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Arrecife [Fragmento]

Juan Villoro





-Vete -dijo Sandra, pero dejó la puerta abierta.

Un reflejo paranoico me hizo sospechar de ella. Sin embargo, mi excitación era más fuerte que mi necesidad de estar a salvo.

Empujé la puerta.

Su habitación me pareció dos veces más grande que la mía. Pasé por una sala de estar, siguiendo el ruido del televisor en su recámara. Escuché jadeos. ¿Sandra tenía acceso a un canal porno?

La última luz de la tarde rayaba las paredes con un resplandor violáceo. Desvié la vista a la pantalla. Sandra había sintonizado un programa de cirugías plásticas. Busqué el control remoto.

-¡No lo apagues! -gritó ella desde el baño.

Un médico sostenía unos implantes con cautela, como si fuesen gelatinas sagradas. Mientras tanto, hablaba de «naturalidad» y «confianza».

-¿Te gusta ver esto? -pregunté hacia la puerta.

-Me relaja -contestó al salir del baño.

Se había puesto una bata de toalla. El logotipo de La Pirámide -las cuatro direcciones del cielo- destacaba en su pecho izquierdo.

Un resplandor rojizo salía de la pantalla, cubriendo los muros. ¿Eso calmaba a Sandra? Le gustaba ver cuerpos martirizados por el bisturí después de pasar ocho horas en el salón donde enseñaba una mezcla de yoga y artes marciales.

Contemplé sus pies, lastimados por el ejercicio. El sol, ya débil, aún servía para molestar a alguien que había bebido cinco vodkas con jugo de pifia.

-Apaga el aire -pidió Sandra.

Me gustó que dijera eso. Suspender el aire acondicionado creaba un extraño aislamiento.

Sandra llevó la mano al cinturón de su bata y la detuvo ahí, como una especialista en la posposición.



Esa mañana amanecí con más posibilidades de luchar contra una mantarraya que de entrar en esa recámara. Pero algo cambió a media tarde. Tal vez fue el vodka, tal vez una canción horrenda que de pronto me pareció gloriosa: Feelings.

Sandra y yo nos conocíamos desde hacía un año pero bebíamos juntos por primera vez. Ella pidió un martini y se quejó de su trabajo. Con el segundo martini recordó un empleo peor: durante años había bailado en una jaula, en una discoteca de Kukulcán. Al tercer martini dijo:

-Tócame con tu dedo.

Mi «dedo» es un muñón. Perdí una falangeta con la explosión de un cohete.

-Los mutilados conservan la sensibilidad de los miembros que pierden. Mi padre perdió la mano en Corea. ¿Puedes sentirme con tu dedo? -preguntó, acercando su rostro.

Recordé la primera escena erótica que me cautivó en una película. Charlton Heston era el Cid y había dormido con Sofía Loren. Al despertar, ella recorría la frente y la nariz del héroe con un dedo esbelto. Esa caricia me pareció insuperable a los doce años: el dedo de Sofía se deslizaba sobre el Cid como si lo dibujara.

Cuarenta años después una mujer me pedía que le «tocara» el rostro con la falange que perdí.

No había nadie más en el Bar Canario. Las sillas vacías perfeccionaban nuestra intimidad.

-¿Me sientes? -preguntó.

-Vamos a tu cuarto.

-¿Qué sientes?

-Te lo digo arriba.

-¿Arriba de mí? -sonrió.

Se recargó en el respaldo de su asiento, mordiéndose una uña, y recitó uno de los molestos lemas morales que había aprendido en su natal Iowa:

-Don't shit where you eat.

Le recordé que no trabajábamos juntos. Vivíamos en La Pirámide: el resort representaba La Ciudad. Estábamos aislados, al margen. Más allá de nuestros límites la vida se registraba con radares.

El azar vino en mi ayuda. Juliancito, barman maya de 1,50 de estatura que preparaba tragos montado en un banquito, intuyó que yo quería oír la misma pieza, una y otra vez. Feelings volvió a sonar.

Hay canciones cuyo descaro sentimental define las inconfesables emociones de una época. Lo que sentías y no te atreviste a decir cristaliza ahí. El veneno que repudiaste cuando fue actual regresa como el maravilloso azúcar de los días perdidos.

En mis tiempos de bajista de hotel toqué incontables veces esa mermelada. Me faltaba medio dedo y mucho talento para ser Jaco Pastorius y había perdido numerosas batallas en nombre del heavy-metal; acepté el repertorio de músico de centro nocturno como quien repite la tabla periódica de los elementos: tocaba Feelings con la neutralidad con que alguna vez memoricé la valencia química del cloro.

Esa tarde, en La Pirámide, la melodía llegó por su venganza. Cuando Feelings estaba de moda, yo aún podía arriesgarme a arruinar mi vida. Tal vez fue eso lo que me golpeó: recordarme como alguien que todavía tiene el desastre por delante.

-¿Es tu canción? -me preguntó Sandra.

-¿Te parece raro?

-No sabía que fueras sentimental.

-No soy sentimental. Tampoco me gusta el jugo de pifia pero lo estoy bebiendo. Hay molestias que ayudan a acabar con un día desagradable.

Sandra pidió otro martini y se interesó en mi día desagradable.

