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Benito Pérez Galdós: la novela tendenciosa de fin de siglo (Realidad, Ángel Guerra, Nazarín, Halma, Misericordia, El Abuelo)

Lissorgues, Yvan


(Université de Toulouse-Le Mirail)



Bien sabido es que el proyecto literario de Pérez Galdós, claramente afirmado en 1870 (Pérez Galdós, 1970) y del cual no reniega nunca, es la representación artística del hombre y de la sociedad contemporáneos y si recordamos tan palmaria evidencia es para insistir en dos aspectos.

El primero, es el que procede del término «artístico» que, aunque adjetivo en la definición anterior, es el que califica la forma y desde luego en gran parte la sustancia misma de la representación. Es decir que si la voluntad de representación es afirmación de una ética, el medio de dicha representación, la palabra, se ajusta a una estética, pero se trata de una estética en constante evolución. La estética de la novela realista se deduce de manera pragmática de las obras mismas, las de Balzac, de Flaubert, de Valera, las de Zola, de Galdós, de Pereda, de Clarín, de Pardo Bazán y se plasma progresivamente en una serie de trabajos críticos, cuyo denominador común, a pesar de las divergencias ideológicas, es la adhesión colectiva a la orientación realista.

El segundo aspecto que debe subrayarse es el de la significación que puede tener tal representación artística que está en gran parte condicionada por la naturaleza de la relación que vincula al escritor con el objeto de la representación. Cuando, gracias a circunstancias históricas y anímicas favorables, el novelista puede establecer una serena relación armónica con el mundo, le concede a éste, al mundo, su mayor grado de autonomía, hasta tal punto que el sentido de las cosas representadas parece inmanente a las cosas mismas y la poesía parece ser la misma poesía del mundo. Entonces es cuando la novela produce el mayor grado de ilusión de realidad, y sólo entonces puede llegar a ser la épica del momento histórico ya que la colectividad se reconoce en la representación literaria de una realidad que es la suya. Los conflictos dramatizados en la novela son trasuntos de conflictos propios al objeto, en los cuales el novelista puede estar implicado pero sin que se altere el equilibrio de comprensión entre el sujeto y el objeto. Pero cuando vacila este equilibrio, siempre frágil, el espíritu, al no encontrar espontáneamente la relación de unidad con las cosas, se vuelve sobre sí mismo, y para no dejarse vencer por el entorno, acude a las ideas para seguir imponiendo su dominación, su tendencia sobre lo de fuera. Entonces, la obra es la dramatización del conflicto entre la idea del novelista y la parte o la totalidad del mundo que, en la representación, resulta casi siempre infravalorado o degradado. Este menor o mayor predominio de la idea en la obra marca la frontera, siempre porosa, entre realismo e idealismo.

El estudio de la obra de Galdós, Zola o Clarín, etc., revela a partir de cierto momento y por motivos históricos (y otros tal vez más personales), en gran parte explicables, el paso de una visión adecuadamente realista a otra que lo es menos por ser más idealista. Desde el estricto punto de vista realista (o si se quiere naturalista) no pueden colocarse en un mismo plano La desheredada, pongamos por caso, y Realidad, Ángel Guerra, Nazarín, Halma, Misericordia o El Abuelo. Por ejemplo, es imposible aislar el tema dominante de La desheredada, pues la novela tiene la complejidad y la heterogeneidad de la vida en el trozo espacial y temporal elegido, mientras que es posible decir de manera más o menos satisfactoria que el tema de Realidad es la virtud enfrentada con la vida, el de Nazarín, Halma y Misericordia, el de la caridad cristiana (o, lo que es lo mismo, el del amor al prójimo), el de El Abuelo, el amor frente a los convencionalismos. Pues bien, el tema de la novela es el núcleo organizador de la visión del novelista, el núcleo de la tendencia. Verdad es que, como dice con notable buen sentido Juan Valera, toda literatura, por más realista o naturalista que sea, «tiene que ser literatura de tendencia» pues «la personalidad del autor informa siempre el libro que escribe» (Valera, 1887, p. 683). Es indudable y ningún novelista del gran realismo lo niega. Recordemos tan sólo la famosa afirmación de Clarín: «La reproducción artística requiere siempre la intervención de la finalidad del artista y de su conciencia y habilidad» (Alas, 1882; en Beser, 1972, p. 121). Sin embargo, cuando el espíritu desconfía de la realidad y trastorna, en la composición, la biología artística, que ha de ser trasunto de las leyes naturales de las cosas, para imponer la ley de su idea, la estructura misma de la novela resulta orientada por la idea, por la tendencia.

