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ArribaAbajoEl coronel Soto

Digo coronel Soto, por la costumbre que tengo de verlo en este rango militar, saltado tantas veces, cual cerca vieja, por mezquinos rencores políticos. ¡Pero históricamente, en aquellos tiempos, tiempos heroicos de la patria joven, hoy cuasi olvidados! Don José María 2.º Soto no era más que teniente coronel, comandante de la alegre y renombrado regimiento Coquimbo, hijo de la muy noble provincia de su nombre.

Segundo jefe del mismo cuerpo era el sargento mayor don Marcial Pinto Agüero, y tercero, el de igual clase, don Luis Larraín Alcalde, de modo que no podía estar en mejores manos esa formidable herramienta del Coquimbo, forjada en la patria del cobre chileno, el mejor del mundo.

Ya Baquedano, por esos días, había hecho pasar en su linterna mágica los cuadros de Tacna y Arica. Estábamos, pues, en la antesala de Chorrillos y Miraflores, y nuestro ejército, esperando la señal de sus clarines y tambores, veraneaba alegremente en ese hermoso valle Lurín, cruzado de anchas acequias, cuyas aguas transparentes se deslizaban bajo el ramaje de los sauces e iban para Lima rezongando, acaso prometiendo que le habían de contar a las limeñas que en sus ondas se bañaban desnudos los rotos chilenos.

Y en todo lo demás de la pintoresca ensenada, tupidos cañaverales en los que el viento en las noches simulaba muy traviesamente el rumor mal apagado de una legión que se viene encima, cosa que no me explico por qué no sucedió en terreno tan propicio para sorpresa de la guerra tras ese telón de cañas, como para lances de amor bajo las lánguidas hebras de los sauces encubridores.

Para no perderlo todo, de aquellos cañaverales cortaron los soldados la «madera» que necesitaron para levantar sus «rucas» en cuadras de verano, construidas todas en el más puro estilo de las ventas y fondas de nuestra Alameda en las Pascuas de aquellos días, más chilenos que los de hoy, ciertamente, en lo de amar y mantener las costumbres nacionales.

El orgullo del Coquimbo era un juego de huesos de ballena que servían de asiento en el comedor de los oficiales. Nadie podía vanagloriarse de un lujo semejante, cuasi antediluviano.

En éstas y otras travesuras se pasaban las horas de descanso, sin que a nadie, al parecer, le molestara el menor presentimiento de lo que podía acontecerle en la próxima batalla, no obstante, que sus ribetes de duelo a muerte eran bien visibles para todos. Nadie se engañaba acerca de esto.

Por última vez, el día 12, ocupé mi asiento sobre aquellos hospitalarios huesos. Se daba el banquete de la despedida, antes de levantar la casa, y como a cada momento aumentaba el número de los agregados, el oficial ranchero creyó de su deber hacernos esta prevención al servir la cazuela:

-¡Señores -dijo- aseguren presa, porque caldo no ha de faltar!...

Y toda esa alegría era tan sincera y espontánea, que se hubiera creído que ese vibrante puñado de corazones se encontraba cenando donde Gage o en lo de Paulino Segovia.

Y vino la batalla, y el suelo, los cañaverales, las faldas de los cerros, sus barrancos, sus cumbres, fosos y trincheras se cubrieron de muertos y de heridos.

¡Qué charco inmenso de sangre!

¡Qué matadero de reses humanas!

¡Qué montañas de horrores!

Dragoneado de hermana de caridad, o sea, de mozo de palangana al lado del doctor Allende Padín (sobre la palangana tajeaban a diestro y siniestro), todos llevábamos cuenta cabal de los que llegaban heridos, y nos alegraba la ausencia de nuestros amigos. No habían caído, decíamos; pero luego saltaba esa horrible duda:

-¿Y si estuvieran todavía botados en el campo? ¿Y si viniera un ataque nocturno, que todos temían?

Imposible, habría sido, humanamente, recoger a todos los heridos; el vasto campo de batalla tenía tres cancha separadas y distantes: San Juan, Chorrillos y el Morro de Solar, con su famoso Salto del Farile; luego la noche, vidrio de aumento de todas las angustias, se había venido encima sin desahucio del crepúsculo chileno; y al último, negra verdad como dos catedrales, no se esperaba a tanta ni tan distinguida concurrencia.

Y cuando, al parecer, ya no cabía un doliente más, como a eso de la 1 de la mañana del 14, los doctores don José Arce y don Absalón Prado, descargaban un nuevo cargamento de heridos. Después de dormitar un rato sobre la blanda arena y entre la húmeda camanchaca, los despertó la idea de los que yacían abandonados. Pensando muy exactamente que todos se arrastrarían hasta la línea férrea, movilizaron un carro, arrastrado por sus propios caballos y el empuje de algunos ambulantes. Todos antiguos voluntarios o auxiliares de 2.ª Compañía de Bomberos de Santiago, lo llenaron con esa última cosecha, realizada a tientas, heroicamente, entre las tinieblas de la noche, sobre un campo desconocido y con igual piedad para los amigos y enemigos.

Entre los recién llegados venían dos o tres Coquimbos y un Melipilla. Por ellos supimos que Soto había muerto en los primeros momentos de la batalla. Los detalles que daban no dejaban lugar a dudas.

Derrotado en dos primeros zarpazos que les tiró a las trincheras enemigas, Soto había arengado a la tropa y, alzando una bandera chilena, se había lanzado por tercera vez al asalto del maldito Morro, a la cabeza de su regimiento.

Los que conocíamos a Soto, lo veíamos pintado en esos rasgos.

En el curso del día, varios amigos, haciendo un hueco entre los quehaceres y lágrimas de la jornada, nos dedicamos a buscar su cadáver, inútilmente.

En el Coquimbo y en el Melipilla, cuerpos que habían combatido junto, sólo sabían que el comandante había muerto; que al verlo caer un bramido de cólera había estallado entre las filas, y que, haciendo a un lado su cadáver, habían trepado, sin saber cómo, los últimos trescientos metros que los separaban de las trincheras peruanas, y que una vez arriba, nadie había vuelto a mirar hacia atrás...

Bien muerto quedaba, ciertamente y por lo demás, ya no era posible pensar en un solo hombre, cuando por todas partes se veían amigos muertos o agonizantes en el horroroso hacinamiento de cuerpos que se habían formado en el edificio de la Escuela de Cabos, convertida por nuestros cirujanos en el hospital de sangre, bajo el amparo de nuestra bandera vencedora.

Por otra parte, había que preparar alojamiento para nuevos huéspedes si se daba otra batalla, y, entre tanto, el día se hacía corto para hacer vendas, repartir alimentos, barrer inmundicias y lavar como niños chicos a esos rotos tan bravos para pelear, pero que al verse tendidos comenzaban a regalonear o a taimarse, acariciando el rifle, que ni los agonizantes consentían en soltar de su lado. Los buenos y sanos pasaron el día entretenido con el alboroto de las negociaciones de paz; los diplomáticos, encantados de hacer algo, iban y venían de uno a otro campo...

Isidoro Errázuriz fue enviado a la tienda de Piérola como parlamentario. El «ñato» Cox llevaba la bandera blanca, y mientras Errázuriz que era nuestro primer orador, hablaba en nombre de Baquedano, el «ñato» que era con el «checo» Fornes (no se les conocía por otros nombres), de los primeros jinetes del ejército, dejaba bizcos a los ayudantes de Piérola con sus hazañas de centauro, en los desafíos que le hicieron para matar el tiempo.

Todo quedó en dimes y diretes hasta el 15, el día glorioso en que el talento y el valor de Lagos convirtieron en victoria una sorpresa sangrienta que al principio se tiñó con todas las livideces mortales de la derrota.

Y el mando del Coquimbo pasó después de esta batalla a manos de un simple capitán, pues en ella cayeron Pinto Agüero y Larraín Alcalde, como tantos otros jefes y oficiales, tantos, que Isidoro Errázuriz, al contarlos, con sus lágrimas, dijo con un rugido de león:

-¡Miraflores es la batalla de los futres!

Porque el aliento que por un rato pudo faltarles a los soldados, le sobró a los jefes y oficiales.

Verdad tan grande como los sustos, las alegrías, las penas y la gloria de ese día horrible y grandioso, en que la suerte de Chile, como un acróbata que baila en la cuerda sobre un precipicio (haciendo mala comparación), vaciló un instante y pareció tumbarse, de la manera que todos sentimos que el hilo de la vida se cortaba en nuestros corazones, que el cielo se teñía de sangre, y cerramos los ojos para no ver lo horrenda caída.

¡La caída de la Patria en los umbrales de Lima!

Pero todo eso sólo duró la eternidad de un momento.

Por lo demás, la noche que apagó la luz de ese día no tiene descripción posible. Chorrillos, Barranco y Miraflores ardían por las cuatro puntas. Ardían en las calles los cadáveres, hombres y animales. El aire espeso era caliente y olía a cosas podridas. Y el fuego avanzaba sobre el hospital y en éste ya no cabían ni un dolor ni una inmundicia más.

La evidencia solamente de que, abiertas de par en par quedaban las puertas de Lima para que entrara Chile por tercera vez en su corta existencia, podía enjugar el frío sudor de tantas amarguras.

Pero a ratos se llegaba a pensar que eran tal vez más felices los que habían muerto como Soto, una vez por todas, antes que sufrir tan espantosas agonías, lejos de la patria y en tan tremendo abandono.

Ansioso de ver a cierto oficial de marina, el 16 por la mañana me dirigí al Cochrane, al que los rotos de tierra llamaban cariñosamente el «ñato», lo mismo que al Blanco Encalada.

Al pasar, por un departamento silencioso y fresco, como un suburbio del buque, vi dos hamacas que se balanceaban al lento compás de la inmensa mole.

Poniéndose un dedo sobre los labios, el oficial me dijo al oído, señalando uno de los colgantes:

-Simpson, de Navales, le han amputado un brazo y está muy mal.

Y, acercándose al otro, descorrió una gasa que servía de mosquitero.

-¡Soto! -exclamé sin poder contenerme.

Allí estaba, en efecto, la boca llena de sangre, descoyuntado como un Cristo desprendido de la cruz. Una lucecita brillaba apenas tras sus cejas contraídas, chispa perdida entre la ceniza y medio muerta de ese rostro ten lleno de vida y de marcial bravura poco antes.

Este último rasgo sobresalía en la personalidad física y moral de Soto; en alma y cuerpo era, como lo es hoy, un soldado en la más completa y hermosa significación de la palabra. Tenía madre, esposa, hijos y su hogar, formado hebra por hebra, como el nido de los pobres; pero todos esos cariños vivían en él como a continuación de su amor a la patria y de sus deberes de soldado.

La alegría de encontrarle vivo logró sobreponerse al doloroso espectáculo de esa agonía; porque así tan grande e invencible es la esperanza; pero a bordo se hacían pocas ilusiones.

A su lado, inmóvil, tragándose sus lágrimas, estaba de pie la hermana de caridad, el ángel de la guarda, la Providencia del oficial en campaña: el asistente, ese tipo incomprensible y sublime, cristalización de todas las gracias, maulas y virtudes que caracterizan al roto chileno y que llegado el caso, con una mano maneja el cuchillo y con la otra acaricia como las madres al jefe que lo ha elegido para su perro guardián.

Ostentaba insignias de sargento y dormía vestido al lado de su jefe.

Por su parte, la oficialidad del blindado se turnaba para cuidarlo.

Llevé a tierra, triunfante, la increíble noticia; borrose su nombre de la lista de los muertos y todos quedaron en la convicción de que si no habían logrado matarlo «al golpe», ya no moriría así no más.

-¡De ese roble ya no harán leña, mi señor! -decían alegremente sus hermanos de armas en las viejas campañas de Arauco.

Poco después, el coronel Lagos me hizo el honor de llamarme con el objeto de preguntarme si yo, con mis ojos, había visto vivo al comandante Soto. Soto, para Lagos era algo como una espada de repuesto, cien veces probada en sus puños.

Me pareció que la noticia le quitaba de encima una gran pesadumbre a ese glorioso soldado, que en su poncho de brin ostentaba la blancura del penacho de Enrique IV.

-¡Caramba! -me dijo-. Yo le puse de tranca contra el flanqueo de Iglesias, y ha prestado a la patria un servicio inolvidable.

A la verdad, todo el ejército reconocía que para la misión que se le confió a Soto se necesitaba un soldado que supiera morir como morían los de Esparta por la patria y sus santas leyes.

Al rayar el alba del 17, la división de vanguardia, los escogidos y felices que iban a tomar parte en la entrada triunfal a la metrópoli peruana, terminaban sus preparativos estruendosamente dichosos.

¡Lima! ¡Lima! Y nadie se acordaba ya de nada. Los muertos al hoyo y los vivos al bollo. La oración fúnebre más larga se reducía a la fórmula sacramental de la indiferencia araucana del roto por la vida.

-¡Le tocó, pues, señor! «Y diei», mañana nos tocará a nosotros.

Ello es que el campamento parecía una jaula de loros. Los que se quedaban reñían con envidia a los designados para el jolgorio de la entrada, y como en el hambre ambiente del campamento todas las comparaciones se relacionaban por algún lado con las cosas de comer, los primeros decían de los segundos que éstos eran los comedidos que en las tertulias acarreaban viejas al comedor para gozar de la primera mesa.

Ellos se lo comerían todo; pero los otros se reían repletos de satisfacción, acicalándose con la más cómica solemnidad, cada toro delante de su espejito de mano.

