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ArribaAbajo Julio Baena. El círculo y la flecha: principio y fin, triunfo y fracaso del Persiles

Chapel Hill: University of North Carolina Press, 1996. 165pp.


David R. Castillo



University of Minnesota

Considera Julio Baena que la obra póstuma de Cervantes Los trabajos de Persiles y Sigismunda, es el «discurso más totalizante jamás intentado» (43), un texto que «fracasa como novela en el punto donde pretendía triunfar como utopía» (107). Sin embargo hay momentos en El círculo y la flecha de vacilación, de rectificación, de borrón y cuenta nueva. En esos momentos Baena se pregunta si no será el Persiles, en su infinita ironía, «la más cósmica carcajada jamás escrita» (158). Estas dudas y tachones hacen del ensayo de Baena un texto sugerente y al mismo tiempo un testimonio vivo de la profunda complejidad del Persiles.

Julio Baena coincide con críticos como Forcione, Avalle-Arce, El Saffar y de Armas Wilson en señalar el carácter eminentemente alegórico de Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Siguiendo la tesis de de Man en «The Rhetoric of Temporality», Baena destaca la presencia del factor tiempo en la alegoría frente a la atemporalidad o destemporalización que caracteriza a las formas simbólicas (86, 90). Si de Armas Wilson (Allegories of Love) ve en el Persiles una alegoría formal de la diferencia sexual, y si Casalduero (Sentido y forma de «Los trabajos de Persiles y Sigismunda» ) y El Saffar (Beyond Fiction) nos remiten al 4 (2 + 2) como principio arquitectónico del texto, para Baena la obra de Cervantes constituye una alegoría de la diferencia numérica cifrada en el principio diferidor n + 1. En esta fórmula geométrica se condensa, según Baena, la modernidad del Persiles como texto quintaesencialmente manierista: dado un conjunto completo, equilibrado y estático (n), el (1) corresponde al factor tiempo que introduce el   —146→   movimiento, el cambio, el desequilibrio y la inconclusión. En su concomitancia con la estética manierista de la figuración -una estética de presencias y ausencias- esta noción de modernidad esbozada por Baena tiene mucho más en común con la forma anamórfica de la llamada perspectiva curiosa teorizada entre otros por Gilman y Lacan que con el modelo epistemológico albertinianocartesiano (Jay). Es decir, no se trata de la modernidad del humanismo clásico que confía en el punto de vista exclusivo (Panofsky), ni de la modernidad mistificadora de la cultura dirigida del barroco (Maravall), sino de una modernidad insatisfecha, «rebelde», como le llama Baena, generadora de incertidumbre, de autorreflexividad y extrañamiento. De ahí que Baena relacione al Persiles con el manierismo de El Greco y simultáneamente con la estética barroca de Góngora (yo diría sobre todo de Sor Juana), modelos estéticos que cuestionan los principios de realidad tanto del humanismo renacentista como del «barroca oficial»:

De la misma manera que el Greco alargaba las figuras por insatisfacción con los paradigmas y cánones tanto de la naturaleza como de la estética en ella basada, ese uno sobrante del texto del Persiles... no sólo está presente, sino que se coloca casi en primer plano de la escena, es un escorzo, un intento de alcanzar el elemento siempre ausente de una totalidad... Razones de sobra habría, con Arnold Hauser en la mano, para señalar no ya el manierismo del Persiles, sino de todo Cervantes, y aun del barroco español «rebelde» (Cervantes, Góngora) frente al barroco «oficial» (Lope de Vega, Quevedo).


(72, 98)                


Si el uno sobrante del Persiles es el tiempo como elemento desestabilizador que condena al peregrino (Peri-andro) a la postergación del encuentro con el objeto de su deseo, el cero es el Norte metafísico (Roma) situado en un más allá del tiempo al que sólo se puede acceder con la muerte. En este punto Baena establece un paralelismo entre la inaccesibilidad de esa Roma mítica, espiritual, y el eterno diferimiento del encuentro (o re-encuentro) de Periandro con su norte femenino (Auri-stella): «Cuando Periandro se refiere a Auristela como 'mi norte' establece la misma clase de busca metafísica: la del Otro inasible» (41). De esta manera conecta Baena el cero que designa todo lo ausente en el Persiles con el Otro femenino, el cuarto término de que hablaba El Saffar, la mujer que es a la vez causa y objeto inaccesible del deseo de Periandro.

En efecto, el texto del Persiles repite obsesivamente la idea de que «nuestras almas están en continuo movimiento y sólo pueden parar en Dios como en su centro» junto a una variante que nos remite no a Dios como centro o Norte metafísico hacia el que se dirigen las almas peregrinas, sino a «algún sujeto a quien las estrellas las inclinan» (75), es decir, alguna Auristela (etimológicamente «estrella áurea» ). En este sentido el Persiles es la crónica de un encuentro anunciado que nunca se produce. Resulta que cuanto más se acercan los Peregrinos a lo real (en el sentido lacaniano) de Roma, más se desintegra la Roma utópica, hasta que llega el momento en que la topografía de Roma se funde con la de la Isla Bárbara (de Armas Wilson) y nos encontramos no ante un final sino ante un nuevo principio. Es así como, lejos de designar al lugar en donde ha de parar y sosegarse el alma del peregrino tras la satisfacción completa del deseo,   —147→   Roma se constituye en el significante del eterno diferimiento de la felicidad. Si Forcione (Historia y crítica) tiene razón cuando dice que Roma (la Roma utópica) es la imagen del punto en el que está destinado a extinguirse el deseo del peregrino, Baena da en el clavo cuando sugiere que la Roma anticlimáctica (la Roma real) que aparece al final del texto es la figura del deseo insatisfecho, de «la sed más encendida que nunca tras haber bebido de lo que parecía Santo Grial y no era sino copa de agua salada» (128).

