Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Anoche empezaron a cambiar las estrellas (Aproximación a «Libro de navíos y borrascas» de Daniel Moyano)

Manuel Fuentes Vázquez






I

Álvaro Mutis en el texto titulado Cada poema, perteneciente a Los trabajos perdidos, escribe:


Cada poema un lento naufragio del deseo,
Un crujir de los mástiles y las jarcias
Que sostienen el peso de la vida.


(A. Mutis 1992: 85)                


Versos que inevitablemente envían al conocido terceto final del soneto CCLXXII de Petrarca:


veggio fortuna in porto, e stanco omai
al mio nocchier, e rotte àrbore e sarte,
e i lumi bei, che mirar soglio, spenti


[veo tormenta en el puerto, ya cansado
mi piloto, rotos mástil y jarcias,
y las bellas luces que miré, apagadas1.]


Así, una de las metáforas seminales de la tradición literaria -la «metáfora náutica»-, cuya filiación ya fue establecida por Ernst Robert Curtius en su tratado clásico de 1948 (E. R. Curtius 1984: 189-193), pervive y atraviesa la historia de la literatura, transformándose. Si el homo viator es, finalmente, como apunta María Pilar Manero, «un símbolo de la condición humana y la peregrinación una metáfora de la vida del hombre en la tierra» (M. de P. Manero 1990: 176) no es menos cierto que a la condición simbólica del viaje deberá seguirle el relato oral del mismo, puesto que a la zaga de Walter Benjamin

Cuando alguien realiza un viaje, puede contar algo, reza el dicho popular; imaginando al narrador como alguien que viene de lejos. Pero no con menos placer se escucha al que honestamente se ganó su sustento, sin abandonar la tierra de origen [...] Si queremos que estos grupos [continúa] se nos hagan presentes a través de sus representantes arcaicos, diríase que uno está encarnado por el marino mercante y el otro por el campesino sedentario. De hecho ambos estilos de vida han, en cierta medida, generado respectivas estirpes de narradores.


(W. Benjamin 1991: 2)                





II

Libro de navíos y borrascas2 del escritor argentino Daniel Moyano (Buenos Aires, 1930-Madrid, 1992) se configura desde la perspectiva benjamiana como un proceso dialéctico que funde metafóricamente el «relato del campesino» (la obra y la vida del escritor afincado en la provincia de La Rioja, al noroeste del país desde 1956 hasta 1976) con el «relato del marino» no mercante precisamente en este caso que en 1976 parte hacia el exilio a bordo del buque italiano Cristóforo Colombo. El «relato del campesino», según el arquetipo establecido por Benjamin, puede asociarse en la novela de Daniel Moyano con la narración evocadora del mundo indígena. Un mundo que oscila entre la construcción simbólica de los indios dieguitas «tan dulces y sacrificados» (D. Moyano 2000: 110), las alusiones irónicas a las novelas de Enrique Larreta: «escribir una novela pastoril, qué mierda, por qué no, en una pampa soñada como la de don Enrique Larreta, por ejemplo» (D. Moyano 2000: 280)3, la festiva parodia de las teorías antropológicas del afamado paleontólogo Florentino Ameghino, cuyas tesis sobre el anthropus pampeanus, el tetraprothomos, primer bípedo homínido argentino y origen de los seres humanos asombrarían al mundo4 y la memoria campesina simbolizada tanto en la oralidad popular -«contar como quien canta una vidala» (D. Moyano 2000: 20)-, como en el pretexto de la literatura clásica. En este último aspecto, la reconstrucción del lost paradise, topos opuesto al mito del viaje odiseico funda la imagen de la felicidad en un imposible mundo pastoril y en el motivo de la naturaleza pródiga: «Acaso porque los hombres felices no tienen que viajar en naves puesto que el campo les produce frutos» (D. Moyano 2000: 220); líneas éstas reminiscentes del bellísimo Beatus ille de Claudiano: «Feliz quien pasa su vida en los campos propios, quien de niño ve la misma casa que de anciano [...] él, para quien la cercana Verona está más lejos que las negras Indias [...] Que sea otro el que viaje y vaya a explorar a los remotos Iberos/ el que se queda tiene más vida; el que se va, más camino» (Claudiano 1981: 149). Renegando en la escritura novelesca de la «metahistoriografía» (tan querida por parte de los novelistas contemporáneos), en cuanto el novelista es un «segregado», el narrador establecerá la imposibilidad de fijar la vida en un «Diario de a bordo» fundacional, cuya única anotación escrita será: «Anoche empezaron a cambiar las estrellas», y se acogerá al principio de lo que podríamos denominar provisionalmente metaoralidad, como estrategia discursiva, y como símbolo para mantener la imagen de la vida (la palabra, recuérdese, es «alada» y «sagrada») frente a la metaliteratura, como ficticio artefacto historiográfico. Si la palabra «libro» nos envía a la tradición no sólo escrita, sino oral de la literatura medieval, la metaoralidad de la estructura narrativa de la novela del escritor argentino se inscribe ya, desde el inicio, en esa doble tensión:

Hagamos que estamos en un viejo caserón [...] Nos hemos reunido aquí para oír la historia de un viaje. El juego consiste en mover un barco italiano real llamado Cristóforo Colombo, a punto de zarpar del puerto de Buenos Aires con setecientos no deseables a bordo, sobrevivientes de un naufragio cuidadosamente buscado por eso que llaman Historia, la aburrida suma de los acontecimientos menudos de todos los días, entre los que la gente vive y muere casi sin saberlo.


(D. Moyano 2000: 15)                


Pero en qué consiste ese «juego» y qué otros navíos, a los que alude el título de la novela, forman parte del mismo. El Cristóforo Colombo, un trasatlántico «real» con «214 metros de eslora, más de 28 de manga, 1628 camas, dos salones restaurantes, dos de estar, dos verandas ajardinadas, dos salas de juego, dos piscinas con solarium» (D. Moyano 2000: 119) navega transportando entre su pasaje a treinta turistas «normales» de entre los setecientos arrojados al exilio. Un buque que viaja desde Buenos Aires a Europa desembarcando exiliados que se diseminarán por Italia, Holanda, Suecia y España. Un barco que, al moverse, se transformará en múltiples navíos que navegarán en diversos planos oscilantes desde el recuerdo a la realidad; desde la alegoría al delirio de la pesadilla, un bateau ivre que vivirá una saison en enfer donde les hallucinations sont innombrables. C'est bien ce que j'ai toujours eu: plus de foi en l'historie, l'oubli des principes5:

La caja de doce lápices de colores marca Fáber. Y a cuidarlos que son caros, no sacarles tanta punta, miren que les tienen que durar hasta fin de año. El marrón para los bordes del continente, el celeste para la bandera idolatrada, y el azul oscuro para el mar. Entonces debemos de estar muy cerca del borde marrón, donde no era necesario apretar tanto el lápiz. Y mucho cuidado con las entradas en las bahías, sin olvidar puntas y cabos, tiene un cero Rodríguez, se ha tragado usted nada menos que la bahía de Samborombón. Atravesando, valijita en la mano, la línea marrón, o sea a un paso del azul intenso. Es que salir del país en estas condiciones, con un dudoso volver, tan dudoso como fue el salir, es volver a la infancia. Sí, claro, dice Rodríguez, me tragué la bahía de Samborombón, pero ponerme un huevo por eso...


(D. Moyano 2000: 31-32)                


El fragmento anterior mezcla diversos planos de conciencia navegando entre la difuminación de las marcas narrativas: desde el recuerdo infantil -el «juego» de colorear con los lápices las distintas zonas del mapa que la maestra impone como realidad soñada a los niños-, hasta las voces indiscriminadas del narrador -Rolando, Roland, Orlando, Roldán- y su compañero Rodríguez que viajan en un imposible Cristóforo Colombo sobre un mapa escolar donde el marrón de los bordes del continente se convierte progresivamente en el azul oscuro de un mar nunca visto. Mezcla aleatoria, fragmentos de la memoria, tiempos abolidos -«Entonces debemos estar muy cerca del borde marrón»-, pero con la «valijita en la mano», recién salido de la cárcel en un furgón de presos -ese es otro viaje- hacia el barco «real» que les espera a un paso del «azul intenso» desconocido. Desde la perspectiva de la «tradición de la ruptura», según la feliz expresión de Octavio Paz, el fragmento cabría en la onda expansiva de la narrativa contemporánea que se inició, bien sabido es, con el viaje de Ulysses, aunque esa es otra peregrinación que excede los límites de esta aproximación. Sin embargo, frente a la apariencia del caos debe imponerse una posible lógica del orden, un intento de sobrevivir, una tabla a la que al náufrago de los diversos navíos y los distintos viajes pueda asirse y ésa, no será otra, sino la «ligadura de prolongación». El tecnicismo musical -«ligadura de prolongación»- designa una «línea arqueada que une dos o más notas de la misma altura e indica que la segunda y/o las siguientes son prolongación de la misma». En la ligadura de prolongación, la segunda nota es prolongación de la primera, pero distinta, ya que se produce en tiempos diferentes y así; el barco innominado del abuelo del narrador que llegó a Buenos Aires procedente de Villanueva de la Serena -«El mío, que era de Extremadura, no se acordaba ni del nombre del barco que lo trajo. Qué sé yo un perol, un cacharro, una mierda de buque, por poco "nos hundimos"6. El viento lo llevaba para cualquier parte. Entró en el Río de la Plata de milagro. Si lo sé no vengo» (D. Moyano 2000: 23)- se unirá a través del tiempo con el Cristóforo Colombo que parte hacia el viaje mitológico del exilio: «El Cristóforo y el cacharro del abuelo tenían en la sirena el mismo sonido con distintos nombres, sólo había que poner una ligadura de prolongación entre ellos» (D. Moyano 2000: 24). La nave se transformará alternativamente en el cacharro del abuelo -nave fundacional- enfrentada con el buque italiano hasta llegar a fundirse mediante el proceso narrativo cervantino -«el gallego que escribió el Quijote» (D. Moyano 2000: 47)- en una realidad oscilante. Si en el conocido capítulo XLIV (1605) de la novela cervantina Sancho crea para la posteridad el ambiguo «baciyelmo», ahora el barco quedará atrapado en esa ficción:

