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Cartas americanas


Juan Valera




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Dedicatoria

Al excelentísimo señor don Antonio Cánovas del Castillo


Mi querido amigo: Como pobre muestra de la buena amistad que desde hace años me une a usted, y de la gratitud que le debo por el benigno prólogo que escribió para mis novelas, dedico a usted este librito, donde van reunidas algunas de mis cartas sobre literatura de la América española.

Espero que sea usted indulgente conmigo y que acepte gustoso la ofrenda, a pesar de su corta o ninguna importancia.

Yo entiendo, sin afectación de modestia, que mi trabajo es ligerísimo; pero la intención que me mueve y el asunto de que trato le prestan interés, del cual usted, que con tanto fruto cultiva la historia política de nuestra nación, sabrá estimar el atractivo.

Breve fue la preponderancia de los hombres de nuestra Península en el concierto de las cinco o seis naciones europeas que crearon la moderna civilización y por toda la Tierra la difundieron; mas a pesar de la brevedad, la preponderancia fue gloriosa y fecunda. Completamos así, gracias a navegantes y descubridores atrevidos y dichosos, el conocimiento del planeta en que vivimos; ampliando el concepto de lo creado, despertamos e hicimos racional el anhelo de explorarlo y de explicarlo por la ciencia; abrimos y entregamos a la civilización inmensos continentes e islas; y luchamos con fe y con ahínco, ya que no con buena fortuna, porque la excelsa y sacra unidad de esa civilización no se rompiera.

Nuestra caída fue tan rápida y triste como portentosa fue nuestra elevación por su prontitud y magnificencia. Tiempo ha que usted, con tanto saber como ingenio crítico, procura investigar las causas. Yo, por mi parte, ora me inclino a imaginar que lo colosal del empeño nos agotó las fuerzas; ora que por combatir en favor de principios que iban a sucumbir, sucumbimos con ellos; ora que la perseverante energía de la voluntad nos dio el imperio en momento propicio, cuando por la invención de la pólvora y de la imprenta prevalecieron las calidades del espíritu sobre la fuerza material y bruta; imperio que perdimos pronto, cuando vino a prevalecer otra fuerza, también material, aunque más alambicada: la que nace de las riquezas creadas por la industria y por el trabajo metódico, bien ordenado y combinado con el ahorro, en todo lo cual no descollamos nunca.

No son mías sino en muy pequeña parte esta atrevida opinión y esta más atrevida explicación de tan alto punto histórico: son de aquel discretísimo fraile dominicano Tomás Campanella, que dice: At postquam astutia plus valuit fortitudine, inven toeque typographioe et tormenta bellica, rerum summa rediit ad hispanos, homines sane impigros, fortes et astutos.

Como quiera que sea, nuestra decadencia llegó, a mi ver, a su colmo en el primer tercio de este siglo, cuando acabó de desbaratarse el imperio que habíamos fundado; naciendo de la separación de las colonias muchas independientes repúblicas.

Continuas guerras civiles y estériles y sangrientas revoluciones aquí y allí nos trajeron a tan mísero estado, que nuestros corazones se abatieron, y del abatimiento nació la recriminación desdeñosa.

Los americanos supusieron que cuanto malo les ocurría era transmisión hereditaria de nuestra sangre, de nuestra cultura y de nuestras instituciones. Algunos llegaron al extremo de sostener que, si no hubiéramos ido a América y atajado, en su marcha ascendente, la cultura de Méjico y del Perú, hubiera habido en América una gran cultura original y propia. Nosotros, en cambio, imaginamos que las razas indígenas y la sangre africana, mezclándose con la raza y sangre españolas, las viciaron e incapacitaron, ya que bastó a los criollos el pecado original del españolismo para que, en virtud de ineludible ley histórica, estuviesen condenados a desaparecer y perderse en otras razas europeas, más briosas y entendidas.

El mal concepto que formamos unos de otros, al trascender de la desunión política, estuvo a punto de consumar el divorcio mental, cimentado en el odio y hasta en el injusto menosprecio.

Miras y proyectos ambiciosos, renacidos en España, en ocasiones en que esperábamos salir de la postración, como los conatos de erigir un trono, en el Ecuador o en Méjico, para un príncipe o semipríncipe español, y empresas y actos impremeditados, como la anexión de Santo Domingo, la guerra contra Chile y Perú y la expedición a Méjico, aumentaron la malquerencia de la metrópoli y de las que fueron sus colonias.

Durante este período, si la cultura inglesa hubiese sido más comunicativa, hubiera penetrado en las repúblicas hispanoamericanas: pero no lo es, y así apenas se sintió el influjo. Francia, por el contrario, ejerció poderosamente el suyo, que es tan invasor, e informó el movimiento intelectual y fomentó el progreso de la América española, aunque sin borrar, por dicha, ni desfigurar su ser castizo y las condiciones esenciales de su origen.

Hoy parecen o terminados o mitigados, tanto en América como en España, aquella fiebre de motines y disturbios, y aquel desasosiego incesante de la soldadesca, movida por caudillos ambiciosos, no siempre ilustrados y capaces, y aquel malestar que era consiguiente.

Más sosegados y menos miserables, así los pueblos de América española como los de esta Península, se observan con simpática curiosidad, deponen los rencores, confían en el porvenir que les aguarda, y, sin pensar en alianzas ni confederaciones que tengan fin político práctico, pues la suma de tantas flaquezas nada produciría equivalente a los medios y recursos de cualquiera de los cuatro o cinco estados que predominan, piensan en reanudar sus antiguas relaciones, en estrechar y acrecentar su comercio intelectual y en hacer ver que hay en todos los países de lengua española cierta unidad de civilización que la falta de unidad política no ha destruido.

Así va concertándose algo a modo de liga pacífica. Para los circunspectos y juiciosos es resultado satisfactorio el reconocer que la literatura española y la hispanoamericana son lo mismo. Contamos y sumamos los espíritus, y no el poder material, y nos consolamos de no tenerlo. Todavía, después de la raza inglesa, es la española la más numerosa y la más extendida por el mundo, entre las razas europeas.

A restablecer y conservar esta unidad superior de la raza no puede desconocerse que ha contribuido como nadie la Academia Española. Las academias correspondientes, establecidas ya en varias repúblicas, forman como una Confederación literaria, donde el centro académico de Madrid, en nombre de España, ejerce cierta hegemonía, tan natural y suave, que ni siquiera engendra sospechas, ni suscita celos o enojos.

En esta situación se diría que nos hemos acercado y tratado. Apenas hay libro que se escriba y se publique en América que no nos lo envíe el autor a los que en España nos dedicamos a escribir para el público. Yo, desde hace seis o siete años, recibo muchos de estos libros, pocos de los cuales entran aún en el comercio de librería, aquí desgraciadamente inactivo.

Cualquiera que procure darlos a conocer entre nosotros, creo yo que presta un servicio a las letras y contribuye a la confirmación de la idea de unidad, que persiste, a pesar de la división política.

La América española dista mucho de ser mentalmente infecunda.

Desde antes de la independencia compite con la metrópoli en fecundidad mental. En algunos países, como en Méjico, se cuentan los escritores por miles, antes que la República se proclame. Después, y hasta hoy, la afición a escribir y la fecundidad han crecido. En ciencias naturales y exactas, y en industrias y comercio, la América inglesa, ya independiente, ha florecido más; pero en letras es lícito decir sin jactancia que, así por la cantidad como por la calidad, vence la América española a la América inglesa.

Tal vez se acuse a la América española de exuberancia en la poesía lírica; pero ya se advierten síntomas de que esto habrá de remediarse, yendo parte de la savia que hoy absorbe el lirismo a emplearse en vivificar otras ramas del árbol del saber y del ingenio. La crítica, la jurisprudencia, la historia, la geografía, la lingüística, la filosofía y otras severas disciplinas cuentan en América con hábiles, laboriosos y afortunados cultivadores. Baste citar, en prueba, y según acuden a mi memoria, los nombres de Alamán, Calvo, García Icazbalceta, Bello, Montes de Oca, Rufino Cuervo, Miguel Antonio Caro, Arango y Escandón, Francisco Pimentel, Liborio Cerda y Juan Montalvo.

Mis cartas carecen de verdadera unidad. Son un conato de dar a conocer pequeñísima parte de tan extenso asunto. Las dirijo a autores que me han enviado sus libros. No son obra completa, sino muestra de lo que he de seguir escribiendo, si el público no me falta. Como noticias y juicios aislados, sólo podrán ser un día un documento más para escribir la historia literaria de las Españas, en el siglo presente. Porque las literaturas de Méjico, Colombia, Chile, Perú y demás repúblicas, si bien se conciben separadas, no cobran unidad superior y no son literatura general hispanoamericana sino en virtud de un lazo para cuya formación es menester contar con la metrópoli.

En fin: tal cual es este librito, yo tengo verdadera satisfacción en dedicárselo a usted, aprovechando esta ocasión de reiterarle el testimonio de la gratitud que le debo y de la amistad que siempre le he consagrado.

JUAN VALERA.






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Sobre Víctor Hugo

A un desconocido


27 de febrero de 1888.

Muy señor mío: La carta que usted me dirige, ocultando su nombre, llegó a mi poder pocos días ha con el periódico en que viene inserta. La Miscelánea, revista literaria y científica que se publica en Medellín, República de Colombia. A pesar de lo indulgente, fino y hasta cariñoso que está usted conmigo, lo cual me lisonjea en extremo, no he de negar, aunque lo achaque usted a soberbia, que me han dolido sus impugnaciones y que me siento picado y estimulado a replicar a ellas. Ya hace meses que recibí otra revista colombiana que también me impugnaba y por el mismo motivo. El que escribió este otro artículo en contra mía, y lo publicó en la revista de Bogotá titulada El Telegrama, daba su nombre: era el señor Rivas Groot, a quien debe usted de conocer.

A él y a usted voy a contestar en esta carta, a ver si logro justificarme.

No es posible que usted se figure bien cuánto nos halaga a los que en esta Península, donde se lee poquísimo, nos dedicamos a la literatura, que por esas regiones transatlánticas nos lean ustedes y nos hagan algún caso.

Así es que deseamos conservar el buen concepto en que ustedes tan generosamente nos tienen, y defendernos de cualquier inculpación que tire a menoscabarlo.

Usted y el señor Rivas Groot me acusan de Zoilo; de que procuro rebajar el mérito de Víctor Hugo. Pero aunque fuera así, ¿es Víctor Hugo inexpugnable y está por cima de toda crítica? Los fallos que se han dado en su favor, ¿son tan sin apelación que le dejan más a salvo de todo ataque que a Calderón o a Shakespeare, pongo por caso? Pues bien: el valor de estos dos insignes poetas ha sido de harto distinta manera ponderado y tasado. ¿Qué distancia no hay entre el mediano aprecio que concede Sismondi a Calderón y la idolatría con que le veneran Schack y ambos Schlegel? ¿Seguiremos a Voltaire y a Moratín, o a Emerson y a Carlyle, para marcar los grados de entusiasmo que debe inspirarnos el autor de Hamlet?

La verdad es que si hay una inconcusa filosofía del arte, una estética perenne, no se funda en ella hasta ahora ningún inalterable código de reglas con sujeción a las cuales se ejerza la crítica. Y aun dado que el código exista, yo creo que ha de ser difícil de interpretar y de aplicar, cuando tanta discrepancia se nota en los juicios, no ya sobre un singular autor, sino sobre siglos enteros de la literatura de todas las naciones.

Hasta hace pocos años la crítica ilustrada afirmaba que casi toda la literatura era bárbara e insufrible, salvo en los cuatro siglos de Pericles, Augusto, León X y Luis XIV, a los cuales correspondían las cuatro Poéticas de Aristóteles, Horacio, Vida y Boileau. Ahora hemos venido a dar en el extremo contrario. El Mahabarata, el Ramayana, los Edas y el Nibelungenlied, parecen a muchos mejor que la Eneida, y el Minnegesang, mejor que las odas de Píndaro y del Venusino.

Sin duda que se ha adelantado mucho en Estética. Sin duda que la erudición ha traído de remotos países o ha desenterrado del polvo de las bibliotecas ignorados tesoros literarios. Idiomas, civilizaciones enteras, himnos, dramas, epopeyas; todo ha vuelto a la luz. Ha habido y hay renacimiento, universal y cosmopolita. Pero ¿no recela usted que tanta novedad nos deslumbre y atolondre? ¿No podremos decir, citando lo del antiguo romance:


   Con la grande polvareda
perdimos a don Beltrane?

Y este don Beltrane, en el caso presente, ¿no será quizá el sentido común, o mejor dicho, el recto y reposado juicio?

La crítica antes no era tan profunda; no se fundaba en filosofías, que el crítico a menudo no entiende, sino que se fundaba en cualquiera de las cuatro ya citadas Poéticas, o en todas ellas, a cuyos preceptos, convengo en que muy literalmente interpretados, solía ceñirse el que criticaba; pero hoy se va éste por los cerros de Úbeda, arma un caramillo de sutilezas, abre abismos rellenos con inefables sentimientos y pensamientos, y se empeña en convencernos de todo lo que se le antoja, haciéndonos tragar como sublimidades mil rarezas, y como maravillas del genio mil extravagancias.

Contra estas extravagancias y rarezas que yo no quiero tragar, y de cuya bondad no logra nadie convencerme, es contra lo que yo voy. A Víctor Hugo, aunque abunda en ellas como el conjunto de mil autores de lo más extravagantes, yo le celebro tal vez en demasía. Yo he llegado a decir que pongo a Víctor Hugo en el trono como el rey de los poetas de nuestro siglo por su fecundidad, por su pujanza de imaginación y por otras prendas, si bien Goethe era más profundo y más sabio; y Leopardi, que también sabía más, era más elegante y más sentido, y más limpio y hermoso en la forma; y Manzoni y Whittier y Quintana, más firmes, constantes, fieles y sinceramente convencidos de sus opiniones y doctrinas; y Zorrilla, más espontáneo, más rico de frescura y menos dado a rebuscar pomposidades enormes para llamar la atención.

Sin rayar en delirio no se puede hacer mayor elogio de Víctor Hugo, a pesar de las cortapisas. Ni usted ni el señor Rivas Groot debieran ponerme pleito, sino los aficionados de Espronceda, de Heine, de Shelley, de Byron, de Moore, de Tennyson, de Garrett, de Miskiewicz, de Liermontov, de Puschkin y de tantos otros a quienes dejo tamañitos.

Y no hay contradicción en mí, como supone el señor Rivas Groot. Si hay contradicción, está en la misma naturaleza de las cosas. Ni yo me contradigo elogiando en general y tratando luego, en los pormenores, de hacer añicos el ídolo que he levantado. El ídolo quedaría en pie, aunque de mi voluntad dependiese derribarle; pero lo que hay en él de feo y de deforme no se lo quitarán de encima sus más elocuentes admiradores.

¿Fue o no fue Góngora un excelente e inspirado poeta? ¿Quién se atreverá a negar que lo fue? Sus romances, sus letrillas, algunos sonetos, la canción a la Invencible Armada, dan de ello claro e irrefragable testimonio. Hasta en el Polifemo y en las Soledades su ingenio resplandece. Pero ¿será menester, a fin de no incurrir en contradicción, cerrar los ojos y no ver los desatinos, las extravagancias y el perverso gusto que afean las Soledades, el Polifemo y otras obras de mi egregio paisano?

Hágase usted cuenta de que Víctor Hugo es algo semejante: es un Góngora francés de nuestros días. Ha escrito más que Góngora, y ha tenido más aciertos, y ha creado más bellezas que Góngora; pero también ha dicho muchísimos más disparates. Si me pusiera yo a sacarlos a relucir, ni en cuatro o cinco tomos gordos lo conseguiría. Me remito, por tanto, y para abreviar, a los que ya puse en mis Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas. Si todo lo citado allí no es desatinado, por la forma o por el fondo a la vez, sin duda que soy yo el desatinado, y no discuto y me doy por vencido. Al público imparcial y juicioso apelo. Aquí sólo voy a replicar a las razones que da usted para demostrar que dos o tres de estas frases, que cito yo como grotescas, encierran pensamientos profundos y son como un pozo de insondables filosofías.

A Nuestro Señor Jesucristo se le representa simbólicamente bajo el nombre de león y bajo la figura de cordero. Es el León de Judá, es el Cordero de Dios, que lleva los pecados del mundo: pero ambos nombres están ya consagrados: por cerca de veinte siglos el de cordero, y el de león, por mucho más; lo menos desde los tiempos de Isaías. Ambos nombres de león y de cordero responden a un simbolismo propio de las lenguas y costumbres del antiguo Oriente. Y en el día de hoy no chocan, antes gustan, bien empleados, aunque no se apliquen a Cristo. De un militar animoso y fuerte se dice que es un león, y de un joven inocente y manso se puede decir, en son de elogio, que es un cordero. Pero, señor desconocido, por las ánimas benditas, ¿habilita esto y faculta a nadie para llamar también a Cristo inmensa lechuza de luz y de amor, aunque en francés sea más eufórico que en castellano el nombre de lechuza? Las comparaciones de dioses, de héroes, de semidioses y hasta de hombres con animales no se aguantan hoy, ni se oyen sin risa, como no sean las ya consagradas por miles de años, o de las que se hacen con suma habilidad, entre las cuales no es posible poner la de lechuza aplicada a Cristo, aunque la lechuza sea emblema de vigilancia, de sabiduría y de otras cosas muy estimables. En lo antiguo había cierta candidez que consentía esto; pero ¿cómo tomar hoy la misma venia? Homero compara a los guerreros a las moscas, que acuden a un tarro de leche, y a las grullas, que van a combatir a los pigmeos, y compara Ulises con un carnero lanudo, y a Ayax, defendiendo el cuerpo de Patroclo, a pesar de tanto troyano como embiste y cae sobre él, a un burro terco y hambriento, que sigue pastando, a pesar de los muchos villanos armados de estacas que le sacuden para alejarle del pasto. Todo esto es precioso, y nos hace muchísima gracia en Homero; pero ¿quién no se burlaría o se indignaría si comparásemos hoy a Napoleón I a un carnero lanudo, y a Daoiz y a Velarde, que se defienden con igual obstinación que Ayax, a lo mismo que Homero compara a Ayax?

Además, Víctor Hugo no se limita a comparar. Con su estilo enfático hace más: transforma. No es Cristo como una lechuza o semejante a una lechuza, sino que es lechuza.

Sobre otras de mis citas trata usted de darme una lección, pero sin motivo. El vocablo francés crachat significa vulgarmente placa de comendador o de caballero gran cruz. Convenido. ¿Cómo he de ignorar yo esto, por poquísimo francés que sepa? Lo que me sucedió es que al traducir

L'univers étoilé, est un crachat de Dieu,

hallé más grotesca aún la traducción que usted hace que la que yo hice.

Yo no podía figurarme al Padre Eterno de uniforme, con sus grandes cruces colgando, y hasta con espadín y sombrero de tres picos. Vea usted por qué no traduje que el cielo estrellado era la placa de Dios. Pase porque sea el cielo estrellado el manto de Dios, su vestidura, su túnica; pero crachat..., vamos, esto es ya demasiado. Todavía, a pesar del alto concepto metafísico y todo espiritual que hoy tenemos de Dios, se siente que, por la larga costumbre, nos le representemos, valiéndonos de imagen material, como un anciano venerable, con luengas y flotantes vestiduras. Lo que no se puede sufrir es representarle con uniforme de ministro y con placas, aunque sean estas placas soles. Sin duda que uniforme y placas tan desmedidos tienen cierta sublimidad matemática y corresponden a la inmensidad de Dios por lo extenso; pero hay bastante grosería materialista y risible en figurarse a Dios así, como un ser excesivamente corpulento y vestido a la moda de nuestros días.

Además, habiendo en francés la palabra placa, valerse de la palabra crachat, más innoble y muy anfibológica, me pareció tan fuera de lo que se usa, que no quise yo persuadirme de que Víctor Hugo hacía de Dios un Monsieur décoré. Entendí, pues, que la intención de Víctor Hugo era la de buscar, no la sublimidad dinámica, y traduje suavizando, y aun creo que no traduje mal. El cielo estrellado es un esputo de Dios. La imagen tiene de esta suerte sabor a poema indio, y hace más grande y poderoso a Dios escupiendo el mundo, que llevándole colgado en el uniforme, como una venera.

Más natural que llevar colgado el Universo es en un Dios creador lanzarle de su boca. Algo, aunque al revés, recuerdo yo haber leído en el Ramayana. Siva, el dios destructor, se encoleriza contra los setenta mil hijos del rey Sagara y de su legítima esposa Sumatis, hermana de Garuda, rey de los pájaros, porque estos príncipes han hecho doscientas mil insolencias y travesuras, y, sin respeto ni consideración a las tortugas y elefantes colosales que sostienen la pesadumbre del mundo, han bajado al abismo. Entonces Siva da un resoplido con las narices, y los setenta mil héroes quedan reducidos a ceniza.

En edades primitivas, cuando, para el vulgo al menos, la idea de la Divinidad tenía no poco de infantil, es esto extremadamente sublime; pero en nuestra edad, el poeta que nos quiere representar a Dios valiéndose de imágenes materiales, por gigantescas que sean, se expone, a mi ver, a dar en lo ridículo al ir a buscar lo sublime.

En resolución, y como usted mismo declara, yo elogio mucho a Víctor Hugo. La diferencia entre usted y el señor Rivas Groot por un lado, y yo por otro, está en que yo le elogio a pesar de sus pecados, y usted y su compatriota encarecen el elogio hasta declararle impecable.

Acaso consista esta diferencia en que usted se deje guiar en sus juicios por una estética muy encumbrada, mientras que yo, aunque gusto de la estética, y creo que para cierta crítica afirmativa es indispensable, todavía estimo los antiguos preceptos de las Poéticas, fundadas sólo acaso en el sentido común, en el buen gusto y en la observación y el estudio, y creo que dichos preceptos, si no valen para descubrir bellezas y sublimidades, son infalibles y seguros en lo tocante a señalar los verdaderos defectos. Y es indudable que estos defectos deben señalarse, sobre todo en los autores famosos, a quienes suelen imitar los que empiezan, imitando con más frecuencia los extravíos, porque son más fáciles de imitar.

Sólo me queda por decir que agradezco a usted mucho las muestras de afecto y de estimación que me da en su carta, la cual, aunque no sea sino por esto, no he querido dejar sin contestación.




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El perfeccionismo absoluto

A don Jesús Ceballos Dosamantes



- I -

12 de marzo de 1888.

Muy estimado señor mío: Con grande contento y satisfacción de amor propio he recibido la carta de usted y el ejemplar que la acompañaba, del interesante libro que usted acaba de publicar en la ciudad de Méjico, y cuyo título es El perfeccionismo absoluto (Bases fundamentales de un nuevo sistema filosófico).

Harto bien comprendo el enorme disgusto de usted, después de haber condenado todas las creencias de sus mayores, renegando de ellas y quedándose sin fe en nada, sin religión y sin filosofía. Pero si lo que usted piensa ahora no es ilusión, nunca el refrán no hay mal que por bien no venga pudo ser traído más a cuento. Lícito es afirmar entonces que la tristísima situación de ánimo en que usted se puso, sus dudas y negaciones ultracartesianas, y el vago y vacilante punto de apoyo que sólo sostenía, al borde de un abismo, el inseguro ingenio de usted, fueron a modo de trampolín, que dio empuje a dicho genio para brincar y encaramarse a una altura adonde en balde han aspirado a subir los sabios desde Pitágoras, o desde mucho antes, hasta nuestros días.

