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ArribaAbajo La Derrota2

Joan Villaroya i Font


Doctor en Historia,
Profesor de la Universidad
de Barcelona.

Vae Victis! Con este título, David Wingeate Pike empezaba su libro sobre los refugiados republicanos en Francia y ciertamente sobre la suerte de los vencidos que a lo largo de la historia ha sido siempre terrible.

Con la caída de Tarragona, el 14 de enero de 1939, en manos de las tropas del ejército franquista, era evidente que cualquier posibilidad de resistencia por parte del ejército republicano, prácticamente desintegrado, había desaparecido. La ocupación del resto de Catalunya era cuestión de días. Las autoridades republicanas, tanto las del gobierno central como las de la Generalitat, iniciaron el traslado desde Barcelona hacia los diversos lugares situados al norte de la3 provincia de Gerona. Barcelona, la ciudad orgullo de los catalanes, en palabras de Louis Stein, otro de los historiadores de este drama colectivo, cayó en manos franquistas el 26 de enero. Para A. Rovira i Virgili, político e historiador, «Los golpes contra Barcelona van más contra la nación que contra la ciudad. No habría nada de perdido definitivamente si Barcelona resistiese en medio del país invadido. Pero caída la capital, el resto del país pronto caerá. ‘Torre maestra del Principado’; así es llamada Barcelona en los viejos documentos. Cuando la torre maestra cae, todo el castillo se viene abajo».

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Fue precisamente durante estos últimos días de enero de 1939 cuando se inició un éxodo sin precedentes en la historia de nuestro país. La huida hacia la seguridad de la frontera fue una epopeya. Era el éxodo de un país entero. Y más aún. Durante la guerra, Cataluña se había convertido en una tierra de refugio para centenares de miles de ciudadanos del resto del Estado. Las estadísticas más fiables dan el número de 702000 refugiados a mediados de 1938. Probablemente en el otoño de 1938 -esta cifra había aumentado cerca de un millón. Había prácticamente de todas las regiones españolas: 121000 de Asturias y Santander,   —16→   50000 de Euskadi, 339000 de Extremadura y de Castilla la Nueva, 153000 de Andalucía y 39000 de Aragón.

Todos los caminos y carreteras que conducían a Francia estaban llenas de gente: hombres, mujeres y criaturas que llevaban encima sus escasas pertenencias. Fue otra vez A. Rovira i Virgili quien inmortalizó las horas de ese éxodo en su dietario: «... carros que van hacia arriba repletos de niños y colmados de muebles, colchones e incluso jaulas de aves de corral. Cada carro es una familia que se va; cada hilera de carros es una villa que se vacía». Pero la mayor parte de estos carros, muebles y colchones, se quedaron en los márgenes de las carreteras. La gran mayoría de la gente que llegó a la frontera lo hizo con la ropa que llevaba encima. La situación era desoladora. Las vías principales de acceso a Francia eran los pasos fronterizos de Cervera de la Marenda, en la carretera de la costa; del Perthus, en la carretera de Gerona a Perpiñán; el collado de Ares, en la carretera de Ripoll a Prats-de-Mollo, y la Guingueta, en Cerdaña. Todos estos pasos fronterizos fueron testigos mudos de este drama colectivo. La época del año, enero-febrero, con muchos de estos pasos nevados, hacía crecer las dificultades. La carencia de alimentos, las largas caminatas y el hecho de tener que dormir al raso provocaron que centenares de personas no pudiesen soportar tantas penalidades y falleciesen en el camino.

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A este desolador panorama hay que añadir que la aviación franquista continuó bombardeando y ametrallando las largas hileras de fugitivos y la mayoría de los pueblos y ciudades del norte de Gerona, causando centenares de muertos y heridos. Fueron especialmente espectaculares los bombardeos que sufrió la ciudad de Figueras, última sede del Gobierno y de las Cortes Republicanas en los últimos días de enero y primeros de febrero. Estos bombardeos, innecesarios e injustificables, causaron solamente en la capital empordanesa dos centenares de víctimas entre la población de la ciudad y las largas columnas de fugitivos que llenaban sus calles en aquellos días. Además de los muertos y de los heridos, una quinta parte de la ciudad fue destruida y muchos meses después del final de la guerra todavía se extraían cadáveres de las personas que habían quedado sepultadas entre las ruinas.

Los millares de personas que llegaban a la frontera francesa se encontraron ante la negativa por parte de las autoridades francesas que les impedían atravesarla. No fue hasta la noche del 27-28 de enero que la frontera se abrió, aunque solamente pudieron pasar las mujeres y los niños. Las previsiones de que nada más cruzarían la frontera 2000 personas por día fueron rápidamente superadas.   —17→   Las órdenes de paso restrictivas fueron ampliadas tres días después a los heridos y finalmente, ante la avalancha de personas civiles y militares que se acercaban para atravesar la frontera, ésta fue abierta a todo el mundo.