No sé en qué esté el secreto de esto que pueda tal vez parecer mariconada militar al que mire las cosas por encima; pero el hecho es que nuestros soldados hicieron la campaña del 79, con espejitos en los bolsillos, con la mismísima naturalidad con que la del 51 llevaban escapularios en el pescuezo.

¿Quieren decir estos pintorescos detalles que ha cambiado o disminuido la gloriosa vocación del roto para pelear y morir por la patria?

Sería como decir que hoy son menos bravos, porque son más futres los soldados chilenos; pero los «mauser», como ellos dicen, por todo lo distinguido dentro de lo alemán, nos les han hecho perder ninguna de sus condiciones tradicionales.

Y chasco se llevaría quien pensara lo contrario; porque si con Bulnes y Cruz se batieron en Loncomilla como tigres, hasta quedar sobre el campo la mitad de los combatientes, con Baquedano y Lagos a las puertas de Lima, atacaron y se defendieron como leones que no habrían dejado cosa en su lugar, si la púdica noche (y la estrella buena de Chile) no hubiera interpuesto el manto protector de la camanchaca y sus tinieblas entre la ansiada Lima con su cielo estrellado de mujeres encantadoras, y el malón araucano jurado como supremo desquite en las penalidades abrumadoras de larga campaña...

¡Lima! ¡Lima! El arca abierta delante de la cual hasta los justos debían delinquir... «en el reglón pompadour de los mandamientos».

Un buen día apareció Soto en el Callao, rigurosamente vestido de paisano. Le habían nombrado colmadamente del resguardo de la aduana, y estaba de convaleciente, más de ánimo que del cuerpo, cuyas heridas habían ya cerrado.

Se quejaba de la vida, aunque la había recuperado por milagro, y con más fastidio de la vida militar. Lo que era él ya no volvería a sacar la espada por nada de este mundo, nunca jamás, viniera lo que viniera.

Pero en esto vino la intentona de intervención yanqui en el arreglo de nuestros negocios con el Perú, y tan injusto y descarado atropello, no ya de parte de la gran nación, sino de un bellaco político, produjo, naturalmente, una especie de fiebre en el ejército, avecindado pacíficamente en Lima.

Jefes y oficiales se subían a las nubes en el colmo de la indignación. Los rotos, sin inmutarse tanto, se limitaban a decir con sorna habitual:

-Muy bien, pues. ¡Alguna vez hemos de pelear con la gente!

A todo esto, Soto mejoraba visiblemente de salud, y una noche se presentó vestido de militar a una comida de amigos. Se había avergonzado de su traje de paisano, pareciéndole que en tales momentos las prendas civiles eran como un escondrijo de sus deberes de soldado.

Por algún rato se logró acallar la cuestión de la patada yanqui; pero al final hubo explosión. Los años se caían de aquellos corazones invencibles. Los más viejos peroraban como tenientes en la flor de los años y de las ilusiones. En opinión de Soto, a Chile no le quedaba más que portarse como quien era, para eso allí estaba su ejército que sabría morir como un solo hombre.

-Y después me lo dejan boqueando, como en el Salto del Fraile -le dijo un compañero.

Entonces la conversación recayó, naturalmente, sobre las peripecias del Coquimbo y la muerte de Soto en aquel famoso asalto.

Cada cual recordaba algún incidente visto u oído.

Juntándolos todos, resultaba, más o menos lo siguiente:

En la tarde del 10 de enero se daba en el campamento por definitivamente acordado el plan de ataque a esas formidables trincheras peruanas, tras de las cuales, Piérola, con justos motivos y patriótico orgullo, consideraba al Perú tan seguro como a San Pedro en Roma.

Sin embargo, el comandante de un buque de guerra extranjero le había observado sacando su reloj:

-Es cierto, señor; la situación de su ejército parece inexpugnable; pero yo he visto a una división chilena tomar a la bayoneta las fortalezas de Arica en cuarenta y cinco minutos contados en este mismo reloj.

Por el lado nuestro corría el rumor de que Lagos no estaba conforme con un detalle del plan de ataque. Trataba el coronel nada menos que conjurar el peligro con que amenazaba el cuerpo de ejército que comandaba el coronel Iglesias sobre el Morro Solar. En su concepto, era absolutamente indispensable asaltarlo desde el principio y apretinarlo contra las mismas cumbres en que estaba fortificado, porque en cualquier descuido y contratiempo de la 1.ª división, aquél se vendría cerro abajo con el ímpetu de una avalancha para flanquear nuestra ala izquierda. Todo flanqueo por este lado suponía un corte formidable al contacto del ejército con la escuadra. Imponíase, en consecuencia, la necesidad de dedicarle un ataque especial.

Y tanto dio y cayó que, al fin, el buen sentido de Baquedano aprobó su iniciativa, comprendiendo la perspicacia militar de Lagos. Sin pérdida de tiempo, el coronel se dirigió al campamento del Coquimbo, y allí, sin apearse de su caballo, dijo tranquilamente a Soto:

-Acabo de sostener una lucha en el Cuartel General para conseguir que se destine una pequeña división con este único objeto: que el día de la batalla se encamine por la orilla del mar, y, apoyada por la escuadra, ataque de sorpresa, si es posible, el ala derecha del enemigo, que se apoya en la fortaleza y trincheras que tienen en el gran Morro Solar, y en todo caso evite que pueda flanquearnos por ese lado. Para el desempeño de esta importante misión he designado a usted, seguro de que usted no me dejará mal. No le oculto el peligro ni las dificultades; pero si usted logra el objeto, habrá prestado un gran servicio.

Y como Lagos no hacía las cosas a medias, agregó enseguida:

-Hoy mismo (esto era el día 11) tendrá usted a sus órdenes el vaporcito Toro, para que vaya a reconocer la costa que rodea al Morro hasta donde pueda.

Y no hablaron más; porque ambos sabían a qué atenerse desde algunos años atrás, como quiera que en 1853, Soto, cabo 1.º en la Escuela Militar, salía al Ejército con la jineta de sargento 1.º de la 2.ª compañía del 4.º de línea, cuyo capitán era Lagos.

A las 4 de la tarde, el comandante Soto terminaba su reconocimiento de la costa, y al día siguiente se le llamaba del Cuartel General para que asistiera al consejo de jefes de división, en que el general Baquedano iba a comunicar sus últimas instrucciones acerca de la batalla que empeñaría al amanecer del 13, o sea, «al cuarto del alba», como decía don Pedro de Valdivia.

La división Soto quedó compuesta del regimiento Coquimbo y del batallón Melipilla que mandaba don Vicente Balmaceda.

Se acercaba plácidamente la tarde del día 12 y con ella «la hora de la conciencia y del pensar profundo». Todo sonríe en la naturaleza, mientras brilla el sol; pero cuando en vísperas de un duelo a muerte, la noche amortaja a la tierra y las cosas parece que hablan y los sapitos cantan su rosario en los charcos, única voz en aquel silencio de muerte, entonces cada hombre escribe a los de su casa...

Soto, como todos, escribía apresuradamente a los suyos, cuando se presentó en su tienda un joven practicante de medicina en demanda de un gran favor:

-¡Al grano! -le dijo Soto, sin levantar la vista.

-Soy, señor -continuó el joven- el practicante David Perry; por el momento no tengo colocación, pero como deseo servir a mi patria le suplico me permita formar parte de su división en la batalla de mañana. Además, los del Coquimbo son mis comprovincianos.

Soto le miró entonces, para decirle:

-Muy bien, joven, queda usted como cirujano del regimiento.

Enseguida entró un paisano en traje de arriero.

-Yo soy, pues, señor - tartamudeó éste-, Bernardino Alvarado, a quien usted encontró cateando en el interior de Bolivia cuando perseguía al general Campero.

Estaba empleado en la sección de Bagajes, pero, habiendo sabido la proximidad de la batalla, había abandonado las mulas y carretones y su sueldo de ochenta pesos para pelear al lado de su salvador en Bolivia.

Y de estas deserciones hubo muchas entre los rotos, que no se conformaban con que después les contaran cuentos de la batalla cuando la tenían tan a la mano.

El Coquimbo, seguido del Melipilla, dejó su campamento y emprendió la marcha por la orilla del mar, camino del Morro, pero luego la obscuridad se hizo tan profunda, que Soto juzgó prudentemente esperar que aclarara un poco, tanto para dar un descanso a su tropa a la hora de su reposo acostumbrado, como para evitar el riesgo de caer de cabeza sobre el enemigo.

La columna se detuvo y entonces ocurrió esto, que, contado, puede parecer mentira. Los Coquimbos y Melipilla que habían recibido doble ración de marcha, despacharon una, y luego se quedaron profundamente dormidos, largo a largo, sobre la arena, bien convencidos de que sobre el jefe caía la obligación de velar por ellos.

Despertados de allí a buen rato, se emprendió nuevamente la marcha y en este segundo avance, que constituye uno de los episodios más dramáticos de la batalla de Chorrillos, ocurrió la escena inolvidable de la muerte del hijo adoptivo del Coquimbo, a quien los soldados en la tarde de la victoria de Tacna, le dieron un puesto en las filas y el propio nombre de su glorioso regimiento.

La batalla estalló de pronto. Soto, sin pensarlo más, se lanzó sobre las primeras faldas del Morro como de un brinco, y tan violento y rápido fue su ataque, que, en menos de una hora, apagaba los fuegos y se adueñaba de una batería que Iglesias había emplazado bordeando al pie del cerro.

Siguió un recio tiroteo. Nuestra escuadra trataba de barrer las trincheras de los faldeos, en las que los peruanos tenían sus ametralladoras hábilmente agazapadas; pero luego tuvo que suspenderlos, temerosa de herir a los nuestros.

En tales condiciones, el combate era bien desigual y el suelo comenzaba a matizarse de Coquimbos y Melipillas, caídos sin haber pagar su muerte al enemigo. Éste los mataba impunemente.

Sólo ordenó entonces a su división replegarse sobre los mismos faldeos, quedando así amparada por las irregularidades del terreno, y debajo casi en línea recta, de las propias baterías enemigas.

-Esta feliz maniobra -me decía un veterano- nos libró de que el enemigo nos comiera vivos.

Ella les permitió también reponerse y organizarse de nuevo, y lo que era igualmente necesario, reponer las municiones para continuar el combate cerro arriba. Para esto último, Soto ordenó a uno de sus ayudantes fuera a buscar tres cargas que había dejado en el último descanso, pero como para esto había que salir a la zona que el enemigo barría y soplaba con sus fuegos, aquél vaciló indecorosamente.

Al ver tan extraña cosa, Larraín Alcalde al frente y dijo a Soto:

-Présteme su caballo, mi comandante, y yo iré por las municiones.

Ante esta heroica acción, Soto se desmontó, diciéndole:

-¡Usted se porta como quien es!

Larraín Alcalde fue y volvió, porque la muerte no quería llevárselo sin los laureles de Miraflores.

Pero en el entretanto, el tiempo pasaba casi ridículamente, podía decirse, porque ni los nuestros se atrevían a escalar su calvario ni los peruanos a dejar sus madrigueras.

Soto sentía en su frente, en la frente también de su invicto Coquimbo, la afrenta de semejante situación, aun cuando, quedándose donde estaba, cumplía lo principal de su consigna: contener a Iglesias.

De este modo llegaron a transcurrir dos horas. Como león enjaulado, Soto recorría el terreno, tratando de romper por algún lado los barrotes de su jaula. A la desesperada hizo un ensayo. No quedaba más recurso que irse de frente, y al efecto, lanzó la primera compañía contra las trincheras más próximas, a unos trescientos metros; pero ésta tuvo que replegarse «a paso de vencedores», porque en menos de diez minutos, dejaba en el campo más de veinticinco hombres, entre muertos y heridos.

Esta retirada produjo en la tropa un efecto desastroso. Soto inclinó la cabeza, mordiéndose el ancho bigote. Se le hubiera creído agobiado bajo el peso de la situación. Mas no era así: era que se arrancaba de los pliegues del alma el amor a la vida en aras de la patria, y rota, al fin, esta cadena, ese hombre sin miedo y sin reproche, dijo a su segundo, Pinto Agüero;

-¡Aquí hay que vencer o... morir! ¿por qué sólo Arturo Prat se puede sacrificar por la patria y no lo hago yo también, ahora que estoy obligado?

Y alzando con sus manos una bandera chilena, dirigió a los suyos una arenga, que era más bien un desafío al honor de todos, y a la voz de: ¡Adelante, muchachos!; salió al frente de los suyos, camino de la muerte y de la gloria.

Nadie vaciló en las filas. Como un solo hombre, la tropa siguió entusiasmada ese heroico ejemplo porque, desde que Chile es Chile, no se ha visto jamás que el roto vuelva cara cuando su jefe va adelante.

Minutos después, Soto caía atravesado por una bala que, entrando por el pecho, salió por encima del pulmón izquierdo. Pero, ¿qué importaba? Su división ya no volvería a la gatera, después del tirón que le había dado. Pinto Agüero corrió a recibir sus órdenes.

-¡Yo muero! -balbuceó Soto- Siga usted al ataque...

Y como en sueños oyó el grito de sus soldados:

-¡Mataron al comandante! -grito de guerra con que enardecían unos a otros, mientras trepaban como gatos alzados, los flancos formidables del Morro.

Soto se desangraba en la vecindad de otros que ya habían muerto del todo, cuando llegó el cirujano Perry a cumplir su sagrado ministerio.

Estancó la sangre, vendó las heridas y diole a beber unos sorbos de coñac con agua, y sin pronunciar palabra, corrió en busca de otras víctimas que atender con igual cariño.