Describí la sonorización del acuario. Mi amigo Mario Müller me había inventado un trabajo peculiar: musicalizar peces. Colocaba sensores bajo la arena del acuario para transformar sus desplazamientos en sonidos. Las armonías relajaban a los huéspedes, pero alteraban a los peces.

En noches de luna llena, los peces se ponían especialmente nerviosos. De nada servía rociar el agua con un calmante que les entraba por las branquias.

-Eres siquiatra de peces -Sandra mostró sus enormes dientes blancos.

No me gustan los acorazados dientes de las gringas. Pero hay temas que mejoran con el vodka: el jugo de pifia, la sonrisa de Sandra.

-Tus animales son neuróticos -me dijo-, los míos sólo son animales. Al final del día, lo que más me duele son las mejillas. Sonreír tantas horas está cañón.

Sandra llevaba veinte años en México. No había perdido su acento, pero hablaba español con más fluidez que los empleados mayas y usaba más giros coloquiales que yo, ex músico de rock que había renegado de la contracultura, esa pomposa manera de convertir la rebeldía en un sistema de quejas más o menos rentable. Al colgar el bajo eléctrico juré que me suicidarla antes de volver a decir «nel pastel».

-¿No puedes trabajar sin sonreír? -le pregunté.

-El ejercicio es un dolor alegre. Enseño yoga ashtanga, kung-fu tibetano, dance contact. Todo eso tiene una cosa en común: la instructora debe sonreír. ¿Qué te pasó en el dedo?

Le conté que a los dieciséis años me estalló un cohete triangular. Salpiqué a una chica con mi sangre. He olvidado su nombre, pero ante Sandra la llamé Rebeca. Ella dejó que la sangre escurriera por sus mejillas, no se limpió, absorta ante mi herida, ante ese accidente que era yo. Sostuve el cohete para lucirme con ella. Sandra hacía yoga: merecía una explicación compleja.

La verdad es que en el momento del estallido sólo pensé que el cohete valía una fortuna: cinco pesos desperdiciados.

-¿El cohete era una paloma? -preguntó ella, con su gusto por las expresiones vernáculas.

-Sí.

-Estás cabrón, güey.

Odio los coloquialismos como sólo puede hacerlo alguien que los usó hasta volverlos intravenosos. No quería ser «güey» ni «cabrón» para Sandra, aunque a los cincuenta y tres me resultaba difícil ser otra cosa para una mujer de treinta y siete.

-¿Y lo de la pierna? -preguntó.

Se refería a mi cojera.

-Me atropello un coche -dije, sin ganas de explayarme en esa herida.

-¿Antes o después de la explosión?

-Antes.

-¿Ya cojeabas cuando te volaste el dedo? -sus ojos se abrillantaron-. Eres sentimental -dictaminó-. No me lo imaginaba.

Sandra interpretó mi conducta del siguiente modo: me arriesgué a hacerme daño cuando ya me había hecho daño. No le parecí autodestructivo sino sentimental. Rebeca se había salpicado con mi sangre. Eso explicaba Feelings.

Resultaba insólito hablar del pasado en La Pirámide. Todos estábamos ahí porque algo se había jodido en otra parte. Una de las más agradables convenciones del hotel era que nadie sentía curiosidad por la vida anterior. Sandra rompía el protocolo; se interesaba en lo que yo había dejado de ser.

Sólo entonces advertí que estábamos ligando.

-¿Sientes algo en el dedo? -volvió al tema.

Me contó que sus sesiones comenzaban con diez «saludos al sol». El clima del Caribe se había estropeado, pero no lo suficiente para mi gusto. El sol me sobraba siempre. No dije nada y la oí hablar de dinámicas de relajación. Dijo estar harta de cuerpos perfeccionados por el ejercicio. Mis lastimaduras le interesaron como si mi cuerpo se expresara en otro idioma, el francés de las heridas.

No contesté a su pregunta sobre la sensibilidad de mi dedo. Entonces ella habló de su pasado. Llegó al Caribe a los diecisiete años, en compañía de un veterano de la guerra de Vietnam que despertaba con terrores nocturnos. Acamparon en playas desiertas y fumaron mariguana hasta que a él le dio un derrame cerebral:

-Regresó a Estados Unidos en una bolsa. Pensó que así volvería de Saigón, no de México.

Sandra se quedó en la costa y pasó por una época que llamaba «mi miseria». Conoció todas las discotecas, usando una camiseta que decía Too drunk to fuck y que no surtió gran efecto. Se regeneró con una extraña forma del sufrimiento, bailando en una jaula. Fue como cumplir una sentencia penal. Finalmente descubrió la sobriedad, el ejercicio, el dinero seguro, la vida en los hoteles. La Pirámide había sido su mejor trabajo.

Siempre pensé que el yoga era lo que los grupos de rock hacían cuando el éxito los aburría. Sandra usaba técnicas de una complejidad desconocida para mí: lograba que los turistas controlaran su agresión y que los actores que tenían problemas para establecer contacto visceral con sus emociones la simularan.

-Pero estás cansada de sonreír -comenté para recordarle que necesitaba un remedio.

Sandra me gustaba, pero no tanto como la situación que habíamos creado. Acercó su mano y «tocó» la parte inexistente de mi dedo.

-¿Me sientes?

-Sí -mentí.

-Tócame tú -extendió la palma de su mano.