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Las tropas republicanas fueron autorizadas a cruzar la frontera, el 5 de febrero a media tarde. La primera noche pasaron unos 20000 combatientes. El estado de aquellos hombres era lamentable debido a las largas marchas y a las privaciones. Lo peor era el estado de los heridos, muchos de los cuales necesitaban asistencia sanitaria. Uno de estos soldados, Ramón Moral, nos ha dejado el siguiente retrato de los momentos previos y posteriores a la entrada: «Efectivamente, para alcanzar la frontera teníamos que dejar la carretera y pasar por caminos estrechos. Así, los hombres iban dejando poco a poco todo lo que llevaban encima, para poder caminar mejor. Las mantas, las mochilas y todo lo que estorbaba para caminar se quedaba por tierra o era lanzado a los precipicios... A la madrugada siguiente, cansados, rendidos por la gana y el sueño, mojados hasta los huesos, sin haber descansado una noche entera desde hacía más de un mes y sin habernos cambiado ni una sola vez desde hacía más de dos meses, llegamos al pie de la bandera tricolor francesa. [...] Después de la bandera francesa, teníamos que tomar un pequeño camino helado lleno de obstáculos y que bajaba precipitadamente hacia el Poblet de Tec. Pueblo francés. Bajo la bandera francesa, dejamos las armas largas e hicimos una verdadera montaña. [...] Las autoridades nos invitaban a dejar toda clase de armas de tajo y de fuego. Revólveres, cuchillos largos, navajas, máquinas de retratar, era necesario dejarlo todo para siempre jamás». Los parágrafos siguientes ya no son una descripción de los primeros momentos del paso de la frontera, sino una síntesis de lo que fueron los posteriores días: «Ya estamos en tierra   —18→   francesa, tierra de exilio, de dolor, de sufrimientos, donde teníamos que empezar otro calvario, largo y difícil, lleno de obstáculos y miseria. ¿Hospitalidad? Campos de concentración, alambradas, barracas, piojos, pulgas, epidemias, hambre y frío...»

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En los momentos en que atravesaban la frontera, muchos de los exiliados eran conscientes que podrían pasar muchos años antes de poder volver a Cataluña. Uno de ellos era el badalonés Joan Manent, militante de la CNT, secretario particular de Joan Peiró y alcalde de su ciudad natal. Justo después de cruzar la frontera, escribía en su diario de guerra: «¡Pobre Cataluña! Es posible que pasen muchos años sin que pueda volver a verte. Puede que nunca más. Si así fuese, procuraré enseñar a mi hijo como catalán que también es, que la quiera como yo la he querido siempre. Una Catalunya libre y liberal, abierta a todo el mundo civilizado».

La mayoría de los soldados pasaron ordenadamente la frontera, primero en columnas de cuatro y más tarde de seis. Cuando llegaban al otro lado eran desarmados por los gendarmes y las tropas del ejército francés. Muchos gendarmes aprovecharon para registrar a los soldados y robarles todo lo que llevaban de valor, como máquinas de retratar, plumas, anillos, herramientas de trabajo, recuerdos de familia. Al lado de las aduanas se formaron enormes montañas de fusiles, pistolas y bombas de mano. El material pesado, como la artillería y los carros de combate, fue concentrado en Villeneuve-la-Rivière y en el Champ de Mars de Perpiñán. Veinticuatro horas más tarde, y solamente por el Pertús, habían pasado 50 000 soldados. Las tropas del ejército franquista llegaron a este paso fronterizo a las dos de la tarde del día 9 de febrero. Los últimos combatientes del ejército republicano habían pasado un cuarto de hora antes. El día 10, las tropas franquistas llegaron a Cervera de la Marenda y a la Guingueta y hasta el 13 de febrero no ocuparon todos los Pirineos. El gobierno francés había ordenado el traslado de un gran número de tropas hacia la frontera para controlarla, para reunir a los refugiados, llevarlos hasta las zonas marcadas y no permitir que ninguno quedase incontrolado. La XVIII región militar francesa estaba bajo las órdenes del general Falgade y a las unidades de las que ya disponía se añadieron rápidamente nuevos regimientos, como el 107 de Limoges. En total, entre los gendarmes, soldados y la guardia republicana móvil, el gobierno   —19→   francés dedicó alrededor de 50000 hombres para controlar a los refugiados. Las primeras unidades militares para custodiar el primer campo -Argelès- fueron unidades senegalesas del 24 Regimiento de Infantería. Llegaron el 3 de febrero.

