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Cartas en defensa del Teatro Real

Juan Valera





  —126→  
I

Sr. Director de El Contemporáneo.

Muy señor mío y de mi mayor consideración: Con asombro he leído en su apreciable periódico del día 17, un artículo feroz en contra del teatro Real, al que soy muy aficionado; y por esto, y porque varias de las razones de que se vale el articulista son para mí todo lo contrario de razones, he sentido tal comezón de refutarlas, que, no pudiendo resistir a ella, me he decidido a escribir esta carta, rogando a V. que la publique en cualquier rinconcillo de El Contemporáneo. Mi carta no estará bien hilada, porque, ni tengo costumbre de escribir, ni el ingenio que para escribir se requiere; pero, es tan poderoso el brío avasallador de la   —127→   verdad, que por poco que yo acierte a emplearle, he de sacarla en triunfo.

Conozco que el articulista a quien impugno, el distinguido poeta D. Luis Eguilaz, es un adversario terrible; pero ya verá V. cómo las armas de la razón, aunque esgrimidas por mi mano inexperta y débil, pueden más que las de la elocuencia y las del entusiasmo fuera de camino.

El primer supuesto falso, en que el Sr. Eguilaz se apoya, es el de afirmar que la ópera es una industria extranjera (italiana). La música no es extranjera ni nacional; no pertenece a Italia, ni a España, ni a Alemania; la música es cosmopolita. La música es un lenguaje universal que hablan y entienden todos los pueblos cultos. En este lenguaje, lo mismo componen sus obras italianos como Rossini, Bellini, Donizetti y Verdi; que alemanes como Weber, Mozart, Flotow y Bethowen; que rusos como Glinka; y que españoles como Eslava y Arrieta. En este lenguaje, lo mismo se expresan Mario, la Alboni y Tamberlik, que nacieron en Italia, que la Stolz y la Lagrange, nacidas en Francia; que la Novello, hija de Albión; que la Jeny Lind, el ruiseñor sueco; que García, la Malibran y la Viardot, sus hijas, y que Carrion y Belart y Flavio o Puig, todos españoles.

Dice el Sr. Eguilaz que el teatro Real no es de doña Isabel II, sino de Víctor Manuel, porque las composiciones que se dan más a menudo en dicho teatro, son de súbditos de este rey. Con esto no probará el señor Eguilaz que haya un privilegio en favor de los súbditos   —128→   del rey de Italia, sino que ellos son más hábiles para componer música que los súbditos de los otros reyes, o bien que los súbditos de S. M. católica tienen el gusto viciado, y prefieren la música italiana a las demás músicas. ¿Por qué no pide el público que se representen las óperas españolas, como la Hypermnestra, la Isabel la Católica, Las treguas de Tolemaida o El Solitario? Si lo pidiera, a buen seguro que la empresa se negase. Pero como no lo pide, no ha de ir la empresa a dar las mencionadas óperas, con el simple propósito de que el Sr. Eguilaz reconozca el teatro Real por Teatro Real de doña Isabel II. Aún así, no siempre puede afirmarse que sea de Víctor Manuel dicho teatro. Cuando en él se ha dado la Marta, creo que habrá tenido que ser del rey de Prusia; si en él se diese el D. Juan o Las bodas de Fígaro, sería del emperador de Austria; si se diese La vida por el Czar, del de Rusia; si La Muda de Pórtici, no recuerdo bien si del rey de Bélgica o de Napoleón III; y por último, cuando en él se representen Roberto el Diablo, Los hugonotes o El Profeta, deberá llamarse Teatro Real de Roboan, de Salomon o de David, visto que Meyerbeer es judío.

