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ArribaAbajo Benito Lynch85

Rodolfo Modern


Para comenzar este breve homenaje a Benito Lynch en ocasión de los cincuenta años de su muerte, ocurrida el 23 de diciembre de 1951 en La Plata, vaya a cuento la siguiente actitud, representativa de su carácter, que lo pinta de cuerpo entero, y nos atañe directamente. Al constituirse en 1931 la Academia Argentina de Letras y ser invitado Benito Lynch por el entonces ministro de Justicia e Instrucción Pública del Gobierno de facto, a ocupar un sillón, presenta por escrito su renuncia al honor dispensado. Por educación y temperamento, no por disentimiento político, rechazaba las exposiciones públicas. Había cosas de las que un caballero conservador como él debía abstenerse. En forma similar años después, en 1938, se había negado a recibir en público el título de doctor honoris causa conferido por el Consejo Superior de la Universidad Nacional de La Plata.

Por ese entonces, Lynch contaba con poco más de cincuenta años y era un autor de los indiscutiblemente consagrados. No formaba parte de cenáculos literarios ni de sectas o banderías. Estaba solo, se sentía comprometido nada más que por su literatura, como suele ocurrir con los escritores de   —152→   primera línea, pero el nivel atípico de su prosa había sido reconocido por colegas, como Horacio Quiroga, Manuel Gálvez, Luis Emilio Soto y el español Manuel Machado. Y de él tuvieron que ocuparse críticos, como los académicos Roberto Giusti, Carmelo Bonet, Enrique Anderson Imbert, Juan Carlos Ghiano, Ángel Mazzei y profesores de jerarquía, tales Julio Caillet-Bois, Ulises Petit de Murat y el chileno Arturo Torres Rioseco, entre otros. Ante una obra de la magnitud del narrador de los campos porteños, no cabía el silencio.

La creación de este iluminador de la vida en la campaña bonaerense abarca casi cuarenta años. Allí pueden anotarse un par de comedias, un ensayo, El estanciero, siete novelas y nouvelles, y alrededor de un centenar de cuentos, algunos reunidos en volumen y otros desperdigados a través de publicaciones como El Día de La Plata -del que su padre fue accionista-, La Nación, Crítica y revistas de la difusión de Plus Ultra, Caras y Caretas, El Hogar, Mundo Argentino y Leoplan. Pero no se trataba solamente del número de los libros que le había acarreado, entre los años 20 y los 50 del siglo pasado, tanta popularidad y lectores sino, sobre todo, de la insistencia en escribir acerca de lo que formaba parte y se había incorporado, medular y artísticamente, a su experiencia de niño y de joven, enriquecida por las reflexiones de la madurez y que se centraban, esencialmente, en los avatares de las existencias de quienes habitaban las grandes estancias de la llanura de la provincia. Para ese menester, este descendiente de un irlandés afincado en estas tierras a partir del siglo XVIII, y cuyos familiares eran miembros de la clase dirigente del Río de la Plata, partícipes algunos del Cabildo abierto del 22 de mayo de 1810, otros de las luchas por la Independencia, con unos cuantos degollados o exiliados por su oposición al despotismo de Rosas, ese escritor, decimos, estaba especialmente dotado.

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Abominando de toda postura romántica, idealizadora, estetizante, como por ejemplo, la de su contemporáneo Güiraldes, los textos de Lynch se inscriben dentro del marco de un realismo de corte naturalista. Había leído con provecho a Zola y a Alphonse Daudet, a viajeros ingleses de la talla de Darwin, a Humboldt, a los novelistas rusos clásicos. Y particularmente, salvo excepciones escasas y flojas, situadas en la ciudad, había anclado su obra dentro de los límites de estancias fijados a ambas márgenes del Salado, en los partidos de Bolívar, Monte, Cañuelas y Lobos, por ejemplo. Y mientras los personajes de Güiraldes vagan errantes por una llanura sin límites, los estancieros, gauchos y paisanos, mujeres y animales, que pueblan su narrativa están contenidos por los alambrados de siete hilos al igual que islas localizadas dentro de un todo narrativo.

