Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Cartas

Eugenio María de Hostos





Duque de la Victoria 8, 2.º,
Barcelona, enero 12, 1868.

Señor don Nicolás María Rivero,
Madrid.

Mi muy querido y respetado amigo:

No lo distraería esta carta si, como deseaba yo, hubiera podido a mi salida de Madrid, saludarlo cordialmente y exponerle el objeto de mi venida a esta ciudad; pero el llamamiento fue urgente, repentina la resolución, rápido el viaje, y no pude ni consultar ni saludar a usted. Hoy, lo saludo y lo consulto.

Tengo demasiada confianza en la perspicacia política de usted, para ofenderla exponiéndole minuciosamente el origen, el desarrollo y el alcance de la empresa política sobre la cual voy a hablarle.

Así, en vez de pormenores, vaya el pensamiento total, y juzgue y aconséjeme usted, yo se lo ruego.

Los espíritus bien dirigidos, son siempre espíritus jóvenes: por serlo usted, escribo con confianza y espero que preste atención al pensamiento que voy a comunicarle.

En el estado actual del espíritu público, de los partidos políticos, de la idea liberal, no se me oculta, toda tentativa de acción desinteresada y generosa, tiene un fracaso por término probable. Y sin embargo, llamado de esa Corte para cooperar en esta capital de Cataluña a una acción desinteresada y generosa, no he vacilado, y he venido.

Se me dijo: «Aquí hay una juventud que quiere acción, hay un partido liberal que busca un foco, hay un ansia de progreso que necesita satisfacción, y es necesario que usted -con las personas que han concebido la posibilidad de dirigir a la juventud y de formar un núcleo para organizar al partido liberal-, venga aquí a tratar de realizar este pensamiento». Como usted lo verá, mi respetado amigo, vi yo el inmenso contenido de esta idea, y me decidí a servirle.

Para hacerlo, he creído necesario la publicación de un periódico liberal que activamente predique, por una parte, el renacimiento social, acaso nunca más próximo que en estos momentos de decadencia universal, y por otra, los principios, definidos, claros, terminantes, del partido progresista, entendiendo por tal el que limito en las siguientes fórmulas:

  • Libertad individual asegurada por la consagración legal de todos los derechos del espíritu;
  • Libertad municipal, fianza y práctica a un tiempo de la libertad individual; etc., etc.

Dentro de este programa que, aún más que el de un partido, es el de las necesidades sociales y políticas de España, hay, probablemente, vacíos y oscuridades: hágamelos usted ver, se lo suplico; y expóngame el punto de vista desde el cual su experiencia y su razón consideren esta empresa.

En nada se opone a esto la diferencia del punto de partida y de objetivo. La verdadera gloria de los maestros excelentes está en tener discípulos distantes.

Remitiré a usted el periódico: saldrá en febrero.

Ya sabe usted cuánto lo estimo y respeto.

Es decírselo todo, repetirle que aquí como ahí y en todas partes es su afectísimo servidor y amigo,

Eugenio María Hostos.



Duque de la Victoria 8, 2.º,
Barcelona, enero 15, 1868.

Señor don Servando Ruiz Gómez,
Madrid.

Mi antiguo compañero y estimado amigo:

Más feliz que yo, que anduve tres días seguidos buscando a Ud. para darle mi abrazo de bienvenida, esta carta lo encontrará, y en mi nombre, lo saluda cordialmente.

Mucho me hubiera complacido ver a Ud., no sólo por la complacencia de verlo y hablar de nuestros amigos, sino también para comunicar a Ud. el pensamiento que, poco después de su llegada, me alejaba de Madrid: pero el viaje fue tan rápidamente resuelto como urgente había sido el llamamiento que desde Barcelona se me hacía, y para nada tuve tiempo.

Hoy lo tengo, conversemos.

Si alguien hubiera concebido el pensamiento de sacar la luz de la oscuridad, fuerza de la debilidad, sensibilidad de la anestesia, ¿qué diría Ud. del temerario? «O es utopista o es joven», ¿no es verdad? Pues bien: somos jóvenes, casi somos utopistas -l'utopie d'aujourdhui est la verité du lendemain-, y queremos luz, aunque hayamos de buscarla en las tinieblas; fuerza aunque hayamos de pedirla a la desorganización; sentimiento viril, aunque tengamos que exigirlo de un cadáver.

Felizmente, las ideas tienen lo que nosotros venimos a buscar.

El quid difícil está en definirse claramente esas ideas, en formar la serie, en dominarla y dirigirla, conociendo el punto de partida, los medios, los fines, los obstáculos y los modos de vencerlos. El trabajo está hecho, y erremos o no, será fructífero.

En esta firme creencia lo emprendemos, y con esa casi completa seguridad he aceptado yo de mis cooperadores, la juventud liberal de esta ciudad, la dirección de un periódico político. Nuestro excelente amigo, el señor Galdo, por cuyo medio escribo a Ud., leerá a Ud. la parte de la carta en que hablo de esto con él. El tiempo que avanza, me impide repetirme. Tome Ud. para sí lo que a nuestro amigo escribo, y si, como lo espero, aprueba Ud. mi pensamiento, concédame su deseada colaboración.

Es posible que del embrión no salga mucho; pero asegúrese Ud. desde este instante que no será por culpa mía. Que tanta es mi confianza en los frutos de las ideas bien desarrolladas, que no temo presentarlas a los hombres de más alta inteligencia. Para presentárselas y pedirles aprobación y estímulo, deseo escribir a nuestros dignos emigrados, empezando por don Salustiano. Sírvase, pues, remitirme las señas de su habitación en París, y no olvide las del señor Don José, a quien también deseo consultar.

Ahora, mi estimado amigo, mil recuerdos, y un apretón de manos.

Suyo affmo.,

Hostos.



Duque de la Victoria 8, 2.º,
Barcelona, enero 15, 1868.

Sr. Dn. Manuel Y. de Galdo,
Madrid.

Mi muy querido y estimado amigo:

Cuando en nuestras últimas conversaciones le manifestaba yo repulsión hacia toda nueva acción política por medio de la prensa, fundaba mi actitud, Ud. lo recordará, en este dilema: «En épocas oscuras como ésta, o una nueva evolución, o aceptar las consecuencias de la malograda».

El espíritu público, los partidos y la misma prensa liberal se han decidido por el primer extremo; luego no era tan personal mi pensamiento que sólo en mi razón tuviera ser. Era, por el contrario, una aspiración general, y así vino a demostrármelo el llamamiento urgente que se me hizo desde esta ciudad, en donde la juventud catalana, o más creyente o más segura de sí misma, ha resuelto salir de la pasividad en que vivía, publicando un periódico1. Por medio de él, y a pesar de los tiempos, en quibus nec tacere nec loqui possumus absque periculo, espera esta juventud, y espero yo, llegar a los siguientes fines:

  1. Estimular a la juventud del país hasta que tome la parte que debe en la vida política de España;
  2. Devolver su dignidad y su confianza al pueblo, para prepararlo a reclamar su libertad;
  3. Preparar el triunfo de la idea de libertad, difundiendo los principios del partido progresista, formulados por nosotros de este modo:
    • Libertad individual, consagrada por todos los derechos del espíritu;
    • Libertad municipal;
    • La mayor descentralización posible;
    • Libertad de enseñanza;
    • Reforma judicial;
    • Sufragio universal, como medio eficaz de educación política.

Creyendo como creo, firmemente, que la acción de las asociaciones políticas en la esfera gubernativa, ha sido ineficaz:

  1. por la irresolución que, dentro de la agrupación progresista, ha producido siempre el vaivén de los respetos personales;
  2. por la no existencia de un verdadero partido conservador,

he tomado por regla de conducta estas dos fórmulas:

  1. Con los principios del partido progresista, siempre; contra ellos, nunca.
  2. Favorecimiento de toda tentativa de fusión que engendre un partido conservador.

Es Ud. demasiado inteligente, mi estimado amigo, para no ver en esta breve exposición de las ideas que vamos a desarrollar en el periódico, algo, sino todo el pensamiento que debe hoy guiar al partido liberal.

Contando, pues, con la conformidad de ideas, le pido su nombre como colaborador, se entiende, si puede darlo sin atraerse la suspicacia del poder; y de todos modos, su inteligente y eficaz cooperación. Ruégole, asimismo, que a vuelta de correo, me remita una lista de colaboradores, de entre los hombres que, consultados y convencidos por Ud., quieran con su colaboración auxiliar la ardua empresa y sancionar el pensamiento que le dará vida.

El periódico empezará a publicarse en primero de febrero.

Escribo por conducto de Ud. a Servando, las señas de cuya casa he olvidado.

Sírvase, pues, entregar la carta adjunta, y remítame las señas de los señores Olózaga y Fernández de los Ríos, a quienes pienso y debo escribir y a quienes puede Ud. desde ahora comunicar substancial o totalmente el espíritu y la letra de esta carta.

Harto sabe Ud. cuánto lo estimo: pero siento necesidad de repetírselo:

Mil afectos de su amigo.



Duque de la Victoria 8, 2.º,
Barcelona, enero 15, 1868.

Señor Director del Partido Progresista,
Madrid.

Muy señor mío y estimado compañero:

Al emprender la publicación del diario liberal, para cuya dirección se me ha llamado de Madrid a esta ciudad, creo conveniente comunicar a usted los fines que mis compañeros de redacción y yo, nos proponemos realizar, y hacerle conocer la regla de conducta que vamos a observar. Voy, pues, a hacerlo.

[V. carta a Galdo.]

Cumplido este deber, nunca más necesario que en estos momentos, réstame pedir a usted su opinión sobre el pensamiento que acabo de exponerle, y poner a sus órdenes las columnas del periódico, que empezará a ver la luz en primero de febrero.

Le saluda su afectísimo servidor y compañero,

(Fdo.) Eugenio M. de Hostos.



Barcelona, enero 16, 1868.

Sr. Dn. Nicolás Salmerón,
Madrid.

Muy Sr. mío y estimado amigo:

Ya que nos prohíben ser hombres a la luz del día, seamos hombres a la luz de la conciencia, y en vez de maldecir, venzamos la intemperancia de la idea agonizante. Que una idea, y no un hombre, un poder que caduca, y no un poder transitorio, es lo que viola en Uds. a la conciencia encarcelada.

Plácemes mil, y mil demostraciones de contento: todos los que pensamos por nosotros mismos, somos perseguidos en Uds.: menguados de nosotros si no viéramos en esa persecución de la impotencia poderosa el triunfo de nuestra causa, que es la causa invencible del hombre universal. Menguados de nosotros si perdiéramos en quejas vacías el tiempo del trabajo.

Trabajemos. Claridad de espíritu para ver el porvenir: no está lejano. Quienquiera que padece por la verdad y la justicia, ése es mi amigo.



Barcelona, 16 de enero de 1868.

Señor don Jesús Sanz del Río,
Madrid.

Mi venerable maestro:

Bienaventurado el que sufre persecución por la verdad, y bienhallado el que vive en sí mismo, y puede con benévola sonrisa lastimarse del error de las pasiones.

Perdónelos Ud., Maestro: los infelices no saben que se hieren. Piensan que el arma que mal usan mata, en el hombre, a la idea que odian, y se engañan. Lo muerto de esta herida es la idea infernal que, hace tres siglos, se pudre en toda Europa, y hace tres siglos pudre a España.

Bendito, sí, bendito sea el momento en que, pugnando con la vida que se va, la idea agonizante se abandona a la ira: la ira es débil, y siempre en la debilidad del iracundo se vislumbra la victoria del tranquilo.

Mi querido y venerable maestro, nunca más venerado que en estos momentos de gloriosa prueba, si estuviera en Madrid, para expresarle los afectos de mi alma, le estrecharía la mano; para expresar mi juicio, sonreiría; pero no hablaría con la boca una palabra.

Deje, pues, que calle, que me sonría, que le apriete cordialmente la mano.

Todo mi respeto.

Eugenio María de Hostos.



Barcelona, 3 de febrero de 1868.

Señor don Ángel Fernández de los Ríos,
París.

Mi muy estimado y antiguo director:

Confiando en su experiencia perspicaz y seguro de la honrada tenacidad de sus ideas, pido a aquélla sus consejos, reclamo de ésta sus estímulos. Unos y otros me hacen falta, que harto los necesita la empresa temeraria que he venido, desde Madrid, a realizar aquí.

Se me ha llamado para que, poniéndome al frente de un periódico (El Progreso) que va a publicar la juventud de esta ciudad, contribuya a reorganizar el partido liberal y a luchar sordamente con la reacción política y social que nos abruma.

Viendo yo que el mal es cada vez más hondo, que este país adolece de una verdadera caquexia; que aquí es necesario herir las raíces, he resuelto someter mi nueva tarea a fines capitales.

Fin social, despertar la juventud, ayudar al pueblo, preparar la conciencia nacional.

Si por causas que no columbro o por la presión gubernativa nada logro, no por eso dejaré de coadyuvar a la obra de regeneración a que hemos consagrado nuestros días.

Hágame usted el servicio de entregar al señor don Salustiano de Olózaga la adjunta carta. Le saluda, etc.

Eugenio María de Hostos.



Barcelona, 3 de febrero de 1868.

Señor don Salustiano de Olózaga,
París.

Señor:

Aun cuando no es muy viva la fe que tengo hoy en la eficacia de la predicación política, ni creo que para ella sean los mejores estos tiempos, cuya crítica resuma el amargo aforismo de Tácito: «Solitudinem faceunt et ibi pacem apellant»2, vengo a poner a la disposición de usted el periódico que con el título de El Progreso empezará el 15 a publicar conmigo la juventud liberal de este país.

Dígnese usted ver el resultado de ese trabajo previo: Fines: (Verlos en carta del 15 de enero a don Manuel Y. de Galdo, Madrid.)

Esta carta, señor, vale en mi intención como algo más que una mera deferencia al jefe intelectual del partido progresista; vale como muestra de mi disposición a oír y secundar a usted. Dele usted pues, ese valor.

Con vivo respeto, señor, saluda a usted, etc.,

Eugenio María de Hostos.



Barcelona, febrero 29, 1868.

Exmo. Sr. Dn. Salustiano de Olózaga,
París.

Muy Sr. mío, digno de todo mi respeto:

Si yo, que nunca lisonjeo, hubiera dado a Ud., como lisonja, el justísimo dictado que rechaza su modestia; al leer su carta del 18 de febrero, hubiera exclamado: ¡Pues tenía razón!, es el jefe intelectual del partido liberal. Pero no lisonjeo porque no miento, no miento porque medito, y sabía absolutamente que decía la verdad. Confírmala su carta, y esto es decir a Ud. con qué profundo placer la leí, con qué viva contrariedad he dejado, por mis ocupaciones, de contestar a ella.

Al hacerlo, reciba Ud. las manifestaciones del agradecimiento que merecen sus consejos, su franqueza, su ingenuidad y sus observaciones. Las tendré siempre tan presentes que ya las tenía presentes antes de hacer, y al hacer, lo mismo a que las refiere Ud.

No sería Ud. lo que es, estadista de sólida razón, movido por ella, dirigiéndose a la realidad de ella en la vida política, si aceptara incondicionalmente para España el sufragio universal. No me maravilla, pues, que sólo como poder constituyente lo acepte su perspicacia; y precisamente por haber pensado en el resultado que probablemente puede dar según la fuerza relativa de los partidos, precisamente por haber atribuido a Ud. la atrevida evolución que el progresista por medio de El Universal ha hecho, precisamente por dudar de la eficacia, aquí, del sufragio universal como poder auxiliar de la soberanía del pueblo, es por lo que lo he limitado, aceptándolo y reclamándolo como medio eficaz de educación política. Hay en esto una contradicción, y lejos de esconderla, la proclamo. Confesar la contradicción, es verla: verla, es dominarla.