El triunfo de que usted se jacta es tan estupendo, es tan soberbio el eureka de usted, y es tan precioso el hallazgo, que no ha de extrañar a usted ni tomar a mal que yo dude de todo y no acepte nada sin examen. Usted me honra y me lisonjea mucho consultándome; pero me consulta a título de escéptico, y yo desempeñaría pérfidamente mi papel si no mostrase mi escepticismo, en lo esencial al menos.

En lo restante, por no pecar de prolijo, voy a convenir con usted, y aun voy a ir más allá: voy a dar por demostrado e innegable así lo que usted supone descubierto ya por la ciencia experimental como las hipótesis plausibles que usted aventura.

De esta suerte, usted y yo coincidiremos en la idea que de todo el Universo formamos, y en la marcha que siguen cuantas cosas hay en él, y principalmente el humano linaje aproximándose cada vez más a la perfección.

Yo sé poquísimo de ciencias naturales y exactas; pero el saber de los otros suplirá mi saber, y yo me fiaré de lo que usted y otros aseguren, y lo tomaré por cierto.

No es del caso entrar en pormenores. Voy a decir, en resumen, lo que tenemos averiguado.

En el espacio infinito hay innumerable muchedumbre de soles. Poco nos importa determinar aquí si estos soles giran en torno de otros soles centrales, se están quietos, o qué es lo que hacen. Nuestro sol, que es medianejo, no ha de ser privilegiado ni el único que gaste el lujo de tener planetas y cometas. Luego habrá de fijo planetas y cometas en los soles, y cada uno de ellos formará un sistema solar. Como el globo en que vivimos, con ser bastante ruin, tiene plantas, animales y hombres, no podemos negar, sin injusticia y sin soberbia, plantas, animales y hombres a los otros planetas de nuestro sol, y a los planetas de otros soles, y a los soles mismos. El modo de vivir, los usos y costumbres y el ser orgánico de los vivientes serán muy diversos en cada astro, porque el clima debe serlo también; pero en cuanto a entender y a discurrir, por todas partes habrá identidad. En todas partes, tres y dos serán cinco; dos cosas iguales a una tercera serán iguales entre sí; nada podrá ser y no ser al mismo tiempo, etc.

En lo que nos diferenciaremos será en la cantidad y no en la calidad del entendimiento. Podemos presumir que en tal planeta están más atrasados que en éste, y en tal otro más adelantados. Y podemos presumir también que hay castas de animales racionales, en otros planetas, superiores por naturaleza a los que aquí hay; ya que, aun aquí mismo en la Tierra, hay castas de hombres más listos y capaces que otros, pues no hemos de negar que los ingleses, por ejemplo, son, hasta por naturaleza, y no sólo por educación, superiores a los zulúes.

Dadas ya esta variedad y abundancia de seres que vemos, columbramos o suponemos, y con asiento nosotros en este teatro, donde asistimos a un espectáculo que no tiene fin, ni en el espacio ni en el tiempo, o, si le tiene, va más allá ese fin de la más audaz imaginación y no sólo de los ojos, tratemos de explicar el origen del espectáculo mismo, si origen tuvo, y cuál podrá ser su término, o su desenlace, si alguna vez le tiene. Si hacemos bien esto, construiremos, sin duda, una filosofía verdadera, y, por tanto, perenne, lo cual no será sólo para mera curiosidad, sino será asunto de inmenso interés para todos los hombres, ya que nos hará ver claro cuál es nuestro destino futuro y las causas y propósitos de cuanto existe.

Yo creo que, a pesar del telescopio y del espectroscopio, no estamos aún muy al corriente de lo que pasa en el Universo, y que, por arte experimental o de observación, sólo conocemos del Universo un mezquino rinconcillo, y éste mal y de modo somero. Me allano, no obstante, a aceptar con usted lo que usted, no por experiencia, sino por analogía infiere, y doy por verdad el progreso como ley cósmica.

Dice usted que nada sale de la nada, y que la sustancia, la materia prima, lo que es, llámese como se llame, existe ab aeterno. Sea así. Aunque se me ocurra una grave dificultad, no quiero reparar en ella. Toda la sustancia ha estado en el caos hasta que el Universo empezó a formarse. Salió del caos el calor, salió la luz y empezó el progreso. Si supiésemos o imaginásemos que antes de este universo progresivo, y antes del caos, hubo algún otro universo que volvió a dicho caos, todo nuestro sistema se hundiría. Adiós, progreso seguro, infalible y sin fin. Así como pudo destruirse otro universo anterior, podría éste destruirse también, y entonces todas nuestras esperanzas de inmortalidad saldrían hueras. Volveríamos al caos todos. Decidamos, pues, que no ha habido ni podido haber otro universo sino el presente, y que antes de él sólo hubo caos eterno, hasta que, hará un millón, un billón o más de años, se le antojó al caos organizarse, convertirse en universo y ser progresista.

Aquí tropiezo con otra dificultad: pero voy a dar un rodeo para pasar adelante y no quedarme atascado en medio del camino.

En el caos estaban en potencia, en germen, el calor, la luz, la vida, la inteligencia, la conciencia, etc.; pero desde el germen al desarrollo, desde la potencia al acto, hay una distancia, hay un abismo que no se rellena con el tiempo sólo. Por muchísimos siglos que pongamos entre un ser que casi no es ser, entre el caos o la materia prima y el universo de ahora, no pondremos puente y será menester dar un salto audaz e inexplicable.

En el caos estaba el germen de todo, como en la bellota está el germen de la encina: pero, así como la bellota se quedará en bellota y no llegará a ser encina nunca si no le dan jugos la tierra, el agua y el aire, y luz y calor el sol, así también el caos se hubiera quedado caos sin algo extraño que moviese sus gérmenes. Ponga usted el caos como quien pone un huevo; pero si alguien no le empolla, huevo se quedará y no saldrá de él pajarillo. Repito, con todo, que yo soy de buen componer, y hago la vista gorda, y paso porque el caos por sí y ante sí, sin nada de fuera que lo sacuda, tiene en un momento memorable el capricho de organizarse y de dejar de ser caos.

Lo primero que el caos saca entonces de sí mismo es una cosa que usted llama agente cósmico o causa creadora, como si dijéramos, un demiurgo.

Raro e inexplicable ser es este demiurgo. Tiene poder e inteligencia, y no es persona. Desde que aparece hasta hoy, su inteligencia y su poder van creciendo, pero sin llegar nunca a la personalidad y a la conciencia. La conciencia y la personalidad sólo aparecen en nosotros y sólo están en nosotros: los hombres.

Mucho queda que andar al caos y al demiurgo o agente cósmico, que en él reside, para llegar a producirnos a nosotros, seres humanos. Dejo de señalar aquí los pasos que dan caos y demiurgo; y si alguien quiere saberlos, le remito a la Historia de la creación de los seres organizados, donde Ernesto Haeckel lo explica todo con tanta puntualidad y exactitud como si hubiera seguido la pista al demiurgo y hubiera presenciado sus hábiles e inteligentes, aunque inconscientes, operaciones.

Baste saber en compendio que, allá en la edad primordial, nuestro padre común fue el protoplasma, organismo sin órganos: un moco, con perdón sea dicho. Este moco, que no era moco de pavo, va progresando, a través de las edades, y llega a ser gusano, con forma de saco. A fuerza de trabajar y luchar por la vida, consigue luego el gusano tener vértebras, pero sin cráneo ni sesos aún. Luego se proporciona cráneo y sesos. Más tarde adquiere mamas o tetas. Enseguida vienen las marsupiales, transición entre el ovíparo y el vivíparo. Síguese el animal que ya pare de veras, y de aquí el mono, y luego el mono catirrino, y con cola, durante el período eoceno; el catirrino pierde, en el mioceno, la cola; y, por último, en el período plioceno, surge el hombre pitecoide, alalo o sin palabra. De ese hombre pitecoide nacen luego, siguiendo el progreso, los ulotrixos, o gente de pelo crespo, y los lisotrixos, o gente de pelo liso; y de éstos, todas las razas humanas, de las cuales las más bien dotadas, hasta hoy, parecen ser las euplocamas, o de cabello suave y con bucles; y de estas gentes euplocamas, las más notables son las que vinieron a establecerse a orillas del mar Mediterráneo, a saber: semitas, vascos, indoeuropeos y caucásicos.

Yo acepto todo esto como si no hubiese la menor objeción que hacer.

Tenemos, pues, los datos para nuestra filosofía. Filosofemos.

El progreso es evidente y constante.

Desde la monera, desde el protoplasma, desde el moco, hemos llegado a un organismo tan complicado como el de nuestro cuerpo, y en él, por vez primera, ha aparecido la persona, la conciencia y la reflexión, por cuya virtud nos entendemos a nosotros mismos y a todo lo que es o puede ser fuera de nosotros.

¿Acabará aquí el progreso o seguirá adelante? Seguirá adelante. La historia de la Humanidad lo demuestra. Ahí están todos los primores, lindezas, galas y artefactos, leyes, vestimentas, casas y música, que hemos inventado, desde que dejamos de ser alalos y rompimos a hablar hasta hoy, que tenemos telégrafo, teléfono, fotografía, torpedos y dinamita.

Lo extraño es, y vuelvo a uno de mis temas, que el agente cósmico, la causa creadora, como usted la llama también, haga todo esto con sabiduría estúpida, y sin saber lo que hace; pues si lo supiera, diría con más razón que Virgilio: Sic vos non vobis. Da inteligencia, da personalidad, da mil cosas más, y se queda sin nada. La antigua sentencia que reza memo dat quod in se non habet, pierde aquí todo su valor.

Pero si la conciencia y la personalidad no están en el agente cósmico y están sólo en cada uno de nosotros, seres humanos, como quiera que nosotros vivimos unos cuantos años y nos morimos luego, la ley del progreso se realizará en todo menos en la conciencia y en la personalidad individuales.

Usted quiere que dicha ley se cumpla en todo, y para ello afirma que una vez que tenemos persona y conciencia, y aun antes, en la sustancia donde la conciencia y la persona están en preparación, hay inmortalidad. Según usted, de la materia más sutil y etérea se forman concreciones y organismos sutilísimos, y éstas son las almas de todo; las cuales almas van progresando, educándose y pasando de unos cuerpos en otros desde el helecho, por ejemplo, hasta el cuerpo de Darwin. Así este ser útil logra aprenderlo todo por experiencia y desenvuelve sus facultades.

Si estos cuerpos fluidos y etéreos son indestructibles, equivalen a lo que antes llamábamos almas. Así se destruye el dualismo que se ponía entre espíritu y materia. Y a la verdad, como ni de la materia ni del espíritu conocemos la esencia, y sólo sabemos de ellos por los atributos y efectos, yo no quiero ni debo, por lo pronto, suscitar disputa.

Si usted da al alma humana todos los caracteres y atributos que al espíritu dábamos antes: si usted reconoce que es una, indivisible, sutilísima e inmortal, nada importa el nombre. Llamémosla, pues, cuerpo fluido, ya que este cuerpo ha de correr con más eléctrica velocidad, por donde venga a ser como ubicuo, y ha de sustraerse a la corrupción y a la muerte, y ha de cruzar el éter y toda la amplitud de los cielos, y ha de conocer y ha de amar cuanto en ellos se contiene de bueno, verdadero y hermoso.

Muy bien me parece, además, que estas almas, para ir ascendiendo a la perfección, necesiten de más de una vida, y hasta considero razonable la sospecha que tiene usted de que el Flammarion de ahora sea Giordano Bruno redivivo, y de que el benemérito repúblico Benito Juárez, a quien tanto debe la democracia y autonomía mejicanas, no haya sido otro sino el rey o emperador Cuahtémoc, de gloriosa memoria.

Lo que se me resiste bastante es eso de que nuestra alma sea neutra, y ora se encarne en cuerpo de mujer, ora en cuerpo de hombre. Alguna fuerza tiene el raciocinio que usted hace de que si fuéramos hombres o mujeres siempre, no sabríamos por experiencia sino la mitad de lo que hay que saber; pero ¿qué quiere usted?, a pesar de todo, me repugnan esos cambalaches.

Noto ahora que mi carta va siendo demasiado larga, y como tengo muchísimo que decir aún sobre su libro de usted, lo dejo para otras, y termino ésta asegurando a usted que ha de quedar menos disgustado de lo que me queda por decir que de lo que he dicho hasta ahora. De todos modos soy su atento y seguro servidor y deseo ser su amigo.




- II -

19 de marzo de 1888.

Muy estimado señor mío: A pesar de todo mi escepticismo, es tanto lo que me agrada y consuela eso que usted asegura de que tenemos un cuerpo fluido inmortal, que me inclino muchísimo a darlo por probado.

No se contenta usted con aducir argumentos teóricos en favor de tal aserto, sino que sostiene que la existencia de dichos cuerpos fluidos, sutiles e indivisibles (que, si usted me permite, seguiremos llamando almas, por ser más breve), se sabe por experiencia; esto es, que desde muy antiguo estamos en comunicación con las almas, y que no es delirio, sino realidad, la psicogogia o nigromancia: el arte de evocar a los muertos y de traerlos a que hablen con los vivos. Las historias profanas y sagradas están llenas de casos semejantes. Saúl evoca, por medio de la Pitonisa de Endor, la sombra o alma de Samuel; Pausianas de Bizancio, la de su querida Cleonic, y Periandro, la de su esposa Melisa. Con el andar del tiempo parece que este arte ha adelantado mucho, y hoy se llama espiritismo.

Yo no he de negar aquí el espiritismo; pero he de apuntar ciertas dudas que me asaltan.

Estos espíritus o cuerpos tenues, imperceptibles a nuestros sentidos, en el estado normal de éstos, ¿por qué han de ser precisamente almas humanas separadas de sus cuerpos? ¿No podrán ser otro linaje de seres? Como usted desecha toda religión positiva, yo me guardaré bien de suponer, ni por medio minuto, que puedan ser diablos o ángeles; pero ¿por qué no serán duendes, ondinas, sílfides, dríadas, gnomos o algo así? Ya que usted da por segura la existencia de esos cuerpos orgánicos, tenues y etéreos, debe usted ser consecuente y no creer que los tales cuerpos sólo se crían para envainarse en cuerpos sólidos humanos y animarlos. ¿Por qué no los ha de haber que vaguen por el aire, o penetren en las entrañas de la tierra, o vivan en el seno de los mares, y hasta en la luz y en el fuego, y desdeñen encerrarse en ese forro o guardapolvo de nuestros cuerpos sólidos y visibles? Ello es que las historias están llenas también de amores, amistades y tratos de estos seres con personas de nuestra especie, que han tenido bastante perspicacia y agudeza en los ojos o en los oídos para verlos o para hablar con ellos.

El padre Fuente de la Peña ha escrito con buen tino sobre estas relaciones de hombres y de mujeres con entes racionales no humanos, y por lo común invisibles, que viven en nuestro planeta. Y más singular y luminosamente ha tratado el asunto, en una obra eruditísima, el reverendo padre Sinistrari del Ameno. Aseguro a usted que son divertidísimos los verídicos amoríos que refiere este último padre de mujeres con duendes y de hombres con sílfides y salamandras. ¿Quién sabe si el precioso cuento de Carlos Nodier del duende escocés enamorado de la joven casada será un sucedido?

Pero, en fin, para facilitar nuestra filosofía, demos por de ningún valer las objeciones anteriores, y declaremos, que los tales cuerpos fluidos, inteligentes y con conciencia, sólo se crían para informar nuestros cuerpos sólidos, y que dichos cuerpos fluidos, que son inmortales, o están cesantes y de bureo y huelga hasta colarse en un cuerpo nuevo, o están empaquetados, incorporados y en activo servicio.

Da usted tales señas y tales pruebas sobre dichos cuerpos fluidos, que es menester creer o reventar, como vulgarmente se dice.

El gran sabio inglés Guillermo Crookes, de la Sociedad Real de Londres, acude muy a tiempo en auxilio de usted con su radiómetro. La sustancia contenida en el tubo de vidrio del aparato llega al más asombroso estado de rarefacción, y despliega entonces sus propiedades y su energía. Esto es lo que llaman materia radiante, pero inorgánica. Y usted raciocina con excelente lógica al suponer que hay otra materia radiante orgánica, y que de ella están confeccionadas nuestras almas. Esta materia radiante orgánica ha de ser más difícil de estudiar, a causa de su extrema sutileza; pero, a lo que usted asegura, el citado sabio Guillermo Crookes, que rarifica la materia, acertó a condensar un espíritu que iba de tapadillo a oír sus lecciones, y logró hacerle patente a los ojos de todos sus discípulos. Siete fotógrafos que estaban allí, con sendas máquinas o cámaras oscuras, sacaron retratos del espíritu desde diversos puntos de vista.

Ya, pues, no cabe duda. Hay seres monocorpóreos, como usted los llama; organismos sutiles inteligentes, cuerpos fluidos vivos, que se han visto y que hasta se han fotografiado.

Con estos cuerpos se explica todo, y el progreso individual no es quimera. Hasta se me pasa el susto, que yo había tenido a veces, de que todo este trabajo que estamos dando los hombres fuese inútil para nosotros, porque pudiese sobrevenir otra raza que fuera, con relación a nosotros, lo que nosotros somos con relación al gorila, y que nos mandase a paseo o tal vez nos destruyese. Ahora ya importa poco esto. Nuestros cuerpos fluidos inmortales saldrán ganando siempre, y tendrán por estuche o envoltura, si nueva raza aparece, cuerpos sólidos más gallardos y primorosos.

En el movimiento ascensional y en la transformación de las especies, lo que hay en nosotros de individual (el cuerpo fluido) saldrá siempre mejorado.

Me parece que usted sabrá como yo, que no fue Darwin el primero a quien se le ocurrió el transformismo. Ya, desde muy antiguo, lo habían imaginado otros sabios. Algo indica de ello el ilustre Juan Bautista Porta en su Magia natural y todavía es más explícito, aunque vivió mucho antes, en tiempo de León X, el elegante y docto poeta Fracastoro, el cual expresamente predice que aún han de aparecer en su día y sazón nuevos seres.


Certa dies animalia terris
Mostrabit nova: nascentur pecudesque feraeque.
Sponte sua, primaque animas ab origine, sument.

Y para salvar la dificultad y quitarnos el recelo de que si los seres nuevos son de naturaleza superior y titánica, nos dejen vencidos, acoquinados y humillados, Fracastoro tiene cuidado de advertir que las almas de estos titanes serán las mismas que ya informaron o que informan hoy seres de orden inferior, pues no es otra la interpretación que debemos dar al primaque ab origine sument.

Vengan en buena hora nuevas castas más briosas y adelantadas. Nuestros cuerpos fluidos las animarán, y cada día irán haciéndose más listos y aprendiendo más habilidades. Lo que hasta hoy no ha logrado hacer sino tal cual sujeto muy aventajado, lo hará en las venideras edades cualquier niño de la doctrina.

Hasta hoy, y va de ejemplo, sólo sabios de primera magnitud, como Pitágoras, Apolonio de Tyana, Hermontimo de Clazomene, miss Wilkinson, profetisa yanki, y ciertos anacoretas del Tibet, aciertan a desprenderse de sus cuerpos sólidos cuando se les antoja, y van a millares de leguas de distancia para saber lo que sucede allí, o para hacer una visita a un amigo, o para acudir a algún negocio urgente y volverse al cuerpo sólido. En lo futuro, hasta las personas menos distinguidas y más ignorantes harán esto con la misma facilidad con que se beben ahora un vaso de agua. Así es que, a primera vista, como todo se hará con maravillosa rapidez, parecerá que habremos adquirido el don de la ubicuidad.

Otra de las gracias que luciremos, una vez desprendidos ya del cuerpo sólido, será la de la compenetrabilidad. Nos meteremos por el ojo de una aguja, nos filtraremos al través de un muro, podremos celebrar un mitin de miles de personas en el hueco de una cáscara de avellana.

Nuestras conversaciones o conferencias con los cuerpos fluidos cesantes, o dígase con lo que vulgarmente se ha llamado hasta hoy almas de los muertos, sombras o manes, serán más frecuentes, fáciles y luminosas. Nos instruiremos más de este modo; no nos costará fatiga alguna la evocación, y no nos aterrará la vista del espectro del difunto, como ahora suele aterrar a los más valerosos. Sea testigo de esta verdad el ilustre Elifax Leví, que no pudo resistir la presencia de Apolonio, a quien había evocado, y perdió la voz, y sintió un frío horrible, y no pudo hacer nada de provecho, según él mismo confiesa.

Es verdad sin embargo, que lo terrorífico de la aparición tal vez consista en que ésta se hace por medios reprobados, apelando a la magia y valiéndose de conjuros, a los que las sombras o manes no pueden desobedecer, pero que las traen harto enojadas y aun furiosas. Cuando la evocación es natural, cortés y lícita, las sombras o cuerpos fluidos acuden de buen talante y de apacible humor; y hay ya bastantes hombres de mérito que han tenido así entrevistas y conferencias amenas e instructivas.

Usted cita muchos libros en que los señores que han tenido conversaciones con espíritus las han redactado y publicado. Confieso modestamente mi ignorancia: no he leído ninguno de esos libros que usted cita; pero deseo leerlos, porque deben de contener mucha y alta doctrina. No habían de molestarse los muertos en venir a hablar con los vivos para decir tonterías y vulgaridades. Y nos las dirá de seguro ese libro, titulado Ley de amor, recogido por el doctor Chaves Aparicio, y publicado por el Círculo de Estudios Psicológicos de San Luis de Potosí, ya que está lleno, según usted, de pensamientos profundos y es prueba palmaria de la inmortalidad de nuestro ser.

Siguiendo ahora por el camino de perfección que nuestro ser lleva, creo que, después de estas comunicaciones con los cuerpos fluidos o espíritus, viene, como grado superior, el adquirir la memoria y la clara percepción de cuanto nos sucedió en las vidas pasadas, desde que empezamos a tener conciencia, tal vez desde que fuimos hombres pitecoides.

Los sujetos de mediano valor sólo tienen hasta hoy vaguísimos y confusos recuerdos de sus vidas pasadas, los cuales recuerdos dan a veces cierta luz de sí en sueños, y nos acuden y ayudan también en el estudio, ya que hay ciencias y artes que aprendemos a escape, como si antes las hubiéramos sabido, y otras, acaso más fáciles en absoluto, que se nos hacen más difíciles, por la novedad completa que para nosotros tienen. Pero si tal es el grado de progreso al que, en este punto, se ha llegado por lo general, ya, desde muy antiguo, empezando por el sabio de Samos, hubo y hay hombres que recuerdan todas sus vidas, y están dotados, por tanto, de la sublime prudencia y del profundo saber que da la experiencia de miles de años.

Lo que más me encanta y seduce, como resultado útil de este saber profundo a que todos hemos de llegar, es eso de que usted habla sobre la transformación del dolor en placer. Ahora somos tan torpes, que no sabemos hacer que no nos duela, sino que nos dé gusto cuando nos duela. En lo futuro no será así. Y en vez de quejarnos, por ejemplo, de que a medianoche nos despertemos con un dolor de muelas, exclamaremos muy satisfechos: «He tenido un regalado placer de muelas a medianoche.» Y esto no porque la impresión recibida en los nervios deje de ser la misma, sino porque el cuerpo fluido, no lerdo ya, sino ágil y muy instruido, sabrá recibir la impresión por el lado que conviene, aprendiéndola con tal arte que, en vez de serle ingrata, le sea grata y aun deleitosa.