Iba acortando los pasos, gozando los zapatos bien puestos y demorando la ilusión de poder tener los pies juntos en el último punto del borde marrón del gigantesco mapa, marrón atrás y azul adelante, esperando que bajaran la escalera que me introduciría en el Cristóforo cacharro.


(D. Moyano 2000: 41)                


El Cristóforo Colombo transmutado en el Cristóforo cacharro iniciará la navegación hacia un puerto desconocido, tan ignorando como el Buenos Aires al que llegó el anterior, porque quizás sea cierto que el «camino arriba y abajo es uno y el mismo». La navegación del buque hacia un destino incierto («la brújula puede mentir», dramática obsesión de uno de los personajes) contendrá a su vez otro viaje simbólico dentro del viaje. La nave será también un «barco-contenedor», portador de la basura, de los expulsados de la historia, de los condenados: «Gauchos judíos o uruguayos o chilenos o argentinos, todos turcos en la neblina, todos mapuches, basura que iba trasladando el timonel mientras se distraía buscando sus maravillas, bolsas de plástico atestadas de mapuches para ir dejando en puertos diferentes» (D. Moyano 2000: 242). Y el viaje dentro del viaje, puesto que el navío se transformará al cambiar su derrota en alegoría de la cárcel y la tortura. En un descensus ad inferos, Rolando buscará a los desaparecidos por los «camarotes-celdas» del vientre de la nave, apenas guiado por un Virgilio-cocinero que, exiliado de España, lleva cuarenta años navegando por el mundo. De esta forma, el viejo Contardi tratará de encontrar entre los setecientos judíos expulsos -fotocopias- a su hijo desaparecido, apenas vislumbrado entre la multitud al embarcar, sin saber que ese hombre no ha desaparecido en la nave, sino en cualquier celda de los torturadores. Distintos navíos, distintos nombres para distintos viajes que son finalmente el mismo viaje. Y cómo entonces llamar a ese barco real. En el nombre Cristóforo Colombo resuena el eco de los versos de Darío -«¡Cristóforo Colombo, pobre Almirante,/ ruega a Dios por el mundo que descubriste!»- y es imposible para el narrador establecer una «ligadura de prolongación» entre el nombre de la nave y la Historia que representa: la historia de una América innominada, carente de identidad. El barco, nuevamente, deberá cambiar su nombre:

Desde ahora tu nombre es Zampanò con la voz de Gelsomina. Un par de horas antes de llegar a Barcelona me escaparé en una chalupa para adelantarme, compraré una trompeta dorada para anunciar con música tu arribo, y cuando estés entrando en el puerto diré e arrivato Zampanò como en La Strada, creando el clima necesario para tu llegada colosal de trasatlántico entre los claros clarines de la marcha triunfal. Y perdidos en su asombro los catalanes saldrán a verte. Ahí llega, cuidado que ahí llega Zampanò, dirán los descendientes de Tirant lo Blanc oyendo tus claras sirenas. Las harás oír por toda España diciendo aquí traigo a los setecientos hispanos que se perdieron, que no pudiendo encontrar las Indias quedaron flotando a la deriva, aquí están de vuelta sanos y salvos para gloria de Dios.