Si es cierto que la fuerza relativa de los partidos (yo diría la inercia intelectual) expone, con el sufragio universal los triunfos de la libertad, no es menos cierto que el sufragio universal es un aguijón para la pasividad de los pueblos acostumbrados al hacerlo todo del absolutismo. Menesteroso, antes que todo, de acción, de movimiento, de lucha, de iniciativa individual, de vida propia, el pueblo español no sabrá, no querría aunque supiera, dirigir la fuerza que se le entrega en contra de los mismos que la ponen en sus manos; guiado por los tradicionalistas, caería inmediatamente en la perturbación de que hace tantos años está huyendo, y o los rechazaría, o volvería a su quietud primera: aquí están combatidos los peligros del sufragio universal, como expresión de la soberanía del pueblo. Guíelo, por el contrario, la propaganda inteligente de la prensa; exáltese su dignidad; enséñeselo a practicar asiduamente sus derechos; aplíquese a su vida de relación, a sus necesidades, a su acción privada, a la industria, al comercio, al tejido social, y el sufragio de todos, la intervención de todos en la gestión política, educará rápidamente este país. Inteligencia, inteligencia es lo que falta. Triunfe la libertad; sea inteligente su iniciación, y este pobre caquéctico ocupará en la armonía europea el puesto que su carácter y su situación geográfica (expansión hacia Occidente, torpemente dirigida) están hace tres siglos perdidos augurándole. En mi intención, pues, el sufragio universal no es un arma puesta en manos de los enemigos de él, sino un remedio violento, destinado a poner al enfermo en movimiento.

Es completamente cierto, y nosotros estamos experimentándolo, todo cuanto dice Ud. sobre los peligros de la reaparición de los diarios liberales; y hondamente previsor el temor que tenía Ud. de divisiones intestinas y de torpe oposición a los conservadores.

Al llegar aquí, llega para mí la repetición del vivísimo placer intelectual que me trajo su importante carta. He estado, desde que en 1865 tomé mi humilde parte en la vida pública diciendo que la actual revolución que se elabora tendrá por primer efecto la creación de un partido conservador, de un verdadero partido conservador, hijo de la libertad, para conservar la libertad conquistada. En vano lo había dicho: o no lo entendían o afectaban no entenderlo: ciegos de buena fe, me creían ciego, y jóvenes, hombres experimentados, eminencias consagradas e inteligencias oscurecidas, todos habían o convenido fríamente, o desacordado con vehemencia. Es Ud., y también lo esperaba, el primero que estima en su honda significación mi pensamiento. Por eso, antes de empezar a desarrollarlo (y hasta ahora El Progreso está sondeando) debo buscar su aprobación a lo que intento. Es esto: demostrar que los partidos obedecen, conscia o inconsciamente, a la lógica de los hechos; que se está en un momento de renovación: que si esto se realiza y de ello salen un partido liberal libre de toda antigüedad tradicionalista, y un partido conservador, independiente del torpe miedo a la libertad que hasta hoy ha tenido; que si este partido se forma por iniciativa del liberal, y con elementos liberales, no será temible a la libertad, lo favorecerá, lo hará radicar en el país; y que, finalmente, si esto se hace con valor, sin las oscuridades de conducta con que ha empezado a hacerse (rechazando por enérgica a la juventud, entregándose por completo a los ya confesos de falacia) la revolución, la verdadera revolución, la que puede enlazarse con la que conmueve sordamente a Europa, triunfará en España.

El pensamiento en mí, señor, es viejo; pero el sentimiento es joven: por eso hablo con tanto abandono. Ud. sabe lo que significa el consorcio de esta juventud y esta vejez.

Puesto que tan propicio está Ud., sírvase Ud. dirigir a nuestro estimable corresponsal, voluntad bien dispuesta, pero inexperiencia manifiesta.

Y a mí que, por cansado de los menguados de inteligencia y de corazón, tan vivamente anhelo la correspondencia con la inteligencia segura de sí misma y el sentimiento enérgico del bien, no me olvide, y ayúdeme Ud. con sus consejos sabios. Aun en esta época podría hacer algo; pero luchando con mezquindades de toda especie, con reservas insensatas, con prevenciones de ciegos, concluiría por cansarme.

Al hablar de las contrariedades que encontramos, no es posible omitir dos que, por poco que me preocupen, pueden ser capitales. Una de ellas se refiere a nuestra declaración de principios, que Ud. se habrá dignado ver en el programa de El Progreso. Declaramos en él que queremos gobierno y asambleas coloniales para Cuba y Puerto Rico. La mala fe, secundada por el patriotismo ciego, ha dicho que queríamos la independencia de las Islas, es decir, lo contrario de lo que dice la declaración. Deseo saber si Ud. como yo, opina que las Antillas no pueden seguir regidas como lo están; si opina Ud. como yo, que el régimen actual nos lleva inevitablemente a la anexión; si Ud. como yo, desea la pronta independencia de Cuba y Puerto Rico; pero de tal modo, que independencia no sea rompimiento de relaciones, sino creación de las que no existen hoy; de las relaciones del afecto y del interés material, moral y etnológico. La otra contrariedad es la que se refiere a las torpes asechanzas que aquí se nos han puesto por las empresas de periódicos, incluso el para quien Ud. me recomienda benevolencia y disposiciones favorables. Sobre esto, dos palabras. No haré nada en pro ni en contra. Yo abandono los torpes a su torpeza.

Perdóneme Ud. la eternidad de la carta y asegúrese el verdadero respeto y la activa estimación con que soy S. S. S.

Q. B. S. M.



Barcelona, febrero 29, 1868.

Sr. Dn. Ángel Fernández de los Ríos,
París.

Mi estimado amigo y excelente compañero:

Había empezado a temer que me desatendiera Ud., cuando recibí su carta del 22 de febrero.

Mil gracias por ella, y otras mil por sus manifestaciones cariñosas.

Ud., que si antes las veía con claridad, verá hoy con absoluta lucidez las dificultades, generalmente repugnantes para la inteligencia y el corazón, con que salen aquí al encuentro de toda iniciativa propia, enérgica y noble, Ud. verá y apreciará las contrariedades que me salen al paso. Se las enumeraré para que nos riamos. Son de dos especies: fiscales y ocultas. Las primeras nos cortan las alas, nos dislocan los pies, nos atan las manos; nos amordazan la boca; nos hacen decir lo que no queremos; nos imposibilitan hoy lo que ayer permitieron. Las segundas nos privan, intentan privarnos de popularidad, propalando noticias que felizmente infaman a los propagadores, conspirando contra nosotros por medio del silencio, negándonos retribución de servicios, declarándonos una guerra de todos los instantes. En tanto que el fiscal nos prohíbe hoy la reproducción del programa, que ayer autorizó, y dejó publicar ayer una sátira punzante, casi igual a una que hace pocos días nos secuestró, los otros, los periodistas, los que debieron ser auxiliares naturales... Pero, en fin, para corroborar lo que Ud. piensa, y probarle que conozco prácticamente las dificultades de la empresa temeraria, con lo dicho basta.

No importa: tenemos una base fundamental sobre la cual construiremos con absoluta seguridad: esa base es la juventud de este país.

Cuando Ud. quiera que esa juventud conozca a Ud. y conociéndolo, lo estime, diríjase al periódico, cuyas columnas tiene a su disposición.

Mejórese Ud. y esté seguro de su affmo. amigo y S.



Barcelona, marzo 18, 1868.

Sr. Dn. Práxedes Mateo Sagasta,
Ile St. Denis.

Muy Sr. mío y mi estimado amigo:

Recibí y leí con suma complacencia la carta con que se ha servido Ud. contestar a la primera que tuve el gusto de dirigirle. Por falta de tiempo, no de buen deseo, he sido poco puntual en contestarla.

Han sido proféticas las palabras de su carta en que, comprendiendo las dificultades de mi empresa, las anunciaba mayores en donde yo no las esperaba. Es cierto: aquí, como en el resto de España, y por inercia funesta, madre de la vacilación, que engendra la arbitrariedad, surgen enemigos donde debieron esperarse amigos, obstáculos donde auxiliares. Reserva, silencio, afectada indiferencia, mal cubierta enemistad de empresa, todo lo hemos experimentado; pero yo estoy acostumbrado a todo. ¿Recuerda Ud. nuestra campaña del 65? Yo fui, gracias a Dios y a mi indignación, el primero en protestar contra las infames matanzas de San Daniel. La protesta era un peligro, y mi firma al pie de la protesta lo desafió. Era natural que aquella actitud me atrajera cuando menos, el respeto de los liberales, y la benevolencia de los amigos de La Iberia, en donde lancé yo el grito, después tan repetido por centenas de protestantes. Ya sabe Ud. lo que sucedió: que Ud. y yo tuvimos que reírnos de los torpes que creían enemigo encubierto al del garrik blanco (el que yo usaba), en tanto que, torpemente, se entregaban maniatados a los que, tres meses después, los escarnecían desde el poder. Dejémoslos pasar. El número de los ciegos es más infinito que el número de los tontos, y más infinita todavía la dura necesidad de tener que contar con tontos y con ciegos. Dejémoslos pasar, y sigamos perseverantemente nuestro fin. Yo tengo uno, Ud. lo conoce y llegaré hasta él: para ello cuento con dos cosas: 1.º, mi propia confianza; 2.º, la inteligencia y la experiencia de todos los hombres del partido liberal. Por eso insisto en desdeñar a todos los que, aun dentro del partido liberal, no tengan como los hombres a quienes especialmente me dirijo, inteligencia y experiencia.

De todos aquellos a quienes, en España, he dirigido la exposición de mis fines, uno solo, ¡pásmese Ud. amigo mío!, uno solo ha comprendido el alcance de lo que me propongo. Ese uno es el actual director de la Nueva Iberia. Aunque el periódico observa una conducta tibia, el Sr. Moya me ha escrito una carta llena de sinceridad. Si este señor está en correspondencia con Ud., como creo necesario, ya le habrá dado un resumen de mi última carta. Si no, celebraría que Ud. lo conociese, y que lo conociesen todos los hombres de inteligencia y de experiencia que tiene la libertad española en suelo extraño. Seguridad de acierto es para mí la conformidad de Ud. con mis principios y mi conducta, y motivo de verdadera complacencia, el que Ud. se me anticipara en ver y en aconsejar lo que yo trato de poner en práctica. Lo que trato, porque cada día es más difícil practicar. Esta gente juega con el absurdo y la arbitrariedad. Con decir a Ud. que nos prohíben reproducir el mismo programa que dejaron poner en el primer número, basta. Y si no, pásmese, y sepa que el adverbio anoche, él solo, ha pasado a la categoría de vocablo sospechoso y ha sido borrado por el lápiz fiscal.

Eso no importa. Lo que hoy sucede, lo veo, lo estudio, pero lo dejo pasar. Me reservo para días más fecundos. Cuento con ellos, como con el placer de dar a Ud. un abrazo.

Mil afectos, y cuente con la estimación de su affmo. amigo y S. S.



Barcelona, 6 de mayo de 1868.

Señor Conde de Reus,
Londres.

Señor Conde:

Al venir desde Madrid a Barcelona para responder al llamamiento que en nombre de la libertad, y para luchar en favor de la libertad, me hacía la juventud de esta ciudad; al aceptar la dirección de El Progreso, y al definir concretamente los fines que por medio del periódico intentamos realizar, creí necesario conocer la opinión que formaran de nuestro intento los hombres que, por conquistar la libertad de su país, viven hoy lejos de él. Era lógico que pensara en el hombre que más activamente ha comprometido su persona y su sosiego, pero ignorando su residencia, no he podido escribirle. Hoy la conozco, y hoy le escribo.

Hombre que se respeta demasiado y respeta demasiado a los hombres para juzgarlos por manifestaciones no siempre concordes con su voluntad, yo no sé de los hombres que están hoy en la emigración más que una cosa: a saber, que aman la libertad de su patria, que quieren la conquista radical de los derechos sociales y políticos, que en pro de este deseo han expuesto su vida y sacrificado los afectos y el bienestar de su existencia: esto me basta. Así, al iniciar activa y libremente mi vida política, no me erijo en juez de una obra sino que me presento como obrero. Lo que yo, eso piensa, eso quiere y eso hace la juventud a cuyo porvenir coopero y en cuyo nombre puedo hablar a usted.

Independientes de todo prejuicio, desligados de todo compromiso personal; creyendo lo bastante en las fuerzas de la juventud para creer en la eficacia de las ideas; dispuesto a auxiliar a los que realicen o intenten realizar nuestro ideal político; resueltos a combatir a quien burle las esperanzas del país, que son las esperanzas del progreso político de Europa, nos encerramos en los límites determinados por nuestros principios y en la esfera de acción que las circunstancias y nuestra clara regla de conducta delinean. Si, como creo, han llegado hasta usted los primeros números del periódico, en el primero verá usted nuestra profesión de fe. ¿La aprueba su experimentada perspicacia? Solicitar contestación a esta pregunta, ése sería el único objeto de esta carta, si no tuviera yo que expresarle la confianza que tiene en usted Cataluña, y el verdadero respeto con que soy, señor Conde,

S. S. S. Q. B. S. M.

Eugenio María de Hostos.



Nueva York, abril 4 de 1870.

Amigo Piñeyro:

Era en ese periódico el representante declarado de la Independencia absoluta de todas las Antillas, y era natural que me creyera en el deber de seguir, contra cualesquiera oposiciones, a pesar de molestias cualesquiera, sobreponiéndome a toda censura que no fuera la pública de la opinión cubana -manteniendo y sosteniendo la idea que revoluciona a las Antillas. Pero soy tan sincero como era y seguiré siendo, y no quiero, por una tenacidad del derecho que represento, producir disensiones que el porvenir de la patria lloraría. Me separo, pues, del periódico, y espero que la Emigración, a quien daré cuenta de mi conducta, la apruebe o la condene.

Sírvase dar publicidad a estas palabras.

Tan cordialmente como siempre, suyo,

Patria y Dignidad; Justicia y Libertad.

E. M. Hostos.



Señor Director del Diario Cubano.

Señor y amigo mío:

De tal modo estoy dispuesto a complacer a Ud., que voy a hacer más de lo que Ud. pide. Pide una explicación firmada de lo que Ud. llama discurso y llamo yo mi exhortación; y declaro bajo mi firma que no oye bien el que habiéndome oído, diga que yo he podido expresar otras ideas u obedecer a otros sentimientos que los siempre obedientes a mi conciencia.

Mi conciencia me dice que el anhelo supremo de mi vida, la independencia absoluta de las Antillas, tan posible por las condiciones geográficas y económicas de esos pueblos, sería una obra difícil para la generación que está destinada a conquistarla, que ha empezado heroicamente a conquistarla, si no se cura a tiempo de dos vicios que ha inoculado en nuestra raza el despotismo. Del primero, producto necesario de aquel funesto principio de autoridad que, además de nuestra libertad, ahogaba en nosotros la dignidad humana, se origina la falsa idea de libertad. Del segundo, engendro maldito del gobierno personal, se produce aquella costumbre de encomendar a otros lo que debemos hacer por nosotros mismos. El primero engendra anarquía; el segundo procrea dictadores; una y otros se completan, y en donde quiera que el odio sistemático a la autoridad produce la anarquía, hay un ídolo de la multitud, que la esclaviza; y en donde quiera que hay idolatría política, hay un estado latente o patente de anarquía. La sociedad que padece de esos males, no es libre. Y si yo quiero la independencia absoluta de las Antillas, es porque quiero probar a nuestros detractores que las Antillas pueden ser libres.

