, al nivel más profundo, la relación entre el aburrimiento y la aventura erótica. Las raíces fisiológicas del aburrimiento, su flora subconsciente y su contraste con la ilusión aventurera, dudo que hayan sido plasmados por otro escritor tan prodigiosamente como por Clarín en el capítulo XVI de su inolvidable novela. Es el capítulo que abre la segunda parte. Noviembre. Tarde de Todos los Santos. Ana Ozores está oyendo doblar las campanas y pensando en la llegada de «otro invierno húmedo, monótono, interminable, que empezaba con el clamor de   —5→   aquellos bronces». En el comedor, tiene ante sus ojos la cafetera de estaño, la taza y la copa en que su anciano marido había tomado café y anís (anís, la bebida burguesa, azucarada). Sobre el platillo de la taza medio puro apagado yacía, y su ceniza formaba «repugnante amasijo impregnado del café frío derramado»: frío porque ha pasado tiempo desde que don Víctor se marchó dejando sola a Ana; derramado tal vez por la prisa de partir al casino o tal vez por la mano temblona del viejo. «Todo esto miraba la Regenta con pena, como si fuesen las ruinas del mundo». Y sobreviene entonces una comparación insólita, un símil que degrada a una persona a objeto de consumo: Ana -piensa ella misma- es un cigarro que su marido no puede fumar entero, y, como el cigarro a medio fumar ya no puede ser fumado por otro, Ana se siente una mujer que no puede ser para otro. El puro cuya ceniza formaba repugnante amasijo con el café frío derramado es Ana, cuya vitalidad se hunde difusamente en la desolada tarde de otoño. Y las campanas sonaban con la terrible promesa de no callarse, descargando sus martillazos con una maldad «impune, irresponsable, mecánica». Absueltas las campanadas de toda virtud musical y religiosa, son golpes que evocan más que una catedral una fragua. Ese ruido adquiere una potencia moral: la maldad, sin causa ni fin, fatal, universal. Trifón Cármenes, periodista de la ciudad, había parafraseado el efecto de aquellos martillazos en el bronce apelando a lugares comunes de la seudopoesía convencional: «fúnebres lamentos» los había llamado en el periódico que ahora la criada «acababa de poner sobre el regazo de su ama». El regazo de Ana, que esperaba un hombre, un hijo, recibe un periódico. Y la dama piensa, con el narrador, que va tutelando sus divagaciones en estilo indirecto libre; la dama piensa que aquellos martillazos no eran fúnebres lamentos, no hablaban de la tristeza por los muertos, sino de la tristeza de los vivos envueltos en mortal letargo. «Tan, tan, tan», escribe en onomatopeya vulgar el narrador, y sigue, como en un eco; «¡Cuántos, cuántos!», y añade, como un aguafiestas del casino de Vetusta: «¡y los que faltaban!» «¿Qué contaban -se pregunta- aquellos tañidos? Tal vez las gotas de lluvia que iban a caer en aquel otro invierno». Nos encontramos en plena atmósfera soliloquial, estilo que va a dominar la primera mitad del capítulo, del que no haré más larga glosa. Baste decir que la Regenta sigue meditando y recordando, abrumada por la gris pesadumbre del fastidio, hasta que desde el balcón ve aparecer a don Álvaro Mesía, jinete en soberbio caballo blanco: «Toda Vetusta se aburría aquella tarde, o tal se imaginaba Ana por lo menos; parecía que el mundo se iba a acabar aquel día, no por agua ni fuego, sino por hastío, por la gran culpa de la estupidez humana, cuando Mesía, apareciendo a caballo en la plaza, vistoso, alegre, venía a interrumpir tanta tristeza fría y cenicienta con una nota de color vivo, de gracia y fuerza. Era una especie de resurrección del ánimo, de la imaginación y del sentimiento la aparición de aquella arrogante figura de caballo y caballero en una pieza, inquietos, ruidosos, llenando la plaza de repente. Era un rayo de sol en una cerrazón de la niebla, era la viva reivindicación de sus derechos, una protesta alegre y estrepitosa contra la apatía convencional contra el silencio de muerte de las calles y contra el ruido necio de los campanarios».