No teniendo ya necesidad de sufrir dolor, y siendo placer todo, seremos todos bonísimos; medraremos en inteligencia y amor, según usted augura.

Pero como tanto bien se encerraría en muy ruin vivienda si jamás pudiésemos salir de este globo, usted afirma que otro paso más de la educación del cuerpo fluido es el adiestrarse en salir de la tierra y volar por los espacios interplanetarios e intersiderales, visitando a los habitadores de los demás mundos que pueblan el éter. A fin de alcanzar esta virtud es menester tanto requisito, que apenas hay hombre, en el estado actual de la cultura humana terrestre, que valga para ello. Lo que sí es indudable es que en otros soles o planetas están ya más adelantados que aquí, y hay cuerpos fluidos vivos que viajan de mundo en mundo cuando quieren.

De estos viajantes ha habido no pocos que se han quedado en la Tierra por largas temporadas, y nos han hecho inmensos beneficios, promoviendo nuestra ilustración y enseñándonos artes, virtudes y disciplinas de subido precio. Yo no puedo menos de convenir con usted en que Sócrates, Zoroastro, Sakiamuni, Confucio, Merlín, Numa y otros sabios, profetas y fundadores de religiones, tuvieron por almas cuerpos fluidos, descendidos de algún astro, donde se había progresado más que entre nosotros; y dichos cuerpos fluidos, encarnando aquí en el seno de alguna joven honrada, hermosa y pura, cumplieron benéfica misión. Provino de estos hechos repetidos la creencia, persistente entre todos los pueblos, de que hay o hubo semidioses, avatares, o hijos del cielo, venidos a la Tierra. Y así cuando los poetas querían adular a algún soberano o poderoso magnate, le decían, aunque no fuese verdad, que era hijo de este o del otro dios, como dijeron de Rama o de Alejandro de Macedonia; y como cantó Virgilio del hijo del cónsul Polión, suponiendo que bajó del cielo:

Jam nova progenies coelo demittitur alto.

Esta habilidad de escaparse de la Tierra e irse por el éter, de mundo en mundo, es aún rarísima en nuestro globo. Lo que es yo no sé sino de un hombre de quien se pueda creer que la ha tenido: el famoso filósofo sueco Manuel Swedenborg. Sabido es, no obstante, que este varón admirable no acertó a pasar de nuestro sistema planetario, y si bien lo recorrió casi todo, sus visitas más frecuentes fueron a Mercurio, que está cerca, y cuyos habitantes están más adelantados que nosotros, aunque por lo mismo ni nos estiman, ni nos quieren bien. En cambio, en Venus, donde Swedenborg también estuvo, es cosa de no poder vivir siendo persona decente, porque Venus esta poblada de una raza descomedida y grosera de gigantes, que no piensan en nada elevado y bueno, sino en holgarse por manera bestial y sucia.

Como quiera que ello sea, lo que sí es lícito afirmar es que dentro de pocos siglos hará cualquier ser humano de esta Tierra lo que hizo Swedenborg, pocos años ha, con general asombro de los nacidos. Es más: la mayoría de los seres humanos nos adelantaremos a Swedenborg y dispararemos nuestros cuerpos fluidos mucho más allá de la órbita de Urano a través de los frigidísimos espacios intersiderales, e iremos a parar en planetas de mil soles remotos.

Creo que usted ha de confesar que me muestro enterado de su doctrina, y que voy llegando bien a las últimas consecuencias, sobre las cuales he de dar mi opinión. Hoy ya no es posible, porque se ha hecho larguísima esta carta. El lunes que viene escribiré a usted de nuevo su afectísimo amigo y admirador.




- III -

2 de abril de 1888.

Según lo que va expuesto, se cumple por arte indefectible hasta hoy, y es de esperar que siga cumpliéndose en lo futuro, la ley del progreso que usted afirma y que nos lleva hacia la perfección.

Todos los problemas que usted procura resolver en su libro tienen el mayor interés para mí y me atraen y me encantan. El libro de usted me gusta. Lo digo sin la menor ironía.

Entre gustar de un sistema, admirando el saber y el esfuerzo de imaginación con que fue construido, y creer en él y darlo por cierto, hay enorme diferencia. De esta distinción, que me parece que no se quiebra de sutil, no se han hecho cargo muchas personas que han leído las dos primeras cartas que he escrito a usted, y han supuesto que yo me burlaba.

Me ha dolido tanto dicha suposición, que he estado a punto de no continuar escribiendo a usted, a pesar de lo mucho que tengo que decir aún. Si su libro de usted fuese un trabajo de ningún valer, sería necio emplear en él la crítica y hasta la sátira para impugnarlo. De todos modos, habría en mí algo de moralmente censurable y poco digno en tratar mal a usted, que me honra y me lisonjea escribiéndome, consultándome y enviándome su libro desde tan lejos. Pero, bien mirado el asunto, yo creo que los lectores de las cartas han ido más allá de mi intención y han puesto en estas cartas una malicia de que carecen y que yo nunca tuve. Nada hay de común entre mi escéptico buen humor y la mofa ofensiva. ¿Cabe, acaso, en el entendimiento de nadie que sea yo tan presumido y tan soberbio que considere mentecatos a Darwin, a Haeckel, a Swedenborg y a otros sabios y filósofos de quienes hablé ya en mis cartas, examinando sus doctrinas con no menor desenfado y broma que las de usted? Yo no poseo el entusiasmo, la fe, la fantasía poderosa que tuvieron o tienen ellos, y me resisto a dar por demostrado lo que ellos dan por demostrado; y así en nombre de cierto sentido común, tal vez burdo y rastrero, y en virtud de mi corta ciencia, y con la autoridad que nos tomamos hoy todos, pues hay libre examen, tiro a invalidar esas doctrinas, a par que me deleita contarlas, en resumen, como quien cuenta un cuento ingenioso.

Desde Aristóteles hasta nuestros días no hubo, en mi sentir, entendimiento más extraordinario y creador que el de Hegel. Su sistema, para mí y hasta donde yo acierto a comprenderle, es pasmoso de sublimidad y hermosura. Supongamos que mi sentido común me diese a entender que todo el dicho sistema fuese un conjunto de disparates: ¿impediría esto que yo admirase y celebrase el arte, la dialéctica, la maestría con que los disparates se coordinan para formar un todo armónico? ¿No me será lícito maravillarme de la belleza de un poema, sin dar por verdad lo que el poema refiere? ¿He de creer que Homero era un tonto, y he de despreciar la Odisea porque no creo en los encantos de Circe ni en la colosal estatura de Antifates?

Además, aunque yo sea escéptico a veces, no siempre ni en todo lo soy. También yo tengo mis dogmas. Ríase de ellos quien quiera, y si lo hace con mesura, no me enojaré ni entenderé que se burla de mí. Y desde luego diré aquí que, en virtud de estos dogmas, yo no creo aceptable ningún sistema de filosofía fundado sólo en ciencia empírica.

Pero no es usted el único que tiene hoy esta pretensión. Son muchos los que han levantado sistemas del mismo modo, y de algunos de ellos he de hablar aún en estas cartas. Y si al hablar de ellos río y dudo, ¿se ha de creer que maltrato u ofendo a sus autores, cuando, por el contrario, me enamora el saber, y me atraen y me cautivan la voluntad, el talento y la fantasía que despliegan? Yo no voy tan lejos como el crítico alemán Lessing, el cual decía que si le diesen la verdad en una mano y en otra el ingenio, la agudeza y la fantasía que se emplean a veces en buscarla, desdeñaría la verdad y se quedaría con las otras prendas. Yo no: yo me quedaría con la verdad; pero, a falta de verdad, todas esas otras prendas susodichas encierran, para mi gusto, un preciadísimo tesoro. Permítaseme, pues, que con buen humor y sin burla siga yo mostrando algo de ese tesoro al exponer su sistema de usted, cuyas premisas, o hechos científicos en que se funda, ni niego ni afirmo.

Siguiendo mi tarea, y desechando los escrúpulos de conciencia, empezaré por decir que no me explico ese odio que muestra usted a lo sobrenatural. A mi ver, si por naturaleza ha de entenderse todo lo existente y todo lo posible, lo que es la fuerza que da ser a lo que es, usted tiene razón: lo sobrenatural es un pleonasmo. Nada más natural que el mismo Dios. La ley de naturaleza será la razón y la voluntad de Dios, que manda y quiere, que haya orden y prohíbe turbarlo. Por este camino vendremos a parar a la definición que da San Agustín de la ley eterna, y estaremos en plena ortodoxia. La diferencia consistirá en que lo que llamo yo Dios, será llamado por otros fuerza eterna, natura naturans, agente cósmico, alma del mundo y otros mil nombres, que, si vienen a probar lo poco que sabemos de esta cosa en sí, no prueban que la cosa no exista y que sea naturalísima.

Pero si por naturaleza entendemos otra cosa, tendremos que conceder que todo es natural o sobrenatural, según se mire. Para una piedra, la planta más sencilla, que crece, se desenvuelve, se nutre y tiene vida, es ya sobrenatural. Y para la planta arraigada en el suelo, y que ni ve, ni oye, ni se representa el mundo exterior, el más ruin animalejo, un lagarto o un sapo, es sobrenatural. Y con relación a los brutos, que carecen de consciencia o la tienen oscura y vaga, es sobrenaturalísimo el hombre, que se reconoce, se sabe, y habla, y discurre, y reflexiona. Y desde el salvaje hasta las personas cultas de hoy, las sobrenaturalidades se van acumulando y creciendo por estilo prodigioso. Sobrepuesto a la Naturaleza, añadido nuestro, obra de nuestro ingenio y de nuestra voluntad, son las ciudades, los caminos, los campos cultivados, las máquinas, las telas de que nos vestimos, los objetos de arte y hasta, si se considera bien, la hermosura corporal, hija del esmero, del aseo y del cuidado que pusimos para crearla. Una linda muchacha de ahora, no lo dude usted, es un ente sobrenatural. Lo natural es la mona o la antropisca, y casi casi no lo es ya la hotentote.

Cuando uno está en Bélgica, por ejemplo, y piensa que, en estado natural, apenas si podría contener y alimentar aquel terreno medio millón de hombres, y ve que contiene y alimenta seis, confiesa que, no ya el tranvía que la electricidad mueve, ni el teléfono, ni el telégrafo, sino cinco millones y medio de seres humanos son en Bélgica sobrenaturales: han sido criados por arte y sobrepuestos a lo que la Naturaleza, abandonada a sí misma, hubiera podido criar y conservar.

Si a esto añadimos, por último, todas esas habilidades de entenderse con los muertos, de recordar vidas pasadas y de salirnos del cuerpo sólido e irnos con el cuerpo fluido por soles y planetas, lo sobrenatural cunde y promete encumbrarse a una altura pasmosa con el andar de los siglos.

Aceptado o aprobado por usted lo de que tenemos cuerpos fluidos inmortales, no se ve término a nuestro progreso. Sólo hay un peligro, aunque lejano: el fin del mundo. Las religiones y las mitologías tienen profetizado este fin. La ciencia también, en todos tiempos y contra su costumbre de armar conflictos con las religiones, ha coincidido y coincide en hacer tan triste pronóstico. Sólo lo que no tuvo principio no tuvo fin. Lo que nace muere. De aquí que el mundo ha de acabar de una manera o de otra. Y así como los sabios han inventado mil hipótesis sobre su nacimiento, también sobre su muerte total o parcial las han inventado. Lucrecio la explica en sus hermosos versos. Leopardi atribuye a Straton de Lampsaco una curiosa explicación de la muerte de nuestra Tierra, la cual explicación puede hacerse extensiva a todos los demás astros. La fuerza de rotación va poco a poco comprimiendo los polos y aumentando por el ecuador el radio de la Tierra. Así seguirá hasta que la Tierra se agujeree y venga a ser como un gordo buñuelo. Luego se hará el agujero mayor, y la masa sólida vendrá a parecer un anillo. Y el anillo, por último, se hará pedazos, y cada uno de los pedazos vagará suelto por el espacio, o irá a caer en nuestro sol o en otro, o tal vez en algún planeta, como caen en la Tierra los aerolitos.

Sabio hay que afirma que el sol puede pararse. El movimiento, o sea la fuerza con que gira hoy sobre su eje y con que va probablemente caminando por el espacio en rápida traslación, se convertirá en calor, si el sol se para. Entonces habrá una expansión espantosa de toda la materia del sol, dilatándose hasta más allá de la órbita de su más distante cometa. Todos volveremos así al estado de nebulosa. Podrá también ocurrir que el sol se apague, y sobrevendrán las tinieblas y la muerte. Pero aun sin tamaños cataclismos, nuestra Tierra irá perdiendo la fuerza que le hace girar en torno del sol; pues como no va por el vacío, y como el éter le opone alguna resistencia, su fuerza centrífuga se gasta. Hasta hay quien asegura que ya vamos caminando con más lentitud y acercándonos al sol. La atracción del sol será así mayor a cada momento, y podrá llegar uno, harto desdichado, en que la Tierra se caiga en el sol y allí se abrase y se consuma. Aun sin esto, la Tierra puede morirse, como la luna está ya muerta. Los metales se irán oxidando. En esto el oxígeno se consumirá y se acabará el aire respirable.

El agua se gastará, entre tanto, en formar rocas hidratadas y en entrar, en otras composiciones. Sin aire y sin agua, se extinguirá la vida. Plantas, animales y hombres, todo fenecerá. Pero no hay que afligirnos. Para entonces ya todos los cuerpos fluidos vivos sabrán hacer lo que hacía el cuerpo fluido de Swedenborg: sabrán salirse de los cuerpos sólidos e irse a otros mundos. Y con tiempo, para que no nos coja aquí la mala hora, nos escaparemos de la Tierra y nos iremos a fundar colonia en otro planeta más capaz y cómodo, donde seguiremos progresando e inventando primores que ni siquiera concebimos en el estado actual de nuestra cultura.

De esta suerte no será en balde y trabajo perdido todo lo que hemos hecho hasta hoy por adelantar e instruirnos. Nuestros monumentos, cuadros, estatuas, museos y bibliotecas, todo acabará al acabar la Tierra que habitamos; pero lo sustancial del saber adquirido se quedará en nuestra memoria, y se salvará con los cuerpos vivos, que otros llaman espíritus. Estos, más perfectos cada día, irán teniendo nuevas prendas y llegarán a vivir como en la eternidad, y como si no hubiera para ellos pasado y todo fuera presente. Deberase esto a lo agudo y vivo de nuestra imaginación, que nos lo representará todo como si acabase de suceder o estuviese sucediendo. Y deberase también a lo penetrante y extenso de nuestra vista y a la rapidez más que eléctrica con que nuestros cuerpos fluidos recorrerán el éter. Así podremos llegar, por ejemplo, en menos de un minuto, a un sitio del espacio adonde un rayo de luz de la Tierra tarde cuatro siglos en llegar, y ese rayo de luz traerá pintada la entrada triunfante de los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel en Granada, o la vuelta de Colón a España y su presentación a los mismos reyes en Barcelona. En suma: podremos verlo todo como si estuviera todo pasando en la actualidad y de veras.

Abreviando ahora, a fin de no hacer mis cartas a usted interminables, diré que nuestra vida inmortal de cuerpos fluidos irá de bien en mejor, sin cejar y aun sin parar. Porvenir tan risueño y venturoso me seduce. Cuénteme usted, pues, en el número de sus adeptos. Lo que yo no puedo es aceptar su sistema sin algunas modificaciones y cambios, que voy a proponer aquí.

La existencia de los cuerpos fluidos o etéreos, en que se funda toda la doctrina de usted, me parece muy de acuerdo con la ciencia antigua y con la ciencia moderna. ¿Qué otra cosa es ese cuerpo fluido sino el cuerpo de la resurrección de la carne que algunas religiones afirman? ¿No equivalen esos cuerpos fluidos a las sombras, a los manes de los gentiles? Y en cuanto a la ciencia moderna, yo veo claro que se puede bien apoyar la afirmación de usted en los Principios de Biología, tan celebrados, de Herbert Spencer.

Para este gran sabio la vida consiste en la correspondencia del organismo con el medio ambiente, o sea environment. La vida mortal estriba, pues, en la perfecta correspondencia con ese medio. Herbert Spencer dice: «Si no hubiera cambios en el environment sino aquellos que el organismo previó, preparándose para encontrarlos y para que no le falte la eficacia con que los encuentra, lograríamos eterna existencia y eterno conocimiento.»

Apoyado en estas palabras de Herbert Spencer, un sobresaliente discípulo suyo, no sé si inglés o yanqui, el señor Enrique Drummond, ha escrito un libro, muy leído y celebrado en los Estados Unidos. Ley natural en el mundo espiritual, y ha hecho allí muchos prosélitos. La teoría de Drummond coincide en algo con la de usted, y en mucho difiere. Yo me inclino a adoptar parte de la teoría de Drummond para modificar la de usted y aceptarla luego hasta donde yo puedo aceptar lo trascendental, fundado, no en metafísica y ciencia a priori, ni siquiera en estudio del propio yo, sino en ciencia empírica y de observación del mundo que nos rodea: en noticias adquiridas por los sentidos, aun suponiéndolos aguzados por instrumentos ingeniosísimos, como microscopios, telescopios, espectroscopios y radiómetros, y auxiliados por otros sentidos sutilísimos y casi ubicuos, que poseen los cuerpos fluidos, y por cuya virtud parece que nos entendemos con los espíritus o con lo que usted llama cuerpos fluidos, que vienen a ser lo mismo.

Es indudable que, aceptada la existencia de dichos sentidos fluidos, el campo de la observación y los lindes de la ciencia empírica se extienden extraordinariamente. Con dichos sentidos llegamos a percibir lo más etéreo y alcanzamos a columbrar lo más remoto, aunque lo sólido, macizo y opaco se interponga. Para dichos sentidos no hay solidez ni opacidad que valgan: un muro espesísimo de argamasa es más diáfano que el cristal, y la grosera y ruda sustancia de que están amasados los Andes, hasta sus raíces, goza de la transparencia del aire sereno y puro y aun del mismo éter.

A lo que yo saco en claro de la atenta lectura de las obras de Allan Kardec y de otros espiritistas, también ellos coinciden con usted; sólo que llaman a los cuerpos fluidos periespíritus, los cuales periespíritus aunque son cuerpos, son tan leves, tan volátiles y vaporosos, que van por donde quieren y ven cuanto se les antoja. Aunque viven envainados en los cuerpos sólidos, cuando llegan a cierto grado de elevación en los estudios, pueden salirse del cuerpo sólido, dejándole dormido, en éxtasis y hasta cataléptico, e irse de bureo o parranda por los espacios infinitos. Sólo que los espiritistas ponen una condición que usted no pone: dan por averiguado que, hasta el día de la muerte, el periespíritu está atado al cuerpo sólido por una cinta, guita o cordón etéreo y luminoso, cuya longitud o elasticidad es enorme.

Si consideramos el cuerpo sólido como una placenta, este cordón etéreo viene a ser como el cordón umbilical que une al periespíritu con el cuerpo en que se cría. La ruptura de este cordón umbilical y la vida independiente ya del periespíritu son los fenómenos que el vulgo llama muerte. Mientras dura la vida terrena, el periespíritu está, pues, como el jilguero que hace de cimbel, atado por un hilo, más o menos largo, al palillo en que se posa cuando vuelve de haber revoloteado.

Hallo todo esto tan sencillo, tan natural y tan llano, que no trasluzco la más ligera objeción que lo invalide. La dificultad y la discrepancia están en otros puntos.

Pero estos otros puntos son tan difíciles de tocar, que exigen nueva carta. Termino ésta aquí, y créame usted su amigo.




- IV -

9 de abril de 1888.

Muy estimado señor mío: No pocas veces he hablado yo con risa de la propensión de cierto amigo mío, a quien, sin embargo, respetaba y amaba, a quejarse de que se lo sabía todo y de que no leía libro, por celebrado que fuese, que le enseñara algo nuevo; pero, considerando esto como debe considerarse, no hay fundamento para la risa. Mi amigo no se declaraba omniscio, ni mucho menos. Lo que quería decir, lo que decía, tal vez con razón, es que, prescindiendo de datos menudos, si despojamos de su aparato magistral más de un tratado científico, casi siempre hallamos que nos sabíamos todo aquello: que ya, más o menos vagamente, lo habíamos pensado. El autor del tratado no pierde por esto en nuestra opinión. Lo que se pierde es la fe; lo que se pierde es la esperanza en la ciencia. De aquí se origina muy aflictivo desconsuelo.

¿Quién ha de negar lo ingenioso de las palabras de Herbert Spencer que hemos citado? En ellas se ve patente la posibilidad teórica de la vida inmortal en un organismo. No ya un cuerpo etéreo, como el de que usted trata, sino un cuerpo sólido humano puede teóricamente ser inmortal, dadas ciertas condiciones. La vida es equilibrio movible. Mientras se conserve éste, se conservará la vida. Las fuerzas que han de equilibrarse son las internas o del organismo, y las externas o del medio ambiente o environment. El vivir estriba en esta correspondencia.

Despoje usted de su majestad y método la Biología, de Herbert Spencer, y casi parece, con perdón sea dicho, que la ha compuesto Pero Grullo. Claro está que si una persona adapta bien su organismo al medio ambiente, ni se morirá de frío ni de calor, ni cogerá un tabardillo pintado. Si, por otra parte, dicha persona repone, con alimentos exquisitos y haciendo digestiones inmejorables, las fuerzas que consume en el trabajo o ejercicio mecánico de los músculos, o en el trabajo mental de los nervios y del encéfalo, no hay razón para que estas fuerzas se gasten. Seguirán siendo las mismas, o irán en aumento. Y si van en aumento, las empleará en crecer, y, cuando ya no crezca, a fin de no reventar, dejará que se escapen las fuerzas que sobren por la válvula de seguridad, predispuesta para el caso.

El sabio biólogo compara el cuerpo humano a una máquina de vapor. El vientre es la caldera; el carbón, el alimento, y el vapor, la sangre que mueve los músculos o los nervios, ya para sacudir puñetazos, ya para escribir poemas o resolver ecuaciones. Lo que sobra de este trabajo sale silbando de la máquina de hierro o sale procreando del cuerpo del hombre. Cuando éste no anda bien, ora se gastan en títeres las fuerzas y el hombre es un Hércules estúpido; ora se gastan en discurrir, y tenemos un sabio enclenque, anémico y cacoquimio; ora se consume todo en sabidurías y lucubraciones mentales, y el doctor tiene que contentarse con la posteridad espiritual: con adeptos y discípulos en vez de hijos. Herbert Spencer no se resigna, con todo, a que se pierdan o se menoscaben unas aptitudes para que otras se desenvuelvan, y juzga posible, con hábil higiene, que todo vaya a la par y que sirvamos para todo y hasta que progresemos.

El único progreso a que pone límites, y que sin pena se conforma con que no siga, es el de la fuerza muscular. Con la maquinaria la supliremos. Herbert Spencer se contentará con que seamos más ágiles, con que bailemos y brinquemos mejor y no tropecemos ni nos caigamos. En cuanto a las otras facultades más altas, el discurso y el entendimiento, el pensar y el amar, casi debemos decir como Júpiter:

His ego nec metas rerum nec tempora pono; Imperium sine fide dedi.

Nuestros sesos irán pesando más cada día, y cada día habrá en ellos más enmarañado laberinto de circunvoluciones y mayor cantidad, consumo y despilfarro de fósforo.