Nuestro primer contacto físico fue esa quiromancia. Recorrí su palma sin tocarla. Casi no tenía líneas. Su piel parecía recién hecha. Le mostré mis palmas, llenas de líneas.

-Tus manos son como el mapa del D. F. -dijo-; las mías, como el mapa de Iowa.

Tomó mi dedo y «chupó» la falange que me falta:

-¿Qué sientes?

-Vamos a tu cuarto.

No quería ir al mío porque los libros inquietaban el ambiente. En La Pirámide, ciudadela donde las camas se tendían con rigor quirúrgico, un cuarto como el mío sugería una existencia rara: un guionista que se alejó para adaptar una novela incomprensible, un lector maniático en un sitio donde los demás sólo leen etiquetas de bronceadores, un profesor alérgico al aire libre, un perturbado que aguarda su momento.

-Seamos razonables -dijo Sandra.

-Sentí algo muy especial -la frase era cierta, aunque no se refería a mi dedo.

-Chupé aire, pero fue algo distinto -concedió ella.

Pidió la cuenta e insistió en pagar. Quería zanjar la despedida en forma generosa: sus billetes susurraban con amabilidad que yo no llegaría a su cama.

-Me gustó hablar contigo -se puso de pie.

La seguí maquinalmente.

Subimos juntos al elevador. Su cuarto estaba en el quinto piso, el mío en el séptimo. Ella sólo pulsó el número 5. Buena señal. Traté de besarla.

-You better don't -se resistió.

Aprecié que me rechazara en inglés, su idioma verdadero.

La seguí hasta su habitación. Fue entonces cuando dijo: «Vete».

Pero dejó la puerta abierta.



Ahora ella estaba en su cama, a punto de zafar el cinturón de la bata.

-Tengo una fantasía -dijo.

Sentí una felicidad primaria, absoluta, inmerecida, perfecta. Sandra era una norteamericana que no quería mezclar el trabajo con el placer. Pero tenía una fantasía.

-Sube el volumen de la tele -pidió.

Obedecí mientras ella se quitaba la bata. Se acostó boca abajo, completamente desnuda.

-Tócame con tu dedo. Nada más. No quiero otra cosa. ¿Estás de acuerdo? Quiero que me sientas.

A veces percibo cierta electricidad en mi muñón. Me molestó su tono contractual, pero estaba tan excitado que podía sentir las agujetas de mis zapatos.

Me dispuse a «tocarla» y a traspasar el límite. «La tortura de la esperanza», recordé. ¿De dónde venía esa frase? ¿La había dicho un ilustrado del siglo XVIII, un gurú, una galleta de la suerte, un comentarista deportivo?

En forma intangible, recorrí su cuerpo pulido por el ejercicio. Abrió un poco las piernas. Pude ver sus vellos erizados, los labios vaginales, el botón violáceo del ano.

En la pantalla, alguien gemía de dolor. Si hacía abstracción de la imagen, el sonido resultaba erótico. «Está loca», pensé. La escena cambió en la pantalla. La piel de Sandra se cubrió de sombras sanguinolentas. Tal vez en otro cuarto otra pareja hacía lo mismo. Tal vez hacíamos algo normal.

Acariciada por las imágenes y el espectro de mi dedo, Sandra respiró en forma rota. Su dicha era mi tortura.

Estaba a punto de interrumpir la falsa delicia de ese rito cuando sonó el teléfono.

-Contesta tú -dijo ella.

-¿Estás segura?

-Somos adultos, Antonio, puedes estar donde te dé la gana.

Tomé el auricular.

Era Mario Müller. Reconoció mi voz:

-¿Tony?

-¿Quieres hablar con Sandra?

-No, contigo.

¿Cómo supo que yo estaba ahí? Pensé en una cámara detrás del espejo. Un segundo bastó para precisar mi paranoia: tal vez el canal de cirugías servía para vigilar a los huéspedes.

-Pasó algo -Mario habló en tono apremiante.

-¿Dónde estás?

-En el acuario.

Sandra se había incorporado y se ponía la bata.

-Es Mario -le dije-, me tengo que ir.

-La vida dura más que el placer -comentó con rutinaria sabiduría, como si recitara algo leído en una caja de cereal-. Llegarás pronto, es lo bueno de que no te hayas desvestido.

Una chica práctica, lo que menos quería.

Salí de prisa. En el pasillo sentí un mareo. El vodka subió a mi cabeza como una decepción adicional. Vi una maceta con palmas de abanico. La alcancé justo a tiempo para vomitar.

Me sentí mejor, no tanto por el alivio físico, sino por el gusto de arruinar las plantas.

Odié a Mario, mi mejor amigo de toda la vida, gerente de La Pirámide, capaz de sacarme del cuarto de Sandra para vomitar en un pasillo.



Con frecuencia, los peces del acuario parecían molestos. Nadaban en zigzag y chocaban con el cristal, una y otra vez. Entonces, yo desconectaba los sensores y apagaba las luces. En la oscuridad percibía los cuerpos blandos, desesperados, débiles, que trataban en vano de traspasar el vidrio.

Caminé hacia el resplandor de la gran pecera. Un tiburón martillo nadaba con parsimonia.

Cuatro bultos se recortaban contra el cristal azul turquesa. Sólo tres estaban de pie. Reconocí a Mario Müller, Lepoldo Támez (el jefe de seguridad) y al buzo Ceballos.