Ha sido conveniente traer a la memoria Madame Bovary y La Regenta porque sus autores hicieron sentir con penetración insuperada la fuerza material y el alcance metafísico del aburrimiento, manando de las cosas hacia el alma y efundiéndose del alma a las cosas. En esa tarde de Todos los Santos tiene su punto de arranque la aventura de Ana Ozores y el centauro Mesía; aventura que, como en el caso de Emma Bovary, conduce a la catástrofe. A pesar de lo cual se advierte que Leopoldo Alas también se identifica íntimamente con el anhelo inacabable de su criatura, con el hambre de   —6→   plenitud que la atormenta. En un estudio paralelo de ambas novelas, Sherman Eoff subrayó con acierto su comunidad temática: la carga que representa el mundo material y el fracaso del amor como medio de liberación. Emma y Ana sufren la incapacidad para experimentar la realidad divina consciente y emocionalmente.4

A primera vista se diría que Galdós no cala tan hondo en los sustratos del aburrimiento. Características de Galdós en el modo de tratar este factor emocional me parecen la tendencia a ponerlo más como origen que como consecuencia de la aventura erótica y la tendencia a superar moralmente la aventura, bien porque el personaje la abandone y se encauce hacia un proyecto trascendente, bien porque el lector extraiga del fracaso de la aventura una lección edificante (no una conmoción catártica). En general Galdós no se contenta con describir el aburrimiento: aspira a redimirlo o a castigarlo. Ante la realidad más negativa este novelista, pese a su firme realismo de contenido y de presentación, adopta en último término la actitud reformadora del misionero.

Recordaré brevemente los principales personajes galdosianos que van del aburrimiento a la aventura erótica creyendo hallar en ésta la curación de aquél.

José María Bueno de Guzmán, el héroe «pasivo» de Lo prohibido, mora en un Madrid ya aupado a cierto bienestar europeo. Es un Madrid urbanizado, de barrios prósperos, esplendor comercial y vivo movimiento financiero, en cuyos círculos burgueses y aristocráticos se echa de ver la importación de formas extranjeras, especialmente de Francia e Inglaterra. Rico, ocioso e hipocondriaco, José María pierde el apetito y el sueño y siente deseos de injuriar o pegar a sus visitantes. Se enamora de su prima Eloísa porque le gusta mucho (un capricho) y porque es ya de otro, dificultad que le excita y que justifica previamente el fracaso (Eloísa es «el bien que encontramos tarde»). Vive este sujeto como parásito sentimental del hogar de sus parientes, «bastante cerca para matar el frío, bastante lejos para que no me sofocara». Una segunda enfermedad, «manifestación del estado adinámico, carácter patológico del siglo XIX en las grandes poblaciones», le sume de nuevo en desazón, insomnios y antipatías invencibles, sólo aliviados por alguna distracción trivial y por la presencia de Eloísa, a quien juzga suya por el simple hecho de gustarle extraordinariamente. Movido a la aventura, piensa en huir, pero le parece una cobardía: «se me presentaba la ocasión de vencer o morir», dice el aventurero. Y en efecto se queda, y conquista la fruta prohibida. A pesar de algunas declaraciones del narrador, nunca se tiene la impresión de que ame a tal mujer, sino sólo de que está queriendo enamorarse de ella para romper la rutina, paladear el secreto y disfrutar de goces vedados. Pero la florescencia emocional dura poco tiempo, pues los despilfarros de Eloísa y sus jueves ceremoniosos le aburren. No se afianza el amor. Los espasmos de aritmética acaban con cuentas de amor, o viceversa. «Aunque parezca extraño y en contraposición a todas las leyes del sentimentalismo, yo deseaba ya que me dejase solo, pues me entraba súbitamente un tedio, un cansancio contra los cuales no podía lo espiritual que en mí iba quedando». Es este tedio el que conduce a José María a envidiar la dicha que otra prima, Camila, comparte con su esposo: «Cuando me encuentre aburrido en esta soledad, subiré a haceros compañía, a buscar un poco el calor en el fuego de vuestra felicidad.» Muerto el marido de Eloísa, ésta deja de ser fruta prohibida y la ilusión del enamoramiento anterior, ya declinante, se apaga por entero. «Desilusión», «vacío», «indiferencia», «empacho moral y físico» son términos que describen esta recaída en la hartura desamorada; «ira secreta», «anhelo de contradecir», «tristeza» denotan la parte que en el aburrimiento va tomando la repugnancia: «...mi frialdad no era obra de los malditos nervios, sino   —7→   que tenía su origen en regiones más profundas de mi ser. Se manifestaba principalmente en la falta de estimación y en que mis entusiasmos eran breves, siempre seguidos de aburrimiento y de amargores indefinidos». Cuando Eloísa, desfigurada por un tumor, requiere la compañía de su ex-amante, éste confiesa su aversión: «...en aquel momento la odiaba. Parecíame un sueño estúpido que yo hubiera querido a semejante mujer».

