La poesía
lírica de Quevedo exhibe con evidente intensidad un
sentimiento que el poeta nombra múltiples veces: el
cuidado. En su estudio sobre «La vida del hombre en
la poesía de Quevedo» Pedro Laín Entralgo
reunió un copioso ejemplario de versos que enuncian el
cuidado y lo explicó como el sentimiento fundamental del
poeta ante la incertidumbre, la fugitividad y la inconsistencia de
la vida humana. El cuidado mantiene al extraviado peregrino y
puebla su soledad; le aproxima hora a hora hacia el sepulcro, y le
hace sentir la vanidad de todo lo terreno. Vías de
evasión de ese cuidado de existir serían,
según Laín, la memoria, el placer, el ensueño
ideal, el sueño físico, la ascesis estoica, el amor
humano y, finalmente, comprobada la incapacidad o debilidad de esos
medios para alcanzar duradero alivio de aquel cuidado, la fe
religiosa. Escribía Laín: «El hombre puede olvidar que vive
muriendo o, sabiéndolo, trascender de la muerte por
vía de lúcida creencia», y, si no
interpreto mal sus explicaciones, vías de olvido
serían el placer, el ensueño ideal, el sueño
físico y el amor humano, y vías de
trascendencia la memoria, la ascesis y, sobre todo, la
fe.
No dejaba de
mostrar el intérprete cómo las vías de
evasión por olvido eran precarias y
momentáneas: extasiarse ante la naturaleza o escudarse de la
muerte en la entrega erótica; absorberse en el
diálogo mudo de la lectura (ensueño del
espíritu); imitar a la muerte misma en el sueño
biológico, o inhibirse contra el tiempo en la soñada
plenitud del amor, manantial casi siempre de cuidado y soledad.
Incluso las dos vías menores de evasión por
trascendencia resultaban insuficientes: la memoria, porque
junta a la gloria del presente salvado la pena del pasado extinto,
y la renuncia ascética, porque no consigue más que
desarmar el cuidado pero no aniquilarlo. Sólo la fe,
esperanzada en recibir tras la muerte una «nueva libertad», transfigura el
pesimismo amoroso y antropológico de Quevedo en un «optimismo trascendido», según el
cual la vida humana es vida eterna «capaz
de llevar a su definitiva eternidad todo cuanto él
amó en este mundo». «Quien dijo ‘amo la vida con saber que es
muerte’, dice también ‘amo la muerte por saber
que es vida’. El dramático intento de reducir las dos
tesis a unidad vivida, no puramente doctrinal, es [...] la clave
más profunda de la poesía de
Quevedo»1.
De acuerdo, en lo
conclusivo, con la interpretación de Laín Entralgo,
quisiera completar su puntual examen del cuidado con la
consideración del olvido en la poesía grave
de Quevedo. Las páginas de Laín pueden dejar la
impresión de que en esta poesía casi tanto como la
presión del cuidado opera la tendencia evasiva, la voluntad
de olvido; pero en verdad esto sólo ocurre muy raras veces,
y lo característico es más bien una resistencia
-dramática, sí- contra el olvido. Propósito de
esta nota es aclarar cómo siente, concibe y expresa Quevedo
el olvido: vinculado a qué zonas de experiencia, inserto en
qué contextos.
El olvido
podría ser definido como la capacidad y el resultado de
borrarse de la mente lo que en ella ha inscrito la experiencia
(«dimenticare» dice
la lengua italiana, con singular exactitud). La voluntad
podrá ejercerse a veces eficazmente en la tarea de tachar,
borrar o anular la memoria; pero en rigor no siempre que se quiere
se puede olvidar; en cambio, se olvida a cada instante lo que no
está presente a la conciencia; casi todo el pasado queda en
estado latente de desmemoria para que sea posible vivir con
plenitud lo inmediato. Desde este punto de vista, el olvido es algo
tan necesario, y tan imperceptible, como el espacio para ver los
objetos, el silencio para oír los sonidos, la
atmósfera para respirar el aire, el sueño para
restaurar las fuerzas o la salud para vivir normalmente. Como estas
realidades, el olvido, por lo común, no se nota. Sólo
se hace sentir cuando el sujeto quiere recordar algo (una
fisonomía, una palabra, un paisaje, una porción del
tiempo) y comprueba que, entre lo que él creyó haber
retenido y este estado de ahora que le impulsa a evocarlo, se ha
interpuesto una nada: la nada del olvido. Sin el olvido no
podría vivir el hombre. La comparación con el
sueño o con la salud no es arbitraria, sino basada en
afinidad proporcional: tan necesario como al cuerpo la salud o el
sueño, es a la conciencia el olvido. Y no se trata
sólo de que sea saludable olvidar lo adverso a fin de
conservar cuanto de propicio la vida nos ofrezca, para así
afirmarnos en una trayectoria positiva, pues ello supondría
una falsificación; es saludable olvidar mucho, de lo malo
como de lo bueno, para que la conciencia disponga de espacio en que
moverse dentro del presente y hacia el futuro; por donde
también puede apreciarse que la comparación con el
espacio, o con la atmósfera, o con el silencio, no es
impertinente.