Me concentré en el cuerpo tendido en el suelo de mármol. Mario lo alumbraba con una linterna. Tenía una postura extraña, como si intentara una brazada. También tenía un arpón en la espalda.

Un silencio grave dominaba el lugar. El silencio impuesto por un cadáver.

Me acuclillé a ver los ojos de Ginger Oldenville. Aun muerto, conservaba la expresión ilusa de quien mira una gaviota.

No había rastros de agua. Lo habían matado ahí, con el traje de neopreno puesto.

Me incorporé.

-¡Señor Tony! -Ceballos me abrazó con fuerza.

Me hizo bien oler el tufo a plástico. Me hizo bien porque me impidió pensar. Sentí la frente sudorosa de Ceballos en mi nuca. Aspiré el neopreno como un alcohol benévolo.

Las manos me temblaban. No quería abrir los ojos. Quería oler ese plástico poderoso que me alejaba del mundo.

-Un arpón de tres ligas -informó Támez a mis espaldas.

-Sé que te afecta -me dijo Mario.

Ginger era instructor de buceo. En sus ratos libres colocaba cables bajo la arena del acuario. Mis peces le aburrían, estaban en un agua muerta para él, pero me ayudaba de buena gana.

Me volví hacia Támez. Sostenía dos celulares junto a su libreta. Escribía con gran incomodidad, fingiendo concentración. Todos lo odiábamos. «Fue él», pensé. El resplandor azul del acuario daba a su rostro picado de viruela un aspecto de piedra lunar.

Ginger me había simpatizado desde el primer momento. Su nombre me recordaba a un titán de la batería, Ginger Baker, y su cara optimista y llena de pecas, a un personaje de Flipper, programa consentido de mi infancia. También a él le gustaba jugar con los delfines. Su conducta era la de alguien predispuesto al disfrute. Si abría un ostión le parecía delicioso. La temperatura del agua siempre le gustaba. Desconocía las sorpresas amargas, la posibilidad de decepcionarse, la existencia de una alternativa adversa.

Había nacido en Detroit, la «ciudad motor», pero costaba trabajo imaginarlo en una calle. De hecho, ésa era la primera ocasión en que yo no lo veía mojado. Su estancia en La Pirámide había transcurrido como un largo entusiasmo de zambullidas bajo el sol. ¿Quién podía tener algo en su contra?

Támez seguía escribiendo. «No fue él», rectifiqué. El jefe de seguridad despreciaba la vida de cualquiera, pero le faltaba inventiva para esa clase de violencia, un arpón fuera del agua.

El traje de buzo provoca un calor insoportable en un ámbito cerrado. Sin embargo, Ceballos tiritaba.

-Voy a cambiarme -dijo.

Dos empleados entraron con una camilla. Eran personal de intendencia, de uniforme color pistache. Se quedaron un momento quietos, en la inmovilidad que produce contemplar un cadáver.

Mario los apuró a moverse. No parecían haber cargado antes a un muerto. La cara de Ginger dio tres veces contra el piso.

Me acerqué a Mario.

-¿Cómo supiste dónde estaba? -le pregunté.

-Juliancito. Te vio salir del bar con Sandra. Me dijo que iban pedísimos. Era tu cuarto o el de ella.

En el tono de un pésimo actor que representa a un jefe de seguridad, Támez dijo:

-Voy a dar parte al ministerio público.

Mario apagó su linterna. Los peces nadaban a la distancia.

En la sombra, reconstruí mentalmente el rostro de mi amigo. Nos conocíamos desde niños. Podía imaginar perfectamente el rostro de quien estudia un hormiguero y piensa que no puede ser picado, el rostro de quien disfruta los problemas pero le teme a los ratones, el rostro de quien sabe cuántas toallas necesita un hotel pero no dónde dejó sus lentes, el rostro donde la curiosidad siempre es más fuerte que los hechos. Lo conocí como Mario, luego como Chico Müller, en algunas ocasiones como Der Meister. Fue el cantante de Los Extraditables, el grupo de rock que justificó y destruyó diez años de nuestra vida.

Un año atrás me había rescatado de un estudio donde yo sonorizaba muertes de dibujos animados.

-¿Te acuerdas de la casa abandonada? -preguntó de pronto.

Empezó a llover. La Pirámide tenía una oquedad en lo alto. El agua caía sobre las plantas del vestíbulo y la cascada artificial que servía de principal elemento decorativo.

Mario propuso que fuéramos a su oficina.

La Pirámide era un lujo con goteras: la impermeabilización fallaba, la lluvia oblicua entraba por las ventanas desprovistas de cristales en los pasillos y los aparatos de aire acondicionado no dejaban de escurrir. Llegué a su oficina con el zapato derecho mojado.

El escritorio mostraba el desorden del que surgía el obsesivo control de los demás lugares del hotel. Mario encontró una taza adornada con el camarón rojo de una marisquería, y sirvió el whisky de doce años que tanto le gustaba. Me la tendió. Olía a café. Él se sirvió en el recipiente de plástico de un jarabe para la tos.

Se pasó la mano por la frente donde dos huesos despuntaban como cuernos tímidos. Su pelo, demasiado rubio para la costa, ya sólo era abundante en la nuca y las sienes. La piel comenzaba a ser apergaminada. Sus labios, finos, hechos para decir insultos suaves o elogios desganados, probaron el whisky sin humedecerse. Luego se movieron para decir:

-¡Por la casa abandonada y por Ginger! -el primer brindis salió con más entusiasmo que el segundo.