Y como en prueba de que el bien que se hace nunca es perdido, momentos después llegó Alvarado, por su parte, llevaba un balazo en un pie, improvisó una camilla y como divisara que providencialmente se acercaba un bote de la escuadra, comenzó a dar voces y hacer señales hasta que fue visto y oído.

El fiel asistente dio a conocer la categoría del herido, agregando que el general Baquedano pedía fuera llevado a bordo, porque estaba muy grave y las ambulancias distaban dos leguas.

Un «cucalón» que venía entre los tripulantes, al ver que Soto arrojaba bocanadas de sangre, exclamó con sincera lástima:

-¡Para qué llevan a ese pobre!

Pero el apuesto y noble muchacho que mandaba la embarcación lo llevó piadosamente a bordo de su nave.




ArribaAbajoLa entrada a Lima

Parece un sueño que hayan transcurrido ya veintiocho años desde aquellos días de tantas emociones y de tantas glorias, glorias que entonces veíamos cubiertas, como las flores al amanecer, de un rocío de triste y hermosas lágrimas, lágrimas que luego evaporó el espléndido sol de un triunfo colosal, cuya luz, si alumbró millares de cadáveres, puso también a nuestros ojos la visión encantadora del porvenir que despuntaba para Chile.

Y este detalle, el recuerdo de los hombres, por muchos, grandes y queridos que fueran, hubo de borrarse ante este supremo conjunto: la patria.

Por eso Lima secó todas las lágrimas, cubriendo con el manto de la gloria a los chilenos que quedaban insepultos y desnudos sobre los campos de Chorrillos y Miraflores.

La proclama que el general en jefe dirigió a las tropas desde el palacio de Pizarro el 18 de enero de 1881, concluía con estas justas palabras:

«En cuanto a los que cayeron en la brecha, como el coronel Martínez, los comandantes Yávar, Marchant y Silva Renard; los mayores Zañartu y Jiménez, y ese valiente capitán Flores, de Artillería, que reciban en su gloriosa sepultura las bendiciones que la patria no alcanzó a prodigarles en vida».



Y como place al corazón volver con las mágicas alas de la memoria a los paisajes del tiempo pasado, particularmente cuanto tanto cuadran los minutos de hoy con los de ayer y todo parece igual, menos nosotros mismos, no han de causar enojo algunos recuerdos de aquellas acciones memorables, en defecto de otros más públicos y dignos de su lustre, así como de los bienes que engendraron y de la gratitud que corresponde y sienta bien a un gran pueblo.

La noche negra y triste del 15 al 16 se pasó en nuestro campamento del modo que tengo dicho, más o menos, en otra parte, cumpliendo preceptos de su arte y aleccionado por la reciente enseñanza, el general Baquedano desde la tarde misma de la batalla de Miraflores dispuso al Ejército, en cuanto lo permitían las circunstancias, en situación de cerrar y bombardear a Lima. Era su empeño avanzar las tropas más allá de las trincheras conquistadas, a fin de evitar las bombas de que estaba sembrado el terreno en que habían combatido. Así se veía a los regimientos, ya tarde de la noche, andar a tientas de aquí para allá, como quien en lo obscuro busca su cama.

No sé que se haya referido, antes de hora, un lance de aquella trasnochada, muy sencillo en sí mismo, pero que pudo tener las consecuencias que es fácil calcular.

Uno de esos tantos dramas que teje el acaso y que por un detalle insignificante, a veces hasta ridículo, no pasa a la escena, estando todos los elementos preparados para su ejecución.

La división del coronel don Pedro Lagos acampó en el pueblo de Miraflores. En la plaza desplegó sus baterías, 12 cañones Krupp, el mayor Jarpa. Los otros cuerpos se tendieron en los potrerillos vecinos.

Brillaba la luna al tenor del dicho popular. Brillaba como la plata.

A eso de las nueve, el mayor Jarpa recibió del coronel la orden de preparar sus piezas para hacer fuego sobre el primer tren que asomara por la línea de Lima.

Nada era más fácil. Saliendo de la plaza, la línea se encajona entre las paredes de una calle, describiendo al final una estrecha curva.

Cada artillero recogió la manta con que domaba las piedras, y arrastraron los cañones hasta dejarlos abocados sobre la línea, a veinticinco metros del claro de la curva. Prolijamente se cargaron con sendas granadas y, estando todo revisado y listo, el mayor Jarpa salió a recorrer las vecindades a objeto de hacer retirar la tropa que hubiera en el frente, calculando que doce granadas a boca de jarro sobraban para un tren y podía salpicar a los soldados, que por allí andaban, con las astillas.

Las once habrían dado, cuando se divisó, viniendo de Lima, un pálido resplandor que avanzaba a destelladas. Luego el ruido sordo y los resoplidos característicos no dejaron duda.

Era un tren.

Se acuñaron los fulminantes en las piezas y los artilleros quedaron con la cuerda en la mano, atentos a la voz de ¡Fuego!

Habrá de parecer novela, pero es lo cierto que no faltaban más de doscientos metros para que el convoy doblara la curva, cuando llegó a todo galope el comandante, hoy coronel, don José María del Canto, jefe del servicio en esa noche, gritando desde lejos:

-¡Jarpa, no dispare!

El tren pasó.

En la plaza se apearon los nocturnos viajeros; se les vendó la vista y cada cual con su guía, emprendió la marcha hacia el alojamiento del coronel Lagos.

Eran los eternos diplomáticos.

Solicitaban una conferencia del general en jefe; pero el general se negó a recibirlos y sobre los mismos pasos se devolvieron, pernoctando en una casa del camino.

Parece que Lima devoraba en esos instantes las angustias de un peligro inminente y no esperado.

Sus defensores de la tarde empezaban a sacar cuchillo contra ella misma.

Parece igualmente que el general quiso dejarle aquella noche para que meditara sobre la almohada del insomnio acerca de sus conveniencias y de los deberes que la derrota impone a los vencidos.

Entretanto, al amanecer del día 16, podían contarse ciento cuatro cañones abocados a sus engreídos muros.

Pero más tarde, un oficial de la marina italiana llegó a las avanzadas a guisa de parlamentario. Recibido con el ritual de campaña, pasó a la tienda del general.

El cuerpo diplomático solicitaba una audiencia para el alcalde de Lima, don Rufino Torrico, que caballerescamente, cuanto todos se perdían, salía para hacer los honores de la casa en aquel espantoso duelo.

El general contestó exigiendo la rendición inmediata y sin condiciones de la capital. Él no tenía más deberes de soldado a qué atender y si un solo tiro prolongaba la resistencia, Lima pagaría sus culpas con su sangre.

A las doce llegó Torrico, acompañado de los ministros, los almirantes de las escuadras de Inglaterra y Francia y del jefe de la escuadra italiana.

El tren que los conducía arrastraba, además, dos carros atestados de heridos chilenos, devueltos al general como en prenda de paz.

El alcalde entregó la ciudad sin condiciones. Los ministros pidieron gracia para los vencidos, se fijó la entrada del Ejército para el siguiente día a las cuatro de la tarde, siguiendo después una plática menos ceremoniosa.

A las 2 de la tarde regresaron a Lima.

No iban muy lejos cuando ya circulaba por el campamento un surtido de noticias para todos los gustos.

Se decía que Piérola, sin asentar pie en Lima, galopaba con su gobierno en dirección a la sierra: que los derrotados intentaban saquear la ciudad de tal modo abandonada; que Canevaro había propuesto un asalto nocturno a nuestro campamento, a tiro seguro; pero se había extraviado o no lo habían seguido; que el pánico era espantoso y que todos clamaban por el avance inmediato de nuestras tropas, como único amparo contra la comuna de zambos que estaba empezando.

Se contó también que durante el zafarrancho del combate de Miraflores llegó al puerto Ancón, donde estaban las escuadras extranjeras, no la noticia de la aventura que corrieron los ministros en su almuerzo con Piérola, sino la de que el ministro inglés había sido muerto por los chilenos y que el almirante, al oír esto, había puesto sus naves en son de guerra para irse sobre las nuestras en demanda del agravio.

Dadas estas circunstancias, el asunto no parecía inverosímil, sobre todo si se atiende de esa especie de elefantiasis que sufren los rumores callejeros, especialmente en horas de tribulación y de dudas, y esos rumores, hasta los últimos instantes, siguieron propalando cosas peores de nosotros.

En cuanto a la resolución del almirante inglés, también habían solido adoptarse otras más desatentadas.

Pero antes de ver lo que en realidad pasaba en Lima, conviene dar una postrera recorrida a nuestras tiendas, dándole, con permiso, este poético nombre al suelo raso y al cielo desnudo; pues no había más para descanso y abrigo.

Los mismos heridos, en la Escuela de Cabos, los que no cupieron en las salas y corredores, estaban en los patios, a toda intemperie.

¡Eran cuatro mil los que penaban en aquel horrible purgatorio!

Soplaba, viniendo de todas partes, un viento peor que de albañal, hálito de sepultura, que se aspiraba espeso, tibio y vagueante.

Ni las brisas de la campiña ni la del mar cercano alcanzaban a barrer los hedores de aquella nevada de cadáveres, recalentados por el sol, que cubría el suelo.

Cuando el alba de 16, salí de mi ruca, vecina a la de un campamento de chinos que habían pasado la noche fumando opio y jugándose a las cartas lo robado entre los escombros o a los muertos, sentí que con la primera bocanada de aire libre había tragado una porquería indefinible.

Las bestias caminaban espantándose, a cada tranco, de esos bultos extraños a los cuales una mano ebria o loca parecía haber dado las actitudes más extravagantes y los gestos más ridículos.

Poco después, los médicos hablaron de la necesidad de sacar inmediatamente a los heridos de aquel ambiente envenenado, por lo menos de desahogar de algún modo el recinto de la Escuela de Cabos, donde se apiñaban cuatro mil hombres en toda la invalidez de la miseria humana.

Temían con sobrada razón que de un rato a otro se declarara la fiebre gangrenosa, soplo tremendo que habría apagado en pocos instantes el candil de la vida que oscilaba en ellos.

En un cuarto, y no muy grande, el segundo piso, estaban el comandante Souper, Marcial Pinto, Camilo Ovalle y tres o cuatro oficiales más, cuyos nombres no recuerdo. Desde las camas, por las ventanas entreabiertas, dando paso a ese aliento pestilente del campo, se divisaba el más horrible paisaje que podía ponerse delante de sus ojos.

Sintiendo a la muerte en sus propios cuerpos, la veían, además, por todas partes; porque en todas partes se descubrían cadáveres asquerosos de hombres o animales, espantosamente hinchados, unos ya comidos en parte, otros mutilados por un culatazo o un golpe de granada.

Algunos ardían suavemente, despidiendo una hebra de humo que, tiñéndose en la noche, hacía el fantástico efecto de un enjambre de candelillas.

Los gallinazos, repletos de comida, coronaban por cuadras los bardales de las tapias, y cuadrillas de perros cruzaban los cañaverales a la carrera. Entres las cañas se podrían miles de cadáveres enemigos.

Y alternando con aquéllos, bandas de chinos que registraban a los muertos, los rociaban con parafina y les prendían fuego entre las risotadas y chanzas de su extraña jerga por cada peruano que reconocían.

Otros recogían cápsulas para rifle, que después vendían a buen precio, las intactas. Las usadas fueron a parar a Inglaterra en forma de barras de cobre.

Entrando a las cocinas del hospital, nubes de moscas que habían andado por todas las inmundicias, cubrían la carne, el pan y los utensilios.

El paladar, a pesar del hambre, se contraía como esponja. Afortunadamente, los heridos estaban lejos para ver aquello.

Pero quedaba para los buenos, en medio de todas las tribulaciones, un dulce consuelo: las grandes acequias de agua cristalina que culebreaban por la verde campiña, trayendo a la memoria el recuerdo de los campos chilenos.

Se tomaba agua a todas horas y el que menos dos veces se bañó en el día; más bien el preciado líquido llegó a dar fatigas de asco en las telas del estómago.

Acababa de descubrirse que debajo de las aguas había cientos de cientos de cadáveres, deshaciéndose como panes, ¡y cadáveres de negros a los que acaso era ésa la primera agua que les llegaba al cuerpo!

Esto debíamos haberlo presumido; pues no podía ser de otra manera, dado lo que se contaba.

En aquellas acequias, barrancosas y bordadas de sauces y matujos, buscaban refugio, en las ansias de la vida, los perseguidos; pero ahí llegaban los nuestros como a cazar ranas a palo y, tragando cieno, morían los infelices por la doble; porque detrás del yatagán entraba la bala, seguida de este responso:

-¡No te gustaron las minitas!

-¡Volvé a travesear con ellas!

En otros lances corría sable pelado. Un regimiento de jinetes volvía de un avance, paso a paso, por una estrecha cañada, no habiendo encontrado enemigo al frente. De pronto, por la espalda, resonó una descarga de fusilería que trajo al suelo a uno o dos.

De estas jugadas guerreras, que enloquecían a los nuestros, los peruanos tenían muchas, hábiles como son para suplir las fuerza con astucia.

-¡Vaya usted a ver! -dijo el segundo del regimiento a un alférez impaciente, que hoy luce en Tacna los galones de sargento mayor.

El mozo se destacó al galope con su mitad, ganoso de distinguirse en presencia de los suyos. El regimiento siguió la marcha; pero como tardaran mucho en lo de ir a ver, hubo que hacer alto para esperarlos.

Al fin llegaron, al parecer muy trabajados.

-¡Y en qué se ha demorado tanto, hombre!

-Si eran como cuarenta, señor, y estaban en la acequia.

-¿Y ahora...?

