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Autobiografía y teatro: Buero Vallejo y Alfonso Sastre

Mariano de Paco


Universidad de Murcia



La consideración detallada de cuanto de autobiográfico encierran las obras de estos dos autores excedería con mucho la extensión y el alcance de este trabajo. Esa afirmación permite ver mi convencimiento de que las vidas de Antonio Buero Vallejo y de Alfonso Sastre no sólo han dejado, de modo diverso, eso sí, huella en su producción sino que han conformado su actividad creadora (y contribuyen a conservar la memoria de una época de nuestra historia reciente). Me propongo, por ello, evitar aspectos muy concretos y circunstanciales, si bien no desdeñables, en los tres apartados de la exposición, referidos los primeros a cada uno de los dos escritores y el final al reflejo que un episodio biográfico compartido dejó en sendas piezas dramáticas.


ArribaAbajoI. Buero Vallejo

En el Seminario del pasado año comenzaba yo mi intervención acerca de «Buero Vallejo y el cine» indicando que «Antonio Buero Vallejo afirmó en distintas ocasiones que "en la infancia está todo o casi todo..." y en su niñez hallamos, efectivamente, el germen de toda su creación» (De Paco, 2002: 91). La biblioteca de su padre procuró textos literarios y dramáticos, de tema científico y pictórico, a un niño cuyos primeros juegos se centraron en un «maravilloso teatro infantil», gustaba de «recitar poemas» y solía entretenerse con algunos amigos del Instituto «desplegando paulatinamente crecientes esbozos de un "teatro total" o de cine en vivo» (Buero, 1994: II, 308). La pintura constituyó la inicial vocación de este «niño teatral»: «Mi vocación pictórica fue muy temprana y cubrió durante largos años a la literaria, sólo latente pero insinuada, de vez en cuando, en versitos o cuartillitas a los que tardé mucho en considerar como síntomas» (Buero, 1993: s. p.).

Teatro y pintura se funden, sin embargo, en una insólita sensibilidad precozmente manifestada. Sus dibujos «eran biográficos, sucesos que se desarrollaban temporalmente, contextos circunstanciales de unos personajes» (Garciasol, 1963: 26); de ellos sólo conocemos algunas muestras, en las que se tratan muy pronto temas que serán gratos al futuro dramaturgo. «El mundo de Goya», de 1931, aparece en Libro de estampas con este texto: «Abundan las incorrecciones y torpezas propias de mis quince años pero a esa edad era ya Goya para mí una gran revelación. Treinta y nueve años después estrenaría El sueño de la razón sin acordarme de este dibujo lejano...». De 1932 son «Evocación de la gran guerra» y «Don Quijote y Sancho» y dos años posterior es «Don Quijote», «personaje que se tornaba más complejo cuanto más a él me acercaba» y que evoca elementos esenciales de su obra dramática1. Estos ejemplos, con «El mundo de Homero» (de 1934, «prefiguración» de La tejedora de sueños), nos comunican también la singular madurez del adolescente que los trazaba.

La narración «El único hombre», con la que consiguió a los dieciséis años el primer premio de un concurso literario convocado por la Federación Alcarreña de Estudiantes, deja traslucir experiencias personales junto a las inquietudes creativas2. Lo llevaron estas a estudiar en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando (1934-1936), y a trabajar en el Taller de Artes Plásticas de la FUE. En Gaceta de Bellas Artes publicó, antes de comenzar la contienda, dos artículos en los que expresa atrevidas opiniones de extraordinaria madurez; en el primero aparece el nombre de Velázquez como ejemplo de modernidad y de logros aún sin alcanzar; en el segundo, dedicado específicamente al genial pintor que siempre prefirió, afirmaba que para él constituía «una secreta preocupación» como la visión «física» del natural fue la permanente obsesión del maestro3.

Al escribir Las Meninas, cinco lustros más tarde, continuaba Buero con la «preocupación» ya desvelada por la pintura velazqueña, que seguía juzgando de modo muy parecido. En el drama explica don Diego a Nardi, ante el tribunal que lo juzga, cuál es la base de su «manera abreviada»: «Vos creéis que hay que pintar las cosas. Yo pinto el ver» (Buero, 1994: I, 923). A la genial técnica de la «pintura inteligible» velazqueña volverá el autor con los comentarios de Plácido en su última obra, Misión al pueblo desierto: «Porque Velázquez intuyó lo que pasaba, pero quería hacer pintura inteligible y ablandó con mano maestra unos contornos más que otros y precisó más ciertos puntos de enfoque» (Buero, 1999: 56).