La aventura iniciada con Camila nunca se cumple por parte de ella, razón de más para que en él se intensifique la pretensión hasta los límites de la locura. Esta persecución en pos de la alegría y de la salud ofrece carácter muy semejante al antojo del niño o del convaleciente cuyo aburrimiento no remediado provoca la rabieta o la recidiva. Incluso cuando para consolarse de sus vanos asedios recurre el señorito a la idea del trabajo, éste se le aparece únicamente como medio de distraerse, no como dedicación a un fin traspersonal. Sólo la enfermedad última le purifica: reducido a silencio e inmovilidad, lega su cariño y sus bienes a la pareja que, por matar el aburrimiento, hubo tratado de desunir. Pero en rigor no es sólo este escarmiento lo que hace pasar a José María de la aventura erótica al proyecto caritativo: el enamoramiento de Camila, iniciado tan caprichosamente como el de su hermana, se había transfigurado ya en buen amor, en anhelo de compañía duradera, confianza y consolación. Lo prohibido constituye un excelente estudio de la tonalidad afectiva del aburrimiento como punto de partida hacia ese erotismo egoísta que mina a una sociedad cada vez más relajada. Lo que empuja al ocioso a conquistar mujeres casadas no es principalmente la apetencia moral del pecado ni tampoco la voluntad de valer (el mal entendido amor propio, la vanidad del triunfo): es el talante propio de un yo que, vacío de proyecto trascendente, intenta cubrir tal vacío mediante la aventura erótica para vengarse así, indirectamente, de esa sociedad de la que se sabe separado. Pero Galdós castiga al vengador, no sólo porque le lleva a morir como un perro, sino sobre todo por hacerle corregir el delirio aventurero en cariño sin respuesta, al principio, y en acción benéfica, al final.

En Fortunata y Jacinta hallamos dos personajes de parecida calaña: el inconstante Juanito Santa Cruz y el solitario Manuel Moreno Isla.

Juanito, hijo único de padres ricos, agraciado, simpático y brillante, vive en la más despreocupada ociosidad, alternando el amor libre y el matrimonial, pasando de Fortunata a Jacinta y de ésta a aquélla, o a otra. El ritmo alternante de su conducta, comparado con los relevos de revolución y orden de la España política, es presentado por el novelista en directa conexión con el aburrimiento. Juanito se encapricha de Fortunata, hembra popular capaz de sacarle del fastidio descubriéndole un mundo nuevo: juergas, toros, libertinaje, encanallamiento. Pero el hastío sobreviene, y aquella mujer le resulta tan odiosa como las palabras inmundas del pueblo. Casado ya con la discreta Jacinta, necesita la infidelidad no sólo a causa del cansancio de la esposa, sino con el fin de que ésta se le haga ajena y pueda volver a ella como quien principia nuevo amorío. «En épocas periódicas y casi fijas se hastiaba de sus correrías, y entonces su mujer, tan mona y cariñosa, le ilusionaba como si fuera la mujer de otro». La primera vez que retorna a Fortunata, lo hace llevado de curiosidad, por haber oído decir que la joven miserable de antes gozaba ahora fama de elegante aventurera. Pero se aburre de nuevo, siente «cansancio del pecado» y «hastío de la revolución»; y es entonces cuando empieza a gustarle su mujer lo mismo que si fuera «la mujer de otro». Fortunata le repugnaba ya, encontrábala nuevamente antipática, sosa, ordinaria, cursi, exenta de picardía erótica. Y, sin embargo, regresará a ella una tercera vez, porque desde hacía tiempo «notaba cierta sequedad en su alma, y ansiaba inmergirla en la   —8→   frescura de aquel afecto primitivo y salvaje, pura esencia de los sentimientos del pueblo rudo».