Estas consideraciones teóricas, demasiado sintéticas y por eso fastidiosas, parecen suficientes para justificar el título de este estudio y aclarar nuestro propósito: mostrar que a partir de Realidad y hasta El Abuelo, la tendencia se hace cada vez más patente en la novelística del Pérez Galdós del fin de siglo.

Ante fenómeno literario de tal alcance, ya que se trata de una inflexión de la estética realista, fertilizada por las aportaciones naturalistas, estética que alcanzó su mayor grado de perfección en La Regenta, Fortunata y Jacinta, Los pazos de Ulloa, se impone la necesidad de comprender y la primera pregunta qué surge es: ¿Cómo puede explicarse ese giro sufrido por un dinamismo creativo que fue capaz de hacer de la novela «la epopeya de nuestro tiempo», según calificación repetida de Clarín, Altamira y otros?

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Refrenemos por ahora este legítimo deseo de comprensión e intentemos analizar los elementos de esa nueva manera de novelar.

La primera característica es la presencia en cada novela de un personaje que sobresale muy por encima del término medio de la humanidad que le rodea (ya no vale la ley de Quetelet, seguida por el naturalismo: en los fenómenos sociales, los casos más significativos son los que se acercan al término medio), pero no sólo por su temperamento o su carácter como podía ocurrir en los personajes problemáticos anteriores, sino por sus ideas -y hay que dar a la palabra idea la mayor amplitud posible en el sentido de manera de ser y de pensar-. El personaje va movido por una mono-idea, por no decir monomanía que, por ser exclusiva, tiene todos los caracteres de la pasión. Es el caso de Orozco, de Ángel Guerra, Nazarín, Catalina de Halma, Albrit. Benina no entra en esta galería, en su caso no puede hablarse de ideas, sino de natural encarnación humana de virtudes cristianas, por eso Misericordia es novela tendenciosa de superior calidad artística, a la cual podría aplicarse algunas apreciaciones del juicio crítico de Clarín sobre Resurrección. Por ejemplo, el siguiente: «A pesar de que el propósito íntimo del autor es más docente, más interesado que nunca, las digresiones doctrinales se nos dan en dosis menores, en estilo elocuente, y casi siempre agregadas [...] a la acción misma, de modo puramente artístico» (Alas, 1900; en Lissorgues, 1989, II, p. 217).

Todos los estudiosos de la novela Galdosiana están de acuerdo para decir que Realidad señala un cambio en las diversas experiencias narrativas de Galdós, no sólo por inaugurar la fórmula de la novela dialogada, tan poco del gusto de Clarín y de Pereda, y no sólo como respuesta epistemológica a La incógnita, tan atinadamente subrayada por Juan Oleza (Oleza, 1976, p. 110), a saber que la mera observación del mundo exterior es insuficiente para captar la profunda realidad del individuo, realidad que sólo puede deparar la visión por dentro. El caso es que la visión por dentro revela a dos personajes literarios fuera de lo común, Viera y Orozco, el segundo de los cuales, más que excepcional, es singular por ser todo un sistema de pensamiento encaminado hacia la consecución de la virtud absoluta, por decirlo así. En la galería de los personajes Galdosianos alcanza la categoría de superhombre laico de la virtud. Siempre «dueño de sí mismo como del universo», como el célebre personaje corneliano, aislado en el castillo de la recta virtud que se ha construido, sus monólogos de héroe de tragedia son meros balances que desembocan en la solución que mejor concuerda con la pureza de su ideal. No es un personaje de novela realista, a no ser que se le vea como caso de paranoia. Su ideal, que sólo tiene valor para él, no vale como paradigma social pues Orozco desprecia a los demás que sólo le sirven para reforzar su propio mundo. Puede merecer admiración pero no suscita simpatía. ¿Qué significación puede tener tan hiperbólica abstracción? Por compromiso ético, Galdós rechaza la concepción del arte por el arte y no se puede ver a Orozco como mero contrapunto literario del personaje raciniano de Viera, tan lleno de contradicciones. Queda una hipótesis, algo vidriosa por cierto: la virtud laica, puramente racional, por su pureza matemática no vale por sí sola, es decir sin alguna blandura o debilidad afectiva, único terreno empático donde puede establecerse la comunicación humana.