El novelista de categoría crea su universo con personajes, situaciones y ambiente basándose fundamentalmente en su propia idiosincrasia, en sus centros de interés, tanto afectivos, como intelectuales, y en el material que su memoria ha retenido y elegido, además de sus contactos librescos. Benito Lynch no escapa a la regla, más bien la confirma. Había nacido en la calle Arenales al 200 un 25 de julio de 1880, hijo de Benito Lynch y de Juana Beaulieu, uruguaya de origen y de condición adinerada, como su cónyuge. En 1885 la familia se traslada a la estancia El Deseado, en el partido de Bolívar, donde transcurren los años forjadores. Hasta su muerte, Lynch residirá en la casona de Diagonal 17 en La Plata, ya demolida. Hay viajes ocasionales a la estancia paterna y a la de las familias amigas, aunque siempre regresará a la casa de sus progenitores. Ni siquiera viajará a Europa, según solían hacerlo los parientes y amigos de su círculo. Durante los años de su niñez y primera adolescencia, irá atesorando las experiencias, tanto en el plano humano como en el del campo, que más tarde volcará en cuentos y   —154→   novelas. El chico, travieso y sensible, rico en imaginación, fino de oído y alerta para registrar todo tipo de observaciones, también visuales, registrará minuciosamente lo que ocurre en ese ámbito, en apariencia, sencillo y fuertemente estratificado que conforma la vida dentro de una estancia bonaerense manejada en un sentido tradicional, ausente de actividad agrícola como de elementos que aporta en otros lugares y tiempos el progreso. Y en este cúmulo de datos que alimentarán su prosa, es obligatorio mencionar el carácter fuerte, duro y despótico del padre, que ha sido asimismo intendente municipal de La Plata. Y que seguramente le servirá para plasmar el retrato de la mayoría de los patrones de estancia que desfilan por sus novelas, como asimismo influirá la figura de la madre, dulce, afectuosa, paciente y comprensiva, encarnada en personajes femeninos que se muestran en algunas de sus mejores creaciones.

Benito Lynch no termina el colegio secundario y, en 1903, ingresa en la redacción de El Día como cronista social. Y es en ese medio donde publicará sus primeras ficciones.

Sustentado en las técnicas y concepciones del Realismo naturalista, observa, describe y registra. Los mensajes y las convicciones del autor se soslayan, no surgen casi nunca en forma directa. Su vena consiste en mostrar conductas, en oponer caracteres, a veces, mediante choques definitivos, en revelar a través de gestos o locuciones acertadamente elegidos, acciones y reacciones de los personajes involucrados, sean hombres o mujeres, patrones o peones, viejos o jóvenes, todos los cuales pasan por una criba cuidadosa desde la perspectiva de la creación artística y, lo que resulta más importante, impregnados de una veracidad intrínseca. Insertándose en la psicología, simple o compleja de cada uno de sus personajes, Lynch da en el blanco. Sus figuras no se desarrollan, no se modifican, no crecen ni decrecen, son eso que son, con todos los pliegues y repliegues que puedan   —155→   conformarlas. Lynch quiere ser objetivo, preciso, y casi siempre lo logra, sobre todo cuando se trata de retratar a los portadores de pasiones fuertes, que a veces rematan en un destino fatal, como los de don Pancho y don Panchito en Los Caranchos, Balbina en El inglés de los güesos y Pantaleón Reyes en El romance de un gaucho, sus tres novelas principales, escenificadas en algunos casos para el teatro o vertidas al lenguaje del cine en virtud de su fuerte impacto dramático. No idealiza sus caracteres, no los endiosa ni demoniza, los describe como individuos posibles, y eso le otorga no sólo verosimilitud, sino también, la fidelidad de sus lectores.

El compromiso de Lynch es con la verdad de cada personaje y situación. En cuanto a la naturaleza, carece por lo común de protagonismo, aunque cuando es necesario, como en la descripción del incendio en Raquela, el escritor es capaz de apelar a los mejores recursos del oficio. Su papel se muestra como secundario frente al vigor y predominio con que sus caracteres se manejan o son manejados. Por cierto que la fatalidad o el destino, según se prefiera, gobierna a los seres humanos y también es cierto que un aire de escepticismo lo vincula a lo que supone distancia, la misma que el aristocrático Benito Lynch guardaba respecto a su prójimo; pero también, porque sabe que las certidumbres suelen volverse en contra, campean en su prosa la ironía y hasta el humor con el fin de equilibrar lo que acontece en el escenario de sus ficciones, atormentadas por la pasión, o mejor, por el instinto elemental de un amor que es más posesión que palabra meliflua, ambigua, engañosa o simple entrega. Entre la ilusión, la esperanza o la felicidad, Lynch elige decididamente y casi siempre la realidad, ésa que suele ser con tanta frecuencia amarga o cruel. Sin embargo, el tópico amoroso, central en sus novelas, nunca resbala hacia el detalle procaz o hacia la alusión a un contacto indecoroso. No está de más   —156→   agregar, en este sentido, que la acción suele ubicarse en las décadas finales del siglo XIX.