Incidentalmente, pero no sin realce, hay que advertir que si el aburrimiento induce a Santa Cruz a la deslealtad como amante, también le lleva a la crueldad como simple ser humano. Pocos ejemplos de crueldad en la novela española podrán compararse con aquel en que Juanito Santa Cruz, obligado a guardar cama por un catarro y deseoso de divertirse, ordena que sirvan al viejo, pobre y loco don José Ido del Sagrario dos chuletas, «gozando con la idea de ver comer a un hambriento». «Es el loco más divertido que puedes imaginar -dice a su mujer-. Verás como nos reímos... Cuando nos cansemos de oírle, le echamos». «A mí no me divierte esto -opinó Jacinta-. Me da miedo. ¡Pobre hombre! La miseria, el no comer le habrán puesto así». Pero Juanito, no contento con emborrachar de carne al desgraciado Ido, demanda la presencia de otro pobre hombre, Plácido Estupiñá: «Que venga -pide- para decirle: 'Lorito, daca la pata'». Mujeres y hombres quedan así degradados a la condición de objetos de diversión por el incorregible niño mimado. Los niños, bien sabido es, se aburren más que los mayores porque no pueden ver todavía esas relaciones de trascendencia (deber, proyecto, misión, obra colectiva) que rebasan el círculo de los instintos y pasatiempos egoístas (dormir, comer, jugar).

Más cerca de José María Bueno de Guzmán que de Juanito Santa Cruz está Manuel Moreno Isla, que surge en la novela Fortunata y Jacinta como un fantasma del aburrimiento incurable. Envejecido, cardíaco, soltero recalcitrante, querencioso de afectos que no halla en Londres y viene a buscar en las proximidades del hogar de Jacinta, Moreno Isla se mueve lentamente, socavado por el esplín, hacia la muerte. «Su persona tenía tal aire inglés, que quien le viera tomaríale por uno de esos lores aburridos y millonarios que andan por el mundo sacudiéndose la morriña que les consume». Reniega de España a cada paso, pero no logra amar a Inglaterra. Sin patria, sin familia, sin fe, sin plan, apenas halla otro incentivo que prendarse de mujeres casadas. «Estos solterones vagabundos y ricos -observa alguien- son así... Están viciosos, estragados, mimosos; y como se han acostumbrado a hacer su gusto, piden mediodía a catorce horas. Ahí le tienes ya, aburrido, enfermo; no sabe qué hacerse; quiere calor de familia y no lo encuentra en ninguna parte. [...] Y para mayor desgracia, se engolosina ahora con Jacinta. Lo que a él le enciende el amor es la resistencia; y las que tienen fama de honradas, le entusiasman, y las que sobre tener fama, lo son, le vuelven loco». Según él mismo reconoce en sus monólogos de ensimismado, todas sus aventuras han sido «el deseo corriendo detrás del fastidio». A última hora sólo le queda su silencioso amor a Jacinta: la quimera. En una de las escenas más sugestivas de la obra toda de Galdós, contemplamos a ese hombre morir a solas en medio de la noche (desierta la casa, desierto el barrio, desierta la ciudad) arrollado por la ola de su infinita tristeza. «Se desprendió de la Humanidad, cayó del gran árbol la hoja completamente seca, sólo sostenida por fibra imperceptible. El árbol no sintió nada en sus inmensas ramas.»5