Con tales propósitos, y obedeciendo a tales ideas, claro es que me opongo a todo lo que pueda contrariarlas. He aquí por qué, a todas horas y en todas partes, exhorto a los cubanos a que no amen otra cosa ni crean otra que las ideas.

Por eso, en Irving Hall, empecé hablando de nuestra idea capital: la Independencia. Quien se oponga a ella, es nuestro enemigo. ¿Se opone indirectamente quien, desatendiendo el derecho de la autoridad legítima, intente divorciarnos de ella? Pues es nuestro enemigo. ¿Se opone la conducta de esa misma autoridad? Pues es vuestro enemigo. Al primero, combatidle oponiéndole el derecho de la autoridad. A la segunda, haciéndole una oposición pública, clara, patente, yendo en corporación a decirle: «Te extravías, dejas de hacer esto, o te excedes en lo otro. Haz lo que falta, abstente de lo que sobra».

De modo que, desatendiéndome de las personas y atendiendo a las ideas, yo no hablo ni en pro ni en contra de la Junta, en contra ni en pro de nadie. El día en que yo descienda a personalidades, y me haga la injusticia de secundar intereses personales, habré puesto mi patriotismo al nivel de las personas, y es poco para mis ideas la estatura ordinaria de cinco pies.

Que es posible hablar más claro, tal vez lo piensen los que se abandonan al movimiento de las pasiones. Si hay quien esté firme en sus ideas, ése, que juzgue.

Y pues supongo a Ud. más obediente a sus ideas que a sus pasiones, juzgue del discurso de s. a. s.

Eugenio M. Hostos.

Diario Cubano, Nueva York, abril 27, 1870.



Curicó, Chile, febrero 6 de 1872.

Señor Eugenio Drouilly,
Lima.

Querido amigo:

Desde mi llegada a Santiago he debido escribirle para expresarle el reconocimiento que debo a los esfuerzos casi fraternales hechos por usted en mi favor cerca de su hermano Adolfo; a quien debo desde entonces las atenciones y cordialidades que sostienen mi fe en la bondad original del hombre.

Si no le he escrito, no es porque no lo deseara sino porque me ha faltado el tiempo. Por una parte, no he podido hacer otra cosa que pensar en lo que debía hacer. Por otra, su hermano ha llenado gran parte de mi tiempo facilitándome ocasiones para conocer este país. Empezó por obligarme a venir aquí y lo ha hecho todo para secundar el deseo que yo tenía de ver la Cordillera, de donde justamente vuelvo ahora.

He visto a su padre en Santiago. Y no he vuelto a verle, porque aún no he estado en Yacal. Su hermano Víctor ha llegado durante mi ausencia, pero no le conozco aún.

Le ruego me diga todo lo que pase en el Perú, sin olvidar los trabajos de nuestra Sociedad3 de la cual conservo siempre el recuerdo más vivo en mi espíritu. Espero probárselo, pues en cuanto pase el movimiento que el verano ha impuesto a mi vida, emprenderé un estudio del estado de la enseñanza pública en Chile que puede ser de interés para nuestra asociación. Salúdela en mi nombre, y reciba para los Capelo, especialmente para Joaquín, las expresiones más cordiales. ¿Por qué no me ha escrito él?

Escríbame y crea en la amistad de su afectísimo,

Eugenio María Hostos4.



Santiago de Chile,
junio 28 de 1873, por la noche.

Señor don Pedro Godoy.

Mi digno y buen amigo:

Adjuntos son los dos papeles que, no sólo le agradezco por la amistosa intención que en su pensamiento representaban, sino también porque con ellos ha puesto usted a prueba la serenidad de mi razón y el culto que tributo a la justicia.

Sin razón serena, hubiera visto o aparentado ver una ofensa en lo que realmente no hay más que un acto de lógica. Sin mi adoración a la justicia, sería injusto con usted mal juzgando, por orgullo o por torpeza, una espontaneidad digna de respeto por ser digna de un alma generosa.

La razón no se ha inmutado, y al ver caer de la carta esos papeles, se ha dicho tranquilamente: «Acto de lógica: el amigo de la libertad cree desvalido al peregrino de la libertad, y viene en su auxilio: lo mismo hubiera hecho yo»; la justicia no se ha alterado, y dominando al orgullo, le ha dicho: «Acata: las ofensas están en la intención, no en los medios que la expresan, y la intención es fraternal».

Usted, que haciéndome probar el deleite de sentirme tal cual mi esfuerzo por merecer al hombre, es digno de mi ingenuidad y mi franqueza, usted no merece una altanería ni una violencia en cambio de una prueba de delicadeza de corazón y de una práctica sencilla de sus creencias. Por eso le devuelvo, sine ira et studio, antes con gratitud y con respeto, los papeles por cuyo medio intentó usted hacerme un servicio material y me hace el más precioso de los servicios morales. ¿Qué servicio igual al de probar el amor de verdad y de justicia en un amante frenético de ambas?

Y ahora, pues puede venir la reincidencia, oiga dos cosas mi querido amigo:

  • Primera.- Que él dinero es para mí, ni más ni menos, un instrumento económico: no lo busco hasta que las necesidades me lo exigen. Cuando lo exigen y el trabajo no me lo da, hago esperar las necesidades. Si no esperan, vacilo, pero no tengo inconveniente (tan inmutable es mi fe en mi honradez) en decir: «Amigo, un hombre honrado necesita de un honrado».
  • Segunda.- Cuando yo me consagré al servicio de mi patria y mis principios, me hubiera creído indigno del apostolado y del martirio si no hubiera hecho abnegación de todo.

Y vea: lo único que yo no perdono a esta América latina es que me haya obligado a aprender que hasta para ser mártir se necesita ser rico.

Dicho esto, es inútil que le explique por qué no quiero que Amunátegui o cualquier otro pida al Congreso, y para mí, un auxilio pecuniario que yo no debo aceptar y que me privaría de la estoica satisfacción de sacrificarlo todo al objeto sagrado de mi vida y de ser en la realidad de mi existencia lo que soy en la realidad de mi conciencia.

Ea, hasta mañana, y, para otra vez, no me obligue en noches de dolor de cabeza a velar para probarle cuanto le quiere y le estima

Su muy afecto,

Hostos.



APÉNDICE.

Julio 2 de 1873.

Mucho temía que la contestación a la carta de Godoy y la devolución de los $200 no pedidos, alterara las relaciones ya íntimas que había yo logrado establecer con el general de la independencia de Chile. Temor mío en la razón es casi siempre un hecho en la realidad. Creo que Godoy ha traducido mal mi contestación y mi negativa a aceptar su auxilio pecuniario. No es la primera vez, ni será la última en que lo mismo que debiera enaltecerme a los ojos de los otros, me enajene su cariño. Así en todo, y en todos, pueblos, hombres, mujeres, niños5.



Su Casa, junio 23 de 1873.

Señor don Eugenio María Hostos,
Presente.

Mi estimado amigo:

Se me ha puesto en la cabeza que usted no debe estar muy abundante en recursos, y a ley de franco veterano y amigo, me be tomado la libertad de acompañarle dos billetitos, cuyo insignificante valor le servirá, a lo menos, para comprar las plumas con que está escribiendo sus interesantes artículos en pro de la ilustración del país.

Esta miserabilísima manifestación de confianza en nuestra amistad, no obsta en manera alguna, como se lo tengo dicho, para que se venga usted a vivir a mi casa ahora o cuando usted quiera y me ocupe en cuanto le pueda servir. Conozco la vida de aventuras, aunque muy honorable, que usted lleva, y aunque mi fortuna es más que mediana, ella basta, me parece, para hacer soportable la vida de un filósofo como usted, sin perjudicarme en lo más mínimo.

Ya que mi amor a la libertad me ha traído a los pies de los caballos y no puedo hacer nada en favor de su patria, permítame usted al menos consagrar estos borrones a su más digno representante en Chile y repetirme muy de corazón.

Su más sincero amigo y atento servidor

Q. B. S. M.

Pedro Godoy.



Sr. Redactor en jefe de El Argentino6.

Hoy, 13 de octubre de 1873.

Digno y querido amigo mío:

Acabo de leer el artículo de El Correo Español que ha tenido V. la deferencia de remitirme.

Es ya muy tarde para consagrar a las materias que suscita ese trabajo toda la atención con que deseo tratarlas, y no me perdonaría el volver a retardar la salida de su interesantísimo periódico. Consiéntame, pues, que aplace para mañana la contestación con que importa restituir su completa exactitud a varios de los puntos tratados incidentalmente por el escritor español que se ha servido ocuparse de la carta mía que acogió antes de ayer El Argentino.

Mas como para ahondar en lo posible los problemas que he de examinar, es conveniente desembarazarlos de las afirmaciones y negaciones incidentales que acompañan al artículo, voy a decir sobre ellas las pocas palabras que debo.

Se afirma que la insurrección de Cuba está expirante, y debo recordar sobriamente los hechos que terminantemente confunden esa afirmación.

Cuba combate desde el 10 de octubre de 1868, y a pesar de los esfuerzos del Gobierno español y de los españoles residentes en Cuba; a pesar de la conducta ambigua de los Estados Unidos; a pesar de la imposibilidad en que los gobiernos latinoamericanos han estado de acudir eficazmente en auxilio de los revolucionarios sus hermanos, Cuba persevera, Cuba es cada vez más fuerte, Cuba es cada vez más independiente, Cuba es moral y racionalmente independiente.

Según los datos presentados a las Cortes por el señor Moret y Prendergas, Ministro de Ultramar en uno de los Ministerios que sostuvieron al Príncipe Amadeo de Saboya, el Gobierno español había hasta mediados de 1871, mandado a Cuba más de setenta y cinco mil soldados; había gastado en sostener la guerra, más de veinte millones de pesos fuertes; había perdido en la lucha contra la revolución y contra el clima, más de cuarenta mil vidas; había intentado vanamente, en dos momentos distintos de la revolución, pactar con ella y con sus legítimos representantes:

Según las declaraciones de los señores Garrido, Díaz Quintero, Benot, Salmerón, hechas en momentos solemnes, ante la representación nacional de España, con tanta más eficacia cuanto más anhelante era la atención con que el mundo acogía sus nobilísimas declaraciones, el alzamiento de Cuba tiene proporciones, móviles, elementos morales, motivos y carácter que, no sólo la justifican y hacen de ella una de las revoluciones más justas que ha hecho el derecho contra la injusticia, sino que es invencible por la fuerza.

Según la razón común, es alzamiento y decisivo, el de un pueblo que prefiere la muerte en el campo de batalla o en la proscripción, la miseria en la proscripción y en el campo de batalla, la ilegal e ilegítima confiscación de sus bienes, la pérdida de sus elementos de existencia y subsistencia, el incendio y la devastación de sus campos y cultivos, la ruina, el abismo, la muerte, antes que la sumisión al despotismo.

Según el arte de la guerra, es formidable la que, resistiendo a elementos incomparablemente superiores, no pierde ni un solo palmo del terreno que ocupó al estallar, y firme, perseverante, impasible, imperturbable, adelanta como adelanta el destino infalible de los perseverantes.

Según la historia de la revolución el Gobierno español intentó, bajo Serrano y Prim y valiéndose del general Dulce, que tuvo un día de popularidad en Cuba colonial, pactar en 1869 un armisticio indefinido, y no lo obtuvo: Cuba revolucionaria se negó a todo pacto no basado en el reconocimiento incondicional de la Independencia de la Isla.

Bajo Prim, siendo éste presidente del Gobierno en 1870, el Sr. Moret, por primera vez Ministro de Ultramar, concibió el propósito de terminar la guerra por convenio. Para sentar las bases de él, se valió del señor D. Nicolás Azcárate, cubano que siempre hubiese merecido el respeto que inspiraba si hubiera siempre antepuesto a sus deseos personales los universales del nobilísimo país de que es oriundo. Estaba yo entonces en Nueva York, y el Sr. Azcárate me vio para hablarme cariñosamente en nombre del Sr. Moret, amigo y compañero antiguo de ambos, para hablarme expresivamente en su propio nombre y en el de la paz de nuestras dos Islas, Cuba, la suya, Puerto Rico, la mía. A sus palabras, argumentos, esfuerzos y deseos, contesté declarando terminantemente que Cuba no depondría las armas, que la Junta de Nueva York no oiría proposiciones que tendieran a una conciliación imposible. La Junta de Nueva York confirmó poco después mi afirmación, y cuando, insistiendo el Ministro y su Comisionado, se llevó la proposición ante el Gobierno de Cuba independiente, el Gobierno de Cuba independiente contestó con una negativa pura y simple. Según las declaraciones del Gobierno de los Estados Unidos, directamente hechas por medio de su embajador en Madrid, el pueblo de la Unión Americana ha ejercido, más de una vez y más de cien, activa presión sobre su Gobierno, en favor de la revolución y de la independencia de Cuba.

Ante los hechos, la palabra caprichosa es aire: la oyen los caprichosos; pero los hechos, que perseveran contra ellos, siguen demostrando la realidad a la razón humana. Esta afirmará siempre, como afirma hoy, que el alzamiento de Cuba es uno de los más formidables, como es uno de los más justos de la historia.

Se afirma que es minoría insignificante la que inició y mantiene la revolución de Cuba. Contestan a esa afirmación las del Sr. Moret, y basta.

Se afirma que «los filibusteros del Norte» alimentan la insurrección. Los llamados filibusteros, es decir, los ciudadanos de la Unión Americana, se han concretado a prestar a la revolución de Cuba el concurso pasivo de sus simpatías. Las expediciones que han alimentado la revolución, han sido producto del esfuerzo continuo de los cubanos, del auxilio que en hombres, armas o dinero, han prestado Puerto Rico, Santo Domingo, Venezuela, Colombia, Perú y casi todos los pueblos latinoamericanos.

A pesar de mi intención, me he extendido mucho más de lo que pensaba.

Lo siento por usted, querido director de El Argentino, pero lo celebro por la causa que sostengo y por el decoroso escritor que ha recogido y reparado mis palabras. Por la causa, pues, la sostendré en sus más vastas relaciones y trascendencias, sin necesidad de empequeñecerla con demostración de hechos palpables. Por el escritor de El Correo Español, pues dándole en los términos más latos la contestación que reclamaba, tengo la complacencia de recompensar la dignidad que ha empleado en sus impugnaciones.

La misma razón que me hubiera impedido descender a contestar brutalidades de intención o de expresión, me impele a contestar del modo más digno lo que es digno.

Y ahora, excusas, saludos, y hasta mañana.



CARTA AL PRESIDENTE DEL PERÚ7

Sr. D. Manuel Pardo.
Lima.

Digno y estimado amigo mío:

A la última carta de usted, escrita en días de patriótica inquietud, voy yo a contestar en un día que puede ser el más propicio para la América latina, como es el más angustioso para mí.

Hoy es aniversario del alzamiento de Cuba contra la sistemática tiranía del coloniaje.

Puede Ud. y probablemente quiere Ud., contribuir a hacer de ese aniversario de un martirio el día de mejor gloria para el generoso pueblo que gobierna, y haciendo objeto de mi contestación ese alto tema, la haré digna de su noble carta.

No la escribo para persuadirlo: sus actos en favor de Cuba y sus palabras confidenciales me han dado la certidumbre de la generosa disposición de su ánimo.