Otro argumento del Sr. Eguilaz, que tiene menos valer aún, es el de la concurrencia que hace la ópera a la poesía y al arte dramáticos. Dejemos aparte la cuestión entre el libre-cambio y el rancio proteccionismo; demos de barato que la industria nacional debe ser protegida, prohibiendo o dificultando la introducción en España de todo artículo homogéneo a los que aquí se fabrican. Pero ¿de dónde saca nuestro adversario que   —129→   la ópera es un artículo homogéneo al drama, o a la zarzuela? Prohibir o dificultar la introducción de la ópera, para que la zarzuela no se arruine, sería lo propio que oponerse a la introducción del foie gras para que no se menosprecie la chanfaina, o no querer que venga del extranjero sopa de tortuga para que la gente no le pierda la afición a los callos. Con todo; el Sr. Eguilaz lleva las cosas hasta el extremo de empeñarse en que los ministros y todos los demás altos empleados carguen con la obligación de proteger la industria nacional, yendo a menudo a la zarzuela, así como van a consejo y a secretaría; esto es, comiendo chanfaina y callos, en vez de comer foie gras y sopa de tortuga. Por lo único que apruebo esta pragmática del señor Eguilaz es porque, si se observase y si se aplicase a todo, le costaría mucho menos al país la manutención de esos señorones.

Bien sé que se me dirá que no se trata de proteger la zarzuela; sino el buen drama nacional. A esto responderé, con el tono más serio que tengo, que entre el buen drama nacional y la ópera, no puede haber concurrencia. Escríbanse buenos dramas, tragedias y comedias, y represéntense bien, y ya verá el Sr. Eguilaz como, a pesar de todas las óperas, acude el público a oírlos. ¿Qué digo ya verá el Sr. Eguilaz? El señor Eguilaz lo ha visto y experimentado por sus propias obras, las cuales han obtenido casi siempre gran popularidad y portentoso número de representaciones.

El Sr. Eguilaz se queja además de vicio, por varios conceptos. En primer lugar, los autores dramáticos son   —130→   en España los que ganan más honra y provecho entre todos los escritores. He oído decir que los hay menos que medianos, que ganan tres, cuatro, cinco y hasta siete mil duros anuales. No gana tanto un ministro de la Corona, ni gana tanto el más profundo filósofo, ni el más ingenioso poeta lírico, ni el más docto historiador, ni el más fecundo novelista, ni el economista más estudioso, ni el más erudito bibliógrafo y anticuario. ¿Quiere comparar el Sr. Eguilaz lo que han ganado Espronceda, Sanz del Río, Fernán Caballero, Sanromá, Rodríguez, Gayangos, Toreno y Benavides, con sus escritos, a lo que gana Camprodón, por ejemplo, confeccionando zarzuelas? Y lo peor, es (hablemos claro) que la mayor parte de lo que en este género se confecciona tiene tanto de español como yo de turco, porque suele estar chapuceramente traducido o desarreglado del francés.

Las coronas, los aplausos, el entusiasmo y los elogios que se prodigan a los autores dramáticos, se escasean siempre o se niegan a los autores que escriben otra cosa cualquiera, que no sea drama. No hay comedia o zarzuela por la que no suenen con estrépito las mil trompetas de la fama, en folletines y gacetillas. De los pocos libros que se publican apenas hay quien haga caso. Los autores de estos libros no creen, sin embargo, que les haga concurrencia la ópera.

Se queja también el Sr. Eguilaz de que la aristocracia y las damas elegantes van rara vez a los teatros de verso. Pero de esto tampoco tiene la culpa el teatro Real. Si los cómicos fuesen mejores; si en los teatros   —131→   de verso no se fumase tanto, produciéndose una atmósfera pestífera y sofocante, que no se produce en el teatro Real, porque es mayor; si hubiese policía en ciertos lugares, que debieran estar más cuidados para que no inficionasen el aire con asquerosos miasmas; y por último, si se representasen a menudo buenas obras originales, no se pasaría una sola noche en que no se viesen el Príncipe, el Circo y hasta Novedades, ilustrados con la presencia de duquesas, marquesas y condesas, de lo más fino. Aun sin estas mejoras, que no costarían por cierto mucho dinero a los empresarios, acuden siempre a la comedia y a la zarzuela infinitas personas, que llenan su lugar y pagan lo mismo en el despacho que las más empingorotadas sobre el coturno. Repito que no se me alcanza por qué se queja tanto el Sr. Eguilaz. Veamos si logro desvanecer sus otros motivos de queja.