Buero se incorpora a la XV División, cuando su quinta es movilizada en la guerra civil y, a las órdenes del Comandante Goryan, sirve a la República en varios destinos confeccionando carteles, escribiendo y dibujando, con o sin su firma, en el periódico del frente La Voz de la Sanidad. El cruel enfrentamiento de una lucha entre hermanos se fija para siempre en el joven Buero. La guerra fue «atroz para todos...», como dice Mario en El tragaluz (Buero, 1994: I, 1176); su huella se deja ver en Historia de una escalera y es tema principal en La tejedora de sueños, Aventura en lo gris, El tragaluz, El sueño de la razón, Llegada de los dioses o Misión al pueblo desierto.

Pero en sus comienzos tiene lugar un tremendo suceso que hubo de marcar al autor. Don Francisco Buero, su padre, militar sin adscripción política, es apresado por fuerzas del bando republicano, desaparece y se supone que es fusilado el 7 de noviembre en Paracuellos4; el hermano de Buero, también militar, es encarcelado y salva la vida, gracias en parte a las declaraciones de Antonio. Mucho tiempo después, Dionisio cuenta en Caimán, haciéndonos recordar esos hechos, cómo durante «nuestra guerra» se llevaron a su padre; «cuando la ciudad estuvo a punto de caer, lo mataron como a tantos otros» pero, como nunca supieron de él, su madre mantuvo siempre la esperanza (Buero, 1994: I, 1747-1748). La relación de Buero con su padre unía al amor filial la admiración y el reconocimiento por lo que en su formación supuso. Sus firmes condiciones morales nos traen a la memoria la actitud del Padre de El tragaluz, que inculcó a sus hijos «la religión de la rectitud», «enseñanza peligrosa en un mundo y en un tiempo en los que se vive del engaño, de la zancadilla, de la componenda» (Buero, 1994: I, 1141). Cuando Buero graba una entrevista que se emitirá después de su muerte y, por tanto, dice «últimas cosas», deja este «mensaje» a su familia: «Que sean honestos, que sean veraces», y conecta lo que sin duda fue lema en su vida (y en su obra): «la verdad» con la antigua enseñanza del padre, para quien una de las peores cosas que podían hacer sus hijos era «decir mentiras».

Lo ocurrido en noviembre de 1936 no cambia, sin embargo, las convicciones de Antonio Buero Vallejo y su defensa de la legalidad republicana, pero le crea un problema moral que, para su grandeza personal, se mantendrá siempre (aunque no le faltaron por ello mezquinos reproches). En 1987 me decía en una entrevista (De Paco, 1994: 18):

El recuerdo de la muerte de mi padre no me abandona... Fue la comprobación personalísima de los crímenes que manchan cualquier causa en las pugnas históricas. Pero yo, aunque muy joven, no ignoraba que a todas las causas las mancha el crimen; ni que el bando contrario también estaba tan manchado, por lo menos, si no más. De modo que seguí luchando por la República y por el pueblo.



Esas palabras ya las había pronunciado uno de sus personajes, Goya, cuando en El sueño de la razón dice al Padre Duaso, al mencionar este el asesinato del cura de Tamajón: «Es cierto. El crimen nos acompaña a todos. Queda por saber si hay causas justas aunque las acompañe el crimen...»5. Años después se expresa idéntica preocupación en las reflexiones de Plácido en Misión al pueblo desierto, obra que tiene mucho de testamento de un autor de admirable probidad que el paso del tiempo nunca pudo disolver.

Las experiencias personales del dramaturgo se proyectan en personajes y situaciones dramáticas6. Buero intenta, al concluir la guerra, marcharse de Valencia en un tren atestado, como el niño Vicente en El tragaluz: «En la estación había dos o tres de mercancías hasta arriba de soldados. Yo me encajoné en uno de ellos, no sin las protestas de los que allí estaban ya...» (Buero por Buero, 1993: 18). Los años de la cárcel prestaron igualmente diferentes vivencias a la escena. En La Fundación se recrea un «lejano intento de fuga en Conde de Toreno...»; los diálogos sobre pintura son también recuerdo de otros de la prisión7, como lo es la memoria de delaciones y torturas. En Diálogo secreto, Gaspar se convierte en exacto trasunto del autor cuando dice a Fabio: «Me arrearon "la Pepa" en la segunda caída. Sólo por organizarnos. Pero me la conmutaron» (Buero, 1994: I, 1818).

