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Ausentes, como de costumbre

Juan Ramón Masoliver





Mientras al estruendo del cañón habían de conciliar el sueño no pocos pacíficos vecinos y dos personajes caían acribillados a balazos en plena plaza pública, la sal de las letras mundiales se ha congregado en Roma para examinar con la libertad más absoluta -en el ambiente principesco de la Farnesina- grandes problemas del momento. Como en otoños anteriores, la Academia de Italia ha acogido el Convenio internacional Volta, organizado en esta ocasión por su Clase de las Letras. Dos años ha, la Clase de Ciencias Políticas invitó al elemento más destacado de nuestro continente para pronunciarse en torno a la situación europea: este año, tocando a la Sección de Letras fijar el tema, ha sido elegido el del Teatro, que ha reunido en Roma representantes de todos los países, entre los que figuran los autores dramáticos, directores, técnicos y críticos teatrales más conocidos de nuestros días.

Inglaterra e Irlanda; Holanda, Bélgica, Francia y Portugal; Alemania y Austria; Checoslovaquia, Yugoeslavia y Polonia; Grecia, Bulgaria y Rumanía, amén de Rusia, Norteamérica e Italia han mandado representantes al Convenio. A los sillones de la Academia se han sentado celebridades de todas las edades y tendencias. Desde Maeterlinck y Emile Fabre a los Jean Jacques Bernard, y los Denys Amiel; historiadores como Wilmotte y Németh; críticos como Silvio d’Amico, Renato Simoni, Antonio Ferro; escritores cual Girardoux, Jules Romains y Franz Werfel; directores como Gordon Craig, Tairoff, Jacques Copeau, Antoine y Kart H. Hilar; Yeats, el patriarca de la poesía inglesa actual. Pirandello, Marinetti; los arquitectos Gropius, Gregor, Saivini y el multiforme Prampolini... ¿A qué proseguir? Cuantos en Europa y en el mundo entero abren los caminos del drama, de la escenografía y de la crítica. Todos han bajado al palenque; solo España (y no por falta de invitación) ha desertado.

Benavente fue de los invitados y (como Hauptmann, como Stanislawski, como Meyerhold, Crommelynck y Paul Claudel) excusó plausiblemente su ausencia. No así los hermanos Quintero, Martínez Sierra ni García Lorca que, tras haber aceptado la invitación, a la hora de coger el tren no han sido habidos. Y no cabe alegar discrepancias políticas ni cuestiones de escuela cuando comunistas, nazi, católicos, fascistas y liberales, viejos y jóvenes, simbolistas y futuristas han expuesto sin traba alguna sus ideas para excusar incorrecciones, máxime cuando a la conducta de cada cual va ligado el prestigio nacional.

De haber asistido a la reunión, cuando los delegados hablaban de la subvención que sus respectivos Estados concedían y determinados teatros, podrían haber comunicado lo que en nuestro país se hace bajo este aspecto; cuando la ilustre concurrencia aplaudía la iniciativa portuguesa de dar representaciones clásicas gratuitas en los barrios bajos de Lisboa y de Oporto y admiraba la organización italiana de los «Carros de Tespis», que llevan óperas y dramas por los pueblos de la península, algún delegado español podría haber llamado la atención sobre las tan decantadas «misiones pedagógicas» y el bueno de García Lorca, que tantos giros culturales ha realizado por esos mundos, podría haber ilustrado los fines y frutos de «La Barraca» que él dirige.

Mas dejemos a los ausentes, de cuya parte está siempre el error, para fijarnos en una de las cuestiones más importantes y debatidas en el Convenio, la de las relaciones que median entre el Teatro y el Estado.

Ante las penurias del teatro y su innegable valor social, el Estado puede adoptar una serie de posiciones, desde la inhibición a la socialización. A la cabeza de la intervención estatal figura, sin duda alguna, Rusia, que valiéndose del teatro como de arma política insustituible, no ha reparado en gastos (calcúlase que anualmente le cuesta ciento cincuenta millones de rublos, aparte la construcción de nuevas salas y reconstrucción de antiguos teatros) para darle un desarrollo extraordinario. Baste decir que antes de la Revolución no existía un teatro nacional del Estado, mientras hoy son tantos y tan difundidos -por las tundras siberianas, junto a las tiendas de la Yacutia, en el Cascastán, en la Bajkiria- que en ellos se representa en cuarenta lenguas distintas y trabajan 27.500 artistas, frente a los 7.000 actores empleados en la época zarista; y que en 1933 han sido dadas en Rusia más de 16.000 representaciones, entre las cuales figuraban 4.500 obras clásicas y 1.400 traducciones. Al otro extremo de la ideología, en la Inglaterra liberal, los autores dramáticos han sacado a colación el desarrollo del teatro ruso para reclamar la creación de un teatro nacional. Ahí está la carta dirigida por trece dramaturgos -entre los que figura Bernard Shaw- al director del Times, protestando de que mientras los gabinetes que en un cuarto de siglo se han sucedido no han hecho lo más mínimo por el teatro, el actual ha llegado a ofrecer 100.000 esterlinas por el Codex Sinaiticus a los Soviets. «Al concluir las transacciones -dicen los dramaturgos en cuestión- contará Rusia con un teatro nacional admirablemente organizado y nosotros poseemos el Códice, mas no teatro nacional. Los rusos sonreirán de buena gana; mientras nuestra risa, por qué no decirlo, será de conejo... Que tras semejante gasto no podamos obtener siquiera el solar para un teatro nacional, supera los límites de nuestra paciencia».