-Ahora están en la mansión de los héroes...

Y mientras los niños se acicalan para entrar dignamente a Lima, Cuzco soñado de los nuevos conquistadores, se alcanza a dar un vuelo por la ciudad.

¡Pobre Lima, soñadora incorregible, caída de los celajes rosados de la ilusión a la realidad de un charco de sangre!

Porque desde los comienzos de la guerra, ella vivió en un mundo de artificio que le creaban su corazón ligero y su fantasía tropical, tanto como los cuentos andaluces, las bravatas portuguesas y aquel eterno mentir de una gran parte de su prensa.

Todo eso la había hecho perder la justa apreciación de las cosas y de ahí esas inconcebibles retemplanzas de fe en su fortuna, que nacía a raíz de los más crueles desencantos y de los golpes más rudos.

No habían bastado para abrirle los ojos ni la larga serie de las derrotas sufridas, ni los juiciosos razonamientos de alguna gente sensata que, habiendo vivido en Chile, pedía se le tomara muy en cuenta como enemigo formidable.

Familia hubo, muy conocida aquí, que perdió allá sus relaciones, viéndose denigrada con el apodo de Las chilenas, sólo porque eso decía, no creyendo a pie juntillas, como creía la generalidad, en el descalabro inevitable que todos profetizaban a nuestro ejército en las puertas de la capital peruana.

Y tanto se había extraviado el criterio público, tanto prometían las proclamas de las autoridades y las relaciones de la prensa, que se llagó a celebrar cada paso que avanzábamos como si fuera uno más hacia la tumba.

Sin embargo, había ocurrido pocas noches antes un hecho que debió hacer meditar a los más ligeros.

Se cuenta que en la tertulia de Piérola, en presencia de una corte numerosa y brillante, y de varios marinos extranjeros, se hablaba de las fortificaciones de Chorrillos, San Juan y Miraflores. El dictador se manifestaba orgulloso de esa obra y en verdad que le sobraba razón.

¡Los chilenos no llegarán hasta ellas! Era la creencia general.

Piérola deseó conocer la opinión de uno de aquellos comandantes extranjeros más por recoger elogios que opiniones que no necesitaba.

Dicen que el comandante respondió:

-He visitado cuidadosamente las obras de defensa; es cuanto puede exigirse a un general; porque la naturaleza y el arte han hecho casi inexpugnables esas trincheras; pero debo decir a V. E. (agregó, sacando su reloj), que yo he visto a los chilenos tomarse el Morro de Arica en cincuenta y ocho minutos...

Y golpeaba lentamente en la esfera, como para decir que los había contado en ese mismo reloj.

Esto fue en la noche del 13.

Los contertulios se retiraron. Piérola salió en ferrocarril a practicar un reconocimiento. Aquella corte brillante se desparramó por los ranchos de Chorrillos, a donde dícese que de noche bajaban los oficiales a distraer el fastidio de la vida de campamento, volviendo de madrugada a sus filas.

Según varias versiones, momentos después, un oficial se presentaba a la tienda de Piérola, con un mensaje de las avanzadas en que se anunciaba el envío de dos prisioneros chilenos.

La noche del 13 al 14 no fue alegre ciertamente para los habitantes de la capital. Por grandes que fueran las esperanzas cifradas en las trincheras de Miraflores, mayores habían sido las de Chorrillos y estaban perdidas.

Los heridos contaban cosas espeluznantes de la ferocidad de nuestros soldados, y esto no era para tranquilizar a nadie, mucho menos a las señoras que oían, y eran casi todas las limeñas, pues en el palacio de la Exposición y en los demás hospitales de sangre se había dado cita, confundiéndose las nobles y las plebeyas.

El 14, desde temprano, el Cuerpo Diplomático se puso en movimiento, a fin de conseguir una reconciliación, empezando por conferenciar con Piérola.

El momento no podía ser más apropiado. El general chileno acababa de despachar a don Isidoro Errázuriz, secretario del Ministro de la Guerra, en compañía nada menos que del ex ministro del mismo ramo, coronel Iglesias, tomado prisionero en la batalla anterior, con la misión de declarar al Presidente del Perú que el ejército chileno reconocía la bravura que el peruano había demostrado en la defensa de Chorrillos y de invitarlo a que enviara plenipotenciarios autorizados para negociar la paz.

El señor Errázuriz debía manifestar, además, los peligros que corría Lima con la continuación de las hostilidades a sus propias puertas, y esta galante declaración: de que los chilenos estaban tan empeñados como los mismos peruanos en preservarla de una suerte igual a la Chorrillos.

Esta proposición del general vencedor obedecía al convencimiento de que la última batalla había sido decisiva.

Nadie presentía que la Miraflores hubiera de sobrevenir cuando menos se esperaba.

Efectivamente, habían caído de cabeza en ellas una camarada chilena y un sirviente de nuestras ambulancias, ambos jinetes en sendos borricos.

Se llamó a Piérola por destellos de luz y luego fue público en el campo peruano el avance del ejército chileno.

El general Baquedano había perdido, pues, la mejor carta de su juego: la sorpresa.

¿Qué suerte corrieron aquellos sujetos, que, habiéndonos causado tanto daño, se perdieron sin dejar rastro alguno?

¿Era una simple leyenda?

Nunca pude saber más acerca de este particular que lo que me contó un distinguido caballero francés, que asistió a las batallas por el bando peruano en calidad de hermano de una logia y miembro de la ambulancia de su nacionalidad. Creyendo él en la existencia de los misteriosos personajes, asegurome que los habían guardado en una casa de Chorrillos que servía de hospital, donde murieron confundidos con los que en ella resistieron hasta que fue incendiada y se hundió sobre todos.

Por lo demás, el día 16 no ofreció otras novedades.

El general, visitando a los heridos, confirmó la noticia de que el Chile se alistaba para salir al sur.

Comenzó entonces lo que podría llamarse la fiebre de la patria en aquellos hombres que creían morirse lejos de su hogar. Hubo una mejoría instantánea. Algunos se vestían por sus manos para demostrar que podían resistir a la navegación. Muchos oficiales hacían jurar a sus asistentes que, fuera como fuera, ellos quedarían a bordo de los primeros.

En la tarde se vio un hermoso arco iris que remedaba una gallardete chileno prendido entre la cordillera y el mar.

Ya obscuro, se sintió un gran estruendo por el lado de Lima: los peruanos volaban los gruesos cañones del San Cristóbal y del San Bartolomé, dos formidables fortalezas trabajadas en la cumbre de dos cerros que dominaban nuestras líneas, aunque la primera, ideada por Piérola, parecía más bien estar dedicada a las revueltas caseras de la capital. Sin embargo, ambas jugaron su papel en las batallas, habiéndose, ya estrenado la segunda en el reconocimiento que el día 6 de enero hizo el coronel Barbosa por el lado de Ate con tan brillantes resultados, que muchos aseguraban la posibilidad de que todo el ejército se hubiera escurrido por aquella rendija y cerrado a los peruanos, como por obra de brujos, la boca de su misma ratonera.

Habría sido, sin duda, cosa napoleónica y hasta de encantamiento aquella aparición de comendador; pero yo ignoro los grados de esa posibilidad. Sólo el general Barbosa puede decir hoy lo que vio por sus ojos el coronel de entonces en esa atrevida y militar aventura.

Durante el resto de la noche siguieron reventando cañones o estallando minas, que sacudían el suelo, relampagueando en el horizonte.

Y cuando cantaban los grillos entre el pasto y todo era campestre quietud en nuestros reales, el centinela de la gran puerta del hospital, dio el grito:

-¡Cabo guardia! ¡Unas mujeres!

Un grupo de cholas, mechoneadas y ofendidas hasta no tener habla, lloriqueando entre las rejas que circuían la explanada del edificio.

Reclamaban contra un hilo de visitas que no se cortaba desde que comenzó a pardear la noche, visitas como de duendes, que aparecían sin saber de dónde en la casa que se les había dado por refugio al frente del hospital; pues, estando las puertas atrancadas y con guardias, unos entraban y otros salían, todos al mismo tiempo.

El hecho no tenía explicación de buenas a primeras; porque el sargento juraba que ningún soldado de la guardia había atravesado la única puerta posible. Pero tampoco andaban por allí otros soldados y, como el oficial no creyera en ánimas, diose a buscar hasta que descubrió lo que los rotos únicamente podían desenterrar; la boca de una galería que, comenzando en un rincón de la explanada, iba a dar a la casa de las cholas.

-Mi sargento, ¿voy allí? -decían los soldados, y como él allí estaba dentro de la reja cerrada y con centinela, se daba el permiso y el roto se sumía en el hoyo.

Pero todos los demás durmieron como por primera vez tras de tantos insomnios y trabajos, mecidos por estas gratas esperanzas, que hacían como de plumas el suelo mojado por la camanchaca:

-¡Se acabó el guerrear!

-¡Mañana en Lima!

-¡Cholas del alma...!

Lima despertó al estruendo de los cañones, en la madrugada del 13.

A las 8 de la mañana comenzaron a llegar a Lima los primeros heridos, unos a pie, otros en camillas que conducían extranjeros o paisanos. A las 9 tomó el tren para Chorrillos la compañía de la ambulancia peruana (dato de una relación publicada en Lima).

Aquéllos no sabían gran cosa; pero a las once entró a la plaza de la Exposición un grupo de dispersos que llevaban escrita en sus caras la mala nueva. Desde ese momento, no cesó la peregrinación; pero sólo a las dos de la tarde vino la ciudad a convencerse de su desgracia.

A pesar de que desde el 27 de diciembre estaba prohibido «inventar o propalar noticias falsas, so pena de ser castigado con todo el rigor que las circunstancias reclaman», el mismo día 13, a las 3 p.m., circuló un boletín oficial, enviado del campo de batalla, que decía que S.E. abandonando el Morro Solar, San Juan y el pueblo de Chorrillos, había ordenado a las 10.30 a.m., la retirada del ejército a las inaccesibles trincheras de Miraflores.

Otro parte anunciaba que los batallones Cajamarca, Guardia Peruana y Ayacucho, se habían abierto paso a la bayoneta por en medio de todo el ejército chileno, llegando diezmados, pero triunfantes a la segunda línea de defensa.

Se contaba, asimismo, que Piérola había escapado milagrosamente de dos descargas que le hicieran, matando a tres oficiales de su escolta. Lo que se sabe de fijo es que a las diez tenía retirada cortada por el Esmeralda y que pudo escapar descendiendo la barranca que sigue casi a pique la orilla del mar.

Pero lo que acabó de consternar a la atribulada población, fue la noticia de que el general Baquedano había enviado un parlamentario con un mensaje en que proponía la capitulación, concediendo veinticuatro horas al gobierno de Lima. Expirado el plazo, rompería los fuegos, y vencido el ejército peruano, Lima sería saqueada y pasada a cuchillo.

Piérola no recibió al embajador. Andaba recorriendo sus nuevas líneas y mandó decir que sólo recibiría a un parlamentario debidamente autorizado; que deseaba la paz; pero que trataría en su propio campo o por notas iniciadas por un plenipotenciario de Chile.

Como se ve, el dictador no se daba por vencido y la prensa tampoco.

El mismo día 14 dio su última boqueada el último diario que quedaba: El Diario de la Campaña, redactado por don Julio Octavio Reyes, y antes de morir alcanzó a soltar lo siguiente:

«Ya el enemigo acerca su planta aleve y Lima debe pagar su tributo de sangre.

Mucho tiempo hemos estado esperando estos momentos y nuestra energía debe retemplarse al aproximarse la hora de la venganza».

Después seguía con flores como ésta: 'Tenemos al frente la horda que viene asesinando'».



Y para no faltar a la misión que se había impuesto la prensa, se daba al pueblo estos boletines:

«Se nota el cansancio de los enemigos.

Desalentados, procuran reorganizarse.

Nuestro ejército por el contrario.

Muchos enemigos prisioneros; pero como vestían el mismo uniforme que nuestros soldados, lograron escaparse.

Nuestras minas han causado pánico tremendo».



Refiriéndose a nuestros soldados, concluía con estas dos elocuentísimas palabras: «¡Ferocidad salvaje!»

Mas, la noche del 14 al 15 debió aconsejar al jefe supremo del Perú o un buen pensamiento o una trama astuta, porque deponiendo su bravía soberbia del día antes, envió al siguiente al Cuerpo Diplomático con proposiciones de paz. Tocole su turno al general Baquedano, y éste declaró entonces que sólo consentiría en suspender las hostilidades y entablar negociaciones de paz, previa entrega del Callao, sus fuertes, naves de guerra y transportes.

La escena había cambiado por completo y si Piérola pudo imaginarse que el noble ofrecimiento de Baquedano tenía por objeto esquivar nuevo combate u ocultar la flaqueza de sus tropas bajo el manto de fingida generosidad de vencedor aporreado, el engaño no le duró mucho.

Los ministros volvieron al campo peruano con la respuesta, dejando estipulado el pacto de armisticio hasta las doce de esa noche.

Piérola debía contestar más tarde directamente al general Baquedano por conducto de la división del comandante Fanisig.

Entretanto, ¿qué había detrás de esas inocentes y bien intencionadas andanzas del Cuerpo Diplomático?

¿Era un simple pretexto de que se valía Piérola para ganar tiempo?

¿Confiaba a una traición el éxito del último golpe?

Hay datos para aclarar este grave misterio.

Pactado el armisticio, Piérola llamó apresuradamente a la guarnición del Callao; en la mañana, alejó de su campamento a todas las rabonas y su línea estaba lista para romper el fuego a la primera señal.

