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«Arte poética» de Horacio, en la traducción de Tomás de Iriarte (1777)

Francisco Salas Salgado

Tomás de Iriarte (trad.)





Dentro de la actividad traductora de Tomás de Iriarte ocupa un destacado lugar la versión (Navarro 1953: XIX) que realizó del Ars poetica de Horacio, no sólo por ser la única, de entre las obras clásicas, que realizó completa (habría que mencionar sus versiones de los cuatro primeros libros de la Eneida y de una selección de las Fábulas de Fedro [Millares & Hernández 1980: IV, 154-156; Salas Salgado 1999: II, 350-352]), sino también por la trascendencia que alcanzó esta traducción en la realidad cultural y social de la época, de la que se hablará luego.

De sobra conocida es la importancia que aquella obra de Horacio tuvo, junto a la Poética de Aristóteles, en la conformación de la preceptiva literaria europea, relevancia de la que el propio Iriarte se hace eco en el Discurso preliminar que antecede a su traducción. El momento literario en el que fue realizada esta traducción fue, sin duda, más propicio para los sermones horacianos (en los que se encuadra el Ars poetica) que para la poesía lírica del vate latino (Lida 1975: 261), siendo manifiesta, además, la influencia de la preceptiva latina en algunas poéticas del momento como la de Luzán. Pero, igualmente, el poeta latino no pasó desapercibido para muchos autores dieciochescos, como es el caso del autor canario, quien menciona a Horacio entre sus clásicos dilectos y cuya huella se percibe también en algunas de sus composiciones literarias, en especial las Epístolas en verso (Cotarelo 2006: 197-198; Salas Salgado 1998: 1999b).

La primera edición de la traducción de Tomás de Iriarte de la Poética de Horacio se publicó en Madrid en 1777 (de esta época parece que es también la traducción de Fedro [Navarro 1953: XIV, nota]) y consta de un Discurso preliminar, el texto (latín y castellano, en páginas enfrentadas), unas Notas y observaciones conducentes a la mejor inteligencia del Arte poética de Horacio y un Índice de erratas. Diez años después, en 1787, con este mismo esquema, apareció, igualmente en Madrid, una segunda edición con correcciones del autor, donde únicamente se nota una ligera variación en la disposición de texto latino y castellano de la traducción (los cuales aparecen ya en la misma página) y en una aclaración última que le sirve al autor para especificar la naturaleza y finalidad de las notas finales, compuestas en la idea de afianzar determinadas lecturas aprobadas por los comentadores, pero quizás algo difíciles de entender por el público lector (Iriarte 1787a: 121-122; 1805: 123-124). Dos antologías se hicieron de las obras de este autor (Iriarte 1787b, 1805), tituladas Colección de obras en verso y en prosa, la primera en la imprenta de Benito Cano (preparada por el autor en seis volúmenes [Nuez 2003: 376]) y la segunda en la Imprenta Real, ésta en ocho volúmenes, que es la más completa, pues incorpora algunos opúsculos del autor canario que se encontraron tras su fallecimiento. En ambas antologías el texto de la traducción de la obra de Horacio corresponde al de la segunda edición. Recientemente, se ha publicado una selección de obras (Fernández Hernández 1992: 187-409) de algunos miembros de esta importante familia canaria, entre los que se cuenta también D. Tomás, pero donde no se relaciona esta traducción; sin embargo, textos de la misma han aparecido en otros trabajos, concretamente en una reciente recopilación que atiende al discurso sobre la traducción en el siglo XVIII en España (García Garrosa & Lafarga 2004: 165-168) y en un trabajo que estudia y cataloga temáticamente las traducciones de clásicos latinos realizadas por Juan y Tomás de Iriarte (Salas Salgado, e. p.).