Es la voz, mitigada esta vez, de los que acuden al Estado cuando sus propias fuerzas no bastan: como acudieron sus colegas italianos, años atrás, hasta lograr la constitución de la Corporación del Espectáculo; como han acudido las grandes empresas industriales y comerciales en cuanto la crisis ha levantado la cabeza. Mas de esto, a creer que los hombres de teatro recurran de buena gana al Estado, hay un abismo; pues no por ello dejan de alzar las últimas objeciones que, en resumidas cuentas, se reducen a la sacrosanta libertad del Arte y la supuesta competencia del Estado en materias artísticas.

¿Mas, acaso el Estado -pregúntase un crítico eminente, Silvio d’Amico- es competente en Medicina? Sin embargo, existe una Dirección general de Sanidad que hace suyas e impone determinadas teorías en detrimento de otras: la vacuna obligada, por ejemplo. Igual sucede en el campo de la Arqueología, en Arte moderno, en la Música. Y nadie habla de incompetencia cuando el Gobierno -el Estado- concede a un filólogo una cátedra universitaria, lleva a cabo unas excavaciones destruyendo las obras de arte que las impiden, o -como en el caso londinense- invierte algunos millones de pesetas del Erario en la compra de un manuscrito. Y si los técnicos a quienes el Estado confía estas decisiones (pues no son, naturalmente, los políticos los llamados a definirlas) no son el blanco de las iras de médicos, arqueólogos o universitarios, ¿por qué habrían de serlo los que recibiesen el encargo de regir las cuestiones teatrales? Podrán equivocarse, claro está, mas también yerran ministros, jueces y generales: sin que nadie ponga en duda la utilidad de unos y de otros. Pues no por puntapiés y puñetazos -como decía Silvio Pellico y recuerda d’Amico- son mala cosa piernas y brazos.

En cuanto a la libertad del Arte, poco tiene que ver con la ayuda del Estado. Ni el famoso Burgtheater de Viena, ni los teatros yugoeslavos, ni la mayoría de los teatros nacionales subvencionados sufren intromisión alguna del Estado en lo tocante a materias artísticas. Porque lo cierto es que no precisa que el Estado haga suyos los teatros para encarrilar sus tendencias artísticas y sujetarlos a sus fines políticos: basta la censura y sobran los subsidios. Teatro de Estado no significa propaganda, como acostumbran a hacer Rusia y Alemania. Mejor propaganda de un país hace una compañía dramática, un pintor, un concertista o un atleta que triunfan en país extranjero que un engendro dramático de carácter político o cien conferenciantes que vayan exaltando por esos mundos las ventajas de tal o cual sistema político.

Devolver el teatro al Estado es dar a aquél su auténtico valor social. Las ceremonias místicas egipcias, las solemnidades teatrales de los griegos eran festividades inspiradas y dirigidas por el Estado. Cuando la Iglesia sucedió, en la Edad Media, al Estado, en ella renacieron las representaciones teatrales, bajo forma de Misterios y Autos. Vinieron luego los nobles al gobierno y con el poder asumieron el mecenaje de las artes y, entre ellas, del teatro, que es empresa social y desinteresada. Solo al perder ese desinterés, para convertirse en instrumento de especulación privada, ha perdido el teatro su función social: la historia ha alejado el teatro del pueblo, para el cual naciera, y el público deserta sus locales para llenar cines y estadios donde la emoción es inmediata. No es de extrañar por ello que los rusos -prescindiendo ahora de sus ideas políticas- hayan comprendido la función social del teatro devolviendo, con gráfica frase de Tairoff, el teatro al pueblo y el pueblo al teatro.

Soçlo esta fórmula puede dar al traste con la crisis económica y artística del teatro y bien lo prueba la Rusia actual, donde las salas resultan insuficientes para contener las muchedumbres, que han debido luchar no poco para dar con un billete de entrada. Las compañías dramáticas trasládanse a los clubs y las fábricas y «como en los tiempos dionisíacos, los actores soviéticos recorren las campiñas en época de siembra y de siega para estimular el ardor de los campesinos, creando así un género nuevo de fiestas populares». El repertorio extensísimo que tal difusión requiere lleva lógicamente consigo el afán de novedad, la necesidad de perfeccionarse sin parar: lo único que puede sacar al teatro de su marasmo actual. En este sentido obran también los «Carros de Tepsis» italianos, que en cinco años han dado representaciones ante 1.600.000 espectadores, y los 1.500 teatros del «Dopolavoro», que en 1933 han contenido poco menos de cuatro millones de personas. Así van haciendo otros países, y España -aunque no quiera tener voz en capítulo- no ha de ir a la zaga. Esta ha sido, según creo, la principal enseñanza de este Convenio Volta, importantísimo, que García Lorca, Martínez Sierra y los hermanos Quintero han desertado irreflexivamente.





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