Y ¡ay, infeliz del que no quiera todo esto! Carecerá del esencial requisito para vivir. Sucumbirá en la lucha por la vida. Sólo quedará en la Tierra una raza humana superior y archilista, extinguiéndose las demás razas.

Pero esta raza humana superior, como sabrá adaptarse cada vez más al medio ambiente, si no logra la inmortalidad, logrará ser macrobiótica; esto es, tendrá vida grande y más completa, por la intensidad, por la duración y por las nuevas, variadas y numerosas correspondencias con el medio ambiente o environment.

Lo que será difícil, hasta rayar en lo imposible, será la inmortalidad del individuo, en este sistema spencerino. El medio ambiente sufrirá tan radicales mudanzas, que aun sin contar con el fin del mundo, ocurrirán cosas que nos maten a todos, y no sabremos, por mucho que estudiemos, adaptarnos al medio ambiente.

Cada veinte mil y pico de años, verbigracia, sobrevendrán períodos glaciales, y luego surgirán nuevas floras y nuevas faunas. ¡Vaya usted, pues, a precaverse contra todo esto, por mucho que sepa! No habrá más remedio que morir, en lo tocante al cuerpo sólido; pero a bien que tenemos el cuerpo fluido. Yo me refugio en él y en el sistema de usted, y vengan períodos glaciales y estíos abrasadores

Ast insueti aestus, insuetaque frigora mundo

como ya anunciaba el divino y precitado Frascastoro; y truéquese la tierra en mar y el mar truéquese en tierra, y con el ardor del sol quede todo agostado y sin vida, o bien salgan del removido y fecundo cieno inauditos monstruos, bichos rarísimos y ponzoñosos, y una caterva de desaforados gigantes,


Ausuros patrio superos detrudere coelo,
Convulsumque Ossam nemoroso imponere Olimpo.  5

De todo esto me reiré; de todo esto no se me importará un ardite, teniendo el cuerpo fluido bien adiestrado ya.

Como quiera que sea, por el sistema de Herbert Spencer, si no se prueba la posibilidad práctica de nuestra inmortalidad, a causa de estos grandes trastornos que él pronostica, queda probada la posibilidad teórica o especulativa de la inmortalidad en una combinación de materia; y por el sistema de usted, la realidad práctica de esa inmortalidad en dicha combinación, cuando es de una materia sutil, pura, activísima y ligera. Yo no quiero ni debo poner objeción a esto. Sólo siento tener que decir que no es muy nuevo. Los cuerpos gloriosos, la resurrección de la carne, son lo que usted dice. Israelitas, cristianos y muslimes apoyan su teoría de usted y creen por fe que Henoc y Elías, sin morir, eterizaron o fluidificaron sus cuerpos, y llegaron a la inmortalidad sin pasar por la muerte.

Queda, pues, como inconcuso que puede haber y que hay combinación de moléculas tan sabiamente organizadas, que ya ni en la eternidad se separen, y que resistan, para conservar su forma, a toda externa violencia. Pero ¿cómo se da esta combinación? Se da, sin duda, por obra de una fuerza individua, indivisible, organizante e individuante, que no está en ninguna de las moléculas de la combinación, sino que se extiende por todas, y está toda en cada una de ellas. Sin esta fuerza, una, verdaderamente una, insecable, átomo real y no imaginario, mónada sencillísima y no extensa, entelequia, en fin, o cifra de todas las perfecciones en cierne, ¿cómo quiere ni puede usted concebir la existencia, la organización y la animación de un cuerpo fluido?

Viene a corroborar este pensamiento la consideración de que apenas hay molécula en un organismo que no se separe o que no se conciba que puede separarse sin que el organismo padezca, con tal de que otra molécula de igual valer la reemplace. No es, por consiguiente, la confederación de cierto número de moléculas lo que constituye la vida. Es casi seguro que en un tiempo marcado desaparecen en todo cuerpo orgánico cuantas moléculas lo compusieron, y vienen a componerlo otras. Un hombre, por ejemplo, de cuarenta años, es lo probable que no tenga en su organismo ni un solo átomo de la materia que tuvo a los diez años, a los quince o a los veinte. Este hombre, sin embargo, sigue siendo el mismo y tiene la conciencia de que sigue siendo el mismo; guarda en la memoria los sucesos de su vida y lo que ha estudiado y aprendido. Si es buena persona, ha progresado en ciencia y en virtud; y como muestra aún la fisonomía y traza de antes, aunque un poco deteriorada o alterada, porque los años no pasan en balde, todo el mundo le reconoce y le da el nombre que le dio cuando muchacho y persiste en creer que es el mismo sujeto, cuando le ve en calles y plazas, tertulias y reuniones. ¿Qué es, pues, lo que persiste en este señor para que siga siendo siempre él y no otro? Usted dirá que persiste la forma, pero la forma no tiene nada de sustantivo: es un adjetivo, es una calidad que cae sobre la sustancia. Luego, si la sustancia varía y la forma persiste, por fuerza hemos de conceder un principio informante que va amoldando y sujetando a determinada forma la sustancia que llama a sí para constituir un organismo.

Claro está que, según el sistema de usted, el cuerpo fluido es quien tiene esta habilidad y hace esta operación en el cuerpo sólido. Pero con el cuerpo fluido, con toda combinación, por tenue y etérea que sea, ha de ocurrir idéntica dificultad. Un cuerpo fluido, una sombra, una aglomeración orgánica de las más alambicadas chispas de éter, tendrá también pérdidas sensibles e insensibles, sudará a su modo, se alimentará de purísimos efluvios y de refinadísimos aromas, y, en suma, hará también sus digestiones y sus secreciones, de suerte que, al cabo de cierto tiempo, ocurrirá al cuerpo fluido orgánico lo que al sólido: ni un solo átomo tendrá ya de los que antes tenía, si bien persistían su individualidad y su forma. Luego, no ya la inmortalidad, sino la duración y la persistencia, no residen en la cohesión o agrupamiento de las moléculas, sino en una virtud plasmante o informante, la cual atrae y colecciona los átomos, concertándolos para fines prescritos y prefijadas operaciones. Y como esta virtud es calidad y no sustancia, menester es supongamos sustancia en que resida y que sea sujeto de este atributo.

Y como, si esta sustancia fuese corporal o extensa, volveríamos a las andadas y meteríamos en el cuerpo fluido otro más fluido y más sutil, y así hasta lo infinito, ha sido menester poner como hipótesis para explicar esto una sustancia incorpórea o sin extensión, a la cual hemos llamado archea entelechia, alma o espíritu, sustancia, en suma, que ha tenido mil nombres y de cuya esencia convengo en que no se sabe nada; pero como de la esencia de la materia no se sabe más, me parece que por este lado espíritu y materia quedan iguales y nada tienen que echarse en cara en cuanto al concepto oscurísimo que de ambos formamos. Por lo cual, si hemos de negar el espíritu porque no sabemos lo que es, bien podemos con el mismo fundamento negar la materia: y ya usted sabe que casi o sin casi la negaba Berkeley. Hasta se puede llegar más allá y asegurar que procedemos menos de ligero afirmando la existencia del espíritu que afirmando la existencia de la materia, porque la percepción del espíritu es inmediata y la de la materia no.

Para percibir la materia necesita uno de ojos, de oídos o de otro sentido; y si no los tiene muy agudos, de lentes o de trompetillas acústicas; y si la materia es muy menuda, de microscopios; y si está muy distante, de catalejos; mientras que para percibirse uno a sí mismo, no tiene más que pensar y no necesita más medio ni más instrumento que el pensamiento mismo.

De todo lo cual se infiere, y tengo que decirlo con la franqueza que me es peculiar, que sus cuerpos de usted no explican nada como no les prestemos alma inmortal que los informe y habilite. Hecho este préstamo, su sistema de usted me agrada. Estamos de acuerdo y hasta estamos de acuerdo también con Allan Kardec y los espiritistas. Y si no reparamos en pelillos ni entramos en menudencias y damos a nuestros asertos una interpretación amplísima, generosa y conciliante, hasta estamos de acuerdo con todo buen cristiano, que cree en la inmortalidad del alma espiritual y en el cuerpo glorioso informado por ella.

Lástima es que no acepte usted también para todo el Universo, que es unidad a par que conjunto de cosas varias, cierta fuerza unitiva e inteligente que lo ordene, enlace y una todo; algo, en suma, que se parezca al Dios en que nosotros creemos; pero usted se muestra enojadísimo contra Dios y le suprime, lo cual me apesadumbra de veras.

Y es lo más extraño que en el proceder de ustedes hay una inconsecuencia capital que salta a la vista.

Tal vez el motivo más fundamental que tiene usted para suprimir a Dios es la existencia del mal moral y físico, que, siendo Dios todopoderoso, inteligente y bueno, no consentiría. Pero, como enseguida se pone usted a cavilar, a trabajar y a arreglar el mundo, y resulta que todo está a pedir de boca y que no podemos quejarnos, no comprendo cómo no vuelve usted a Dios el crédito que ha querido quitarle, y ya que lo halla todo tan bien y tan enderezado a nuestro progreso físico, intelectual y moral, no vuelve a dar a Dios la gobernación de todas las cosas y aun a celebrar en su honor una función eucarística y de desagravios.

La verdad es que acerca de todo eso, así como acerca de cuanto en su sistema de usted tiene que ver con la moral y con las ciencias sociales y políticas, hay muchísimo que decir todavía, y más importante que lo dicho hasta ahora; pero yo estoy cansado de escribir sobre tan arduas cuestiones, y usted y el público, a quien comunico las cartas que a usted escribo, recelo yo que estén cansados de estas filosofías que voy enjaretando. Dejémoslas, pues, al menos por ahora, y ya veremos si más adelante vuelvo a escribir a usted sobre su libro con más serenidad y reposo. Entre tanto, aunque disto mucho de haber expuesto aquí toda la doctrina que el libro contiene y de haberla juzgado, ya creo que doy alguna idea, así de la doctrina como de lo que pienso acerca de ella. Sólo añadiré hoy cierta alabanza, que lo es para un escéptico como yo aunque para usted no lo sea. Su libro de usted no convence, pero entretiene. Luce usted en él su brillante imaginación y llena no pocas de sus páginas de elocuentísimas frases. Ya esto es mucho, y yo le doy por ello mi más cumplida y cordial enhorabuena.






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Poesía Argentina


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- I -

A don Rafael Obligado


26 de marzo de 1888.

Muy señor mío: Hace ya más de dos años que tuvo usted la bondad de enviarme un ejemplar de su precioso tomo de poesías impreso en 1885. El ejemplar ha estado, como otros muchos libros y cartas, aguardándome en mi casa de Madrid, mientras que andaba yo por esos mundos, sin saber que tal obsequio me había usted hecho. No extrañe usted, pues, y perdone que yo acuda tan tarde a darle las gracias.

El libro de usted agrada antes de leerlo. El libro de usted excitaría, además, cierta envidia en mi alma si yo fuese propenso a sentir tan mala pasión. Nunca hubo poeta en España que lograse o soñase siquiera con tener tan elegante edición de sus versos. El magnífico retrato de usted y los demás grabados y viñetas son modelo de buen gusto y de gracia. El papel, la impresión; todo es bellísimo.

Declaro mi ignorancia cándidamente. Yo no había oído hablar de usted hasta que recibí el tomo. Y al verlo, en lo material, tan lindo, pues no creo que exagero si digo que no vi tomo de versos de ningún país que esté mejor impreso que el de usted, me entró desazón y recelo de que los versos fuesen malos y de que todo el valor del libro estuviese en la estampa. Por fortuna, recelo y desazón pasaron pronto. Leí los versos y hallé que merecen estar tan bien impresos y tan ricamente adornados de primorosas láminas.

Al escribir a usted hoy agradeciéndole el presente, me he de permitir también poner aquí a mi juicio sobre los versos y darlos a conocer a la generalidad de los españoles, que no saben de usted sin duda.

Gran satisfacción es para todos nosotros cualquiera gloria literaria que adquieran en América los ciudadanos de las repúblicas que salieron de nuestras antiguas colonias. Es algo que viene a acrecentar el tesoro de nuestra civilización castiza y a probar su vitalidad fecunda. Tan nuestras, tan españolas considero yo las poesías de usted, que me avergüenzo de no entender por completo aquellos vocablos que significan objetos de por ahí, como aberemoa, guayacán, pacará, quinchar, burucuyá, seibo, ombú, payador, chaja, ñandubay, molle, chañar, achiras, totoral, camalote, quena y otros; y si no están en nuestro Diccionario, como sospecho, quisiera definirlos bien e incluirlos en él.

La lisonjera impresión que recibe un natural de esta Península, aficionado a las letras, al recibir poesías tan bellas como las de usted, venidas de tierra tan remota, es como la que recibiría un ciudadano de Atenas cuando llegasen a su noticia las obras en griego de algún insigne sabio, poeta e historiador de su casta que viviese en el Asia central, en Egipto, en Libia o en alguna ciudad helénica de la misma Hesperia, hasta donde la civilización, el habla y todo el ser de Grecia habían penetrado, creando nuevas repúblicas y Estados independientes, si bien conservando la unidad superior de la sangre, del lenguaje y de la cultura.

Así también, cuanto se escriba en América, salvo en el Canadá y en los Estados Unidos, es de esperar que siga siendo literatura española. Y mientras más adelanten los ingenios de ahí y superen en lo futuro a los ingenios de la antigua metrópoli, más sello castizo, más aire de parentesco, más color y sabor españoles tendrán sus obras. Sólo por decadencia podrá ocurrir que se borre o esfume en ustedes el ser propio nuestro y que sean ustedes otros de los que son. Y no es de temer que las razas indígenas prevalezcan, ni que las lenguas guaraní o quichua destierren la castellana, ni tampoco se ha de presumir y pronosticar que los primitivos colonizadores pierdan ahí su virtud asimilante y plástica, y se fundan en los nuevos colonos e inmigrados, en vez de fundir en sí a cuantos acudan a esas regiones, desde Alemania, Francia, Bélgica e Italia.

Gran dolor sería esto para nosotros. Esto daría indicio de que somos de raza inferior y quitaría fundamento al orgullo legítimo con que, después de la gente inglesa, nos consideramos como la primera de todas las gentes civilizadas en haber difundido sobre la faz de este planeta su lenguaje, sus creencias, su saber, sus artes y todas las demás manifestaciones de su espíritu. Esto nos quitaría la esperanza que hoy tenemos de nuestra inmortalidad colectiva, aun cuando ocurriese el grande infortunio de que se hundiera España o quedase desierta, ya que ahí o del otro lado de los Andes o en el rico Anahuac renacería España joven, poderosa y lozana, y pondría los recuerdos de nuestra gloria como digno principio de la que nuestros hijos hubiesen ya adquirido o adquiriesen en lo futuro.

A pesar de cierto americanismo, que tal vez a algunos de los habitantes de esta vieja España nos parezca sobrado, veo yo con viva satisfacción que el espíritu de usted y el de su crítico, encomiador e intérprete don Calixto Oyuela, poeta asimismo de mucho mérito, coincidan en esto que afirmo. Poco importa, como el señor Oyuela confiesa y deplora, que su patria esté aquejada de cosmopolitismo. El medio millón de italianos a que ascenderá pronto la inmigración, los ciento cincuenta mil franceses y los demás hombres llegados aquí de distintas partes de Europa para aumentar la riqueza, la industria y el comercio de esta República, tendrán que españolizarse, o, si usted quiere mejor, que argentinarse. La vitalidad de nuestra raza debe salir triunfante de esta prueba. Libros como el de usted vienen en corroboración de mi pronóstico. Dejemos hablar al señor Oyuela, cuyas palabras hago mías: «Los nobles sentimientos e ideas que usted expresa son tales como deben ser, y son naturalmente imaginados y sentidos por un argentino de raza española. La lengua en que están es pura lengua española. Aunque usted conoce y estima, como toda persona de buen gusto, la literatura francesa, no se deja dominar por su influjo. Ni el más leve soplo francés corre por las delicadas páginas de su libro. Tampoco hay en él nada italiano, nada inglés, ni nada alemán. En cambio, sin que usted lo haya solicitado, quizá desconociéndolo, y con sólo dar rienda suelta a su naturaleza americana y a su carácter argentino, tiene el libro de usted no poco de andaluz. De ahí que maneje usted el castellano con tanta pureza, soltura y gallardía.»

El mismo señor Oyuela añade: «Somos, es cierto, un país colonizador, y necesitamos de la inmigración para engrandecernos; pero a condición de asimilárnosla y de fundirla en nuestra nacionalidad propia. Las naciones, como los individuos, sólo valen y significan algo por su carácter, por su personalidad. Un país sin sello propio es como un escritor sin estilo: no es nadie. El cosmopolitismo no ha engendrado ni engendrará jamás nada fecundo ni en política ni en literatura.»

El señor Oyuela, pues, comentando los versos de usted, y usted escribiéndolos, reniegan de ese cosmopolitismo estéril y procuran que brote de la raíz española, trasplantada a ese suelo, la originalidad nacional que anhelan, y que ya tienen, sin duda.

A este fin, además, se puede ir por muy distintos caminos, y tanto usted como el señor Oyuela siguen, a mi ver, el más seguro, recto y hermoso. Dentro de la afición a lo castizo, desechan ustedes la equivocada distinción entre el arte gentílico y el arte cristiano. No hay, verdaderamente, más que un arte bueno y legítimo, en cuya forma pagana o griega no cabe hoy sólo el espíritu racionalista de Goethe, de Leopardi, de Chénier, de Fóscolo y de Carducci, sino que puede también vivir y vive el espíritu español y católico. Así lo entendió y lo realizó fray Luis de León, a quien usted y su amigo ensalzan y siguen; y así lo proclama hoy Menéndez y Pelayo, a quien el señor Oyuela llama «el gran ortodoxo, griego en arte hasta la médula de los huesos.» Ni se opone esto a lo popular y castizo, porque, como su crítico de usted dice muy bien, los buenos poetas griegos hubieran sido en América tan americanos como usted; y Echevarría, que señala el punto de partida de la literatura nacional argentina, es, en sus aciertos, clásico sin saberlo; y más lo hubiera sido si, al libertarse del seudoclasicismo francés, no hubiera imitado el romanticismo francés, no hubiera pensado en francés y no hubiera escrito en castellano de baja ley.

Por dicha, usted tiene lo que faltó a Echevarría. Como él, posee usted la facultad de reflejar, a modo de claro y mágico espejo, la naturaleza circunstante, hermoseándola y depurándola en la imagen; pero usted posee, además, el arte y la forma adecuada para que esta imagen pase, sin disiparse ni afearse al pasar, desde la mente de usted a las mentes de los demás hombres, hiriéndolas y penetrándolas. Se diría que todo el concierto, toda la magnificencia y toda la hermosura de la tierra de usted, aunque conocidos por la geografía y por la estadística, eran ignorados por el sentimiento, ya que no habían llegado a reflejarse en el alma de un poeta ni habían aparecido en sus cantos. Así es que mucha parte del elogio que hace usted de Echevarría podemos nosotros con más razón aplicarla a usted y repetir:


   Como surgiendo del silente abismo,
el mundo americano
alborozado se escuchó a sí mismo:
el Plata oyó su trueno;
la Pampa, sus rumores
y el vergel tucumano,
prestando oído a su agitado seno,
sobre el poeta derramó sus flores.
Desde la hierba humilde
hasta el ombú de copa gigantea;
desde el ave rastrera que no alcanza
de los cielos la altura,
hasta el chajá que allí se balancea,
y a cada nube oscura
a grito herido sus alertas lanza;
todo tiene un acento
en su estrofa divina,
que no hay soplo, latido, movimiento,
que no traiga a sus versos el aliento
de la tierra argentina.

En todos los versos de usted hay inspiración propia, por donde, sin buscar la originalidad, usted la tiene. Se conoce que ha leído usted los poetas españoles, hasta los más recientes, como Campoamor, Núñez de Arce y Velarde. En trozos descriptivos, sobre todo en décimas, creo notar cierto confuso recuerdo del estilo de los dos últimos. En varias composiciones amorosas de usted hay también algo del modo de Bécquer. Siempre, no obstante, la imitación o la coincidencia es tan vaga, que no está uno seguro de que no sea ilusión.

Por lo demás, nada tan opuesto como su espíritu de usted, sano, optimista, lleno de esperanzas en el progreso y en la grandeza de la Patria, y de todo el humano linaje, al espíritu de Bécquer, pesimista y hondamente herido. Hasta en las poesías más melancólicas de usted hay consuelo, hay bálsamo, hay luz celestial que lo alegra e ilumina todo. Así, por ejemplo, en El hogar vacío, donde tan sentida y tiernamente llora usted la muerte de una joven, dulce compañera de su niñez acaso, termina usted con esta estrofa, cuya sencillez no deja comprender bien el efecto que produce al terminar la composición, si antes no se ha leído la composición toda:


   Así mi lira llorará tu ausencia.
Tu cándida existencia,
cual blanca nube, se elevó del suelo,
y en lo infinito desplegó sus galas...
Los que nacen con alas,
¡Cuán pronto suben de la Tierra al Cielo!

Tal vez cuando, en mi sentir, recuerda usted más a Bécquer por la forma, es cuando por el fondo dista usted más de él; cuando hay en usted, no ya la luz y la gloria del amor que pasa, sino el júbilo y el dulce contento del amor que vive y queda en el alma para siempre, haciéndola dichosa:


   Porque el amor es dueño
de todo Paraíso;
porque toda belleza de la Tierra
es un fragmento del Edén perdido.

Por eso, sin duda, hay más alegría, más resplandores beatificantes que en la aparición momentánea del amor de Bécquer, en la aparición en el bosque, que se mostraba mustio, de la mujer por usted amada:


   Pero llegas..., y el agua,
el bosque, el cielo mismo,
es como una explosión de mil colores
y el aire rompe en sonoros himnos.
Así la Primavera
del trópico vecino
desciende, y canta repartiendo flores
y colgando en las vides los racimos.
¡Cuán suenan gratamente
acordes, en un ritmo,
del agua el melancólico murmullo
y el leve susurrar de tu vestido!

Difícil es dar a conocer a un poeta citando así trozos arrancados de sus obras. Más que darle a conocer es esto despedazarle. Por eso no gusto yo de hacer muchas citas.

A más de excelente poeta lírico, me parece usted buen poeta narrativo, según el testimonio brillante que de ello da en la leyenda de Santos Vega. Las décimas en que está escrita esta leyenda son no menos fluidas, bien hechas y ricas en rimas que las décimas empleadas por Núñez de Arce y por Velarde en descripciones y narraciones. Las de usted tienen, además, para mí algo de peregrino y nuevo: me pintan, con el colorido y la precisión de la verdad, la pampa y la vida primitiva de sus habitantes; me traen como un aroma sutil de sus flores y un eco suave y adormido de sus músicas y de sus rumores misteriosos.

Santos Vega es el payador de larga fama: el más celebrado poeta, cantor y tocador de guitarra que ha habitado en la Pampa entre los gauchos. Su contienda con otro trovador exótico, medio hechicero, que aparece obrando prodigios, y el triunfo de este nuevo trovador sobre el antiguo, que muere de pesar del vencimiento, todo es, sin duda, simbólico: es el triunfo de la vida moderna, y de la industria, y de los ferrocarriles, y de las ciudades, sobre el modo agreste de vivir en lo antiguo, en aquel florido y verde desierto, en aquella extensa llanura que los Andes limitan; pero si bien usted, como poeta, lamenta la pérdida de un poco de poesía, harto deja conocer que sobre esa poesía perdida, si es que se pierde, ha de florecer otra, y ya florece en la mente y en el libro de usted, que vale muchísimo más que la del payador Santos Vega.