(D. Moyano 2000: 212)                


Si la percepción de la obra irónica oscila según Wayne C. Booth entre el «reconocimiento y la reconstrucción» (W. C. Booth 1989: 174), la inclusión de los subtextos en el fragmento anterior apunta a uno de los modos de citación procedentes directamente de la tradición retórica. Según la clasificación propuesta por Thomas Green en su obra The light in Troy, escoliada por Paul Julian Smith en su Quevedo on Parnassus (P. J. Smith 1987), tal proceso correspondería a la denominada «imitación dialéctica» («the dialectical, which deconstructs the relationship between the two texts trough ironic reflexivity»). Un barco imposible, como imposible es un Zampanò con la voz de Gelsomina. El destino trágico de los habitantes del filme de Fellini imposibilita en la realidad, que no en la ficción (el verdadero y único dominio del poeta), un buque que al mismo tiempo sea un nuevo baciyelmo, un nuevo Cristóforo cacharro, una realidad oscilante que funde un ser imaginario en el nombre de Zampanò y la voz de Gelsomina. Los ecos de la Marcha triunfal de Darío, los «claros» clarines, las «claras» sirenas, la trompeta «dorada» que anuncian la llegada al puerto de Barcelona de los torturados arrojan mediante el proceso de imitación dialéctica, bajo la máscara de la parodia, la íntima tragedia. Al tiempo que los descendientes del caballero Tirant, que recuérdese, «socorrió y descercó a Rodas, que estaba cercada y puesta en mucho estrecho por los turcos» (J. Martorell 1990: 217), harán testamento y morirán en su cama frente al destino incierto de estos otros «turcos en la neblina».

La permanente transformación del nombre del barco, así como los sucesivos viajes y peregrinaciones del narrador establecerán simbólicamente el mito del viaje americano, y de América misma. Baltasar Gracián, en otra novela tripartita y alegórica del viaje, El Criticón, sentenciaba de los españoles: «Transplantados son mejores». «Mientras nos transplantamos [afirma el narrador], aquí todo va de tras o trans, del trasatlántico al trasplante sólo hay un paso» (D. Moyano 2000: 210), la nave, el Cristóforo Colombo, sin «ofender su dignidad de trasatlántico, palabra que por otra parte lo limita, porque en este caso le pasa lo mismo que a nuestros pueblos de allá: América Latina es excluyente, Amerindia, impreciso, Hispanoamérica o Iberoamérica no alcanzan a nombrar la totalidad y por poco, casi no tenemos nombre» (D. Moyano 2000: 208), sigue viajando permanentemente entre las aguas de la memoria, porque ese buque, atestado de exiliados, única identidad estable, debe recordarse «es un barco que vale tanto como un imperio incaico y una civilización azteca» (D. Moyano 2000: 39).






Bibliografía

  • Benjamin, Walter, «El narrador» en Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV, introducción y selección de Eduardo Subirats, trad. de Roberto Blatt, Madrid, Taurus, 1999.
  • Booth, Wayne C., Retórica de la ironía, trad. de J. Fernández Zulaica y A. Martínez Benito, Madrid, Taurus, 1989.
  • Claudiano, en Luis Alberto de Cuenca (ed.), Antología de la poesía latina, Madrid, Alianza Editorial, 1981.
  • Curtius, Ernst Robert, Literatura europea y Edad Media Latina, I, Madrid, FCE, 1984.
  • Martorell, Joanot, Tirante el Blanco, ed. de Martín de Riquer, trad. castellana del Siglo XVI, Barcelona, Planeta, 1990.
  • Moyano, Daniel, Libro de navíos y borrascas, ed. de Virginia Gil Amate, Oviedo, KRK Ediciones, 2000.
  • Mutis, Álvaro, Summa de Maqroll el Gaviero (Poesía 1948-1988), Madrid, Visor, 1992.
  • Palomo, M.ª del Pilar, Imágenes petrarquistas en la lírica española del Renacimiento (Repertorio), Barcelona, PPUU, 1990.
  • Rico, Francisco (1976), Para el prólogo del Lazarillo, en Problemas del Lazarillo, Madrid, Cátedra, 61, n.º 7, 1988.
  • Rimbaud, Arthur, Une saison en enfer/Una temporada en el infierno, trad. de R. Buenaventura, Madrid, Hiperión, 1982.
  • Salgado, Leonardo y Aznar, Pablo F., Nuestro lugar entre los primates. Un resumen de las principales ideas de Florentino Ameghino sobre la evolución humana, «Saber y tiempo», n.º 15, Separata 144.15, 2003.
  • Smith, Paul Julian, Quevedo on Parnassus (Allusive Context and Literary Theory in the Love-Lyric), London, The Modern Humanities Researh Association, 1987.


Indice