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Borges y Hernández, el sueño y la memoria

Beatriz Curia





Siempre me han llevado a reflexionar y han sido fuente de ideas, imágenes, relaciones y conjeturas dos cuentos en que Borges reelabora el Martín Fierro.

Difícil sería imaginar a Borges escribiendo como Alonso Fernández de Avellaneda la continuación mediocre de una obra genial. Sin embargo, completó en «El fin» (Ficciones, 1944) la trayectoria vital de Martín Fierro y en «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)» (publicada en El Aleph, 1949) plasmó su personal visión del destino del sargento Cruz.


El fin

Es preciso recordar que, en la primera parte del poema de Hernández, Martín Fierro, ebrio, insulta a un negro, sostiene con él un duelo a cuchillo y lo mata. Después de ver su agonía, limpia el facón en el pasto, monta despacio su redomón y se va al tranco. En la vuelta, otro moreno se mide con él en una payada y paulatinamente se revela como hermano del primero. El episodio, según Borges, está «como cargado de destino» (El «Martín Fierro», OCC, pp. 542-543): «Mi madre tuvo diez hijos» (Vuelta, 39891), dice al principio el moreno. Cuando habla del canto de la noche agrega: «se oyen rumores inciertos:/ son almas de los que han muerto,/ que nos piden oraciones» (Vuelta, 4166-4168). Tras la derrota, el payador declara explícitamente el motivo que lo ha traído hasta allí (Vuelta, 4379-4468): «[...] todavía andan con vida/ los hermanos del dijunto,/ que recuerdan este asunto/ y aquella muerte no olvidan.// [...] lo que decida el destino/ después lo habrán de saber» (El subrayado es mío). La respuesta de Fierro incluye estos versos: «todos tienen que cumplir/ con la ley de su destino» (Vuelta, 4485-86, el subrayado es mío).

Quienes los rodean evitan la pendencia y no existe en el poema otra alusión a la venganza del Moreno. Siguen los consejos de Fierro a sus hijos y la separación que los lleva a los cuatro rumbos.

Borges retoma la historia en este punto. En El «Martín Fierro» escribirá «podemos imaginar una pelea más allá del poema, en la que el moreno venga la muerte de su hermano» (OCC, p. 556). El Moreno espera a Fierro «una porción» de días después, en la misma pulpería donde antes habían payado, pulpería que está implícita en el trago que bebe el cantor de Hernández y que se vuelve corpórea en el cuento a través de la percepción de Recabarren, el pulpero. Los dos hombres se encuentran con naturalidad, como quien sabe de antemano que el encuentro va a producirse. Conversan. El moreno hasta pregunta cortésmente por los hijos de Fierro -«Espero que los dejó con salud»2- y Fierro ríe de buena gana. El duelo a cuchillo en que se miden culmina en la muerte de Fierro:

Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre


(OC, p. 521)                


Matar a un hombre, contemplar su agonía, limpiar el cuchillo en el pasto y alejarse despaciosamente forman parte de un ritual definitorio. Este asesinato es en esencia lo único que del Martín Fierro parece haber conmovido a Borges. La escena aparece recurrentemente en su obra3.




Borges y el Martín Fierro

En Discusión (obra de 1932), sostiene Borges que todos nosotros sentimos profundamente la historia argentina porque «por la cronología y por la sangre» está muy cercana. Nombres, batallas de las guerras civiles y de la independencia están próximas en el tiempo y en la tradición familiar (OC, p. 272), pero en El «Martín Fierro» desestima que el destino individual de un cuchillero de 1870 comprima, si siquiera simbólicamente, la historia secular de la patria (OCC, p. 559). El mismo libro incluye el texto de una clase dictada en el Colegio Libre de Estudios Superiores, que lleva el título de El escritor argentino y la tradición y delimita el alcance de las palabras que acabo de transcribir. Allí proclama que «nuestro patrimonio es el universo» (p. 274) y se opone a los nacionalistas que «[...] simulan venerar las capacidades de la mente argentina pero quieren limitar el ejercicio poético de esa mente a algunos pobres temas locales, como si los argentinos sólo pudiéramos hablar de orillas y estancias y no del universo» (p. 271).

Ni Cruz ni Fierro atraen a Borges por los rasgos pintorescos que pueden revestir como personajes característicos de un lugar y una época. Situaciones humanas arquetípicas son lo suficientemente interesantes para que Borges encuentre en ellas el principio vertebrador de sus relatos. El Martín Fierro interesa a Borges no menos que las otras grandes obras de la literatura universal, pero tampoco más que ellas por el mero hecho de ser argentino.