Justo es, no obstante, que usted dé a Santos Vega las alabanzas que merece, por más que, al dárselas, se las dé escribiendo tan preciosa leyenda, y dándole envidia de la que el pobre Santos Vega sería capaz de morirse, si ya en la lucha con el trovador y mago intruso no hubiera muerto.

Como por el retrato veo que es usted joven, espero que seguirá escribiendo poesías líricas y leyendas no menos bonitas que las que aquí con tanta justicia he celebrado.




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- II -

A don Enrique García Meróu



- I -

16 de abril de 1888.

Muy señor mío y distinguido amigo: Cuando en el verano pasado de 1887 tuve el gusto de conocer y de tratar en Spa a usted y al general don Julio Roca, hablamos mucho de la patria de usted, de su próspera situación y del brillante porvenir que todo el mundo le augura.

Bien puede afirmarse que el general don Julio Roca ha sido quien más ha contribuido a disipar las nubes que oscurecían y velaban el horizonte, y quien así nos ha dejado ver el cielo de este porvenir despejado y claro.

Dicho general, venciendo definitivamente a los indios, errantes por la inmensa soledad de la Pampa, aumentó el territorio de la república con muchos millones de hectáreas, preparó todos aquellos campos para el advenimiento de la civilización y de la colonización europea y, libertándolos de las invasiones y rapiñas de los salvajes, les dio un valor que sólo puede significarse por centenares de millones de pesetas.

Todo esto se hizo humana y hábilmente, sin disparar un tiro, sin derramar una gota de sangre. Los indios fueron perseguidos, cazados y confinados en sitios donde tendrán que reducirse a la vida civil o morir y extinguirse como raza. Quichuas, guaraníes, tehuelches, pehuenches y araucanos, todo va a desaparecer y a ceder por completo la tierra, desde el límite occidental de la dilatada provincia de Buenos Aires y los límites meridionales de las de Córdoba, San Luis y Mendoza, a fin de que por allí se explaye y se difunda la civilización americano-española, hasta el estrecho de Magallanes.

¿Debemos recelar que amenace ahora cierto peligro a esta civilización y a la raza que la representa, y al lenguaje que la expresa? Yo creo que no, a pesar de lo que sostienen y pronostican autores de nota, entre los cuales sobresale el francés Emilio Daireaux, cuya obra Vida y costumbres en La Plata usted mismo me ha dado a leer.

Suponiendo que en el día cuenta la República Argentina con una población de cerca de cuatro millones de hombres, sólo podremos considerar la cuarta parte, un millón, como inmigrados extranjeros, y aun en este número habrá que contar más de 160.000 españoles. Los italianos son los más numerosos entre estos inmigrados. Los franceses vienen después, casi el mismo número que los españoles. Y hay, por último, ingleses, alemanes y de otros países de Europa.

A la verdad que no es corta esta inmigración. Para el pronto crecimiento y grandeza de la república, se ha de presumir que irá la inmigración en aumento constante, pues hay tanto terreno desierto que poblar y que cultivar; pero ni aun así creo yo que deba pronosticarse que ha de fallecer la virtud absorbente de la raza española criolla, que forma ya una nación perfecta y entera, y que del aluvión y conjunto de gentes que acuden y acudirán de todas partes, habrá de surgir una nacionalidad nueva y distinta, con otro idioma, con otra manera de ser y con otros rasgos y caracteres que los que tienen hoy los argentinos y llevaron allí los primeros colonos que fueron de España.

Para dar por seguro y por probable lo contrario es menester suponer, como, sin duda, supone Daireaux, que en La Plata no hay verdaderamente nación todavía, sino gérmenes de nación, cuya elaboración definitiva dice él que ha empezado, si bien se ignora qué elemento prevalecerá y qué lenguaje y qué modo de ser tendrán ustedes. Por lo pronto, afirma el señor Daireaux que la raza, que era española en un principio, aunque con mucha mezcla de judíos y de moros (lo cual pongo yo en duda, y, si lo concediese, no concedería que esos moros y esos judíos no fuesen ya al ir a La Plata enteramente españoles), ha debido de ser española y se ha hecho latina, y afirma también que la lengua va sufriendo allí rápidas modificaciones. Dentro de poco no nos podremos entender. Hablarán ustedes en latín, ya que son ustedes latinos, o en francés, que es la lengua más de moda entre las neolatinas, o tal vez en una lengua franca y flamante que saldrá de la mezcla de los diversos idiomas que hablen los que vayan allí inmigrados.

De nada de esto veo yo, por dicha, ni señales. Y digo por dicha, ya que, si para nosotros, habitantes de esta Península Ibérica, sería terrible mortificación de amor propio que desapareciese hasta la huella de que esa república es hija de España, para ustedes la mortificación sería mayor al quedar tan absorbidos y tan desaparecidos como tendrán que quedar los pehuenches u otras tribus así.

La actividad, la energía y la riqueza que muestran hoy los argentinos, hasta en empresas que parecen aventuradas y de inseguro buen éxito, nos quitan todo recelo de esa a modo de desnaturalización con que el autor francés amenaza a ustedes. Sola la provincia de Buenos Aires, privada de su capital, que se ha hecho neutra para ser capital de toda la república, se ha creado en cinco años una nueva y magnífica capital, La Plata, llena de soberbios edificios, monumentos y palacios, y poblada ya con cincuenta mil ciudadanos.

Pero ni esta bizarría y alarde de poder material, ni el comercio floreciente, ni los adelantos en las varias industrias, prueban tanto el arraigo en aquella tierra del ser argentino, español de origen, que conservan y conservarán ustedes, como el movimiento intelectual cada día más castizo, rico y fecundo, todas las provincias de la república, y en Buenos Aires sobre todo. El mismo señor Daireaux da testimonio del valer e importancia de este movimiento, encomiando las obras del general Mitre y del doctor V. F. López, que trazan la historia de la independencia sudamericana; las de otros autores, como los doctores Vicente Quesada, Navarro Viola y Trelles, que publican documentos sobre los orígenes y la vida social; las de los estadistas y economistas Agote, Latzina, Coni y Navarro; las de los antropólogos, etnógrafos y exploradores Moreno, Ceballos, Lista y Fontana, y las de los jurisconsultos Alcorta, Montes de Oca, Tejedor, Obarrio, Segovia y Carlos Calvo singularmente, «cuyo tratado de Derecho internacional público y privado resume los progresos de esta ciencia oscura, en la época moderna, figura entre las obras maestras de su clase, y es consultado por todas las cancillerías y por todos los diplomáticos».

Teatro, a lo que parece, no tienen ustedes.

De novelas, yo sólo conozco la Amalia, de Mármol; pero el señor Daireaux cita Pablo, o el hijo de las Pampas, de doña Eduarda García, y varias otras novelas de don Eduardo Gutiérrez, como Juan Moreira y El tigre de Quequen, cuyos lances tremendos, crímenes y horrores, compara a los de Eugenio Sue.

Donde, a la verdad, así en la República Argentina como en los demás Estados de la América del Sur, se muestra más el genio castizo o español de origen, es en la poesía lírica y narrativa. Varias causas contribuyen a esto. Las generales son las que en el siglo presente, aunque se llama positivo, hacen que florezca la poesía en todas las regiones de la tierra, como no ha florecido nunca. Y en cuanto a lo castizo y propio, las causas son especiales. Ya sea porque nuestro lenguaje poético está más trabajado y formado, ya sea porque nuestra prosodia es tan distinta de la francesa, ello es que, aun queriendo, el poeta español más entusiasta de los franceses no acertará a imitarlos en la forma si escribe en castellano. Los galicismos de toda clase son más frecuentes en prosa que en verso. Y en cuanto a los galicismos de fondo o de pensamiento, también en verso tienen que ser más raros; porque aun cuando el poeta siga o adopte sistemas o doctrinas que estén de moda en París, como en la poesía entra por mucho el sentimiento nacional y el individual, éstos se combinan con lo que tal vez se aceptó por moda y le presta fisonomía y valer castizos.

En cierto sentido, no hay sabios populares; pero hay y hubo siempre poetas populares que llevan la voz del pueblo y hacen oír con grata resonancia y ritmo adecuado las palpitaciones del gran corazón colectivo. De aquí que la ciencia sea cosmopolita y la poesía no.

En la República Argentina ha existido y existe esta poesía del pueblo o del vulgo al lado de la poesía sabia. Desde muy antiguo, desde que hubo gauchos en la Pampa, los cuales no me puedo persuadir -a pesar de cuanto dice Daireaux- de que sean más árabes o más moros que cualquier habitante de mi lugar o de otro cualquier lugar de Andalucía o de Extremadura, hubo entre dichos gauchos cantadores y tocadores de guitarra, músicos y poetas a la vez, que han lucido y nos han dejado en sus coplas y canciones tesoros de inspiración original y fieles pinturas de la vida nómada que en aquellos campos se hacía. Los poetas de esta clase eran llamados o se llaman payadores, y se citan como los más ilustres entre ellos a Estanislao del Campo, a José Hernández y a Ascasubi. Ignoro si el famoso payador simbólico Santos Vega, de quien escribió Rafael Obligado leyenda tan preciosa, es personaje histórico o mítico; pero esto importa poco a mi propósito. Basta con que haya habido otros payadores.

Coincidiendo con su poesía popular y agreste, produjo la tierra argentina, como el resto de la América española, aun antes de la independencia, otra poesía erudita y clásica, la cual siguió siempre la manera de ser de la poesía de la metrópoli; y yo creo que esta poesía, sobre todo la lírica, apenas se dejó influir por el gusto francés en tiempo del clasicismo, ni en España, ni en sus colonias, ni en los estados independientes que de ellas nacieron. Hasta los poetas más ajustados, en la teórica, a los preceptos de Boileau, que al cabo no eran exclusivos de Francia, son muy españoles cuando escriben versos. Meléndez, Jovellanos, Lista, Gallego, Quintana, todo el estol de líricos españoles del siglo pasado y de principios del presente, no se parecen más a los poetas franceses que fray Luis de León, Garcilaso, Herrera y Rioja, de quienes son dignos sucesores. Lo mismo se puede afirmar de los líricos hispanoamericanos de aquella escuela y período: de Olmedo y de Bello, por ejemplo.

Menor fue la independencia y mayor fue el remedo de lo francés cuando vino el romanticismo. En la vieja España fue más fácil que algunos poetas se libertasen en este remedo, refugiándose en lo pasado; en la Edad Media, en nuestros romances, en nuestras tradiciones y en nuestro teatro del siglo XVII; pero en América hubo menos reparo y defensa, y la imitación de lo francés tuvo que ser mayor entre los románticos.

José Mármol es excepción de la regla. La vehemente energía de su odio contra el tirano Rosas presta robusta entonación a sus versos e imprime en los mejores un sello característico y original, que los da grandísimo valor, a pesar de las incorrecciones y desaliños.

En cuanto a Echevarría, ¿cómo negar que malogró en parte sus no comunes prendas? No lo digo yo; lo dice su compatriota de usted don Calixto Oyuela: «Precisamente por haberse apartado de lo español y castizo más de lo que nuestra propia naturaleza consiente, no pudo ser bastante americano.» Y Oyuela añade luego: «Si Echevarría quiso renegar de esta índole y de estas afinidades naturales, debió ser lógico y renegar también del idioma, que es su consecuencia necesaria, proponiendo que hablásemos en francés o en quichua.» «Y no se alegue la quimera de formar nuevo dialecto, desprendido del castellano: la Historia nos enseña que de los idiomas formados y fijados sólo pueden salir jergas informes.»

A pesar del pesimismo que muestra el señor Oyuela en este punto, bien podemos afirmar, y más aún poniéndole a él y a su amigo Rafael obligado por claros y vivos testimonios, que en La Plata no se hablará jerga nueva, ni francés, ni quichua, sino castellano puro y limpio.

Ni siquiera valdrá para torcerlo, italianizándolo, la gran colonia italiana; porque si el influjo de la rica y noble literatura clásica de Italia se deja sentir en la literatura argentina, será de modo benéfico, como se dejó siempre sentir en la triple literatura española, en Portugal, en Cataluña y en Castilla, tanto en los siglos XV y XVI cuanto en el XVIII y en el XIX.

Dispense usted que me valga de tan largos preámbulos y rodeos para llegar al verdadero asunto.

Me pidió usted, y yo prometí, un juicio franco sobre el poeta argentino Olegario Andrade.

Sus obras, reunidas en un tomo elegantísimo, fueron impresas en el año pasado (1887), en Buenos Aires, a expensas del Tesoro Nacional, que consiguió por ley dieciséis mil pesos para la adquisición de los originales y seis mil para su impresión. Tan espléndido favor a este poeta y a sus obras hace patente la altísima estimación de que gozan en su país de usted. Yo he prometido decir sin disimulo mi parecer sobre estas obras, que bien se ve, por lo que queda expuesto, que son el reflejo más popular y el eco más vivo del sentir y del pensar argentino en este momento y del gusto literario que allí prevalece.

Como prenda y señal de lo prometido, el general don Julio Roca me dio el mismo ejemplar que él tenía, por no haber otro a mano. No puedo, pues, excusarme.

Mi empeño es ineludible y muy arduo y comprometido. Confieso que lo que más temo es que no parezca mi crítica bastante encomiástica. Por la incorrección, por el descuido a veces de la forma, tendré que censurar no poco en las poesías de Olegario Andrade; pero me consuela y anima que mis alabanzas han de ser grandes, sinceras y fervorosas, y muy superiores a las que tributé ya a don Rafael Obligado, poeta, sin duda, más elegante y correcto, pero que jamás se remontó hasta ahora tan alto en sus canciones como Andrade se remonta, ni tomó para ellas, como toma Andrade asuntos que mueven o deben mover el ánimo de toda la nación para quien canta. Andrade, a veces, movido por el asunto mismo que trata, y por su elevada inspiración, es más que un poeta nacional: es uno de aquellos pocos poetas que aciertan a dirigir la voz dignamente a todo el linaje de los hombres, excitando en ellos el amor de las teorías, la fe en los propósitos que le son más caros y la sublime esperanza de que pronto habrán de realizarse. De esta suerte, el poeta tiene, hasta donde es posible en lo humano, y en una edad tan descreída como la nuestra, algo del profeta antiguo: es el vate.

Ya se ve que debe de ser difícil y delicado juzgar bien a Andrade; pero sin creer en todas sus teorías y sin esperar el cumplimiento de todos sus vaticinios, bien podemos celebrar el entusiasmo con que los expresa y decir, desde luego, que por este entusiasmo le colocamos en el número de aquellos poetas universales y sublimemente didácticos, entre los que descuellan Schiller, Manzoni, Quintana y Víctor Hugo.

Con lo dicho se explica la razón de tan extenso preámbulo. Para entrar de lleno en materia tendré que escribir otras cartas.

Ignoro si ésta alcanzará a usted en París, en Roma o en Oriente; pero adondequiera llega El Imparcial, a quien la confío. Con ella van mis saludos afectuosos para el general don Julio Roca, y para usted la seguridad de que empiezo a cumplir mi promesa.




- II -

23 de abril de 1888.

Mi distinguido amigo: Cuando murió, poco ha, Olegario Andrade, su muerte dio ocasión para que se manifestase del modo más solemne el entusiasmo que inspiraba a sus compatriotas. El Gobierno nacional, mandando publicar a su costa, y con gran lujo, las obras del poeta: el general Roca, pronunciando la más sentida oración fúnebre; Benjamín Basualdo, escribiendo un prólogo altamente encomiástico, y la Prensa periódica, aplaudiéndolo todo, vinieron a corroborar lo que ya era opinión del público argentino y había sido afirmado por los críticos de más autoridad, como los doctores Wilde y don Nicolás Avellaneda y el poeta Carlos Guido Spano: que Andrade era un genio y que sus cantos tendrían vida imperecedera y gloriosa.

Yo quiero y debo, no obstante, prescindir de todo esto al dar mi parecer; darlo como si nada de esto supiera, y no ceder al influjo de los que tal vez por patriotismo y por la contagiosa sobreexcitación de un momento ponen desmedida hipérbole en su alabanza.

Las poesías de Andrade son harto difíciles de juzgar con acierto y suscitan multitud de dudas y cuestiones, supongo que en la mente de todos, y de seguro en la mía, sobrado escéptica quizá, pues no sólo halla muy sujeta a errores la aplicación de las reglas que sirven para juzgar y apreciar las obras de un singular poeta, sino que, aun en las reglas mismas, nota cierta confusión, contradicción e incertidumbre.

Lo llano, lo cómodo para mí sería no mostrar mis vacilaciones, seguir la corriente y aplaudir sin reparo, como los otros; pero mi sinceridad se sobrepone a toda consideración. El diablillo crítico que me atormenta, y por el que estoy no sé si obseso o poseído, no consiente que diga yo, cuando escribo, aquello que quiero decir, sino aquello que él quiere que yo diga; y lo más que logro a veces, y esto es peor, es decir lo que él quiere y lo que yo quiero; de donde resulta, en algo como diálogo, más que discurso, una verdadera sarta o ristra de antinomias, según las llaman ahora.

Yo he calificado a Andrade de poeta sublimemente didáctico, poniéndole en el grupo en que pongo a Manzoni, a Quintana y a Víctor Hugo.

Pero apenas dicto mi primera sentencia, cuando interviene mi diablillo e interpone su apelación. «¿Qué enseña -dice- la poesía en nuestro tiempo? ¿Qué sistemas filosóficos, qué doctrinas políticas y sociales, qué dogmas religiosos, qué problemas y qué teoremas de la ciencia de naturaleza podrá nadie resolver o enseñar en verso, que no estén mejor enseñados o resueltos, explicados y demostrados en el más compendioso manual, catecismo o cartilla para niños de la escuela?». Y como aun reconociendo en el poeta, en Dante, Goethe o Leopardi, por ejemplo, todas las prendas de un sabio de primera magnitud, y creyendo que su cerebro fue o es el archivo de todos los conocimientos divinos y humanos que en su época podían penetrar y conservarse con orden en el cerebro de una persona mortal, todavía dudo de la virtud docente de su poesía, mil veces más tengo que dudar de que ocurra y obre esta virtud en quien, lejos de haber estudiado y aprendido mucho, deja el colegio prematuramente con algunas ligeras nociones de Historia y noticias muy elementales de Literatura y se lanza a la vida del periodismo, tan agitada y laboriosa.

Mirando este asunto bajo su aspecto prosaico, acude al pensamiento, al ver cómo nos dedicamos muchos al magisterio de la Prensa antes de saber algo que enseñar, aquello del «Maestro Ciruela que no sabía leer y ponía escuela», o el chistoso epígrafe de un capítulo de la novela del padre Isla, que ha quedado como refrán: «Deja fray Gerundio los estudios y se mete a predicador».

Claro está que en este sentido, cuando ni los poetas que fueron también grandes sabios pueden ser poetas didácticos en el siglo XIX, menos lo es Olegario Andrade, cuyos estudios habían sido cortos y someros; pero hay otro sentido, según el cual, como por ciencia infusa, puede un poeta ser sublimemente didáctico en nuestros días.

Las elevadas aspiraciones, el ideal cuya realización se columbra en el porvenir, los planes, doctrinas y esperanzas que están en la mente colectiva de un pueblo o de la Humanidad toda, por estilo vago, informe y confuso, resplandecen con mayor luz en el alma del poeta, y merced a la energía plástica que el poeta tiene, se revisten de forma determinada, precisa y hermosa, en versos que muestran con claridad aquello mismo que agitaba el centro oscuro del alma y que el vulgo apenas comprendía. Para ser así poeta didáctico se requieren dos grandes y raras condiciones, sin las cuales no se alcanza la perfección de la forma en que estriba el misterio. Se requieren el entusiasmo y el buen gusto.

El entusiasmo, esto es, el sentimiento fervoroso y la imaginación potente que le pone de manifiesto, habilitaban e ilustraban, sin duda, el espíritu de Olegario Andrade; poseía esta primera condición para ser gran poeta docente. Sobre la otra condición, sobre la del buen gusto, hay reparos que poner.

En mi sentir, es necesario dar a la forma extraordinaria belleza para que este género de poesía trascendental y encumbrada penetre bien en las inteligencias y en los corazones y venga a ser como la fórmula duradera de una tendencia general, de una aspiración nacional o humana.

No bastan las imágenes de que reviste y adorna el poeta su pensamiento ni el fuego de la pasión con que le presta calor y vida: son indispensables, además, el esmero, la reflexión y el arte más exquisito.

Acontece en ocasiones que un poeta, sin pensamientos muy por cima de lo vulgar, pero con sentimiento delicado, cuando posee y emplea ese arte exquisito comunica al lector dicho sentimiento y le conmueve más que el poeta desaliñado, aunque tenga ideas más hondas y nuevas. Así, entre nosotros, Moratín, hijo, es el más artista, el más primoroso cincelador de versos. Gracias a aquel magistral arte suyo, lo más insignificante a veces, por el fondo, nos penetra, interesa o enternece. El pensamiento expresado con nitidez y mesura no toca en lo ridículo por el empeño de llegar a lo sublime; y el sentir, expresado con mesura también, aparece sincero y se apodera de nosotros, mientras que un sentir más sincero quizá, si está expresado con exageración, nos parece falso y nos hace reír cuando pretende hacer que lloremos.

No es esto decir que lo primoroso y atildado de la forma salve nunca lo que carece de fondo, lo que está vacío de pensamiento y frío de sentimiento o recalentado con sentimiento falso y postizo. Sean ejemplo de esto los versos políticos de Monti: son un prodigio de hechura; pero a mí me dejan helado: apenas tengo paciencia para leerlos.

No hay arte con que disimule el poeta la falta de convicción. Lo que sí puede ser es que por ampulosidad sobrada se estropee un sentimiento leal y sincero y aparezca falso y mentido. Esto se advierte a veces en Víctor Hugo. No ha de extrañarse, pues, que también se advierta en Olegario Andrade, que tomó a Víctor Hugo por ídolo y modelo.

Víctor Hugo tenía mucho arte: ponía en la forma el mayor esmero y estudio, como casi todos los poetas franceses; pero nuestros poetas románticos, que no pueden imitar en la forma la poesía francesa, por ser tan distinta, y que acaso se dejan engañar por lo que dice el poeta extranjero de que la inspiración le arrebata y de que no reflexiona ni lima ni pule, escriben sin arte y allá corren desbocados, dando rienda suelta a su portentosa facilidad.

Presupuestos, con todo, el sentir y el pensar con hondura, y la sinceridad y el brío en el estilo, que todo esto tiene Andrade, no se puede negar que fue egregio poeta, por más que a veces le falten el arte, la mesura, la nitidez y la elegancia.

Contra los principios y doctrinas que sostiene y divulga, nada tiene que decir el crítico que ama la poesía por la poesía. Lo que importa es la nobleza del intento, la grandeza del fin, el valor de aquellas ideas y aspiraciones generales en que estamos todos de acuerdo. Después, tan gran poeta parece Schiller kantiano, como Manzoni católico-liberal, como Whittler cuáquero liberalísimo, como Quintana enciclopedista-progresista.