Que el Gobierno se gastó sesenta o setenta millones en construir el teatro Real. No ha gastado menos en otras cosas más inútiles y no tan divertidas. Que ya que se gastó este dinero y el teatro Real se hizo, debió darse en arrendamiento y casi de balde a empresas españolas, y no extranjeras. Pero ¿quién se opone a que sea española la empresa del teatro Real? Lo mismo que la tiene el francés M. Bagier, pudiera tenerla el es pañol Sr. Salas, y la tuvo el españolísimo Sr. Urries. Todos los bajos, contraltos, tiples, tenores y tenorinos, pudieran ser también españoles. Nosotros ignoramos la nacionalidad de los coristas, de los comparsas, de los músicos de la orquesta, de los tramoyistas y despabiladores; pero ¿por qué no han de ser españoles también? Y dado que no lo sean, ¿qué culpa adquiere por ello el Gobierno de S. M. para que tan irritado se le muestre el Sr. Eguilaz, amenazándole con un cataclismo, y extrañando que no caiga agobiado por el peso de la indignación nacional? Pues qué; ¿hay ya quien crea en eso que nos dice de que no parece justo ni cuerdo que se proteja la extracción de una suma mayor de numerario, que hará inclinar en contra de nuestro país la balanza del comercio? ¿Quién protege esa extracción de numerario? Si hay extranjeros que le ganan honradamente y se le llevan, ¿qué le hemos de hacer? ¿Por qué no compiten con ellos los españoles? ¿Quién les ha cerrado las puertas del teatro Real por el mero hecho de serlo? ¿Quiere tal vez el Sr. Eguilaz que expulsemos de España a los franceses y a los italianos, como, siglos pasados, expulsamos a los judíos y a los moriscos?

Tiemblen casi todos los cocineros, pasteleros, peluqueros, sombrereros, guanteros y sastres de esta coronada villa, porque, si las opiniones del Sr. Eguilaz prevalecen, pronto les llegará el día del ostracismo, a fin de que no inclinen en contra nuestra la balanza del comercio. Bien es verdad que en cambio pueden usar con nosotros de represalias los portugueses, remitiéndonos más de 40.000 gallegos, que se ganan bien los cuartos en Oporto y en Lisboa; los franceses, echando de Argelia a no menor número de mallorquines, valencianos y murcianos; y ambas Américas, enviándonos una bandada, una verdadera nube de canarios, catalanes y vizcaínos, que hacen   —133→   por allá su agosto. ¿Cómo ha podido entrar en la cabeza del Sr. Eguilaz la preocupación de que un industrial puede llevarse a su país la riqueza de otro, sin dejar a este en cambio una riqueza equivalente, que él ha producido? ¿Pues que, el gusto que se recibe de oír cantar bien, o de rizarse el pelo, o de llevar un frac elegante, o de comerse unos pasteles, no es riqueza? Pues toda esa riqueza se la dejan aquí los industriales extranjeros en cambio de la que pueden llevarse. Y aún así, si se apura bien el asunto, nunca se llevan una suma igual al valor de lo que han producido, pues hay que deducir de ella lo que gastan en casa, comida y traje, y hasta quizás en ir a la zarzuela, mientras que producen. Por lo dicho, comprenderá el Sr. Eguilaz que, lejos de ser un mal, es un bien que vayan industriales extranjeros a cualquiera nación, donde es siempre mayor la riqueza que dejan que la que extraen.

Los demás argumentos de que se vale el Sr. Eguilaz, para sostener su tesis, no son más que reproducciones o amplificaciones de los ya refutados. Exclama, por ejemplo, que todos los italianos se enfurruñarían, si por allá diese el Gobierno un teatro de balde para hacer comedias españolas: mas en España no se da el teatro Real de balde para representar comedias italianas, y no tenemos caso. El teatro Real se da a cualquiera que le tome, con las indispensables garantías, para que en él se representen óperas, ora sean italianas, ora alemanas, ora españolas, ora chinas, con tal que sean buenas.