No la escribo tampoco para convencerlo: si tengo fe razonada en los sentimientos del americano, la tengo no menos racional en la inteligencia del estadista, y no sería inteligente el estadista americano que necesitara ser convencido de la trascendencia que en el porvenir político y social de toda América ha de tener la total independencia del Continente.

No la escribo siquiera para hacer un nuevo esfuerzo en favor de Cuba: sé que Cuba saldrá triunfante de su lucha, y estoy mucho más seguro de su triunfo que de la eficacia de mi esfuerzo solitario.

Escribo esta carta para desarrollar mi tema favorito; para demostrar la posibilidad de hacer inmensos beneficios a la América latina, haciéndola contribuir a la independencia de las Antillas.

Cuando Ud. se dignaba noticiarme que se había recibido en el Perú la circular en que el Ministro de Relaciones Exteriores de Colombia invitaba a todos los gobiernos latinoamericanos a un pacto de unión en favor de Cuba, me confiaba su designio de contestar a la proposición del Gobierno colombiano con una convocatoria de Congreso americano. Este designio se hizo público en los Estados Unidos, cuya prensa diaria lo aplaudió, y me es lícito ampliar públicamente los razonamientos que entonces empleé privadamente para celebrar su nobilísimo propósito.

Yo creo, tan firmemente como quiero, que la independencia de Cuba y Puerto Rico ha de servir, debe servir, puede servir al porvenir de la América latina.

Ha de servir, porque las Antillas desempeñan en el plan natural de la geografía de la civilización el papel de intermediarias del comercio y de la industria: el comercio es actividad aplicada a las necesidades, la industria es ciencia aplicada al bienestar de los hombres, y son conductores de ideas, como lo son de elementos físicos de bienestar; trasmisores de progresos morales e intelectuales, como lo son de progresos materiales.

Debe servir, porque las Antillas son complemento geológico del Continente americano, complemento histórico de la vida americana, complemento político de los principios americanos, y tienen el deber, no ya el derecho, de sustraerse a toda acción perturbadora de la unidad geográfica, histórica y política de América.

Puede servir, porque la independencia de las Antillas no es otra cosa que emancipación del trabajo, y por tanto, aumento de población, de producción, de recursos físicos para la civilización americana; no es otra cosa que emancipación del comercio y de la industria, y por tanto, eliminación de los obstáculos materiales que hasta hoy ha tenido la comunicación entre una gran parte de América y aquellas islas, que son mediadoras naturales entre el Viejo y el Nuevo Continente; no es otra cosa que reconstitución geográfica del Continente americano, y por tanto, unificación de todas las partes en el todo; no es otra cosa que continuación del movimiento histórico de la independencia continental, y por tanto, movimiento de las Antillas hacía el período necesario de su vida en que, disponiendo de sí mismas, contribuyan con toda la América latina al porvenir esplendoroso de la nueva civilización que elabora el Nuevo Continente; no es otra cosa que aclamación de los principios morales y políticos en que se funda la democracia americana, y por tanto, definitiva dirección de toda la sociedad americana hacia fines propios, necesarios, connaturales, independientes de los fines que dirigen la sociabilidad europea.

Teniendo que servir, debiendo y pudiendo servir la independencia de las Antillas al porvenir de todo el Continente, es obvio que la emancipación de esos pueblos es interés inmediato de los pueblos con quienes tienen las íntimas afinidades del origen, de la historia, del carácter: Interés inmediato de un pueblo significa, porque debe significar, propósito de su gobierno. ¿Son todos los gobiernos sudamericanos leales servidores de los intereses inmediatos que representan? Pues todos estos gobiernos deben tener el propósito que les atribuyo.

Mas, ¿cómo, convertida la independencia de las Antillas en programa de gobierno, pueden los de América latina realizarlo?

Esta dificultad, acaso insuperable por otro cualquier medio, no lo es por el que Ud. ha excogitado. La reunión de un Congreso americano, harto lo sé, es por sí sola un grave obstáculo; pero es el único que puede oponerse al altísimo designio. Vencido ese obstáculo, el Congreso encontraría en la situación actual de España un poderoso auxiliar de su tarea.

Importa estudiar este punto.

España, dirigida por los hombres que sostienen la necesidad de la república federal como forma de gobierno complementario de las doctrinas democráticas, no puede ser hoy tan contraria a la independencia de sus Antillas como el régimen monárquico la hacía. Los hombres que hoy disponen del porvenir de aquel país no pueden ser en Cuba y Puerto Rico enemigos del derecho que reivindican para todas y cada una de las provincias españolas.

Cuando el Sr. Salmerón y Alonso, el hombre que más elocuente y más noblemente ha condenado la conducta de la monarquía en las Antillas es pensamiento e inspiración de la República española, cuando para cohibirlo con coacciones morales a ser consecuente con sus doctrinas y con sus declaraciones, basta recordarle el magnísimo ejemplo de consecuencia lógica y de respeto a sus ideas que acaba de dar al separarse de la Presidencia del Poder Ejecutivo para no violar la fe de su conciencia; cuando con él y como él hay toda una opinión pública que solevanta, en la verdadera formación social que hoy agita a la península ibérica, las capas sociales más oscuras para ponerlas en contacto con la atmósfera más libre de las ideas más humanas; cuando, en fin, la misma dificilísima elaboración que allí produce la anarquía pone al Gobierno español en la imposibilidad de atender eficazmente a la guerra que sostiene inútilmente contra Cuba, no sólo es posible atraer al Gobierno peninsular a un pacto de conciliación con América latina y con las Antillas, que dé por fruto la independencia de las dos islas que aun posee mal grado ellas, y mal grado el porvenir continental, sino que intentando y consiguiendo ese pacto de conciliación, América latina habría hecho un servicio eminente a la causa republicana y a los principios democráticos, en España. La razón es evidente.

Desligada del tremendo compromiso de ser inconsecuente en las Antillas, la República Española podría entregarse por completo a la resolución de los problemas embarazosos que en España la perturban. Ligada a la democracia americana por el doble vínculo de un servicio prestado y recibido, tendría la fuerza moral de que recientemente ha hecho alarde el actual presidente del Poder Ejecutivo, el señor Castelar, al presentar, como demostración de la vitalidad de la República Española, la fraternal atracción que ha ejercido sobre los pueblos republicanos de este continente el cambio de gobierno de la península.

Pero si un sentimiento de conmiseración honrada y el supremo interés de los principios que constituyen la savia de la vida americana debe estimular a todos los americanos (gobiernos y patriotas, ejecutores y propagandistas del porvenir) a buscar el bien de España en el bien de América, la apreciación reflexiva de las circunstancias debe movernos a buscar el beneficio propio e inmediato en el que, por medio de un Congreso americano, se conseguiría para las Antillas y para España misma.

Las circunstancias de la América latina, consagrada al desarrollo de sus fuerzas, progresando en el conjunto de elementos materiales de civilización, propendiendo por la acción misma de su desarrollo a manifestar en actos patentes su vitalidad, son favorables al fin que inmediatamente se propondría el Congreso americano, porque con él se daría una prueba de fuerza colectiva y porque la acción conjunta de todos estos gobiernos en un gran objeto, constituiría a los ojos de América y de Europa la personalidad internacional que no puede ninguna de estas repúblicas tener aisladamente.

Harto sé yo que las cuatro tentativas desgraciadas de Congreso americano han desautorizado esta idea que Bolívar anticipó al tiempo y que todos los buscadores del porvenir americano han querido anticipar a las circunstancias; pero demostrada la coincidencia de éstas con la necesidad de reunir en una acción común a estos gobiernos, ¿sería el éxito tan incompleto como fue?

Suponga Ud. que no; suponga que América latina, provocando la reflexión de España republicana, la atrajera a una resolución gloriosa para ella, útil para la humanidad, honrosa para los pueblos y los gobiernos representados en el Congreso, ¿no adquiriría éste toda la autoridad que había perdido?

Y rehabilitado, ¿no conquistaría inmediatamente una influencia decisiva en los destinos de la América latina? ¿No creerían sus gobiernos que era llegado el momento de utilizar su influencia? ¿No podrían utilizarla, sentando las bases de la futura unión latinoamericana? ¿No son base de esa unión el previo convenio de límites geográficos, la neutralización de vías terrestres, fluviales y marítimas de comunicación, la representación común ante los gobiernos de Europa, la recíproca validación de estudios profesionales, la serie de necesidades visibles o previsibles que ligan internamente a estas naciones y que deben preparar la eterna liga de ellas?

Y siendo base de esa alianza, ¿no sería posible y conveniente convertir en vínculo de familia alguno de esos intereses, sólo en apariencia dispares y contradictorios? Siendo posible, ¿no sería conveniente someter al Congreso americano alguna de esas cuestiones que hoy separan unos de otros a algunos de estos pueblos y que a todos ellos pueden separarlos para siempre de los altísimos intereses comunes en que los han hermanado la naturaleza, la democracia, el pasado, el presente y el porvenir de la civilización?

Yo sé que todos estos argumentos en favor del Congreso americano han ocurrido a su razón al proponerse el designio de contestar con una proposición de convocatoria de Congreso a la proposición que contiene la generosa circular del Gobierno colombiano; pero he querido contribuir a hacer realizable ese propósito, estudiando en su fondo mismo su carácter.

Así, cuando no haya conseguido otra cosa, habré probablemente conseguido demostrar que la práctica sincera de la razón podría conciliar ideas, sentimientos e intereses tan hostiles como los que arman inicuamente a España contra Cuba, y habré demostrado que aún hay en América latina quien tiene el elevadísimo espíritu de los fundadores de la República en todos estos pueblos.

Y como Ud., al proponer el Congreso americano para salvar a Cuba mártir y redimir a Puerto Rico esclava, ha demostrado que siente en sí el aliento de aquel espíritu que el egoísmo torpe ha sofocado, Ud. es digno de la gratitud que las Antillas sienten por todos los que saben asociar la gloria y el bien de su país al derecho, la libertad y el bien de los países hermanos que la violencia arrebata a la familia americana.

Por eso, y para hacer saber anticipadamente que no habrá en ninguna tentativa de América latina en favor de las Antillas el más leve germen de pasión innoble, he asociado el nombre de Ud. al recuerdo del día más esplendoroso que ha brillado en las Antillas.

Si de esta manera logro reanimar en el espíritu público de América latina la idea que por digna y por sabia be celebrado ya dos veces, y que más fuerza tiene por proceder espontáneamente de uno de los gobernantes que más sinceramente desean en América el consorcio del progreso presente del pueblo que gobierna con los altos deberes del porvenir; si de este modo logro anticipar para Ud. la gratitud de mi país, podré aminorar el descontento que siento al sacar a pública inspección el sentimiento de respeto y de reflexiva estimación con que sigo siendo.

Amigo y deferente S. de Ud.

Eugenio M. Hostos.

Buenos Aires, octubre 10 de 1873.



Sr. Redactor de El Argentino8.

Hoy, 9 de diciembre de 1873.

Mi querido José Manuel Estrada:

Ayer cuando regresé del fructífero viaje en que he aprendido a conocer y estimar el querido pedazo de América que no había necesitado conocer de vista para desde otros países estudiarlo, seguirlo en su impulso y admirarlo señalándole a la admiración de sus hermanos; ayer cuando estaba dispuesto a creer imposible que nada alterara las risueñas esperanzas que me alientan a seguir confiando en el porvenir americano, a seguir contando con el porvenir de la humanidad en América; ayer cuando desechaba como una visión caprichosa el rumor de fusilamientos en Cuba que había llegado en el Rosario a mis oídos; ayer, al llegar a Buenos Aires, Buenos Aires me recibió con la confirmación del rumor desechado, con la noticia y los pormenores del nuevo holocausto de Cuba mártir a la independencia, a la libertad, a la dignidad y a la justicia.

Si yo hubiera nacido cubano, estaría cumpliendo con mi deber o habría acabado de cumplir con mi deber en Cuba. Si no lo hiciera por patriotismo, lo haría por dignidad; si no lo hubiera hecho por amor sacrosanto a la justicia, lo habría hecho por odio sagrado a la injusticia; cuando no los sentimientos y las ideas y la conciencia que sirven de pauta inexcusable a mi existencia, me tendría en Cuba o bajo el suelo sagrado de la tierra mártir el egoísmo, no por excepcional menos activo, que hace preferible el tónico luchar por grandes causas al infecundo peregrinar por desiertos morales muy más sordos que todos los desiertos que en tiempo fueron mar de aguas saladas y son mares de yerbas o de arenas.

Pero soy puertorriqueño; he debido a la providencia, a la casualidad o a la ley que gradúa la resistencia de un espíritu por las fuerzas que le opone, la gloria de nacer para servirlo en el pedazo de tierra americana más perseguido por el infortunio y sobre el cual han caído con saña más violenta los males que más abruman una conciencia honrada.

Era necesario combatir a la vez en pro de Cuba armada, en pro de Puerto Rico, inerme, buscando para la una las simpatías que algún día podría utilizar para la otra, y he pasado tres años amargos en la lucha que maldigo y bendigo a un mismo tiempo. La maldigo por inútil; la bendigo porque me ha dado lecciones que utilizará el porvenir de mi país desventurado.

Durante esos tres años, a toda hora, en todos los momentos, asociándome con presurosa conciencia a cuanto buen intento he secundado, rechazando con indignada conciencia cuanto mal para América me ha salido al paso; durante esos tres años, consagrados con mi voz, con mi pluma y con el ejemplo de una vida desinteresada a la confraternidad de todos estos pueblos, a la defensa de todos los desheredados, fueran chinos o quichuas en Perú, fueran rotos y huasos o araucanos en Chile, sean gauchos o indios en la Argentina: durante esos tres años dedicados a pedir práctica leal de los principios democráticos, formación de un pueblo americano para la democracia, educación de la mujer americana para precipitar el porvenir de América -nunca, en un solo momento, en la vida activa y en la vida sedentaria, hablando para uno o para todos, ante el público o ante un alma ignorante o generosa, nunca he dejado de invocar a América para que me secundara en la santa obra que no debe un solo hombre realizar. No debe, porque el porvenir de América no es competencia de un solo americano, sino de todos los americanos, y todos ellos tienen el derecho de poner su óbolo en la obra de redimir a las Antillas. Redención de las Antillas y porvenir de América latina son hechos idénticos. El tiempo, mejor argumentador que ningún hombre, argumentará por mí.

Seguro de esa identidad de intereses futuros y creyendo que nadie habría olvidado en América latina la heroica tradición de la guerra de la Independencia, y creyendo que todos sus hijos, nativos o adoptivos, sentirían en su alma el impulso que mantiene la mía en su resolución, me he cansado, me he fatigado, algunas veces me he hastiado, más de una vez me he avergonzado de invocar tan inútilmente para objeto tan digno a estos pueblos.

En América latina, en donde no hay europeo que sea extranjero porque su trabajo lo nacionaliza y lo hace hijo de América latina, soy extranjero yo que trabajo con mi cerebro, con mi alma y mi conciencia para contribuir al porvenir de América latina. En estos pueblos en donde no hay empresa que no tenga auxiliares en tentativa comercial que tenga obstáculos, en progreso material que no tenga propulsores y apóstoles en los extranjeros o en los americanos que el sentimiento de la civilización hace cosmopolitas, yo no he encontrado para mi empresa una sola voluntad decidida en los gobiernos, una sola simpatía eficaz en los pueblos. Unos y otros quieren lo que yo; unos y otros combatan lo que yo; unos y otros propenderían enérgicamente a lo que yo propendo, si obstáculos materiales por una parte, y si la indiferencia de las grandes causas que determinan el exclusivo progreso de la materia, no se opusieran también al triunfo de una idea generosa.