La historia, la filosofía, las religiones, todo puede ser asunto de versos con tal de que el asunto se trate bien; pero yo no me cansaré de repetir que en estos asuntos han de exigirse más que en nada la perfección de la forma, lo limpio y hermoso de la dicción, la riqueza de las imágenes y el buen gusto y el peregrino empleo de frases y giros. El poeta que no labre con todo esto sus versos filosóficos y políticos se expone a que parezcan artículos de fondo con ritmas o índices y extractos de Bouillet o de cualquier librejo de texto puestos en coplas.

Con cuanto queda dicho se señalan y previenen los tropiezos a que se expone el que se lanza a poeta hierofante, digámoslo así. Que Andrade quería ser poeta de este género, y en lo posible lo era, se ve claro en su composición a Víctor Hugo. Allí, al ensalzar al maestro, explica Andrade el concepto que tuvo de la poesía y de la misión del poeta en este mundo.

Diremos, entre paréntesis, que Víctor Hugo, que recibió la composición, no la leyó, o si la leyó, no entendió ni chispa, y contestó dando las gracias con tres frases huecas y frías en vil prosa.

La composición de Víctor Hugo fue, pues, mal pagada, y, a mi juicio, fue también despilfarrada. En este juicio no hay discrepancia entre mi diablillo crítico y yo: estamos de acuerdo; pero el mal pago, y cuando no el peor empleo, el derroche, no implican que sea mala la composición. La composición, a pesar de las enormes alabanzas al poeta francés, y a pesar de otros defectos, contiene, en mi sentir, bellezas de primer orden.

Los que versificaban en castellano en el siglo XVI no se curaban de evitar las asonancias.

En el día, nuestros oídos son más delicados y no las pueden sufrir; pero Andrade se quedó con los antiguos, y no cayó en esto. Sus versos están plagados de asonancias que los desentonan y afean. Lo advierto, porque, si bien procuraré citar versos en que no haya asonancias inoportunas, será difícil.

Para Andrade, analizando ya la composición a Víctor Hugo, el poeta es un hierofante, es quien trae luz a la Humanidad cuando se extravía en las tinieblas y quien le enseña el camino que debe seguir:


   Así la Humanidad despierta inquieta,
en la noche moral abrumadora,
cuando surge el poeta,
ave también de vuelo soberano,
que en las horas sombrías
canta al oído del linaje humano
ignotas armonías,
misteriosos acordes celestiales,
enseñando a los pueblos rezagados
el rumbo de las grandes travesías,
la senda de las cumbres inmortales.

Hecha ya esta definición, la ilustra con varios ejemplos históricos: pone como prototipo de estos poetas que enseñan a la Humanidad y que la sacan o tratan de sacarla del atolladero y de las tinieblas en que se ha hundido, a Isaías, a Esquilo, a Juvenal y a Dante, y, por último, síntesis maravillosa de todos éstos, y superándolos a todos, suscita Dios a Víctor Hugo, cuya misión es más alta que la de Isaías, que la de Juvenal y que la de Dante, porque viene a renovar el linaje humano nada menos.

Diré aquí con toda franqueza que si yo fuese Víctor Hugo y alguien me hubiera echado tanto incienso, y no tontamente, sino con gracia y moviendo bien el turíbulo, hubiera yo escrito una carta menos seca, pagando al poeta sus alabanzas con otras iguales y no menos justas. La carta de Víctor Hugo me da rabia, como si yo fuese Andrade. La única disculpa que tiene la carta es que Víctor Hugo no sabía castellano y no entendió los versos de su admirador.

La verdad es que o debe uno callarse y dejar que le adoren como a un Dios, o contestar con algo mejor que tres frases hechas a requiebros como lo que siguen:


   ¡Todo lo tienes tú: la voz del trueno
del gran profeta hebreo,
fulminador de crímenes y tronos!;
el grito fragoroso del que un día
encarnó, para ejemplo de los siglos,
la idea del derecho en Prometeo;
la cuerda de agrios tonos
de Juvenal, aquel Daniel latino,
tremendo justiciero de su siglo,
y el rumor de caverna de los cantos
del viejo Gibelino.
Todo lo tienes tú; por eso el Cielo
te dio tan vasto sin igual proscenio.
No hay cosas que no vibren en tu lira,
ni espacios que no se abran a tu genio.
Cantas al porvenir, y los que sufren,
esclavos de la fuerza o la mentira,
sienten abrirse a sus llorosos ojos
de la esperanza a las azules puertas.
Apostrofas al tiempo y se levantan,
mágico evocador de edades muertas,
como viviente, inmenso torbellino,
razas extintas, pueblos fenecidos,
fantasmas y vestigios,
para contarte en misterioso idioma
la colosal Leyenda de los siglos.
Todo lo tienes tú; todo lo fuiste:
profeta, precursor, mártir, proscrito.
Gigante en el dolor te levantaste
cuando en la noche lóbrega sentiste
temblar los mares, vacilar la tierra,
con pavorosa conmoción extraña,
cual si un titán demente forcejease
por arrancar de cuajo una montaña.
Era Francia, montaña en cuya cumbre
anida el genero humano;
la Francia de tu amor, que tambaleaba
herida por el hacha del germano;
y arrojando la lira en que cantabas
la Canción de los bosques y las calles,
fuiste a tocar llamada,
de París sobre el muro ennegrecido,
en el ronco clarín de Roncesvalles.

Larga es la cita que acabo de hacer; pero ella muestra la excesiva, candorosa y casi desdeñada adoración a Víctor Hugo; el concepto que formaba Andrade de lo que era o debía ser un poeta grande, y aun algunos de sus sentimientos y creencias sobre el progreso y la libertad y sobre el alto destino de Francia, cumbre donde anida el genio humano.

Las faltas de Andrade se ven también en los versos que acabo de citar. Por ellos se puede afirmar que se le empieza a conocer; mas para conocerle a fondo es fuerza hablar de su Prometeo, de su Atlántida y de otras composiciones que piden más cartas. Por hoy añadiré sólo que al terminar los versos a Víctor Hugo muestra Andrade otro de sus entusiasmos y sus creencias más poéticas: que el glorioso porvenir del humano linaje está en el mundo que descubrió Colón:


   Desde aquí, teatro nuevo
que Dios destina al drama del futuro,
razas libres te admiran y se mezclan
al coro de tu gloria,
Orfeo que bajaste
en busca de tu amante arrebatada,
la santa democracia,
¡a las más hondas simas de la Historia!
Desde aquí te contemplan
entre dos siglos batallando airado
y arrancando a la lira
la vibración del porvenir rasgado
o el triste acento de la edad que expira.
Y al través de los mares,
astro que bajas al ocaso, envuelto
en torrentes de llama brilladora,
entonando tus cantos seculares,
te saludan los hijos de la aurora.

Este final es magnífico.

No es más grandioso y arrogante nada de Víctor Hugo; pero, como el poeta argentino, envolviendo a su ídolo en nubes de incienso y en nimbos y aureolas de luz, le llama viejo y astro que baja al ocaso, ¿quién sabe si Víctor Hugo lo entendería y se enojaría un poco?

Basta ya, por ahora. Otro día veremos cómo entrevé y predice Andrade el porvenir de su América, y cómo teje guirnaldas y coronas poéticas con las flores que toma en la filosofía de la Historia, jardín público donde cada cultivador planta y recoge las flores que le convienen o le gustan, ciencia que cada cual construye, entiende y explica según le place.




- III -

7 de mayo de 1888.

Mi distinguido amigo: La última producción de Andrade, titulada Atlántida, es el canto del cisne donde su sentir patriótico y de raza está expresado con mayor elegancia y brío. Premiado el canto en público certamen, y siendo además la obra más encomiada del poeta, bien puede afirmarse que las ideas y los sentimientos que contiene son de los más populares en las orillas de La Plata.

No pretendo yo negar que el canto es hermoso. No me propongo escatimar las alabanzas ni deslustrar los aciertos sacando a relucir faltas y errores. Tampoco gusto, por lo común, de impugnar con la fría dialéctica de la prosa, lo que tal vez afirma un poeta arrebatado por el estro; pero ¿cómo prescindir de mi propia manera de sentir, de mi ser de español-peninsular, y no contradecir sentimientos e ideas que en la Atlántida se expresan y que en algo o en mucho nos lastiman?

El canto Atlántida está dedicado al porvenir de la raza latina en América, y esto de raza latina ofende mi amor propio español. En esto, para España, hay algo que hiere, como se sentiría herido un anciano al saber que un hijo suyo, emancipado, rico, con gran porvenir, establecido en remotos países y lleno de altas miras ambiciosas, justas y fundadas, había renegado del apellido paterno, y en vez de llamarse como se llamó su padre, había adoptado el apellido de un amo a quien su padre sirvió en la mocedad.

Al llamarse latinos los americanos de origen español se diría que lo hacen por desdén o desvío del ser que tienen y de la sangre que corre por sus venas. Ellos se distinguen entre sí y de nosotros llamándose argentinos, mejicanos, colombianos, peruanos, chilenos, etcétera. Pero si buscan luego algo de común que enlace pueblos tan diversos e independientes, me parece que el tronco de las distintas ramas no está en el Lacio, sino en esta tierra española. Los Estados y las naciones que han surgido en América de nuestras antiguas colonias son tan españoles como fueron griegas las colonias independientes que los griegos fundaron en África, en Asia, en Italia, en Sicilia, en España y en las Galias. No se avergonzaron estos griegos independientes de seguir llamándose griegos, y no imaginaron llamarse pelasgos o arios para borrar o esfumar su helenismo en calificación más vasta y comprensiva.

Y aunque se diga que los portugueses no son españoles y que hay un gran imperio de origen portugués en América, el argumento no vale. Si hemos de reducir a un común denominador a los lusoamericanos y a los hispanoamericanos, a fin de sumarlos luego, más natural sería hacerlos a todos, no latinos, sino ibéricos y hasta españoles. Los portugueses, en los siglos de su mayor auge y florecimiento, cuando tenían navegantes, héroes y poetas como Gama, Cabral, Diego Correa, don Juan de Castro, Alburquerque y Camoens, no desdeñaban el ser españoles, por más que dentro de este predicamento general pusieran la distinción específica de portugueses. Ni sé yo que los austríacos, cuando no son húngaros, bohemios o croatas, así como tampoco otros pueblos germánicos que no dependan del Imperio alemán, fundado por los prusianos, repugnen el dictado de alemanes y pretendan llamarse de otra manera. Más derecho será negar al Imperio flamante el exclusivo título de alemán.

De esta suerte, pudieran los portugueses, si hubiera tribunal con jurisdicción para decidir y el negocio importase más, poner pleito a España por haberse alzado con el nombre de España y pedir que este Estado se llamase Reino Unido de Aragón y Castilla.

Me parece, por otra parte, que el título de América latina disuena más al promover la contraposición con la América yanqui, que han dado en apellidar anglosajona. Para que la contraposición fuese exacta, convendría, si llamamos anglosajona a una América porque se apoderó de Inglaterra un pueblo bárbaro llamado anglosajón, llamar visigótica a la otra América, porque otro pueblo bárbaro, llamado visigodo, conquistó la España. Igual razón habría para llamar a los Estados Unidos y al Canadá América normanda, con tal de que la restante América se llamase moruna o berberisca.

La verdadera contraposición, la innegable diferencia entre los yanquis y los hispanoamericanos de cualquier república que sean, no está en lo germánico, ni en lo latino, ni en lo normando, ni en lo moruno, ni en lo anglosajón, ni en lo visigótico, sino en que una América, civilizada ya, procede de ingleses y de españoles otra, cuando Inglaterra y España eran al fin dos naciones perfectamente formadas y distintas, con condiciones propias y con carácter peculiar y con sello de originalidad indeleble. Y este sello tiene o debe tener fuerza y virtud informante para marcar y asimilar a la gente que entre por aluvión a ser parte de la población de los nuevos Estados. Y así como no es de presumir que los franceses del Canadá y de Nueva Orleáns, y que los españoles de origen de California. Tejas y la Florida, y mucho menos los seis o siete millones de negros, ciudadanos libres hoy de la república que fundó Washington, cambien el ser de aquella República y borren su origen, en su mayor parte inglés, menos debe temerse que los italianos o los franceses que emigran ahora a la América, de origen, no en su mayor parte, sino exclusivamente española o ibérica, borren la filiación y las señales de la procedencia y conviertan aquella América en latina.

Hechas estas consideraciones para que quede en su punto la verdad, severa y prosaicamente considerada, no debiéramos disputar más con el poeta, sino repetir la sentencia de Horacio del quidlibet audendi, y dejarle imaginar lo que se le antojara y convertir en latinos a todos los hispanoamericanos desde Nuevo Méjico a Patagonia.

En medio de todo, no hay concepto generalizador que, aun pareciendo absurdo por un lado, no tenga por otro cierto racional fundamento, el cual estriba en nociones vagas, que se desprenden de ciertas nuevas, como, en este caso, de la filosofía de la Historia, de la Etnografía y de la Filología comparativa, y pasan al dominio del vulgo. De aquí, sin duda, que habiendo sido tan pocos los latinos, allá en un principio, nos convirtamos ahora todos en latinos, con sorpresa y pasmo de los que no están en el secreto y por obra y gracia de las mencionadas ciencias.

Podemos llamarnos latinos, aunque no raza latina, como ya nos llamaron latinos los griegos del Bajo Imperio, para quienes los alemanes y los ingleses, y con sobrada razón, eran latinos, porque habíamos sido todos civilizados por el latín y con el latín: por el imperio latino de Roma y después por la Iglesia latina de Roma. Podemos llamarnos latinos, porque nuestras lenguas proceden del latín, y, en este sentido, no son latinos los alemanes; pero no sé yo por qué los ingleses han de ser más germánicos que latinos o celtas. Si es cuestión de vocablos, acaso, casi de seguro, hay en un Diccionario inglés tantas palabras tomadas del latín como tomadas de otro idioma. Y si nuestro latinismo se funda en el influjo civilizador de la Iglesia romana desde la caída del Imperio hasta la Reforma, los ingleses y los irlandeses resultan más latinos que los españoles, quienes durante toda la Edad Media estuvieron mucho más separados que Inglaterra y que Irlanda del influjo de Roma.

En resolución, y bajo cualquier aspecto que esto se mire, yo comprendo que, con el andar de los siglos, desaparezca del todo entre los yanquis la huella de su origen inglés y entre los hispanoamericanos la huella de su origen español, para que yanquis e hispanoamericanos sean algo enteramente nuevo; pero no comprendo que yanquis e hispanoamericanos se borren el ser inglés o español que tienen para que aparezca por bajo un ser anglosajón o latino, a la manera que se puede borrar lo escrito recientemente en un palimpsesto para que salga a relucir por bajo alguna obra clásica de antigüedad remota.

Si otro modo de transformación puede o no ocurrir, misterio es profético, en el que no debo entrar. Sólo digo que esta transformación, por cuya virtud quedasen descastados los españoles ultramarinos, los vejaría más a ellos que a los españoles peninsulares. ¿Carecerá la raza que colonizó tan inmensa extensión de ambas Américas de vigor y de nervio suficientes para imponer el sello característico que la distingue? ¿Cederá al empuje de la inmigración creciente, dejando, verbigracia, que los franceses o los italianos se sobrepongan, y que las nuevas nacionalidades, y tal vez las lenguas, sean un conjunto italofrancohispanolusitano que venga a denominarse latino, para que no sea tan largo el término de expresión?

Me parece que, en todo caso, han de pasar centenares de años antes de que esto ocurra.

Lo más probable, así como lo más deseable, será que el Brasil, prescindiendo de tupinambas, y guaraníes y de negros bundas y minas, y considerado como nación civilizada, siga siendo portugués de casta y origen, y que sus habitantes sigan hablando y escribiendo la lengua portuguesa, enriquecida ya por ellos con un tesoro de poesía épica y lírica y con muy estimables libros de Historia y de Derecho; que todas las repúblicas hispanoamericanas, como pueblos civilizados, sigan siendo de origen español, y que sus ciudadanos sigan hablando la lengua de Castilla, en que han escrito Alarcón, sor Juana Inés, Valbuena, Gorostiza, Ventura de la Vega, Baralt, Bello y Olmedo; y que los sesenta millones de yanquis, que podrán dentro de poco pasar de ciento, sigan siendo ingleses por su origen, como pueblo civilizado, y sigan hablando la lengua inglesa. Las literaturas de estos pueblos seguirán siendo también literaturas inglesa, portuguesa y española, cual no impide que con el tiempo, o tal vez mañana, o ya salgan autores yanquis que valgan más que cuanto ha habido hasta ahora en Inglaterra, ni impide tampoco que nazcan en Río de Janeiro, en Pernambuco o en Bahía escritores que valgan más que cuanto Portugal ha producido, o que en Buenos Aires, en Lima, en Méjico, en Bogotá o en Valparaíso lleguen a florecer las ciencias, las letras y las artes con más lozanía y hermosura que en Madrid, en Sevilla y en Barcelona.

No niego yo la posibilidad de que los hispanoamericanos nos superen; y si no deseo que se nos adelanten, porque la caridad bien ordenada empieza por uno mismo, deseo que nos igualen. Lo que niego es que, a no ser por decadencia y no por primor o por adelanto, se vuelvan latinos. Afirmo la persistencia del españolismo, y en este sentido creo que la sentencia del duque de Frías no puede fallar. Durante muchos siglos aún podremos exclamar con dicho poeta:


Españoles seréis, no americanos,

y podremos afirmar que el navegante que vaya por allí desde Europa,


al arrojar el áncora pesada
en las playas antípodas distantes,
verá la Cruz del Gólgota plantada
y escuchará la lengua de Cervantes.

Bolívar pudo sacudir el yugo del tirano Fernando VII; pero el otro yugo, suave y natural, del Manco de Lepanto y del ejército de escritores que le sigue, es yugo que nadie quiere, ni debe, ni puede sacudir.

Otro sentimiento que no nos es favorable se deja traslucir además en el canto Atlántida. Es legítimo, sin duda, el deseo, y no deja de tener fundamento la esperanza que anima a los americanos, esto es, a los descendientes de europeos que fueron a colonizar a América, de que el porvenir de la Humanidad está allí: de que si en Asia, cuna de la civilización, hizo la Humanidad grandes cosas, y de que, si más tarde, tal vez desde las guerras médicas, Europa adquiere la hegemonía, civiliza, domina el mundo y obra mil portentos, todavía América los obrará mayores en lo futuro, eclipsando las glorias de las más ilustres naciones de Asia y de Europa. Hasta este punto, el pensar y el aspirar son razonables y nada tienen de odiosos. Nada hay que decir, pongo por caso, de que un ciudadano de Chicago espere que el esplendor de su ciudad anuble dentro de poco el esplendor de la memoria de Roma, o de que Nueva York haga olvidar a Sidón y a Tiro, o de que por Boston se venga a oscurecer la fama de Atenas. Pero ya es de censurar si, traspasando este límite, se advierte la impaciencia, que tiene algo de antinatural, como cuando un hijo piensa en que se le muera pronto su padre para heredarle, de que decaiga Europa, a fin de que se levanten las naciones de América con superior y no disputada grandeza.

De todos modos, yo no apruebo esta especie de naciente rivalidad entre el mundo nuevo y el viejo, y creo compatible la grandeza de ambos mundos y posible el florecimiento de las naciones de por allá y de la de por acá; pero como de la emulación nacen los grandes hechos, y no hay éxito dichoso donde no hay confianza, aplaudo el júbilo soberbio con que Andrade parece que espera más de su raza que de Europa y que de los yanquis, asegurando que su raza va a cumplir las promesas de oro del porvenir, el cual está reservado (en América se entiende)


   A la raza fecunda
cuyo seno engendró para la Historia
los Césares del genio y de la espada.

Andrade quiere decir con esto, y yo me alegraría de que tuviese razón, pues, aunque quiero bien a los yanquis, quiero más a la gente de mi casta y sangre, que lo grande que tiene aún por hacer la Humanidad lo van a hacer los hispanoamericanos. Ojalá, repito, que sea así. Pero ¿qué necesidad hay para ello de que nos considere ya muertos o arruinados?

Andrade, profetizando en favor de su raza, que él llama latina, exclama:


   Aquí va a realizar lo que no pudo,
el mundo antiguo en los escombros yertos,
la más bella visión de las visiones:
al himno colosal de los desiertos,
la eterna comunión de las naciones

Supongo que el poeta intenta decir, aunque, francamente, lo dice mal, que escuchando el himno colosal de los desiertos, esto es, en medio de la magnífica, exuberante y hermosa Naturaleza de aquel nuevo e inmenso continente, la raza latina realizará al cabo


la eterna comunión de las naciones,

o sea una confederación y consorcio de pueblos libres, prósperos, fuertes, ricos y llenos de altísima cultura.

A nada de esto debe oponerse, sino aplaudir, todo latino de por acá. Lo que yo no apruebo, y lo que no aprobará ningún latino de los de esta banda, es que los latinos de la otra banda pongan como condición, a lo que parece, el que se convierta en escombros yertos este mundo antiguo en el que hemos nacido y en el que vivimos.

En un porvenir remoto, todo, sin embargo, es posible. Tal vez dentro de algunos siglos, en vez de venir los chilenos, peruanos, brasileños, etc., a estudiar, a divertirse y a gozar en escuelas, teatros y bullicios de París, de Roma y hasta de Madrid y Sevilla, aunque decaídas ya estas poblaciones, vengan a visitar sus ruinas como visitan ahora los europeos las ruinas de Persépolis, Palmira, Nínive y Babilonia. Lo que casi no es posible, y vuelvo a mi tema, es que los hispanoamericanos, aun después de ocurrido todo lo que dejo consignado, se conviertan en latinos. ¡Cuidado que a mí me encantan Horacio y Virgilio, y los Gracos y los Escipiones, y Paulo Emilio y Régulo, y los Fabios y los Decios! Aunque propiamente no sean latinas, todas las grandes cosas de la Italia moderna me maravillan también y me atraen. Yo reconozco y bendigo el influjo civilizador de Italia, la cual hasta el siglo XVI, y desde siete siglos antes de Cristo, y aun desde más temprano si contamos con el florecimiento de la Etruria y de la Magna Grecia, es la maestra de las gentes; pero los discípulos no han perdido su ser y dejado de ser lo que eran. Un cordobés, paisano de Lucano y de Séneca; un señorito de Sevilla, paisano casi de Silio Itálico y de los emperadores Trajano, Adriano y Teodosio el Grande, o un natural de Cádiz, paisano de los Balbos, me chocaría a mí que saliese con la tonada de que era latino, cuando tal vez no supiese decir en latín sino el Gloria Patri y el Sicut erat. Hágase usted cargo si me chocará que un ciudadano de Buenos Aires, o de Montevideo, o de Quito, salga con que es latino o de raza latina, como si tuviese a menos o se avergonzase de ser de raza española.

Pero, en fin, nada de esto destruye el mérito de los versos de Andrade, de que seguiré hablando otro día.

Perdone usted que por hoy haya perdido yo tanto tiempo en mi inocente desahogo contra esta latinidad postiza que por moda científica nos han colgado a todos.




- IV -

14 de mayo de 1888.

Mi distinguido amigo: Confieso que el canto Atlántida hace que me asalten con vigor mis dudas y cavilaciones sobre la poesía docente en nuestra edad, en que todas las ciencias están metodizadas y ordenadas.

