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ArribaAbajo Trabajo y aventura: El criterio del caballo57

Julio Baena



University of Colorado at Boulder

Even stranger than the story of Cratilo's horse is its disposition in the text, not only central to Persiles, but interrupting without an apparent good cause nothing less than a debate about perfect retired life. In this study, Cratilo's horse is put in the perspective of other horses and in their common actantial function as supports -to the knight, to the diegesis. The taming of the horse by Periandro corresponds to the transitivity of classical écriture, while Rocinante, with its loose reins calls upon the intransitive writer. Persiles is work; Don Quijote, adventure.



1. Cosas de pintores

Si hay dos cosas -además del lienzo- que sean estáticas en el estudio de un pintor, ellas son el modelo y el caballete. No sólo no se mueven, sino que no deben moverse. El caballete recibe su nombre del imaginario caballuno, del que se extrae su aspecto de soporte o montura mas no su aspecto de ente que se mueve. Caballo y caballete se diferencian en algo básico: el primero es inerte, es una naturaleza muerta, modelo ideal para el pintor por su inmovilidad, pero de poco interés en una pintura, a no ser que ésta, como las meninas, sea meta-pintura. El caballo, en cambio, es el modelo más difícil y a la vez más tenazmente perseguido por los pintores a través de los siglos. Frente al caballete, el caballo no se está quieto, pero está vivo y fascina al artista. Frente al modelo humano, no puede ser obligado a posar. El caballo tiene, para usar la expresión inglesa, a mind of his own. Decide, como el sujeto humano, pero es mucho más impredecible. ¿Cómo pintar la expresión, y no sólo los rasgos, de un caballo? ¿Cómo lograr inmovilizar al modelo para el detalle? ¿Cómo, en una palabra, hacerse caballo para poder pintarlo como se pinta un autorretrato? Leonardo bosquejaba caballos sin cesar, como lo   —52→   hacía Picasso, como lo hacía Velázquez. A Leonardo le cupo la frustración máxima de esculpir en bronce sin mayores dificultades al condottiero, pero de estrellarse una y otra vez técnicamente en su montura, que se negaba a sostenerse en posición diferente a la de tener las cuatro patas en el suelo. Todavía son visibles los «arrepentimientos» velazqueños en las patas del famoso caballo del Conde-Duque de Olivares. Definitivamente, el caballo se resiste a la mímesis.




2. El caballo no coopera

Hasta tal punto es el caballo similar al ser humano y a la vez distinto, que ha pasado a ser el símbolo por excelencia de ese otro que en cada uno hay que, literalmente, domar, si se posee una filosofía represiva, o dejar libre, si se posee una concepción subversiva del mundo. Pero lo cierto es que, al revés del dócil e inmóvil caballete del pintor -la mejor montura posible-, el caballo no coopera, ni con la pintura, ni con la escritura:


«Hipogrifo violento,
que corriste parejas con el viento,
¿dónde, rayo sin llama, pájaro sin matiz, pez sin escama,
y bruto sin instinto
natural, al confuso laberinto
destas desnudas peñas
te desbocas, arrastras y despeñas?»58



«... y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de sus aventuras»59.



«... soltó la rienda a Rocinante, dejando a voluntad del rocín la suya, el cual siguió su primer intento, que fue el irse camino de su caballeriza»60.



«... y por más que (don Quijote) ponía las piernas al caballo, menos le podía mover»61.



Caballos que no se detienen cuando deben detenerse; caballos que no se mueven cuando deben moverse. A don Quijote, su caballo se empeña en llevarle la contraria: a ir a su caballeriza   —53→   cuando él quiere ir a matar gigantes; a Rosaura, el caballo la arrastra incomprensiblemente, contra toda naturaleza. Hay en el caballo de Rosaura algo de monstruoso (hipogrifo) porque contradice las leyes más elementales de la naturaleza (que haya llama en el rayo, que los peces tengan escamas, que los brutos tengan «instinto natural»). Para los personajes, su camino es el que el caballo quiere, que es tanto como decir el que el autor quiere. Sin embargo, ¿va Rocinante con la rienda suelta a donde Cervantes quiere que vaya, o es más bien Cervantes quien lleva a su caballero por donde Rocinante quiere?