Una existencia consagrada a cosas buenas es una autoridad en todas partes. Yo tengo esa autoridad, y hoy, 9 de diciembre de 1873, cuarenta y nueve años después de Ayacucho, en el aniversario de aquel día americano, vengo con la autoridad de una vida honrada a pedir al pueblo argentino que tan eficazmente intervino en Ayacucho con sus granaderos de a caballo y sus heroicos veteranos de los Andes, un grito de indignación, una protesta honrada contra los actos de barbarie repugnante que comete España republicana en Cuba, que comete la república española en la Isla mártir, que celebran con horrenda alegría los españoles de la Habana y de Madrid.

Unos cuantos hombres dignos que en vida no cesaron de combatir en su patria el nefando sistema con que España ha esclavizado a las Antillas, salieron en el Virginius para Cuba. En el acto de desembarcar, fueron apresados por una cañonera. La cañonera Española los entregó a las autoridades de Santiago de Cuba, al suroeste de la Isla, y las autoridades españolas han fusilado a cuatro de los buenos que supieron vivir como han muerto, odiando la injusticia y combatiéndola.

Ante el interés de la revolución en Cuba combatiente, en Puerto Rico dispuesta a combatir, el fusilamiento de esos nobles representantes de la revolución, es un bien: todo martirio es incentivo del martirio, y nadie hay en las Islas desgraciadas que no prefiera morir por su patria que la muerte de sus hijos contribuye a redimir, antes que vivir esclavo en ella. De esta preferencia nace el entusiasmo heroico, y ese entusiasmo es el que ha hecho la independencia de toda América, el hecho más glorioso y más benéfico de la historia de la humanidad en nuestros tiempos.

Ante el interés de los patriotas cubanos y puertorriqueños, el martirio de los apresados en el Virginius es un beneficio inapreciable. Si Cuba complaciente con el nuevo orden de cosas en España, tuvo un momento de tregua, ya está rota la tregua. Si Puerto Rico confió en la República española, ya no tiene posibilidad de confiar. Antes de los últimos parlamentos, todos los antillanos, los que combaten en Cuba con las armas, como los que combatimos con nuestros sacrificios para preparar y decidir la revolución de Puerto Rico, todos estábamos dispuesto a ver hermanos en los republicanos españoles, a separarnos de ellos con los sacrificios menos penosos para ellos. Hoy es imposible, es absolutamente imposible que veamos republicanos en un gobierno, en un pueblo, y en unos hombres que consienten la iniquidad de Santiago de Cuba, que proceden como procedían los monárquicos, que deshonran ante el mundo los principios republicanos que aman para sí y detestan en los que debieran respetar como hijos suyos.

Ante la conciencia del mundo horrorizada, el fusilamiento de nuestros hermanos es un bien para Cuba y Puerto Rico: el horror de la conciencia humana se convertirá pronto en auxilio decisivo para entrambas islas.

Pero ante el sentimiento de humanidad que se ha lastimado con las horrendas venganzas de España en Cuba, el fusilamiento de Quesada, de Céspedes hijo, de Jesús del Sol, de Ryan, es una nueva prueba de la sistemática crueldad de España, de la incurable demencia de esos bebedores de sangre heroica, y es necesario que América latina, toda entera, es necesario que la República Argentina por su parte, demuestre, protestando contra ellos, que tiene fe en la justicia, que tiene el santo entusiasmo del patriotismo heroico, que tiene el horror virtuoso contra el crimen, que hacen gloriosos a los pueblos, que les dan el derecho de ser contados entre los que obedecen el instinto de perfección y de progreso.

Protestas eficaces son las que auxilian contra el malo al bueno, contra el inicuo al justo, contra el verdugo a la víctima.

En tanto que se organiza esa protesta, no haya diario en Buenos Aires, no haya diario en la República que no condene el inicuo fusilamiento, que no abomine de la horrenda complacencia con que los españoles de la Habana y de Madrid lo han acogido.

No haya nadie, ni aún los españoles que deben a la independencia de esta tierra la libertad de trabajo y bienestar que en ella gozan. Interés de ellos es demostrar que los españoles de la Habana y de Madrid que han celebrado con alborozo una catástrofe, no son los que viven de trabajo honrado y los que alientan ideas generosas, sino los que han vivido explotando la esclavitud de las Antillas.

La República española que ha consentido ese fusilamiento inútil ha perdido el derecho de ser estimada y ser creída; pero los españoles que protestan contra esa condescendencia probarán con su protesta que saben ser lo que no son los que deshonran a la república y a España.

Cuanto más ame yo la causa que represento, tanto más dignos de ella deseo a sus enemigos, y lejos de encontrar un argumento en contra, descubro un argumento en pro de la justicia cuando la reconocen los mismos que por interés o por flaqueza o por preocupación o por error la combaten. Puede haber un sacrificio digno en defender una causa injusta: no hay hombre digno que no condene la injusticia.

Solos o acompañados, espero de todos modos que los argentinos me acompañen a condenar la nueva iniquidad de los que combaten contra Cuba.

Si no se consigue más que una protesta, nada importa: Cuba sabe amar y estimar a los que la secundan y auxilian con sus votos.



Buenos Aires, hoy 12 de diciembre de 1873.

Sr. Director de El Nacional.

Señor:

He leído y agradecido las vivas palabras consagradas ayer por su digno diario a Cuba perseguida.

Ni tiempo ni calma para dar forma a mi agradecimiento. Pero la simple seguridad del fervor con que celebro en otros la adhesión incondicional que tengo por la causa de la justicia y la verdad en todas partes, bástele, señor, para suplir lo que yo callo. Ninguna fraternidad más estrecha que la establecida por comunidad de ideas y sentimientos; ninguna solidaridad tan fuerte como la que liga a los que concuerdan en un alto sentimiento; ningún deber más imperioso para el que busca auxiliares en una continua predicación, que el rendir el homenaje de su respeto a los que se adhieren a la buena causa.

Seguro de mis simpatías y mi respeto, estelo también de la amistad de su afectísimo servidor,

Eugenio M. Hostos.



Buenos Aires, hoy 27 de diciembre de 1873.

Sr. Marcelino J. Ortiz,
Presidente de la Sociedad Fraternal Boliviana.

Señor:

He recibido con respeto el diploma de Socio Honorario de la asociación patriótica que tiene en usted tan digno Presidente, y he leído con gratitud las estimulantes palabras que lo han acompañado.

En una vida que numera las derrotas por los esfuerzos que hace en pro de la verdad y la justicia, es galardón a que tan poco acostumbrado estoy, la impulsiva simpatía de ustedes, que la acojo con el fervor de la victoria.

No, gracias a la unidad de la conciencia humana, no está solo quien tiene en la juventud americana los amigos de causa que yo tengo. No estar solo en la empresa de vencer las aviesas resistencias que, conjurados contra ellas, oponen a la verdad y la justicia el error y el interés, la pasión y la maldad, todas las deformidades y todas las monstruosidades del espíritu humano, es conseguir una victoria.

Tiempos son éstos en que todo innoble interés cuenta su triunfo, en que todo disfraz de la verdad es aclamado, en que toda explotación de la injusticia es victoreada, en que toda iniquidad triunfante halla abogados, en que todo cinismo es una fuerza, en que toda indignidad es un poder, en que sólo la virtud es impotente, en que sólo es débil la verdad, en que sólo la justicia es desvalida.

Hallar, en tiempos como éstos, toda una generación movida en toda América latina por las mismas aspiraciones, a lo que, por humano, por americano, por lógico, por bueno, por desinteresado y virtuoso, choca o escolla en las salvajes concupiscencias de la época, es hallar muchos auxiliares de los que podrían esperarse.

Representan ustedes una fracción de esa generación, y en nombre de toda ella y del principio común que la dirige, y del objeto común que la encamina, me ofrecen liberalmente sus esfuerzos.

No con palabras, que tanto más detesto cuanto más obligado estoy a encomendarles la expresión del objeto de mi vida, sino con actos inmediatos y con hechos eficaces, quisiera yo demostrarles la gratitud que les debo.



Al señor jefe de la redacción del Correo de la Plata9.

Acabo de leer el artículo en el que juzgó Ud. necesario ampliar las noticias acerca de la revolución de Cuba y le agradezco la ocasión que Ud. me ha proporcionado de rectificar errores cometidos de buena fe, claro está, en su artículo «Cuba y los Estados Unidos».

Ante todo, señor, permítame excusarme de la libertad que me tomo de usurpar sus derechos al rogarle me ponga en comunicación con sus lectores y de la temeridad en que incurro usando un idioma tan perfecto como el francés.

Los españoles han tratado de hacer creer que hay cubanos enemigos de la independencia de su patria; no es de extrañar que Ud. lo haya creído, pero no hay nada más contrario a la verdad. No hay un solo cubano cuya alma y cuyo brazo no favorezcan la independencia. Si no hubiera sido así, España los habría hecho patriotas. La revolución cubana sólo estaba en sus comienzos cuando el Gobierno español se apresuró a llevar a las filas de Céspedes todo lo que había de más fuerte y poderoso entre los insulares, confiscando sus bienes. Esto era un desacierto político tanto mayor cuanto que todas las leyes de España se oponen a ello.

Los que toma Ud. por habaneros no son sino españoles. Estos, como de costumbre (no debe Ud. desconocer la historia de la independencia sudamericana) son tan encarnizados enemigos de los insulares cuanto amigos de los privilegios instituidos por España contra los nativos de la isla y en favor de los aventureros que ella envía a las Antillas; apenas comenzó la revolución, los españoles se afiliaron contra la libertad y la justicia.

Contrariamente a lo que Ud. ha pensado, la revolución de Cuba ha estado y está animada por los más nobles principios. Comenzó por declarar la abolición de la esclavitud. Ahora bien, como la esclavitud era la llave de los privilegios de los españoles, éstos se exaltaron más que antes y la guerra impulsada por sus atrocidades, vino a ser una guerra de odio y de venganza. Hay un punto en que Ud. está en lo justo: la reconciliación de los cubanos perseguidos por sus deseos de libertad, derecho y justicia y de los españoles perseguidores de todo lo que es libertad, derecho y justicia, es imposible; si fuera posible no la desearíamos. Conseguir la independencia es la voluntad inquebrantable de los cubanos y lo lograrán.

Ud. cree que no hay que acusar a los españoles sino a los cubanos de las ejecuciones en el Virginius. Pero, ¡por Dios!, en Santiago de Cuba donde se hicieron esas ejecuciones bárbaras no hay ni un solo cubano. Como en La Habana, no hay sino españoles, voluntarios españoles, pues los cubanos han salido de la ciudad para tomar parte en la lucha, o se han expatriado.

Lo que Ud. llama «aristocracia indígena» no existe. Hay indígenas, cubanos encaprichados en sostener los pequeños privilegios de la vanidad nobiliaria, pero ninguno de ellos ha tenido jamás bastante poder para ejercer influencia sobre jueces. Además todos esos nobles están en París o en Madrid.

Hay realmente una aristocracia cubana constituida por los aventureros españoles enriquecidos por el comercio de esclavos. Son ellos, los ennoblecidos por sus infamias y por el abuso de los privilegios que su nación les había otorgado, los que sostienen la esclavitud. Para que se convenza, sírvase leer en La Tribuna de los últimos quince días de diciembre de 1873, los discursos los diputados españoles que he comentado.

Estos esclavistas, tan despreciados por los señores Salmerón, Garrido, Benot, Díaz Quintero, cuyo sentido de justicia ha sobrepujado al mal llamado «patriotismo español», estos esclavistas han constituido y constituyen el gobierno español de Cuba. Sobre ellos recaerá la sangre vertida puesto que el Gobierno republicano de España ha hecho todo lo posible por hacerla inocente.

Ciertamente que los Estados Unidos no habrían cogido de nuevo el Virginius si el Gobierno español hubiera consentido en oír los alaridos de los voluntarios de La Habana, pero felizmente los habaneros, es decir, los nativos de La Habana, no tienen nada en común con esa gente.

Me parece que esos que según Ud. «han impedido el linchamiento de personas» se habrían regocijado enormemente, aunque sólo fuera por el placer de provocar a los yankees. Si no llegaron a ello es porque aun a los furiosos la naturaleza ha dado el instinto de conservación. En cuanto a «la solución imprevista del negocio» no se explica sino por la degeneración de los grandes sentimientos.

Los Estados Unidos no han aceptado las explicaciones del Gabinete de Madrid sino por falta de profundo sentimiento de justicia. Inglaterra estaba allí dispuesta a impedir con todas sus fuerzas la anexión de Cuba pues se cree a los cubanos más dispuestos de lo que están a hacerse un Estado de la Unión, y ésta retrocedió. Los fuertes pueden permitirse estas debilidades. No son ellos sino los débiles y la moral los que sufren.

Dentro de seis meses todo puede haber acaecido menos la anexión de Cuba a los Estados Unidos. La revolución cubana se comenzó con la intención formal de conquistar la independencia total de la isla. Estos son los deseos de los cubanos, pero aunque fueran anexionistas extremados nunca consentirían en ser el juguete de los Estados Unidos, cuya política ha sido de lo más mezquina.

«La humanidad, la civilización, los deberes» de un pueblo que conoce su porvenir imponen a los cubanos la «obligación» de no pasar a ser un estado de la Unión.

La Independencia es tan cierta para Cuba cuanto que la clase que la dirige, habiendo fracasado en sus obscuras pretensiones de dirigir la revolución a los Estados Unidos, ha tenido que arrepentirse muchas veces.

Ud. señor, ha agrupado de tal manera los asuntos que nacen del problema que tomó Ud. por asunto de su artículo que me es imposible oponer objeciones drásticas a sus drásticas opiniones. Esto es arte propio de los franceses y yo no he podido adquirirlo por no haber seguido sino de lejos sus lecciones.

Plegué a Dios darme la ocasión de aprender de Ud. la claridad y pureza de expresión propia de todo francés y quizá así llegaré a demostrarle clara y netamente cuán digna es del alma francesa la noble revolución cubana.

Seamos o no del mismo parecer, le aseguro mi consideración más distinguida.

E. M. Hostos.



Nueva York, 1.º de mayo de 1874.

Señor General Quesada,
París.

General:

A instancias de nuestro amigo y compatriota el señor C. del Castillo, vuelvo a escribir a usted. Aunque ya lo hice al día siguiente de mi llegada (21 de abril), diciéndole en carta remitida por conducto del doctor Betances lo que entonces importaba, las patrióticas instancias del señor Castillo y el interés que por usted me ha manifestado, me resuelven a tratar hoy desde un punto de vista más extenso el asunto que desarrollé en mi primera carta.

Ajena, como he mantenido mi resolución en pro de la revolución de independencia, a toda pasión que pudiera a mis propios ojos desvirtuar la santidad de nuestra causa, yo no quería saber que había divisiones y disidencias personales entre los cubanos emigrados, y no he querido creer que existen entre los cubanos combatientes; pero ni aun por virtud debemos cerrar los ojos a la verdad, y es verdad que los cubanos viven divididos por tristes personalidades.

Para combatirlas con éxito y con gloria, no conozco más que un medio; abrumar a fuerza de abnegación y de grandeza moral a los mezquinos que pierden en disputas egoístas el tiempo que debemos consagrar a la patria, la libertad y la justicia.

Si yo tuviera los medios materiales que se necesitan para poner en acción un pensamiento generoso y una voluntad magnánima, tengo la seguridad de que haría por mí mismo lo que ahora voy a demostrar a usted que es útil, posible, glorioso y necesario para dar a la revolución el carácter que las personalidades le han quitado.