Por otra parte, a la una de la tarde, hora y media antes de comenzar la batalla, circuló en Lima el contenido de este telegrama oficial:

«Enero 15. -Telegrama de Palacio. -Al comandante de la plaza del Callao.

-Señor prefecto: Del ferrocarril de Miraflores participan que dentro de pocos momentos comenzará el combate.- La línea tendida sólo espera la orden de hacer fuego. -Mucho entusiasmo.

-Firmado: Velasco».



Propalado y creído en toda la ciudad el cuento del ultimátum a la cosaca que había hecho el general Baquedano, el asalto a cuchillo se esperaba de un instante a para otro. Por manera que cuando a las dos y media de la tarde los ecos levaron hasta Lima el ruido de las descargas, el pánico tuvo accesos de locura. Les parecía sentir en la carne el hielo de los aceros.

Las familias escapaban a las casas de las legaciones, consulados o simplemente de extranjeros, no creyéndose seguras ni en los templos ni en las propias, a pesar de haberlas disfrazado con escudos y banderas extrañas. Otras corrieron hasta el puerto de Ancón, donde las escuadras de Inglaterra, Italia y Francia habían hecho como un campo neutral, resguardado por las tripulaciones de sus naves, desembarcadas al efecto.

Pero luego, como para que ninguna emoción dejara de golpear esos corazones atribulados, circuló, cual una ráfaga de vida, un boletín de victoria y de las profundidades de su amargura, aquella gente se alzó a devorar las vírgenes alegrías del triunfo.

Antes que otro fue un fraile -que faldas en cintas, recorrió las calles, voceando nuestra derrota- quien primero alborotó los ánimos.

Siguió una hoja suelta que se imprimió a la carrera para publicar este parte:

«Telegrama oficial. -Miraflores, 4:30 p.m.

Batería 150 (¿?) volada al tercer tiro por nosotros.

Chilenos en retirada. -No sé qué suerte haya corrido Vera.

Ministros pasan mojados y bañados de agua; pues chilenos son muy infames.

¡Viva la reserva!»



No era mucha la que guardaba para mentir el autor de esta comunicación oficial, que hizo echar las campanas a vuelo y a muchos creyentes lanzarse a pie al encuentro de los vencedores.

El Dios de las victorias había tenido, por fin, una hora de piedad para el Perú.

Y olvidándose ya de los combatientes, se le prometían regias recompensas a Santa Rosa, autora del milagro.

Y para que no quedara género de dudas, don Aurelio García y García, a las 5 de la tarde, desde la oficina telegráfica, que no del campo de batalla, transmitía este mensaje al prefecto de Lima, madrugando un poco:

«Batallón de Marina rompió la línea. -Paseó victorioso quebrada del Barranco y volvió victorioso a su puesto.

¡Triunfamos!

Tres veces rechazado enemigo y la tercera completa derrota para no volver.

¡Reserva espléndida!»



Componían la reserva todos los hombres de Lima en estado de cargar armas.

De ahí a dos horas llegaba esta reserva en derrota, entregaba las armas y se le daba puerta franca.

Había cumplido noblemente con su deber, justo es decirlo para su honra y la de nuestro ejército, que logró vencerla sólo a costa de esfuerzos sobrehumanos.

Como dijera más tarde don Isidoro Errázuriz, Miraflores fue la batalla de los futres. En la reserva combatieron todos los caballeros de Lima. En nuestras filas fueron también los caballeros los que determinaron la acción, avivando con heroicos instantes, tan descorazonados algunos, que los peruanos pudieron creer fundadamente que en la mano tenían la victoria.

¡Pobre Lima! Su alegría de un momento había sido como la resurrección del que vuelve a la vida dentro de la sepultura.

¡Y tan digna de mejor suerte esa ciudad que guarda las últimas chispas del espíritu de Atenas!

Pero sus días estaban contados en el cuadrante del tiempo.

¿Y quién sabe? ¡Quién sabe si de aquellas gran caída se levanta ahora un pueblo nuevo y quién sabe si del triunfo que deseaba hubiera entonces nacido una esclavitud más dura y oprobiosa que la de nuestras armas: la esclavitud de algún tirano de capa roja, su eterno libertador!

Lo que puede asegurarse es que si Piérola acierta allí a triunfar, habría sido adorado como un dios; porque así derrotado y maldecido por muchos, salvó todavía tanto prestigio personal ante el pueblo, que yo vi por mis ojos a una negra anciana palmearle la boca a un chiquillo vendedor de La Actualidad, porque decía Nicolás de Piérola y no don Nicolás.

Debo decir, además, que cualesquiera que sean sus defectos y los errores que cometió, hizo como general cuanto humanamente era dable para asegurar el triunfo de su país.

Ahí están para probarlo los cuantiosos elementos de guerra, almacenados en Santa Catalina, que intactos recogió nuestro ejército y ahí están también los muertos y heridos chilenos que a tan alto precio pagaron nuestras victorias.

No se diga que aquello fue fácil y barato.

La noche del 15 al 16 pasó para Lima como una de esas horribles pesadillas de persecución y de muerte que forja la locura. A las pesadumbres del alma venía a agregarse el aguijón de las necesidades materiales. El ejército no había comido y la población tampoco, y aquél pedía si le diera pan y se remediaran sus fatigas.

El comercio había cerrado sus puertas y cualquier nada costaba un ojo de la cara.

La mañana del segundo día fue viernes de pasión. Hasta la luz del cielo parecía tener el triste siniestro de un próximo cataclismo.

Millares de soldados dispersos corrían las calles tratando de reunirse para una tercera batalla, al toque de las campanas de la Catedral, esas guitarras de todas las zambras guerreras de Lima. Los conocedores de la plebe comenzaron a mirar esos grupos como malas nubes y peores vientos.

Como sucede siempre, una chispa produjo el incendio.

La tropa, acosada por el hambre, quería comer en las chinganas y se forzaron algunas puertas. Ocurrió en esto que un asiático se negó a recibir en pago un de los billetes llamados incas. El celador con quien altercaba, defendiéndolas, dio muerte al celador.

El muerto atrajo gente, el populacho pidió venganza, y aprovechando el cabe, se lanzó sobre las tiendas chinas de las vecindades.

Algo calmó los ánimos, la llegada del alcalde Torrico con la noticia que el ejército chileno ocuparía en paz la ciudad al día siguiente.

Se invitó a los jefes de la Guardia Urbana para una reunión en palacio a las 4 de la tarde, a fin de asegurar la tranquilidad del vecindario.

Todo parecía aquietarse, cuando un inesperado seceso vino a desbaratar el orden relativo que habían logrado introducir en aquellos caos.

Lima no había secado el pozo de las amarguras.

Como a las 4 entró a la plaza de Lima el prefecto del Callao, comandante Astete, a la cabeza de mil quinientos a dos mil soldados, declarando que no se entregaba y salía al campo en busca de los nuestros.

El populacho tornó a fermentar en torno de este alboroto.

El coronel Suárez, que gozaba de justo y grande prestigio por su valor y sus servicios, corrió a impedir esa locura, ya que no criminal intentona que habría acarreado la ruina de la capital.

No sin grandes esfuerzos logró Suárez reducir a Astete a la razón del patriotismo. Juzgando a Astete por los rasgos de su semblante, yo creo que su propósito no era una simple fanfarronada. Tiene la expresión del valor testarudo.

Pero la situación sea reagravó mucho, tanto porque hubo de postergarse para las 8 de la noche la reunión acordada, perdiéndose un tiempo precioso, cuanto porque los licenciados de Astete allegaron nuevos y más perturbadores elementos al desorden.

Cuando Suárez volvió a palacio, como a las seis de la tarde, ya todo estaba perdido.

Quiso imponer a la tropa que lo invadía; pero no fue obedecido y tuvo que retirarse para no quedar entre sus manos.

A los jefes de la Guardia Urbana fueles imposible salir de sus casas. Los soldados, confundidos con la hez del populacho, trajinaban las calles, disparando sus armas. Bien pronto volvieron al tema del día: los chinos. Sus tiendas fueron asaltadas, robadas y quemadas muriendo entre las ruinas muchos de sus infelices propietarios.

De las propiedades de los asiáticos, las tumbas quisieron pasar a los lujosos almacenes del centro. Pero la Guardia Urbana los contuvo a balazos. Al amanecer, las bombas acudieron a apagar los incendios; el populacho hizo fuego sobre los salvadores y estos tuvieron que abandonar el material, arrastrando los cuerpos de cinco o seis compañeros heridos. Un carro fue incendiado triunfalmente.

Días más tarde, Lima vio pasar el fúnebre cortejo de tres bomberos.

En el Callao ocurrían cosas peores. Se salteaba en tierra y en el mar; a la vista de nuestra escuadra, habían sido quemados los buques y volados los cañones de las fortalezas. La Unión intentó escapar, pero frustrado el intento fue arrastrado hasta la playa, donde se le prendió fuego.

Muchos debieron creer que aquello era el fin de Lima; porque trataron de salir a toda costa, desafiando los peligros de la calle. El jefe de una casa de comercio inglesa, en la cual se asilaban ciento cincuenta personas, en su mayor parte señoras y niños, atribulado ya con la desesperación de todas, hizo poner un tren a medianoche, y escoltando con sus dependientes a la afligida caravana, logró llevarla a Ancón.

En la mañana del 17, el alcalde Torrico pidió al general Baquedano anticipara la hora de la ocupación, y así se hizo por los fueros de la humanidad; pero no tan pronto que no alcanzaran a mancharse las calles de la capital con nueva sangre.

Cerca de la estación de Chorrillos, a orillas de los rieles, una banda de negras despedazó a una muchacha chilena. La infeliz fue arrastrada con su hijo; pero el conductor de una máquina que pasaba, alcanzó a arrebatarlo de aquellas furias.

En la calle del Tigre, una poblada semejante asaltó la casa en que vivía otra mujer chilena. La sacaban ya a la calle, más muerta que viva, cuando los oficiales de la reserva, hermanos los dos, se interpusieron valientemente, escudándola con sus cuerpos. Uno corrió con ella al interior, en tanto que el otro cerraba la puerta; más, pagó con la vida su heroica acción.

Una bala atravesó los maderos de la puerta y el pecho del generoso joven.

La turba siguió en su tarea, empeñada en derribar la puerta; pero un italiano, corriéndose por los techos vecinos, disparó al aire varios tiros y enseguida gritó:

-¡Los chilenos!

Todos volaron.

Una hora más tarde, la banda del Atacama rompía con la Canción Nacional al poner el pie en la gran plaza de la Exposición, umbral de Lima.

Recuerdo imborrable en la memoria de los que fueron testigos y eterna honra del ejército que la efectuó, es y será la entrada de los vencedores a la ciudad vencida y entregada.

A no saberlo, nadie lo hubiera imaginado, porque nada le daba a la imponente y austera ceremonia aires de triunfal paseo.

Como lo he dicho en más de una ocasión, aquello parecía más bien la discreta visita de un doctor al cuarto de un enfermo delicado. Hubo hasta el empeño de evitar todo ruido desagradable.

La columna destinada a ocupar a Lima hizo alto para compaginarse en la plazuela de la Exposición.

Los soldados se sacudían el polvo del camino, que era también el polvo de los combates, como indicando que allí dejaban sus rencores y fierezas; se estrechaban las manos en silencio y se reían con los ojos.

El corneta del general tocó atención y enseguida marcha.

Uno de los cuerpos avanzó al compás del Himno Nacional2.

«Al oír esas notas -he escrito en otra parte- que habían tocado diana en la tarde de todas las batallas, alegres como los días juveniles, queridas como el hogar, todos se irguieron cual si en los corazones hubiera resonado la voz de: ¡Viene Chile!; semejante al grito que electrizaba a los viejos soldados franceses: ¡el emperador!

Una ráfaga de orgullo besó todas las frentes, y hasta los caballos piafaron, como si esa música que comunicaba a los hombres tan generosa alegría, les llevara a ellos el perfume de la fresca alfalfa de los campos natales.

Pero un ayudante del general Saavedra llegó al galope, y se cambió la tocata.

Y fue tal vez lo mejor.

¡Quién sabe si un abrazo de hermanos no rompe las filas en esa plaza que era el punto de cita de los sobrevivientes!»



Un grupo de cincuenta bomberos armados, hizo los honores a la división, presentando las armas.

Centenares de curiosos habían entrado por las bocacalles y se acercaban cautelosamente, después de cerciorarse de que no había peligro. Luego se llevaron un buen susto: una zamba borracha gritó a toda boca:

-¡Viva el Perú! ¡Mueran los chilenos!

Siguiose un pequeño tumulto entre los mirones. Los que no sabían si aquello era una señal, echaron a correr; otros daban excusas a los oficiales, hablando en aquel lenguaje no escuchado todavía por los nuestros:

-¡Excusen ustedes, señores! ¡Está mareadita!

Y viendo que nadie mataba a la negra, empezaron a elogiar su intrepidez.

-¡Mire usted que tal laya de morena, hombre!

-¡Qué disforzada!

-¡Catay la zamba!

El desfile continuó sin más contratiempos. A la cabeza iba el general Saavedra con su estado mayor; seguían tres baterías de campaña, la de tordillos de J. M. Ortúzar; la de mulatos de Guillermo Nieto, que le heredó del capitán Flores, y otra de caballos blancos, al mando de Santiago Frías. Después Buin, Zapadores, Bulnes, Carabineros de Yungay y Cazadores, cerrando la retaguardia.