El destino de Juanito no es menos duro que el de Moreno Isla. Éste se libera de su melancolía en la muerte. Juanito, en una especie de «contrapasso» dantesco, es condenado al aburrimiento sin salida. Jacinta ha acabado por perderle la estimación: «No ser nadie en presencia de su mujer, no encontrar allí aquel refugio a que periódicamente estaba acostumbrado, le ponía de malísimo talante. Y era tal su confianza en la seguridad de aquel refugio, que al perderlo experimentó por vez primera esa sensación tristísima de las irreparables pérdidas y del vacío de la vida, sensación que en   —9→   plena juventud equivale al envejecer, en plena familia equivale al quedarse solo, y marca la hora en que lo mejor de la existencia se corre hacia atrás quedando a la espalda los horizontes que antes estaban por delante». Muchas definiciones del aburrimiento se han propuesto: fruto de la incuriosidad taciturna, mala conciencia crónica, mal de la nada, enfermedad del siglo o del fin de siglo, mal sin forma, desdicha de la dicha, bancarrota de la felicidad, inanición en la repleción, languidez del fin de semana, la plenitud del vacío, el tiempo en desorden, la vacía duración.6 De la condena de Juanito Santa Cruz puede inferirse otra definición certera: la retirada de los horizontes.

El aburrimiento desempeña también importante papel en La incógnita y Realidad. Al comienzo de La incógnita Cisneros expresa vehementemente la protesta de la imaginación contra aquella edad de hierro, más árida y pedestre que ninguna: «¡Y qué costumbres tan necias, y qué idiotismo en las relaciones de los sexos, y qué monotonía desesperante en la vida toda, qué aburrimiento en esta selva inmensa de leyes, que prevén hasta nuestros menores movimientos; qué inmenso tedio en este sistema de profundizar todas las cosas para matar todo lo desconocido lo desconocido, que es la alegría de las almas, la sal de la existencia!» Manolo Infante, venido a la capital con acta de diputado y fortuna copiosa, se aparta pronto de la política, vano juego oratorio, encaprichándose (como José María Bueno o como Moreno Isla) de una prima suya, Augusta, que ofrece entre otros alicientes el imprescindible de estar casada. Es el mismo Cisneros, padre de ella, tío de él, quien le aconseja que haga el amor a las mujeres de todos sus amigos, e Infante confiesa que le llevó hacia su prima «un antojo, una voluntariedad de joven del siglo, que por rutina o moda no quiere ser menos depravado que los contemporáneos de su clase». Pero Augusta ya tiene amante, encontrado precisamente en su afanosa huida del convencionalismo. «Bendito sea lo repentino, porque a ello debemos los pocos goces de la existencia. ¿Hemos nacido acaso para este tedio inmenso de la buena posición, teniendo tasados los afectos como las rentas?» La intención vengativa aludida al hablar del José María de Lo prohibido queda declarada inequívocamente por la protagonista de Realidad: «Tener un secreto, burlar a la sociedad, que en todo quiere entremeterse, es un recreo esencial de nuestras almas con corsé, oprimidas, fajadas... Sin misterio el alma se encanija». Augusta ama a Federico Viera por el desorden mismo de éste en su modo de vivir: «Yo soy así: estoy cansada de la regularidad. Me ilusiona el desorden». «Lo claro y patente me aburre». «El peligro mismo me atrae, y aun eso que llaman disparate me seduce también. Eso de que siempre han de pasar las cosas con arreglo a pliego de condiciones, como si la vida fuese una continua subasta, me carga». Con estas manifestaciones de Augusta concuerdan otras de Federico: «La idea de una vida sosa y correcta, con el bienestar acompasado de un modesto rentista, me horroriza». «Los conflictos diarios, las angustias, el no respirar, el no vivir, la excitante lucha, me producen placer insano. [...] Yo apetezco el mal, el picor terrible de las dificultades pecuniarias, las emociones del azar, con sus desmayos hondos y sus alegrías delirantes». Pero mientras Augusta es capaz de deleitarse indefinidamente en la isla de la aventura, dejando que el resto del universo se anegue «en el piélago inmenso de su insipidez», Federico destruye los paréntesis extáticos quitándose la vida. Y se la quita porque, llegado al límite de la desesperación, no puede resistir el ejemplo de Tomás Orozco, su bienhechor y rival, que sólo trabaja para el bien de los otros.