De estas
consideraciones sólo pretendo deducir la condición
necesaria y saludable del olvido, y aún habría que
ponderar la equivalencia olvidar = perdonar y la
regeneración de cualquier enfermedad -de cuerpo como de
alma- mediante el olvido. Pero Quevedo sólo rara y
tenuemente asigna al olvido una función beneficiosa. Casi
siempre alude a él como a un mal, un error, una
pérdida, carencia o insensibilidad peores que el más
doloroso y obsesivo cuidado.
Para Quevedo el
olvido, sentido así negativamente, se ofrece en tres
aspectos: como negligencia, que se opone a la virtud; como
indiferencia, que se opone al amor; como muerte, contraria a la
vida. Y en los tres aspectos el olvido opera como descuido,
contrapuesto al cuidado; pues la virtud, y el amor, y la vida, son
cuidado: cura y procura, ocupación y preocupación;
con otra palabra: sufrimiento.
1) Negligencia ante la virtud
(Moral del penitente)
La virtud, en el
sentido vigoroso del término, como fuerza para recordar y
ejercitar el bien (y de este modo militante, por encima del miedo y
la esperanza, la entiende Quevedo) exige perpetua atención,
despierto cuidado. Este cuidado del bien y de la verdad es ya, en
sí, la más alta acepción de la virtud como
hábito. Ser virtuoso es no perder un instante la memoria del
origen divino del alma ni la memoria de que la condición
perecedera de la carne iguala el vivir a un morir continuo.
El penitente del
Heráclito cristiano sabe que el apetito,
insubordinado a la razón, ha envilecido su alma de tal
manera que
En el mismo olvido
del primer nombre, es decir, del origen divino (Fray Luis de
León evocaba su alma, «que en
olvido está sumida», en trance de recobrar la
memoria «de su origen primero»,
III: 7, 10) incúbase un cuidado que será lo que
regenere al alma cuando el temor a salir de la esclavitud del
apetito se convierta en temor a la magnitud de la vileza. Pero
dentro de ese estado mismo de servidumbre a la carne, el sujeto
confiesa el cuidado presente que le inspira tal futuro temor:
Sólo me da
cuidado
ver que esta conversión tan
conocida
ha de venir a ser agradecida,
más que a mi voluntad, a mi
pecado.
(26: 18-21)
En los poemas
morales de Quevedo el olvido es culpable distracción de la
verdad («Si las mentiras de fortuna,
Licas, / te desnudas, veráste reducido / a sola tu
verdad, que, en alto olvido, / ni sigues, ni conoces,
ni platicas», 116: 1-4) y es negligencia culpable al no
reconocer la identidad vida = muerte, verificable en la
ininterrumpida fuga del tiempo. La vida del hombre es: «Nada, que, siendo, es poco, y será nada /
en poco tiempo, que ambiciosa olvida» (11: 5-6).
En la silva «El reloj de sol» el poeta pregunta y
amonesta a Floro:
¿Agradeces curioso
el saber cuánto vives,
y la luz y las horas que
recibes?
Empero si olvidares,
estudioso,
con pensamiento ocioso,
el saber cuánto
mueres,
ingrato a tu vivir y morir
eres:
pues tu vida, si atiendes su
doctrina,
camina al paso que su luz
camina
(141: 8-16)
La inadvertencia
de la muerte es ingratitud a la propia vida, malgastada en el mero
cómputo de las horas inútiles: «No cuentes por sus líneas solamente / las
horas, sino lógrelas tu mente» (141: 17-18).