  —134→  

Se lamenta el Sr. Eguilaz de que el pícaro del Gobierno emplee en las secretarias a los autores dramáticos, para que allí se les marchite, seque, consuma y encanije la inspiración entre expedientes. ¡Válgame Dios, Sr. Eguilaz! ¿Y quién pone ninguna pistola al pecho a los autores para que sean empleados? La necesidad, dirá tal vez el Sr. Eguilaz. Pero ¿qué es lo que pretende entonces? Supongo que no pretenderá que haya una junta calificadora de poetas, y que a los que lo sean o estén preconizados por tales les pase el Gobierno sendas pensiones para que vivan lejos de los expedientes, sin que la inspiración padezca el menor deterioro.

Lo que pretende el Sr. Eguilaz, es que haya un teatro español subvencionado. No quiero declarar aquí si esto sería malo o bueno. La cuestión es difícil y complicada, y, para resolverla a mi modo, tendría yo que extenderme mucho. Indicaré, con todo, de ligera, algunas observaciones. Si este teatro español había de ser para representar en él traducciones y arreglos, sólo sería español en el nombre. Si había de ser para proporcionar un deleite al público, dándole las comedias que más le agradasen, en épocas de corrupción y de mal gusto, el Gobierno se haría cómplice y patrocinador de la perversidad literaria, poniendo a Comella por cima de Lope y a Camprodón por cima de Hartzenbusch. Si había de ser para representar sólo las obras clásicas antiguas, nuestro gran teatro nacional del siglo XVII, los autores del día podrían quejarse con razón de la competencia, porque se darían otras obras   —135→   dramáticas con más lujo, con mejores cómicos, y en lugar más autorizado que las suyas. Y, si por último, también se habían de representar en este teatro las nuevas obras dramáticas que lo mereciesen, trabajo le mando a los censores que sobre este mérito tuvieran que decidir. Las protestas de los autores desairados, las vehementes apelaciones al público, y hasta los epítetos de ignorantes, majaderos y parciales, dirigidos a los jueces, quizás con fundamento, porque ¿quién no se equivoca, sobre todo al juzgar obras de imaginación? todo esto, digo, convertiría la república literaria en un infierno, y llevaría la más espantosa guerra civil a la serena y brillante cumbre del Parnaso.

Sin embargo, arda Troya; yo no me opongo: fúndese un teatro español subvencionado.

Y aquí termino esta pesada carta, y pido a V. mil perdones por haber distraído tan largo tiempo su atención.




II

Muy estimado señor mío: Ciertos cuidados y disgustos, que en estos últimos días me han asaltado, no me dieron vagar ni reposo de espíritu para replicar a tiempo a la discreta y amable contestación del Sr. Eguilaz a mi carta en defensa del teatro Real: pero, como usted comprenderá, yo no puedo menos de escribir esta   —136→   réplica, aunque llegue ya con atraso. Yo debo justificarme de algunas acusaciones que lanza contra mí el Sr. Eguilaz, y sobre todo mostrarme agradecido al afecto con que me trata y a la buena opinión que de mí tiene, y que logro de su bondad, y no de mi corto valer y escasísimos o ningunos merecimientos.

Por las razones indicadas, y por otras que dependen en todo de mi carácter, no quiero yo que esta controversia, que he empeñado con el Sr. Eguilaz, venga a convertirse en una lucha de vanidad o de amor propio, y así no procuraré demostrar que había leído muy bien el primer artículo del Sr. Eguilaz y que no había soñado ni inventado en él errores o equivocaciones trascendentales, para tener luego el gusto pueril de combatirlos y deshacerlos con una sola palabra.

Tampoco pienso valerme de las mismas armas que el Sr. Eguilaz emplea en su último artículo, sosteniendo que no entendió bien el escrito mío que trata de refutar. Este método será conveniente para satisfacer o calmar el amor propio irritado; pero tiene la contra de no poder adoptarse sin incurrir en una gran pesadez, y sin hacer interminables y cansadísimas las discusiones. Como deseo terminar esta, y como me alegro de veras de poder llegar a un avenimiento con el Sr. Eguilaz, dejo en duda, y al arbitrio y decisión de los lectores, si inventé o fantaseé ideas que el Sr. Eguilaz no había tenido, para alcanzar el triunfo de rebatirlas fácilmente, y si yo mismo he sostenido otras ideas, que el señor Eguilaz me atribuye, impugnándolas. Voy sólo a hacerme cargo de algunas de las que expone dicho señor   —137→   en su último artículo, y a ver hasta qué extremo puedo conformarme con ellas, aceptándolas en lugar de desecharlas:

Antes de todo, quiero declarar aquí que no soy enemigo de la zarzuela ni de ningún género de literatura. Todos los géneros me parecen bien. De lo que yo soy enemigo es de las subvenciones dadas por el Estado, y mientras más popular es un género, más absurda y contraria a los buenos principios me parece la subvención.