La banda del regimiento N.º 1 de Artillería, no pudiendo tocar francamente la Canción Nacional, ejecutaba la marcha Adiós a los oficiales, composición del sargento director, y como era sobre temas de aquélla y de la Canción de Yungay, ya saltaban por aquí, ya por allá, las notas de la una y de la otra, sin lugar a reclamo; porque cuando el general volvía la cabeza, ya la banda iba tocando cosa muy distinta.

Carlos Wood, al frente de las baterías, llamaba mucho la atención de los curiosos. Sus patillas, rubias como sus galones, provocaban miradas de reojo, casi insultantes. Para todos era un mercenario.

Por fin, uno le gritó, no pudiendo contenerse:

-¡Alemán!

-¡Tu madre! -le respondió el comandante, por lo bajo; pero en tan buen español, que no le dejó lugar a dudas.

Las casas estaban cerradas; pero puede asegurarse que por cada rendija echaba llamas un brillante negro.

El general se detuvo en la plaza de Lima y las tropas desfilaron en su presencia, tomando enseguida el camino de sus cuarteles.

Eran las seis y diez minutos de la tarde.

El reloj de la casa municipal estaba parado en las tres y cinco. El frente del palacio de Gobierno se veía acribillado de balazos que se habían ido acumulando desde las más remotas sediciones, y en las torres de la Catedral sobresalían las vigas en que colgaron a los Gutiérrez.

Terminada la ceremonia, siguió el consiguiente habladero. Cada vecino llevó a su casa el parte de lo que había visto.

-¡Pero si son unas fieras! -dijo una voz melodiosa por entre los calados de una manta, y esta frase sumaba las impresiones de todos los que habían presenciado el majestuoso desfile de aquellos rotos que parecían tallados a golpe de hacha en el tronco de nuestros peumos y robles.

En esa parada, los soldados habían hecho gala de lucir todo su espíritu militar. Las mitades de infantería giraban como láminas de acero. Las piezas de campaña, brillando al sol como antiguos espejos venecianos, cuajadas de rotos tiesos, indiferentes y despreciativos, como si a Lima entraran todos los días; y arrastradas por troncos de caballos de un solo color en cada batería, caballos robustos y alegres cual si vinieran del potrero, más que de cosa real, hacían el efecto de un cuadro pintado con los más bellos colores de Meissonier.

Pero fue la caballería la que arrancó murmullos de asombro en peruanos y extranjeros. Los primeros sacaban la cuenta midiendo sus caballos de paso, jacarandosos y coquetos, con aquellas bestias que hacían temblar el suelo con sus cascos, y bien veían que los suyos podían pasar por debajo de la cola de los otros.

Después, la talla monumental de los jinetes, de una pieza con la montura como Bolívar en su estatua de la plaza de la Inquisición, soportando impasibles el rudo tranco de las bestias y más fuertes que éstas en su fiereza, porque a puño y espuela las hacían ovillo para conservar la línea o las metían de un estrellón en las compactas filas, cual si todos fueran de fierro, hombres y animales.

Luego aquellos espadones no vistos ni usados hasta entonces, que parecían requerir las manos de alguno de los siete pares de Francia, y la carabina en banderola y el lazo en la enjalma y la cacha del corvo asomada en la bota, todo eso antes de aturdir a la gente debió persuadirla de las ventajas de la paz que acababan de paladear, haciendo justicia al valor desgraciado de los hermanos que habían querido detener con sus cuerpos el torrente enfurecido de tales elementos.

En cuanto a los extranjeros, ellos habían visto naturalmente cuerpos de infantería y artillería que les impedían asombrarse de los nuestros, admirando, sin embargo, toda la planta europea de éstos; pero declaraban que la caballería podía ponerse con ventaja al lado de las mejores del mundo. No la conocían en el campo de batalla.

Casi con noche llegaron los artilleros a Santa Catalina, cuartel de Artillería y Museo de Armas de los peruanos.

Media hora antes había estado allí el M. J., un oficial y un corneta, empeñados en una colegialada que pudo haberles costado caro. No resignándose a perder la entrada a Lima, de un galope se largaron a la ciudad, recorrieron algunas calles, y, evitando de ser vistos, trataban de buscar salida al campo por otro punto.

En la plazuela de San Pedro divisaron a un pacífico transeúnte; al estruendo de las armas y caballos, el caballero trató de refugiarse en alguna casa; pero todas estaban inhumanamente cerradas. Cuando lo alcanzaron los nuestros, se echó al suelo de rodillas:

-¡Estoy dado, señor! ¡No me maten!

Todavía creían que los chilenos no tenían otra gracia que degollar inocentes.

Al pasar por Santa Catalina, un piquete de tropa peruana salió a formar apresuradamente. Hubo que detenerse para no revelar los cuidados que tenían adentro. El jefe de la guardia se adelantó a decir que el cuartel estaba a la disposición del señor coronel.

-¡Está bien! -respondió el M. J.- Yo llevo órdenes de hacer avanzar la reserva, ¿cuál es el mismo más corto?

El oficial dio cortésmente indicaciones muy distintas de las del caballero arrodillado, por donde vinieron a ver que en Lima sería prudente no fiar ni en cojera de perro ni en llanto de mujer.

Poco más tarde llegaron las baterías, entraron al patio de armas y se formaron en cuadro, echando pie a tierra.

La banda entonó la introducción del Himno Nacional (otros dicen que la entonó toda, pero a media voz).

Oficiales y tropa se descubrieron con respeto, agitando quepis.

La bandera de Chile, la primera que se desplegó a los vientos de Lima, se alzaba majestuosamente en el asta de la fortaleza peruana.

Arreglado el servicio, los oficiales francos corrieron a la ciudad, como lo habían hecho los otros, en busca de mesas con manteles, de comida en platos y de vino en copas: de un desquite a los porotos, asados y pobrezas de la vida de campaña.

Al llegar al hotel Maury, de propiedad de don Manuel Lecaros, ayudante que fue de Bulnes, se encontraron con que don Isidoro Errázuriz y dos o tres más, eran ya viejos ocupantes de Lima, así como éstos supieron a su vez que otros estaban por ahí agazapados desde la misma noche de Miraflores.

Pero el honor de ser los primeros en pisar tierra de Lima el día 17, se hizo pagar en lo que valía.

Como a las once de la mañana llegaron los adelantados al palacio de la Exposición, se detuvieron buen rato, y, cansados de esperar a las tropas, se dijeron a Toma por todo, internándose en las calles. Su presencia en el hotel no pudo menos que llamar la atención, y, poco a poco, fue aumentando en actitud hostil el corrillo de curiosos que estimaban esa anticipada visita como provocación y desprecio.

La situación se hacía ya insostenible; más de una vez habían palpado sus revólveres, cuando sintieron el conocidísimo galope de un caballo chileno.

Con gran admiración de todos, un oficial chileno, espada en mano, recorría, sólo su alma, las calles de Lima.

En la puerta del hotel echó pie a tierra.

Era el teniente don Alonso Toro, enviado a reconocer el camino a la plaza.

Debiendo demorarse las tropas un poco más, los madrugantes juzgaron prudente agregarse a su inesperado salvador.

A las siete y media de la noche, estos viajeros cuasi perdidos y gran número de oficiales, se sentaban, por fin, a la mesa de un hotel.

El hambre, los brindis y el entusiasmo hicieron de aquella comida, muy modesta en sí misma, un banquete memorable, en el que Errázuriz pronunció uno de los discursos más bellos que haya salido de sus labios.

De aquel banquete todos conservaron como recuerdo y señal de los tiempos que atravesaban a Lima, un panecillo de los servicios en la mesa, con gran lujo.

Cabían de sobra en un bolsillo del chaleco.

A las nueve, cada mochuelo se corrió a su olivo y muy a tiempo que lo hicieron los oficiales de artillería, porque al llegar al cuartel, se encontraron con que la tropa sacaba apresuradamente el armamento, en son de ponerlo a salvo.

Los artilleros sacaban tan deprisa el armamento a la plaza del cuartel, porque se tuvo noticias de que el edificio estaba minado. Falso resultó el anuncio; pero eso no impidió que todos durmieran a la luz de las siempre pálidas estrellas de Lima, cuando se holgaban con otros presupuestos.

Y no fue éste el único accidente que turbó la tranquilidad de los artilleros. Pocas noches después, la mano de un bellaco desalmado le corrió candela, según la frase de allá, a un grupo de ranchos que por gravísima imprudencia se había permitido construir nada menos que casi pared de por medio con la santabárbara de fuerte.

El fuego prendió con gran facilidad en los materiales resecos de los ranchos y luego saltó a una ruma de cajones vacíos, fajina y otros desperdicios que, como de intento, estaban amontonados a inmediaciones de las murallas del polvorín.

Los artilleros tuvieron que batirse solos contra ese nuevo e inminente peligro, porque, retirados del centro como estaban, era inútil esperar socorro de los otros cuerpos, dada la enorme distancia que los separaba de ellos.

Por fortuna acertó a pasar una de las patrullas de caballería que rondaban la ciudad, y de los jinetes, parte corrió al centro en busca de una bomba que lograron arrastrar hasta el lugar amagado; parte se dirigió a las iglesias cercanas en demanda de que tocaran las esquilas, pero los curas y sacristanes, o no estaban esa noche donde debían, o se negaron redondamente, como los de San Pedro, a dar el permiso, alegando mil pretextos.

Tras de dos horas largas y angustiosas de valientes esfuerzos, se logró detener el incendio a cinco metros únicamente del inseguro recinto de la santabárbara.

Lima que, por fin lograba conciliar el sueño después de tantos insomnios, no se apercibió de lo que pasaba como si dijéramos debajo de su cama ni del gran servicio que a esas horas le prestaban sus enemigos, porque sin el heroico empeño de los oficiales y tropas de artillería, éstos y aquélla habrían de fijo volado en átomos por los aires.

La santabárbara encerraba en pólvora, bombas y dinamita mucho más de lo necesario para pulverizar dos veces a una ciudad como ella.

Los artilleros devoraron a solas y calladamente todas las angustias de esos terribles momentos.

En Santa Catalina fue rescatada la bandera del Rímac, que colgaba como el único trofeo de la guerra, en las salas del magnífico museo de armas instalado allí.

El 18, a las once de la mañana, pasó la división del coronel Lynch en dirección al Callao, divisando a la ciudad tan lejos, que al cabo de algún tiempo hubo de dárseles permiso a los cuerpos que no habían visto para que dieran una vuelta por ella, como quien da gracias a Dios, accediendo al justo clamoreo de los rotos que decían:

-¡Fuéramos a morir sin verla!

El 19, poco más o menos sobre la misma hora, llegó a Lima la división del coronel Lagos.

Advertíase en los peruanos y en todo el mundo una viva curiosidad por conocer más de cerca al guerrero de quien tantas cosas sabían por los relatos de su prensa, la que nunca dejó de agregar al nombre del coronel los dictados de asesino, chacal, ladrón, tigre sanguinario y otros del mismo tenor.

El que vio a Lagos una vez tuvo bastante para no olvidar jamás esa figura tan acentuada e imponente bajo sus arreos de combate, y si su suerte fue tanta que lograra divisarlo en el campo de Miraflores, el punto y hora más hermoso y culminante de su vida o en el desfile de sus tropas en la plaza de Lima, ese puede decir que vio al Caupolicán de las estrofas reales de Ercilla, embellecido y transformado en parte por las cultura de los tiempos.

Paró Lagos su caballo en un ángulo de la plaza, y ahí, como en acecho, severo el gesto, miraba desfilar a sus niños, encorvando sobre la silla, grande y gordo, espléndido como héroe de la leyenda de bravuras que cantaban sus hazañas.

Su fisonomía más que morena, tostada, destacábase admirablemente sobre el marco del poncho blanco que lo cubría.

Los peruanos lo miraban sin acercarse.

-¡Ése es! -decían como los niños medrosos a quienes se les descubre el misterioso cuco.

Y respiraban pensando en que era Saavedra quien gobernaba Lima.

Aquel desfile de la división Lagos, habría arrancado lágrimas en las calles de Chile. Se veían músicos con las armas con que habían peleado; heridos que no habían consentido en privarse de la entrada y que de allí fueron al hospital, muchos para no levantarse más. El concepción llevaba una bandera prendida en un coligue y el Santiago, el regimiento querido de Lagos, sus niños verdaderos, lucía una banderola de guías que era un trapo revolcado en tierra y sangre.

Los rotos del Santiago, al entrar a la plaza, no viendo al coronel, lo buscaban con los ojos, temerosos de que les hubiera faltado en ese gran momento; pero al descubrirlo en su medio escondite, se les reía la cara.

¡Ahí estaba!

¡Ahí estaba el león de todos esos leones del Santiago!

El mismo día entró también, pero de tapada, la banda de músicos de los Carabineros de Yungay. Respetando caballerescamente los sentimientos de esos pobres artistas, el comandante Bulnes no quiso que entraran a Lima, al frente de su regimiento.

Eran los músicos del escuadrón del coronel Sevilla que, en Manchay, cayó prisionero de capitán a paje en manos de las avanzadas de Curicó, brigada del coronel Barbosa.

El 20 ya estaba toda la familia en Lima.

A las tres de la tarde de ese mismo día, aniversario de Yungay, se izó por primera vez el pabellón chileno en el palacio de los Pizarros.

La guarnición de servicio y una banda de músicos le hicieron los honores debidos a la insignia de la patria. No podía meterse menos bulla en Lima.

Pero el ejército no ha querido, decía el diario chileno La Actualidad, cuyo primer número se publicó ese mismo día -no ha querido más fiesta que la íntima satisfacción del deber cumplido, viéndola flotar donde la han colocado sus esfuerzos.