En otra silva, la
titulada «A los huesos de un rey que se hallaron en un
sepulcro», se invita irónicamente a los mortales a
dejarse arrastrar por la codicia y la ambición, en la
certeza de que la realidad de la aniquilación pronto se
impondrá al engañoso descuido:
Sirva la libertad de las
naciones
al título ambicioso en los
blasones;
que la muerte, advertida y
veladora,
y recordada en el mayor
olvido,
traída de la hora,
presta vendrá con paso
enmudecido,
y herencia de gusanos
hará la posesión de
los tiranos.
(142: 76-83)
Con estos versos
apretadamente antitéticos termina la «Sepulcral
relación en el monumento de Wolistan», menos en
homenaje al soberbio Wallenstein que en memoria de bien y contra el
pecado de olvido:
No se ve el
hombre; vense las heridas;
del cuerpo muerto nacen
escarmientos:
tú los quieres crecer si
los olvidas.
(263: 12-14)
Por eso, como se
lee en el «Elogio al Duque de Lerma»:
Feliz el que la candida pureza
no turba en la riqueza,
y aquel que nunca
olvida
ser polvo, en el halago
del tesoro,
y el que sin vanidad desprecia el
oro.
(237: Strophe I, 12-16)
De la
concepción quevediana de la virtud como constante vigilia es
testimonio bellísimo el soneto moral contra los que
confían demasiado en la prosperidad:
Más
escarmientos dan al Ponto fiero
(si atiendes) la bonanza y el
olvido,
que el peligro y naufragio
prevenido,
y el enojo del Euro más
severo.
(57: 1-4)
Como en otros
varios casos, el olvido -equiparado aquí a la bonanza que
mantiene indecisa la nave- es puesto en expreso contraste con el
concepto activo de cuidado. Cuando el Noto lisonjero adormezca las
velas
Entonces,
¡oh Mirtilo!, desvelados
en la milicia de la calma
ociosa,
tus sentidos irán y tus
cuidados.
Menos dulce es la
paz que peligrosa;
no salgas, no, a recibir los
hados;
tarda, con advertencia
perezosa.
(57: 9-14)
La tardanza,
ensalzada asimismo por Gracián en la alegoría de la
Espera con su carro de rémoras y su trono fabricado de
conchas de tortugas (El Discreto, III), es distancia que
recuerda el origen, examina el rumbo y contempla el trayecto:
reflexión para obrar; no entrega precipitada, ni ciego
olvido de las circunstancias.
Tampoco Dios
olvida, aunque el tirano llame olvido a la piedad de Dios:
No es negligencia
la piedad severa;
bien puede emperezar, mas no
olvidarse
la atención más
hermosa de la esfera.
Estále a
Dios muy bien el descuidarse
de la venganza que tomar
espera:
que sabe, y puede, y debe
desquitarse.
(130: 9-14)
Ser virtuoso es no
olvidar el origen divino, ni la verdad de la muerte, ni la huida
irreparable del tiempo, ni la realidad del polvo, ni la necesidad
del cuidado, ni la justicia última de Dios. Pero la virtud
misma (y aquí asoma de nuevo la ironía del moralista
avezado al malpago del mundo) padece olvido. Así lo dice la
voz del desengañado que se retira:
Fui malo por
medrar: fui castigado
de los buenos; fui bueno: fui
oprimido
de los malos, y preso, y
desterrado.
Contra mí
sólo atento el mundo ha sido,
y pues sólo fue
inútil mi pecado,
cual si fuera virtud, padezca
olvido.
(85: 9-14)
2) Indiferencia frente al amor
(Erótica del amante)
En la
poesía amorosa de Quevedo el olvido aparece también
con signo negativo predominante. Dada la índole
cortés y petrarquista de esta poesía, el amor se
nutre de cuidado (recuerdo, reflexión: dolor) y alienta en
una perpetua insatisfacción gloriosa: es un amor que rara
vez puede olvidarse de sí, que nunca olvida su objeto y cuya
pena más constante es el olvido ajeno, la indiferencia de la
amada: como ausencia, adversa al goce inmediato de la
contemplación (aire y no bulto); como frígido
silencio, adverso a la forja de recuerdos comunes y a la ardiente
pasión del amante (mudez y no palabra; hielo y no
llama).
