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«Realismo. ¡Terrible, incómoda palabra! ¿Qué haría con ella un griego si la deslizáramos en su alma? Para nosotros real es lo sensible, lo que ojos y oídos nos van volcando dentro: hemos sido educados por una edad rencorosa que había laminado el universo y hecho de él una superficie, una pura apariencia. Cuando buscamos la realidad buscamos las apariencias. Mas el griego entendía por realidad todo lo contrario; real es lo esencial, lo profundo y latente» (I, 373).

 

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«De mi amor entrañable al pueblo de Madrid dan testimonio treinta y cinco años de trato espiritual con este noble vecindario» (Cf. A. Capdevila, op. cit., p. 222). «Guía Espiritual de España», OC, VI, 1559. Cf. Ortega, V, 242.

 

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M. de Unamuno, «Almas de jóvenes», OC, III (Barcelona, 1958), 722.

 

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«Un hombre tan cuidadoso, tan rigoroso, tan científico en el tratamiento del detalle, parte siempre de dos enormes supuestos que contrajo en la vaga atmósfera intelectual de su juventud y que usa sin previo examen, sin precisión. Uno es la creencia perfectamente arbitraria de que lo español en arte es el realismo. A esta creencia va aneja la convicción no menos arbitraria de que el realismo es la forma más elevada de arte. El otro supuesto adoptado sin cautela suficiente es la sobreestimación de lo popular. El primero de estos dos amores -más que de ideas se trata en Pidal de sus dos únicas pasiones- no dañará en la cuestión que ahora tocamos. El segundo, sí» (III, 519). La oposición de Ortega al casticismo es todavía palmaria en su estudio «Goya y lo popular», VII, 521-536.