Pese a que se ha dicho que la versión de la Poética de Iriarte surgió de un momento de ocio (al parecer en las vacaciones de Semana Santa de 1777, un año después de ser nombrado Tomás de Iriarte archivero general del Consejo de Guerra [Nuez 1989: 17]), lo cierto es que este trabajo, por lo que refiere el propio autor en otra obra, fue más laborioso y dilatado en el tiempo, empleando en él «los ratos que las obligaciones de mi destino me han dejado libres» (Iriarte 1778: 239). Realmente, la preceptiva de Horacio no es una obra sencilla de transmitir. Las seguras críticas que le harían al fabulista por atreverse a esa empresa siendo tan joven -como así ocurrió- intentó acallarlas nuestro autor consultando el dictamen de muchas personalidades del momento, como Eugenio Llaguno, su paisano Estanislao de Lugo, futuro director de los Reales Estudios de San Isidro y editor de la edición iriartiana de 1805, o su propio hermano Bernardo. Todos estos versados personajes le suministraron consejos que Iriarte incorporaría a su traducción. Sin embargo, los caprichos del destino hicieron que esta obra fuera, en ese momento, más conocida por ser ejemplo de las aceradas polémicas ilustradas, en este caso con Juan José López de Sedano, colector del Parnaso español, quien publicó al fin del tomo IX, aparecido en 1778, de dicha colección una dura crítica contra esta versión de Iriarte (relación de esta polémica en Cotarelo 2006: 199 y ss.). Sin embargo, con ello no hizo López de Sedano sino continuar el tono excesivamente crítico que D. Tomás usó en el Discurso preliminar al tratar algunas traducciones de Horacio anteriores a la suya, en concreto las de Vicente Espinel (Madrid, 1591; reimpresa en 1768) y Joseph Morell (Tarragona, 1684). Podría añadirse, como apostilla, que Cotarelo (2006: 201) ya informaba de una carta del autor canario en la que no deja tampoco bien parada una traducción italiana de la Poética, debida a Pietro Antonio Petrini (Roma, 1777), publicada hacía poco, la cual no le dio tiempo de «ajusticiar» en su prólogo.

La disputa se debía, sobre todo, al buen trato que López de Sedano dispensó a una de las traducciones mentadas, en concreto, la de Espinel, la cual tuvo la suerte (o desgracia) de abrir aquella suerte de colectánea de las mejores poesías castellanas que fue el Parnaso español. La polémica se fue agrandando y contra la crítica de López de Sedano arremetió duramente Iriarte en una primigenia Carta familiar y apologética en satisfacción a varios reparos sobre la nueva traducción del Arte poética de Horacio (Cotarelo 2006: 201, n. 15), que fue germen de una invectiva dialógica de altos vuelos que tituló Donde las dan, las toman, obra que, por otra parte, delata los conocimientos que sobre la traducción demostraba el autor canario. De todas las maneras, este diálogo, bien considerado estructuralmente por la crítica (Navarro 1953: XXXIII), más que buscar solución a las diferencias planteadas, deja entrever el susceptible carácter de Iriarte, que incide machaconamente en aspectos muy puntuales de la crítica de López de Sedano; no está de más señalar, por otro lado, el escaso numen que en materia de latines parece que poseía el colector del Parnaso (Cotarelo 2006: 204-205). A pesar de que el texto tuvo cierto éxito entre algunas personalidades de la época -Cotarelo (2006: 213-219) cita a Floridablanca y Vicente García de la Huerta- y posteriormente, como se verá luego, esta traducción se ha conocido más por la polémica que por las propias cualidades que posee.

En efecto, las investigaciones realizadas en torno a la versión iriartiana han venido a dar cuenta de ciertas virtudes concretas, siempre en el marco espacial en la que fue realizada. Se ha apreciado, en este sentido, que el trabajo de Iriarte posee cierta envergadura filológica, especialmente por ser receptáculo de gran parte del saber acumulado sobre esta pieza horaciana en múltiples comentarios y traducciones realizados hasta ese momento, no pertenecientes al ámbito hispano, lo cual, además, la dota de una trascendencia mayor. La familiaridad de nuestro autor con el mundo clásico grecolatino, a cuyo pozo de sabiduría accedió gracias a su tío, el renombrado humanista Juan de Iriarte, y la propia exigencia del texto horaciano fueron suficiente motivo para que Iriarte se proveyera de la literatura de repertorio que sobre esta conocida epístola existía en aras de ofrecer una versión castellana que hiciera comprensibles los hexámetros del poeta venusino. Además, tenía por lo menos que intentar superar los errores que encontró en las traducciones anteriores a la suya.