A propósito de diarios, tras La Actualidad apareció un South Pacific Times, que pronto nos allanó todos los fueros. Dando cuenta de los últimos acontecimientos se expresaba así:

«Afortunadamente, podemos asegurar que Lima no ha participado de la suerte de las otras ciudades que, según se ha publicado, han sido saqueadas por el ejército chileno».



Pero que seguramente que éstas y otras impertinencias del tal Times no habrían determinado de su suerte si no se hubiera dado a concitarnos dificultades en el arreglo de nuestras negociaciones, sugiriendo a los peruanos vanas esperanzas.

El 28, la policía clausuró la imprenta y redujo a prisión a dos ciudadanos ingleses que se titulaban «periodistas y neutrales».

Se habrían olvidado de la ley marcial.

La crónica de la ocupación del Palacio de Gobierno y el correspondiente inventario de lo que en él se encontró, daría materia para grueso volumen.

Parece que las autoridades peruanas, al valor de Miraflores, no asentaron pie en él.

Todo estaba como para recibir a sus antiguos dueños, desde la cama del dictador.

Ni la correspondencia de privadas trapisondas escapó a la sorprendida curiosidad de los nuestros que por primera vez veían al amor anidado en la cueva de la política.

En un regio escritorio que había oído, sin duda, los más graves secretos de Estado se encontró una carta de Ella y la respuesta comenzaba de Él.

Poco después, está Du Barry destronada por la derrota y el tiempo -porque apenas le quedaban rastros de la espléndida hermosura que luciera en Santiago-, hubo de regar con amargas lágrimas, como todas las grandes queridas, las rosas marchitas de su pasada grandeza: fin inevitable de las reinas de mano izquierda.

Le fue infiel el ministro de sus negocios rosados, un magnífico rufián francés, enchapado de caballero, porque hasta la roseta de la Legión de Honor ostentaba en la solapa. Exigió la liquidación de sus honorarios en la hora de las desgracias, y como éstas fueran tantas y tan notorias, se le pidió que aguardara la vuelta del sol. Riéndose de esas lágrimas, todavía interesantes, apeló a un recurso digno de su oficio. Escribió un libro que era a la vez las historia de los amores secretos de N. y X. y la partida de caja de la negociación que había dirigido.

El libro estaba impreso; las ofertas de la víctima iban en aumento, cuando intervino el general Lynch, mandando destruir la edición. Era un libro inmoral, relacionado con la política y no se había solicitado su consentimiento para darlo a luz.

Otros papeles de importancia hallados en el palacio, sin salir del capítulo de las flaquezas, fueron, por ejemplo, los relativos al pago hecho por el gobierno del Perú, del vapor Isluga, apresado por la O'Higgins y que Estados Unidos, a usanza del francés, reclamaba como de su bandera.

Se encontró también un legajo de órdenes de pago a unos cuantos de los periodistas que en América, por puro amor a la razón y a la justicia, sostenían la causa santa del Perú contra el bandolerismo de Chile.

Una de ellas, de las más gordas, era favor de aquel jesuita laico a quién José Antonio Soffia, calándolo proféticamente, le dijo en su inmoral soneto:


«Escampa ¡oh caro! Por piedad ¡escampa!
Ya es tiempo que a tu tierra, a buscar mandes
el potro enamorado de la pampa:
Móntate en él y a la Argentina vete.
Dejando en la epidermis de los Andes
el huevo adicional de tu cachete».



La hazaña de un soldado del Santiago hizo olvidar por un rato estas miserias. Estaba el soldado de centinela a la puerta de su cuartel, cuando una poblada de gente pasó despavorida, dando gritos: ¡El toro! ¡el toro!

En efecto, un levantado bicho de Bujama, apareció en la calle, suelto y furioso. El pantalón rojo del soldado le toreó la vista y como una flecha se lanzó sobre él.

El toro no se movió. Apoyó en la boca del umbral la culata del rifle y el toro se atravesó en el yatagán por su propio impulso.

Este chascarrillo y otros semejantes, que comenzaron a divulgarse, contribuían no poco a aumentar el prestigio de hombría de los recién llegados.

Haciéndose cruces, contaban los peruanos el saludo que dos oficiales chilenos se habían hecho en la calle de Mercaderes, al encontrarse por primera vez después de las batallas.

Ambos iban a caballo y ambos eran, sin duda tal vez, las dos tallas más corpulentas del ejército.

Se encontraron de frente y al divisarse uno vio que el otro le abría las piernas a su caballo, como dicen en su jerga los jinetes y a su vez hizo lo mismo.

Los dos caballos partieron de salto, chocaron pecho contra pecho, bufando. Los espectadores, atónitos, creyendo se trataba de un duelo a muerte, esperaban que aquellos hombres concluyeran de matarse a sablazos, allí mismo, cuando, desenredados de los estribos, los vieron avanzar tranquilamente a darse la mano y preguntarse con gran efusión:

-¡Qué era de tu vida!

La fantasía popular, exagerando esos lances que en un santiamén daban la vuelta a la ciudad, luego tocó en los límites de la fábula, como se verá por este caso:

Dos mozos chilenos visitaban desde los primeros días a una familia inglesa, cuya abuela era peruana.

Una noche, estando ellos presentes, entró la señora al salón, santiguándose de espanto.

Venía de la iglesia donde otra comadre de sus años, al hablarle de los chilenos, le contó que ella había visto tropezar a un roto en la calle y sacar con los tacones de la bota tres peladillas del empedrado.

Las niñas no tenían parte en el cuento de la abuela, señora a quien sus años la excusaban de tomar en cuenta a las visitas. Pero otras, las limeñas puras, se valían de tretas más ingeniosas para desahogarse por boca ajena, cuando fuerza mayor las obligaba a recibir chilenos en su casa.

¡Estaban tan frescos los recuerdos!

Una linda señora, esposa de cierto extranjero, tuvo, por los negocios de su marido, que recibir las visitas de un personaje de la ocupación.

-Bueno -dijo ella, con la picante zalamería indígena-. Bueno; está en su casa; usted vendrá cuando le plazca; pero como no es posible que mis niños sepan que usted es chileno, usted me permitirá la mentirilla de pasarlo por ecuatoriano.

-Señora -respondió el otro, encantado ya por la franqueza-, puede usted decir que soy japonés.

Y desde la fecha del convenio, no concluyó visita sin que la astuta limeña, detrás de la trinchera de sus niños, dejara de apedrearlo con todos los díceres que hablaban mal de los nuestros; porque aquellos niños, con la maravillosa precocidad de la tierra, hablaban de Chile como un folleto escrito por el matrimonio de aquel don Lucas, del cual se dijo entonces que él con la pluma y la señora con el tintero, se ganaban muy bien la vida, cual organistas saboyardos, cantando de pueblo en pueblo, injurias contra Chile.

Uno de los díceres que refería la señora era que en los salones llamaban al Palacio el Hotel Chile...

Pero esto pasaban únicamente de puerta adentro, porque el duelo de la ciudad estaba en todo el rigor de los primeros días.

Dar idea del aspecto de Lima en esos primeros días, no es empresa fácil; pero quién haya visto una casa en la que acaba de fallecer el jefe de ella, su alegría, sostén, orgullo y única esperanza, podrá acercarse en algo a la realidad. La gran coqueta juraba como las viudas jóvenes que su dolor sería eterno, y aun como las viudas de la India, hablaba de arrojarse a la hoguera de su señor.

Ya que no le era posible negar a los vencedores el agua y la sal, le negó la palabra y su presencia, y si aquello no fue eterno, es porque Dios ha permitido que nada sea eterno en el corazón humano, especialmente en el corazón de las mujeres; pero la terquedad oficial, los efectos públicos de aquella excomunión femenina, duraron hasta el último instante, salvo excepciones que comprueban la generalidad de la regla.

Comenzaron por atracarse dentro de sus casas. No salían ni a misa. Los templos abrían sus puertas por momentos; el comercio también estaba cerrado. No corrían carruajes ni se tocaban campanas.

Reinaba un silencio de campo santo, sin más ecos que el de nuestras propias voces y pisadas. ¿Cómo era posible tanta taima y resistencia? Al fin se supo que la mayor parte de las casas estaban deshabitadas desde los desórdenes de los días anteriores. Algunas familias permanecían en las legaciones, otras a bordo o en el campo neutral de Ancón. Y así debía ser, porque habiendo ido a ese puerto el mismo Vergara, al segundo día de la entrada, con objeto de tranquilizarlas y poner fin a las pesadumbres que estaban sufriendo, no menos de quinientas personas regresaron a sus hogares en el mismo tren que llevó al Ministro.

En Ancón habían comido los víveres que desembarcaron los buques, y para muchas no hubo más abrigo y reparo que las lonas que los marinos ingleses facilitaron para tiendas, casi paradisíacas, por la sencillez de los usos que se vieron.

Como se comprende también en muchas casas lloraban, junto con la desgracia nacional, ya la muerte de un padre, de un esposo o de un hermano, cuando no la prisión de otros.

Para mayor tribulación, nadie sabía tampoco la suerte que había de alumbrarle la luz del siguiente día.

Sobre todo esto, inmediatamente, la miseria pública de larga data en verdad; pero nunca con expectativas más negras que a la sazón. Los sueldos, negocios, pensiones y gajes del Estado, sustentaban a la mayor parte de las familias; las necesidades de la guerra habían dejado en un hilo delgado esa corriente que fuera tan caudalosa en otros tiempos; pero siempre pasaba algo; mas, de la noche a la mañana, la ocupación dejó el cauce en seco.

Sin que me violente en pintar el horror de la verdad, cualquiera puede medir las consecuencias de un cataclismo como aquél y pensar en lo que sería de Santiago si de un día a otro dijera el fisco: no hay un centavo para nadie; cesan en sus servicios el militar, el civil y el religioso. Las viudas se comieran sus lágrimas.

Agréguese a esto que el valor de los billetes, única moneda en manos del pueblo, se convertía en humo y desengaños. Los comerciantes, midiendo su rápida depreciación, se negaban a recibirlos y conminados a ello con multa o prisión por un bando de Torrico, algunos prefirieron sufrir la condena, y, al último, todos acordaron clausurar sus tiendas. Así estaban cuando entramos.

Gente que se daba cuenta de los alcances de esa profunda perturbación económica y que, además, se tenía por conocedora de la sociedad peruana, decía en tono sentencioso: Aguarden ustedes, si hoy no, mañana sí, veremos que el hambre abre esas puertas cerradas y abate la soberbia femenina y las madres saldrán a las calles a vender a sus hijas, etc.

Pero siendo exactos y evidentes los datos del problema, falló, sin embargo, la solución y mintieron los falsos profetas porque Lima, en los círculos que con justicia pueden reclamar su representación social, supo resistir a todos los golpes de su destino con una entereza que tenía mucho de romana.

Cierto que en las calles se vendían joyas por cualquier nada; cierto que brotaban enjambres de ropavejeros; cierto que dudosos personajes hicieron que en algunas mañanas parecía no salir un humo por las chimeneas de los hogares peruanos; pero de aquellas profecías el que llegó a ver algo fue de la pinta y calidad de lo que, noche anoche, se ve en Santiago en las vecindades de cualquier zahúrda del celeste Imperio.

No se puede poner la mano al fuego en asuntos que tienen toda la extensión de la fragilidad; pero lo dicho corresponde a la faz pública de las cosas.

El Cuartel General resolvió intervenir enérgicamente para remediar, en lo posible, esa violenta y peligrosa situación. Por intermedio del alcalde Torrico se provocó una reunión de comerciantes y en ella se adoptaron dos acuerdos salvadores: abrir las tiendas desde el día veinticuatro y recibir los incas papel por diez soles billetes y cada uno de éstos, por diez centavos de peso fuerte.

Esas medida daban a Piérola recursos para prolongar sus fantasías a lo Pelayo, toda vez que él era el fabricante de los incas; pero el temor del mal que un hombre causaría con esos billetes no podía cristianamente prevalecer ante la consideración de salvar del hambre a toda una población. Pues la gente con billetes a puñados no tenía para comprar un pan.

La apertura de la aduana del Callao; la llegada de buques chilenos con frutos del país; los ferrocarriles y telégrafos en movimiento; las tiendas abiertas y el incansable trajinar de los nuestros, mejoraron visiblemente el aspecto de Lima.

Poco a poco fueron también desapareciendo de las casas las banderas y escudos extranjeros y todas las tardes, desde el obscurecer, se veían llegar familias enlutadas que tornaban a sus casas, escoltadas por sus negros.

Luego aparecieron los carruajes y con una tarifa tan módica que permitía a los soldados pasear largas horas en cupé; pero esta dicha duró poco, porque nuestras autoridades, obrando en justicia, permitieron subir los precios. Por falta de caballos requisados para la guerra, no fue posible entonces restablecer la carrera de tranvías.

Se atendió el aseo de la ciudad que estaba en un estado miserable de abandono, destruyendo basurales legendarios que le formaban un cerco malsano; se aseguraron desde el primer día los servicios de gas y del agua potable, haciendo responsables de ellos a sus administradores; se despejó el mercado de los chinos que llenaban las calles adyacentes con cocinas y baratijas en términos de no dejar pasar a nadie y, cosa curiosa, nuestras autoridades hicieron sacar entonces de la plaza de Lima los mingitorios que años después han venido a poner en la de Santiago, como si hubiera descubierto una razón para que tales cosas se hagan en las playas y paseos y no en parte más recatada.