La revolución de Cuba sería un hecho sin trascendencia en el porvenir americano, si sólo quisiera la anexión a los Estados Unidos de América. Sin trascendencia buena debí agregar, porque la anexión tendría funestas influencias. No mereciendo una revolución hecha con ese fin mezquino el sacrificio de héroes y de mártires, es [destruido el original] tenido la revolución. Los ha tenido; luego los combatientes tienen que ser [ilegible]. Hecha en nombre de la independencia, la revolución de Cuba sería una torpeza política y moral si se redujera a Cuba. Torpeza política, porque Cuba habría dejado a sus puertas el enemigo que habría arrojado fuera de la Isla: torpeza moral, porque habría cometido la crueldad de abandonar en manos del despotismo español a sus hermanos de Puerto Rico.

Si la revolución de Cuba lleva esa torpe dirección, es necesario impedirlo. Para impedirlo, no basta persuadir: yo he perdido aquí ocho meses del año 1870 en persuadir a la Emigración y a la Junta. No basta tampoco convencer para obtener recursos: yo he convencido en tres años de austera predicación por la América latina a pueblos y gobiernos, sin obtener los recursos que pedía. Sólo el General Prado, benemérito de América latina y de las Antillas, me ofreció una gran expedición ya dispuesta, que [destruido el original] poner en movimiento por carecer de los recursos necesarios.

Para impedir que la revolución siga la torpe vía que pueden aconsejar la incapacidad y el egoísmo, es necesario obtener recursos para convencer [destruido el original] Puerto Rico, Saint Thomas y de aquí, usted y nuestros amigos han reunido [destruido el original]. ¿De qué manera se debe emplearlos para convencer a todo el mundo, en Cuba y fuera de ella, de que la revolución de la Isla es la revolución de las Antillas, la idea armada que desaloja de América a los españoles y sustituye con una confederación de las Antillas el despotismo que las abruma y las separa? Se debe emplear esos recursos, de modo que sirvan al mismo tiempo para afirmar la idea que deseamos hacer triunfar y para dar un nuevo impulso a la revolución de Cuba. Es decir, se debe poner en movimiento a Puerto Rico, enarbolando la bandera de la Independencia y Confederación para que, al mismo tiempo que se reconforta con una idea expansiva a los que dudan o vacilan, se debilite y divida el poder militar de España en las Antillas.

Pero son necesarias dos condiciones para el éxito: primera, la mayor elevación posible en el procedimiento; segunda, la mayor seguridad en el medio de proceder.

Una expedición para revolucionar a Puerto Rico pasaría por un crimen, de filibusteros, si los puertorriqueños no la sostienen. Los puertorriqueños no la sostendrían si tuvieran motivos para creer que era un ultraje a su dignidad o si, sorprendidos en convivencia con los expedicionarios, éstos no tuvieran la fuerza y los medios indispensables para empezar triunfando. Esta no es solamente una apreciación mía; lo es también de eminentes compatriotas míos a quienes he visto en Saint Thomas o que están en correspondencia conmigo.

Desesperado como estoy de ver privada a Puerto Rico y de ver abandonada por el mundo entero a Cuba, estoy y he venido resuelto a todo, menos a empresas que contraríen mis principios o que deshonren mi nombre. Por lo tanto, yo no iría solo, y estoy seguro de que no vacilarán tampoco los puertorriqueños. Mas por lo mismo que de emplearse con ese fin, los recursos de ustedes servirían para la más grande y gloriosa empresa, necesito decir con la lealtad que en todo empleo, que es necesario preparar enérgica y rápidamente a los puertorriqueños. Diré cómo en cuanto reciba contestación decisiva a lo que he pedido.

La ocasión no puede ser más oportuna, porque la situación de Puerto Rico no puede ser más terrible. En cuanto el beneficio que a la revolución de Cuba haría hoy el levantamiento de la isla hermana, no hay necesidad de decirlo. En cuanto la influencia que adquiriría en Cuba el cubano que nos favorezca en el levantamiento de Puerto Rico, es de las cosas que se afirman por sí mismas.

Alguien que tiene algunos recursos militares, podría por mi intervención, si yo pudiera facilitarle algunos recursos, contribuir a la empresa con nosotros.

Habiendo venido aquí para ir a Cuba o reunir recursos militares para Puerto Rico, no estoy dispuesto a perder aquí mi tiempo, y si no consigo lo último o no sale pronto la expedición para Cuba, iré al punto de que hablé en mi primera carta: allí conviene la presencia de un decidido. Sólo esperaré al 21, día en que llega el correo de Buenos Aires, de donde recibiré probablemente una cantidad que se me debe para salir de aquí.

Con la deferencia que nos debemos los perseverantes en las causas dignas, soy General.

Deferente servidor y amigo de usted,

E. M. Hostos.



COPIA

Nueva York, hoy 7 de mayo de 1874.

Sr. José de Armas y Céspedes.

Muy distinguido señor Armas:

Esperando no haber tenido ayer el tiempo que me faltó para verlo y decir a usted lo que pienso de la carta, no quise remitirle la que del modo más espontáneo me entregó usted para ponerme en relaciones con el general Quesada.

Yo no quiero establecer luchas entre fines que son para mí y serán siempre idénticos. Quiero la independencia de Cuba y Puerto Rico como necesidades de la justicia y de la libertad, y en bien del porvenir de los neolatinos en nuestro Continente: por esos dos fines trabajo, me afano y me sacrifico.

Esos dos fines se pondrían en lucha si de algún modo, con una sola insinuación, ahondara yo las desgraciadas diferencias personales que noto con tristeza entre los revolucionarios emigrados, puesto que favorecerían el estallido de esas desavenencias en una contienda civil. Esta dificultaría para mucho tiempo la realización de las ideas que creo solidarias de la revolución y fruto necesario de ella.

Por eso, ni aún con la esperanza de ser auxiliado en mi empresa de revolucionar a Puerto Rico, debo encender los rencores que maldigo.

Y como indirectamente los encendería, si, aceptando la carta de usted, que es generosa expresión de sus opiniones, yo consintiera en participar pasivamente de ellas, le ruego se sirva modificar la argumentación de que se vale para decidir en favor de un levantamiento en Puerto Rico, al general Quesada.

Si éste acepta, debe hacerlo, no porque se crea odiado o porque lo odien, sino para hacerse fuerte contra enemigos que debe perdonar por ser hermanos de patria y de combate, sino para estar a la altura de una causa cuya grandeza realzan sus desgracias.

Soy S. S. S. y amigo,

E. M. Hostos.



Nueva York, 28 de mayo de 1874.

Señor Adolfo Ibáñez,
Santiago de Chile.

Mi querido amigo:

A mi llegada a esta ciudad, de paso para el que puede ser el último de mi vida física y será sin duda el último de mi vida de revolucionario, he encontrado al diligentísimo Agente de la Exposición de Chile de 1875, señor Arturo Villarroel.

Este ardoroso chileno sabe amar a su patria, y no contento con esforzarse por atraer a la exposición; futura el mayor número posible de expositores, ha querido servirla de modo más útil todavía. Se halla en un país abundante en mucho de lo que falta a nuestra Chile y ha concebido la patriótica idea de llevar allá una colonia industrial. A este fin ha reunido en una asociación cosmopolita de trabajadores industriales a cuantos, ora alemanes o ingleses, ora polacos o franceses, reunieron la doble condición de poseer conocimientos mecánicos y de aceptar el cambio de residencia.

Usted, que tanto ha hecho por la colonización de los terrenos baldíos del sur, y yo, que no he cesado de probar a Chile cuántos vitales intereses desarrollaría allí la inmigración y qué trascendentales problemas resolvería sin perturbaciones ni desorden, no podemos ser indiferentes a la obra del señor Villarroel. Por mi parte, yo pruebo que no soy indiferente empeñándome celosamente con usted para que favorezca a esa empresa, recomendándole eficazmente al empresario y disponiéndome a secundarlo en cuanto pueda y como pueda. Toca a usted demostrar que no es indiferente a una obra que, además de ser trascendental para la patria, coincide con todos los buenos propósitos que usted ha llevado al Ministerio de Colonización.

Haré ver al señor Villarroel, de quien pueden esperarse buenos frutos en la obra, por ser tan inteligente como activo, la conveniencia de que escriba a usted exponiéndole su plan. Consiéntame usted que le recomiende la mayor atención para esa carta.

La América latina, por cuyo progreso, paz y unión no he cesado de trabajar durante mi estancia en ella, ha hecho un grave mal desatendiéndome.

He vuelto como fui y encuentro que no hay fuerza más temida que la intelectual y la moral. Contando con los servicios hechos a mi patria nativa, a la revolución de Cuba, a la patria latinoamericana, me he presentado a los míos en el momento más grave y les he dicho: «Vengo a cumplir mi último deber: dénseme los recursos militares que necesito». En vez de dármelos, hasta me discuten la posibilidad de lo que intento. Voy pronto a hacer la última intentona por la patria; pero voy a hacerla, si puedo, si me dejan, con tristeza. Lo probable, si doy ese paso, es que sea el último de mi vida; pero si continúan las circunstancias en que lo encuentro todo y me es imposible morir como deseo, me retiraré absolutamente y para siempre de esta vida revolucionaria. Acabará para mí la patria pequeña; pero quedará la grande.

Salude muy cordialmente a la familia, y asegúrese del afecto de su amigo,

Eugenio María Hostos.



Nueva York, 20 de junio de 1874.

Señor Francisco Mariano Quiñones.

Estimado paisano y antiguo amigo:

Desde que me cayó en las manos al pasar de la América latina por Saint Thomas, el ejemplar de La Razón en que usted, con mucho talento y notable circunspección, combatía sin pensarlo ideas que yo be practicado, tenía deseos de reanudar nuestras antiguas relaciones.

Hoy no son ya deseos: es necesario, porque la patria en cuyo nombre voy a hablarle cuenta con usted por contar con los hombres de su mérito y de su patriotismo.

No me situaré en campo distinto del suyo para disentir, porque ni estamos en campo distinto ni voy a disentir. Todo reformista ha sido siempre la nebulosa de un separatista. Jamás he perdido yo mi tiempo ni mi indignación en combatir evoluciones necesarias. El país y ustedes, que lo han guiado, han hecho ya la evolución y saben con qué amargo fruto. Es necesario que sigan evolucionando y ya Puerto Rico es revolucionario. Por lo tanto, cumplamos con nuestro deber: tomemos las cosas como son; trabajemos con ellas y por ellas, y de una vez acabemos de avergonzarnos de no tener patria propia, derechos propios, libertades nuestras, leyes nuestras, gobierno nuestro.

A ustedes tocará probablemente la tarea de legislar y gobernar, y nosotros, si vivimos, los auxiliaremos. Nos toca a nosotros la tarea de darles una patria en que legislen y gobiernen; auxíliennos. Si usted está dispuesto a hacerlo, me dirá usted: «¿qué clase de auxilios pide usted?»; y yo contestaré con vergüenza por usted y por mí: «todos». Contestaré avergonzado por ustedes, porque contestar hoy de todos los auxilios es declarar que no han sacado partido de estos años de transacciones ni han justificado con hechos el motivo de las transacciones.

Con vergüenza por mí, porque necesitar de todos los recursos equivale a demostrar que he sacrificado los años más fecundos de mi vida en una predicación sin resultados. Si esto es culpa del egoísmo del tiempo, él responda. Si es culpa de una excesiva abnegación, yo me culpo. De todos modos, el hecho es el hecho, no tenemos nada y es necesario tenerlo todo.

Consiéntame usted que reserve para días más largos el exponer razonadamente mi pensamiento entero sobre el presente y el porvenir. El día es corto, y necesito aprovecharlo requiriendo de usted una respuesta categórica a estas preguntas:

¿Quiere usted, digno puertorriqueño, trabajar por la Independencia de la patria? ¿Quiere usted, digno hijo de San Germán, influir en el ánimo de sus conciudadanos para utilizar el fervor latente con que todos ellos han deseado siempre, y hoy más y con mejor razón que nunca, desearán la independencia de la patria?

Si quiere, he aquí cómo puede probarlo; organizando las fuerzas dispersas que tiene nuestra causa en esa noble comarca.

Para organizar es necesario contar con auxiliares. Usted los tiene. Forme con ellos un Comité revolucionario. Salga de él la organización que reúna en círculos pequeños a todos los que quieran la independencia. Impóngase a todos un juramento y una contribución. El juramento, para que respondan con su dignidad. La contribución, para que respondan con su interés. Una vez organizados en un punto, trasmitan a otro, sobre todo al campo, la forma, la consigna y el espíritu de la organización. Que en toda la comarca haya un hombre que responda de cada círculo y en el Comité haya un hombre que responda de toda la comarca.

A insinuaciones de Saint Thomas, respondemos con una autorización para que los allí refugiados se reúnan en comité. Pueden ustedes darle por constituido y entenderse con él para mandarle todos los recursos que reúnan, todas las noticias que importe, todos los informes que necesite. Al doctor Basora y a mí nos tienen aquí, y deben remitirnos directamente, por cuantos medios de comunicación haya, todas las noticias, todos los informes, todas las comunicaciones que se refieran a organización de círculos y comités, a adelanto de la obra, a ocasiones que aprovechar, a lugares que escoger para efectuar un desembarco, etcétera.

Sírvanse además informarme particularmente de todo lo que usted piense y piensen sus amigos sobre los puntos siguientes:

  • Cómo se recibiría en Puerto Rico una expedición si llegara inopinadamente; cómo, si con previa preparación; cómo, si corta; cómo, si con elementos no completamente puertorriqueños.
  • Qué opinan ustedes de la fuerza y el espíritu que tengan los españoles; cómo están distribuidas estas fuerzas; cómo están armadas; cómo podríamos atraérnoslas; quiénes se muestran ahí más propicios a secundarnos; en suma, dígnese decirme cuanto pueda darme una idea exacta del éxito probable de una lucha armada y de los medios políticos que puedan emplearse para decidirla en nuestro favor.

No es usted de los hombres a quienes sea necesario hablar con la imaginación para decidirlos a proceder en obediencia a una necesidad declarada por la razón, y no pintaré cuadros de porvenir. Será lo que será. Hoy es lo que es, y es necesario salir de una vez, ya con la cabeza mirando hacia atrás y hacia adelante, como el hombre de Shakespeare, ya con la cabeza divorciada del cuerpo. No tengo entusiasmo por lo uno ni miedo por lo otro.

Lo único que le encargo es la necesidad de decirme absolutamente la verdad, porque yo estoy resuelto a no seguir sufriendo inútilmente un martirio peor que el de la muerte como es el de la vida que he sufrido por la patria y las ideas.

Con motivos poderosísimos para no esperar, venía resuelto a ir a Cuba. Los de Saint Thomas me han dado alguna esperanza, y me pongo a trabajar.

Engañado o desengañado otra vez, aprovecharé la primera expedición que salga para Cuba. He dicho sin artificio cuanto pensaba. Diga usted ahora si quiere o no quiere secundar, a su muy afecto paisano y antiguo amigo

E. M. Hostos.



Nueva York, hoy primero de agosto de 1874.

Señor Francisco Vicente Aguilera.

Respetable y estimado amigo:

Son tan insistentes las noticias de próxima expedición que llegan a mi retiro, que al fin tengo que creerlas. Mas como usted se había comprometido conmigo, hace ya dos meses, la última vez en que usted me alegró con su visita, a avisarme con tiempo la salida de esa expedición retardada, yo creo necesario recordar a usted su compromiso y rogarle me fije si es posible, el día en que ha de salir para Cuba el auxilio con que cuenta.