José María, Juanito, Moreno Isla, Infante, Augusta y Federico no son los únicos personajes galdosianos que se aburren. Se aburre también el cesante Villaamil, de   —10→   aguardar en vano el reingreso y de sufrir la mezquindad de su familia, y por eso se mata, de un pistoletazo. Clarín observaba muy bien a este propósito:

En las novelas de Galdós no hay el pesimismo épico de Zola, por ejemplo; no cae en ellas la tristeza como lluvia torrencial que, además de anegar, asusta, sino como llovizna [...], que llega a los huesos sin ser vista ni oída. ¿Cómo desilusiona Galdós? De un modo muy parecido a la experiencia, es decir, de la manera más segura. En realidad, pocas veces es exagerado el desencanto; muchos mortales van a él por una pendiente imperceptible, y en vez de atribuirlo a los sucesos, lo atribuyen a los años, al tiempo inofensivo. El realismo de Galdós es del mismo género: así, verbigracia, Miau, abuelo, llega al suicidio... no se sabe cómo, se va aburriendo, aburriendo... y llega a no poder tolerar los olvidos del Ministro y los despilfarros de su mujer. Su mujer ¡qué cadena! parecía nada, y aquel yugo doméstico pesaba más que un mundo de plomo.7



Se aburre, no menos que Miau, de acumular dinero y lucir en sociedad, el usurero Torquemada, y por eso se mata igualmente, de una indigestión. Pero ni Villaamil ni Torquemada buscan diversión en la aventura erótica. Sí, en cambio, Horacio y Tristana, en una aventura más bien epistolar que se disuelve poco a poco en el gris de la vida por un complejo de circunstancias: distancia, tiempo, enfermedad, conveniencia.8

Sin embargo, son los personajes arriba glosados los que representan de manera más típica, e históricamente más sintomática, la relación aburrimiento-erotismo. Diríase que en la segunda mitad del siglo XIX, época de restauraciones, creciente democratización del trato social, extendida incredulidad religiosa, positivismo dogmático e irracionalismo naciente en oposición a él, época de aclimatación de la burguesía a los placeres del lujo y de progreso uniformador, época en fin tan constrictora de las aspiraciones plenarias del amor, adquiere vigencia una nueva sensibilidad erótica para la cual el incentivo primordial consiste en combatir el aburrimiento con los resplandores de la aventura. La exquisitez, la rareza, la anomalía entran, a fin de siglo, a formar parte de la sensibilidad artística y de la sensibilidad erótica. El adulterio por aburrimiento es sólo el preludio de los excesos y aberraciones que la literatura naturalista y sobre todo la decadente propalan.