Es de toda evidencia que existe aún sublime poesía docente, la cual, no sólo enseña el camino del progreso al linaje humano, sino que habla de Dios, revela los misterios del Universo y de la Historia, y mueve y levanta los corazones para que realicen nobles y útiles empresas. El influjo de esta poesía es hoy como nunca poderoso, y da un mentís a los que afirman que vivimos en época positiva y prosaica. Más que Tirteo en la antigua Grecia, influyen Whittier en la guerra civil de los Estados Unidos para dar libertad a los esclavos, y Quintana en España sosteniendo a la vez, con idéntico brío y en maravillosa y rica combinación, las ideas y los sentimientos que habían producido la Revolución en Francia y el fervoroso patriotismo que abominaba de los que, por fuerza y sometidos ya a un tirano, aparentaban divulgar esos sentimientos y esas ideas a costa de la dignidad y de la independencia de las otras naciones.

Jamás como ahora, a pesar de la manía de afirmar que estamos en la edad de la razón y que ha pasado la edad de la fe, ha sido el entusiasmo más contagioso, ni ha tenido más eficacia, precediendo a la acción el pensamiento, y revistiéndose para propagarse y transformarse en obras de la palabra rítmica, sonora y alada.

Pero todo esto no es porque los poetas patenticen los arcanos que antes sabían sólo asociaciones secretas, ni hagan raros descubrimientos de que nadie se hubiera enterado hasta que ellos lo dijeron, sino porque a lo sentido, a lo imaginado y a lo pensado por muchos, tal vez informe y confusamente, aciertan a dar forma divina, sintiéndolo con más energía, imaginándolo con mayor lucidez, pensándolo con más limpia y pura claridad y comunicándolo así a las muchedumbres.

Todo depende, pues, de una feliz forma íntima, de la oportunidad y del tino.

Cierto escritor israelita ha compuesto un libro donde trata de probar que no hay sentencia alguna en el Sermón de la Montaña que no hubieran pronunciado antes de Cristo estos o aquellos doctores de la Sinagoga o de sectas judaicas en disidencia. Miremos el asunto con mirada racionalista y profana y concedamos por un instante que dice verdad el autor del libro. El mérito de Jesús no se menoscabará por eso, antes crece en nuestra mente y se magnifica. ¡Con qué inspiración imperiosamente persuasiva, con qué soberano magisterio, con qué arte prodigioso no diría Jesús su Sermón, cuando de un tejido de frases olvidadas o desdeñadas de rabinos oscuros, y de los que nadie hacía ya caso, compuso una obra moral y social que ha renovado el mundo y que hace cerca de dos mil años es como el fundamento ideal de la vida y de las costumbres entre las naciones que gobiernan y dirigen los destinos humanos!

En escala inferior, así es toda obra de un gran poeta. Nada explica mejor esto que dos palabras que no sé por qué han caído en desuso en nuestra lengua: la virtud de la concinidad y el poder del concionador, en su acepción más elevada.

Por una concinidad inspirada por el Cielo, suponiendo fundada la crítica del autor israelita, hizo Jesús ley de la Humanidad de un centón de máximas rabínicas: y por concinidad semejante, aunque en más baja esfera, influye un poeta en el porvenir de su pueblo con otro centón de lugares comunes.

Todo estriba, más que en lo que se dice, en el modo de decirlo; pero este modo no está sujeto a reglas, ni se aprende estudiando la poética y la retórica, sino que brota del alma humana, altamente iluminada, predestinada y escogida. Así se concibe que sea poeta docente, poeta concionador, Olegario Andrade, que al cabo, en prosa, sabía poquísimo, y no tenía, por consiguiente, mucho que enseñar.

Dos terribles escollos tiene que evitar el poeta que se engolfa por este mar de la poesía docente: el de mostrar enfático y falso sentimiento, que en vez de entusiasmar mueve a risa, y en este escollo Andrade, que es sincero, no tropieza jamás, y el de aspirar inocentemente a lo muy didáctico y caer en el prosaísmo, en lo cual no he de ocultar que Andrade alguna vez tropieza.

Para enseñar de cierto modo, no vale ya ni sirve la verdadera poesía, aunque el metro y los consonantes valgan aún como recurso mnemotécnico. Cuando se apela a este recurso, en vez de crear versos áureos, como los de Pitágoras, o máximas solemnes, como las de los antiguos sabios y poetas gnómicos, se suelen hacer versos cuya utilidad yo no niego, pero que hacen reír de puro ramplones. Menester fue de todo el talento y buen gusto de Martínez de la Rosa para que sus dísticos del Libro de los Niños no parezcan ridículas aleluyas y suenen bien como suenan:


   La conciencia es a la vez
testigo, fiscal y juez.

Las máximas del barón de Andilla, por ejemplo, pueden ponerse en solfa, aunque enseñan cosas útiles, como la que dice:


Niña, en la iglesia la cabeza tapa:
San Lino lo ordenó, segundo Papa.

Y en versitos, útiles también, viven en boca de las personas cultas las diferentes formas del silogismo, los impedimentos dirimentes del matrimonio, los requisitos que debe tener toda demanda de un abogado, los pretéritos y supinos y otras reglas de la gramática latina, y no pocos aforismos de medicina casera, como


Post prandium, dormire;
Post cenam, mille passus ire.

Ya, con mayor amplitud, se ha escrito en verso la Historia; y de ello nos da muestra notable el reverendo padre Isla, escribiendo la de España, que aprendí yo cuando chiquillo, desde


Libre España, feliz e independiente,
se abrió al cartaginés incautamente,

hasta


logre el cetro español años completos
en Felipe, en sus hijos y en sus nietos.

El canto Atlántida, si bien realzado con vuelos filosóficos, tiene algo de compendio de la historia de los pueblos latinos. Empieza el poeta con Roma, cuyo origen, crecimiento y grandeza nos pinta. Luego trae su decadencia y caída. Después de Roma, se levanta España, y el poeta encarece con amor nuestros grandes actos de la vida de la Humanidad. Caemos también, y el poeta lamenta nuestra caída, y la atribuye a que cayó sobre nuestro espíritu


la sombra enervadora del Papado.

lo cual me desagrada, no tanto porque dude yo de que el Papado tenga sombra enervadora, ni de que esta sombra sea como la del manzanillo, causa de perdición y de muerte, cuanto por el feísimo vocablo Papado, que hace pensar en la papada, y que se me resiste en verso heroico.

En pos de España, que


      ... duerme acurrucada
      al pie de los altares,
calentando su espíritu aterido
en la hoguera infernal de Torquemada.

viene Francia, recoge el cetro de los latinos, produce a Voltaire, y nos da enseguida su magnífica Revolución, hoguera de efecto contrario al de la hoguera inquisitorial:


Hoguera en cuya lumbre soberana
va a forjar, como en fragua ciclópea,
su eterno cetro la razón humana.

Francia cae también en Sedán, y ya le llega el turno a la América. Andrade, con todo, no nos da por muertos aún. Cree que aún tenemos ser, y lo expresa en estos versos generosos:


Anteos de la Historia,
los pueblos que el espíritu y la sangre
llevan de aquella tribu aventurera
que encadenó a su carro la victoria,
ya los postre o abata
la corrupción o la traición artera,
no mueren aunque caigan. Así Roma
en su tumba de mármol se endereza
y renace en Italia, como planta
que el polvo de los siglos fecundiza.
Así España sacude la cabeza
tras largas horas de sopor profundo,
y arroja los fragmentos
de su pasada lápida mortuoria,
para anunciar al mundo
que no ha roto su pacto con la gloria.
Y Francia, la ancha herida
del pecho no cerrada,
en la sombra se agita cual si oyera
rumores de alborada.

A pesar de todo, América se adelanta y se apercibe ya a hacer el primer papel:


A celebrar las bodas del futuro
en sus campos la eterna primavera.

y a dar


ámbito y luz en apartadas zonas
al genio inquieto de la vieja raza,
debelador de tronos y coronas.

Nada falta ya en América a este genio latino. Allí va a realizar prodigios que en balde hemos pugnado por realizar nosotros: el poeta sueña hasta con una nueva religión más comprensiva y sublime que las profesadas hasta ahora.


Y el Andes, con sus grandes ciclópeas,
con sus rojas antorchas de volcanes,
será el altar de fulgurantes velos
en que el himno inmortal de las ideas
la tierra entera elevará a los cielos.

En la descripción de esta América, ocupada por la raza latina, campo abierto a su afán, pone Andrade rasgos brillantes y espléndidos colores.

La enumeración y la calificación de las diversas repúblicas tienen hermosos versos.

Allí vemos a


... Colombia adormecida
del Tequendama al retemblar profundo;
Colombia la opulenta,
que parece llevar en las entrañas
la inagotable juventud del mundo.

A Venezuela, cuna de Bolívar; al Perú, aunque vencido no humillado; a Chile, el vencedor que


... fuerte en la guerra,
pero más fuerte en el trabajo, vuelve
a colgar en el techo
las vengadoras armas, convencido
de que es estéril siempre la victoria
de la fuerza bruta sobre el derecho;

al Brasil,


A quien sólo le falta
el ser más libre para ser más grande;

y, por último, a la patria del poeta, a la rica y extensa patria argentina:


La patria, que ensanchó sus horizontes
rompiendo las barreras
que en otrora su espíritu aterraron,
y a cuyo paso en los nevados montes
del Génesis los ecos despertaron.
La patria, que, olvidada
de la civil querella, arrojó lejos
el fratricida acero,
y que lleva orgullosa
la corona de espigas en la frente,
menos pesada que el laurel guerrero.
¡La patria! En ella cabe
cuanto de grande el pensamiento alcanza:
en ella el sol de redención se enciende;
ella al encuentro del futuro avanza,
y su mano, del Plata desbordante
la inmensa copa a las naciones tiende.

Los últimos versos, a pesar de las asonancias repetidas, y que ya no se sufren, son un bellísimo y entusiasta llamamiento a los europeos de raza latina para que vayan a colonizar en La Plata.



¡Ámbito inmenso, abierto
de la raza latina al hondo anhelo!:
¡El mar, el mar gigante, la montaña
en eterno coloquio con el cielo...
y más allá desierto!

¡Acá, ríos que corren desbordados;
allá, valles que ondean
como ríos eternos de verdura,
los bosques a los bosques enlazados;
doquier la libertad, doquier la vida
palpitando en el aire, en la pradera,
y en explosión magnífica encendida!

Por lo citado y expuesto, se ve que, a pesar de todo su desaliño y demás faltas, era Andrade un inspirado y original poeta; pero tal vez resplandecen más sus buenas cualidades cuando desecha la serenidad didáctica, es lírico puro y se deja llevar de la pasión que le agita. Habrá acaso en esta pasión algo de poco razonable; pero esto no importa cuando la pasión no es singular, sino de muchas gentes, de las cuales el poeta se hace eco y es órgano.

Así, más que el patriotismo, el americanismo de Andrade.

Justo es que todo Estado independiente ponga el mayor empeño en conservar y hacer respetar su autonomía. Justa es también cierta mancomunidad de intereses entre todas las repúblicas de origen español, y así lamentamos las guerras, harto crueles con frecuencia, que se han hecho entre sí estas repúblicas. Chile ha asolado y arruinado el Perú. El Paraguay ha quedado medio desierto después de la última guerra. Justo es que todas estas repúblicas, ya que se separaron de la metrópoli y de los estados de Europa, se enojen de toda tutela o curatela que aspiremos a imponerles. Nada más impolítico, absurdo y deplorable que nuestra guerra del Pacífico y que la expedición a Méjico, que puso al infeliz Maximiliano sobre su inestable y peligroso trono.

Delirio fue, en mi sentir, el más o menos vago proyecto, no nacional, sino palaciego, que hubo, tiempo ha, en España, ya de levantar en la misma Méjico, ya en Quito, un trono para algún príncipe o semipríncipe de nuestra dinastía. España, por dicha, no piensa ya, si es que pensó alguna vez, en nada semejante, y hasta abomina de ello.

Las demás naciones de Europa, escarmentadas con el crudelísimo ejemplo de Maximiliano, y convencidas de que no es posible, ni conveniente, que reine en América un príncipe europeo, no acometerán ya jamás tales empresas, y no se dejarán seducir, y se taparán las orejas para no oír las excitaciones, los ruegos y las promesas de los americanos monárquicos, si aún los hubiere después del escarmiento último. Pero concediendo esto, no podemos conceder que haya nada de juicioso en el americanismo exagerado. ¿Dónde está, ni cómo puede concebirse este antagonismo o contraposición entre Europa y América, cuando la América civilizada no es, ni puede ser, sino la prolongación, el complemento, una parte del triunfo de la civilización europea y cristiana sobre la Naturaleza bravía y no domada aún por el hombre; y sobre las razas bárbaras y salvajes que, al contacto de los europeos, o se mezclan con ellos y se regeneran y levantan, o perecen y se hunden?

Alzar en América un reino o imperio nuevo sería locura. Admirémonos de la previsión astuta de don Juan VI, o de sus consejeros, que habilitó a don Pedro de Braganza para decir su famoso fico, me quedo, y quedar, en efecto, de emperador del Brasil; pero lo que no se hizo en sazón no se remedia cuando fuera de sazón quiere hacerse. La América española debe ya ser, y es menester que siga siendo republicana y señora de sí misma. No autoriza esto, con todo, ni menos justifica los arbitrarios asertos de que la virtud, el desinterés y la libertad se fueron al Nuevo Mundo, y el hablar con horror de la tiranía de los reyes y de la bajeza lacayuna de los pueblos que los sufren, cuando en América se han sufrido dictadores y tiranos más zafios, ruines y sanguinarios y codiciosos que nuestros peores reyes. En ninguna nación civilizada de Europa ha habido, desde hace un siglo, sobre ningún trono, más aborrecible y cruel tirano que Rosas. Y, por otra parte, el sufrir los desmanes, los vicios, los crímenes y las insolencias de un rey no humilla tanto, ya que en virtud de una ficción legal, aquel hombre está, para bien de todos, colocado aparte, y como por cima de los demás, y es monumento vivo de antiguos héroes y caudillos y de mil gloriosos hechos; mientras que un tirano improvisado sale a veces de la hez, del cieno, del más hondo sedimento de las cloacas sociales, y se encumbra, por fuerza o astucia, no en virtud de ley antigua y veneranda, sino hollando todas las leyes, para plantar su rudo pie sobre el pescuezo de sus iguales y de sus superiores.

Pero, por cima de todas estas consideraciones, vienen a ponerse el brío patriótico, la noble independencia y el orgullo, para mí digno de aplauso, que prefiere hasta la mayor infelicidad en casa, a un bien, a una aventura, a una felicidad que acudan a traernos los extraños; por todo lo cual aplaudo yo a Andrade, más que cuando adoctrina a todo el humano linaje, cuando se revuelve contra nosotros los europeos y nos injuria elegantemente, en el ardor de su lírica vehemencia, y nos llama enflaquecidos, corrompidos, lacayos, esclavos y otras lindezas.

Su poesía La Libertad y la América es a la vez una diatriba contra nosotros, un himno triunfal al Nuevo Mundo y un cartel de desafío a los europeos.

Y, sin embargo, ésta es la composición que más me agrada de Andrade. En la facilidad, en la riqueza y en la fluidez, parece de Zorrilla; y parece de Víctor Hugo en la crudeza y en el furor con que ensalza a los suyos y a nosotros nos vilipendia y deprime.



   Aquí donde algún día vendrán las razas parias
a entrelazar sus brazos en fraternal unión,
a despertar acaso las selvas solitarias
con el sublime acento de místicas plegarias,
cantando los esclavos su eterna redención.

    Aquí la vieja Europa, con mano enflaquecida,
con la altanera audacia de la codicia vil,
quiere injertar su sangre, su sangre corrompida,
que se derrama a chorros por anchurosa herida,
en la caliente sangre de un pueblo varonil.

    Y allá, en la blanca cima do el cóndor aletea,
clavar sobre los cielos su roto pabellón;
y acá, sobre su espalda robusta y gigantea,
colgar de sus lacayos la mísera librea,
colgar de sus esclavos la insignia de baldón.

Contra este supuesto propósito de Europa, el poeta se alza lleno de indignación, y llama al combate, así a los héroes vivos como a los héroes muertos; a aquéllos que, durante la guerra de emancipación,


En el mar, en el valle, en las montañas,
revolcaban al león de las Españas,
que bramaba de rabia y de coraje.

Volviendo luego al primer metro, continúa el cántico triunfal y profético americano, vaticinando un porvenir glorioso para el Nuevo Mundo, e implícitamente, al menos, la ruina del Mundo Antiguo:



¡América! Tus ríos te ofrecen ancha copa;
la túnica del iris, espléndido dosel;
las selvas seculares son pliegues de tu ropa;
en tus desiertos cabe la vanidad de Europa;
las razas del futuro te buscan en tropel.

    ¡Ni siervos, ni señores, ni estúpido egoísmo!
Al Universo anuncia tu gigantesca voz.
En vez de las almenas del viejo feudalismo,
con la frente en el cielo, la planta en el abismo,
los Andes se levantan para tocar a Dios.

Y, por último, el poeta asegura que la Historia va a terminar allí; que el non plus ultra de todos los ideales está en su continente; que no hay otro más allá de bello, de bueno, de noble, ni de santo, que lo que su América realice:


   Tus Andes son el templo de cúpula de hielo
en que, después de rudo y ardiente batallar,
vendrá a colgar sus ramas con religioso anhelo
la caravana humana para elevar al Cielo
el himno sacrosanto de amor y libertad.

Claro está que en todo esto hay mil parabienes agoreros que deben lisonjear a los argentinos; justas aspiraciones y egregias esperanzas, y además lirismos y pompa poética que a todos nos hechizan. Hay también extravagancias, así en el fondo como en la forma, de cuyas tres cuartas partes, lo menos, hago yo responsable a Víctor Hugo y a la manía que inspira de imitarle.

Veremos aún el Prometeo y otros poemas. Temo cansar a usted con tan largo examen crítico; pero usted lo ha querido, y ya no hay más sino llevarlo con paciencia.




- V -

4 de junio de 1888.

Mi distinguido amigo: Incompleto quedaría mi examen de las obras poéticas de Andrade si no hablase yo de la más trascendental; de su Prometeo, inspirado por el de Esquilo.

La crítica literaria dictó en el siglo pasado sentencias tan contrarias a las que dicta en el nuestro, que sería largo demostrar aquí que hoy es cuando tenemos razón, y que los críticos de entonces se equivocaban. Así, pues, suprimo pruebas en gracia de la brevedad, y doy por demostrado que tenemos razón ahora: que ahora toda sentencia que recae sobre libros de la clásica antigüedad es definitiva e irrevocable.

El Prometeo de Esquilo, por tanto, drama para los críticos franceses seudoclásicos, como Voltaire y La Harpe, bárbaro, sin acción y sin caracteres, es para nosotros, y en realidad y para siempre, un prodigio de poesía; una de las obras más sublimes que ha producido el ingenio humano. Dicen que Esquilo consagró sus tragedias al Tiempo, y tuvo razón, ya que el Tiempo, agradecido, le hace justicia. Hoy las admiramos todas, y sobre todas las de Prometeo, aunque es la segunda parte de su trilogía, de la cual, salvo cortos fragmentos, se han perdido la primera parte y la tercera. En traducir el Prometeo, en comentarlo, en explicarlo, en completarlo o en imitarlo, se han empleado los más egregios poetas, críticos, filósofos y pensadores de nuestra edad: Shelley, Byron, Edgardo Quinet, Goethe, Bunsen, A. Maury, Patin y mil otros. Unos han puesto en verso cuanto suponen que Esquilo dejó por decir, o cuanto dijo y se perdió; otros han dado sentido nuevo a la fábula; otros han disertado largamente para desentrañar todos los misterios que la fábula esconde.

Tal vez esta fábula, entendida de cierto modo, se aviene con el prurito de impiedad y de rebeldía blasfema que hoy atosiga muchos espíritus, y que ha inspirado, por ejemplo, el himno a Satanás, de Josué Carducci; tal vez se aviene con la suposición de que en el Supremo Dispensador de los destinos humanos hay tiranía y malevolencia, y de que la gloria y la grandeza del audaz linaje de Japeto está en rebelarse contra esa tiranía y su bienaventuranza en sacudir el yugo.

Aun antes de nuestro siglo, entre los vates precursores aparece Milton, el cual, en medio de su fe cristiana, sentía ya ese espíritu de rebelión y simpatizaba con él, por donde pone noble grandeza y egregia hermosura en su príncipe de los demonios, y aun toma para pintarle rasgos del Prometeo del trágico griego.

La sospecha o la acusación contra la impiedad de Esquilo hubo de mostrarse ya cuando él vivía, y dar origen a la Historia de que le mató el águila de Júpiter, dejando caer sobre su calva frente una tortuga que llevaba entre sus garras por el aire.

Críticos y comentadores hay, con todo, que, lejos de ver impiedad en Esquilo, le consideran piadosísimo, y explican la trilogía de Prometeo dándole significación profundamente religiosa. Si el poeta pecó en algo, fue en divulgar doctrinas esotéricas, que se transmitían sólo a los iniciados en los misterios y que se custodiaban en el seno de colegios sacerdotales.

Por lo demás, como todas las mitologías, y singularmente la griega, se formaron por amalgama o fusión de opuestas y encontradas creencias y modos de sentir y entender, resulta que en esta fábula de Prometeo hay varias y aun opuestas interpretaciones, según se la considere, y aun según sea el autor de que se tome, pues también antes de Esquilo la trató Hesíodo.

De aquí que muchos, apoyándose en la idea de que hubo una revelación primitiva, cuya luz aparece, aunque ofuscada, en el seno del paganismo, ya ven en el Titán filántropo, que padece por amor de los hombres, una confusa prefiguración del Redentor; y ya ven lo mismo en el hijo de Júpiter; en Hércules, que mata el buitre o el águila que devoraba el renaciente hígado de Prometeo, y reconcilia a éste con Júpiter, a la cual interpretación vienen a dar más fuerza las palabras en que explica Hesíodo la buena voluntad con que Júpiter perdona; porque «así se difundía con mayor gloria sobre la Tierra la virtud de su Hijo muy amado».

En el poema de Andrade, más lírico que épico, donde se narra poco y hay muchos versos en que habla el Titán, esta confusión, o más bien oscuridad entre lo impío y lo piadoso, persiste y no se disipa.

¿Será a Júpiter o a Dios mismo a quien por boca del Titán dice el poeta todos estos insultos y amenazas?:


   «¡Oh Dios caduco! -grita
el titán impotente-,
como esta negra carne que renace
bajo el pico voraz del cuervo inmundo,
renacerá fulgente,
para alumbrar y fecundar el mundo,
la chispa redentora
que arrebaté a tu cielo despiadado,
¡germen de eterna aurora
del caos en las entrañas arraigado!
Desata, Dios caduco,
la turba ladradora de tus vientos;
sacude los andrajos de tus nubes.
Y acuda a tus acentos
la noche con sus sombras,
con montañas de espumas el Océano:
no apagarán la luz inextinguible
del pensamiento humano.
¿Qué importa mi martirio,
mi martirio, de siglos, si aun atado,
Júpiter inmortal, yo te provoco,
Júpiter inmortal, yo te maldigo?
¿Si el viejo Prometeo, el titán loco,
el mártir de tu encono,
siente tronar la ráfaga tremenda
que va a tumbar tu trono?».

Otro punto hay también en el cual los opuestos y discordantes elementos que entraron en la fábula argumento de la tragedia de Prometeo hacen oscura su significación en Esquilo. Todavía, después de tantos siglos, queda en el poema de Andrade la misma oscuridad, vaguedad o indecisión, la cual sería grave falta en cualquiera obra didáctica en prosa, pero en verso está bien y tiene singular hechizo, pues pinta la indecisión, las dudas, las contradicciones de la mente humana así cinco o seis siglos antes de Cristo como diecinueve después.