Me importa mucho saberlo, entre otros motivos, por estos dos: primero, porque si sale después del 20 de este mes de agosto, yo no puedo seguir esperando y me iré a Santo Domingo a tratar de estar más cerca del deber contraído con Puerto Rico; segundo, porque si sale antes del 20, necesito hacer mis preparativos.

Aun cuando usted me dijo a fines de mayo que «no tardaríamos quince días o un mes más en salir»; y aun cuando pasados esos quince días y un mes y otro mes más, yo estaba relevado del compromiso de acompañarle a Cuba que contraje conmigo mismo; sin embargo, he creído que mientras estuviese yo aquí debía ir en la primera expedición que saliese para Cuba [destruido el original].

[...] me he fijado para ir a ocuparme exclusivamente de mi patria natural, no podré ni deberé aplazar mi propósito por realizar otro que me ha halagado mucho, pero que no ha dejado de entibiar la singularísima conducta observada conmigo.

Todo no obstante, querido General, cuente usted conmigo.

Con merecido respeto y reflexiva estimación,

Hostos.



Nueva York, 2 de agosto de 1874.

Señor Coronel López Queralta.

Estimado Coronel:

Supe ayer que se había celebrado un meeting de cubanos para reunir fondos y que esos fondos se consagraban a la compra de artillería. Para hacer más seguro el éxito, se me dice que se piensa en dar conferencias públicas.

Aun cuando no se ha contado conmigo (como es uso y costumbre entre revolucionarios que sólo cuentan con los ricos o con los que pueden dar algún dinero), vengo a ofrecer a usted lo único que puedo dar: mi palabra. Con ella he hecho en muchas partes cuanto he hecho en favor de Cuba y Puerto Rico, y con ella puedo hacer todavía lo bastante para contribuir al santo propósito que usted ha traído de Cuba libre y que, para vergüenza de los egoístas y los torpes, aun no ha podido usted realizar.

Estoy dispuesto a hablar en favor de esa empresa cuantas veces me sea posible, y autorizo a usted para que así lo diga a los que se hayan encargado de organizar las conferencias. En esta misma semana podemos tener una. Por mi parte, estoy dispuesto.

[Seis renglones destruidos]. Si antes del 20 de este mes sale la expedición para Cuba, iré en ella; si no sale, me iré a ver si en otra parte puedo hacer algo práctico y pronto en favor de Puerto Rico.

Si antes del 20, puedo hablar en favor de empresa de usted, lo haré con vivísimo placer. Pero si las conferencias no empiezan antes de ese día, tendré que privarme de esa satisfacción, pues el 20 de agosto será probablemente el último día que yo pase en Nueva York.

Impidiéndome mis ocupaciones el salir de casa, usted puede venir a ella cuando quiera para que hablemos de ese asunto.

Pero le ruego que me envíe antes una relación escrita de lo que en la última visita que tuvo la bondad de hacerme se sirvió decirme.

Hablamos de la anexión de Cuba, y usted me hizo importantísimas revelaciones. Venían de labios de un hombre tan digno de fe como es usted, de tan probado patriotismo y de tan recto juicio, que no podían menos de impresionarme vivamente. Por lo mismo que la revolución de Cuba toca a su término y va a ser objeto de trascendentales actos la discusión entre los que creen necesario anexarse a los Estados Unidos y los que sostenemos la posibilidad y la conveniencia de la confederación de las Antillas, me importa mucho que un hombre como usted autorice por escrito hechos que yo creía meros rumores y que necesariamente influirán en la manera que se tenga de ver la terminación de la revolución de las Antillas [destruido el original].

Con las mayores consideraciones me suscribo su afectísimo amigo,

E. M. Hostos.



Nueva York, septiembre 9 de 1874.

Señor Francisco Vicente Aguilera.

Mi estimado amigo:

Ateniéndome a su esquela del mes pasado, he estado esperando todo el mes. Consiéntame, que lamente el deplorable alejamiento material y moral en que vivimos unos de otros los pocos que aun mantenemos vivo el sentimiento de los deberes contraídos al consagrarnos exclusivamente a la causa de la Independencia en Cuba y Puerto Rico. Es posible que si los pocos nos reuniéramos, nos habláramos, y nos confiáramos, hiciéramos algo más de lo que hacemos. Es necesario hacer algo o morirnos de indignación y de vergüenza.

Desesperado de esta situación, ya desde el mes pasado hubiera, como pensé, ido cerca de Puerto Rico para intentar lo que el patriotismo desesperado me aconseja. Desgraciada o felizmente, no pude; y una de las causas porque me detuve fue la esperanza que usted en su esquela me daba de algo importante para este mes. ¿Podríamos vernos para hablar y podré yo al fin saber algo positivo, para calmar la impaciencia?

Cuando a millares de leguas de aquí, yo trabajaba solo, sin recursos y olvidado de cubanos y puertorriqueños, por Cuba y Puerto Rico, usted reconocía en un documento histórico (hablo de su carta de gracias al General Prado y a mí) los servicios que yo he prestado o tratado de prestar a nuestra causa común. ¿Por qué, hoy que estamos cerca, hoy que usted sabe hasta qué punto estoy decidido a todo, por qué no olvida usted que soy pobre para recordar que tengo entendimiento, corazón y voluntad?

Recuerde usted, veámonos, comuniquémonos y concédame usted el placer de hacer algo por nuestra empresa, ya que, si la intentamos pronto, yo he de tomar en ella una parte que de seguro no será la más pasiva.

Tenga la bondad de contestarme, fijándome el día, hora y lugar en que podamos vernos.

Con invariable consideración y afecto

Hostos.



Nueva York, hoy 13 de octubre de 1874.

Señor Francisco Vicente Aguilera.

Muy estimado amigo:

Por primera vez, desde que llegué, estoy alegre. Acaban de decirme que salimos pronto, y sólo usted y yo, y pocos más, sabemos qué alegría contiene para nosotros la esperanza de cambiar la emigración por Cuba libre.

Mas como ustedes me tienen en la más completa ignorancia de lo que pasa, y yo no sé sino lo que casualmente me dicen los que vienen a verme, no confío mucho en lo que acabo de saber, y deseo que usted mismo me lo noticie. ¿Querrá usted?

Además del derecho perfecto que tiene a saber lo que pregunta, aquel que está pronto a todo, necesito hacer preparativos de viaje, que no consisten en lo que he de llevar sino en lo que he de dejar; papeles, documentos, trabajos, etcétera. Por eso insisto en rogarle que me dé usted mismo la esperanza de una pronta partida. Si inspira su silencio el deseo del sigilo, lo apruebo; pero como usted ha de conocerme a fondo, si al fin tengo la satisfacción de acompañarlo, bien puedo contar con no ser nunca desmentido por mis actos futuros al asegurarle ahora que para mí es secreto cuanto se me dice.

Así, tal vez, se calmaría el ansia que tengo de que llagamos algo; ansia por la cual escribí un artículo sobre el Diez de Octubre, que muchos creerán que es un ataque a Fulano o Zutano, de quienes no me acuerdo, cuando no es en realidad más que un grito del patriotismo exasperado por la inercia.

Salgamos pronto de ella, querido general, y ya verá cuán convencido queda del afecto y la estimación que le profesa

E. M. Hostos.



Nueva York, hoy 16 de noviembre de 1874.

Señor Francisco Vicente Aguilera.

Mi estimado amigo:

No habiendo logrado verlo en ninguna de las cuatro veces que he ido a buscarlo al despacho del señor Cisneros, le envío la esquela mensual con la mensual pregunta: ¿Cuándo salimos para Cuba?

El señor Lamar, a quien he visto en el despacho que usted me designó para nuestras entrevistas, me ha explicado que, estando enfermo el señor Cisneros, ya no iba usted por allí. Esto no obstante, yo he continuado yendo algunas veces y rogué al citado caballero que remitiera a usted las señas de la casa a que me he mudado. Por si acaso él ha olvidado remitírselas, y para que usted las conozca y me participe lo que importa, se las escribo aquí.

Vivo en Bedford Street N.º 41.

Afectuosamente,

E. M. Hostos.



Puerto Plata, R. D., julio 12 de 1875.

Señor Francisco Vicente Aguilera.

Mi querido General:

Faltándome las cartas que esperaba de mi padre, aun no tengo reposo de ánimo para hablar extensamente con usted del objeto de esta carta; y por eso voy a exponérselo en dos palabras.

Como no es probable que con los pocos recursos de que disponían nuestros amigos, y con el pésimo intermediario de que tenían ellos que valerse, haya usted podido ni pueda realizar la tentativa en que ya fracasamos una vez, creo digno de pensarse lo que yo deseo realizar.

Se trata de aprovechar la excelente ocasión que ofrece Puerto Rico, de donde han retirado para Cuba una parte importante de la guarnición, y arrojarse sobre un punto de la costa para levantar la Isla, ya dispuesta. Desprevenidos los españoles, una expedición es cosa segura. Para empezar, con pocos recursos basta y sobra. Y como esos recursos han de emplearse en una empresa que es manifiestamente fácil y grandiosa, es menos difícil reunirlos para ella que para realizar una tentativa cualquiera en favor de Cuba.

Yo no tengo tiempo para persuadir a usted, si acaso es necesario persuadirlo y probarle cuánto bien hay para Cuba, para el porvenir de Cuba y Puerto Rico, y para la gloria de usted, en iniciar la revolución de Puerto Rico y en distraer para ella cuantos medios puedan reunirse, aunque se hayan dado expresamente para Cuba. No teniendo tiempo para persuadir a usted, quiero emplearlo en bosquejar el plan que deseo realizar y en decir qué recursos necesitamos para realizarlo.

El plan es éste: llevar desde un punto de la costa dominicana una expedición suficiente para empezar, y nada más, a un punto convenido de la costa de Puerto Rico; hacer eso en el tiempo más breve y en el más absoluto sigilo; y aprovechar la ocasión que nos ofrece el Gobierno español al retirar, como está retirando de Puerto Rico, una parte de la fuerza armada.

Los recursos necesarios son: primero, mil ochocientos o dos mil remingtons, y armas blancas para tres mil combatientes; segundo, un buque de vela que traiga esas armas y los pertrechos que deben acompañarlas; tercero, un vaporcito en que usted pueda venir al punto en que todo esté ya dispuesto, y con el cual podamos realizar la empresa.

Después de la que emprendimos a fines de abril usted y yo, no tenemos el derecho de tener por descabellada empresa alguna, y por mucho que lo parezca la que le propongo, es infinitamente más racional y más hacedera que la a que con tan mala fortuna nos abandonamos.

Lo único que hay de realmente difícil en esta empresa es la colecta del dinero necesario para realizarla. Hay un modo de reunir ese dinero, y es pedirlo como préstamo comercial a unos pocos hombres de la emigración Como el dinero no es necesario sino para comprar las armas, el vapor y la goleta, y esto puede conseguirse con simples garantías, lo importante es buscar éstas y encontrarlas.

Una vez reunidos esos recursos deberían despacharse en la goleta para el puerto de Samaná. Quince días después debería usted emprender su viaje para ese mismo puerto, en donde todo dispuesto para realizarlo, no tendría que sufrir ninguna de las molestias y angustias de la dilación.

Para todo esto, el tiempo necesario es poco, y lo más importante es aprovecharlo. Por tanto, decídase a trabajar inmediatamente de modo que el Tybee me traiga alguna contestación segura en su próximo viaje.

Nuestro respetable amigo el señor Canto se sirve encargarse de esta carta y de llenar verbalmente los vacíos que por falta de tiempo dejo yo.

Crea, mi querido General, que anhelo verlo gozando de la gloriosa posición que merece, y crea que es siempre amigo

Su afectísimo,

E. M. Hostos.



Puerto Plata, R. D., 8 de septiembre de 1875.

Señor Presidente del Club Cubano de Puerto Plata.
Ciudad.

Señor Presidente:

Después de las demostraciones de afecto con que me ha estimulado la buena Emigración cubana, nada podría contribuir tan eficazmente a mantenerme en el puesto designado tiempo ha por mi conciencia, como la varonil excitación y la noblemente pensada y escrita comunicación en que usted la ha interpretado.

Alguna vez, señor, acaso algunas veces, he contemplado con angustia la absoluta soledad en que me he hallado por ser fiel a la idea de mi vida; y alguna vez, acaso algunas veces, me he encerrado en lo más secreto de mi ser, aterrado de verme tan mal seguido, cuando yo me creía tan bien guiado. De este contraste entre mis esfuerzos de conciencia y la indiferencia mortificadora de otros, había nacido la abnegación de todo interés, y aún de todo afecto, con que seguí estoicamente por mi camino solitario. En todas partes había recibido pruebas de estimación y de respeto; pero me venían de mis hermanos, y si satisfacían a mi razón, no podían llenar mi sentimiento. Me hacía falta probarme a mí mismo que había quienes tenían para mis esfuerzos la recompensa única, el afecto. Ya estoy contento de los otros y de mí mismo, porque ya tengo la prueba apetecida.

Si para merecerla ha sido necesario un nuevo esfuerzo doloroso y he tenido que devorar un nuevo insulto esas son las heridas de mi continuo combatir, y es la primera vez que a tales heridas se ha aplicado tal bálsamo. Vale éste tanto, que no me cuesta violencia desdeñar sus llagas. Más hondas son las que hacen en la razón humana, en la conciencia humana, en la libertad de todos, en el derecho de todos, los ciegos que me persiguen desde lejos, los complacientes que secundan a los ciegos, y los pobres hábiles que persiguen en un hombre lo que constituye el título de nuestra especie al respeto de sí misma.

Dejémoslos, señor. Complázcanse iguales con iguales, y puesto que jamás he hecho a la fuerza ni al poder el honor inmerecido de considerarlos iguales a mi conciencia, refiéranse las palabras de esta nota a los que, como usted y como todos mis dignos consocios del Club Cubano están por naturaleza y por reflexión al nivel de cuanto es digno. Que ese es el nivel de ustedes; que eso es lo que se revela en esa nota; que eso es lo que revela la resolución interpretada por la nota; eso es lo que yo deseo que conste como una memoria gloriosa para la Emigración que ese Club representa.

Hasta ayer la satisfacción sin sombras; ahora la sombra que la ha oscurecido por un momento.

«El Club Cubano, atento a un deber de auxiliar la revolución de Cuba, lo cumple esta vez, según su acuerdo obtenido en Juntas Directivas de ayer cinco», poniendo a mi disposición no sé qué rollos ofrecidos con insistencia y con constancia por el digno consocio y amigo que se dignó poner en mis manos esa nota.

Los dignos no pueden ofender a los dignos, señor Presidente del Club Cubano, y yo no me ofendí; pero me dolí de la impremeditación con que anublaba un buen sol de aquel buen día, y he resuelto probar al Club que hay empleo muy más justo de los hombres que el intentado. Para probarlo, necesito que el Club me permita disponer de la cantidad con que deseaba contribuir a mis nuevas predicaciones, y que comisione al señor Secretario de la Sociedad, para, dirigido por mí, dar a esa recompensa la dirección patriótica, honrada y honrosa para la patria y para todos, que yo creo poder darle.

Con verdadera gratitud y con perfecta disposición de sentimiento y voluntad, soy, señor Presidente, de usted y de todos nuestros consocios, amigo, hermano y copartidario.

Patria y libertad.

Eugenio María de Hostos10.