Además de algunos sobre la vida cotidiana, realiza en la cárcel, «cientos» de dibujos de sus compañeros, entre ellos el tantas veces reproducido de Miguel Hernández (1940) pero no accede a hacerlos a funcionarios que lo pretendían. En la citada entrevista me confesó: «No [los hice] -salvo el de un médico- de ninguna autoridad de las prisiones, aunque no faltó más de uno que me lo pidiera y que no salió de su asombro - y, a veces, de su rencor- cuando oyó que me negaba» (De Paco, 1994: 24). De inmediato acude a la memoria la respuesta de Calomarde al Rey, en El sueño de la razón, cuando este le reprocha su severidad al hablar de Goya: «Se negó a retratarme. Aunque su pintura me desagrada, quise favorecerle... Y ese insolente alegó que le faltaba tiempo» (Buero, 1994: I, 1269). También hay otros que guardan relación con su teatro, así la «Enana velazqueña» (1945): «En él latía ya probablemente, sin yo saberlo, la obra de teatro dedicada quince años después a nuestro pintor máximo».

En 1946 se concede a Buero la libertad condicional, tras la conmutación de la pena de muerte, y el autor se encuentra con una sociedad oprimida, despreocupada y evasiva, como «aquella hipócrita y decadente sociedad romanojudaica» de Las palabras en la arena (Buero, 1994: II, 351) o como, en un tiempo más cercano y reconocible, el colegio de invidentes de En la ardiente oscuridad. Los símbolos complementarios de la luz y de la oscuridad atraen al autor como un problema humano y por su potencialidad pictórica; se revisten, además, con perfiles concretos en las conversaciones con un amigo que tenía un hermano ciego y le habló de él y de los nuevos procedimientos pedagógicos con los que lo educaban. Buero se propone escribir una novela en la que utilizará esos datos «pero al esbozar un concreto plan narrativo diose cuenta de que la contextura del asunto y de los conflictos en que se traducía resultaba mucho más propicia para el teatro que para la novela» (Fernández Cuenca, 1953: 12).

En «Palabra final» de Historia de una escalera advierte el autor de la unión de sus experiencias (el lema bajo el que fue presentada al Premio Lope de Vega, Magerit, ya indicaba «de una manera subterránea» la influencia de un ambiente) y su voluntad de universalizar: «En ella hay cosas de las escaleras donde he vivido y de otras en cuyos barrios no viví nunca; hay cosas de gentes que me han querido y me han sufrido y a quienes he querido y sufrido, y cosas de gentes a quienes nunca tuve que tratar» (Buero, 1994: II, 326). Al publicarse completo El terror inmóvil en los Cuadernos de Teatro de la Universidad de Murcia puso el autor una «Nota preliminar» a ese texto de 1949; en ella daba a conocer que «la singular fotografía» en la que el pariente lejano de un compañero de la galería de los condenados sostenía a su hijo muerto fue la imagen de la que surgiría esa obra (Buero, 1994: II, 523).

A la salida de la cárcel publica algún dibujo y sigue pintando, entre otras cosas algunos apreciables autorretratos, en ocasiones para conseguir pequeños ingresos. En algún caso, dibujos que acompañan o prefiguran textos dramáticos: «En la escalera» (de 1947, al tiempo que escribía la obra teatral) y «Dos ventanas» (de 1948). Pero -dijo- «la pintura ya no me atrapaba, después de tantos años de no practicarla a fondo»; y vuelve a escribir, ahora como principal dedicación. Primero narrativa, inmediatamente teatro, En la ardiente oscuridad, incluso gana un premio en el Café Lisboa con el cuento «Diana» y quedó allí segundo o tercero en un concurso poético8.

Ese cambio fue para él tan importante que en varios de sus dramas recuerda el tránsito (autobiográfico) de la pintura al teatro. En Hoy es fiesta Silverio cuenta su juvenil afición a la pintura después abandonada (Buero, 1994: I, 570). Mayor recuerdo de la experiencia personal del autor hay en Las Meninas; la traslación es inmediata cuando Pedro explica a Velázquez cómo hubo de «remar seis años en galeras» y, por esa obligada inactividad, hubo de abandonar la pintura. Los seis años de cárcel actuaron como los impuestos al galeote: «Al salir de galeras quedan pocas ganas de pintar y hay que ganar el pan como se pueda» (Buero, 1994: II, 893-894).

Muchos años después aún mantiene Buero viva la memoria del importante y condicionado cambio que sufrió su actividad. En Las trampas del azar (1994), la historia de Salustiano apunta de modo muy nítido a la en otros casos sólo insinuada frustración de sus inclinaciones creadoras. Este músico callejero confiesa, casi al final del Tiempo primero, a Gabriel: «Yo había estudiado violín y un poco de piano. Estalló nuestra guerra y me partió por el eje». Al concluir el segundo, Patricia afirma: «Yo quise pintar genialmente, aun cuando fuese en una pobre buhardilla» (Buero, 1994a: 30 y 71).