Esta dimensión cordial es precisamente la que buscan o tienen los personajes excepcionales que después aparecen en el escenario de la creación galdosiana, Ángel Guerra, Nazarín, Halma. En su conjunto pueden verse como personajes experimentales que se identifican o intentan identificarse con la divinidad a través de la imitación de Cristo. Cada uno a su manera (salvo Benina) intenta vivir en conformidad con la «idea» cristiana que un buen día se ha apoderado de su ser y todos desempeñan en el mundo un papel acorde con la idea que los informa y hace de ellos personajes de excepción, desconectados de un mundo que no puede entenderlos y con el cual entran en conflicto.

La primera consecuencia de la constante focalización en toda la novela en el personaje excepcional es que coloca el entorno social y humano en la perspectiva y casi en la sombra de esta focalización. La visión del medio resulta mediatizada por la dimensión moral del personaje y sale en negativo; esta característica vale para El Abuelo. El ideal cristiano de Nazarín, Halma o Benina o las «virtudes» aristocráticas de Albrit son el revelador de las ruindades, mezquindades y falsedades imperantes en el mundo en que evoluciona el personaje. Por ejemplo, la autenticidad cristiana de la condesa de Halma pone de realce las deformaciones morales causadas por los convencionalismos. El impecable y bien educado marqués de Feramor aparece como «el sumo pontífice del egoísmo». Incluso el buen sacerdote don Manuel Flores, que durante toda la vida ha cumplido escrupulosamente todos los imperativos del sacerdocio se da cuenta, al compararse con la condesa, de que ha pasado al lado de la verdadera virtud cristiana y muere, al parecer, de remordimiento. Más sorprendente aún es que, en el ambiente humano de El Abuelo, el anticuado ideal caballeresco del conde de Albrit parezca más noble que los falsos valores aburguesados de los campesinos advenedizos o de los representantes acomodaticios y vulgares de la clase media, como el alcalde, o del clero, personajes más dignos del entremés (y aun sin el humor cervantino) que de novela realista. Es una visión realmente desengañada de esa clase media, en la que Galdós había fundado la dinámica épica de sus novelas contemporáneas, tanto las tendenciosas de los años setenta como las «naturalistas».

Aparte los personajes que se muestran sensibles al alto ideal del héroe, Beatriz, Ándara, Urea, el cura Manuel Flores, nadie escapa a la sátira; toda esa hormigueante humanidad parece sumida en las medias tintas de la vulgaridad, cuando no de la abyección. Halma y el narrador saben ver, más allá de las apariencias y del papel social que desempeñan hombres y mujeres, la sordidez de los móviles, los egoísmos, las ruindades. Todas estas novelas desde Realidad hacen el proceso del farisaísmo impuesto por los convencionalismos. En todas, la estructura interna es más o menos la misma. La sociedad real, la del mercantilismo, del dinero, de la política, de la buena educación, de la religión católica con sus dogmas petrificados, sus manifestaciones exteriores superficiales, aparece en segundo plano, en la sombra proyectada del primero. Éste, en la plena luz de la focalización narrativa, es el mundo imaginado de unos cuantos seres excepcionales que tejen con sus ideas, su modo de vivir, sus aspiraciones, otro mundo ideal donde reina la caridad, el desinterés por lo material, la espiritualidad plenamente humana.

En todas las novelas, los dos mundos, el ideal y el real, son antagónicos, pues el ideal perturba las rutinarias costumbres, despierta las malas conciencias, siembra el malestar, la irritación y el odio entre los fariseos parapetados detrás de los tranquilizadores convencionalismos. Es decir que la estructura interna de la novela es un trasunto de la propia experiencia vital de Cristo y la luz ideal que ilumina el primer plano y pone en la sombra el segundo, el de la realidad social, es luz evangélica.