Entonces y ahora los hombres no estaban ni están contentos y satisfechos de lo presente; y así, ya fingen la edad de oro en lo pasado, de la cual hemos descendido por nuestra culpa hasta esta mísera edad de hierro; ya pintan, en lo pasado, una Humanidad bestial y feroz, que ha ido y va levantándose poco a poco hacia el bien, la luz y la perfección; ya, concertando la antinomia, aseguran la caída primera, creen en una redención ulterior y en pos de esta redención, en el progreso.

De todo esto hay vagamente en Esquilo; y de todo esto hay también vagamente en Andrade.

A la verdad, cuando el Prometeo de este último, atado siempre y padeciendo su martirio, llega a descubrir sobre el Gólgota la cruz del Salvador, el poeta argentino nos alucina por un momento y nos parece completamente cristiano. Se puede imaginar que la significación profética que da Augusto Nicolás a Prometeo es la que le inspira.

El Prometeo de Andrade dice algo por el orden de las santas y hermosas palabras del viejo Simeón: Nunc dimititis servum tuum, Domine, in pace, quia viderunt oculi mei salutare tuum,


   ¡Al fin puedo morir! -grita el gigante
con sublime ademán y voz de trueno-.
Aquélla es la bandera de combate,
que en el aire sereno
o al soplo de pujantes tempestades
va a desplegar el pensamiento humano
teñida con la sangre de otro mártir,
Prometeo cristiano,
para expulsar del orgulloso Olimpo
las caducas deidades.
Es un nuevo planeta que aparece
tras los montes salvajes de Judea
para alumbrar un ancho derrotero
a la conciencia humana:
el germen fulgurante de la idea
que arrebaté al Olimpo despiadado;
la encarnación gigante de mi raza,
la raza prometeana.
¡Al fin puedo morir! Hijo de Urano,
llevo sangre de dioses en las venas.
¡Sangre que al fin se hiela!
Aquél que me sucede, hijo del hombre,
lleva el fuego sagrado
que eternamente riela,
ya le azoten los siglos con sus alas,
o el viento furibundo;
el fuego del espíritu, heredero
del imperio del mundo.

Sin embargo, después de la atenta lectura de estos versos, se nota harto bien que el sentimiento cristiano ha entrado en ellos en pequeñísima dosis.

Cristo, según el poeta, vale más que Prometeo, no porque es Dios, sino porque es menos Dios y más hombre que el titán. Para el poeta, Prometeo, Cristo, Galileo, Sócrates, en suma, todo sabio que haya sido algo perseguido o muy perseguido por clérigos y frailes, por inquisidores o por dioses de cualquier laya, viene a ser un titán, un Prometeo de mayor o menor calibre, la personificación o la encarnación del pensamiento humano, que es el verdadero Dios que inspira su poema y a quien lo dedica.

El Prometeo de Andrade muere en cuanto ve morir a Jesús, y muere porque mueren los dioses todos para que reine sin rival el espíritu del hombre.

El poeta termina su obra entonando a este espíritu un cántico triunfal muy entusiasta. Todos los pensadores futuros serán otros tantos Prometeos, que es de suponer que no llegarán a padecer, ni con mucho, lo que padeció el titán, ni serán crucificados como Cristo, ni beberán cicuta como Sócrates, ni tendrán que sentir ninguna otra desazón mayúscula, como no hagan alguna tunantería o algún disparate. Estos nuevos pensadores contribuirán a que amanezca pronto el claro día


en que el error y el fanatismo expiren
con doliente y confuso clamoreo.

Los poetas harán también brillante papel en este drama del porvenir. Andrade no cree, por dicha, como creen y sostienen ahora algunos pensadores del Ateneo de Madrid, que la poesía, al menos la rimada o metrificada, va a morir por inútil. Los poetas serán las aves que cantarán la venida de esa aurora mental y social y que secarán con sus alas la sangre y el sudor de los pensadores, perseguidos o afanosos, si ellos se afanan y si alguien los persigue.

Para mí es evidentísimo que hay en todo este poema de Andrade portentoso brío y gran vuelo de inspiración. Lo que se echa muy de menos, ¿y por qué no decirlo con franqueza?, es el estudio para prepararse a escribirlo y el estudio al escribirlo.

No quiero pararme en el desaliño ni en las rarezas del lenguaje. No gusto de disputar, y alguien hallará bien quizá lo que yo hallo deplorable; pero quede consignado, sin atreverme a decir que no está bien, que no me suena el que Cristo sea planeta, y que preferiría que fuese estrella o sol; que la raza prometeana me choca y lastima los oídos, y que celebraría yo que Prometeo viese la Cruz y no la silueta de la Cruz. La silueta me hace pensar enseguida en figurillas de papel recortadas con tijeras.

Las fábulas gentílicas no merecen el respeto que merece la Historia. El poeta puede modificarlas a su antojo y bordar sobre ellas; pero aun en esta licencia se han de poner condiciones; de no observarlas, surgirán inconvenientes en daño del poema licencioso. Mientras más clara y transparente sea en Prometeo la representación del genio del hombre o del pensamiento humano, menos vida poética tendrá el personaje: más se acercará a la fría abstracción, más se esfumará como mera e insustancial alegoría. Para Esquilo y para los atenienses, público de Esquilo, Prometeo era persona de verdad; y Júpiter y las ninfas del Océano, y todos los seres que aparecen en el drama, distan mucho de ser abstracciones y vanas prosopopeyas. Por esto sólo, aunque no lo fuese por más, sería el Prometeo de Esquilo superior a todos los Prometeos que se han escrito más tarde.

Los denuestos del poeta griego contra su Zeus o Júpiter, vivo y reinante, debían de pasmar por su audacia: eran la protesta hermosa del derecho y de la razón contra la violencia y el poder. En el día nada significa hablar mal de Júpiter. Y si Júpiter es la superstición, el fanatismo, la idea de Dios o un Dios en quien no se cree, y es como si no fuera, todo elemento dramático y épico se desvanece, y se reduce el poema a la lucha de una abstracción contra otra.

Ya se entiende que digo esto como consideración general, que afecta poco al mérito del poema de Andrade. Él, o reflexivamente o por instinto, pensó como yo, e hizo su poema lírico y no epopeya ni drama.

Y no es esto decir que en nuestra edad moderna no sea posible una epopeya o un drama sobre Prometeo; pero, a mi ver, ha de ser de uno de estos tres modos: ya poniendo en parodia y en solfa el asunto, como en las operetas de Offenbach; ya ciñéndose con inspiración erudita al espíritu y pensar de los antiguos, sin bastardear ni mezclar las ideas anacrónicamente. Por tal estilo, bien podría un poeta muy helenista y muy sabio restaurar la trilogía, completando lo que de Esquilo nos falta, así como Leopardi compuso el himno a Neptuno, que parece traducción literal de uno de los himnos que se atribuyen a Homero. Puede, por último, y más bien pudo hará doscientos o más años, cuando la filosofía de la Historia no se había popularizado tanto, y cuando los poetas no metafisiqueaban tanto como hoy a sabiendas y reflexivamente, dar la fábula de Prometeo asunto para un drama que no fuese bufo como las operetas ni arqueológico tampoco, sino con moderno significado.

Calderón, a mi ver, nos dejó lindo ejemplo de esto en su precioso drama La estatua de Prometeo. Su intento fue sólo escribir una gran comedia de magia con mucha vistosa pompa, música y canto; pero la inspiración fue más allá del intento. Informada e iluminada la fábula terrible por la luz del cristianismo y por sus alegres esperanzas, toma el aspecto más risueño y tiene el desenlace más dichoso. El coro canta, con razón, al terminar:


   Feliz quien vio
el mal convertido en bien
y el bien en mejor.

Prometeo, así como Epimeteo, su hermano, no son figuras alegóricas, sino personajes reales. Prometeo, sabio; Epimeteo, guerrero. Representan, no obstante, la lucha de las armas y las letras, de la razón y de la pasión, de la ciencia y del instinto violento y ciego. Aunque rodeados de personajes simbólicos y mitológicos, hay realidad y vida en ambos protagonistas.

La lucha que entre ellos estalla viene a parar en reconciliación, interviniendo Minerva, o la sabiduría misma, y Apolo, o el padre de la luz, los cuales interceden con el sumo Jove, quien perdona antes de que Prometeo padezca el suplicio a que estaba condenado. Pandora no es causa de todos los males, como en Hesíodo, tan aborrecedor de las mujeres.

Para el galante Calderón, que rendía culto a la mujer, y para quien


... si el hombre es breve mundo,
la mujer es breve cielo,

Pandora, que representa a la mujer, completa la dicha del sabio, casándose con él y amándole. Robar el fuego del cielo resulta chico pecado y perdonable atrevimiento, en vista de los bienes que acarrea, y sobre todo,


porque nunca niega
piedades un Dios.

La maravillosa y estupenda fantasía de Calderón despliega toda su virtud en el robo mismo del fuego, en la aparición de Prometeo, cuando ya le trae del cielo, y en la repentina y milagrosa vivificación de la estatua que se convierte en mujer hermosa y sabia, hasta el punto de confundirse con Minerva, cuando Prometeo le da la llama celestial, que la penetra y la anima.

Un crítico de buena voluntad y trascendente, como hoy se usan, pudiera sacar de La estatua de Prometeo mil deliciosas, amenas y hasta profundas filosofías.

No me incumbe a mí hacerlo ahora, y me vuelvo a Andrade.

En éste no son tan atinadas como en Calderón las modificaciones o innovaciones. Algunas van contra todo razonable simbolismo y lo truecan en embolismo. El Titán, hijo de Japeto, es y quiere Andrade que sea el pensamiento humano. ¿Por qué, pues, le hace pelear contra Júpiter, con los otros titanes, que significan las fuerzas cósmicas, fatales e ininteligentes, en las que Júpiter pone orden y ejerce imperio? Prometeo aconsejó a los titanes que no se rebelasen contra Júpiter.

También es raro que los titanes, para escalar el cielo, monten a caballo y galopen como gauchos por la Pampa y en corceles de semoviente y animado granito. Para subir al asalto de una fortaleza, a un monte enriscado o al cielo, no valen corceles si no tienen alas como el Pegaso. Además, yo creo que la lucha de los titanes contra Júpiter es difícil de pintar sin que el poeta moderno quede deslucido, cuando esta lucha inspiró en la Teogonía los versos más sublimes y verdaderamente titánicos al vate de Ascra.

A pesar de todo lo expuesto, y para terminar sin cansar demasiado ni al público ni a usted, diré que tanto por las composiciones de que he hablado como por El nido de cóndores, A Paisandú y otras que no cito, Andrade es uno de los más ilustres poetas que ha habido en América, y valdría más que Olmedo o que Bello, y tanto como Quintana, si hubiese cursado más humanidades y hubiese tenido más y mejores lecturas.

Andrade, por último, como otros poetas argentinos, como Mármol, Echevarría y Obligado, tiene en su lira cuerdas que a Quintana le faltan. Andrade siente, ve y comprende, con profundo sentimiento poético, la Naturaleza que le rodea. Si hubiera él olvidado o descuidado más a Víctor Hugo y engolfado menos su alma en la filosofía de la Historia, hubiera sido aún más notable poeta pintando la Naturaleza americana y cantando de amor y de hermosura, mejor que de evoluciones y de progreso.








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Un literato español en Chile

A don Antonio Alcalá Galiano y Miranda


11 de junio de 1888.

Querido primo: Después de haber recibido las poesías del señor La Barra, que tú me remitiste por separado, ha venido a mi poder el tomo primero del Certamen de Varela, del cual pienso escribir por extenso. Como en dicho tomo primero están incluidas las poesías de tu mencionado amigo, hablaré de ellas a su tiempo y diré mi opinión con toda imparcialidad.

Hoy ha de ser otro el asunto de esta carta.

Hace ya meses me envió don Miguel Luis Amunátegui su eruditísimo libro titulado Acentuaciones viciosas.

Mucho me admiré de lo bien que este libro dilucida, con ejemplos y autoridades, la prosodia de nuestra lengua castellana; pero más me agradó el considerar la inmensa lectura del autor, quien apenas deja de citar varias veces a ninguno de cuantos con algún aplauso han escrito y escriben hoy en España, lo cual me lisonjea egoísta y patrióticamente, porque prueba el fiel esmero y el detenido estudio de que nuestra literatura es objeto en Chile; esmero y estudio que dan ya y han de dar con mayor abundancia frutos sazonadísimos y castizos en aquella nueva floreciente república.

No ha muchos días cuantas personas en Madrid nos empleamos en el cultivo de las letras, y particularmente los individuos de la Academia Española, hemos recibido con doloroso sentimiento la triste noticia de que ha muerto ese ilustre, laborioso y sabio compañero que teníamos del otro lado del Atlántico y de los Andes.

Ignoro si un señor que firma un artículo publicado en La Época, de Santiago de Chile, del 24 de abril, es hijo del escritor finado; pero ya que firma Miguel Luis Amunátegui, como el otro, y añade Reyes, presumo que será su hijo, y supongo que este caballero es quien me ha remitido el citado número de La Época y un libro cuyo título es Don José Joaquín de Mora (Apuntes biográficos), por Miguel Luis Amunátegui, Santiago de Chile, 1888.

Los tales Apuntes son interesantísimos por muchos estilos. Refieren, apoyándose en documentos fehacientes, la vida y los varios sucesos, adversos y prósperos en América, de un poeta y literato español de notable ingenio y de no escaso saber, que influyó mucho en la cultura de la América meridional española cuando ésta se emancipaba de la metrópoli, y que contribuyó en gran manera a que al romperse los lazos políticos que unían a los españoles de esta Península con sus hermanos del Nuevo Mundo, los lazos más íntimos y durables, que tejen el habla y la civilización idénticas, viniesen a estrecharse más y a fortalecerse.

Los Apuntes tienen gran valer para la historia literaria y política de Chile y de otras repúblicas hispanoamericanas; recrean y divierten como una novela de aventuras, y nos presentan un vivísimo cuadro de las ideas, pasiones, contrapuestas doctrinas y tendencias que se agitaban en la primera mitad de este siglo en el seno de toda la sociedad española, de la gente de nuestra lengua y sangre, así por acá como en el gran continente de que el Atlántico nos separa.

A pesar de los laudables esfuerzos de Carlos III y de los hombres que gobernaron a España durante su reinado, nuestra nación no había podido salir de su abatimiento y alcanzar en su rápido progreso a otras naciones de Europa, y sobre todo a Inglaterra y a Francia, cuyo poder, riqueza e ilustración les habían dado tal preponderancia en el mundo, así por la acción como por el pensamiento, que constituía para ellas algo como una natural e incontrastable hegemonía.

Para explicar estos fenómenos habían buscado los pensadores razones, arbitrarias y falsas o valederas, lo cual no me incumbe discutir aquí; pero todas ellas o nos humillaban o nos rebelaban contra el agravio.

El modo más llano de explicar que una persona o que una colectividad, una nación, una raza entera, es más pobre y más débil que otra, es decir que es más tonta o más holgazana. También puede ponerse la inferioridad en el suelo en que vive la raza, el cual, por menos feraz, le ofrece menos recursos, o bien combatido por terremotos, sequías, vientos, inundaciones y otras catástrofes, apenas deja tiempo a la gente para hacer nada útil y la trae acobardada, encomendándose a Dios y tratando de aplacar su cólera con mil bárbaros desatinos, como autos de fe, Inquisición y otras diabluras.

En cambio, la prosperidad de otros países se atribuía, ya a que la raza valía allí más y salía triunfante en la perpetua lucha por la vida, ya a que se habían inventado varias cosas y se habían desechado otras que en España no se habían inventado ni desechado.

Gracias a Lutero, se había sacudido el yugo del Papa, que se oponía muchísimo a los adelantamientos; un inglés llamado Bacon había probado que Aristóteles, Platón, Santo Tomás y otros señores así habían perdido el tiempo o habían extraviado a la Humanidad con sus tiquismiquis, y mostrando el recto camino del saber, que es la observación, como si antes que él nadie hubiera observado, había sido causa de los más prodigiosos descubrimientos de las leyes de Naturaleza, y varios franceses, sobre todo Voltaire y los enciclopedistas, habían despejado el camino del progreso, barriendo los estorbos y tropiezos de superstición y de temores ultramundanos que impedían transitar por él.

La decadencia de España se atribuía toda a nuestros errores y a nuestra absurda conducta y se ponía en caricatura nuestra historia.

Exasperados así el patriotismo y la soberbia de los españoles, hubo de acrecentarse el número de los que aceptaban con amor todo lo pasado, no sólo como había sido, sino trastrocado por la caricatura que hacían de él los extranjeros, y sin reparar tampoco en la inoportunidad anacrónica de renovarle en nuestro siglo.

Los que, reconociendo lo bueno y grande de nuestra civilización castiza, aplaudían las novedades extrañas y querían introducirlas en nuestro país sin renegar de lo pasado, fueron, en un principio, los menos. Fueron los más los que juzgaban dañosas y vitandas las novedades todas. Y de aquí nació un modo de ser verdaderamente calamitoso e insufrible, sobre todo en los dos períodos de absolutismo, del año 1814 al 1820 y del 1823 al 1833.

Así se comprende, y aunque no se absuelva, se atenúa el pecado en que por aquellos tiempos incurrieron varios españoles, sabios o semisabios, de despreciar y aun de aborrecer a su patria y hasta de mover como podían cruda guerra contra ella, colmándola de improperios, sobre todo desde la emigración, voluntaria o forzosa.

Los dos más famosos ejemplos de este coriolanismo literario o inerme y especulativo, que llegó hasta la locura, los dieron el abate don José Marchena y el canónigo de Sevilla don José María Blanco, en quien el odio que cobró a España no es tan censurable, ya que Blanco no era de casta española, sino hijo de un caballero irlandés llamado White.

Amigo de Blanco-White y secuaz suyo en esto de odiar o menospreciar a España fue durante años el señor don José Joaquín de Mora, cuya vida ha escrito Amunátegui.

La lectura de su libro me ha sugerido las anteriores reflexiones antes de hacer aquí, como pienso hacer, un brevísimo extracto de dicha vida, sobre todo de aquella parte de ella que pasó en América.

La verdad es que Mora, aun a despecho suyo, en su furor contra España, la sirvió y la valió, y aun la honró con sus trabajos y con sus escritos, por donde merece que se olviden o se perdonen sus injurias, y que por el bien que hizo le demos gratitud y alabanza.

Peor que con España se condujo Mora con Chile, su patria adoptiva, donde le protegieron, le consultaron como a un oráculo, le ensalzaron como a un genio civilizador, y de donde el partido contrario al suyo, cuando subió al Poder, le arrojó con dureza. Mora entonces se revolvió contra Chile con la más desaforada rabia, y no quedó horror ni denuesto que contra Chile no dijese.

Chile, no obstante, la Beocia americana, aquella tierra de pillos y de brutos, como Mora la llamaba, no contenta con perdonarle todos sus denuestos, le celebra y ensalza hoy, y en su prosperidad y florecimiento saluda a Mora como a un bienhechor y se le muestra agradecida.

«Olvidémonos -dice Amunátegui al terminar su curiosísimo libro- de la pesada palmeta y de la tremenda disciplina que don José Joaquín de Mora esgrimió a diestro y siniestro, no contra discípulos incorregibles, sino contra todos los chilenos en general, para recordarnos sólo de sus servicios y de su ingenio.»

Me parece que en España no debemos ser menos generosos que en Chile, y que debemos también olvidar las injurias y las infidelidades contra la patria para celebrar también a Mora por sus trabajos, por su saber y por su talento.

Los extravíos y faltas de Mora, así para los españoles como para los chilenos, ofrecen, además, circunstancias atenuantes que deben tenerse en cuenta. Mora, durante casi toda su vida, que no fue corta, pues nació en 1783 y murió en 1864, anduvo empeñado en empresa punto menos que imposible: la de vivir holgadamente con el producto de sus escritos y de su ciencia no práctica, como la del abogado, el cirujano, el boticario o el médico. Su pertinaz pobreza, en medio de tantos afanes intelectuales, y contraponiéndose a su mérito real, exagerado por su amor propio, hubo, sin duda, con mucha frecuencia, de exacerbarle la bilis.

La moraleja de esto no es afirmar que los poetas, literatos y filósofos tengan disculpa y aun cierta venia fundada en los anteriores considerandos, sino es afirmar que los que a tales oficios se dediquen deben tener, además, otro oficio más lucrativo, ya en el comercio, ya casándose con mujer rica, ya siguiendo lo que se llama una carrera. Y si no lo hacen o no logran bienes de fortuna por estos u otros medios, deben contentarse, y si fuere menester alimentarse, de hojas de laurel y gloria pura.

Los filósofos alemanes y demás sabios de por allí no se ha de negar que en esto nos llevan ventaja. Algunos hay o hubo y habrá que tal vez alborotan el mundo, trastornan las molleras de lo más selecto del linaje humano, difunden su influjo y su nombre

por cuantos son los climas y los mares

y viven con modestia en un camaranchón, o en la estrechez de un pupilaje, o en la servidumbre de algún Freiher o de alguna Gnädige Gräfin, a cuyo pimpollo sirven de ayo.

No digo yo por esto que el enojo de los literatos, la sátira que tal vez nace del enojo más que del deseo de reformar las costumbres, y el azote con que poetas insolentes o sabios desabridos suelen fustigar a pueblos enteros, no sirvan a veces de espuela para que los pueblos que sienten el látigo se levanten de la postración. Sin duda que los versos amargos de Parini y de Giusti han contribuido mucho al renacimiento de Italia. Y sin duda que, por idéntica manera, las burlas de muchos extranjeros contra España, creídas, exageradas y repetidas por españoles, han servido para que nos enmendemos y mejoremos, así como también las desvergüenzas de Mora contra Chile, estimulando y soliviantando a los chilenos, han valido más para que aquella República suba a la altura en que hoy está, que las lecciones benévolas que el dicho Mora dio en el Liceo, fundado allí por él para hombres, y que dio su ilustrada mujer en otro colegio que fundó allí para señoritas.

Amunátegui traslada sin ira a su libro todos los improperios de Mora contra Chile: los hombres del partido conservador son allí la raza más estúpida de cuantas pisan la superficie del globo; los chilenos no se gobiernan sino con la corrupción y el palo, y sus gobernantes son burros acicalados y truhanes bufonescos y asquerosos; todo aquel país es una infecta cloaca.

Tales lindezas, amplificadas en verso y en prosa, decía Joaquín de Mora contra Chile.

Amunátegui añade con calma: «Supongamos que el retrato tenía, cuando fue trazado, alguna remota semejanza con el original. Mientras mayor fuera esa semejanza, mayor sería la gloria de Chile, porque en la actualidad nuestra República se parece tan poco a él, que si el retrato era fiel a la fecha en que lo hacía don José Joaquín de Mora, son prodigiosos los progresos que en pocos años hemos realizado. Los chilenos pueden en el día repetir con orgullo la diatriba que en sonoros y bien rimados versos lanzaba contra ellos el irritado poeta. ¿Es cierto que éramos eso? Pues ved ahora lo que somos y comparad. En 1835, Chile era ciertamente un joven tosco, mal criado, que aún no había soltado el pelo del régimen colonial, pero lleno de virilidad y que ha sabido ilustrarse, y trabajar y ejecutar en pocos años muy notables adelantamientos y ponerse en aptitud de llegar a grandes destinos.»



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