Es, pues, muy lógico que Historia de una escalera recogiese las dos inclinaciones del dramaturgo, que, poco después de su estreno, manifestó que en ella proyectaba al tiempo una mirada de pintor y de escritor, con el mismo sentido trágico que nos había proporcionado «las más sobrecogedoras obras hispánicas», en pintura y literatura: «Había yo intentado mirar la vida de mi "escalera" con la misma serena mirada -inhábil en mi caso- con que Velázquez vio a sus bufones y a sus infantas; Solana a sus prostitutas; Benavente y Lorca a sus campesinos, o Baroja a sus parias» (Buero, 1994: II, 557).

La mencionada elección de los símbolos plurisignificativos «luz-oscuridad» como centrales en su teatro desde la primera obra que compuso, En la ardiente oscuridad, se fundamenta en la íntima vinculación que el autor establece entre la pintura y el teatro. La verdad tiene su mejor expresión en la luz, cuya esperanza traía Ignacio al Colegio de En la ardiente oscuridad como el dramaturgo la llevaba a los escenarios de la posguerra; la luz significa la más alta imagen y la más honda purificación. Velázquez llega a decir al término de la Primera parte de Las Meninas, atribuyéndole ese supremo valor catártico: «He llegado a sospechar que la forma misma de Dios, si alguna tiene, sería la luz... Ella me cura de todas las insanias del mundo» (Buero, 1994: I, 893).

Buero se había planteado ya la funcionalidad de los efectos de luz en El terror inmóvil y es sabido que la pintura es elemento temático de muchas de sus obras: Madrugada, Llegada de los dioses, La Fundación, Diálogo secreto, Misión al pueblo desierto...; dos eximios pintores españoles protagonizan Las Meninas y El sueño de la razón; y Buero se comporta habitualmente como «pintor» de sus escenarios, según se muestra de modo ejemplar en Historia de una escalera, en Hoy es fiesta (de la que realizó dos apuntes que Emilio Burgos utilizó para su boceto definitivo de decorado), y, por supuesto, en Las Meninas.

El dramaturgo afirmó al presentar el Libro de estampas: «Me reconozco igual en este libro que en el conjunto de mi teatro» y se refirió al parentesco claro entre lo que quiso configurar a través de la labor pictórica y lo que había ido plasmando en las obras teatrales, a pesar de que, tras su estancia en prisión, «la pintura se me había enfriado dentro de una manera irremediable». Otros hechos o anécdotas de su biografía influirían sin duda en los argumentos trazados por el dramaturgo, como el que nos reveló no mucho antes de su muerte acerca de la casa, próxima a su domicilio, que le inspiró el semisótano de El tragaluz (De Paco, 2001: 162-163).

Algunas dificultades graves que Buero Vallejo padeció en su vida se traslucen de modo más o menos directo en sus textos. Así sucede con la decisión de Goya en El sueño de la razón de crear sin marcharse de su patria, como la tomada por Buero en la posguerra; con la polémica del posibilismo en las actitudes de Larra en La detonación, como veremos; con la crítica mendaz e interesada en Diálogo secreto; o con la desgracia familiar de Música cercana y la muerte de su hijo9, a cuya memoria había dedicado Lázaro en el laberinto «para que se le recuerde, al menos, mientras se recuerde esta obra». Finalmente, pensemos que Misión al pueblo desierto es resumen y reflejo de preocupaciones éticas mantenidas durante toda su existencia, recuperación de la memoria histórica española realizada con ponderación y valentía por uno de los actores de aquella trama que, si no fue como el suceso escénico relata, podría muy bien haberlo sido. Autobiografía, pintura y teatro unidos, experimentación, encendida defensa de los valores éticos... Su último texto es también compendio de su vida. Por todo ello, como ya dijimos empleando sus propias palabras, «Buero será su obra...»10.




ArribaAbajoII. Alfonso Sastre

En las páginas introductorias de ¡Han matado a Prokopius! Alfonso Sastre (1996: 49-50) se refiere a las lecturas de su niñez, que lo llevaron a los primeros escritos teatrales, unos dramas policíacos en colaboración con su amigo («futuro y encarnizado enemigo») Alfonso Paso. Y termina preguntándose retóricamente: «¿Será verdad que en los primeros años de nuestra vida está ya todo lo que habrá de ser después?». «En la infancia está todo o casi todo...», vimos que decía Buero. A sus «contactos» y escritos juveniles me he referido en otros lugares. Él lo ha hecho, por su parte, en las entrevistas recogidas por Francisco Caudet (1994) y en los dos primeros «trancos» de sus varias veces actualizadas «Notas para una sonata en mi (menor)» (De Paco, 1993: 29-46; Forest, 1997: 13-52)11.