La novela no se rige ahora según esa biología artística (o biomorfología tan perfectamente analizada por Gonzalo Sobejano, 1988, pp. 597-605), que es -dice Clarín- «la principal ley del naturalismo», según la cual «la composición es imitación de las formas probables de la vida» (Alas, 1892; 1991, p. 108). Ahora, la ley interna de la composición deriva de la experiencia crítica que funciona como cualquier mito estructural. A propósito de las novelas tendenciosas de los años setenta, Doña Perfecta, Gloria, La familia de León Roch, López-Morillas y Beser han insistido en la dualidad realismo/idealismo que las caracteriza, diciendo que eran «idealistas por su intención y realistas por sus medios». En las novelas tendenciosas del fin de siglo, si queremos seguir hablando de realismo será bajo la condición de que se trata de un realismo en el que la realidad ha perdido su autonomía, ya que la visión que de ella se tiene depende del ángulo ideal a partir del cual la mira el personaje excepcional y también, también, el narrador que resueltamente ha elegido el campo del ideal. Esta implicación del narrador es muy visible en Halma, novela en la que interviene no pocas veces directamente en discursos interpolados. Por ejemplo, y es tan sólo un ejemplo elegido entre varios, al evocar las amistosas relaciones de la condesa Catalina con Beatriz, «dos personas de opuesta categoría», añade el comentario siguiente: «Pero de esto hemos de ver muchos [ejemplos] en los tiempos que ahora comienzan, porque las llamadas clases rápidamente se descomponen y la humanidad existe siempre sacando de la descomposición nuevas y vigorosas vidas» (Pérez Galdós, [1895]; 1943, p. 169). Si fuera nuestro propósito el estudio del pensamiento de Galdós a la altura del fin de siglo, este juicio (uno entre muchos) merecería amplio comentario. Lo que queremos mostrar, analizando por dentro estas novelas, es que es el concepto mismo de realismo el que se resquebraja, y por lo tanto la forma naturalista de la estética y de la ética de la novela. Por más señas, puede decirse que ahora, en Galdós, en Clarín, en Zola, el espíritu afirma su superioridad sobre todas las cosas porque desconfía de la realidad y veremos que no es indicio de fuerza sino de desengaño, en quienes habían puesto todas sus esperanzas en una evolución de la realidad social y humana en el sentido de sus propios valores ideológicos y en quienes confiaban en su capacidad moral e intelectual para influir en dicha evolución.

Hay otro aspecto que nos interesa subrayar, es el de la diferencia de nivel artístico entre las novelas que estudiamos. De la relación literaria entre los dos mundos que, nada más que por comodidad llamamos el del ideal y el de la realidad, depende el mayor o menor grado de perfección artística. Al respecto, la obra más clara y más significativa desde el punto de vista ideológico es Halma, en la que los dos mundos quedan siempre yuxtapuestos y estancos y, por eso mismo, es la menos lograda artísticamente, mientras que en Misericordia el soplo caritativo de Benina suaviza las mezquindades y las sordideces tanto del mundo mesocrático como del de la miseria y matiza la discontinuidad entre los dos. Pero es más; en esta novela, el narrador, al parecer seducido él mismo por la natural bondad de su personaje predilecto, envuelve a los demás, doña Clara, Frasquito Ponce, e incluso la positiva Juliana en una empática benevolencia que no vacilamos en calificar de cervantina. Además, la imaginación, activa en todos los personajes, constituye una patética y conmovedora vía de escape... poética, que no se encuentra en Nazarín con el mismo valor humano, pues en esta última, los sueños de la fantasía se desarrollan en un plano ante todo simbólico (por ejemplo, el discurso en el que Ándara defiende la tesis según la cual hay que imponer el bien por la fuerza, como hicieron San Miguel, San Pablo, San Fernando o la visión sangrienta de Nazarín del enfrentamiento de los ejércitos del bien y del mal (Pérez Galdós [1895a]; 1986, pp. 187 y 197-198).

Por eso, y por otros motivos ya señalados por la crítica, Misericordia es un acierto artístico que merece compaginarse, como hemos sugerido, con algunas de las novelas más espirituales de Tolstoi.

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Hay otros aspectos que muestran que se desconfía de la realidad humana y social contemporánea y se intenta superarla. Es, primero, la integración en el proceso de creación de una realidad literaria que procede de obras conocidas, como el Quijote y, en segundo lugar, la afirmación de la tendencia a la simbolización a partir de un primer plano narrativo o descriptivo.