Vació el pequeño recipiente de un trago y se sirvió otro. Quería sedarse. «Lo van a joder», pensé. Tal vez nadie más se había enterado del crimen, pero no es fácil regentear el paraíso con un cadáver a bordo.

Volvió a tocarse la frente. Aún conservaba su alianza matrimonial, algo típico de su terquedad (llevaba siete años separado). Habló de la casa abandonada en el barrio donde crecimos, una mansión de los años treinta. En 1970 o 71, cuando entramos ahí por primera vez, ya llevaba unos diez años vacía. La luz eléctrica había sido desconectada, tenía goteras y baldosas sueltas en el porche.

Ser amigos significaba entonces compartir el tedio. Nos reuníamos por un vago deseo de pertenencia o para no estar en nuestras casas, donde los aparatos aún no se habían vuelto interesantes.

Durante años me dijeron que mi padre había muerto o desaparecido en Tlatelolco, el dos de octubre de 1968. Mi madre apenas hablaba de él. Ella era una mujer fuerte, decidida, que se quebraba sin escándalo ni histeria en depresiones que confirmaban de modo negativo su reciedumbre. Trabajaba doble turno en un instituto y una clínica para sordomudos. Llegaba a casa harta de luchar por que la gente dijera cosas. No quería oír preguntas, y yo dejé de hacerlas. Sólo sabía que la muerte de mi padre le afectó menos de lo que le hubiera afectado a otra persona, alguien capaz de llorar. Ella no lloraba. Nunca lo hizo. Es algo en verdad extraño. ¿Habrá un registro de hijos con madres que jamás lloraron? Debe ser un grupo pequeño y confundido. No me hubiera gustado ver llorar a mi madre, pero que no lo haya hecho me parece inexplicable.

Mi padre era ingeniero y en apariencia sus colegas no lo querían. «Tenía un genio espantoso. Además, era un astro del cálculo, eso no se perdona», decía mi madre.

No recuerdo dramas en mi primera infancia, pero mis padres sólo se llevaron bien en la medida en que convivieron en silencio, algo extraño para una terapeuta del lenguaje.

Es posible que la ruptura o la desaparición de mi padre, cuando yo tenía nueve años, haya sido un alivio para ella. ¿Él aprovechó el caos en la Plaza de las Tres Culturas para liberar a mi madre de su muda presencia? La palabra «Tlatelolco» llegaba como el nombre secreto de una separación pactada.

El movimiento estudiantil no había sido popular en mi barrio ni en mi escuela. La hipótesis de que mi padre hubiera muerto por esa causa lo asociaba a un misterio delictivo. Sin embargo, con los años, el movimiento ganó prestigio y sus protagonistas fueron vistos como víctimas. A partir de entonces pensé que eso me daba derechos especiales. Cuando sonaba el timbre del departamento, imaginaba a un mensajero del gobierno con una televisión a colores por tener un caído en Tlatelolco.

Sólo una vez me beneficié de esa tragedia. De algún modo, el maestro de civismo se enteró de la desaparición de mi padre. Me puso 10 sin mérito alguno. La recompensa me molestó. No quería un 10 en civismo. Quería que el gobierno me diera una televisión.

¿Qué recuerdo de mi padre? Le gustaban los toros y sabía bailar vals. Era tan alto que se pegaba con los marcos de las puertas, pero no hacía muecas de dolor. Se golpeaba como una mosca se golpea en un cristal. Su cara olía a Old Spice y su cuerpo a detergente. Le bastaba verme para que yo lo obedeciera. Tenía los ojos del que estalla si no le hacen caso. Era experto en metros. A golpe de vista sabía qué distancia nos separaba de cualquier edificio y qué altura tenía. No usaba lentes y odiaba los zapatos sin agujetas. No recuerdo nada más.

En la sala quedaba una foto de él. No parecía un ingeniero ni un militante del 68. Parecía otra cosa que también había sido: un vendedor de algodones de azúcar. Su boca prometía una dulzura que cuesta poco.

Su familia tenía una tienda de golosinas y él ayudaba ahí los domingos. Conoció a mi madre en un parque; le quiso regalar un algodón y ella insistió en pagarlo. Ese primer desacuerdo los unió.

Mi madre pasaba el día en el instituto para sordomudos y mi padre era un desaparecido. Con el tiempo, la hipótesis de su muerte perdió fuerza y me acostumbré a imaginarlo bailando valses en Chihuahua, su ciudad natal.

Mario Müller tenía seis hermanos, los suficientes para que sus padres aceptaran un hijo más. Con ellos aprendí que es posible querer en forma distraída, sin decirlo ni saber cuántas personas están en el cuarto.

Me fascinaba el movimiento y el desorden perpetuo de esa casa. Mario lo odiaba y seguramente por eso se convertiría en hotelero, tiránico jerarca de 400 cuartos impecables.

-Me acuerdo mejor de la casa abandonada que de la mía -dijo la noche en que mataron a Ginger, llevándose el vaso de plástico a los labios.