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Las autoridades republicanas pasaron la frontera por diversos puntos y por separado. Las rivalidades políticas no desaparecerían ni en estos instantes finales. El acuerdo de que todas las autoridades saliesen juntas la mañana del día 5 desde Vajol, donde residía el presidente de la República, no se cumplió. Por un lado, el presidente de la República, Manuel Azaña, acompañado por el presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, y por el del gobierno, Juan Negrín y algunos familiares y amigos, cruzaron la frontera por el collado de Lli en las primeras horas del día 5 de febrero y se dirigieron hacia el pequeño pueblo de las Illes y posteriormente a Perpiñán. Negrín volvió rápidamente hacia Vajol y en el camino de vuelta se encontró con los presidentes de los gobiernos autónomos de Cataluña, Lluís Companys y el de Euskadi, José Aguirre, que iban acompañados de los consejeros Carles Pi i Sunyer, Josep Tarradellas, Antoni M. Sbert y Pere Bosch Gimpera. Tanto Companys como Aguirre se ofrecieron a volver con él, pero éste se negó y poco después le comentó a Julián Zugazagoitia, con un absoluto desprecio: «Ausentes de Cataluña, tengo una preocupación menos». Pero lo peor eran todavía las relaciones con Azaña, ya que según el mismo testimonio de Zugazagoitia, no solamente se menospreciaban sino que se odiaban. El jefe del Gobierno de la República, Juan Negrín pasó la frontera unos días después.

El gobierno de la Generalitat no se había reunido desde la salida de Barcelona. Las presiones de los consejeros del PSUC sobre el presidente Companys para que se reuniese el gobierno no fueron atendidas. La realidad era que el resto de los partidos que tomaban parte, Esquerra Republicana y Acció Catalana, consideraban que el gobierno del Frente Popular no existía realmente desde la crisis de agosto de 1938. Lo que querían estos dos partidos era la exclusión de los comunistas del gobierno y la formación de uno nuevo compuesto de elementos exclusivamente republicanos liberales. El gobierno catalán había salido de Barcelona el 24 de enero y después de diversas vicisitudes, la mayoría de sus miembros, así como un numeroso grupo de intelectuales se instalaron en la masía Perxés, en el municipio de Agullana.

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Entre los consejeros más activos en estos últimos días de enero de 1939, destacaba el de Cultura, Carles Pi i Sunyer, ya que de él dependía la evacuación de los intelectuales   —20→   catalanes y la salvaguardia del patrimonio artístico de Cataluña, que era conservado en varios lugares del país adecuadamente para salvarlo de los bombardeos. La primera expedición que llevó a un grupo de intelectuales y a sus familias salió de la masía Perxés el 31 de enero. Iban en un bibliobús de los Servicios de Cultura del Frente de la Generalitat y en un viejo autocar, acompañados por el coche del consejero Bosch i Gimpera, que una vez dejó la expedición en Boulou, volvió a Cataluña.

Por otra parte, un grupo de diputados del Parlamento catalán celebró una reunión en Olot el 26 de enero; el mismo día en que Barcelona era ocupada por los franquistas. La reunión fue muy tensa y llena de reproches. Algún que otro diputado se quejaba de la situación en la que se encontraban muchos de sus compañeros a pesar de que esta minoría política disfrutaba siempre de una posición privilegiada en su ruta hacia el exilio respecto a la masa de población anónima que hacía el mismo camino. El presidente del Parlamento, Josep Irla, presentó su dimisión pero no fue aceptada. Estas disensiones entre los parlamentarios y los partidos que formaban el gobierno de la Generalitat era el preludio de lo que sería la política de los exiliados en los próximos años.

También en esos últimos días de la guerra en Cataluña se produjo un echo que repercutiría y debilitaría la situación de la Generalitat en el exilio. Nos referimos a la entrega del fondo de la Tesorería de la Generalitat de Cataluña al gobierno de Negrín. Esta entrega se hizo en Figueras el día 2 de febrero, al día siguiente de celebrarse lo que sería la última sesión plenaria de las Cortes de la República en una de las caballerizas del castillo de la misma ciudad. De esta manera, la Generalitat pasó al exilio falta de recursos, y según las palabras de Pi i Sunyer quedó sometida a un régimen de concesiones mezquinas. Las promesas de Negrín en el sentido de que la Generalitat en el exilio tendría la intervención directa en la administración de los bienes de la República para que pudiese atender a las necesidades de los refugiados catalanes y de la misma institución, no se cumplieron, como tampoco se cumplió el compromiso de crear en el exilio un organismo central republicano llamado el Consejo de los Cinco, el de la República Española, el de las Cortes Republicanas, el del Gobierno de la República, el de Cataluña y el de Euskadi.