Sabido es que Borges, aunque reconozca que «[...] [el Martín Fierro] tiene mucho de alegato político» (El «Martín Fierro»), fue incapaz de una lectura social del poema de Hernández. Al menos, no le interesó hacerla. No obstante, como lo demostró ejemplarmente José Isaacson4, la presión contextual fue un factor decisivo para la configuración del Martín Fierro. Solo quien desconoce -digo desconoce en el sentido de no tener en cuenta, dejar de lado, subestimar, ya que sin duda Borges no las ignoraba5- las circunstancias del país en que había nacido y vivido el gaucho puede ver en el personaje de Hernández a un simple asesino.

Borges considera el Martín Fierro «un libro insigne; es decir un libro cuya materia puede ser todo para todos (I Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones»6 («Biografía de Tadeo Isidoro Cruz», OC, p. 561). Para unos, «Martín Fierro es un hombre justo; para otros un malvado [...]. Esta incertidumbre final es uno de los rasgos de las criaturas más perfectas del arte, porque lo es también de la realidad. No acabamos de saber quién es Hamlet o quién es Martín Fierro, pero tampoco nos ha sido otorgado saber quiénes realmente somos o quién es la persona que más queremos» (El «Martín Fierro», OCC, p. 563), «[...] su ética [de Martín Fierro] fue la del coraje [...]» (Ibid.)7

Juzgado por sus actos, Fierro es asesino, pendenciero y borracho. Pero Fierro no está -dice Borges- en las muertes que obró ni en los excesos de protesta y bravata, sino en la entonación de sus versos, en su inocente memoración de moderadas felicidades perdidas -una mujer, comida (cf. ibid., p. 533)- «y en el coraje que no ignora que el hombre ha nacido para sufrir».

En otros momentos, sin embargo, Borges subraya que Fierro es un «vagabundo», «matrero», «criminal», y no entiende cómo Ricardo Rojas pudo ver en él y en Cruz «protesta anárquica» o «rebelión sacrosanta» (ibid., p. 540). Aunque su actitud hacia el protagonista del poema de Hernández resulta asaz ambigua, sus juicios globales sobre el poema son, no obstante, concluyentes:

[...] la literatura argentina [...] comprende, por lo menos, un libro, que es el Martín Fierro.


(ibid., p. 562)                


[...] Hernández escribió para denunciar injusticias locales y temporales, pero en su obra entraron el mal, el destino y la desventura, que son eternos.


(ibid., p. 529, cf. también p. 530)                


Dejemos de lado este aspecto y vayamos a la reelaboración del tema que hizo Borges y que respondía a su concepción estética y a sus preferencias temáticas.




La identidad de los opuestos

Un motivo recurrente y de particular predilección en la obra de Borges es el de la identidad de los opuestos. Así, en El oro de los tigres, libro de 1970, el poema «Trece monedas» recrea el asesinato primordial: «[...] GÉNESIS, IV, 8./ Fue en el primer desierto./ Dos brazos arrojaron una piedra./ No hubo un grito. Hubo sangre./ Hubo por vez primera la muerte./ Ya no recuerdo si fui Abel o Caín» (OC, 1090-1093, el subrayado es mío).

Este motivo se vincula con otro, también recurrente en la obra de Borges: todos los hombres son un único hombre. En el mismo libro, en un poema titulado «Tú», puede leerse: «Un solo hombre ha nacido, un solo hombre ha muerto en la tierra. [...] / Ese hombre es Ulises, Abel, Caín, el primer hombre que ordenó las constelaciones [...]» (OC, p. 1113).

En «El fin», la identidad de los opuestos -«Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro»- se entrelaza con otro de los motivos predilectos del autor de Ficciones: el cumplimiento del propio destino paralelo a la revelación, al autoconocimiento8. Lo mismo ocurre en la «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz»:

[...] (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche en que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo). [...] Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es.


(p. 562)                


Una singular economía descriptiva, apoyada por la focalización en el pulpero que contempla la llanura, le permite jugar con la alternancia impresionista de luces, sombras y formas.

La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren [el pulpero] vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito.


(OC, p. 519)                


Las impresiones de Recabarren son ahora auditivas. El forastero chista, se apea, ata el caballo al palenque y entra «con paso firme» en la pulpería: los colores, pinceladas y relieves del cuadro de Hernández se transforman en una simple línea definitoria. Borges dibuja la precisa esencia de un hombre en el momento crucial en que descubre quién es y asume valeroso su destino.