Por lo que se refiere a la presencia de lo literario, no se trata del hipotexto más o menos consciente que informa la visión de la realidad observada, tampoco del juego de intertextualidad, pues bien se sabe que las novelas verdaderamente realistas, como La Regenta, no pueden hacer caso omiso de esa faceta de la realidad que es lo cultural. Se trata de la utilización de lo literario como materia misma de la elaboración novelesca. El caso de Nazarín es, sobre este punto, el más evidente y el más conocido. En esta novela la estructura interna «crística», llamémosla así, se conjuga con otra claramente derivada del Quijote. El ideal y las hazañas de Nazario son tan incomprensibles para los demás que el cura, manchego por demás, es considerado (también) como loco y el narrador, que saca a relucir sin reticencia todo un vocabulario procedente de la fuente cervantina: «andante», «caballero cristiano», «aventuras», «hazañas», etc., se empeña en desvelar la superior cordura del loco. Catalina de Halma, como Santa Teresa, quiere su fundación en Pedralba y el narrador la denomina ínsula (!). Ángel Guerra, como San Ignacio, sueña con crear la orden de los doministas, con una jerarquía que es un calco de la organización de la Compañía de Jesús, con un general a la cabeza y un provincial como jefe de cada diócesis. Clarín dedica un artículo entero a las semejanzas entre Nazarín y el joven Ignacio, estudiante en Alcalá, que, como cuenta un libro, según Clarín, de reciente publicación, predicaba la más pura doctrina evangélica ante un público en el que predominaba el elemento femenino; y concluye que «como se ve, el parecido con Nazarín es evidente». Luego, Clarín procede a una generalización sobre la cual volveremos cuando venga el momento de interrogarnos sobre las significaciones de nuestras novelas.

Bien se sabe también que El Abuelo, obra curiosamente denominada novela dialogada, además de no pocas semejanzas con la comedia tradicional y aun con el entremés, como hemos sugerido, repercute de modo evidente el ambiente norteño, la estructura dramática y el patrón, por lo menos, de cuatro personajes (Albrit, don Pío, las niñas) de El Rey Lear. Las andanzas por todo el Oriente Medio de Catalina, esposa y después viuda de un conde alemán, son un eco de la novela bizantina y más precisamente del Persiles. Varias escenas de Misericordia (la última, por ejemplo) parecen revitalizaciones de escenas similares de los Evangelios.

No es nuestra intención hacer aquí un estudio exhaustivo de la utilización de lo literario en las novelas que nos interesan; los ejemplos dados, por lo demás más o menos conocidos, bastan para sacar la conclusión que la realidad observable, la «realidad contemporánea», no es la única «materia novelable» y que la realidad observada y representada está envuelta, compenetrada o peor aun (peor para la representación realista) puesta en perspectiva por la realidad literaria. Veremos que no es un juego o, si lo es, no es un juego inocente.

Fijémonos antes sobre el proceso de simbolización qué puede ser también una manera de escapar de la realidad inmediata, al atribuirle a ésta una significación superior abstracta más o menos subjetiva. Los ejemplos son muy numerosos, tanto más que algunas simbolizaciones interfieren con elementos literarios aludidos en el párrafo anterior, y cada uno merecería un análisis minucioso. Veamos algunos, de distinta naturaleza y calidad. Para impedir que la ínsula de Pedralba escape a los poderes constituidos, se presentan un buen día a la puerta del castillo, el cura del pueblo, don Remigio, el científico, Laínez, y el administrador de la provincia y cada uno habla el lenguaje adecuado a su función... (Pérez Galdós [1895b]; 1943, pp. 196-201). Aquí se trata de un símbolo eficaz, pues basta una escena para revelar las motivaciones de los tres poderes. Los hay más sutiles, multivalentes, como cuando Benina le contesta a Juliana (y son las últimas palabras de la novela): «Yo no soy santa [...] No llores... Y ahora vete a tu casa y no vuelvas a pecar». ¿No son Nazarín y Benina símbolos de Cristo redivivo, a través de los cuales remontamos hasta la figura del redentor? ¿No es todo un símbolo esa lucecita de la santidad de Benina arrinconada en la oscuridad de los barrios de la miseria? ¿Y no es, como han sugerido varios estudiosos, la trayectoria biográfica de Ángel Guerra la representación simbólica de la historia de la España progresista, alienada por el autoritarismo (materno) tradicional, que intenta romper el vasallaje acudiendo primero a la revolución y después refugiándose en una auténtica religión de caridad y amor?

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La realidad contemporánea sigue siendo materia novelable con tal que se deje moldear por las grandes ideas, las «ideas madres», como las llama Clarín. El cambio decisivo, a partir de Realidad, es que las ideas madres ya no se inducen de la realidad misma a la que se le pudo atribuir durante algunos lustros el inmanente dinamismo evolutivo del progreso, y esos años, tras la asimilación de algunas aportaciones naturalistas, fueron los de más perfecta plenitud realista.