La subvención para los teatros, todo premio dado por el Gobierno a cualquiera obra poética, a cualquiera libro de entretenimiento, me parece muy mal. Diré los motivos que tengo para ello.

Se funda el primero de todos en las razones que presenta extensamente Alfieri en su tratado Del príncipe y de las letras; razones que no pienso en extractar aquí por no pecar de prolijo. Advertiré, sin embargo, que, si bien estoy muy distante de la rigidez estoica del terrible, liberalísimo y aristocratiquísimo ingenio italiano, y no voy tan lejos como él en desechar por indigna y por corruptora toda protección del príncipe o del Gobierno, todavía me hace fuerza y me convence lo que dice Alfieri. Yo creo con él que «la índole predominante. en las obras de ingenio, nacidas de la protección, tiene que ser necesariamente la elegancia en el decir, y no la sublimidad y energía del pensamiento. De donde resulta que en estas obras las verdades importantes, apenas indicadas con timidez aquí y allí, y veladas a menudo por la adulación y el error, aparecen   —138→   casi náufragas. Así es que los egregios literatos no nacieron nunca de la protección del príncipe. La libertad les da nacimiento, la independencia los educa, el no temer los engrandece, y el no haber estado nunca protegidos hace sus escritos más útiles a la remota posteridad, y cara y venerada su memoria.» Alfieri va tan lejos en este punto, que desea que, si el literato es pobre, tome algún oficio para ganarse la vida, y escriba al mismo tiempo por la gloria sola, y con entera libertad; y que, si no puede atender a la vez a los dos oficios, al de ganar gloria con las letras y dinero de otro modo más humilde, abandone las letras y no las profane: porque «si el más noble, el más elevado, el más sacro y casi divino oficio entre los hombres, es el de ilustrarlos, el de deleitarlos con deleite intelectual, y el de inflamar sus almas en el amor de amor de la verdadera virtud y del sublime anhelo de ejecutar grandes acciones ¿cómo se ha de atrever a tomar a su cargo semejante empresa quien por necesidad se ve forzado a ser o a hacerse vil?»

Pero me dirá el Sr. Eguilaz que esto de Alfieri es lo ideal, y que nosotros hablamos de lo positivo. Tiene razón el Sr. Eguilaz; lo que dice Alfieri se dirige sólo a los literatos o poetas altísimos, de los cuales apenas hay dos o tres en cada nación y en cada cien años.

Lo que dice Alfieri no reza con la gente menuda, que escribe como yo en un periódico cuanto se le ocurre, sin pensar en que es un hierofante de la humanidad con especial misión y auxilio de lo alto, ni reza con este o con estotro mozo de chispa, que versifica   —139→   fácilmente y compone seis o siete comedias al año, con el honrado intento de medrar por buen camino, sin adoctrinar a sus compatriotas y al mundo entero, aunque no trate tampoco, al menos adrede y con premeditación, de lisonjear las malas pasioncillas del vulgo, de los príncipes, o de los magnates, para hacerse popular y celebrado. En esto convenimos; pero siempre, aun atenuada la severidad de Alfieri, se tendrá que deducir una gran verdad de lo que de él aquí se cita. Esta gran verdad es que la protección, si no es nociva, es por lo menos inútil e inconducente a la creación de una literatura sublime: lo único que fomenta y puede fomentar es una literatura mediana, atildada, afectada y casi de pacotilla. La alta poesía, épica, lírica y dramática, no nace en invernadero, sino en la sazón conveniente, y en el libre y jamás acotado campo del sentimiento y de la fantasía. Bien lo ha dicho Schiller, encomiando la literatura de su patria, que no tuvo Médicis ni Augustos que la protegieran. «Por eso el canto sublime de los poetas alemanes se eleva a las alturas y se difunde como las olas de la mar. Rico y poderoso en su abundancia, y brotando de las profundidades del corazón, se burla de los lazos de las reglas.»