3. Lo real: de Velázquez al Greco

Entender ese «instinto natural», que obedecido lleva a la caballeriza y desobedecido al abismo, es entender al caballo, es penetrar en el secreto de lo real, entendido como lo otro, lo que se opone al sujeto, entablando aguerrida dialéctica con él. No hay caballero sin caballo. Tal caballo para tal caballero. El criterio del caballo es el que don Quijote sigue, y el que Cervantes sigue en el Quijote. Cervantes va llevando su novela por donde Rocinante quiere que se lleve, es decir, por la senda del llamado realismo, que hace que los caballos no heroicos ni fabulosos, como Rocinante, quieran ir a su caballeriza o -aunque sea con ayuda de Sancho Panza- quedarse quietos ante lo desconocido, quiéralo o no el hiperbólico caballero que los monta. Las precisiones cervantinas sobre las diferentes monturas -burros o caballos, a cada cual su soporte-, e incluso las imprecisiones sobre la presencia o ausencia del burro de Sancho nos remiten de nuevo a la obsesión velazqueña de pintar la verdad («troppo vero», exclamó Inocencio X ante el retrato que le pintó Velázquez) manifestada en sus famosos «arrepentimientos». El soberbio caballo castaño del Conde-Duque es el caballo que se pretende real, con los reflejos de la luz en su espléndido pelaje, con el celaje acompañante, con las patas puestas en posición realista después de muchos ensayos, todavía visibles en el lienzo.

Ahora bien: hay otra forma de concebir la realidad, en pugna con la aristotélica que Velázquez representa, y ésta no es otra que la platónica. Veamos, por ejemplo, la luz. Se considera a Velázquez como el pintor de la luz, queriendo con eso significar el sumo realismo. La luz se asocia con la claridad, con el entendimiento, es decir, con el descubrimiento de la verdad y de la realidad. Nada más luminoso desde este punto de vista que ese   —54→   Rocinante que, siguiendo su instinto natural, siguiendo el orden real de las cosas, busca su caballeriza pese a todos los idealismos de su amo. Nada más luminoso ni verdadero que ese caballo del Conde-Duque. Sin embargo hay otras formas de luz, de forma y de arte: otras fuentes de luz y otros caballos. Me refiero a la luz del Greco, y al caballo de Cratilo, que Periandro doma en Persiles y Sigismunda.

Arnold Hauser62, con preferencia a otros autores que han tocado el tema, es el gran explicador del Greco y del manierismo, y del Quijote y el manierismo. La luz del Greco no es real, si se considera como real la luz velazqueña, pero si consideramos a la luz misma como la fuente de todos los equívocos (me refiero a la luz física, que nos da volúmenes, colores y formas), entonces la luz del Greco es mucho más real. La luz metafísica, la luz platónica, la luz como idea pura, del mundo real concebido por Platón y enseñado por la iglesia católica, esa luz es la que sale del pecho «irreal» del Cristo de El expolio, o del Jesús niño de la adoración de los pastores. Cervantes había tenido la precisión de narrarnos la aventura del Yelmo de Mambrino desde varias posiciones: la de los partidarios del yelmo, la de los de la bacía, la de los del baciyelmo, y la del narrador, para el que el objeto en cuestión es, simplemente, «una cosa que relumbra»63. Es precisamente el relumbre, la luz, la fuente de la más disparatada de las controversias. La luz hace que el objeto «parezca de oro» sin serlo. La luz es adjetiva a las cosas, no parte de las cosas mismas. La luz, como todo pintor sabe, no es sino, en más grandiosa escala, el mismo truco que el pintor usa al usar la perspectiva. La verdad del lienzo es que es plano. La ilusión es que tiene profundidad. Mas si en el Quijote se ven estos y otros elementos manieristas, es en el Persiles donde el manierismo celebra su apoteosis literaria, como la había celebrado en la pintura del Greco.

Ver en el episodio del caballo de Cratilo algo en pugna con lo real y acusar a Cervantes (o a Periandro, como hace Mauricio) de mal narrador, es como acusar al Greco de no ser buen pintor porque alarga los miembros o pone las luces en lugares irreales, o pinta caballos irrealmente blancos, como el de San Martín y el pobre. Lo real fuera de la escuela realista es lo otro: esos cuellos   —55→   de cisne de los manieristas, esos dos planos -celeste y terrestre- del entierro del Conde Orgaz, ese caballo de Cratilo que cae por el precipicio y no se rompe, como Mauricio quiere, tres o cuatro patas. El paso de Rocinante al caballo de Cratilo es el paso que Ruth El Saffar ve de la novela al romance64, y que yo, parafraseándola, llamaré aquí el paso de Velázquez al Greco, incluso incurriendo en la misma paradoja regresiva presente en la tesis de El Saffar.