A la altura de la última década del siglo, poco más o menos, las novelas de Galdós, como las de Zola, muestran que quien las escribe no ve muy bien hacia donde va el mundo y que éste, en la representación, tiene el sentido que le dan las «ideas madres», esas ideas que hoy llamamos legitimadoras. La visión de la realidad se organiza en función de esas grandes ideas y el sentido del mundo se deduce de ellas. Estas ideas legitimadoras, puesto aparte la de la virtud laica, asocial, según - muestra el caso de Orozco, son todas de naturaleza, digamos religiosas: caridad, amor al prójimo (¿por amor al padre común como dicen Clarín y Antonio Machado?), amor superior a los convencionalismos (El Abuelo). Podríamos añadir el ejemplo de Su único hijo: la idea divina de paternidad da sentido a la vida.

Este proceso idealista no es un retorno a la novela de tesis de los años setenta. En Doña Perfecta, Gloria, La familia de León Roch se trataba de una tesis ofensiva, por decirlo así; entonces era clara la intencionalidad idealista y más clara aún la finalidad proclamada de acabar con el fanatismo y la intolerancia. Mientras que Ángel Guerra, Nazarín, Halma, Misericordia, si bien revelan la patente intencionalidad de mostrar que sólo las virtudes cristianas, interiorizadas, pueden dar un sentido a la vida individual y colectiva, dejan traslucir una insegura finalidad defensiva, sobre la cual volveremos.

Esta evolución de la novela se debe al cambio del punto de vista del novelista que, como dice Clarín, está condicionado por «el medio espiritual en que se vive» (Alas [1889]; en Beser, 1972, p. 247) y Galdós, sigue hablando Clarín, «nunca deja de vivir en el ambiente del arte ni deja de ser poeta, y poeta de su tiempo» (Ibid., p. 251). Lo que interesa subrayar en el juicio de Clarín es la relación que establece el crítico entre la manera de novelar y el medio espiritual en que se vive. Ahora bien, el fin de siglo, como se sabe, es un período de crisis, durante el cual se rompe para la clase media intelectual el relativo equilibrio mental e ideológico permitido desde 1875 por la poco honrosa paz canovista. Se trata de una crisis social y de una crisis nacional específicamente española, provocada, primero, por la brutal salida, en mayo de 1890, al protagonismo histórico de la clase obrera ya organizada y, después, por la segunda guerra de Cuba. Pero la crisis española se sitúa en el contexto general europeo de crisis moral y espiritual, si no de la conciencia burguesa, sí por lo menos de los intelectuales de la burguesía que ya no se satisfacen con lo positivo, rechazan el cientificismo como filosofía totalizadora, no creen en «el porvenir de la ciencia» y se vuelven hacia la metafísica, el idealismo y en algunos casos adoptan las posturas irracionales del decadentismo. El simbolismo, postergado por la hegemonía naturalista, sale a escena. Tolstoi parece vencer a Zola, quien, él mismo, abandonando la experimentación naturalista, se deja llevar a partir de L'Argent por la abstracción de lo que Clarín llama novela de conceptos (Alas [1892]; 1991, p. 108), hasta llegar en Travail a un idealismo social casi romántico. En el campo de la filosofía, Bergson parece vencer a Comte. Pero si un nuevo espiritualismo envuelve los recios pilares positivistas que siguen sustentando la ideología burguesa, no es para hacerlos tambalear sino para reforzarlos y poder hacer frente a los nuevos idealismos socialistas. Así al grito fraternidad clamado por el socialismo, las clases dirigentes contestan con la palabra caridad. Este ambiente europeo, tan brevemente evocado, tiene repercusiones en España y alimenta una efervescencia renovadora y perturbadora que se superpone a la agria crisis de la conciencia nacional.

Todo ello influye de una manera u otra, como sugiere Clarín, en las respuestas literarias a la crisis de fin de siglo y particularmente en las respuestas artísticas de Pérez Galdós, «poeta de su tiempo».

Es curioso notar que el clarividente Clarín nunca se plantea el problema de la tendencia al estudiar estas novelas de Pérez Galdós. Es verdad que tampoco se interroga sobre el porqué de la idea de paternidad que, de golpe, se hace trascendente en el débil espíritu de su Bonifacio Reyes, hasta llegar a ser idea redentora, «idea madre». Más curioso aún es notar con qué perspicacia analiza, ya desde 1890, las novelas de Zola posteriores a L'Argent, que «si no son de tesis, tienen algunos inconvenientes que a las de tesis perjudican» (Alas [1892]; 1991, p. 108) o con qué lucidez capta, en 1900, en el «Prólogo» a Resurrección, la inflexión general del arte realista durante la década del fin de siglo: «Fenómeno bastante general en nuestros días -escribe- y acaso signo de los tiempos, es el de aficionarse notables artistas de la pluma a la parte útil, noblemente interesada de los asuntos que tratan y convertirse en sociólogos, en moralistas, etc. [...] haciendo que en sus ficciones artísticas predomine la tendencia, la tesis, la doctrina, el apostolado» (Alas, 1900; en Lissorgues, 1989, II, p. 216).