CLUB CUBANO
DE PUERTO PLATA

Sr. Eugenio M. de Hostos,
Ciudad.

Señor:

Esta Sociedad, tomando en consideración la violencia ejercida contra usted por el Gobierno de esta República, y examinando las razones; que acaso hayan podido servir a éste de fundamento para imponerle la prohibición de publicar ningún periódico y su separación del país; ha venido a la conclusión de que su delito, si delito fuera aquello mismo que constituye su mejor recomendación ante los republicanos de toda la América libre, es el empleo de su inteligencia en favor de la libertad e independencia de Cuba y Puerto Rico.

De modo que, cuando el Gobierno dominicano condena sus trabajos periodísticos y por ellos le impone una pena; el «Club Cubano de Puerto Plata», y con él indudablemente, todos los hombres de sentimientos elevados, amantes de la justicia y de la libertad le aplauden, le felicitan y quisieran premiar sus merecimientos, si el mayor de los premios no lo tuviera usted en su propia conciencia y el mejor de sus lauros en la estimación de sus compatriotas puertorriqueños y cubanos, y aún en esa misma condenación impuesta por combatir con dignidad y energía la dominación española en todas partes.

El Club Cubano, pues, atento a su deber de auxiliar la revolución de Cuba, lo cumple, esta vez, según su acuerdo tenido en Junta Directiva de ayer cinco, poniendo a su disposición la pobre suma de cien pesos, no como retribución de sus servicios, que no debe ofrecerse al hombre a quien sólo mueven las inspiraciones de su acentuado patriotismo, sino como medio que se emplea para facilitar en otro punto la actividad de una inteligencia que un mandato incalificable deja anulada en el seno de esta emigración.

Sírvase aceptar, con la espontaneidad del ofrecimiento, la expresión del más acendrado afecto y la consideración más distinguida de sus consocios los miembros del Club Cubano.

Puerto Plata, septiembre 6 de 1875.

Patria y Libertad.

El Presidente,
Manuel R. Silva.

El Secretario
Enrique Pérez.



Caracas, diciembre 1.º de 1876.

Sr. S. Romagosa,
Puerto Cabello.

Estimado amigo:

Desde el 28 del próximo pasado noviembre llegué a esta República. Preferible para mí hubiera sido el ir a ese puerto; pero fue necesario venir aquí en donde temo que no podré «aclimatarme», a pesar, caso extraño, de ser éste uno de los climas mejores que en el mundo físico conozco. Pero hay aclimatación para el espíritu, como la hay para el organismo, y no siempre respira bien aquel cuando respira con deleite el otro.

Por lo que veo, y dada la conveniencia de pasar aquí el invierno, creo que lo mejor que puedo hacer es oscurecerme cuanto pueda en cualquiera rincón del país. El rincón en que está usted, ¿es habitable y procura recursos suficientes, aunque sean cortos? Dígamelo para que yo vea lo que he de hacer. Es seguro que muchos se opondrán aquí a que yo salga de la capital; pero lo que menos puede convenir a mi salud moral es lo que tanto conviene a cualesquiera otros.

Hágame el servicio de escribirme lo más pronto y más largamente que pueda, noticiándome en especial cuanto se refiera a los cubanos que puedan haber llegado de Puerto Plata.

¡Qué tiempos los nuestros! Todo en contra. ¡Esa desventurada Santo Domingo, convertida en laboratorio de pasiones detestables y debiendo ser el paraíso de los expatriados, siendo su infierno!

En cambio, Cuba invencible es cada vez más fuerte, y es probable que no tarden ustedes, sus hijos, en dejar de tener que andar buscando hogar extraño en tierra extraña. Esa dura necesidad quedará reservada para mí.

A los cubanos que allí haya, empezando por el señor González, mil afectos. Mil, con respetos, para su señora, y un abrazo para usted.

Continúa siendo amigo,

E. M. Hostos.

P. D.- Le ruego que vea en el correo si hay cartas para mí, y que me las remita al hotel Saind Amand. Esto es muy importante.



Caracas, mayo 30 de 1877.

Sra. Ana Kindelán de Aguilera.

Señora y respetada amiga:

Para asociarme públicamente al gran dolor que todo bueno ha debido experimentar con la pérdida del mejor de los hijos de Cuba, ni aun a dominar mis emociones esperé, y escribí para el público lo que pienso de aquel hombre ejemplar y lo que sentí al saber el fallecimiento del único entre todos mis compañeros de revolución que ha merecido el respeto de mi conciencia.

Mas para decir a usted y a toda su querida familia, hasta qué punto me ha lastimado la ida eterna de nuestro Aguilera, necesitaba el reposo de ánimo que aun me falta. Necesitaba, además, la ocasión segura que ahora me brinda el señor C. de Garmendía, y algo que yo deseaba ardientemente que acompañara a mi primera carta.

No pudiendo disponer más que de la ocasión segura, no quiero desperdiciarla.

En esta carta no hay consuelos, mi querida señora y amiga. Yo los necesito tanto como usted para resignarme a la ausencia irreparable del único hombre digno de mis ideas que he conocido, y ni los busco, ni los quiero. El único consuelo posible sería el contar con otro hombre como él, y no conozco ninguno que tenga por la patria la sencilla devoción, por las ideas el pronto sacrificio, por el deber la abnegación sin cálculo que tenía aquel bueno entre los buenos.

No vacilo en repetir a usted lo que a él mismo decía en una carta que ya llegaría tarde. Su muerte ha sido un bien para él. ¡Bienaventurado el que muere en la hora del mayor dolor! Pero su eterno alejamiento es, para nosotros los que nos complacíamos en el espectáculo hermoso de su vida, y mientras él viviera, teníamos la seguridad de poder oponer el ejemplo de sus hechos virtuosos a la conducta de los hacedores de indignidades y de infamias; para nosotros ha sido un verdadero mal su muerte. Un solo hombre, en medio de una muchedumbre tan horrenda de hombrecillos, ocupa tanto espacio, y lo ocupa tan bien y con tanta complacencia de los conocedores de hombres, que cuando desaparece, ahoga el vacío que deja.

Cada vez más en pugna con los hombres de mi tiempo, hasta avergonzado de que puedan llamarse de mi especie los que he visto, los que veo y los que tengo que avergonzarme de seguir viendo, la falta de aquel hombre de mi familia moral ha sido, es y será una verdadera catástrofe para mi corazón. ¡Y cuando pienso por qué murió, y en qué momento, y cómo acibararon sus últimos días...!

Perdóneme, señora. Si no puedo llevarle consuelo, no tengo tampoco el derecho de aumentar su desconsuelo. El mío es profundo. Baste esto, en prueba de íntima coparticipación de su dolor, a usted y a toda su familia.

Con intensa simpatía,

E. M. Hostos.



Mayagüez, 29 de diciembre de 1878.

Señor don Jacobo Pereyra,
Saint Thomas.

Mi estimado amigo:

Si usted me contesta puntual y prontamente, me hará en parte el gran servicio que en sus benévolas cartas anteriores se mostraba deseoso de hacerme.

Necesito saber del modo más exacto cuál es la verdadera situación de la República Dominicana; si hoy es habitable, y si sería prudente trasladarme con mi señora a la Capital, Santo Domingo.

En caso de ser afirmativas las contestaciones que usted pueda dar a las dos últimas preguntas, con igual urgencia necesito saber si el vapor dominicano ha establecido con regularidad sus viajes, y en qué días fijos. Y, por último, y para tranquilizar a mi señora -inquieta por sus padres con lo que se nos dice del estado de Santo Domingo-, deseo saber si A. Leo, en sus conversaciones anteriores con usted, le ha dado alguna noticia del Dr. Ayala y su señora, padres de la mía. Ellos han escrito; pero como las comunicaciones entre aquella y esta ciudad son raras, ya han prescrito las buenas noticias de familia que trajo el vapor inglés.

Como yo no salgo a parte alguna y no quiero tampoco pedir ni recibir informes de los dominicanos que aquí hay -todos baecistas, según dicen-, no sé qué pensar de lo que se me cuenta. Dicen que la zozobra allí es continua; que no se puede poner los pies en el país, so pena de vejaciones y persecuciones; que a dos individuos que salieron de aquí para Cuba, ambos dominicanos, en Puerto Plata los sacaron de a bordo del vapor español y los fusilaron; que a una señora, también dominicana, la impidieron desembarcar, y que Luperón, hostigado y amenazado, ha tenido que expatriarse otra vez.

Son aquí demasiados los baecistas, y es demasiado lo que se malmira entre españoles a dominicanos antiespañoles, para que yo crea en todo lo que se dice; pero es tanto, que algo debe no ser falso; y antes de un paso en falso, deseo que usted me asesore.

Por lo que a mí hace, y si fuera solo, no digo a una anarquía, a una diablocracia iría, mejor que seguir viviendo en este pobre país de mis inútiles esfuerzos. ¡Cuidado si he sufrido, durante estos dos meses, con el espectáculo que se tiene aquí a la vista...! Y lo peor es que ni seguro estoy; y que si sigo aquí por mucho tiempo...

Ahora, si no tuviera que complacer primero a mi señora, dejándola al lado de sus padres, me, iría directamente a la Habana a tomar mi título de abogado para reparar brechas de fortuna11 y para curarme de la patria ingrata con el trabajo agradecido; pero mi esposa está en el estado delicado, y antes que emprender un viaje, debo complacer su santo y legítimo deseo.

Si nuestro amigo el general Luperón estuviera efectivamente ahí, ruéguele en mi nombre que me dé a conocer las circunstancias verdaderas de nuestra pobre patria dominicana. Y salúdelo.

Saludos también a I. González. A usted, mil expresiones de afecto y seguridades de amistad.

Afectísimo,

E. M. Hostos.

Recuerde que el 2 sale vapor inglés para acá. Ojalá pudiera usted hacer que pasara por aquí el «Pomarrosa»12.



Santo Domingo, octubre 1.º de 1879.

Reverendo Joaquín Palma,
Nueva York.

Estimado amigo:

A la única de usted, en contestación a la única mía, no he correspondido ante por desesperado. ¿A qué diablos escribir un hombre desesperado de su tiempo? Para eso, a cualquiera que me conozca basta decirle: «El pobre está en Venezuela, en Santo Domingo, etcétera». Bien sabe mi conciencia que no vine aquí sino para esconderme con mi noble compañera en el mejor asilo de dos vidas buenas, en el campo. Pero las propiedades rurales y urbanas que fueron de mis antepasados, y quise reclamar o permutar por terrenos del Estado, se quemaron jurídicamente cuando un Ministro, obedeciendo la salvaje orden de no sé qué Presidente, quemó los archivos públicos. Entonces se me propuso que uniera mis conocidos deberes de bien «a los elevados del Gobierno» en favor de la instrucción del pueblo y que redactara una ley de escuelas normales. La hice, se me autorizó para encargar los útiles necesarios de enseñanza, se me mandó el nombramiento de Director de una de las escuelas normales por fundar, y aquí me tiene usted sin escuela y sin trabajo todavía. ¡Ah, independencia de las Antillas!, ¡qué vida has desviado de su destino y qué destino acaso tan alto has puesto tan bajo! A bien que «ossa humiliata exhaltabunt». Es un consuelo que no me consuela, porque de veras que me desespero cuando pienso las cosas a que me ha sometido desde 1868 la revolución de las Antillas. ¡Si no fuera por mi esposa y por mi hijo!...

¿Todavía no le he dicho, ni sabe usted, que ya tengo un hijo? Y delicioso, amigo Palma. Es el encanto único y el único consuelo de su pobre madre y de su adusto padre. Vino al mundo en un día cabalístico; en 26 de agosto; renació entonces la idea armada de la independencia en Cuba, nació él en Santo Domingo. Así como perdonaré a Venezuela muchas cosas por haber encontrado allí a mi Inda, así perdonaré a Santo Domingo muchas cosas por haber sido suelo de mi hijo. Voy a educarlo para realizar mi idea, y será el confederador de las Antillas. ¿No nació de madre cubana, de padre puertorriqueño, en Santo Domingo, y en el día mismo de la resurrección de Cuba honrada?

¿Qué es de todo eso? Dígamelo con todos los pormenores que conozca y todas las reflexiones que le inspiren los hechos. Dígame también si cree que yo puedo hacer ahí algo para sostener con mi trabajo a mi familia.

¿Quiere usted hacerme, además de los anteriores, otro servicio de importancia? Pues sírvase ir a ver a Scholmerhorn & Co., 13th Bond Street, y niégueles que no me culpen, si no he vuelto a escribirles desde junio en que ellos me contestaron, porque el Gobierno quiso encargarse de pedir por medio de sus agentes los útiles y materiales de enseñanza que, autorizado por ese mismo Gobierno, yo les había pedido.

Mil afectos de Inda, que, como yo, y conmigo, recuerda y a veces entona los himnos.

Siempre su amigo,

E. M. Hostos.



Santo Domingo, 18 de julio de 188113.

Sres. Lucas Gibbes, J. T. Mejía y Federico Henríquez y Carvajal,
Ciudad.

Señores de mi mayor consideración:

Creyendo necesarias para la Escuela Normal, y convenientes para la sociedad en que funciona, las observaciones críticas que hayan podido formar del sistema, métodos, funcionar, desarrollo y resultados de la reforma, durante los once días de exámenes, colectivo e individual, a que han concurrido ustedes como miembros del Jurado examinador, les ruego se sirvan informar a la mayor brevedad14.

Con las gracias que por el informe les tributo de antemano, reciban ustedes la expresión de gratitud que la Normal les debe por la puntualidad y asiduidad con que han concurrido a completar el Jurado, y por la imparcialidad e independencia de juicio con que en él han funcionado.

Tengo el honor de saludarles con la merecida consideración.

El Director de la Escuela Normal,

E. M. Hostos.



Santo Domingo, hoy 18 de agosto de 1881.

Señor don Fernando A. de Merino,
Presidente de la República.

Señor Presidente:

¡Salud y bienvenida cordial! Hoy más que nunca es motivo de plácemes la llegada del hombre que puede restablecer a la sociedad en el orden jurídico; y de nadie acaso tan desinteresada la bienvenida, como del que la da en nombre de las doctrinas que espera, tanto como anhela, ver devueltas a sus funciones directivas.

Sea de ellas, señor Presidente, otra vez sea de ellas la dirección de la triste sociedad; y las esperanzas amortiguadas por las últimas tristezas reverdecerán más vivaces que jamás.

Pueden reverdecer: lo que tiene de arte la política es lo que tiene de convertible el mal que se estima necesario en el bien que se ha hecho indispensable. Deben reverdecer; desde octubre de 1879 y desde septiembre de 1880; la República Dominicana tiene la responsabilidad de la confianza que ha empezado a inspirar al mundo; y para conservar esa confianza, es preciso conservar los fundamentos de ella.

Harto sé que es un entendimiento elevado a quien me dirijo; [destruido el original].

En su camino [destruido] la fuerza misma del mal reciente se tiene [destruido] obra comenzada para continuarla, hay que volver al elevado punto de partida, y para volver a él, es imposible que se quiera ensangrentar la vida.

Estoy seguro de que el regreso del Presidente indica la terminación de la política de fuerza represiva, y hasta injuriosa para él me parecería la duda, si el ardiente deseo del bien de la República, de la reposición de mis amigos en su gloriosa obra, y de la vida de hombres que prefiero utilizados antes que muertos para el bien, no me obligara a hablar como hablan los inciertos. Convénzame de que he hecho mal en dudar hipotéticamente, y será tan cierto amigo como es deferente servidor

Su respetuoso,

Eugenio María Hostos.

IndiceSiguiente