Desde sus primeros años, Sastre ha mantenido de muy diversas formas una continuada y compleja presencia en el teatro español. Con sus compañeros del naciente Arte Nuevo (Alfonso Paso, José Gordón, Medardo Fraile, Carlos José Costas y Enrique Cerro), se propuso Alfonso Sastre en 1945 con ímpetu juvenil «la renovación total del teatro», ante el empobrecido panorama, salvo singulares excepciones, de la escena española. En el programa de mano de su primera representación se incluía un breve texto, titulado «Un punto de vista» y firmado por Arte Nuevo, que resumía bien las intenciones del grupo: «Nuestro propósito es ambicioso. Dar a España un puesto en ese nuevo arte mundial...» (De Paco, 1993: 129-139). De esta época es el «Soneto adjetivo», subtitulado «Autorretrato de 1946» (Sastre, 1978: 61):



Mi rostro es muy delgado y es borroso.
Con una extravagancia poco amable
forja su sueño largo y censurable
bajo el pelo rebelde y andrajoso.

Es flaca y desgarbada mi figura
pintada cuando Dios imitó al Greco
para hacerme nacer largo y enteco,
breve de pecho y amplio de amargura.

La espalda se me curva aunque yo quiera
alzarme con violencia en cataclismo
de huesos para hacer mi primavera.
Y después de la fe y el misticismo
paso al triste retrete de tercera
y meditando orino en el abismo.



Una vez disuelto Arte Nuevo, Alfonso Sastre continuó su empeño por medio de sus críticas en la La Hora; en esta revista del SEU se publicó el «Manifiesto del TAS (Teatro de Agitación Social)» que suscribían Sastre y José María de Quinto en septiembre de 1950 y que mostraba el tránsito de una rebelión «absolutamente estética», producto de «una indiferenciación política total», a una conciencia social clara que, además, elegía, frente a la opción de marcharse de España12, la de «utilizar la plataforma donde se pudiera publicar para empezar a hacer un trabajo contra el sistema». Añade Sastre estas apreciaciones, que creo que cobran un particular interés a la luz de la polémica del posibilismo: «En el exilio había todavía sospechas [...] sobre los que colaboraban dentro de la prensa legal durante el franquismo. Pero ahí, creo, estuvimos claros, teníamos razón. Nosotros, decíamos, nos responsabilizamos de lo que firmamos, del contenido de nuestros trabajos. No podemos tener una actitud puritana de no publicar. Si no publicamos, pensábamos, nunca haremos nada...» (Caudet, 1984: 25-26). El TAS no pudo pasar más allá de esa terminante declaración de intenciones (se les prohibieron las obras que iban a representar en primer lugar y se les negó el local prometido para su ubicación), pero fue una valiosa afirmación de la precariedad y necesidades de nuestro teatro.

Sus primeras obras no se estrenaron ni se publicaron y Sastre se dio a conocer a un público más amplio con Escuadra hacia la muerte (1953), que obtuvo al representarse en sesión única por el Teatro Popular Universitario un gran éxito de público y crítica, por lo que se representó otros dos días además del inicialmente previsto, aunque después se prohibió su paso a los escenarios. La obra había sido escrita el año anterior para ser estrenada en una pequeña sala londinense y el autor la concibió «sin cortapisas de censura»; en ella recogía «su experiencia del servicio militar [las milicias universitarias en La Granja de San Ildefonso], del que salí detestando la institución castrense por encima de cualquier otro sentimiento. [...] Por vez primera me enfrenté con la sensación de que no era libre». El proyecto inglés no se realizó y entonces, «tras una leve operación de camuflaje» en la que se cambiaron los nombres españoles de los personajes por otros que sonasen a centroeuropeos, Sastre la presenta, sin resultado positivo, al Premio Lope de Vega e inicia algunas gestiones para su representación. Pérez Puig se interesó por ella y fue autorizada sin ningún reparo (Vicente Mosquete, 1988: 10).

La peripecia del estreno de Escuadra hacia la muerte y sus negativas consecuencias, por encima de ser un episodio más de la imprevisible actuación de la censura, manifiesta bien lo que constituirá la compleja andadura vital de su autor: constantes vetos censoriales; escasa presencia en escenarios comerciales y muy frecuentes representaciones de grupos independientes y universitarios; entrega decidida al teatro, entendido como un medio de transformar la sociedad; compromiso personal y repetidas dificultades con la autoridad constituida (De Paco, 1996). La mordaza, su primer estreno profesional (17 de septiembre de 1954), se inspira lejanamente en unos sucesos reales y lleva al escenario una situación cerrada para la que cabría (como para Escuadra hacia la muerte) una interpretación metafísica pero que posee principalmente una dimensión social. Con ella Sastre quiere protestar, en efecto, contra la censura que impedía su comunicación con el público, contra el silencio de una sociedad callada por la fuerza y, en general, contra toda opresión y tiranía.