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¿Hasta qué punto tiene fe el escéptico Galdós en las ideas que representan o encarnan sus personajes-héroes? Es la pregunta fundamental, que no puede dejarse de plantear, ni siquiera por los aficionados a la literatura pura, pues para los escritores del gran realismo, la literatura no fue pura literatura sino mucho más, fue una actividad de la conciencia en la que el escritor estuvo implicado en su íntima relación con el mundo. Olvidarlo sería mutilar la obra misma. Pero la cuestión, en el caso de las novelas que estudiamos, es delicada.

Tenemos que volver, por un momento, sobre los personajes-héroes, los que van movidos por el alto ideal cristiano, o sea, Nazarín, Catalina de Halma, Benina y también Ángel Guerra, después de su conversión. Dicho sea de paso, la conversión de Ángel es otro caso de redención por el amor, bastante ambiguo por lo que hace a la pureza divina así conseguida, pero interesante desde el punto de vista psicoanalítico. En el «Prólogo» a El Abuelo, para justificar la experiencia narrativa de la novela dialogada, dice Galdós que gracias al empleo de sus propias palabras los personajes «nos dan el relieve más o menos hondo y firme de sus acciones» (Pérez Galdós [1897b]). En el discurso de recepción en la Real Academia, en 1897, declara que ante «la volubilidad» de la vida social hay que volver a lo «profundamente humano» (Pérez Galdós, [1897c]; en Bonet, 1991, p. 164). Estas declaraciones, y otras semejantes, dicen que el novelista se orienta cada vez más hacia el hombre interior, hacia el hombre esencial. Ahora bien, nuestros «héroes a lo divino» nunca se interrogan sobre la naturaleza de su fe, ni siquiera se los ve por dentro pensando o meditando en cosas divinas, hasta tal punto que difícilmente se les puede calificar de místicos. «Catalina -escribe Clarín- se nos esconde, sus obras hablan por ella, pero sin ella» (El Imparcial, 30-XII-1895). Los héroes de las novelas de Galdós que piensan en cosas divinas «son prácticos -dice Clarín, en otro artículo-; buscan o poseen la virtud eficaz y ni remotamente creen que la contemplación sea lo primero». Para ellos, «no se trata tanto de admirar a Dios como de servirle» (Los Lunes, 5-VIII-1895).

¿Cuál es el sentido de la preocupación religiosa de Galdós? Nos guardaremos de apresuradas y unilaterales conclusiones. Lo que sí podemos afirmar es que, para él, a la altura del fin de siglo, la religión o mejor dicho los valores evangélicos tienen que desempeñar un papel humano y social dominante. Nos atendremos al siguiente juicio, siempre de Clarín, porque, sin aludir a las íntimas creencias del autor de Misericordia, es bastante explícito: «Lo he dicho mil veces: el elemento lírico y el puramente especulativo de la religiosidad [...] no son inspiraciones propias de este escritor; su espíritu tiende a lo práctico, es realista hasta en el idealismo; y en cuanto inventa un alma piadosa, ya le tarda verla fundando asilos o haciendo penitencia» (El Imparcial, 30-XII-1895).

Frente a los falsos convencionalismos y al farisaísmo imperantes en todos los sectores de la sociedad, incluso en la misma Iglesia católica, el ideal encarnado por Nazarín y Benina y hasta cierto punto por Catalina y Ángel Guerra, aparece como posible redención y hasta diremos como la única. Pero en el tiempo histórico representado en las novelas, este ideal de auténtica caridad resulta insólito y sólo consigue convertir a unas pobres mujeres, como Beatriz y Andará o conmover a unas cuantas personas como el cura Manuel Flores, Frasquito Ponce, o la positiva Juliana. Simbólicamente, como ya hemos dicho, este ideal es como una lucecita frágil arrinconada en la oscuridad del barrio de la miseria. Ángel Guerra muere como buen cristiano por haber acordado el obrar con el pensar pero su apasionado sueño de dominación dominista institucionalizado es repetición de algo que fue y llevó el fanatismo y la intolerancia hasta sus últimas consecuencias. No lo ignora en 1890 el futuro autor de Electra. El sueño de Ángel sería una alternativa peligrosa al marasmo del momento. Por lo demás, la caridad y las virtudes cristianas no se imponen desde fuera y no se avienen bien con los arrebatos pasionales.