En alguna rara
ocasión pasa por la conciencia del enamorado la imagen
ilusoria de un lenitivo («en tanto que
al rigor de mi cuidado / busco -¡ay, si le
hallase!- algún olvido», 319: 2-4) o el
fugaz recuerdo de un consuelo modesto y momentáneo («un mover de tus labios / me trujo
olvido a infinidad de agravios», 393: 23-24). Pero
lo ordinario es la imposibilidad de olvidar:
Quevedo no conoce
el embeleso del amor con descanso («dejando mi cuidado, / entre las
azucenas olvidado»). Más semejante a
Herrera que a ningún otro poeta español de su
época en la aceptación del cuidado como vela pertinaz
y pena inalienable, y en la contemplación del olvido como
tiniebla anegadora que induce a error y miedo, las expresiones a
que su desasosiego le lleva son las más poderosas que cabe
percibir en la poesía barroca: «Velo soñando, y sin dormir,
recuerdo», «Escucho sordo y
reconozco ciego, / descanso trabajando y hablo mudo»
(353: 7, 9-10); ¿qué furia armada deja «a mí despierto, a mi razón
dormida»?, «es cada sombra un
enemigo armado» (356: 8, 14); «paso luchando a solas noche y día / con
un trasgo que traigo entre mis brazos» (358: 3-4);
«duermo amenazas y desdichas
velo» (403: 36). El destino del amante se cumple en esta
convergencia: «No sólo nací
yo para cuidados; / mas ellos sólo para mí
nacieron» (390: 25-26). Si al doloroso cuidado del amante
le es posible algún olvido, éste recaerá
-círculo vicioso o paradoja penal- sobre el olvido mismo.
Así puede empezar una descripción de los efectos de
amor por el tradicional procedimiento de los contrarios:
Osar, temer, amar
y aborrecerse;
alegre con la gloria
atormentarse;
de olvidar los trabajos
olvidarse;
entre llamas arder, sin
encenderse.
(367: 1-4)
Y este olvidarse
de olvidar las penas adquiere movimiento verbal personalizado, y
singular aunque anónima destinataria, en esta nueva
modulación de la paradoja:
Mándasme que te
olvide
.......................................
Fuérzome, ídolo
mío,
y a olvidarte
porfío;
pero como nací para
adorarte,
cuando me olvido es
sólo de olvidarte.
(388: 17, 21-24)
Tales son los
olvidos -ilusorios, irrealizables o retrucados- del amante. La
amada, en cambio, es pródiga de olvidos, y fuera de algunos
tópicos encarecimientos acerca de la ausencia (por ejemplo,
345: 11, y 355: 5), pueden notarse más enconadas angustias
en otras variaciones referidas al silencio, la frialdad y la falta
de respuesta:
acabaráme
olvido,
y antes muerto estaré que
arrepentido
(393: 11-12)
pues me tienes rendido,
no me des por amor eterno
olvido
(394: 11-12)
Amar, que fue
locura bien nacida,
me castiga Fortuna por pecado:
siempre fue delincuente el
desdichado:
si no le acusa Amor, Amor le
olvida.
(459: 5-8)
Del cuerpo desdichado,
que tanto padeció por
obligarte,
mando a la tierra aquella poca
parte
que al fuego le sobró y a
mi cuidado.
En tu olvido
abrirán mi sepoltura
y llevará los lutos mi
ventura.
(508: 13-18)
En casi todos
estos casos el olvido connota ya una proximidad a la muerte, y esta
aproximación se extrema en versos más conocidos que
hablan del dolor, del sueño, de la muerte misma y de la
imaginada victoria sobre la muerte.
En uno de los
más bellos sonetos a Lisi, por obra del amor, definido como
«guerra civil» que no concede
tregua ni reposo, el corazón amante padece una
inundación de olvido, que, equivalente a su soledad, su
vacío y su ruina, contiene implícita la imagen de las
ondas letales:
Explayóse
el raudal de mis gemidos
por el grande distrito y
doloroso
del corazón, en su penar
dichoso,
y mis memorias anegó en
olvidos.
(486: 5-8)
La silva «El
sueño» invoca el olvido como paz lejana, inasequible
para el desvelado por amor. Así en los primeros versos:
¿Con qué culpa tan
grave,
sueño blando y
süave,
pude en largo destierro
merecerte
que se aparte de mí tu
olvido manso,
pues no te busco yo por ser
descanso,
sino por muda imagen de la
muerte?