No negaré; con todo, que ha habido Gobiernos que han protegido las letras con fruto, como los ya citados de Augusto y de los Médicis, y el de Luis XIV de Francia: pero rara vez se ve en la tierra que haya Gobiernos tan atinados, y lo que más a menudo sucede es que los Gobiernos protejan las tonterías y la pésima   —140→   literatura, y contribuyan a infamarla, infundiendo en sus creaciones un espíritu apocado y servil de adulación y de bajeza. De esta suerte, en cuanto los Gobiernos se dedican a servir de Mecenas, suele acontecer que, no sólo dirijan mal los asuntos de la república, sino que la inficionen y estraguen, haciendo pulular en ella multitud de obrillas despreciables y ridículas, que, como mala yerba, ahogan toda buena semilla de verdadero ingenio, y rebajan el nivel intelectual y moral de la nación, hasta el último grado.

Pero voy a suponer por un instante que el Gobierno es el discreto y el entendido en literatura, y que el vulgo, como decía Lope, es el necio. ¿Quién va a luchar contra la corriente de la opinión, despreciando lo que el vulgo aplaude y premiando lo que le aburre? ¿Qué tempestad de improperios no caería sobre un Gobierno que premiase, por ejemplo, comedias? La opinión general sería que había premiado las peores. El público sería capaz de silbar las aceptadas por el Gobierno en el teatro Real español, y de aplaudir frenéticamente las desechadas, que se diesen en otro teatro.

Esta disonancia entre el parecer del público y el parecer de las personas ilustradas, o que pasan por ilustradas, existe casi siempre, en tratándose de poesías. Buen testigo es de ello la Academia de la lengua. La Academia no es el Gobierno, ni depende del Gobierno; es una corporación de literatos, y ella misma elige los individuos que la constituyen. Los otros literatos son allí juzgados por sus pares. Aquel es un jurado que no debieran recusar. Y sin embargo, ¿con qué sentencia   —141→   de la Academia se han avenido jamás los otros literatos y el público? ¿Qué fallo en favor de tal composición poética, y por consiguiente en contra de otras muchas, no ha sido considerado como injustísimo, ya que no como estúpido? Y no crea el Sr. Eguilaz que traemos a cuento estas cosas para defender los fallos de la Academia: los traemos a cuento para demostrar lo imposible o lo peligroso del juicio. Las obras de imaginación, la poesía, cualquiera que sea la forma que tome, son harto difíciles de juzgar. Por lo pronto, no hay mejor sentencia para ellas que la del publico; más tarde, la sentencia de la posteridad; esto es, la misma sentencia del público, confirmada o revocada, aunque siempre depurada en el crisol de la crítica, y exenta de las afecciones o preocupaciones del momento, y del mal gusto que reinó o pudo reinar en la época de la obra a que la sentencia se refiere.

De todo lo dicho deduzco que cualquier trabajo erudito puede recibir protección y premio de los Gobiernos: una poesía no puede recibirlos, al menos regular y legalmente. Lorenzo el Magnífico, León X y otros soberanos, premiaban por un acto libérrimo de la voluntad, casi por capricho, a los poetas que bien les parecían. Como estos soberanos tenían exquisito gusto y discreción, acertaban a premiar lo bueno. Pero ¿ prueba esto que pueda establecerse una especie de legislación para que se premie lo bueno en poesía? No hay nada menos legislable. Pocas cosas hay más difíciles que el escribir buenas comedias; pero cuantos sepan leer y escribir y tengan algún atrevimiento pueden escribirlas   —142→   malas. Raros son los químicos, los astrónomos, los matemáticos, los filósofos que hay en España. Por mucha que sea la insolencia y la pedantería de quien pretenda pasar por cualquiera de estas cosas, algo tendrá que haber estudiado y afanado para parecerlo, y mucho más para escribir, sin decir infinitos dislates, sobre la ciencia que supone saber: pero cualquiera puede declararse instantáneamente poeta dramático, y tomar la borla en esta facultad, y exigir la protección del Gobierno, y enfadarse si no se la concede. El Gobierno, o cualquiera corporación dependiente del Gobierno, se vería apuradísimo para premiar la mejor comedia a la mejor zarzuela, o para aceptarla o desecharla, en el teatro Real español que se fundase, y entre el sin número de obras que se escribirían y presentarían con el señuelo de la ganancia. Por el contrario, nada hay más fácil que decidir sobre cualquier trabajo erudito, de los que siempre se presentan pocos. El buen resultado del estudio y de la reflexión es mil veces más fácil de conocer que el de la inspiración y del ingenio. Así es que nadie ha protestado contra los premios concedidos por la Biblioteca nacional y por la Academia de la Historia a los señores Oliver, Barrantes, Barrera, Zarco del Valle y otros.