El esquema sarmientino funciona en Lynch de otra manera, la civilización de la ciudad no resulta particularmente encomiable como si fuera un sitial de virtudes. Pero tampoco el campo es un bastión de pureza, desprendimiento y armonía. Mientras el endiosamiento del gaucho cunde en otros planos, tanto literarios como populares, Lynch no se hace ilusiones. El patrón de estancia suele asentar su dominio sobre la tierra, a la que accede como si fuera un derecho otorgado por una naturaleza divina para hacer con ella lo que le plazca, y es siempre hombre de ciudad, hasta llegar a vestir a veces como tal en pleno ambiente campesino. Colocarse al nivel del gaucho es considerarse como degradado, social y hasta éticamente, «agaucharse» disminuye su mérito, su prestigio. Su trato con el gaucho, peón o paisano, puestero o capataz es, en la mayoría de las ocasiones, brutal, despótico, injurioso. Lo juzga ante todo haragán, y algunos patrones preferirán al gringo, al gallego o al vasco. Además, así como por excepción surge algún gaucho leal y trabajador, la mayoría de la especie resulta taimada, maliciosa, artera, resentida, ignorante y hasta maligna. Ofuscados por sus pasiones, pueden acudir al acto infame, un contrapeso a su coraje natural. El patrón lo usa, pero lo desprecia, y expresiones como «gaucho trompeta», «gaucho cornudo» son frecuentemente puestas en su boca. El trato es casi habitualmente de arriba hacia abajo, y el rasgo se resalta porque así ocurría efectivamente. Aquí la imagen del padre de Lynch parecía imponerse al escritor. Lo que no quiere decir, por otra parte, que suprima del todo actos de compasión, solidaridad, lealtad o abnegación. Las cosas nunca son tan simples y el mundo, Lynch lo sabía muy bien, no estaba pintado en blanco y negro.

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Las mujeres, sufridas en su carácter de esposas, le merecen mejor trato, aunque no falten las casquivanas, coquetas, o las emocionalmente inestables. Los niños o muchachos, al igual que ciertos animales, reciben una dosis de ternura inusual que Lynch excluía de su trato de solterón con el prójimo. Recuérdense los cuentos que tienen como eje a Mario, niño y más tarde adolescente, una especie de álter ego de Lynch, al decir de algunos de sus críticos. El potrillo roano resulta emblemático en este sentido. Y como todo novelista de linaje, nuestro autor ha creado personajes arquetípicos. Así don Pancho y don Panchito en Los caranchos de la Florida, víctimas ambos de su pasión exacerbada y morbosa; el antropólogo inglés James Grey, que desembarca en estas pampas para desenterrar y estudiar huesos humanos, culto, paciente y bondadoso, con rostro del color de «cangrejo cocido», a quien Balbina, la hija del puestero llama «don Yemes» y de quien, luego de ridiculizarlo, se enamora perdida y desesperadamente. Cuando el inglés sacrifica su propio amor en aras de su progreso académico y de la tranquilidad del home británico, Balbina se cuelga, como se sabe, de un árbol. El estudio de las reacciones cambiantes de Balbina, joven y hermosa, es tan vivo y palpitante hoy como cuando la novela se publicó en 1924. ¿Y de qué modo olvidar los padecimientos de Santos Telmo, su enamorado sin esperanza? En cuanto al Romance de un gaucho, donde el narrador emprende la proeza de escribir a lo largo de sus quinientas páginas en un lenguaje solamente gaucho, el protagonista masculino Pantalión Reyes, zarandeado por la madre y en su amor por Julia, la olvidada cónyuge del dueño del lugar, termina su existencia sufrida de un modo lastimero y absurdo.

Éstas son de por sí virtudes de un novelista mayor, de esos que saben pergeñar personajes y conflictos, los que quedarán grabados para siempre en la conciencia del lector. Lynch   —158→   se encuentra en ese nivel, los diálogos puestos en boca de sus personajes, cultos o gauchos, revelan cabalmente a sus portadores. Y por encima, supo concebir y crear la saga del campo de Buenos Aires como ningún otro autor. Parece explicable, entonces, que hasta la fecha no haya tenido un digno sucesor. Y no parece ni lógica ni natural su actual omisión en el panorama de nuestras letras.