4. El hipogrifo de Cratilo

Bien señalado está por Alban Forcione el árbol genealógico del caballo de Cratilo65, e igualmente bien señalada la posición central del episodio en la novela, tanto por ser el centro de ella, como por constituir el final de la narración de Periandro. Sin embargo, la que tal vez sea la mayor monstruosidad del episodio no la toca el gran crítico. Me refiero a la disposición del episodio por parte del autor: se anuncia la narración, se interrumpe, y prosigue en una forma atosigante por parte de un Periandro que aparentemente sin venir a cuento interrumpe nada menos que un debate sobre la vida retirada para contar una historia increíble. Si el caballo presenta todos los síntomas monstruosos del hipogrifo, la narración en sí es igual de monstruosa. Y es que el caballo, sea el de Cratilo o sea Rocinante, posee una función actancial y diegética. El caballo es soporte del caballero, pero igualmente soporte de la diégesis. Rocinante con las riendas sueltas, tomando el camino que quiere es homólogo al escritor intransitivo. El caballo de Cratilo, domado, se homologa a la doma general del devenir característica de la écriture clásica. El novelista (el autor del Quijote) deja las riendas del relato sueltas, de forma que tal relato obedezca sólo a Natura, a lo que entienden los realistas por real. El autor del Persiles, en cambio, doma su narración en una forma totalmente análoga a la empleada por Periandro en su doma: mezclando elementos naturales con sobrenaturales, e interrumpiendo una historia con otra que aparentemente no tiene sentido. Pero es esa interrupción, y la prisa que parece tener Periandro en que escuchen su aparentemente loca historia lo que nos da la clave de la interpretación   —56→   del pasaje. En la discusión que los personajes del Persiles tienen sobre la vida retirada, a propósito de la ejemplaridad de la vida de Renato y Eusebia falta un elemento, que Periandro nota. Este elemento es el de lo sobrenatural coadyuvando a lo natural para hacer posible la redención, el re-nacimiento espiritual del hombre (se llama Renato el sujeto de la historia que ha dado pie al coloquio sobre la vida retirada). No creer en que el caballo salga ileso tras la caída es no creer en la Gracia redentora. No creer en la doma del caballo es no creer en las obras humanas igualmente eficaces. Lo natural por sí sólo no puede explicar lo real. Y el autor, pues, si quiere «pintar la luz», como último desafío a su arte, tiene que pintar la luz no accidental, no adjetiva, sino la luz sustantiva, la que pinta el Greco, por más que haya críticos al estilo de Mauricio que se empeñen en decir que el artista tiene un defecto visual. La historia del caballo de Cratilo es crucial para la comprensión del mundo de caída y perdón de que hablan en la historia de Renato y Eusebia. Mauricio no entiende tal historia. Acaba justamente de mencionar que de un Carlos V sí la creería, pero no de un simple corazón, que carecería de mérito en su retiro. Aquí interviene Periandro borrando en la animalidad del caballo cualquier diferencia que como pecadores pueda haber entre Carlos V y Renato, en el más puro espíritu católico. Pero Mauricio sigue sin comprender, y sólo le da credibilidad a Periandro por ser él quien es, es decir, por el mismo motivo por que admira a Carlos V pero no a Renato.




5. Trabajo y aventura

Lo de don Quijote son aventuras. Lo de Periandro y Auristela son trabajos. Aquéllas se buscan; éstos se pasan. La aventura es intransitiva; el trabajo, transitivo. El trabajo tiene un objeto; la aventura es su propio objeto. Escribir puede ser aventura o trabajo. En la aventura se encuentra el sujeto con lo real: con luces inciden en las cosas haciéndolas parecer objetos diversos. En el trabajo, la luz puede llegar a molestar, puesto que el objeto está previamente definido. Periandro y Auristela van a Roma, y han de pasar determinados trabajos para llegar a ella. Don Quijote no va sino «a donde su caballo quería». Domar el caballo de Cratilo (o domar las pasiones, o domar el devenir, o domar el texto) es un trabajo. Montar a Rocinante es un trabajo sólo en el sentido de que hay que impedir que vuelva siempre a la caballeriza, puesto que si a ella vuelve, acaba la novela, y si de ella no sale, nunca empieza.

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Lo que voy a decir tal vez resulte un tanto sorprendente: don Quijote, que leía y leía en sus ratos de ocio «que eran los más del año», no pasa del otium al nec otium en toda la novela. Don Quijote está durante casi todo el Quijote ocioso. Persiles y Sigismunda, en cambio, aun en sus momentos de reposo no están ociosos, puesto que tienen un trabajo que cumplir. Cervantes acomete el Persiles como trabajo; el Quijote como aventura. No quiso morirse sin haberlo terminado, siquiera en bosquejo. En el prólogo del Persiles, se dirige al «lector amantísimo». En el del Quijote, al «desocupado lector».

El criterio del hacedor de ficción es el criterio del caballo. Mímesis del hombre y mímesis del caballo completan el mundo, pues son mímesis del sujeto y mímesis de lo real que se le opone, que se le resiste. Hay caballos como el de Cratilo, como el de Rosaura o como Rocinante: caballos monstruosos, caballos fabulosos, caballos ordinarios. Hay muchos más caballos o monturas: el caballete del pintor, que no se mueve; la mula de alquiler del vizcaíno, el rucio de Sancho... un caballo para cada caballero. Una montura para cada narrador.