Biografía de Tadeo Isidoro Cruz

En «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)», el sargento Cruz es víctima de las burlas de un peón borracho a quien tiende de una puñalada. Paso a paso un tramo de su historia es idéntica, a partir de allí, a la de Martín Fierro: huye, prófugo de la justicia se esconde en un fachinal, el grito de un chajá le advierte noches después que lo ha cercado la policía, prueba el cuchillo en una mata, pelea y lo desarman. Siguen otros pormenores de su «oscura y valerosa historia», que coincide en sustancia con la que Hernández le atribuye en su poema, hasta que recibe la orden de apresar a un malevo cuyos datos -salvo pormenores circunstanciales que se agregan- coinciden con los de Martín Fierro9. El criminal se guarece en un pajonal, lo cercan, grita un chajá, Tadeo Isidoro Cruz tiene la impresión «de haber vivido ya ese momento». El desertor mata a varios de los hombres de Cruz y éste -cito extractando el texto de Borges-,

[...] mientras combatía en la oscuridad [...] empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro [...] comprendió que el otro era él. [...] arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados, junto al desertor Martín Fierro.


(p. 563, el subrayado es mío)                


A partir de aquí, hemos de seguir la biografía de Cruz en el poema de Hernández.

Refiriéndose a «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz» escribió Adolfo Ruiz Díaz: «[...] José Hernández, que intuyó y versificó el destino de Martín Fierro, y Borges, que reveló el destino de Cruz en función de la leyenda ya escrita en el poema de Hernández, convergen para dotar de inteligibilidad, vale decir, de realidad, el destino múltiple y disperso del gaucho»10.

Cruz es Fierro y Fierro es el Moreno. Los tres aparecen como dimensiones de un mismo personaje, el gaucho, y el gaucho no es sino una de las fisonomías que asume el hombre. Una delicada trama de destinos personales forma el tejido único del destino humano, de ese único hombre que es todos los hombres. Dirá Borges en su poema «Los gauchos» (1969) (Elogio de la sombra, OC, p. 1002): «[Los gauchos] Vivieron su destino como en un sueño, sin saber quiénes eran/ o qué eran./ Tal vez lo mismo nos ocurre a nosotros».

Y en «El gaucho» (1972) (El oro de los tigres, OC, p. 1111): «No menos ignorante que nosotros./ No menos solitario, [el gaucho] entró en la muerte».




La memoria poética

Percy Bysshe Shelley proclamó en Defensa de la poesía (1821) que los poetas no hacen sino agregar una estrofa al gran poema que escribe la humanidad. Cien años más tarde, en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», Borges inventa un mundo en el que «todas las obras son obras de un solo autor, que es intemporal y es anónimo [...]» (Ficciones, OC, p. 439).

Cuando Borges «registra los ecos y las entonaciones diversas de una misma imagen o de una mima idea en muchos autores -advierte con acierto Gérard Genette- no es para establecer una paternidad o medir grados de originalidad sino, por el contrario, para debilitar las nociones de paternidad y originalidad sugiriendo la continuidad subterránea y la unidad secreta del arte y el pensamiento»11.

Existe en El Hacedor un texto titulado «Martín Fierro» que comienza así:

De esta ciudad salieron ejércitos que parecían grandes y que después lo fueron por la magnificación de la gloria.


Tras enumerar una serie de acontecimientos históricos de los que no queda memoria, Borges agrega:

[...] Estas cosas ahora son como si no hubieran sido, pero en una pieza de hotel, hacia mil ochocientos sesenta y tantos, un hombre soñó una pelea. Un gaucho alza a un moreno con el cuchillo, lo tira como un saco de huesos, lo ve agonizar y morir, se agacha para limpiar el acero, desata su caballo y monta despacio, para que no piensen que huye. Esto que fue una vez vuelve a ser, infinitamente; los visibles ejércitos se fueron y queda un pobre duelo a cuchillo; el sueño de uno es parte de la memoria de todos.


(«Martín Fierro», El Hacedor (1960), OC, p. 797)                


Con referencia a Martínez Estrada, señala Borges en El «Martín Fierro» que su Muerte y transfiguración de Martín Fierro es menos una interpretación de los textos que una recreación y en sus páginas «un gran poeta que tiene la experiencia de Melville, de Kafka y de los rusos, vuelve a soñar, enriqueciéndolo de sombra y de vértigo, el sueño primario de Hernández» (OCC, p. 561).

Borges y Hernández, Hernández y Borges. Realidad de la historia y realidad del sueño, crónica y ficción, poesía y olvido se entrecruzan en estas líneas. La abigarrada multitud de hechos que acaecen en los días de un país surgen y se desvanecen con la efímera vida de las notas de polvo en un rayo de luz. Lo sabían los griegos que buscaron rescatar la memoria a través de la palabra. No en vano la raíz de la palabra fama es el griego femí, «decir», y no otra era la sagrada misión del poeta que conservar en sus versos las hazañas de los héroes.

Los hechos que no se cantan, que no se inmortalizan a través del poema, son para Borges como si no hubieran sido. Del mismo modo que Hernández inmortalizó a Fierro y a Cruz, el sueño de Borges agrega nueva sombra y nuevo vértigo al sueño de Hernández.







 
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