En general, algunas ideas sobre el texto de Iriarte se han dado en cuanto a su trascendencia y origen (Pino 2002: 15 y ss.). Pero más detalles podemos obtener si atendemos a algunas de las partes de que consta, descritas anteriormente. En el Discurso preliminar se han podido entresacar ciertas apreciaciones sobre el posible ideal de traducción de Iriarte (Salas Salgado 1999c) a partir de la serie de errores que constata en las otras versiones anteriores que censura. A este respecto, se insiste, fundamentalmente, en las equivocaciones que tienen que ver con la comprensión del texto (determinados casos, estructuras sintácticas, etc.), en las adiciones innecesarias y en la dificultad que entrañan las traducciones demasiado literales. Algunas consideraciones de método (Salas Salgado 2002) esgrimidas también en dicho Discurso (Iriarte 1787a: XLIV-XLVIII; 1805: LVI-LXI) sugieren, igualmente, que el fabulista se inclina más hacia un modelo de traducción que acerque al lector el contenido del texto original, dejando cierta libertad a la forma en que se hace (en este caso el verso, y para esta obra, la silva). Ello explica la gran diferencia de versos de su traducción, que casi triplica el número de versos del original, sobre lo cual ha coincidido la crítica.

La consulta de un gran número de glosadores e intérpretes (Salas Salgado 2006) le ayudó, a buen seguro, en la elección de los argumentos que le iban a permitir decantarse por un término concreto, ante otros posibles, para el texto de su traducción, siempre en la idea de hacer más cercanos los intrincados versos latinos de la Poética. De todas maneras, habría que indicar que en esta labor la complejidad es grande, y ello, como indica el propio Iriarte, ha hecho que no siempre acierte en la elección de un determinado comentarista, dada la disparidad existente, y opte por seguir la lectura de algún exegeta acreditado, como por ejemplo Dacier (Iriarte 1778: 27-28).

Pero la Poética de Horacio, a pesar de este derroche de fuerzas del fabulista, seguía entrañando otras dificultades que apenas se solventaban en la traducción del fabulista. El prurito de nuestro traductor de ofrecer al posible destinatario de su versión la posibilidad de «penetrar el alma» de esta epístola horaciana le lleva a añadir una Notas finales, donde justifica «ciertos modos de traducir que, a primera vista, pudieran parecer arrojados o no conformes con el original» (Iriarte 1787a: XLIX, o 1805: LXII). Es loable que Iriarte atendiera, aunque en pocas de estas anotaciones, aspectos relacionados con el texto de Horacio, es decir, con las diversas lecturas que ha tenido esta obra en la tradición filológica (véase Iriarte 1787a: 72, 75-76, 81-83, 85-86, 117-119; o 1805: 72-73, 76, 82-83, 86, 119-122), las cuales interesan en tanto que dan a conocer la posible filiación con comentarios y textos precedentes, y son muestra de la crítica filológica que se practicaba en el siglo XVIII (Salas Salgado 2003). Se observa, así, que todavía aquí pesa mucho, en relación con la elección del texto, el principio de autoridad, pues se admite sobre todo la lectura que era la más repetida y, por tanto, la más aceptada. Se ha destacado, igualmente, la presencia de los primeros comentaristas de Horacio en algunas de estas anotaciones (Salas Salgado 2004), lo cual demuestra que la explicación de algunos textos de la Poética no se había entonces superado. Por lo demás, aparte de determinados procedimientos de adaptación, ciertos visos de modernidad aparecen en la confección de estas Notas finales, pues se puede ver que el autor selecciona una determinada explicación para texto de Horacio u ofrece la interpretación aceptada por varios comentadores, que suele no mencionar (Iriarte 1787a: 77-78; 1805: 77-78).