Todo lo expuesto hasta aquí, y sentiré irme haciendo pesado, propende a demostrar, que puesto que no debe en general protegerse la poesía, tampoco debe en particular subvencionarse ningún teatro.

¿Qué es, pues, lo que anhela el Sr. Eguilaz? Que, ya que no se subvenciona un teatro de verso, no haya   —143→   teatro de ópera subvencionado. El Sr. Eguilaz, considerando, por una parte, a la poesía y al arte dramáticos, y por otra, a la ópera, como dos industrias parecidas y rivales, acepta la competencia, pero la quiere libre e igual. En esto se halla el nudo de la cuestión y el origen de nuestras diferencias. Veamos si es posible conciliarlas.

En primer lugar, yo desearía que el Sr. Eguilaz se convenciese de que no son tan grandes como él supone el parecido y la rivalidad entre las dos industrias. La rivalidad y el parecido existirían si se pudiese suplir una industria con otra. Pero ¿quién, aficionado a la poesía, cree que suple su falta, yendo a oír música; o quién, aficionado a la música, suple su falta; yendo a la comedia? Artes son ambas, la música y la poesía; así como también son artes la pintura y la arquitectura. A nadie se le ocurre, sin embargo, que, si se cerrasen los teatros de ópera y de verso, se llenaría de gente el Museo, para suplir allí la falta del teatro, o bien se irían a Toledo todos los elegantes que acuden ahora al teatro Real, para deleitarse, a falta de ópera, en la contemplación de la catedral y de San Juan de los Reyes.

Yo entiendo esto enteramente al revés que el señor Eguilaz. Yo creo que, en vez de rivalizar o perjudicar un arte a otro, le presta poderoso auxilio. Sujetos hay aborrecedores de la música o que tienen para ella orejas de cal y canto, y la poesía les abre los sentidos, les ilustra el entendimiento y les infunde una noble afición al arte divino de Mozart y de Bellini.   —144→   Y sujetos hay también, que jamás han aprendido cuatro versos de memoria, rudos y groseros en el fondo del alma, incapaces de todo intelectual deleite, y que, yendo al teatro Real, o por moda o por coqueteo, o porque les gusta la música en lo que de más material hay en ella, van poco a poco domesticándose y puliéndose, y acaban por gustar de los versos, y por acudir al teatro de Variedades a oír una buena comedia o un buen drama, representado por Romea y la Berrobianco. ¿Cómo, pues, ha de convencerme el Sr. Eguilaz de esa rivalidad entre el drama y la ópera, cuando yo veo y creo demostrar lo contrario? Aun cuando se dieran muchas óperas, y las óperas tuviesen el mismo argumento de los dramas, lejos de ser esto un perjuicio para los dramas, sería un incentivo. Si el Don Álvaro del duque de Rivas se hubiera ejecutado un año ha, no hubieran ido a oírle, sino muy pocos verdaderamente aficionados a la poesía. Si el Don Álvaro se da ahora, estamos seguros de que tendrá muchos llenos.

Se ha de entender asimismo que el teatro Real es un punto de reunión de la sociedad elegante, donde van muchos, sin pensar siquiera en la música, como van a las tertulias, a las carreras de caballos y a la fuente Castellana. ¿Hemos de suprimir también la fuente Castellana y las carreras de caballos, o hemos de pedir que el Gobierno no dé barato o de balde el local del paseo y del hipódromo, para que no compitan con ventaja estas diversiones con la poesía y con el arte dramático?