Recordó con minucia los vitrales del recibidor que filtraban el sol en rombos violáceos y ambarinos y el espejo que cubría la mitad de la sala. Era un error asomarse ahí porque recuperábamos nuestras caras de trece o catorce años, las caras de quienes son cualquier persona, sujetos sin historia, con suéteres raídos y rastros de mugre en las mejillas.

En todas las fotos que sobreviven de esa época parece que crecimos en familias más pobres que las nuestras.

¿Por qué se abandona una casa enorme, un jardín con dos palmeras de tronco gordo, terraza techada por una pérgola, escalera semicircular para que la dueña de la casa arrastre un vestido por varios escalones, baño con mosaicos rosas para las niñas o las ninfas? ¿Qué crimen, qué maleficio, qué espectacular desgracia explicaba la mansión vacía?

Mis amigos hablaban de zombis, fantasmas y criminales para explicar los cuartos donde cada palabra sonaba dos veces. En secreto, yo pensaba en otra hipótesis: el padre se había ido, precipitando la ruina de los demás. Me había vuelto un coleccionista de padres que se van. En clase siempre sabía cuántos compañeros no tenían padre.

Disponer de un escenario grandioso, la casa abandonada, nos llevó a concebir ideas excesivas. Mario nos alineó frente al espejo: en contra de lo que nuestras caras sugerían, propuso formar un grupo de rock. Fue el germen de Los Extraditables. Ensayamos en la sala vacía, anticipando el eco de las bodegas y los galerones sin acústica donde tocaríamos diez años después.

-¿Te acuerdas del Oso Negro? -preguntó Mario-. ¿Sabías que hay una subcultura gay del oso?

-No.

-¿No hablaste de eso con Ginger?

-No.

-¿De qué hablaban?

-De peces, de sonidos, de nada. ¿Tenía que hablar con él de la subcultura gay del oso?

-Ginger era gay.

-No lo sabía.

-No me extraña: vives en una burbuja. Una burbuja dentro del acuario -sonrió de modo triste-. A Ginger no le gustaban los afeminados ni los metrosexuales. Le gustaban los atletas y los hombres oso, enormes, con pelo en todas partes. Su fantasía para la vejez era cogerse a Santa Claus: un perfecto oso polar.

-¿Cómo sabes eso?

-Lo puso en Facebook. La intimidad se ha vuelto colectiva. Ginger era agradable, tal vez demasiado. ¿Quién puede matar al novio de Santa Claus?

Mario vio un punto fijo en el suelo.

-¿Qué ibas a decir de la casa abandonada? -pregunté.

-¿Te acuerdas cuando nos emborrachamos con Oso Negro? No sé cómo bebíamos esa inmundicia.

Una tarde liquidamos una botella de vodka barato y oímos un ruido en el piso de arriba. Hasta entonces no se nos había ocurrido que alguien más pudiera entrar ahí.

Quisimos salir de prisa y en la escalera del vestíbulo avistamos a un coloso, tan borracho como nosotros. Tenía el pelo revuelto, una barba larga y enredada, la frente teñida de carbón o infinitas capas de suciedad. Llevaba un abrigo de forajido, negro, lustroso, y guantes tejidos que dejaban ver los dedos. Un prófugo del frío en una ciudad templada. Lo más impresionante no era su abandono ni los pasos ebrios con los que trastabillaba, sino que tenía la bragueta abierta y mostraba una erección enrojecida.

Corrimos a la cocina. Los más ágiles alcanzaron a salir por la ventana. Yo me escondí en la alacena y espié por la puerta entreabierta. Mario estaba a punto de salir cuando el gigante le dio alcance. Mi amigo gritó, sin poder zafarse. Las manos renegridas lo atenazaban.

Salí de la alacena. Tomé la botella de Oso Negro. Subí a la mesa de la cocina, el único mueble que sobrevivía en la casa. La madera produjo un rechinido y el vagabundo se volvió hacia mí. Vi sus ojos grisáceos, como higos cristalizados. Vi una mirada que me horrorizó. Alcé la botella y la destrocé en la frente abrillantada de sudor. Se desplomó sobre la mesa, zafándole una pata.

Aun muerto o desmayado, conservaba la erección.

Salimos por la ventana. Ya en la calle, donde los demás nos esperaban, Mario me dio un abrazo que no olvidé, un abrazo tranquilo, objetivo, como si sobrevivir fuera nuestra rutina. No advertí la angustia contenida, y acaso la falta de imaginación que implicaba ese gesto de austera camaradería.

-A veces sueño que estoy en la casa y el coloso me agarra el pie -dijo Mario-. Me salvaste, Tony.

-No supe lo que hacía.

-Cazaste al oso con la botella. Eres grande. Fuiste un buen bajista -agregó, sin ilación-, el respaldo decisivo en Los Extraditables.

-¡No inventes: estuve a punto de acabar con el grupo!

-Estuviste ahí. Es lo que importa.

¿Por qué evocaba eso?

Recordé a un pretendiente de mi madre. Ella lo presentaba como el «hombre de confianza de Carlos Truyet». Truyet era el millonario que había desarrollado Acapulco. Me sorprendió que alguien viviera de ser «hombre de confianza». En cierta forma yo había sido eso para Mario. No era extraño que desempeñara ese papel. Lo extraño era que él lo necesitara.

-Támez va a hablar contigo mañana -soltó de pronto-. No confíes en él. No lo contraté yo. La seguridad se maneja desde Londres.