Pero, además, no creo que pueda entenderse plenamente el amor de caridad que inspira a los héroes novelescos del período espiritualista de Galdós (Ángel Guerra y Leré, Nazarín y Halma) sin tener en cuenta ese erotismo aventurero en que estrellan su fracaso los padecedores del aburrimiento. La observación de esta tonalidad depresiva tan extendida, y de su fácil resolución momentánea en juegos de adulterio, hubo de hacerle ver a Galdós, nunca satisfecho con el mero reflejo testimonial de su presente, la necesidad moral de trascender la aventura en acción, el capricho en amor, y el egoísmo en caridad. Al lado de aquellos individuos aburridos aparecían ya ciertas personas invulnerables al aburrimiento; empeñadas en una misión de alcance caritativo. Tales eran Maximiliano Rubín, Guillermina Pacheco, Tomás Orozco. Con Ángel Guerra la oposición aventura erótica / proyecto caritativo pasa a ejercerse en el interior de una sola alma. El alma de Ángel Guerra vive en guerra, lacerada entre el aliento místico y el instinto erótico. La atracción carnal que Ángel siente por Leré y su sublimación en una colaboración puramente espiritual es lo que más hubo de seducir a los escritores del 98 enamorados de Toledo, marco de esa ambigua y refinada aventura. Y en Nazarín mismo ¿no rivaliza el aventurero con el santo? La aventura heroica de Nazarín, por su sentido solitario, de salida hacia el amor absoluto, ¿no parece promovida, más que por una ascética abnegación, por el hastío del absurdo social,   —11→   económico y político de la época? No obstante su «via crucis», el disparatado clérigo tiene más de Quijote que de Cristo, y acaso fuese ahora el momento de preguntarse, un poco al modo de Unamuno, si la secreta causa del desvarío de don Quijote no pudo ser la necesidad de matar el aburrimiento forjándose un ideal caritativo cuyas múltiples aventuras le hicieran olvidar su única aventura no intentada: la conquista de Dulcinea. Pues aunque el aburrimiento sea fruto de nuestras modernas decadencias, Cervantes pudo adivinar en esto como adivinó en casi todo.

Comoquiera que sea, de los héroes galdosianos del período espiritualista sólo Benina, la mendiga de Misericordia, agente del más generoso sentido del amor, está por encima de la aventura. En una comedia del Galdós anciano, Celia en los infiernos (1913), la protagonista, enclaustrada en el «cielo infernal» de su palacio, es decir, en la desdichada dicha de su aristocracia, desciende al «infierno celestial» de los barrios pobres de Madrid acometiendo una «calaverada» caritativa. «Paso muy buenos ratos -declara- recorriendo estos entretenidos infiernos». «Tantas molestias y fatigas están bien compensadas por el goce de ver mil cosas extraordinarias. ¡Lo que se aprende, Pastor, ante estos espectáculos de la vida popular! El trabajo rudo, la lucha por el pan, la miseria, la conformidad de algunos, la rebeldía de otros son enseñanzas de gran valor. Los que no han visto esto, no conocen la vida humana». Despojando estas frases de cierta ñoñez a tono con la evanescente condición nobiliaria del personaje, su significado compendia la lección desde siempre implicada por Galdós: urgencia de trascender el egoísmo estéril.

En nuestro tiempo, claro es, se da el aburrimiento y se da el adulterio, pero ni el aburrimiento conduce al adulterio ni éste precipita en aquél de un modo tan característico como a fines del siglo pasado. Rasgo habitual del mundo erótico revelado en no pocas novelas de Galdós es la persecución de la mujer casada, aventura mediante la cual cree el individuo librarse del hastío violando el código moral de la sociedad y arrastrando a ésta en su propia degradación. Surgen también en aquel mundo, no menos típicamente, aventureros del amor divino, quijotes del frenesí caritativo, «calaveras» que abandonan su bienestar tedioso para correr la juerga de la pobreza proletaria. Estos personajes nos resultan igualmente extraños. Hoy la aventura erótica predominante no es el adulterio (tal vez sea un contubernio múltiple y desencantado) ni la aventura transerótica se encauza por vías de caridad, sino acaso hacia la sacudida revolucionaria, hacia la pura rebelión del descontento.

Cuando se haga el estudio adecuado del concepto y sentimiento del amor en la obra de Galdós, no deberían olvidarse los aspectos aquí sólo esbozados: la conexión entre la impotencia para comprometerse y el aburrimiento, y entre éste y la aventura erótica o ruleta del adulterio; la actitud condenatoria de Galdós hacia este proceso erosivo; y el papel que esta consciencia del aburrimiento invasor -del vacío de un mundo sin Dios- hubo de desempeñar en la forja galdosiana de ciertos personajes para quienes el más hondo compromiso, la más elevada forma de redención individual y social, consistía en el ejercicio de la misericordia.

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