Cuidados veladores
hacen inobedientes mis dos
ojos
a la ley de las horas.
(398: 1-9)
Y así
también en aquellos versos intermedios que, virgilianamente
(insomnio de Dido)3,
y petrarquescamente (desvelos del cantor de Laura)4,
describen el contraste entre el general reposo y la inquietud
singular:
Con sosiego agradable
se dejan poseer de ti las
flores;
mudos están los males;
no hay cuidado que
hable:
faltan lenguas y voz a los
dolores,
y en todos los mortales
yace la vida envuelta en alto
olvido.
Tan solo mi gemido
pierde el respeto a tu silencio
santo.
(398: 39-47)
Tropezamos
nuevamente (como en 116: 3) con el sintagma alto olvido.
«Alto» no significa
aquí, como pudiera parecer, ‘elevado, etéreo,
celeste’, sino ‘profundo’. Quevedo habla en otros
puntos de «altas ondas» (30:
8), «alto mar» (138: 44) y
«altos ríos» (444: 9).
Su alto olvido, si no tiene una fuente más precisa,
que desconozco, debe de remontarse a paradigmas latinos como
«somnus
altus» (Horacio, Sat., II,
1, 8), «alta
quies» (Virgilio, Aeneis, VI, 522), «altus
sopor» (ibid., VIII, 27) o «alta
silentia» (ibid., X, 63), comp. Quevedo mismo, 192: 45-46 («y en el alto silencio, mudo y ciego, /
descansaba en los campos el ganado»). En la Vulgata (Sapientia, XVI, 11): «ne in
altam incidentes
oblivionem». Curioso es
encontrar en un soneto de Francisco de Rioja, «A las ruinas
de la Atlántida», la expresión quevediana en su
casi exacta literalidad: «Este mar [...]
cubre, Don Juan, la parte más lucida / del orbe, y yace
envuelta en alto olvido»5,
caso no único, pues si en Quevedo se lee «Diome el cielo dolor y diome vida»
(458: 1), en Francisco de la Torre ya aparecía: «diote el cielo dolor y dio te
vida»6.
Un concepto de
impresionante eficacia rige intelectualmente, y emocionalmente
inspira, el soneto a Lisi que concluye así:
Yo muero, Lisi,
preso y desterrado;
pero si fue mi muerte la
partida,
de puro muerto estoy de
mí olvidado.
Aquí para
morir me falta vida,
allá para vivir
sobró cuidado;
fantasma soy en penas
detenida.
(474: 9-14)
En
situación de ausencia, el sujeto se ve a sí mismo
como el espectro de un moribundo que ni podía vivir antes,
cuando se hallaba en presencia de la amada, porque le sobraba
cuidado, ni puede ahora acabar de morir en ausencia de ella, porque
para acabar de morir es preciso estar vivo, pero la ausencia le ha
robado el alma con que poder acordarse de sí propio.
La imagen
superlativa de la resistencia al olvido se encuentra en la
poesía amorosa de Quevedo en dos sonetos a Lisi: el 472,
donde afirma que el alma «su cuerpo
dejará, no su cuidado», y el 460, cuyos tercetos
parafrasean el mismo ensueño tan falaz como glorioso, pero
dando igual relieve a la inmortal hermosura de la amada que a la
pasión inextinguible del enamorado.
Se ha comentado ya
tanto y tan bien el soneto 472 («Cerrar
podrá mis ojos...») que parecerá superfluo
ampliar la glosa. Sin embargo, con ocasión del tema abordado
en esta nota, quizá puedan no ser baldías algunas
conexiones y sugerencias.
En primer lugar,
aunque en este soneto no se menciona el olvido, se nombra la
memoria, y ya Borges señaló, para la imagen
cimera del poema («polvo
enamorado») el antecedente de Propercio, donde sí
aparece el olvido: «Ut meus oblito pulvis amore vacet» (Elegiae, I, xix,
6)7.
Walter Naumann no deja lugar a dudas sobre el débito del
poeta español al latino8.
Por su parte, Carlos Blanco Aguinaga, refiriéndose a la
ribera del «agua fría»
que la «llama» del amante dice
saber «nadar», observa que
«no puede ser ya otra cosa más
que el doble concepto, fundido del Leteo y la laguna Estigia: la
línea fronteriza última de la
Vida-Fuego»9.