-No pensaba confiar en él.

-¿Te acuerdas de Meister Eckhart?

-El fruto de la nada -recité el título de ese célebre jipi del siglo XIII. Mario descubrió el libro en el Colegio Suizo. Durante años fue el único que leyó. Por eso le decíamos Der Meister. Una canción de Los Extraditables se llamaba Frutos de la nada.

-La Pirámide ha sido mi mayor proyecto de rock.

-Tranquilízate, Mario, esto es un hotel -sabía por dónde iba, quería frenarlo.

No lo logré. Mi amigo continuó:

-Ahora los antiguos jipis diseñan software. El nuevo éxtasis no viene de la música y las drogas sino de la tecnología y el entretenimiento. Es el LSD mecánico. A Támez le vale madres la visión que hemos tenido.

«Visión», una palabra grandilocuente para habitaciones que se reservan por Internet.

Me fastidiaba que Mario se viera como gurú new age. Lo conocía demasiado para considerarlo asombroso. Su apodo era una burla: le decíamos Der Meister para no hacerle caso.

Era el momento de comportarme como «hombre de confianza»:

-Mario, tu «visión» consiste en que todos los cuartos tengan champú.

No contestó.

-¿Vas a hablar con el Gringo? -le pregunté.

-No sé, no todavía.

El Gringo Peterson era el socio mayoritario de La Pirámide, que pertenecía al consorcio Atrium, con sede en Londres. Se había ido a Nueva York por varias semanas, confiándole la operación a Mario, Der Meister, gerente con ínfulas de visionario que había diseñado la simbología de La Pirámide y los programas de entretenimiento.

Afuera seguía lloviendo. Me acordé de una noche en que salí a caminar por los jardines. Llevaba una de las enormes sombrillas del valet parking. En un lugar apartado me encontré a Peterson, recibiendo la lluvia.

-I'm sobering up -explicó.

La lluvia le servía de ducha contra la borrachera. Nunca lo había visto sin un vaso de bourbon a su alcance, pero no le había advertido otro efecto alcohólico que la serena aceptación de un mundo que juzgaba absurdo. Esa vez parecía perdido, incapaz de encontrar el camino al cuarto en su propio hotel.

Cada dos o tres semanas, el Gringo me buscaba para hablar de cualquier cosa. Mario no le tenía celos porque le hubiera parecido una pérdida de control. Sin embargo, su relación con el dueño era tensa y desconfiaba de la mía.

Nunca hablé con Peterson de temas de trabajo. Habíamos trabado una de esas amistades que sólo pueden existir lejos, como una forma de no pensar en el calor, la malaria o la selva. La amistad de los desplazados que se resignan a contar historias. Todo lo demás los hace sudar.

-¿Qué tal Sandra? -preguntó Mario sin interés.

-Qué tal nada. Me sacaste de ahí.

-Tendrás otra oportunidad. La Pirámide no es tan grande.

Me pregunté si Sandra estaría despierta. Seguramente no. Dominaba su cuerpo. Debía dormir con un sueño saludable, ajena al problema más o menos olvidable que era yo.

Bostecé. Mario Müller me vio con ojos irritados por el cansancio.

Habíamos visto un asesinato y sin embargo teníamos ganas de dormir.

Nos despedimos con un abrazo torpe.



En un muro distinguí una cuija transparente. Tengo debilidad por las lagartijas. Son espléndida compañía para un drogadicto. Cuando alucinas, la presencia de un insecto resulta intolerable y casi todas las especies representan una amenaza. Pero las lagartijas se mueven con gracia y brillan en la oscuridad. Las veía moverse como la expresión gráfica de mis ideas. En ese tiempo tenía pocas ideas, pero las lagartijas (veloces, azules, amarillas, verdes) me hacían pensar que las tenía.

Al Gringo Peterson le gustaba oír relatos de mi condena alucinógena. Su mejor amigo había muerto en Vietnam, abierto en canal por una bayoneta. En la guerra del napalm cayó en un combate cuerpo a cuerpo, como un cherokee. Su segundo mejor amigo regresó de ahí enganchado a la heroína. «Nunca fui a Saigón», decía el Gringo. Tenía fijación por ese tema. Parte de mi cerebro había sido erosionado por las drogas. A él le gustaba que le hablara de alucinaciones y noches que recordaba a medias. Me oía como si también yo viniera de Vietnam.

Es difícil relatar lo que has perdido, pero él se conformaba con estar cerca de alguien que se había hundido. «Ya saliste», decía de pronto: «esto no es Nam, es el jodido paraíso».

Me gustaba que un magnate despreciara el lujo de su hotel. Peterson usaba camisas de tonos claros compradas en Sears. Llevaba el pelo cortado a la brush. Sus brazos musculosos, cubiertos de vellos rojizos, sugerían ejercicios extenuantes. Su porte tenía algo del militar que no pudo ser. No lo reclutaron por un problema de la vista.

Bebía un whisky mucho más barato que el de Mario. En las sesiones de Four Roses me preguntaba detalles de mi mala vida, con una curiosidad noble, ajena a la compasión. Sus mejores amigos habían caído. No era un patriota anticomunista. El Vietcong le interesaba poco. Sencillamente, su vida tenía un fondo trágico. Se había salvado.