La actuación de Nazarín, por insólita que parezca a sus compatriotas novelescos o a los lectores de sus aventuras, es experiencia que se repite desde los tiempos de Jesús y siempre según el mismo esquema, como dice Clarín, otro admirador de Cristo, expresando sin lugar a dudas el pensamiento de Galdós: La vida de Nazarín «nos ofrece la triste ley que obliga a todas las grandes idealidades a padecer persecución por causa de su grandeza. Siempre lo mismo: el elemento oficial, la fuerza formal, política, aun de la Institución más espiritual y desinteresada, desconociendo la superioridad de lo mismo que representa la esencia de lo que oficialmente adora; el cristianismo de oficina persiguiendo al cristianismo de la naturaleza. San Pablo en batalla contra los materialistas del prepucio [...] Jiacopone de Todi, en un calabozo, sufriendo sarcasmos populares. Fray Luis de León, preso años y años, por ser poeta al entender la poesía de la Biblia... Y San Ignacio perseguido, sospechoso de iluminismo y algo peor» (La publicidad, 28-VIII-1895). Lo que dice Clarín y lo que muestra la obra de Galdós es que el farisaísmo acaba siempre por ahogar la luz de la auténtica idealidad, pero no la apaga, no se pierde el fuego (otro mito subyacente), siempre queda un rescoldo, como sugiere el simbolismo final de Misericordia y el no menos simbólico de Nazarín.

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Ya es tiempo de interrogarnos sobre el sentido, en Nazarín, de la curiosa conjunción, señalada anteriormente, entre la estructura interna crística y la utilización literaria del Quijote o, mejor dicho, del quijotismo. Francisco Pérez Gutiérrez, en su atinado y tan útil trabajo sobre El problema religioso en la generación de 1868, considera que es una «debilidad de Don Benito» la intervención del quijotismo en el caso de Nazarín, pues la juzga «inoportuna por familiarizadora en exceso» (Pérez Gutiérrez, 1975, p. 250). Pensamos al contrario que lejos de ser una «debilidad» es un acierto artístico cargado de significación. Es tan palmario el quijotismo de Nazarín que no puede ser sino resultado de una intencionalidad dominada. No es el Quijote mero hipotexto del texto Galdosiano, pero tampoco es parodia pues la figura del cura manchego no es en sí misma degradada. Nazarín no es loco; a él, no se le secó el cerebro por exceso de imitación de Cristo. Nazarín es una hoja del Evangelio chafada por las manos sucias del mundo. Galdós, al colocar deliberadamente a su personaje en la perspectiva quijotesca, quiere decirnos que sabe, de antemano, como muestra la hazaña del ingenioso hidalgo, que el ideal evangélico de caridad que podría guiar armoniosamente las relaciones humanas y tal vez redimir al mundo, no puede derramarse por esos campos de Dios. Quiere decirnos que la poesía, por grande que sea, se pierde en el polvo de la prosa. Pero no lo dice de manera irónica, pues la ironía es negación de algo, y Galdós no niega nada, ni el mundo, ni el ideal, y además, la ironía es el arma de los fuertes, de los que tienen certidumbres (como las tuvo él, como las tuvo Clarín), lo dice con humor que es el escudo de los vencidos por las circunstancias para preservar la inteligencia de la auténtica dignidad. Por eso Galdós encuentra a Cervantes en sus novelas «tendenciosas» del fin de siglo, que tal vez no deberían llamarse así.






Bibliografía de obras citadas

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    • Realidad, novela en cinco jornadas de Benito Pérez Galdós», La España Moderna, XV (marzo), XVI (abril), 1890; Ensayos y revistas (1888-1892), Manuel Fernández y Lasanta, Madrid, 1892; Lumen, Barcelona, 1991; en Beser, pp. 246-264.
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  • ALAS, Leopoldo, «Prólogo» a Resurrección, Mauci, Barcelona, 1900; en Lissorgues, 1989, II, pp. 214-223.
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  • LISSORGUES, Yvan, Clarín político, II, Lumen, Barcelona, 1989.
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    • -Halma, [1895b], Losada, Buenos Aires, 1943.
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  • SOBEJANO, Gonzalo, «El lenguaje de la novela naturalista», en Realismo y naturalismo en España en la segunda mitad del siglo XIX, (edit. Y. Lissorgues), Anthropos, Barcelona, 1988, pp. 583-615.


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