Los años siguientes fueron cruciales en la vida y en la obra de Alfonso Sastre. En febrero de 1956 tiene lugar su primer procesamiento por haber participado en reuniones para formar un sindicato libre de estudiantes y otras para organizar un congreso de escritores jóvenes; gracias a que la UNESCO le había concedido una beca para estudiar en París, se marcha, evitando la cárcel. En la capital francesa Eduardo Haro le propone ingresar en el Partido Comunista, pero «ciertas reservas intelectuales» y la intervención soviética en Hungría lo retraen y permanece próximo al Partido, aunque sin entrar en él hasta 1963.

Durante estos años, Sastre continúa sus escritos acerca de diversos aspectos del mundo del teatro y los textos reflejan sus vivencias. La profundización en la tragedia como género y en el realismo como procedimiento suponen una evolución clara desde los planteamientos metafísicos hacia los sociales (Tierra roja, Muerte en el barrio, La cornada) y abiertamente revolucionarios. Pretendía Sastre en estas «tragedias socialistas» la subversión social de nuestro tiempo, pero la existencia de una mediación como la censura franquista lo obligaba a utilizar tiempos y lugares imaginarios. En este sentido cabe recordar piezas como la extraordinaria Guillermo Tell tiene los ojos tristes, que concluye con la muerte del tirano y la victoria de la revolución, o En la red, apasionada defensa de la libertad y de los oprimidos y reflexión acerca de la condición humana del «hombre clandestino», situada, ante la imposibilidad de hacerlo en España, en Argelia, durante la lucha por su independencia (Vicente Mosquete, 1988: 13). Sastre no había renunciado al posibilismo. La realidad no es, pues, del todo coincidente con la esquemática visión que de la polémica del posibilismo-imposibilismo se ha venido trasmitiendo13; a ella nos referiremos, desde su lado creativo, en la tercera parte de la exposición.

Es esta una época particularmente dificultosa en la nada fácil vida del autor. En ella escribe La taberna fantástica, tercera de sus tragedias complejas, y, al poco de concluirla, ingresa en la cárcel de Carabanchel por un arresto gubernativo derivado de sus actividades de apoyo al movimiento universitario. En 1967 se produce el estreno de Oficio de tinieblas, el último en un teatro comercial hasta el de La taberna fantástica, en septiembre de 1985. Durante su desaparición de los escenarios convencionales tienen lugar otros sucesos de primordial importancia para Alfonso Sastre: en 1974 es detenida Eva Forest, su esposa, y después él mismo, tras de lo cual, abandona el Partido Comunista; se exilia a Francia y es expulsado en 1977; fija entonces su residencia en Euskadi, donde continúa viviendo.

El tránsito de la tragedia aristotélica a la tragedia compleja es un hallazgo que tiene mucho que ver, a nuestro juicio, con esa situación personal; con él, ensancha dialécticamente sus vías creativas y lucha ante un entorno cada vez más declaradamente hostil. La búsqueda de unos héroes irrisorios en la historia o en la vida (Miguel Servet en La sangre y la ceniza, Viriato en Crónicas romanas, Rogelio en La taberna fantástica, Ruperto en El camarada oscuro) es también la búsqueda del sentido de la existencia de unos individuos socialmente desamparados en la genialidad de su pensamiento, en su lucha desesperada o anónima, en su miseria y marginalidad.

Las «Notas» que desde siempre anteceden a sus textos se amplían y acrecientan su sentido autobiográfico. Este es particularmente perceptible en sus artículos de prensa, muchos de ellos recogidos luego en libro (recordemos, por ejemplo, ¿Dónde estoy yo?, 1994), y en sus poemas. Me permitiré recordar uno (fechado en Madrid el 13 de abril de 1971) en el que, con patética sencillez, describe su no-situación en la sociedad española (Sastre, 1978: 120):




Han borrado mi nombre


Han borrado mi nombre
De todas las listas existentes.

En el Registro Civil debe de haber
Algo como una sombra leve.

Pero a pesar de todo existo y ando
Y consto por la fuerza

De mi sencillo nombre inscrito
En todas, todas, todas, todas las listas negras.



Esas experiencias negativas influyen en la configuración de su teatro a través de una mirada distanciada en la que el humor es elemento capital; esa situación doble, dentro y fuera de la escena y de la sociedad española, lo conduce igualmente a convertirse en figura de su propia obra, bien como personaje que en ella aparece, bien como mediador a través de la participación en acotaciones que constituyen una abierta complicidad con el lector ante la impuesta lejanía del espectador.