Nació en Wallingford, un pueblo sin gracia en medio de los bosques de Vermont. Su padre era dueño de una gasolinera. Peterson creció llenando tanques de autos que se detenían apenas unos minutos ahí. En ese pueblo en el que nadie se quedaba, él no pensaba en irse. Leía cualquier cosa en la biblioteca del pueblo, iba a la vecina ciudad de Rutland al cine o a comprar refacciones, nadaba en el lago de aguas frías, que en verano se llenaba de mosquitos. A los dieciocho años se casó con una vecina. Eran gente hecha para permanecer ahí, en un aislamiento recio y llevadero.

Peterson tenía dos compinches de hierro, con los que desmontaba motores, bebía cervezas, hablaba interminablemente de béisbol (eso decía él: yo lo imaginaba en un silencio satisfecho, compartiendo una amistad sin palabras mientras un sol denso caía detrás del bosque). A los diecinueve años tuvo un hijo. Todo en su destino apuntaba a la inmovilidad, la dicha estática, la reiteración placentera. Pero el infortunio lo golpeó dos veces en los siguientes años: su hijo se ahogó en el lago y su mujer murió de una intoxicación tal vez voluntaria. Su vida se convirtió en algo que ya había sucedido. Lo demás, el futuro, no existía.

«Estados Unidos siempre te ofrece una guerra para expiar culpas», me dijo. Sus mejores amigos partieron a Vietnam, pero él fue rechazado. «No quería matar a nadie, quería morir ahí». Tantas veces recitó esa frase que se volvió para mí como una canción de Los Extraditables. En ese punto de su letanía tomaba un trago para decir: «Quería morirme; me tuve que conformar con tener éxito».

En el pueblo todo le traía recuerdos de su mujer y su hijo. Mientras tanto, sus amigos atravesaban una jungla húmeda, disparando entre nubes de mariguana, al compás de Creedence Clearwater Revival.

Peterson abandonó Wallingford, consiguió un trabajo en el Howard Johnsons de Rutland, mostró un insólito talento para moverse entre gente de paso, fue contratado por la cadena Hollyday Inn, donde prosperó en las cambiantes funciones de encargado de licores, jefe de personal y gerente.

Le gustaba preguntarme por mi padre, la forma en que yo lo imaginaba, las razones a las que atribuía su partida (desde la primera vez que lo mencioné, no creyó en la posibilidad de que lo hubieran acribillado en Tlatelolco). Le intrigaba que yo sobrellevara esa desaparición. La incertidumbre de no saber le parecía peor que la certeza de la muerte. Sin embargo, él no me convencía de que fuera tan bueno saberlo todo. Vivía anclado al recuerdo del hijo que no pudo salvar. Recordaba con una demencial capacidad para el detalle la cuerda rota del motor fuera de borda en la lancha con que recorría el lago, los minutos que aguardó a que el motor se enfriara para atarle un nuevo nudo. Mientras tanto, el radio de transistores le traía un partido de los Medias Rojas de Boston. Dedicó la cuarta y la quinta entrada de ese partido a poner a punto el motor. Luego cruzó el lago, hacia el embarcadero donde su hijo debía esperarlo, en compañía de unos amigos que celebraban una fiesta.

Nadie vio alejarse al niño de dos años, nadie lo oyó chapotear en el agua. Había tanta gente en la reunión que no pudo culpar a alguien en particular. Su mujer estaba en casa con fiebre. Peterson repasaba con afilada insistencia el momento en que distinguía una mancha rosácea en el agua y luego un puntito blanco. Su hijo tenía otitis y llevaba algodón en los oídos. Ese detalle exacto le hizo saber que estaba muerto. De todos los habitantes de Wallingford sólo dos se encontraban en el agua, el padre y el hijo. De un modo siniestro, el niño había llegado a quien lo buscaba. Mil veces Peterson repasó el tiempo dedicado a reparar el motor. Siempre fue un tipo metódico. Escuchó dos entradas de béisbol mientras arreglaba la cuerda. No fue un lapso muy largo. Había revisado los récords del partido para saber hasta dónde podía incriminarse. No hubo carreras ni peloteros embasados en la cuarta entrada. Los bateadores habían sido «retirados en orden», como decían los locutores. En la quinta se pegaron tres hits, pero tampoco hubo carreras. Lapsos no muy largos. Y, sin embargo, eso bastó para marcar la diferencia.

Peterson no tuvo una responsabilidad objetiva en la muerte, pero salvar a su hijo era factible. Eso bastaba para hundirlo, para buscar, con metódico esfuerzo, su propio ahogamiento. Nunca habló de esto con Mario; lo hablaba conmigo, el adicto que apenas recordaba algo de su padre. Me trataba como a un excombatiente, alguien que se jodió en un Vietnam alterno, la víctima que él no pudo ser.

Cumplió el sueño americano sin las menores ganas de lograrlo y acaso sus progresos le parecieron una segunda aniquilación. Eso lo dignificaba ante mis ojos. «Es un cabrón de miedo, no lo conoces», me decía Mario para provocarme.

Los sitios habitados por desconocidos, las cocinas anónimas donde cada receta es industrial, fueron el nuevo hábitat de Peterson. No volvió a tener relaciones próximas con nadie. Tampoco yo calificaba como un verdadero amigo. Oía el relato de su carrera sin meta y lo informaba del mundo roto que no pudo conocer. Era todo: extraños en el trópico.





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