Se dejó también a los peruanos la guardia y cuidado de la Penitenciaría, después de revisar las sentencias de algunos chilenos que en ella estaban. Se dio libertad a unos cuantos y entre ellos a una compatriota, de famosa hermosura, que purgaba allí la muerte que dio a su amante, y de la cual se dijo chuscamente, pero con visos de verdad, que había tenido dos hijos en la soledad de su prisión.

Como se ve, el enfermo mejoraba al ojo. Se veía renacer la vida lentamente. Los corrillos masculinos volvían a formarse en sus sitios acostumbrados. Si eran inevitables algunos lances y desagrados callejeros, también era imposible no se trabaran algunas relaciones entre vencedores y vencidos, dada la fina educación de éstos y el generoso olvido de los otros.

Fue el clero, periodista en su mayor parte, quien se mostró más recalcitrante a toda reconciliación, posponiendo los deberes de su ministerio al vano alarde de un rencor mujeril.

Las iglesias habían comenzado por no abrir sus puertas; y los frailes, en plena huelga mundana, pululaban por las calles en trajes de todos colores. Se veían frailes blancos, negros, café con leche, azul marino y otros con los tintes indefinibles que da la muerte. Los soldados de la derrota no mostraban mayor miseria que la que hedía en los hábitos de la sagrada milicia.

Habían sido licenciados y se les daba un sol papel al día, con la obligación de presentarse una hora en sus conventos.

El cabildo metropolitano llevó las cosas más adelante. El capellán Fontecilla, comisionado por el Cuartel General, solicitó la Iglesia catedral para celebrar en ella unas honras en memoria de los chilenos muertos en las batallas.

En sesión capitular, presidida por el Ilmo. Obispo de Lima, se tomó en seria consideración el pedido, decía la respuesta a la nota de nuestro capellán, y se acordó unánimemente que no era posible acceder por graves motivos a la solicitud de US., en la forma de un consentimiento voluntario del venerable cabildo para el uso de la Iglesia catedral con el objeto indicado.

Pero las honras tuvieron lugar, asistiendo a ellas todas nuestras autoridades, una compañía de cada cuerpo del ejército con su banda de músicos. Don Salvador Donoso pronunció la oración fúnebre.

Fue una imponente y conmovedora ceremonia, sobre todo cuando apareció en la plaza el general en jefe y se le presentaron las armas y once bandas militares entonaron en coro la canción de Chile.

Al salir de la iglesia, dos grandes personajes, uno de ellos el almirante nada menos, se pusieron a los lados de Baquedano; pero el general adelantó cuatro pasos, restableciendo la distancia de ordenanza.

Aquellos honores eran para el general en jefe únicamente.

Después vino el primer socorro al ejército y la mar...

Se concedían adelantos a razón de 15 soles papel por cada peso chileno, de modo que cualquier roto andaba con sus trescientos o quinientos soles en el bolsillo o con más propiedad entre los dedos, porque no alcanzaron ni a guardarlos.

Para que se comprenda mejor la opulencia repentina de los nuestros, bastará decir que con 40 ó 50 de aquellos soles se pagaba el canon mensual de una casa bien decente, por manera que un capitán podía darse el lujo de costear a sus amigas cinco o seis viviendas, según el número de sus relaciones.

El carácter comadrero y generoso de nuestros militares, sirvió de barreno en muchas puertas cerradas del medio pelo, que era cuanto habían menester por el momento; pues nadie iba para etiquetas y señoríos.

Del mundo galante no hay para que hablar. Las traviatas de París habían dado el ejemplo de ir a Versalles a practicar alemán. Aquí todos hablaban la misma lengua y la reconciliación tuvo este tropiezo de menos.

A la más famosa de estas damas le preguntaron unos paisanos, en son de reproche a la amistad que toda la congregación manifestaba por los nuestros:

-Dinos, Rosaura, ¿cuántos chilenos te han hecho el amor?

-¡Todos los que ustedes dejaron pasar! -respondió ella.

Esta dama pasó a la historia, porque dio margen a una de las primeras causas de que conoció el tribunal militar.

Navegaba a todo trapo en los mares del amor, cuando conoció a un infeliz que se casó con ella. Este desgraciado era diputado al Congreso nada menos. Ella plegó sus velas y echó el ancla del arrepentimiento en las aguas tranquilas del matrimonio.

A la llegada del ejército, cuidaba seriamente a los heridos entre las grandes señoras que se habían impuesto esa piadosa tarea.

Pero un día, pasando por el puente de Balta, se encontró con un joven alférez de artillería, y como el puente de Balta no es el camino de Damasco, ella tropezó; pero al revés de San Pablo...

El marido abandonado reclamó el amparo del tribunal militar para hacer volver a su casa a esa Magdalena arrepentida de haberse arrepentido un momento.

Citados a comparendo, la acusada hizo por ella y por todas las descarriadas el más brillante alegato.

Alegó circunstancias desconocidas al tiempo de contraer matrimonio: entonces no había en Lima alférez de la artillería chilena.

Si después se veían tantos y con bigotes tan rubios y ojos tan azules, ella no tenía la culpa.

Calculen ustedes por esta pequeña muestra si los niños en Lima estarían como los peces en el mar.

Y con vergüenza de haber robado al interés del público tantas columnas de La Libertad, pongo aquí punto final, cortando de una vez el hilo de este ovillo inagotable: ¡Lima!




ArribaAbajoLas misas de Lima

Paralela y cosida a la campaña por la patria, cada roto se fue haciendo pro domo sua, otra no menos gloriosa a todo lo largo del camino que corrió en tierras del Perú -particularmente en aquella Lima tan deseada por ellos.

Todos han de recordar la frialdad con que circuló en Chile la noticia de la declaración de guerra con Bolivia.

«Del uno al otro confín», nadie se entusiasmó por tal cosa.

Como que faltaba sujeto, tanto para la saña que requiere una guerra como para todo aquello que cada cual cifra o divisa detrás de ella.

Hablando en plata, no abrigábamos la menor odiosidad contra Bolivia.

Pero se recordará, asimismo, que la escena popular cambió súbitamente cuando nuestras bandas militares atronaban las calles con la guerrera canción: ¡Nos vamos al Perú!

Y cuando se dijo: ¡A Lima! Y en los cuarteles se izaron banderas de enganche, todos vimos que los rotos, que ya parecían agotados, hervían a las puertas, ofreciendo la persona, y que cantando dejaban después la patria y cantando se tragaban las lenguas y penurias de la jornada, creciendo las ansias de ver a la gran sultana a medida que se acercaban a ella.

¡En Lima esperaban comer de ave...!

¿Quién podrá negar ahora que esas expectativas por cuenta privada no dieron a la campaña al Perú la popularidad que faltaba a la de Bolivia?

Bolivia no significaba más que tajos dados o recibidos.

El Perú quería decir Lima, y diciendo Lima, los rotos como que sentían pasar, tras de ligera niebla de batalla -ruidos de cuerdas, de faldas, de monedas y de copas; porque, al fin y al cabo, no solamente de pan viven los hombres-, aparte de que el corazón humano es lo suficientemente ancho para esconder pequeñas esperanzas a la sombra de nobles propósitos y de grandes deberes.

Aunque en la entrada a Lima no hubo dares ni tomares, no por eso la bellas y picante hija del sol defraudó del todo las ilusiones de nuestros guerreros.

Si palmo a palmo conquistaron el terreno hasta llegar a ella, dejando la bandera en buen lugar -luego cada uno, como quién dice trago a trago, conquistó una prenda para su corazón y a poco andar no había soldado tan en la mala que no tuviera una camarada a quien darle un beso, correrle sus puñadas y en cuyas faldas entregar la paga-, que todo parece uno en el amor del roto.

Ello es -digan otros lo que quieran- que muy grueso expediente formarían las partidas de bautismo de los niños nacidos bajo la bandera liberal de la ocupación si una mano prolija hubiera tenido el cuidado de compaginarlas.

Y de lo dicho no hay que asombrarse, porque el carácter comadrero de los rotos, su galante truhanería, el corte hercúleo de sus formas y la misma viril brusquedad de sus palabras y modales, dábanles aquel prestigio, si no encanto, que el espectáculo de la fuerza y del valor ejercerá siempre sobre la debilidad femenina, conspirando al mismo efecto los atractivos que lo nuevo tendrá eternamente sobre el ánimo eternamente novedoso de las mujeres.

Sin pretender rebajar a unos y ensalzar a otros, se puede decirse que el roto era como pan blanco, si no francés, en medio de aquella mescolanza de razas con que se ha formado el bajo pueblo peruano.

El bando masculino se compone allí del indígena primitivo o indio puro, del cholo o mestizo, del mulato y de la interminable gama de tercerones, pardos y del hormiguero de chinos que, al dejar las playas natales, parece que juraron a sus paisanas no comer a manteles y lo demás que prometía don Quijote en ausencia de Dulcinea.

En cambio, las mujeres correspondientes a los mismos grados, desde la serrana de ojos atahualpinos hasta la chola cálida y rumbosa de Malambo, todas llevan en la persona prenda que sirva de excusa, ya los bajos primorosos, ya el talle de palmera, ya esas pupilas que relucen sobre la palidez del rostro como las alas del tordo en un prado de azucenas o aquellas bocas repletas de los que los andaluces llaman la sal de María Santísima.

Para los rotos y las cholas, aquello fue Jauja.

Y nadie juzgue de los rotos por lo que aquí se ve, que el roto salido de su tierra y bataneado en la vida de cuartel, es muy otro de lo que acá se conoce. Favoreciéndole todavía más en aquellos mundos el ventajoso realce de las escasas prendas personales de sus congéneres limeños.

Rotos había, dígolo yo, sobre todos unos ultra maulinos, que eran para enamorar, ya no cholas ni mulatas, sino marquesas de Balzac.

Ochenta hombres, que sacaron de no sé dónde para la policía del Callao, eran los más hermosos, si es dable la palabra, que yo haya visto, después de las tripulaciones de los buques italianos que allá solían bajar a tierra, en aquel puerto.

Debían ser de aquellos montañeses de Chillán, corpulentos como los robles de sus montañas, y con unas caras pálidas de mirada triste, que contrastaban admirablemente con la virilidad de sus tallas.

Se cuenta que uno de estos Hércules fue honrado con cierto capricho de no mala calidad.

En altas horas de la noche romanceaba al través de una reja morisca o sevillana, que para el caso es lo mismo.

-Pero, júreme usted -decía una voz dulce y temblorosa- que todo quedará en eterno secreto.

Y tanto repitió la exigencia de un eterno secreto, que, al fin, el roto, como herido por aquella desconfianza, hubo de decirle a la temerosa dama: «Vea, señorita, si nadie lo ha de saber, mejor es que todo quede en nada...».

A la desocupación de Lima se pensó seriamente en prohibir a las mujeres la entrada al campamento de Chorrillos, porque formaban, sin exageración, otro ejército de bocas y jaranas; pero luego se advirtió que ni rey ni roque contendrían a los niños del ejército si las niñas no veían a los reales.

No queriendo el general Lynch se viera un solo uniforme chileno en las calles de Lima, después de evacuada la ciudad, multiplicó las órdenes y las penas, estableció cordones de ronda y él mismo en persona vigilaba los trenes, sacando a los que, disfrazados, intentaban pasarse al campo de las enemigas.

Esto era de todos los días y a la hora de todos los trenes.

Reforzando sus prohibiciones para ir a Lima, dio entonces puerta franca para que de allá vinieran ellas y aquello fue la mar...

Los trenes llegaban atestados de palomas viajeras, sin contar las que ya estaban anidadas a firme.

Para reglamentar un poco aquella Babilonia, se señaló un campo apartado, a fin de que allí establecieran sus campamentos las vivanderas conquistadas al enemigo.

Los rotos se conformaron con la medida, una vez que encontraron un nombre para la isla que acababa de formarse a su vista y alcance.

-¿Vamos a la Quiriquina, oh? -decían los rotos señalando el campamento de las faldas.

-¿Y por qué llaman a esto la Quiriquina? -preguntaba una chola a su amante.

Y el roto, señalando a un amigo, respondía muy serio:

-Pregúntale a éste que ha sido chorero en Talcahuano.

Y en aquella Quiriquina, plantada sobre el propio suelo de las batallas, se celebró el último 13 de enero que allí vieron los nuestros.

Todas las rucas, tiendas y barracas ostentaban banderas tricolores, y en todas resonaban las notas de los bailes chilenos con estrofas limeñas del tenor siguiente:


    «Dime, chiquilla,
fustán con blondas,
¿quién echó a pique
la Covadonga?
No me tires al ala,
carabinero,
pégame en la pechuga,
que muera luego».



A la cueca que era muy popular en el pueblo limeño, con el nombre de La Chilena, la llamaban desde la guerra La Marinera; pero seguían bailándola con igual entusiasmo.

Mal año, en fin, para las camaradas de Chile si asoman la cabeza sobre aquel campo de Chorrillos que presenció tantas reconciliaciones internacionales y el último adiós de los rotos a las cholas peruanas.

Pero algo de todo aquello debió saber cierta camarada que no se había movido de Valparaíso.

Muy trabajado de graves dolencias llegó a ese puerto uno de los rotos que más se había reído en tales travesuras.

A recibirlo salió al muelle su antigua prenda y un viejo amigo, pero aquélla mostraba tan visibles muestras de haber ofendido su ausencia, que el roto, admirado de su desplante, no pudo menos que decirle, ya que no podía valerse de las muletas:

-¡Buen dar, Carmen, en el estado en que te encuentro!

Aunque empavesada como estaba no se acortó ella por tan poco. El rebozo atravesado, un pie adelante y la mano puesta en jarra.

-Y tú -respondió- ¿te habrís llevado diciendo misas en el Perú, no?



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