La indicada posición de extrañamiento14 favorece la complacencia en dar forma a la lengua, única patria del escritor, y en el empleo de las hablas marginales, puesto que él mismo se siente «un escritor lumpen», y propicia igualmente una visión de la realidad en la que se invierten las percepciones y creencias habituales15. Recrea por ello Sastre los mitos de terror y reelabora mitos literarios procurando nuevas perspectivas de personajes e historias que manifiesten la complejidad de un acontecer siniestro en su acostumbrada inmediatez.

Mediada la década de los ochenta, Sastre comienza a escribir unos dramas, protagonizados por héroes en acentuado proceso de decadencia personal, en los que extrema la libertad en la construcción dramática, la conciencia de teatralidad y la abundancia de elementos mágicos y fantásticos. En Los últimos días de Emmanuel Kant contados por Ernesto Teodoro Amadeo Hoffmann (1984-1985) se llevan a escena los dieciséis días finales de la vida del filósofo; Revelaciones inesperadas sobre Moisés (1988) que no se acomoda con la imagen que de él se ha venido proyectando y que camina hacia una cruel muerte; Filo el Gordo, protagonista de Demasiado tarde para Filoctetes (1989), es una figura degradada que se enfrenta a una para él imposible realidad16; ¿Dónde estás, Ulalume, dónde estás? (1990) constituye una dramática visión de los postreros días de Edgar Allan Poe, con el que el dramaturgo conecta su «último viaje». En las notas finales de esta pieza, manifiesta su voluntad de dar por acabada su escritura teatral, decisión que, real o literaria, hay que relacionar con el descontento o la amargura de muchos de nuestros más valiosos dramaturgos actuales (De Paco, 1993: 299-308).

Alfonso Sastre no dejó el teatro pero sus textos posteriores (Teoría de las catástrofes, Lluvia de ángeles sobre París, la versión de Anfitrión de Plauto titulada Los dioses y los cuernos) forman una especie de teatro después del teatro, obra del mismo Alfonso Sastre y de otro que sobrevive irónicamente al autor dramático que en 1990 «colgó la pluma» y ve distanciadamente su teatro y su sociedad a los que, inútilmente, ha querido transformar. Más aún se advierte en las últimas obras dramáticas del autor: ¡Han matado a Prokopius!, Crimen a través del espejo y El asesinato de la luna llena (trilogía Los crímenes extraños), que constituyen una especie de «dramaturgia del doble» (Serrano y De Paco, 1999: 111-125) que creemos provocada por la experiencia vital del autor, como prueban los «Diarios de trabajo» y las «Notas y reflexiones» que preceden a estos textos; en ellos se apunta en más de una ocasión la hipótesis de que el escritor «está escribiendo siempre la misma obra o una obra muy parecida» (Sastre, 1996: 12). Desde esta perspectiva, el nuevo teatro de Sastre mueve en cánones diferentes y, a la vez, asume su propia vida y los caracteres, temas y formas anteriores17.




ArribaAbajo III. El posibilismo en La detonación y en Crónicas romanas

La detonación, estrenada el 20 de septiembre de 1977, es la primera obra de Antonio Buero Vallejo escrita con posterioridad a la muerte de Franco. Gozó de una más que aceptable acogida por parte del público (178 representaciones en el Teatro Bellas Artes), aunque los críticos respondieron de un modo irregular. Pero no es momento ahora de detenerse en esos aspectos, por otra parte muy ilustradores de lo que fue el teatro español en los años de la transición. Voy sólo a tratar lo que esta pieza de Buero tiene que ver con el tema que ahora nos ocupa, que hace visibles las conflictivas relaciones de Larra con el teatro y con su sociedad. La obra bueriana muestra, desde los instantes que precedieron al suicidio del escritor, la compleja realidad que lo llevó a dirigirse, aquel 13 de febrero de 1837, a la caja amarilla que encerraba la pistola con la que puso término a su atormentada existencia. Sumergido en la mente de Larra, «ya en la carrera final», el espectador se verá obligado a asistir al recuerdo alucinado de una peripecia individual y a la historia en la que se enmarca.

La vida de Mariano José de Larra y la historia de España entre 1825 y 1837 constituyen, pues, el núcleo argumental de La detonación. Como Goya liberaba su miedo al tirano y reflejaba el terror y la insania dominantes creando sus incomprendidas pinturas negras en El sueño de la razón, aquí, Larra quiere crear una escritura en la que, a pesar de las muchas dificultades, se critique la opresión y la falta de libertad. Con sólo dieciséis años habla así con su padre (Buero, 1994: I, 1511):

LARRA.-   Ese ministro desaparecerá un día, papá. Y también el rey. Entretanto el país va de miseria en miseria. Los escritores deben denunciarlas. Yo no seré un títere; no escribiré futesas.