El único personaje del Persiles para quien Roma aparece como un punto de llegada y no de partida es Maximino, cuyo sacrificio arbitrario y aparentemente absurdo sirve para expiar los pecados de omisión de su hermano Periandro. Maximino vino a Roma a morir, a ocupar el lugar de su hermano, a apurar el cáliz del que Periandro rehúsa beber. No es ésta la primera vez que Periandro reniega de su destino cristológico. Baena nos recuerda que en el principio Periandro se salva y comienza su peregrinar sólo porque la Isla Bárbara es sacrificada. En este sentido el Persiles es una alegoría de la historia humana como historia de salvación, como sugiere Baena, y al mismo tiempo una crónica apócrifa de los Hechos (Trabajos) del Anti-Cristo. Si Periandro es, como afirma El Saffar, «todo hombre» («everyman» ), esto es precisamente en tanto que todo hombre es el Anticristo que rehúsa subirse a la cruz, condenando con ello a muerte a su hermano.

Estamos una vez más ante un texto Cervantino que re-produce utopías desde un punto de vista oblicuo, desde una distancia irónica, que nos fuerza a percibir la absoluta arbitrariedad de sus narrativas saturadas de violencia. ¿No son estas utopías las narrativas mistificadoras de la cultura contrarreformista (sermones, autos sacramentales, procesiones...) que pretenden hacer visible a Dios, confirmar -como dice Baena- el aquí y ahora de la presencia divina en el desacralizado mundo postaristotélico? Es posible que el Persiles sea «el discurso más totalizante jamás intentado» (43) precisamente en tanto en cuanto los trabajos de Cervantes se dirigen a señalar los silencios de las utopías contrarreformistas, el sinsentido y la violencia de sus códigos simbólicos, las ausencias de la «totalidad oficial». A lo mejor no es que el Persiles «fracasa como novela en el punto donde pretendía triunfar como utopía» (107), sino que la novela triunfa donde pretende fracasar como utopía.

El carácter irónico, anti-utópico, del Persiles radica en la eterna postergación del final feliz, en la pervivencia de la incompletud, de ese uno que designa al tiempo postergador y, por tanto, del deseo:

Todos deseaban, pero a ninguno se le cumplían sus deseos: condición de la naturaleza humana, que, puesto que Dios la crió perfecta, nosotros, por nuestra culpa, la hallamos siempre falta, la cual falta siempre la ha de haber mientras no dejáremos de desear.


(Los trabajos, 102; ed. de Espasa-Calpe, 1977)                


La culpa a la que se refiere Cervantes como «nuestra» no es sino nuestro pecado de omisión, nuestra resistencia a aceptar el lugar que nos corresponde en el ara sacrificial romana con un «no se haga mi voluntad sino la Tuya». Periandro («every man» como decía El Saffar) no quiere ser naturaleza perfecta, inmóvil   —148→   (naturaleza muerta, still life) sino hombre incompleto, vivo. Periandro se niega a renunciar a su deseo, como se niega Cervantes a entregarse de buena gana a la muerte que le pisa los talones cuando está escribiendo la dedicatoria del Persiles: «y con estas obras, continuando mi deseo, guarde Dios a vuesa Excelencia como puede» (Los trabajos, 16). La expiación de la falta del hombre (en el doble sentido de carencia y pecado) queda por siempre diferida en la topografía figurativa y alegórica del Persiles. Baena tiene toda la razón cuando afirma que es desde la alegoría y en la alegoría que Cervantes y el hispanismo actual tan preocupado de la dialéctica de presencias y ausencias en los textos del Siglo de Oro, coinciden con las corrientes teóricas postestructuralistas, entre ellas el psicoanálisis, el feminismo y la teoría del caos. Si la interpretación de Baena es correcta, Los trabajos de Persiles y Sigismunda son los esfuerzos de Cervantes para construir un ciclo infinito de diferimientos, una figura en escorzo del deseo. Al llegar al Norte romano ni se encuentra Periandro con Dios (eso hubiera supuesto su muerte), ni se encuentra con la mujer. Como dice Baena, los amantes «no se tocan mas que gracias a un complemento circunstancial ('en compañía de su esposo Persiles')» (141). El matrimonio romano, lejos de ser el punto del re-encuentro anunciado con la mujer, viene a constituirse en la garantía de su eterno diferimiento: «siempre es la felicidad de los hijos de los hijos, siempre la última palabra la tiene el diferimiento eterno de la felicidad» (142).