Tiene razón Blanco Aguinaga cuando nota que de lo primero
que habla el poeta, en los cuartetos, es de la muerte, y no se me
oculta que entre la Estigia (o el Aqueronte) y el Leteo, se dan
habituales aproximaciones y confusiones. Así ocurre en
Garcilaso:
libre mi alma de su estrecha
roca,
por el Estigio lago conducida
celebrando t'irá, y aquel
sonido
hará parar las aguas del
olvido.
(Égl. III, 13-16)
Así ocurre
también en los Diálogos de amor de
León Hebreo:
No me acuerdo
haberte prometido otra cosa que amarte y padecer tus desdenes,
hasta que Caronte me passe el río del olvido; demás
desto, si el ánima allá de la otra parte se halla con
algún sentimiento, no estará jamás despojada
de afición y martirio10.
Cabe, sin embargo,
que entre el río Leteo (olvido) y la laguna Estigia (muerte)
la confusión no sea tan completa, en el caso del soneto de
Quevedo. Pasar la laguna Estigia es, desde luego, arribar, ya
muerto (y sepultado) a la región donde habitan las almas que
todavía penan y que ni aun en la muerte olvidan sus penas.
En esa región, no lejos de la Estigia, están los
«Campos de los Sollozos»
(lugentes
campi): secretas veredas ocultan allí a los que en
vida consumió el duro amor, a los cuales ni aun en la muerte
los dejan sus cuidados (curae non ipsa in morte
relinquunt, Virg.,
Aen., VI, 444). Pasada esa región el
camino se escinde en dos rutas, la de la derecha, que
llevará a los Campos Elíseos, y la de la izquierda,
que conduce al Tártaro. Aquí, en el Tártaro,
bañado por el Flegetonte, sufren los malos su castigo.
Allá, en los Elíseos, bañados por el Leteo,
otras almas, luego de purificarse de las miserias carnales y quedar
reducidas a su etérea esencia y al fuego de su primitivo
origen, aguardan que, cumplido un período de mil
años, un dios las convoque junto al Leteo a fin de que
retornen a la tierra, sin memoria de lo pasado, y renazca en ellas
el deseo de habitar de nuevo en humanos cuerpos:
Has omnes, ubi
mille rotam volvere per annos,
Lethaeum ad
fluvium deus evocat agmine magno:
Scilicet inmemores
supera ut convexa revisant
Rursus, et
incipiant in corpora velle reverti.
(Aen., VI,
748-751)
Recordada esta
distinción, no me parece absurdo que el soneto de Quevedo
pudiera expresar, con una hipérbole aún más
intensa de lo que se ha admitido, la imaginaria victoria del
cuidado amoroso sobre el olvido en que hubieren
de purificarse milenariamente las almas no condenadas. Adoptando
una perspectiva «antigua», más que
«pagana», el poeta no sólo se sueña
conservando, muerto ya, en el polvo de sus despojos, el amor que lo
alentara, sino, como alma supuestamente destinada a volver,
prefiriendo el cuidado que le mantuvo en la tierra al olvido que le
haría apto para retornar a ella: ¡tan fuerte es su
adhesión al fuego humano en que gloriosamente ardieron sus
venas y medulas! Muy en lo cierto me parece Fernando Lázaro
Carreter al ver en este soneto, en vez de «la exaltada plenitud de la vida en el
amor» (Amado Alonso), «la
obstinación, la negativa patética y violenta de
aquella alma a morir del todo»11.
Con parecido
temple puede afirmar Quevedo en otro soneto a Lisi:
De esotra parte
de la muerte dura,
vivirán en mi
sombra mis cuidados,
y más allá del
Lethe mi memoria.
Triunfará del olvido tu
hermosura;
mi pura fe y ardiente, de los
hados;
y el no ser, por amar, será
mi gloria.
(460: 9-14)
Y ya, en otro
poema amoroso, manifestada la alegría de poder llevar
consigo al sepulcro sus cuidados, había de leerse en el
epitafio que cubriere su «polvo
amante»:
Aquí
descanso de la triste vida,
al rigor de mí mal
agradecido;
y el cuerpo, que de amor aun no
se olvida,
en poca tierra, en sombra
convertido,
hoy suspira; y se queja,
enternecida,
la tumba negra donde está
escondido.