  —145→  

Insiste el Sr. Eguilaz en que la ópera es una industria extranjera, una industria italiana; pero ¡qué razones de tan poco peso da para asegurarlo así! ¿Es razón el que los librettos estén en italiano? Los librettos son algo de muy accesorio e importan poquísimo. Nadie va a oír los librettos, sino la música.

Afirma también el Sr. Eguilaz que, en otras grandes capitales, y sobre todo en París y en San Petersburgo, se trata con menos cariño por el Gobierno al teatro de la Ópera que allí llaman italiano, a fin de evitar la competencia; pero a mi se me figura que por allá suponen esa competencia y dan al teatro de la Ópera el título de italiano, en contraposición, no de la comedia francesa o rusa, sino de la ópera nacional de uno y de otro pueblo, los cuales tienen ópera nacional aparte, o sueñan con que la tienen. No creo que nadie haya imaginado en París que el teatro de la Ópera italiana compita con otro teatro que no sea el de la grande ópera u ópera francesa. Si en París no hubiese esta grande ópera, ni ópera cómica siquiera, sino un mixto de ópera cómica y de vaudeville (zarzuela), a nadie se le antojaría que el teatro, donde se diesen las obras de Rossini, de Bellini y de Donizetti, había de competir con esto.

En San Petersburgo acontece lo mismo. Nadie cree que el teatro italiano (de la ópera) compita con otro teatro que no sea el de la ópera rusa, o de lo que allí se llama ópera rusa; esto es, de la ópera alemana con el libretto, traducido al ruso, y de tal o cual ópera de Glinka y no sé si de algún otro compositor.

  —146→  

En suma, yo comprendería que, visto lo protegido que dicen que está el teatro Real, y visto que no se dan en él sino óperas extranjeras, se enfurruñasen los músicos españoles, y pidiesen que se les alquilase otro teatro, tan grande y tan barato como el Real, para que en él se ejecutasen óperas españolas, o si se quiere extranjeras, con el libretto traducido. Lo que no comprendo, repito, es la competencia de la ópera con la poesía y con el arte dramáticos.

Nada de lo expuesto se opone, y aquí voy a terminar esta carta plomiza, a que yo viese con el mayor placer que el Gobierno, sin empuñar la férula de la crítica y del buen gusto y sin presumir de Mecenas, se gastaba unos cuantos millones en construir un teatro para verso, y se le alquilaba, de un modo más ventajoso aún que alquila el de la ópera, a cualquiera empresa que ajustase una excelente compañía de cómicos y pusiese en escena las comedias y los dramas originales, antiguos y modernos, con el decoro debido. Pero mientras el Gobierno, por falta de dineros y por sobra de obligaciones, no quiera o no pueda construir y dar poco menos que de balde el mencionado teatro, no me parece justo que nos quedemos sin ópera buena, porque no hay buen teatro de dramas. El remedio sería peor que la enfermedad.

Debo, por último, advertir que este favor que se hace a la ópera, no puede ni debe hacerse al drama, dejando de favorecer a la ópera; el drama lo necesita mucho menos. Lo esencial en el teatro de verso es que sean buenos los dramas y que los actores también lo sean.

  —147→  

El aparato, la orquesta, los coros y otros muchos artículos o requisitos costosos, o no se necesitan, o se dispensan en el drama, y en la ópera no.

Aquí concluyo mi carta asegurando al Sr. Eguilaz que no me pesa, antes me agrada infinito que los autores de comedias ganen o puedan ganar hasta cinco mil duros anuales.


Ojalá como son cinco
fueran cinco veces cuatro.



Así irá el público tomando afición a la literatura, y así llegará un día en que los novelistas, los historiadores y hasta los filósofos, aunque sean alemanescos y enrevesados, ganen otro tanto con sus obras.

Dispense V., señor director, que le llene hoy la cuarta plana de su apreciable periódico con esta larga carta, que no leerán con paciencia arriba de diez personas, aunque yo no me quejo de la música ni de nadie, sino de mi corta habilidad. Créame su afectísimo amigo y S. S. Q. B. S. M. -Eleuterio Agoretes.





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