A pesar de todos estos atributos y la muy meritoria intención de ofrecer una traducción mejorada, no se obtuvo un beneplácito unánime. No sólo López de Sedano se avino a censurar la traducción del canario; de hecho, tampoco el otro gran fabulista del momento, Félix María Samaniego, la acogió con mucho entusiasmo. En efecto, un comentario de Iriarte vino a encender los ánimos del escritor vasco, quien, en un folleto titulado Observaciones sobre las fábulas literarias originales de D. Tomás de Iriarte, de 1782, arremete también contra esta traducción de la Epístola a los Pisones, considerándola «una de las más débiles copias de uno de los más bellos originales» (Cotarelo 2006: 309). Tampoco los escritores salmantinos, caso de Meléndez Valdés y fray Diego González, se extienden en parabienes para con esta versión, aunque Nicolás Fernández de Moratín «la informó favorablemente» (Navarro 1953: XX). Lo mismo se ha de decir de Javier de Burgos, también traductor de las poesías de Horacio, quien censuró ásperamente la traducción de Iriarte (Menéndez Pelayo 195: 250).

Pero, aparte de éstas y de otras censuras -algunas tremendamente intencionadas pasaban por insinuar, incluso, que la obra no era suya, sino de su tío Juan (Cotarelo 2006: 202)-, los errores que se han venido a advertir se refieren más al escaso numen poético de D. Tomás que a la correcta intelección del texto latino. Desde E. Cotarelo (2006: 198) se ha incidido en este defecto, el cual fue causa de que quedara difusa y diluida la doctrina de Horacio en esta versión, «pues aunque el autor trata de conjurar este cargo alegando la diferente estructura de los idiomas en cuanto a concisión y citando ejemplos de igual clase, disolver 477 versos, aunque sean hexámetros, en 1.065, la mayor parte de once sílabas, será siempre redundantísimo, como le dijeron sus contemporáneos» (Cotarelo 2006: 199). Además de este crecido número de versos, la mala factura de algunos -inarmónicos y desagradables- viene a abundar en lo mismo, si bien se pondera el tremendo esfuerzo del autor por superar los defectos que encontró en las versiones anteriores (Cotarelo 2006: 198).

Parecidos desaciertos (sobre todo, prosaísmo y abultado número de versos) apunta M. Menéndez Pelayo al tratar de esta versión, si bien sigue en la línea de derrochar bondades a la erudita labor de D. Tomás por lograr un texto lo más correcto posible, haciendo hincapié también en lo castizo y puro del idioma (Menéndez Pelayo 1952: 250).

Los trabajos recientes tienden a valorar esta traducción -algo lógico- considerándola en el marco en el que fue realizada; y es que, aunque se trate de un manido tópico, el mismo Iriarte ya había prevenido en su Discurso preliminar de que su traducción se había hecho en un contexto determinado y que «acaso como yo he escarmentado en la cabeza de los dos mencionados traductores, escarmentará en la mía el que en adelante emprenda ser nuevo traductor de Horacio» (Iriarte 1787: IV; 1805: XI).

Desde luego, no se puede negar que detrás de cada línea de esta obra se percibe el esfuerzo enorme y la entrega incondicional del canario. Seguro que ello fue el motivo por el que esta versión de la Poética se convirtió en una de las obras más citadas a finales de ese siglo y, posteriormente, en el siglo XIX (Cotarelo 2006: 347; García Tejera 1994: 56). Incluso, sus excelencias propiciaron algunos versos, como los realizados por su paisano Zuaznávar, quien en la felicitación que cursó al fabulista por esta empresa, escribió esta décima (Cotarelo 2006: 202):


Si Horacio al mundo volviera
y viese sus traducciones,
clamara por sus blandones
y al instante se muriera.
Pero así no sucediera
con tu traducción de su Arte,
pues sin que fuese adularte,
dijera, fuera de flores:
-Tuve varios traductores,
más sólo tradujo Iriarte.



Aunque hoy parezca excesivo y oportunista semejante encomio, lo que sí se debe subrayar es que esta traducción de Horacio realizada por Tomás de Iriarte, aparte de polémicas ruidosas y de críticas personalistas, puede considerarse modélica para su época tanto en su concepción como en su ejecución, lo que no resulta extraño en un traductor profesional como era el renombrado fabulista. Además, esta traducción es una muestra interesante del quehacer de los traductores dieciochescos en relación con los clásicos grecolatinos, cuya recuperación es tarea necesaria a fin de conocer de forma más homogénea determinados procedimientos en la traducción de los autores antiguos, los cuales, lejos de andar desterrados de las mentes de aquellos hombres, seguían ocupando un lugar en el Parnaso de las letras.






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