Aún arden, de las llamas
habitados,
sus huesos, de la vida
despoblados.
(425: 41-48)
En La cuna y
la sepultura transcribía Quevedo estas palabras de San
Pablo: «Los que vivimos en este
tabernáculo gemimos, porque no queremos ser despojados, sino
sobrevestidos de tal manera, que sea lo mortal incluido en la
vida» (2 Corintios, 5, 4). Y
añadía a continuación: «Quisiéramos morir sin muerte, y que la
vida nueva conmutara en sí la ya cansada y
caduca»12.
Este ansia de inmortalidad terrenal, tan clamada por Unamuno en su
sentimiento trágico de la vida, en rigor no corresponde a la
esperanza cristiana en la resurrección de la carne, que
habría de transfigurar el cuerpo material en cuerpo
espiritual incorruptible, ni tampoco al mito ancestral de la
regeneración letea y el retorno, que interpone precisamente
el total y absoluto olvido. Es más bien, como dice Blanco
Aguinaga, un delirio13.
Pero quizá no un delirio que se apacigua y desvanece, como
Blanco parece creer suponiendo valor cronológico de
posterioridad a otras manifestaciones contrarias a la del soneto
famoso14,
sino un delirio que puede estallar en cualquier momento a favor de
la urgencia del anhelo, y que expresa el miedo a la
discontinuación del vivir corpóreo, el pánico
a la interpolación de cualquier forma de olvido.
3) Muerte contra la vida
(Metafísica del creyente)
El olvido, en
última esencia, es para Quevedo muerte que proyecta su
sombra, o su vacío, o su nada, sobre lo que fue. El paso del
tiempo relega al olvido imperios, ciudades y héroes.
Cartago, Troya, Jerusalén y Roma triunfante y confiada, no
podían sospechar su acabamiento: «Y ya de tantas vanas confianzas / apenas se
defiende la memoria / de las escuras manos del
olvido» (24: 13-15). Al castillo de Cartagena, para
cuya obra se deshicieron unos sepulcros de romanos, se dirige
amonestadora la voz del poeta con estas palabras: «De venganzas del tiempo, de escarmientos, / de
olvidos y desprecios de la muerte, / de túmulo
funesto, osas hacerte / árbitro de los mares y los
vientos» (58: 5-8). De los emperadores de la Roma antigua
poco o nada se conoce ya: «y visten
(¡ved la edad cuánto ha podido!) / sus huesos polvo, y
su memoria, olvido» (137: 121-122). Por la
gloriosa nombradía de la presente Salamanca, «escuro olvido cubre el nombre a
Atenas» (199: 10). Y desde su túmulo habla Aquiles
a Alejandro: «Aquiles es quien yace
sepultado, / y con silencio duerme en largo
olvido» (276: 5-6).
Contra la
paulatina erosión del olvido histórico, algo puede,
en poesías encomiásticas o panegíricas, la
obra escrita y el nombre del autor por ella propagado a la
posteridad. La narración bizantina de Lope afrentará
las fuerzas «del tiempo y del
olvido» (284: 2). En elogio de Cristóbal de
Mesa entona Quevedo estas palabras de timbre virgiliano: «Hoy de los hondos senos del olvido / y
negras manos de la edad pasada, / con voz al son del hierro
concertada, / el gran varón sacáis nunca
vencido» (285: 1-4). Y la hipérbole incriminadora
del mayor enemigo -el olvido mismo- es la forma que adopta la
alabanza de la perdurabilidad de la poesía en el segundo
túmulo de don Luis Carrillo: «Respeta este sepulcro, que es trofeo / del
nombre de Carrillo y de Fajardo, / que al Lete dio más
nombre que su olvido» (272: 9-11).
Si este es el
más confortante consuelo imaginario del poeta
-pensar que la poesía sobreviva al olvido-, la fe del
cristiano conoce y quiere proclamar la única
victoria definitiva sobre el tiempo y, por tanto, sobre el olvido,
a través de la Redención. En el «Poema heroico
a Cristo resucitado» (192) canta Quevedo el descenso de
Cristo a los infiernos para rescatar a las almas que esperaban su
advenimiento. En el primer umbral del Infierno están la
Guerra, la Enfermedad, la Pobreza, el Hambre, la Vejez, el Temor,
«los esquivos / Cuidados veladores,
vengativos», la Discordia furiosa, «el Olvido / ingrato y necio;
el Sueño, descuidado» (vv. 74-75), el Llanto, el Engaño, la
Envidia, la Inobediencia, la Soberbia y, en fin, «la formidable Muerte». Y es de
advertir que el Olvido no figuraba entre los males en los versos de
la Eneida (VI, 273-284) en que el poeta se
inspira15.