D. MARIANO.-  ¡Irás a la cárcel!

LARRA.-   Acaso. Pero quizá se pueda hablar... sin hablar.

D. MARIANO.-   (Escéptico.)   ¿A medias palabras?

LARRA.-  También son poderosas. Y se usaron siempre, porque siempre hubo mordazas18.



En la obra está dramatizando Buero, al tiempo que las de Larra, las razones de sus actitudes en la creación durante el franquismo. En 1960 Alfonso Sastre manifestaba la inexistencia de un «teatro imposible», a pesar de las presiones de la censura, «en la medida en que no existen criterios de certeza de su imposibilidad»19; respondió Buero Vallejo inmediatamente porque veía en las palabras de Sastre una tendencia a considerar su labor teatral «como insuficientemente positiva y contaminada por el contrario de conformismo y acomodación». Se proponía él evitar un teatro imposible y hacer textos posibles, aunque al límite de sus posibilidades, puesto que era preciso tener estas en cuenta para poder estrenar y dar a conocer su obra; en permanente lucha, eso sí, por lograr una expresión libre. No ha de permitirse el autor «suicidar su propia voz», como Larra dijo a Espronceda. La posición de Buero es justamente la de Larra, enfrentado al culpable silencio de Mesonero Romanos y a las actitudes estériles por radicales (Clemente Díaz) que conducen igualmente al silencio, decidido a encontrar el modo de no permanecer callado (Buero, 1994: I, 1530):

  Mil caminos hay; si el más ancho, si el más recto no está expedito, ¿para qué es el talento? Tome rodeos y cumpla con su alta misión.  (Se levanta lentamente.)  En ninguna época, por desastrada que sea, faltarán materias para el hombre de talento  (Deja de mirar a PEDRO y se vuelve hacia el oscuro Parnasillo.) ; si no las tiene todas a su disposición, tendrá algunas. ¡No se puede decir! ¡No se puede hacer! Miserables efugios, tristes pretextos de nuestra pereza. ¿Son dobles los esfuerzos que se necesitan? ¡Hacerlos!



Buero quería demostrar en La detonación que se comportó en los años del franquismo del único modo aceptable. Porque la polémica del posibilismo dejaba ver el empeño por dilucidar el papel del creador en las sociedad; su modo de actuación, de llevar a cabo un arte comprometido con los problemas humanos ante unas estructuras sociales y políticas cerradas. De esos creadores en esas circunstancias (Iglesias, 1996). De ahí la importancia que repetidamente le hemos dado, aunque creo que debe ya evitarse reducir a ese cruce de opiniones la relación entre estos dos apreciables dramaturgos; hay en la producción de ambos otros puntos de contacto (restauración de la tragedia, teatro histórico crítico, deseo de unir distancia y participación...) a los que será más provechoso atender.

Sastre hizo frecuente mención años más tarde de sus opiniones sobre los conceptos de posibilismo e imposibilismo (muchas veces ante repetidas preguntas en entrevistas); también, los presenta irónicamente en un texto dramático, «La guerrilla lusitana», primera parte de Crónicas romanas (1968), en cuyo Cuadro V se debate en una tertulia de «en un café de la ciudad de Segeda»). Si solía calificar la posición propia y la de Buero como inoperantes porque uno y otro estaban «equivocados» (Sastre, 1981: 17), en Crónicas romanas se distancia de la condición de protagonista de la polémica y la desplaza, burlándose de su «pasividad», hasta unos intelectuales que se expresan con clichés lingüísticos que provienen de una vacía retórica política. Valgan estas frases del Intelectual 2 como ejemplo que se comenta por sí solo (Sastre, 1979: 332):

Yo tengo muchas dudas, y no me complace mucho nuestra marcha que considero, a veces, en exceso pactante o reformista; pues me parece en ocasiones como si lucháramos por un fuero que nos aceptara dentro del sistema romano; y no se trata de eso sino, en fin, de cambiarlo y expulsar del país a tan feroces expresiones de explotación colonial y de barbarie. Pero he llegado a ver que la revolución es juego largo y que no se acelera con deseos sino con las acciones posibles en cada caso; y a ellas en definitiva me atengo; y -es cierto que sin mucha y efectiva convicción- firmo, reclamo, protesto, asisto; y ando en las negras listas y me detiene y encarcelan.



La traslación de ese episodio de sus vidas a la creación teatral no es sino una muestra de lo que para los autores significó. Sin embargo, lo autobiográfico en el teatro de Buero y de Sastre posee una importancia mucho mayor como conformador de elementos, formas y actitudes; la biografía se proyecta en sus obras convirtiéndolas también en testimonio y memoria de una época reciente de la historia de España.








ArribaReferencias bibliográficas

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