A la llegada de Cristo desármanse y se dispersan los
ministros del Infierno, mientras las almas «en olvido sepultadas, / en vano
procuraban, sin aliento, / dar a sus lenguas voz y
movimiento» (vv. 310-312).
Cuando David pregunta al Salvador «¿En dónde habéis estado
detenido / prolijo plazo y término tan largo, / mientras
en la garganta del Olvido / de la esperanza nos posee el
embargo?» (vv. 529-532), la
respuesta de Jesús a los Padres y Profetas culmina en esta
estrofa, que enuncia el triunfo de la Memoria divina sobre el
terreno olvido, la apoteosis de la Vida por obra de la misma
muerte:
Mi Cuerpo en el
sepulcro está guardado
de eterna majestad siempre
asistido;
al sol tercero está
determinado
que resucite, de esplendor
vestido;
el premio de mi sangre ha
rescatado
vuestra esperanza del obscuro
olvido:
seguidme adonde nunca muere el
día,
pues vuestra vida está en la
muerte mía.
(vv.
593-600)
Oscuro olvido,
ingrato y necio, compañero de todos los males, embargo de la
esperanza. El creyente proclama poder vencerlo gracias al
sacrificio de Cristo; el poeta confía poderlo atenuar
mediante el eco prolongado de la palabra; el amante sueña
poder impedirlo a fuerza de pasión y anhelante cuidado. Pero
la voz de Quevedo se adapta a múltiples sujetos ficticios
que la conducen, en diversas modulaciones, al ánimo del
lector. Y así, el satírico, tomando
momentáneamente el papel del aficionado a placeres en trance
de morir, puede hablar a sus descendientes en términos de
macabra incredulidad: «Hijos que me
heredáis: la calavera / pudre, y no bebe el muerto en el
olvido; / del sepulcro no come y es comido: / tumba, no
aparador, es quien lo espera» (611: 1-4); «Dadme aquí los olores cuando güelo,
/ y mientras algo soy, goce de todo» (vv. 9-10). Esta es la posibilidad cínica.
Pero de la misma raíz de un olvido previsto como fría
inundación de sombra, sin la luz de la Redención, sin
la voz de la Fama, sin la llama del Amor, surge también la
posibilidad desesperada o trágica, en la que nos parece
reconocer al Quevedo más íntimo, aquel que
-parafraseando la fina distinción que hace José
Manuel Blecua entre la autenticidad y el juego-16
nos habla «desde sí
mismo» y no «como
si...»; aquel que en el Sueño del
Infierno, a propósito de Dositheo, escribió la
reveladora reflexión que descubre, comenta y subraya Tierno
Galván: «Pues, cuando fuera
así, que fuéramos sólo animales como los
otros, para morir consolados, habíamos de fingirnos
eternidad a nosotros mismos»17
.
Tal visión
desesperada, exenta en su contexto de cualquier alusión
esperanzadora, figura en el Heráclito cristiano
(Salmo XVI), y el soneto que la condesa ofrece dos versiones, ambas
de parecida intensidad, pero la segunda aún más
sombría que la primera. Lo único no alterado es la
segunda mitad de la estrofa inicial, aquella parte precisamente
que, al cínico «no bebe
el muerto en el olvido», opone, con
ademán de náufrago, un beberse el olvido,
pero no como abandono al poder regenerador del Leteo («Lethaei ad
fluminis undam / Securos latices, et longa oblivia
potant»,
Aen., VI, 714-715), sino como
aceptación -entera, inerme, sin sed- del último y
tenebroso trago:
Ven ya, miedo de
fuertes y de sabios:
irá la alma indignada con
gemido
debajo de las sombras, y el
olvido
beberán por demás
mis secos labios
(28: 1-4)
El penitente
cuidadoso, el amante acuitado, el creyente cogitabundo sienten -y
expresan en varios modos- idéntico terror: contra el
olvido.